3 La Colina del Alba Dorada

En la ancha cima de una pequeña colina, varios kilómetros al nordeste de la ciudad de Cairhien, lejos de cualquier calzada o población, apareció una fina línea vertical de pura luz, más alta que una persona o un caballo. El terreno se inclinaba en todas direcciones en una suave pendiente, y, salvo alguno que otro matorral, ningún obstáculo tapaba la vista a menos de dos kilómetros de distancia, hasta donde comenzaba el bosque que rodeaba la colina. La hierba agostada se partió cuando la línea luminosa pareció empezar a rotar sobre su eje y ensancharse hasta formar un hueco rectangular en mitad del aire. Varias de las hierbas muertas quedaron divididas a lo largo, cortadas con más precisión de lo que habría podido hacer la cuchilla más afilada. Sesgadas por un agujero en el aire.

En cuanto el acceso estuvo completamente abierto, Aiel velados salieron en tropel por él, hombres y Doncellas que se desperdigaron por la colina. Casi inadvertidos entre el torrente de Aiel, cuatro Asha’man de mirada penetrante tomaron posiciones en torno al acceso, y escudriñaron la fronda en derredor. No había más movimiento que el impreso por el viento en el polvo, la hierba alta y algunas ramas en la distancia, pero todos los Asha’man examinaron el paisaje con el fervor de un halcón hambriento que busca un conejo. También un conejo que está ojo avizor por si aparece un halcón habría mostrado igual concentración, pero jamás con aquel aire de amenaza.

En realidad no hubo interrupción en el flujo; primero un río de Aiel y a renglón seguido jinetes cairhieninos salieron a galope de dos en dos, con la Enseña de la Luz alzándose sobre sus cabezas tan pronto como hubo cruzado el acceso. Sin detenerse un momento, Dobraine condujo a sus hombres hacia un lado y los hizo formar al inicio de la pendiente de la ladera, en filas muy rectas y con todas las lanzas perfectamente inclinadas en el mismo ángulo. Veteranos de campañas, estaban preparados para girar en cualquier dirección y cargar a un gesto suyo.

Pisando los talones de los últimos cairhieninos, Perrin cruzó montado en Brioso, que en un solo tranco pasó de la colina próxima a los pozos de Dumai a la otra cercana a Cairhien. Su jinete se agachó en un gesto reflejo, sin poder remediarlo. El borde superior del acceso se encontraba bastante por encima de su cabeza, pero Perrin había visto los daños que estos portales podían causar y no le apetecía ni pizca comprobar si resultaba más seguro cruzarlos erguido e inmóvil. Loial y Aram lo siguieron de cerca; el Ogier, que iba a pie y con el hacha de mango largo apoyada al hombro, dobló las rodillas, y a continuación pasaron los hombres de Dos Ríos, también agachados sobre sus monturas incluso después de haberse alejado un buen tramo del acceso. Rad al’Dai llevaba la bandera del Lobo Rojo, la de Perrin, porque todo el mundo decía que lo era, y Tell Lewin, la del Águila Roja.

Perrin procuraba no mirarlas, en especial la del Águila Roja. Los hombres de Dos Ríos querían las dos cosas: él era un lord, de modo que tenía que tener banderas. Era un lord; pero, cuando les decía que se deshicieran de los malditos estandartes, éstos dejaban de verse un corto espacio de tiempo para reaparecer siempre. El Lobo Rojo lo designaba como algo que no era y que no quería ser, en tanto que el Águila Roja… Las leyendas perduraban aún en la mente de algunos hombres, pero más de dos mil años después de que Manetheren hubiera sucumbido en la Guerra de los Trollocs y casi diez siglos después de que Andor hubiese absorbido parte de lo que antaño era Manetheren, esa bandera constituía un acto de rebelión para un andoreño. Desde luego, habían pasado varias generaciones sin que la gente de Dos Ríos tuviera la más ligera idea de que era andoreña, pero la forma de pensar de las reinas no cambiaba tan fácilmente.

Perrin había conocido a la nueva reina de Andor lo que ahora le parecía mucho tiempo atrás, en la Ciudadela de Tear. Por entonces no era reina —en realidad no lo era todavía, hasta que se la coronara en Caemlyn— pero Elayne parecía una joven agradable, y era guapa, aunque él no sentía debilidad por las mujeres rubias. Un tanto pagada de sí misma, desde luego, siendo como era la heredera del trono. Y también prendada de Rand, si achucharse con él en rincones oscuros significaba algo. Rand se proponía entregarle no sólo el Trono del León de Andor, sino el Trono del Sol de Cairhien. A buen seguro estaría lo bastante agradecida para pasar por alto que se ondeara una bandera que no significaba realmente nada. Mientras observaba a los hombres de Dos Ríos desplegarse detrás de aquellos estandartes, Perrin sacudió la cabeza. En cualquier caso, ése era un asunto por el que preocuparse otro día.

En los movimientos de los hombres de la comarca, en su mayoría muchachos como Tod, pastores e hijos de granjeros, no había la precisión de unos soldados, pero sabían lo que tenían que hacer. Un hombre de cada cinco sujetaba las riendas de otros cuatro caballos aparte del suyo mientras los otros jinetes desmontaban apresuradamente, con los largos arcos ya encordados y en la mano. Los que habían echado pie a tierra se esforzaban por formar en filas y escudriñaban los alrededores con más interés que otra cosa, pero revisaban sus aljabas con gestos expertos y, con la seguridad de la práctica, sostenían los grandes arcos de Dos Ríos que, una vez encordados, casi igualaban la talla de quienes los manejaban. Con esos arcos, hasta el último de ellos era capaz de disparar a más distancia de lo que cualquiera que no fuera de la comarca podría imaginar. Y acertar en el blanco.

Perrin esperaba que no hubiera necesidad de demostrarlo ese día. A veces soñaba con un mundo en el que no hiciese falta hacerlo jamás. Y Rand…


—¿Crees que mis enemigos han estado dormidos mientras me encontraba… ausente? —había preguntado de improviso Rand cuando esperaban a que Dashiva abriera el acceso.

Llevaba puesta una chaqueta hallada en una de las carretas, una prenda bien confeccionada, de lana verde, pero en nada parecida a las que solía vestir últimamente. Descartando quitarle su chaqueta a uno de los Guardianes o el cadin’sor a un Aiel, era la única prenda en todo el campamento que le servía. Ciertamente, habríase dicho que estaba empeñado en vestir seda y exquisitos bordados a juzgar por el empeño en registrar a fondo las carretas el día anterior y esa mañana.

Las carretas se situaron en una larga fila, enganchadas a los tiros, con las cubiertas de lona y los aros de hierro de los armazones desmontados. Kiruna y el resto de las hermanas comprometidas por el juramento iban sentadas en la que avanzaba a la cabeza, apiñadas, y no parecían contentas. Habían dejado de protestar cuando comprendieron que hacerlo no servía de nada, pero Perrin seguía oyendo sus rezongos iracundos. Al menos viajaban sentadas; sus Guardianes iban a pie, rodeando la carreta, silenciosos e impávidos. Las Aes Sedai prisioneras también iban a pie formando un grupo hosco y envarado al que rodeaban todas las Sabias que no estaban con Rand, que era lo mismo que decir todas excepto Sorilea y Amys. Los Guardianes de las prisioneras, sombríos, formaban otro grupo a unos cien pasos de distancia y, a despecho de sus heridas y de la nutrida guardia de siswai’aman, eran la viva imagen de la muerte a la expectativa, aguardando su oportunidad. Aparte del gran corcel negro de Kiruna, que Rand llevaba de las riendas, y una yegua de pelaje pardusco y tobillos finos para Min, el resto de los caballos de las Aes Sedai y los Guardianes que no se habían asignado a la guardia de Asha’man —o que se habían utilizado para completar los tiros de las carretas, algo que había ocasionado una conmoción mayor incluso que el hecho de que sus dueños tuvieran que ir a pie— estaban atados con largas cuerdas en las traseras de las carretas.

—¿Qué opinas tú, Flinn? ¿Y tú, Grady?

Uno de los Asha’man que esperaba para cruzar el acceso en cuanto se abriera, el tipo fornido con rostro de campesino, dirigió una mirada incierta a Rand y después al curtido viejo que cojeaba al andar. Ambos lucían el alfiler de plata con forma de espada en un pico del cuello de la chaqueta, pero no el que tenía forma de dragón.

—Sólo un necio pensaría que sus enemigos se quedarían de brazos cruzados cuando no los está vigilando, milord Dragón —respondió el hombre mayor con una voz bronca. Parecía un soldado.

—¿Y tú qué crees, Dashiva?

El interpelado dio un respingo, sorprendido de que se dirigiera a él.

—Yo… crecí en una granja. —Se tiró del cinturón de la espada para colocar bien el arma, cosa que no era necesaria. Se suponía que esos hombres recibían un entrenamiento tan duro en esgrima como con el Poder, pero Dashiva no parecía saber distinguir un extremo del otro—. Apenas sé nada sobre tener enemigos.

A despecho de sus toscos modales, emanaba de él cierto aire de insolencia. Aunque, a decir verdad, todos ellos parecían haberse alimentado con arrogancia nada más ser destetados.

—Si te quedas conmigo, lo aprenderás —dijo suavemente Rand.

Su sonrisa provocó un escalofrío en Perrin. Siguió sonriendo mientras impartía órdenes para cruzar el acceso como si fueran a ser atacados al otro lado. Había enemigos en todas partes, les dijo. «Tenedlo siempre presente. Se tiene enemigos en todas partes, y nunca se sabe quién puede serlo».

El éxodo prosiguió sin disminuir el flujo. Las traqueteantes carretas pasaron de los pozos de Dumai a Cairhien, zarandeando a las hermanas montadas en la primera como estatuas de hielo. Sus Guardianes cruzaron rodeando el vehículo, las manos sobre las empuñaduras de las espadas y los ojos sin detenerse en un mismo punto más de un instante; obviamente pensaban que sus Aes Sedai necesitaban tanta protección de quienes ya se encontraban en la colina como de cualquiera que pudiese aparecer. Las Sabias atravesaron el acceso conduciendo a las prisioneras que se hallaban a su cargo; unas cuantas utilizaban varas para azuzar a las Aes Sedai como si fueran reses, aunque las hermanas hicieron un buen trabajo fingiendo que no existían ni Sabias ni varas. A continuación venían los gai’shain Shaido trotando en una columna de cuatro en fondo bajo la vigilancia de una única Doncella; ésta señaló un sitio apartado del acceso antes de correr a reunirse con las otras Far Dareis Mai, y los gai’shain se agruparon en el punto señalado, arrodillados, desnudos como el Creador los había traído al mundo y orgullosos como águilas. Los siguientes fueron los otros Guardianes y sus vigilantes; esos Gaidin exhalaban un olor tan intenso a ira que Perrin lo percibió por encima de todos los otros efluvios. Detrás iba Rhuarc con el resto de los siswai’aman y las Doncellas, así como otros cuatro Asha’man a caballo; cada uno de ellos conducía un segundo corcel por las riendas, en los que montarían los cuatro compañeros que habían pasado al principio. Cerrando la marcha, Nurelle y su Guardia Alada, con los banderines rojos ondeando en las lanzas.

Los mayenienses estaban que reventaban de orgullo por ser la fuerza de retaguardia; reían y dirigían gritos a los cairhieninos bravuconeando sobre lo que habrían hecho si los Shaido hubiesen regresado, aunque en realidad no eran los que cerraban la marcha. A la cabeza del último grupo en cruzar iba Rand, montado en el semental de Kiruna, y Min en su yegua. Sorilea y Amys caminaban a un lado del caballo negro, y Nandera y media docena de Doncellas, al otro. Dashiva los seguía inmediatamente detrás, conduciendo por la brida una yegua castaña de aspecto apacible. El acceso se desvaneció de inmediato, y Dashiva parpadeó con la mirada puesta en el punto donde había estado el portal, sonrió levemente y después montó con torpeza en la yegua. Parecía que hablaba consigo mismo, pero seguramente se debía a que la espada se le había enredado en las piernas y por poco se cae. No. Imposible que estuviera loco ya.

El ejército cubría la colina, desplegado para un ataque que obviamente no iba a producirse. No era un ejército grande, sólo unos pocos miles de guerreros, pero se lo habría considerado muy respetable antes de que el ingente número de lanzas Aiel cruzara la Pared del Dragón. Rand condujo lentamente su caballo hacia donde aguardaba Perrin mientras escudriñaba la campiña. Las dos Sabias lo seguían de cerca, hablando en voz baja y sin quitarle ojo de encima; Nandera y las Doncellas también iban en pos de Rand, vigilando todo lo demás. De ser Rand un lobo, Perrin habría dicho que husmeaba el aire. Apoyado de través en el arzón delantero de la silla llevaba el Cetro del Dragón, un trozo de lanza de unos sesenta centímetros, decorado con un borlón verde y blanco y con dragones tallados en el fragmento del astil. De vez en cuando, Rand lo sopesaba un instante, como para recordar su existencia.

Cuando sofrenó el caballo al lado del de Perrin, observó a éste con tanta intensidad como había hecho con el paisaje.

—Confío en ti —dijo finalmente a la par que asentía con la cabeza. Min rebulló en su silla de montar y Rand añadió—: Y en ti, Min, por supuesto. Y también en ti, Loial. —El Ogier se movió con nerviosismo y echó una ojeada incierta a Perrin. Rand miró en derredor, a los Aiel, los Asha’man y el resto—. Qué pocos tengo en quien confiar —musitó, fatigado. La maraña de olores que exhalaba era lo bastante profusa para que hubiera procedido de dos hombres: cólera y temor, resolución y desaliento. Y, entretejiéndolo todo, un inmenso cansancio.

«Manténte cuerdo —quiso decirle Perrin—. Aguanta». Sin embargo, la sensación de culpabilidad que experimentó repentinamente paralizó su lengua. Deseaba decírselo al Dragón Renacido, no a la persona que había sido su amigo desde la infancia. Quería que su amigo estuviese cuerdo; el Dragón Renacido tenía que estarlo.

—Milord Dragón —llamó de improviso uno de los Asha’man. Era muy joven, casi un muchacho, con los oscuros ojos tan grandes como los de una chica, y no llevaba ni el alfiler de la espada ni el del dragón en el cuello de la chaqueta, pero su porte era orgulloso. Perrin había oído que se llamaba Narishma—. Hacia el sudoeste.

De los árboles que había en aquella dirección, a unos dos kilómetros de distancia, había salido corriendo una figura, una mujer con la falda recogida por encima de las rodillas. Los penetrantes ojos de Perrin la identificaron de inmediato como una Aiel. Una Sabia, dedujo, aunque en realidad no podía afirmarse tal cosa a primera vista. Pero estaba seguro. La aparición de la mujer hizo que se pusiera alerta de nuevo, en tensión. Que hubiese alguien allí precisamente, donde habían salido por el acceso, no era buena señal. Los Shaido habían estado causando alborotos en Cairhien de nuevo cuando había salido al rescate de Rand, pero para los Aiel una Sabia era una Sabia, sin importar a qué clan pertenecía. Se visitaban unas a otras para tomar el té mientras sus clanes se mataban entre sí. Dos Aiel enzarzados en una lucha a muerte se separarían momentáneamente para que una Sabia pasara entre ellos. Tal vez eso había cambiado el día anterior o tal vez no. Perrin exhaló lentamente, cansado. En el mejor de los casos, no podía ser portadora de buenas noticias.

Casi todos los que se encontraban en la colina parecían ser de la misma opinión. Hubo una reacción general que se extendió como ondas en el agua; las lanzas se aprestaron y las flechas se encajaron en los arcos; cairhieninos y mayenienses rebulleron en sus sillas de montar, y Aram desenvainó la espada, con los ojos brillantes de ansiedad. Loial se apoyó en su enorme hacha y toqueteó el filo con actitud pesarosa. La pala tenía forma de machado, sólo que enorme; llevaba grabadas hojas y zarcillos y tenía incrustaciones de oro, aunque los adornos estaban algo raspados por el uso que le había dado recientemente. Si no tenía más remedio, volvería a usarla, pero con tanta renuencia como Perrin utilizaba la suya y casi por las mismas razones.

Rand se limitó a observar, su expresión indescifrable. Min acercó su yegua para acariciar el hombro de Rand, como lo haría alguien que intentara tranquilizar a un mastín que tuviese el lomo erizado.

Tampoco las Sabias dieron muestra de alteración, pero no por ello se quedaron quietas. Sorilea gesticuló, y una docena de las mujeres que vigilaban a las Aes Sedai se apartaron del grupo para reunirse con ella y con Amys, retiradas de Rand y de Perrin lo bastante para que ni siquiera éste alcanzara a oír lo que hablaban. Muy pocas tenían hebras grises en su cabello y salvo Sorilea, que era la única con arrugas en la cara, apenas había Sabias con el pelo blanco entre las que se hallaban presentes. Lo cierto es que eran contados los Aiel que vivían lo suficiente para que les salieran muchas canas. A pesar de su aparente juventud, esas mujeres tenían rango o influencia, como quiera que las Sabias establecieran esas cosas. Perrin había visto que Sorilea y Amys conferenciaban con el mismo grupo en ocasiones anteriores, aunque «conferenciar» no era el término más apropiado. Sorilea hablaba, con alguna que otra palabra pronunciada por Amys, y las demás escuchaban. Edarra manifestó una protesta, pero Sorilea la acalló sin alterar su ritmo, y después señaló a dos de las del grupo: Sotarin y Cosain. Al punto, éstas se recogieron los vuelos de las faldas sobre los brazos y corrieron al encuentro de la que se dirigía hacia la colina.

Perrin palmeó el cuello de Brioso. No más violencia ni muerte. Luz, tan pronto no.

Las tres Sabias se encontraron casi a un kilómetro de la colina y se detuvieron. Hablaron un instante y después todas corrieron hacia donde aguardaba el ejército. Y directamente a Sorilea. La recién llegada, una chica muy joven, de nariz larga y una mata de pelo de un tono intensamente rojo, habló precipitadamente. El semblante de Sorilea se tornó pétreo a medida que la escuchaba. Por fin la joven pelirroja terminó —o más bien Sorilea la interrumpió con unas breves palabras— y todo el grupo se volvió para mirar a Rand. Ninguna hizo intención de acercarse a él, sin embargo. Se quedaron esperando, con las manos enlazadas a la cintura y los chales sueltos sobre los brazos, tan inescrutables como cualquier Aes Sedai.

—El Car’a’carn —rezongó secamente Rand entre dientes. Pasó la pierna sobre el lomo del caballo y se bajó de la silla, tras lo cual ayudó a Min a desmontar.

Perrin también desmontó y, llevando a Brioso de las riendas, los siguió hacia donde esperaban las Sabias. Loial fue en pos de Perrin, y Aram hizo otro tanto, aunque sin bajarse del caballo, cosa que no hizo hasta que Perrin se lo mandó. Los Aiel no montaban corceles a menos que fuera absolutamente necesario, y consideraban una grosería que otra persona se reuniera con ellos o les hablara desde el lomo de un caballo. Rhuarc se les unió, así como Gaul, que estaba ceñudo por alguna razón. Ni que decir tiene que Nandera, Sulin y las Doncellas fueron también.

La pelirroja recién llegada empezó a hablar tan pronto como Rand estuvo cerca.

—Bair y Megana establecieron guardias por todos los caminos por los que podrían volver a la ciudad de los Asesinos del Árbol, Car’a’carn, pero a decir verdad nadie pensaba que sería aquí donde…

—Feraighin —la interrumpió Sorilea en un tono cortante.

Los dientes de la mujer pelirroja sonaron al cerrar bruscamente la boca, y sus brillantes ojos azules se quedaron prendidos en Rand, evitando la mirada furibunda de Sorilea. Al cabo, ésta inhaló y volvió la cabeza hacia Rand.

—Hay problemas en las tiendas —anunció con voz inexpresiva—. Corren rumores entre los Asesinos del Árbol de que has ido a la Torre Blanca con las Aes Sedai que vinieron a la ciudad, para doblar la cerviz ante la Sede Amyrlin. Nadie de los que saben la verdad ha dicho una palabra, o en caso contrario las consecuencias habrían sido peores.

—¿Y cuáles son esas consecuencias? —inquirió Rand quedamente. Exudaba tensión, y Min empezó a acariciarle el hombro otra vez.

—Muchos creen que has abandonado a los Aiel —respondió Amys en tono igualmente bajo—. El marasmo ha reaparecido. A diario un millar o más tiran las lanzas y desaparecen, incapaces de afrontar nuestro futuro ni nuestro pasado. Puede que algunos vayan a reunirse con los Shaido. —Su voz se tiñó de desprecio al decir eso último—. Se murmura que el verdadero Car’a’carn no se habría entregado a las Aes Sedai. Indirian dice que si has ido a la Torre Blanca no lo has hecho voluntariamente. Está dispuesto a conducir a los Codarra hacia el norte, a Tar Valon, y danzar las lanzas con cualquier Aes Sedai que encuentre en su camino. O con cualquier habitante de las tierras húmedas; afirma que tienes que haber sido traicionado. Timolan dice que, si lo que se cuenta es cierto, entonces eres tú quien nos ha traicionado, y que se llevará a los Miagoma de vuelta a la Tierra de los Tres Pliegues. Después de verte muerto. Mandelain y Janwin se dejan asesorar, pero prestan oídos tanto a Indirian como a Timolan.

Rhuarc torció el gesto e inhaló aire, prietos los dientes; para un Aiel, hacer eso era tanto como si cualquier otra persona se tirara de los pelos por la impotencia.

—No son buenas noticias —protestó Perrin—, pero del modo que lo planteas haces que parezca una sentencia de muerte. Una vez que Rand aparezca y lo hayan visto, los rumores cesarán.

Rand se pasó los dedos por el cabello.

—Si fuera así, Sorilea no tendría ese gesto, como si acabara de tragarse un lagarto. —En realidad, a juzgar por las expresiones de Nandera y Sulin habríase dicho que ellas no sólo se habían tragado un lagarto, sino que todavía lo sentían revolverse en sus gaznates—. ¿Qué es lo que no me has dicho aún, Sorilea?

La mujer de cara arrugada como un trozo de cuero viejo le dedicó una leve y aprobadora sonrisa.

—Sabes ver más allá de lo que se dice. Bien. —Sin embargo, su tono seguía siendo inexpresivo—. Regresas con Aes Sedai. Algunos creerán que has doblado la cerviz. Digas lo que digas, pensarán que te tienen puesto un dogal. Y eso antes de que se sepa que estuviste prisionero. Los secretos encuentran resquicios por los que no escaparía ni una pulga, y uno que es conocido por tantos tiene alas.

Perrin miró a Dobraine y a Nurelle, que observaban la escena desde lejos, con sus hombres, y tragó saliva para aliviar la náusea. ¿Cuántos de aquellos que seguían a Rand lo hacían porque los Aiel, con su número ingente, lo apoyaban? No todos, desde luego, pero por cada hombre que había tomado la decisión porque Rand era el Dragón Renacido, cinco o quizá diez habían acudido porque la Luz brillaba con más fuerza en los ejércitos más poderosos. Si los Aiel se marchaban o se dividían…

No quería pensar en esa posibilidad. Defender Dos Ríos había requerido emplear al máximo su capacidad y sus conocimientos, puede que más. Por mucho que fuese ta’veren no se hacía ilusiones respecto a que el suyo fuera uno de esos nombres que aparecían en las leyendas. Eso quedaba para Rand. Los conflictos a pequeña escala, en un pueblo, eran su límite. Con todo, no podía evitarlo; las ideas bullían en su cabeza. ¿Qué hacer si ocurría lo peor? Al punto acudieron a su mente la lista de quienes permanecerían leales y de quienes intentarían escabullirse. La primera era lo bastante corta y la segunda lo bastante larga para que la garganta se le quedara seca de golpe. Eran demasiados los que aún maquinaban para sacar ventajas como si nunca hubiesen oído hablar de las Profecías del Dragón o de la Última Batalla. Sospechaba que algunos seguirían haciéndolo al día siguiente de que hubiese empezado el Tarmon Gai’don. Y lo peor de todo es que la mayoría no serían Amigos Siniestros, sino gente que simplemente mira por sus intereses antes que nada. Loial tenía gachas las orejas; también él se daba cuenta.

No bien había acabado de hablar con Rand cuando Sorilea desvió bruscamente los ojos hacia un lado y su mirada fue tan intensa que habría podido abrir agujeros en el hierro.

—Se os ordenó que permanecieseis en las carretas —espetó.

Bera y Kiruna se pararon tan de golpe que Alanna casi tropezó con ellas.

—Se os ordenó que no entraseis en contacto con el Poder Único sin permiso —prosiguió la Sabia—, pero habéis estado escuchando lo que se ha dicho aquí. Descubriréis que no hablo por hablar.

A despecho de lo que auguraba la mirada de Sorilea, las otras tres mujeres no se achicaron. Las de Bera y Kiruna mostraban una fría dignidad, la de Alanna un abrasador desafío. Los enormes ojos de Loial se volvieron hacia ellas y después hacia las Sabias; si antes tenía gachas las orejas, ahora éstas estaban completamente caídas, y las largas cejas le colgaban sobre las mejillas. Inquieto, enfrascado en sus listas mentales, Perrin se preguntó distraídamente hasta dónde pensaban llegar las Aes Sedai. ¡Mira que escuchar a escondidas con el Poder! Podían encontrarse con una reacción de las Sabias más violenta que la increpación de Sorilea. Y también de Rand.

No fue así esta vez. Rand parecía ajeno a su presencia, mirando a través de Sorilea, como si la Sabia no estuviese delante. O tal vez escuchando algo que nadie más oía.

—¿Y los habitantes de las tierras húmedas? —inquirió finalmente—. Colavaere ha sido coronada reina, ¿verdad? —En realidad no era una pregunta.

Sorilea asintió en silencio, dando golpecitos con el pulgar en la empuñadura de su cuchillo, pero con la atención puesta de continuo en las Aes Sedai. A los Aiel les importaba poco a quién se escogía rey o reina entre los habitantes de las tierras húmedas, en especial entre los cairhieninos.

Perrin sintió como si le clavaran en el pecho una daga. Que Colavaere de la casa Saighan ambicionaba el Trono del Sol no era ningún secreto; había estado intrigando para conseguirlo desde el día en que habían asesinado a Galldrain sur Riatin, antes incluso de que Rand se proclamara el Dragón Renacido, y siguió haciéndolo después de que fue del dominio público que Rand se proponía entregar el trono a Elayne. No obstante, eran pocos los que sabían que la noble era una asesina a sangre fría. Y Faile se encontraba en la ciudad. Por lo menos no estaba sola: Bain y Chiad permanecían cerca de ella. Eran Doncellas y amigas de su mujer, tal vez casi lo que los Aiel llamaban medio hermanas; no permitirían que le hicieran ningún daño. Empero, la hiriente y fría sensación en el pecho no desapareció. Colavaere odiaba a Rand y, por extensión, a cualquiera que estuviera relacionado con él. Como, por ejemplo, la esposa de un hombre que era amigo suyo. No. Bain y Chiad cuidarían de ella.

—Es una situación muy delicada. —Kiruna se acercó a Rand haciendo caso omiso de Sorilea, algo digno de admirar. Para ser una mujer tan escuálida, la Sabia tenía una mirada más dura que un mazazo—. Lo que quiera que hagáis puede tener serias repercusiones. Yo…

—¿Qué dice de mí Colavaere? —preguntó Rand a Sorilea en un tono excesivamente despreocupado—. ¿Ha hecho algún daño a Berelain?

Berelain, la Principal de Mayene, era la persona a la que Rand había dejado a cargo de Cairhien. ¿Por qué no preguntaba sobre Faile?

—Berelain sur Paendrag se encuentra bien —murmuró Sorilea sin quitar los ojos de la Aes Sedai.

Aparentemente, Kiruna conservaba la calma a despecho de que Rand la había interrumpido, pasando por alto su comentario, pero la mirada que clavó en él podría haber congelado el fuego de una fragua aunque el fuelle estuviese soplándolo. Sorilea hizo un ademán a Feraighin para que contara el resto.

La joven pelirroja dio un respingo y se aclaró la voz; obviamente no esperaba que le permitieran decir una palabra. Recobró el aire digno como quien se echa encima un vestido a toda prisa.

—Colavaere Saighan dice que has ido a Caemlyn, Car’a’carn, o tal vez a Tear; pero que, dondequiera que sea, todos debemos recordar que eres el Dragón Renacido y debemos obedecerte. —Feraighin resopló desdeñosa; el Dragón Renacido no formaba parte de las profecías Aiel, sólo el Car’a’carn—. Dice que regresarás y ratificarás su nombramiento. Habla a menudo con los jefes, animándolos a enviar las lanzas hacia el sur. Obedeciéndote a ti, dice. Para ella las Sabias no contamos, nuestras palabras son como el soplo del viento en sus oídos.

En esta ocasión, la aspiración por la nariz de la joven pelirroja recordó mucho a las que hacía Sorilea. Nadie les decía a los jefes lo que tenían que hacer, pero enfurecer a las Sabias era un mal camino para intentar convencer a los jefes de nada.

Sin embargo, esa actitud tenía sentido para Perrin; para la parte de Perrin que podía pensar en otra cosa aparte de Faile. Lo más probable era que Colavaere no hubiese prestado suficiente atención a los «salvajes» para darse cuenta de que las Sabias se encargaban de algo más que de proporcionar hierbas, pero querría que todos los Aiel se marcharan de Cairhien. La cuestión era, dadas las circunstancias, si alguno de los jefes le había hecho caso. Pero la pregunta que Rand hizo a continuación no fue la obvia.

—¿Qué más ha ocurrido en la ciudad? Cualquier cosa que hayas oído, Feraighin. Quizás algo que podría parecer importante sólo para los habitantes de las tierras húmedas.

La mujer sacudió la roja mata de pelo en ademán despectivo.

—Los habitantes de las tierras húmedas son como los mosquitos, Car’a’carn: ¿quién sabe lo que a ellos les parece importante? Pero he oído que a veces pasan cosas raras en la ciudad, como ocurre en las tiendas. Esporádicamente, la gente ve cosas inexplicables, cosas increíbles, que son pasajeras. Han muerto hombres, mujeres y niños.

A Perrin le dio un escalofrío; sabía que la mujer se refería a los fenómenos que Rand llamaba «burbujas malignas», que brotaban de la prisión del Oscuro como el borboteo espumante de un pantano fétido y se desplazaban por el Entramado hasta que estallaban. Perrin había quedado atrapado en una de ellas en cierta ocasión, y no quería volver a vivir esa experiencia…

—Si te refieres a lo que hacen los habitantes de las tierras húmedas —prosiguió Feraighin—, ¿quién tiene tiempo para perderlo observando a los mosquitos? A menos que la piquen a una. Eso me recuerda algo. Yo no lo entiendo, pero quizá tú sí puedas. Esos mosquitos acabarán picando antes o después.

—¿Qué mosquitos? ¿Los habitantes de las tierras húmedas? ¿De qué estás hablando?

Feraighin no era tan experta como Sorilea en asestar miradas penetrantes, pero Perrin no conocía ninguna Sabia que aceptara bien la impaciencia de otras personas, ni siquiera del jefe de jefes. Levantó la barbilla y se ajustó el chal antes de contestar.

—Hace tres días, los Asesinos del Árbol Caraline Damodred y Toram Riatin se acercaron a la ciudad. Emitieron una proclama acusando de usurpadora a Colavaere, pero se han quedado sentados en su campamento al sur de la ciudad y no han hecho nada aparte de enviar a unas cuantas personas a la ciudad de vez en cuando. Si son sorprendidos fuera del campamento, hasta un centenar de ellos sale corriendo al ver a un algai’d’siswai o incluso un gai’shain. El hombre llamado Darlin Sisnera y otros tearianos llegaron en barco ayer y se unieron a ellos. Han estado comiendo y bebiendo desde entonces, como si celebrasen algo. Siguiendo las órdenes de Colavaere Saighan los soldados Asesinos del Árbol se han agrupado en la ciudad, pero vigilan nuestras tiendas con más interés que las de los otros habitantes de las tierras húmedas o que la propia ciudad. Vigilan y no hacen nada. Quizá tú entiendas a qué viene todo eso, Car’a’carn, pero yo no, y tampoco Bair ni Megana ni nadie de las tiendas.

Lady Caraline y lord Toram encabezaban a los cairhieninos que no acataban la autoridad asumida por Rand tras reconquistar Cairhien, al igual que el Gran Señor Darlin estaba al mando de los rebeldes de Tear. Ninguna de las dos revueltas tenían peso; Caraline y Toram se habían quedado en las estribaciones de la Columna Vertebral del Mundo durante meses, lanzando amenazas y reivindicaciones; y Darlin había hecho lo mismo en Haddon Mirk. Pero, al parecer, ya no se conformaban con eso. Perrin se sorprendió a sí mismo pasando el pulgar a lo largo del filo de su hacha. Los Aiel parecían al borde de dividirse, y los enemigos de Rand se estaban agrupando en un solo lugar. Sólo faltaba que apareciesen los Renegados. Y Sevanna con sus Shaido. Ésa sería la guinda del pastel. Empero, nada de eso tenía para él más importancia que si alguien hubiera visto una pesadilla hecha realidad. Faile tenía que estar sana y salva; tenía que estarlo.

—Mejor estar en alerta que ponerse a luchar —murmuró Rand pensativo, de nuevo oyendo algo que nadie más oía.

Perrin no podía estar más de acuerdo con Rand —casi cualquier cosa era mejor que luchar— pero los Aiel no parecían entenderlo así, no cuando se trataba de enemigos. Desde Rhuarc a Sorilea, pasando por Feraighin, Nandera y Sulin, todos ellos lo miraron como si hubiese dicho que mejor era beber arena que agua.

Feraighin se irguió tanto que debía de estar de puntillas. No era muy alta para la media en una mujer Aiel y apenas le llegaba a Rand al hombro, pero daba la impresión de querer estirarse hasta que sus ojos estuvieran al mismo nivel que los de él.

—Hay poco más de diez mil en ese campamento de hombres de las tierras húmedas —dijo en tono de reproche—, y menos aún en la ciudad. Sería fácil ocuparse de ellos. Hasta Indirian recuerda que ordenaste que no se matara a ningún hombre de las tierras húmedas salvo en defensa propia, pero causarán problemas si no se toman medidas. Y el hecho de que haya Aes Sedai en la ciudad no ayuda precisamente. ¿Quién sabe lo que esas mujeres se…?

—¿Aes Sedai? —Las palabras salieron gélidas de la boca de Rand, que tenía los nudillos blancos de tanto apretar el Cetro del Dragón—. ¿Cuántas?

El olor que exudó de golpe hizo que a Perrin le corriera un escalofrío entre los omóplatos; de repente percibió que las Aes Sedai prisioneras estaban observando atentamente, así como Bera, Kiruna y las demás.

Sorilea perdió todo interés en Kiruna. Se volvió hacia Feraighin, puesta en jarras, y estrechó los ojos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No me diste oportunidad de hacerlo, Sorilea —protestó Feraighin, un tanto falta de aliento y con los hombros hundidos. Los azules ojos se volvieron hacia Rand y su voz cobró firmeza—. Deben de ser diez o más, Car’a’carn. Las hemos evitado, naturalmente, sobre todo después de que… —De nuevo miró a la Sabia de más edad y su voz se tornó insegura—. No querías saber nada de los habitantes de las tierras húmedas, Sorilea. Sólo de nuestras tiendas. Es lo que dijiste. —Otra vez volvió los ojos hacia Rand al tiempo que enderezaba la espalda—. La mayoría se aloja bajo el techo de Arilyn Dhulaine, Car’a’carn, y rara vez salen. —Los ojos de vuelta a Sorilea, y otra vez los hombros encorvados—. Sabes que te lo habría dicho todo. Tú me interrumpiste.

Al caer en la cuenta de que había muchos observándola y que en su mayor parte estaban sonriendo, al menos entre las Sabias, los ojos de Feraighin se desorbitaron y sus mejillas se pusieron rojas como la grana. Giró la cabeza alternativamente hacia Rand y Sorilea en tanto que movía la boca pero sin emitir sonido alguno. Algunas de las Sabias rompieron a reír aunque se tapaban la boca con la mano para disimular; Edarra ni siquiera se molestó en hacer eso. Rhuarc echó la cabeza atrás y prorrumpió en carcajadas.

Perrin, desde luego, no tenía ni pizca de ganas de reír. A un Aiel, con su extraño sentido del humor, podía parecerle divertido que una espada lo atravesara de parte a parte. Por si fuera poco, más Aes Sedai. ¡Luz! Sin esperar más, fue directo al grano, a lo que le importaba.

—Feraighin. Mi esposa, Faile, ¿se encuentra bien?

La mujer le dedicó una mirada medio distraída y después hizo un esfuerzo visible para recobrar el control de sí misma.

—Creo que Faile Aybara está bien, Sei’cair —contestó con fría compostura… o casi. Observó de reojo a Sorilea. Ésta no estaba de buen humor; en absoluto. Cruzada de brazos, le asestó una mirada que, en comparación, hacía parecer afable la que había dedicado a Kiruna.

Amys puso la mano en el brazo de Sorilea.

—No debes culparla —murmuró la Sabia más joven de las dos en un tono tan bajo que sólo llegó a oídos de la mujer mayor y de los de Perrin.

Sorilea vaciló y después asintió; la hiriente mirada se suavizó hasta su habitual expresión cascarrabias. Amys era la única capaz de conseguir algo así, que Perrin supiera; la única a la que Sorilea no pisoteaba si se ponía en su camino. Bueno, tampoco pisoteaba a Rhuarc, pero lo que ocurría con él era más como si un sólido peñasco hiciera caso omiso de una tormenta; Amys era capaz de conseguir que dejara de llover.

Perrin quería que Feraighin le ampliara la información; no le bastaba con que la Sabia «creyera» que Faile estaba bien. Pero, antes de que tuviera ocasión de abrir la boca, Kiruna intervino con su habitual falta de tacto.

—Escuchadme bien —le dijo a Rand al tiempo que agitaba el índice ante su nariz para dar énfasis a las palabras—. Califiqué de delicada la situación, pero me quedé corta. Es más compleja de lo que podáis imaginar, tan frágil que un soplo podría hacerla saltar en pedazos. Bera y yo os acompañaremos a la ciudad. Sí, sí, Alanna, y tú también. —Hizo un ademán impaciente a la esbelta Aes Sedai para que se apartara. Perrin sospechó que estaba recurriendo al truco que la hacía parecer más grande ya que daba la impresión de estar mirando a Rand desde arriba, a pesar de que, siendo una mujer alta, sólo le llegaba al hombro—. Tenéis que dejaros guiar por nosotras. Un movimiento en falso, una palabra equivocada, y podéis desatar en Cairhien el mismo desastre que causasteis en Tarabon y Arad Doman. Es más, podéis ocasionar daños incalculables a ciertos asuntos de los que apenas sabéis nada.

Perrin se encogió. Ni queriendo, Kiruna podría haber argumentado una parrafada más a propósito para encolerizar a Rand. Pero éste se limitó a escuchar hasta que la mujer hubo acabado y después se volvió hacia Sorilea.

—Llevad a las Aes Sedai a las tiendas. A todas ellas, de momento. Aseguraos de que todos se enteren de que son Aes Sedai. Que vean que están a vuestras órdenes y saltan cuando decís «rana». Puesto que vosotras saltáis cuando el Car’a’carn lo dice, eso los convencerá de que no llevo ningún dogal de las Aes Sedai.

El rostro de Kiruna se tiñó de un rojo intenso; su olor a ultraje e indignación era tan intenso que a Perrin le picó la nariz. Bera intentó tranquilizarla, con escaso éxito, a la par que asestaba miradas reprobadoras a Rand con las que dejaba claro su opinión de que lo consideraba un patán e ignorante jovenzuelo; Alanna se mordía el labio inferior para reprimir una sonrisa. Habida cuenta de los efluvios que emitían Sorilea y las otras, Alanna no tenía razón para estar contenta.

Sorilea dedicó a Rand un atisbo de sonrisa.

—Es posible, Car’a’carn —dijo secamente. Perrin dudaba que esa mujer saltara, se lo ordenara quien se lo ordenara—. Quizá funcione. —No parecía muy convencida.

Tras sacudir de nuevo la cabeza, Rand echó a andar con Min, seguido de cerca por las Doncellas, e impartió órdenes sobre quién lo acompañaría y quién iría con las Sabias. Rhuarc empezó a dar instrucciones a los siswai’aman. Alanna siguió a Rand con la mirada. Perrin habría querido saber qué pasaba entre esos dos. Sorilea y las demás también observaban a Rand, y sus efluvios no tenían nada de afables.

Perrin reparó en que Feraighin se encontraba sola. Ésta era su oportunidad. Sin embargo, cuando intentó acercarse a ella, Sorilea, Amys y el resto del «consejo» la rodeó, haciéndolo a un lado hábilmente. Se retiraron un trecho antes de empezar a abrumarla con preguntas; las miradas dirigidas a Kiruna y a las otras dos hermanas manifestaron a las claras que no tolerarían más escuchas a escondidas. Kiruna parecía estar planteándoselo y, habida cuenta de su creciente ceño, lo extraño es que no tuviera de punta el oscuro cabello. Bera le estaba hablando con firmeza y, sin proponérselo, Perrin alcanzó a oír palabras sueltas, como «sensatez», «paciencia», «prudencia» y «estupidez», pero no supo a quién iban dirigidas.

—Habrá lucha cuando lleguemos a la ciudad. —El tono de Aram era anhelante.

—Por supuesto que no —lo contradijo Loial, categórico. Sus orejas se agitaron y el Ogier miró de soslayo su hacha, con desagrado—. No la habrá, ¿verdad, Perrin?

Éste sacudió la cabeza. Lo ignoraba. Si las otras Sabias dejaran sola a Feraighin, aunque sólo fuese unos instantes… ¿Qué tenían que hablar que fuera tan importante para tratarlo en el momento?

—Las mujeres son más incoherentes que un hombre de las tierras húmedas borracho —rezongó Gaul.

—¿Qué? —dijo Perrin, abstraído. ¿Qué pasaría si se abría paso, sin más, entre el círculo de Sabias? Como si le hubiese leído el pensamiento, Edarra le asestó una mirada elocuente. Y no fue la única. A veces parecía que las mujeres eran capaces de adivinar lo que un hombre estaba pensando. En fin…

—Digo que no hay quien entienda a las mujeres. Chiad me ha dicho que no pondrá la guirnalda de esponsales a mis pies; me lo dijo. —El Aiel parecía escandalizado—. Y también que me aceptaría como su amante, de ella y de Bain, pero nada más. —En otro momento aquello habría dejado patidifuso a Perrin, aunque ya había oído lo mismo otras veces; los Aiel eran increíblemente… permisivos… en esos temas—. Como si no fuera lo bastante bueno para esposo. —Gaul resopló, indignado—. No me gusta Bain, pero me habría casado también con ella para complacer a Chiad. Si Chiad no piensa hacer la guirnalda de esponsales, entonces tendría que dejar de encandilarme. Si soy incapaz de interesarle lo suficiente para que se case conmigo, que se deje de jueguecitos.

Perrin lo miró frunciendo el entrecejo. El Aiel de ojos verdes era más alto que Rand; a él le sacaba un palmo.

—¿De qué hablas?

—De Chiad, naturalmente. ¿Es que no me has escuchado? Me evita, pero, cada vez que la veo, se detiene justo lo suficiente para asegurarse de que he reparado en ella. No sé cómo lo hacéis los habitantes de las tierras húmedas, pero entre nosotros, los Aiel, ése es uno de los modos que utilizan las mujeres para insinuarse. Cuando uno menos lo espera, la tiene delante de los ojos, y luego desaparece. Ni siquiera sabía que estaba entre las Doncellas hasta esta mañana.

—¿Quieres decir que está aquí? —susurró Perrin. La daga volvió a hincarse en él, pero esta vez en las entrañas—. ¿Y Bain? ¿Está aquí también?

—Rara vez se separan esas dos. —Gaul se encogió de hombros—. Pero es el interés de Chiad el que quiero despertar, no el de Bain.

—¡Al infierno con el interés de una y otra! —gritó Perrin. Las Sabias volvieron la cabeza en su dirección. De hecho, todos los que estaban en lo alto de la colina lo hicieron. Kiruna y Bera lo observaban fijamente, con excesiva atención. Haciendo un denodado esfuerzo, Perrin consiguió bajar el tono. Empero, no pudo hacer nada en cuanto a la vehemencia—. ¡Se supone que tienen que protegerla! Está en la ciudad, en el Palacio Real, con Colavaere. ¡Con Colavaere! Y ellas tenían que estar velando por su seguridad.

Gaul se rascó la cabeza y miró a Loial.

—¿Es alguna clase de chiste de las tierras húmedas? —preguntó, desconcertado—. Faile Aybara no lleva falda corta.

—¡Ya sé que no es una niña! —Perrin respiró profundamente. Resultaba muy difícil mantener un tono comedido cuando el miedo le atenazaba a uno las entrañas—. Loial, explícale a este… a Gaul, que nuestras mujeres no van corriendo por ahí empuñando lanzas, que Colavaere no le propondría un duelo a Faile, que simplemente ordenaría a alguien que la degollara o la arrojara por las murallas o… —Las imágenes concebidas por su mente eran demasiado terribles. Iba a vomitar en cualquier momento, estaba seguro.

Loial le palmeó torpemente el hombro.

—Perrin, sé que estás preocupado. Sé cómo me sentiría yo si creyera que a Erith podría pasarle algo malo. —Los mechones que remataban sus orejas temblaron. Menudo interlocutor; echaría a correr tan deprisa como pudiera con tal de evitar a su madre y a la joven Ogier que le había elegido como esposa—. Eh, bien, Perrin, Faile está esperando tu regreso, sana y salva. Lo sé. Y tú sabes que es muy capaz de cuidar de sí misma. Vaya, pero si podría cuidar también de ti, de mí y de Gaul. —Su risa retumbante sonó forzada, y enseguida dio paso a una expresión seria—. Perrin… Perrin, sabes que no podrás estar con ella siempre para protegerla, por mucho que lo desees. Eres un ta’veren. El Entramado te ha entresacado del resto de los hilos con un propósito, y te utilizará con ese fin.

—Al infierno con el Entramado —gruñó Perrin—. Por mí puede quemarse entero con tal de que a ella la deje a salvo.

A Loial se le pusieron las orejas tiesas por la impresión, e incluso Gaul se quedó atónito.

«¿En qué me convierte eso?», pensó Perrin. Había sentido desprecio por quienes luchaban con uñas y dientes para lograr sus propios fines sin tener en cuenta la Última Batalla y que la sombra del Oscuro se iba extendiendo sobre el mundo. ¿En qué se diferenciaba de ellos?

—¿Vienes? —dijo Rand, que había frenado el corcel negro junto a él.

—Sí, voy —respondió Perrin, sombrío. No sabía la respuesta a sus preguntas, pero sí tenía algo muy claro: para él, Faile era el mundo.

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