32 Sellado para la Llama

Elaida do Avriny a’Roihan se sentaba regiamente en la Sede Amyrlin, el alto solio con enredaderas talladas, ahora pintado sólo con seis colores, en lugar de siete, los hombros cubiertos con una estola de seis franjas. Su mirada recorrió el perímetro circular de la Antecámara de la Torre. La colocación de los sillones pintados de las Asentadas se había reorganizado a lo largo de la tarima gradada que circundaba la cámara bajo la gran cúpula, separándolos para dar acogida a seis Ajahs, en lugar de siete, y dieciocho Asentadas aguardaban de pie obedientemente. El joven al’Thor permanecía arrodillado y en silencio junto a la Sede Amyrlin; no hablaría a menos que se le diese permiso, cosa que no ocurriría ese día, ya que su presencia era meramente otro símbolo más del poder de Elaida. Las doce Asentadas que más gozaban de su favor brillaban con el lazo de la coligación, controlada personalmente por ella, para mantenerlo a buen recaudo.

—El consenso plenario se ha alcanzado, madre —dijo sumisamente Alviarin junto a su hombro, inclinándose con humildad ante la vara coronada por la Llama.

En el suelo, al pie de la tarima, Sheriam gritaba salvajemente y los miembros de la Guardia de la Torre que había a su lado tenían que refrenarla. La hermana Roja que la mantenía escudada hizo una mueca de desprecio. Romanda y Lelaine se aferraban a una aparente actitud de fría dignidad, pero casi todas las demás escudadas y guardadas lloraban calladamente, tal vez de alivio por el hecho de que sólo cuatro de ellas habían sido condenadas a la pena máxima o quizá de miedo por si se les incorporaba alguien más. Los semblantes más cenicientos pertenecían a las tres que había osado ocupar los asientos del ahora disuelto Ajah Azul en la Antecámara rebelde. Todas las sublevadas habían sido expulsadas de sus correspondientes Ajahs hasta que Elaida les diera permiso para solicitar su reingreso, pero las otrora Azules sabían que les aguardaban años difíciles de esfuerzo para conseguir ganarse su gracia, años antes de que se les permitiese entrar en uno u otro Ajah. Hasta entonces, estaban a su merced.

Se puso de pie, y pareció que el Poder Único que fluía a través de ella procedente del círculo era una manifestación de su potestad.

—La Antecámara coincide con la voluntad de la Sede Amyrlin. Romanda será la primera en recibir los azotes de la vara. —La cabeza de la mujer nombrada se alzó bruscamente; ya se vería cuánta dignidad era capaz de conservar hasta su neutralización. Elaida hizo un ademán brusco—. Llevaos a las prisioneras, y traed a la primera de las pobres hermanas ilusas que las siguieron. Aceptaré su sometimiento.

Sonó un grito entre las prisioneras, y una se soltó a tirones del guardia que asía su brazo. Egwene al’Vere se arrojó sobre las gradas, a los pies de Elaida, con las manos extendidas y llorando a mares.

—¡Perdonadme, madre! —sollozó la chica—. ¡Me arrepiento! Me someteré. Me someto. ¡Por favor, no me neutralicéis! —Destrozada, hundió el rostro en el suelo, con los hombros sacudidos por los sollozos—. ¡Por favor, madre! ¡Me arrepiento! ¡Lo juro!

—La Sede Amyrlin puede mostrar clemencia —dijo, exultante, Elaida. La Torre Blanca tenía que perder a Lelaine, Romanda y Sheriam para que sirviesen de ejemplo, pero podía conservar la fuerza de esa chica. Ella era la Torre Blanca—. Egwene al’Vere, te has rebelado contra tu Amyrlin, pero seré indulgente contigo. Volverás a vestir el blanco de novicia hasta que yo misma juzgue que estás preparada para ascender a más, pero hoy serás la primera en prestar el Cuarto Juramento sobre la Vara Juratoria, de lealtad y obediencia de la Sede Amyrlin.

Las prisioneras empezaron a postrarse de rodillas mientras gritaban que les permitiera prestar ese juramento, demostrar su sometimiento. Lelaine fue una de las primeras, y Romanda y Sheriam tampoco le anduvieron muy a la zaga. Egwene se arrastró gradas arriba para besar el repulgo del vestido de Elaida.

—Me doblego a vuestra voluntad, madre —murmuró a través de sus lágrimas—. Gracias. ¡Oh, muchas gracias!

Alviarin agarró a Elaida por el hombro y la sacudió.

—¡Despertad, necia! —gruñó.

Elaida abrió los ojos bruscamente a la tenue luz de una única vela que sostenía Alviarin, la cual se inclinaba sobre su lecho, con una mano apoyada en su hombro.

—¿Qué has dicho? —masculló Elaida, aún medio dormida.

—He dicho, «Despertad, madre, por favor» —repuso fríamente la Blanca—. Covarla Baldene ha regresado de Cairhien.

Elaida sacudió la cabeza en un intento de despejar los últimos resquicios del sueño.

—¿Tan pronto? No las esperaba hasta dentro de una semana, por lo menos. ¿Covarla, dices? ¿Dónde está Galina? —Preguntas absurdas; Alviarin no sabría a qué se refería.

Pero con su peculiar tono, frío y cristalino, la mujer respondió:

—Supone a Galina muerta o prisionera. Me temo que las noticias no son buenas.

Lo que Alviarin debería o no saber se borró de su mente de un plumazo.

—Cuenta —demandó a la par que retiraba las sábanas de satén, pero mientras se levantaba y se ataba una bata de seda sobre el camisón, sólo oyó fragmentos: una batalla, hordas de mujeres Aiel encauzando, al’Thor desparecido; desastre. Distraídamente, reparó en que Alviarin iba pulcramente arreglada con un vestido blanco bordado en plata y la estola de la Guardiana sobre los hombros. ¡Esa mujer había esperado a vestirse para llevarle la noticia!

La caja del reloj de su estudio tocó suavemente la Segunda Baja cuando entró en la sala de estar. La madrugada, el peor momento para recibir noticias graves. Covarla se levantó precipitadamente de uno de los sillones rojos acolchados; su rostro implacable aparecía descompuesto por el cansancio y la preocupación. Se arrodilló para besar el anillo de Elaida. Su oscuro traje de montar tenía aún el polvo del camino, y su pálido cabello necesitaba urgentemente un peine, pero llevaba puesto el chal que siempre formaba parte de su atuendo desde hacía tantos años como Elaida había vivido.

La Amyrlin apenas esperó a que los labios de la mujer tocaran la Gran Serpiente antes de retirar la mano.

—¿Por qué te han enviado? —instó, cortante. Recogió con gesto brusco la labor de punto del sillón donde la había dejado, tomó asiento y empezó a mover las largas agujas de marfil. Tejer cumplía muchos de los mismos propósitos que acariciar sus miniaturas de marfil, e indudablemente en ese momento necesitaba tranquilizarse. También la ayudaba a pensar. Y tenía que pensar—. ¿Dónde está Katerine?

Si Galina había muerto, Katerine debería haber asumido el mando por delante de Coiren; Elaida había dejado muy claro que, una vez que se hubiese capturado a al’Thor, el Ajah Rojo estaría al cargo. Covarla se levantó lentamente, como si no estuviese segura de poder hacerlo. Sus manos asieron crispadas el chal de flecos rojos echado sobre los hombros.

—Katerine se encuentra entre las desaparecidas, madre. Soy la superior de las que… —Enmudeció sin acabar la frase cuando Elaida se quedó mirándola de hito en hito, los dedos paralizados en el gesto de pasar la hebra de lana sobre una de las agujas. Covarla tragó saliva y cambió el peso alternativamente sobre un pie y sobre otro.

—¿Cuántas, hija? —preguntó por fin Elaida, que no podía creer que su voz sonase tan sosegada.

—No sé con certeza cuántas más habrán escapado, madre —respondió, vacilante, Covarla—. No nos atrevimos a quedarnos para hacer una búsqueda exhaustiva, y…

—¿Cuántas? —gritó Elaida. Sacudida por un escalofrío, se obligó a concentrarse en la labor de punto. No debería haber gritado; ceder a la ira demostraba debilidad. Echar hebra, enlazar y sacar. Movimientos relajantes.

—Yo… He traído conmigo a otras once hermanas, madre. —La mujer hizo una pausa, respiró hondo y luego, al ver que Elaida no decía nada, se apresuró a continuar—: Puede que haya otras de camino, madre. Gawyn rehusó esperar más, y no nos atrevimos a quedarnos sin él y sus Cachorros, habiendo por los alrededores tantos Aiel, y los…

Elaida dejó de escucharla. Habían vuelto doce. A buen seguro, si hubiesen escapado más habrían regresado a Tar Valon a toda prisa y habrían llegado tan pronto como Covarla, aun en el caso de que una o dos estuviesen heridas, frenando la marcha. Doce. La Torre no había sufrido un desastre de tal magnitud ni siquiera durante la Guerra de los Trollocs.

—Habrá que darles una lección a esas espontáneas Aiel —dijo, interrumpiendo lo que quiera que estuviese balbuceando Covarla. Galina había pensado que podría utilizar Aiel para distraer a otros Aiel; ¡qué mujer tan estúpida!—. ¡Rescataremos a las hermanas que retienen prisioneras y les enseñaremos lo que significa desafiar a las Aes Sedai! Y volveremos a capturar a al’Thor. —¡No lo dejaría escapar aunque para ello tuviera que conducir personalmente a toda la Torre Blanca para atraparlo!

Tras lanzar una mirada inquieta a Alviarin, Covarla volvió a mover los pies con nerviosismo.

—Madre, esos hombres… Pienso que…

—¡No pienses! —espetó Elaida. Sus manos apretaron convulsamente las agujas, y ella se echó hacia adelante con una expresión tan fiera que Covarla levantó una mano como para protegerse de un ataque. Elaida se había olvidado de que Alviarin se hallaba presente. Bueno, ahora esa mujer sabía lo que sabía; de eso ya se ocuparía más adelante—. ¿Has guardado esta noticia en secreto, Covarla? Aparte de informar a la Guardiana.

—Oh, sí, madre —se apresuró a responder la Roja mientras asentía ansiosamente, satisfecha de haber hecho algo bien—. Entré sola en la ciudad y oculté la cara hasta que llegué ante Alviarin. Gawyn quería acompañarme, pero los guardias del puente se negaron a dejar pasar a ningún miembro de los Cachorros.

—Olvídate de Gawyn Trakand —ordenó ásperamente Elaida. Ese joven seguía vivo, contrariando sus planes. Si resultaba que Galina seguía viva todavía, pagaría por fracasar en eso, además de dejar escapar a al’Thor—. Saldrás de la ciudad tan discretamente como entraste, hija, y os mantendréis, tú y el resto, bien ocultos en algún pueblo más allá de las villas de los puentes hasta que os mande llamar. Dorlan sería perfecto. —Tendrían que dormir en graneros en aquella minúscula aldea, que no tenía posada; era lo menos que su torpeza merecía—. Márchate ya. Y reza por que alguien superior a ti aparezca pronto. La Antecámara exigirá responsabilidades por esta catástrofe sin precedentes y, de momento, tú pareces ser la de más rango entre las culpables. ¡Vete!

Covarla se puso lívida y se tambaleó de tal modo al hacer la reverencia para marcharse que Elaida creyó que caería de bruces al suelo. ¡Inútiles! ¡Estaba rodeada de necios, traidores e inútiles!

Tan pronto como oyó cerrarse la puerta exterior, tiró la labor de punto, se puso de pie como impulsada por un resorte y se volvió hacia Alviarin.

—¿Por qué no se me ha informado antes de esto? Si al’Thor escapó… ¿hace cuánto, dijiste? ¿Siete días? Si escapó hace siete días, alguno de los informadores debe de haberlo visto. ¿Por qué no se me puso al corriente?

—Sólo puedo pasaros la información que los Ajahs me pasan a mí, madre. —Alviarin se ajustó la estola sosegadamente, ni pizca alterada—. ¿Realmente pretendéis exponernos a una tercera debacle por intentar rescatar a las prisioneras?

Elaida resopló despectivamente.

—¿De verdad piensas que unas espontáneas pueden resistirse a unas Aes Sedai? Galina se dejó sorprender. Tuvo que ser eso. —Frunció el entrecejo—. ¿Qué quieres decir con una tercera debacle?

—No habéis escuchado, madre. —Sorprendentemente, Alviarin se sentó sin que le hubiese dado permiso, cruzó las piernas y arregló serenamente los pliegues de la falda—. Covarla creía que habrían resistido contra las espontáneas, aunque a mí no me pareció tan convencida como pretendía dar a entender, ni mucho menos. Sin embargo, los hombres eran otra cosa. Varios cientos vestidos con chaquetas negras, todos ellos encauzando. De eso sí estaba muy segura y, por lo visto, las otras también. Armas vivientes, los llamó. Creo que casi se ensució encima sólo con recordarlo.

Elaida se quedó de una pieza. ¿Varios cientos?

—Imposible. No puede haber más de… —Se dirigió a una mesa que parecía toda ella de marfil y oro y se sirvió ponche. El borde de la boca de la botella tintineó contra la copa de cristal, y cayó casi tanto líquido en la bandeja como dentro del vaso.

—Puesto que al’Thor puede Viajar —dijo de repente Alviarin—, parece lógico que al menos algunos de esos hombres puedan hacerlo también. Covarla está bastante segura de que fue así como llegaron. Supongo que se sentirá bastante molesto por el trato recibido. Covarla parecía un tanto inquieta al respecto; dio a entender que varias hermanas más sentían lo mismo. Tal vez él piense que tiene una cuenta pendiente con vos. No sería muy agradable tener a esos hombres saliendo de repente de la nada aquí mismo, en la Torre, ¿no es cierto?

Elaida se echó al coleto el ponche. Galina había recibido instrucciones de empezar a hacer más «manso» a al’Thor. Si acudía para vengarse… Si de verdad había cientos de hombres capaces de encauzar, o incluso un centenar… ¡Tenía que pensar!

—Por supuesto, si pensaran venir creo que ya lo habrían hecho a estas alturas —continuó la Blanca—. No habrían desaprovechado el factor sorpresa. Tal vez al’Thor no desea enfrentarse a toda la Torre. Supongo que habrán regresado a Caemlyn, a su Torre Negra. Lo que significa, me temo, que a Toveine le aguarda una desagradable sorpresa.

—Redacta una orden para que regrese de inmediato —dijo con voz ronca Elaida. El ponche no parecía servir de mucho. Se volvió y dio un respingo al encontrar a Alviarin justo delante. Quizá ni siquiera había un centenar. ¿Ni siquiera un centenar? El día anterior, incluso diez habrían parecido una locura. Sin embargo, no podía correr el riesgo—. Escríbela tú misma, Alviarin. Ahora mismo.

—¿Y cómo se le entregará? —La Blanca ladeó la cabeza en un frío gesto de curiosidad. Por alguna razón, esbozaba una leve sonrisa—. Ninguna de nosotras sabemos Viajar. Toveine y su grupo desembarcarán en Andor cualquier día de éstos, si es que no lo han hecho ya. Le ordenasteis que se dividiesen en pequeños grupos y evitasen las poblaciones para no dar la alarma. No, Elaida, me temo que Toveine reunirá sus fuerzas cerca de Caemlyn y atacará la Torre Negra sin que les haya llegado noticia alguna de nosotras.

Elaida soltó una ahogada exclamación. ¡Esa mujer acababa de llamarla por su nombre! Y, antes de que pudiese empezar a barbotar fuera de sí por la rabia, llegó lo peor.

—Creo que estás en un buen apuro, Elaida. —Los fríos ojos se clavaron en los de la otra mujer y las frías palabras salieron suavemente de los labios sonrientes de la Blanca—. Antes o después, la Antecámara se enterará del desastre con al’Thor. Puede que Galina consiguiese apaciguar a las Asentadas, pero dudo que Covarla sea capaz de hacerlo; querrán alguien más… alto, para que pague las consecuencias. Y, antes o después, todas sabremos la suerte corrida por Toveine. Entonces será difícil que sigas llevando esto sobre los hombros —comentó, indiferente, mientas ajustaba la estola de Amyrlin alrededor del cuello de Elaida—. De hecho, será imposible si se enteran en un plazo corto. Serás neutralizada para que sirvas de ejemplo, igual que quisiste hacer con Siuan Sanche. Empero, todavía podrías estar a tiempo de salir bien de ésta si haces caso de tu Guardiana. Tienes que atender un buen consejo.

Elaida sentía paralizada la lengua. La amenaza no habría podido ser más explícita.

—Lo que has oído aquí esta noche es un asunto confidencial, sellado para la Llama —adujo, pero supo que su argumentación era inútil antes de que las palabras acabasen de salir de su boca.

—Si tienes intención de rechazar mi consejo… —Alviarin hizo una pausa y luego empezó a darse media vuelta para marcharse.

—¡Aguarda! —Elaida bajó la mano que había extendido de manera instintiva hacia la otra mujer. Despojada de la estola. Neutralizada. Y no se conformarían con eso; después la harían aullar de dolor—. ¿Qué…? —Tuvo que interrumpirse para tragar saliva—. ¿Qué consejo me ofrece mi Guardiana? —Tenía que haber algún modo de frenar esa situación.

Alviarin suspiró y volvió a aproximarse; más que antes. De hecho, a una distancia excesivamente corta entre cualquiera y la Amyrlin, de manera que las faldas casi se tocaban.

—En primer lugar, me temo que debes dejar a Toveine a su suerte, al menos por el momento. E igualmente a Galina y a quienesquiera que hayan sido hechas prisioneras, ya sea por los Aiel o por los Asha’man. Cualquier intento de rescate inmediato significaría destapar el asunto.

—Sí. —Elaida asintió lentamente—. Me doy cuenta de ello. —Era incapaz de apartar su mirada horrorizada de la imperiosa de la otra mujer. ¡Tenía que haber algún modo! ¡Eso no podía estar pasando!

—Y creo que ha llegado el momento de que reconsideres tu decisión con respecto a la Guardia de la Torre. Después de todo, ¿no te parece realmente necesario incrementar sus efectivos?

—No… no veo impedimento en hacer eso. —¡Luz, tenía que pensar!

—Estupendo —murmuró la Blanca, y Elaida enrojeció de rabia e impotencia—. Mañana registrarás personalmente los dormitorios de Josaine y de Adelorna.

—¿Por qué demonios iba a…?

Alviarin tiró de la estola de rayas de nuevo, en esta ocasión casi como si fuese a arrancársela de un tirón, y el cuello al mismo tiempo.

Al parecer, la tal Josaine halló un angreal hace años y no lo entregó. Me temo que Adelorna hizo algo peor. Sacó un angreal de uno de los almacenes, sin permiso. Cuando los hayas encontrado, anunciarás inmediatamente su castigo. Uno bastante severo. Al mismo tiempo, pondrás como modelos de preservar la ley a Doraise, Kiyoshi y Farellien. Las recompensarás con un regalo; un buen caballo serviría.

Elaida temió que los ojos acabarían saliéndosele de las órbitas.

—¿Por qué? —De cuando en cuando, una hermana se guardaba un angreal desobedeciendo la ley, pero el castigo rara vez superaba una severa regañina. Todas, de la primera a la última, sabían de esa tentación. ¡Y el resto! El propósito resultaba obvio. Todo el mundo daría por sentado que Doraise, Kiyoshi y Farellien habían delatado a las dos primeras. Josaine y Adelorna eran Verdes, y las otras Marrón, Gris y Amarilla respectivamente. El Ajah Verde se enfurecería, incluso podría decidir desquitarse, lo que induciría a los otros Ajahs a…—. ¿Por qué quieres hacer esto, Alviarin?

—Elaida, debería bastarte el hecho de que es mi consejo. —El tono burlón, la meliflua impasibilidad se tornó acerado hielo de manera repentina—. Quiero oírte decir que harás lo que se te mande. De otro modo, no tiene sentido que me moleste en que conserves la estola. ¡Dilo!

—Yo… —Elaida intentó apartar la vista. ¡Oh, Luz, tenía que pensar! Sentía el estómago agarrotado—. Haré lo… lo que… se me mande.

—¿Ves? —Alviarin esbozó aquella sonrisa gélida—. No ha sido tan difícil. —De repente se retiró e hizo una reverencia moderada—. Con tu permiso, me retiraré para que puedas dormir un poco lo que queda de noche. Has de madrugar y te espera una mañana muy ocupada, impartiendo órdenes al mayor Chubai y registrando dormitorios. También tenemos que decidir cuándo se informa a la Torre sobre los Asha’man. —Su tono dejaba claro que sería ella quien lo decidiría—. Y quizá deberíamos empezar a planear nuestro siguiente movimiento contra al’Thor. Va siendo hora de que la Torre manifieste públicamente su postura en este asunto y lo llame al orden, ¿no te parece? Piénsalo bien. Te deseo buenas noches, Elaida.

Aturdida, con ganas de vomitar, Elaida la vio salir. ¿Manifestarse públicamente? Hacerlo sería una invitación al ataque por parte de esos… ¿Cómo los había llamado la Blanca? Ah, sí, esos Asha’man. ¡Esto no podía estar pasándole a ella! Antes de darse cuenta de lo que hacía, arrojó la copa, y el recipiente se hizo añicos al chocar contra un tapiz de flores. Luego cogió la jarra con las dos manos y, con un chillido de rabia, la alzó por encima de su cabeza y también la lanzó contra la pared salpicándolo todo de ponche. ¡La Predicción había sido tan incontrovertible! ¡Ella lograría…!

De repente se quedó inmóvil y, con el entrecejo fruncido, contempló los minúsculos fragmentos de cristal prendidos en el tapiz, así como los de mayor tamaño esparcidos en el suelo. La Predicción. Indudablemente había anunciado su triunfo. ¡Su triunfo! Puede que Alviarin tuviese su pequeña victoria, pero el futuro le pertenecía a ella. Siempre y cuando se librara de Alviarin. Pero eso tenía que hacerse discretamente, de un modo que incluso la Antecámara deseara mantenerlo confidencial, sin que el caso se airease. Un modo que no apuntara hacia la Blanca hasta cuando ya fuese demasiado tarde, por si acaso se olía algo. De repente se le ocurrió cómo. Alviarin no se lo creería si se lo dijesen. Nadie se lo creería.

Si la Blanca hubiese visto su sonrisa, las rodillas se le habrían vuelto gelatina. Antes de que hubiese acabado con ella, Alviarin envidiaría la suerte de Galina, viva o muerta.


Alviarin hizo un alto en el pasillo que daba a los aposentos de Elaida y se miró las manos a la luz de las lámparas de pie. No le temblaban, cosa sorprendente. Había esperado que la mujer luchase con más ahínco, que se resistiese más. Pero todo había empezado y ella no tenía nada que temer. Salvo que Elaida descubriese que al menos cinco Ajahs le habían pasado informes referentes a al’Thor durante los últimos días; el derrocamiento de Colavaere había impulsado a todos los agentes de Cairhien a coger papel y pluma. No, si Elaida se enteraba, ella no corría peligro habida cuenta del dominio que ejercía sobre la mujer ahora. Y menos contando con el respaldo de Mesaana. Sin embargo, Elaida estaba acabada, fuese o no consciente de ello. Aun en el caso de que los Asha’man no proclamasen a bombo y platillo el aplastamiento de la expedición de Toveine —y no le cabía duda alguna que la aplastarían después de lo que Mesaana le había contado sobre lo ocurrido en los pozos de Dumai—, todos los informadores de Caemlyn no esperarían un instante en poner alas a sus comunicaciones una vez que la noticia llegase a sus oídos. A no ser que ocurriese un milagro, como por ejemplo que las rebeldes apareciesen a las puertas de la Torre, Elaida correría la misma suerte que Siuan Sanche en cuestión de semanas. En cualquier caso, aquello estaba en marcha y, aunque le gustaría saber qué era «aquello», lo único que realmente debía hacer era obedecer. Y observar. Y aprender. Quizá fuese ella quien llevase la estola de siete colores cuando todo hubiese acabado.


Con los primeros rayos de sol colándose por las ventanas, Seaine mojó la pluma en el tintero, pero antes de que hubiese tenido ocasión de escribir una sola palabra la puerta que daba al pasillo se abrió y la Amyrlin entró majestuosamente. Las oscuras cejas de Seaine se enarcaron; habría esperado a cualquier otra persona, incluso hasta al propio Rand al’Thor, antes que a Elaida. Aun así, dejó la pluma, se levantó sosegadamente de la silla y se bajó las blancas mangas que se había recogido para no mancharlas de tinta. Hizo una reverencia adecuada para la Sede Amyrlin de una Asentada que se encontraba en sus propios aposentos.

—Confío en que no hayáis encontrado a ninguna hermana Blanca ocultando un angreal, madre. —Al cabo de los años, todavía le quedaba un ligero acento lugardeño. Esperaba fervientemente que no hubiese ocurrido tal cosa. La irrupción de Elaida en las habitaciones de las Verdes unas pocas horas antes, mientras la mayoría de las hermanas aún dormía, seguramente estaba provocando todavía gemidos y rechinar de dientes. Que se tuviese memoria, no se había ordenado azotar con vara a nadie por guardar un angreal, y ahora iban a ser dos. La Amyrlin debía de atravesar uno de sus sañudos ataques de fría cólera.

Pero si había sido así, ahora no quedaba rastro de ello. Contempló a Seaine un momento en silencio, fría como un estanque en invierno, y después se dirigió hacia el aparador sobre el que estaban las miniaturas pintadas sobre marfil de la familia de Seaine. Todos llevaban muertos muchos años, pero ella los seguía queriendo, del primero al último.

—No apoyaste mi nombramiento como Amyrlin —dijo Elaida mientras cogía el retrato del padre de Seaine. Lo dejó prestamente y en su lugar tomó el de la madre.

Las cejas de la Blanca casi se enarcaron de nuevo, pero Seaine había intentado hacer una regla de no dejarse sorprender más de una vez al día.

—No se me informó de que la Antecámara se había reunido hasta después, madre.

—Sí, sí. —Elaida dejó las miniaturas y se desplazó hasta la chimenea. A Seaine le encantaban los gatos, y figurillas de todo tipo talladas en madera abarrotaban la repisa, algunas en posturas graciosas. La Amyrlin frunció el entrecejo ante tal despliegue; luego apretó los párpados y sacudió levemente la cabeza—. Pero te quedaste —añadió mientras se giraba rápidamente—. Todas las Asentadas a las que no se avisó huyeron de la Torre y se unieron a las rebeldes, excepto tú. ¿Por qué?

—¿Qué otra cosa podía hacer, madre? —repuso la Blanca mientras extendía las manos—. La Torre debe permanecer íntegra. —«Sin importar quién sea la Amyrlin», añadió para sus adentros. «¿Y qué pasa con mis gatos, si se puede saber?» Esto tampoco lo preguntó en voz alta, desde luego. Sereille Bagand había sido una implacable Maestra de las Novicias antes de ser ascendida a Sede Amyrlin, el mismo año en que Elaida obtuvo el chal, y fue una Amyrlin aún más feroz de lo que la propia Elaida sería teniendo dolor de muelas. A Seaine le habían inculcado las normas demasiado a rajatabla y a fondo como para que tal cosa cambiase en unos pocos años. Al igual que su desagrado por la mujer que llevaba la estola ahora. No era obligatorio que a una le gustase la Amyrlin.

—Sí, la Torre debe permanecer íntegra, indivisa —convino Elaida mientras se frotaba las manos, un gesto nervioso que extrañó a la Blanca. Su talante podía mostrar noventa y nueve facetas distintas, todas duras como un cuchillo y el doble de afiladas, pero el nerviosismo no era una de ellas—. Lo que voy a decirte es sellado para la Llama, Seaine. —Torció la boca con mal gesto, se encogió de hombros e, irritada, se ajustó la estola—. Si supiese cómo dar un carácter más imperativo a esa condición de reserva, lo haría —comentó, seca como el polvo tras un día al sol.

—Guardaré vuestras confidencias en el más absoluto secreto, madre.

—Quiero, o mejor dicho, te ordeno que te ocupes de una investigación. Y debes, desde luego, mantenerla en secreto. Si llega a oídos equivocados, podría significar la muerte y el desastre para toda la Torre.

Seaine frunció las cejas. ¿Muerte y desastre para toda la Torre?

—En el más absoluto secreto —repitió—. ¿Queréis sentaros, madre? —Tal ofrecimiento era correcto al hallarse en sus aposentos—. ¿Os apetece un poco de té? ¿O un ponche?

Elaida rechazó la bebida con un ademán y tomó asiento en el sillón más cómodo, el que había elaborado el propio padre de Seaine como regalo cuando recibió el chal, aunque, naturalmente, los cojines habían sido reemplazados muchas veces desde entonces. La Amyrlin, con su postura enhiesta y su duro continente, hacía que el rústico mueble pareciese un trono. Además, tuvo la descortesía de no dar permiso a Seaine para que se sentara, de manera que la Blanca enlazó las manos ante sí y permaneció de pie.

—He meditado largo y tendido sobre la traición, Seaine, desde que mi predecesora y su Guardiana consiguieron escapar. Desde que se las ayudó a escapar. La traición debe estar detrás de ello, y me temo que sólo una o varias hermanas pudieron llevarlo a cabo.

—Ciertamente sería una posibilidad, madre.

Elaida frunció el entrecejo ante la interrupción.

—Nunca se tiene absoluta certeza de quién alberga la sombra de la traición en su corazón, Seaine. Vaya, pero sí sospecho que alguien arregló las cosas para que se revocara una de mis órdenes. Y tengo razones para creer que alguien se ha puesto en contacto con Rand al’Thor, ignoro con qué fin, pero eso es indiscutiblemente traición contra mí y contra la Torre.

Seaine esperó que añadiese algo más, mas la Amyrlin se limitó a sostenerle la mirada mientras se alisaba la roja falda de manera automática.

—¿Qué investigación queréis que lleve a cabo exactamente, madre? —preguntó con cautela.

Elaida se incorporó como impulsada por un resorte.

—Te encomiendo que sigas el maloliente rastro de la traición sin importar adónde te conduce o hasta qué nivel de jerarquía llega, incluso la propia Guardiana. Lo que quiera que descubras, a quien quiera que te lleven tus indagaciones, deberás informar exclusivamente a la Sede Amyrlin. Nadie más debe saberlo. ¿Me has entendido?

—He comprendido vuestras órdenes, madre.

Era lo único que entendía, pensó una vez que Elaida se hubo marchado aún más tiesa que cuando entró. Tomó asiento en el sillón ocupado antes por la Amyrlin para reflexionar, con la barbilla apoyada en los puños, exactamente la misma postura que su padre había adoptado siempre para pensar. Al final, todo acababa por tener lógica.

Ella no habría secundado la deposición de Siuan Sanche —¡de hecho la había propuesto para Amyrlin!—, pero, una vez consumada, siguiendo las formalidades estipuladas aunque rozando el margen de la legalidad, facilitarle la huida había sido traición, como también lo era revocar deliberadamente una orden de la Amyrlin. Posiblemente, comunicarse con al’Thor también lo era; eso dependía del contenido de la comunicación y de su propósito. Descubrir quién había rectificado una disposición de la Amyrlin resultaría difícil al ignorar de qué orden se trataba. Después del tiempo transcurrido, las posibilidades de identificar al que había ayudado a Siuan a escapar eran tan pocas como las de saber quién podría mantener correspondencia con al’Thor. Eran tantas las palomas que llegaban volando a la Torre y partían desde ella a diario que a veces parecía que llovían plumas del cielo. Si Elaida sabía algo más de lo que había dicho, entonces se había andado con rodeos. Todo aquello no tenía sentido. La traición habría hecho hervir de rabia a Elaida, pero no se había mostrado iracunda, sino nerviosa. Y deseosa de marcharse. Y reservada, como si no quisiera revelar todo lo que sabía o lo que sospechaba. Casi como si le diese miedo de hacerlo. ¿Qué clase de traición pondría nerviosa o asustaría a una mujer como ella? Muerte y desastre para toda la Torre.

Del mismo modo que las piezas de un rompecabezas, todo encajó en su sitio, y las cejas de Seaine se enarcaron de tal modo que faltó poco para que se salieran de la frente. Sí, todo encajaba. Se sintió palidecer. Sellado para la Llama. Había dicho que guardaría esto en secreto, pero todo había cambiado desde que pronunció esas palabras. Sólo se permitía sentirse asustada cuando era lógico estarlo, y en ese mismo instante estaba aterrada. No podía afrontar aquello sola. Pero ¿quién? Dadas las circunstancias, ¿quién? La respuesta a esa pregunta llegó con mucha más facilidad. Recobrar la compostura le costó un poco de tiempo, pero luego salió apresuradamente de sus aposentos y dejó atrás el sector del Ajah Blanco caminando a paso mucho más vivo de lo habitual en ella.

La servidumbre iba y venía por los corredores como de costumbre, aunque Seaine iba tan deprisa que pasó ante la mayoría antes de que tuviesen tiempo de hacer reverencias; sin embargo, parecía haber muchas menos hermanas de lo que podría justificar la temprana hora. Muchas menos. Empero, si la mayoría se había quedado en sus alojamientos por alguna razón, las pocas que había compensaban tal ausencia en cierto sentido. Las hermanas caminaban pavoneándose a lo largo de los corredores adornados con tapices, sus rostros todo serenidad, pero en el fondo de sus ojos había indignación. Aquí y allá, grupos de dos o tres mujeres charlaban sin dejar de lanzar ojeadas para ver si alguien lo había oído. Siempre dos o tres del mismo Ajah. Se suponía que las Blancas debían dejar completamente a un lado las emociones, pero ella nunca había visto motivo para taparse los ojos a la verdad, como hacían otras. El ambiente en la Torre estaba tan cargado de desconfianza que casi podía palparse. Tampoco es que eso fuese algo nuevo, por desgracia —la Amyrlin había dado pie a ello con sus duras medidas, y los rumores con respecto a Logain sólo habían empeorado la situación—, pero esa mañana parecía peor que nunca.

Talene Minly apareció por una esquina del pasillo; por alguna razón llevaba el chal no sólo sobre los hombros, sino bien extendido por los brazos como para exhibir bien los flecos verdes. Ahora que lo pensaba, Seaine cayó en la cuenta de que todas las Verdes que había visto esa mañana llevaban puesto el chal. Talene, rubia, escultural y encantadora, era una de las que había apoyado la destitución de Siuan, pero había entrado en la Torre cuando Seaine era Aceptada, y aquella decisión no había hecho mella en su larga amistad. Talene había tenido razones para actuar así, y Seaine las había aceptado aunque no las compartió. Hoy, sin embargo, su amiga se detuvo y la observó con suspicacia. Eran muchas las hermanas que parecían observarse de ese modo últimamente. En cualquier otro momento, se habría parado, pero no con lo que rondaba su cabeza y que amenazaba con hacerla estallar como un melón pasado. Talene era una amiga y creía que podría confiar en ella, pero creer no bastaba en este caso. Más adelante, si ello era posible, hablaría con Talene del asunto. Esperando que fuese así, se apresuró a pasar a su lado limitándose a saludarla con una inclinación de cabeza.

En el sector de la Rojas el ambiente era incluso peor, más cargado. Como ocurría en cualquiera de los Ajahs, había muchas más habitaciones que hermanas que las ocuparan en la actualidad —ya sobraban antes de que las rebeldes huyeran—, pero el Rojo era el Ajah más nutrido, y las hermanas llenaban los pisos que seguían en uso. Con frecuencia, las Rojas llevaban el chal cuando no era necesario, pero incluso aquí hasta la última mujer exhibía la orla y los flecos encarnados como una bandera. Las conversaciones cesaban al aproximarse Seaine, y las frías miradas la seguían desde una burbuja de gélido silencio. Se sintió como una invasora que se hubiese internado en territorio enemigo mientras avanzaba sobre las peculiares baldosas, con la Llama de Tar Valon en rojo. Claro que, cualquier parte de la Torre podría ser territorio enemigo. Mirándolas del revés, aquellas llamas escarlata podrían pasar por Colmillos de Dragón. Jamás había creído los chismes irracionales sobre las Rojas y los falsos Dragones, pero… ¿Por qué ninguna de ellas lo había negado? Tuvo que preguntar el camino.

—No la molestaré si está ocupada —dijo—. Antaño éramos amigas íntimas, y me gustaría que volviéramos a serlo. Ahora más que nunca, los Ajahs no pueden permitirse el lujo de aislarse.

Todo ello muy cierto, aunque los Ajahs parecían estar haciéndose pedazos más que aislándose unos de otros; sin embargo, la domani la escuchó con una expresión tan impasible en su rostro cobrizo que bien podría haber sido una talla de bronce. No había muchas domani en el Ajah Rojo, y esas pocas eran por lo general más peligrosas que una serpiente acorralada.

—Os conduciré hasta ella, Asentada —dijo por último la mujer, y no con excesivo respeto. La llevó hasta una puerta y luego se quedó observándola mientras Seaine llamaba, como si no se fiara de dejarla sola. Los paneles de la hoja también tenían tallada la Llama, y laqueada en un rojo tan intenso como sangre fresca.

—Adelante —contestó una voz enérgica desde dentro, y Seaine abrió la puerta confiando en estar acertada.

—¡Seaine! —exclamó alegremente Pevara—. ¿Qué te trae por aquí esta mañana? ¡Pasa! ¡Cierra la puerta y siéntate!

Fue como si todos los años transcurridos desde que se conocieron siendo novicia y Aceptada desaparecieran de golpe. Bastante rellenita y no muy alta —en realidad, más bien baja para una kandoresa—, Pevara también era bastante guapa, con un alegre brillo en sus oscuros ojos y una sonrisa pronta. Lástima que eligiese el Rojo, por muchas razones que tuviese, ya que le gustaban los hombres. El Rojo se nutría en su mayoría de mujeres con una desconfianza innata hacia el sexo opuesto, desde luego, aunque otras lo elegían porque la tarea de encontrar varones capaces de encauzar era importante. No obstante, tanto si les gustaban los hombres como si les desagradaban o incluso si les daban igual al principio, pocas mujeres podían pertenecer al Ajah Rojo durante mucho tiempo sin que acabaran desarrollando una opinión negativa sobre los varones. Seaine tenía razones para sospechar que Pevara había cumplido un castigo poco después de obtener el chal por haber manifestado que le gustaría tener un Guardián; más tarde, tras haber alcanzado el nivel más seguro de miembro de la Antecámara, proclamó abiertamente que los Guardianes facilitarían mucho la labor del Ajah Rojo.

—Me faltan palabras para expresar lo feliz que me hace verte —dijo Pevara una vez que se hubieron acomodado en sendos sillones con tallas espirales, muy populares en Kandor un siglo atrás, y sosteniendo en las manos delicadas tazas adornadas con mariposas pintadas, llenas de infusión de arándanos—. A menudo he pensado cómo acercarme a ti, pero admito que me daba miedo lo que dirías después de que cortase contigo radicalmente tantos años atrás. Te juro, Seaine, que no lo habría hecho de no ser porque Tesien Jorhald me tenía agarrada prácticamente por el cuello, y por entonces todavía llevaba muy poco tiempo con el chal para tener el coraje de hacer valer mi criterio. ¿Podrás perdonarme?

—Por supuesto que te perdono —contestó Seaine—. Lo comprendo. —En el Rojo se ponían cortapisas a las amistades que no pertenecían al Ajah, y se hacía de un modo firme y bastante eficaz—. No podemos oponernos a nuestros Ajahs cuando somos jóvenes, y después parece imposible dar marcha atrás. He recordado mil veces las noches que conversábamos en susurros después de haber dado la Postrera. ¡Oh, y las travesuras! ¿Te acuerdas cuando rociamos el camisón de Serancha con polvos picapica de roble? Pero me avergüenza decir que ha sido necesario estar asustadísima para decidirme a dar este paso. Naturalmente deseo que volvamos a ser amigas, pero también necesito tu ayuda. Eres la única persona en la que puedo confiar realmente.

—Serancha era una mojigata por entonces, y lo sigue siendo —rió Pevara—. El Gris es un buen lugar para ella. En cuanto a lo otro, me resulta imposible imaginar que algo pueda aterrarte. Vaya, pero si nunca consideraste lógico asustarse hasta que nos encontrábamos en la cama de noche. Salvo prometer tomar una postura en la Antecámara sin saber con qué motivo, puedes contar con mi ayuda para todo, Seaine. ¿Qué necesitas?

Llegado el momento de acometer el asunto, Seaine vaciló y bebió un sorbo de infusión. No albergaba dudas acerca de Pevara, pero hablar del tema le resultaba… difícil.

—La Amyrlin vino a verme esta mañana —empezó finalmente—. Me ordenó que realizara una investigación altamente confidencial, sellada para la Llama.

Pevara frunció levemente el entrecejo, si bien no comentó que, en tal caso, Seaine no debería hablar de ello. La Blanca había sido la que planeaba cómo llevar a cabo la mayoría de sus travesuras de jovencitas, pero había sido Pevara quien poseía audacia para discurrir casi todas ellas, así como el coraje para ponerlas en práctica.

—Se mostró muy cauta con las palabras que utilizó —prosiguió Seaine—, pero tras meditarlo un rato me quedó muy claro lo que quería. Tengo que buscar y localizar… —Vaciló un momento antes de hallar el valor suficiente para decirlo—. Localizar Amigas Siniestras en la Torre.

Los iris de Pevara, tan negros como azules eran los de su amiga, se tornaron duros como piedra. La mujer se dirigió hacia la repisa de la chimenea, donde se alineaban miniaturas de su propia familia. Todos habían muerto siendo ella novicia: padres, hermanos, hermanas, tíos; asesinados del primero al último durante un levantamiento, rápidamente sofocado, de Amigos Siniestros, quienes tenían la convicción de que el Oscuro iba a liberarse de su prisión en cualquier momento. Ése era el motivo por el que Seaine estaba segura de que podía confiar en ella. También era la razón de que Pevara hubiese elegido el Ajah Rojo, porque pensaba que una Roja que perseguía varones que encauzaban tenía más oportunidades de descubrir Amigos Siniestros, aunque Seaine seguía siendo de la opinión de que podría haber hecho una labor igualmente buena y habría sido más feliz en el Verde. Había sido muy buena en esa tarea; bajo la blandura de su rollizo aspecto exterior se ocultaba el núcleo de un temple de acero. Y también tenía el coraje para decir sosegadamente lo que Seaine había sido incapaz de pronunciar.

—El Ajah Negro. No me extraña que Elaida se mostrase cauta.

—Pevara, sé que ella siempre ha negado la existencia de ese grupo con más contundencia que tres hermanas juntas, pero no me cabe la menor duda de que era a eso a lo que se refería, y si ella está convencida…

—No tienes que persuadirme, Seaine —la interrumpió la Roja al tiempo que agitaba la mano—. He tenido la certeza de que el Ajah Negro existía desde… —Cosa extraña en ella, Pevara vaciló y clavó la vista en la taza de té como haría una adivina en una feria—. ¿Qué sabes de los acontecimientos que siguieron a la Guerra de Aiel?

—Dos Amyrlins murieron repentinamente en el espacio de cinco años —respondió la Blanca con cautela. Daba por sentado que la otra mujer se refería a los sucesos acaecidos en la Torre. A decir verdad, hasta que ascendió a Asentada, casi quince años atrás, justo un año después que Pevara, no había prestado mucha atención a lo que ocurría fuera de la Torre. Y en realidad tampoco a lo que pasaba dentro—. Muchas hermanas murieron en aquellos años, según recuerdo. ¿Quieres decir que sospechas que el… Ajah Negro tuvo algo que ver en ello? —Bien, lo había dicho, y el nombre no le había quemado la lengua.

—No lo sé —repuso quedamente la Roja mientras sacudía la cabeza—. Hiciste bien en volcarte en la filosofía y aislarte en ella. Se hicieron… ciertas cosas entonces, y selladas para la Llama. —Respiró hondo, con aire preocupado.

Seaine no la presionó; ella misma había incurrido en un acto rayano en la traición al romper esa misma confidencialidad, y era Pevara quien debía tomar la decisión.

—Revisar informes será menos peligroso que hacer preguntas sin saber realmente a quién se las hacemos —sugirió—. Por lógica, una hermana Negra tiene que ser capaz de mentir a pesar de los Juramentos. De otro modo, el Ajah Negro habría sido descubierto mucho tiempo atrás. —El nombre parecía salir de sus labios con más facilidad a medida que lo repetía—. Si cualquier hermana puso por escrito que había hecho algo y podemos demostrar que hizo otra cosa, entonces habremos dado con una Amiga Siniestra.

—Sí —asintió Pevara—, pero no debemos limitarnos, excluyendo posibilidades. Quizás el Ajah Negro no tuvo que ver en la rebelión, pero dudo que dejasen pasar ese tumulto sin sacar provecho de él. Debemos centrarnos en el último año, creo.

Seaine accedió a ello a regañadientes. Habría menos papeles que leer y más preguntas que hacer con respecto a los meses recientes. Y resultó aún más difícil decidir a quién más hacer partícipe de la investigación. Sobre todo después de que Pevara comentara:

—Has sido muy valiente al acudir a mí, Seaine. He conocido Amigos Siniestros que han matado a hermanos, a hermanas, a padres, para ocultar lo que eran y lo que habían hecho. Te quiero por ello, pero, desde luego, has demostrado ser muy valiente al confiar en mí.

Seaine tembló como si alguien hubiese caminado sobre su tumba. Si hubiese querido ser valiente, entonces habría elegido el Ajah Verde. Casi deseó que Elaida hubiese acudido con aquella misión a otra persona. Sin embargo, ahora ya no había vuelta atrás.

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