22 Pequeños sacrificios

Elayne estrechó los ojos para alzarlos hacia el cartel que colgaba en el arco de la puerta, un burdo dibujo de una mujer que asía un bastón y oteaba a lo lejos, esperanzada; deseó encontrarse en la cama en lugar de haberse levantado con el sol. Aunque tampoco habría podido dormir. La plaza de Mol Hara se encontraba desierta a su espalda, salvo por unos pocos carros tirados por bueyes o asnos que iban de camino al mercado, y unas cuantas mujeres que cargaban enormes cestos sobre la cabeza. En la esquina de la posada había un mendigo sentado al que le faltaba una pierna, con un platillo delante; el primero de muchos que habría por la plaza más tarde. Ya le había dado un marco de plata, suficiente para que se alimentara durante una semana, incluso con los precios actuales, pero el hombre se guardó la moneda en la andrajosa chaqueta, con una sonrisa desdentada, y no se movió de allí. Apenas había clareado el día, pero aun así prometía ser bochornoso; de hecho, requería un esfuerzo de concentración mantenerse aislada del calor aun a tan temprana hora.

Las últimas secuelas de la resaca de Birgitte también permanecían en su cabeza; aunque habían disminuido, todavía no habían desaparecido. Ojalá su habilidad con la Curación no fuera tan escasa. Confiaba en que Aviendha y Birgitte se las arreglaran para enterarse de algo útil sobre Carridin a lo largo de la mañana. Llevaban disfraces de Ilusión aunque el Inquisidor no las reconocería a ninguna de las dos, pero no estaba de más ser precavidas. Se sentía orgullosa de que Aviendha no le hubiese pedido acompañarla; incluso se había sorprendido de que se lo sugiriese ella. Aviendha no creía preciso vigilarla para saber con seguridad que haría lo correcto.

Suspiró y estiró del vestido aunque no era preciso. De colores azul y crema, con un toque de encaje de Vandalra, la hacía sentirse un poco… descubierta. La única vez que eludió vestirse al estilo de sus anfitriones fue cuando Nynaeve y ella viajaron a Tanchico con los Marinos; pero, a su modo, el estilo ebudariano casi… Volvió a suspirar. Lo único que intentaba con esas divagaciones era retrasar lo que tenía que hacer. Aviendha tendría que haber ido hasta allí para llevarla de la mano.

—No me disculparé —dijo de repente Nynaeve a su lado. Aferraba fuertemente la falda de su vestido gris con las dos manos y miraba a La Mujer Errante como si la propia Moghedien estuviese esperando dentro—. ¡No lo haré!

—Tendrías que haberte vestido de blanco —murmuró Elayne, con lo que se ganó una mirada desconfiada. Al cabo de un momento, agregó—: Dijiste que era el color de los funerales.

Su último comentario provocó un asentimiento satisfecho de la otra mujer, aunque no era eso lo que pretendía en absoluto. Todo aquello acabaría en desastre si no eran capaces de mantener la paz entre ellos mismos. Birgitte había tenido que conformarse con una infusión de hierbas para aliviar su malestar esa mañana y, por cierto, había sido una mezcla particularmente amarga, ya que Nynaeve había alegado que no estaba lo bastante furiosa para encauzar y utilizar la Curación. Después había seguido hablando en una actitud realmente teatral sobre que el blanco era el único color adecuado, había insistido en que no iba a ir hasta que Elayne la sacó casi a rastras de sus aposentos y había anunciado al menos veinte veces desde entonces que no pensaba disculparse. Había que mantener la paz, pero… qué difícil lo ponía.

—Aceptaste hacer esto, Nynaeve. No, no quiero oír nada más sobre que las demás te hemos coaccionado. Accediste. Así que deja de enfurruñarte.

Nynaeve resopló indignada, pero Elayne no estaba dispuesta a dejar que la distrajera de lo que había que hacer, a pesar del «¿enfurruñarme?» mitad incrédulo y mitad furioso que masculló entre dientes la otra mujer.

—Tenemos que discutir esto un poco más, Elayne —manifestó en voz alta Nynaeve—. No hay por qué precipitarse. Debe de haber mil razones para que esto no funcione, ni ta’veren ni no ta’veren, y Mat Cauthon suma novecientas de esas mil.

—¿Elegiste deliberadamente las hierbas más amargas para la infusión de esta mañana? —inquirió Elayne al tiempo que le dirigía una mirada impasible.

La expresión indignada de la otra mujer se tornó en otra inocente, pero un leve matiz rojo tiñó sus mejillas. Elayne abrió la puerta de la posada y Nynaeve siguió mascullando entre dientes. A la heredera del trono no le habría sorprendido que la antigua Zahorí también hubiese sacado la lengua. Que estaba mohína esa mañana era decir poco.

El aroma a pan cociéndose llegaba de la cocina; todas las ventanas del salón se encontraban abiertas para airearlo. Una criada de cara rellenita se hallaba encaramada a una banqueta alta, de puntillas, para retirar las mustias ramitas de plantas perennes que había encima de las ventanas, en tanto que otras colocaban de nuevo en su sitio las mesas, bancos y sillas que debían de haberse retirado para el baile. A una hora tan temprana no había nadie más por allí, excepto una muchacha delgada, con delantal blanco, que barría el suelo con desgana. Era bonita, si bien afeaba sus rasgos un marcado mohín que fruncía sus labios. A decir verdad no se veía mucho desorden, considerando que durante las fiestas se suponía que en las posadas reinaba el bullicio e incluso el libertinaje. Una parte de Elayne deseó haberlo visto, sin embargo.

—¿Puedes conducirnos al cuarto de maese Cauthon? —preguntó a la chica delgada con una sonrisa, al tiempo que le tendía dos céntimos de plata.

Nynaeve resopló. Era más agarrada que la piel de una manzana verde. ¡Una vez le dio a un mendigo un céntimo de cobre! La chica las miró con gesto hosco —y, sorprendentemente, también a las monedas— y murmuró con acritud algo que sonó más o menos: «Una mujer rubia anoche y damas esta mañana». Les indicó el camino de mala gana.

Por un instante Elayne creyó que iba a despreciar los céntimos, pero cuando iba a volverse, la chica le cogió las monedas de la mano sin dar las gracias y se las metió por el escote antes de empezar de nuevo a barrer con tanto ímpetu como si quisiera matar al suelo a golpes de escoba. Quizá tenía un bolsillo cosido dentro del escote.

—¿Te das cuenta? —rezongó Nynaeve en voz baja—. Seguro que ha intentado que esa chica acepte sus atenciones a la fuerza. Ése es el hombre al que quieres que pida disculpas.

Elayne guardó silencio y se limitó a subir la escalera sin barandilla que había al fondo de la sala. Si Nynaeve no dejaba de protestar… El primer pasillo a la derecha, según las indicaciones de la chica, y la última puerta a la izquierda. Ya delante de ella, Elayne vaciló y se mordió el labio inferior.

—Por fin ves que es una mala idea ¿verdad? —inquirió, animada, Nynaeve—. No somos Aiel, Elayne. Me cae muy bien esa muchacha, a pesar de que se pasa la vida afilando su cuchillo, pero piensa en la tontería que se le ocurrió. Es imposible. Tienes que comprender que lo es.

—No accedimos a nada imposible, Nynaeve. —Mantener la voz firme le costaba trabajo. Parte de lo que Aviendha había sugerido, completamente en serio al parecer… ¡De hecho había insinuado que dejaran que el hombre las azotase con una vara!—. Accedimos a algo posible. —Apenas. Llamó con los nudillos en la puerta, que tenía un pez tallado, un bicho redondo, hocicudo y con rayas. Todas las puertas tenían figuras talladas, en su mayoría, peces. No hubo respuesta.

Nynaeve soltó el aire sonoramente; debía de haber estado conteniendo la respiración.

—Quizás ha salido —dijo—. Tendremos que volver en otro momento.

—¿A esta hora? —Volvió a llamar—. Tú dices que se pasa tumbado todo el tiempo que puede. —Seguía sin oírse ruido dentro.

—Elayne, si el estado de Birgitte es un indicio, Mat se puso de bebida hasta las orejas anoche. No le hará gracia que lo despertemos. ¿Por qué no nos marchamos y…?

Elayne giró el picaporte y entró. Nynaeve la siguió dando un suspiro que debió de oírse en palacio.

Mat Cauthon yacía despatarrado en la cama, encima de la colcha, y tenía los ojos cubiertos con un paño húmedo que mojaba la almohada. En el cuarto reinaba el desorden, aunque no había polvo. Sobre el lavabo —¡nada menos!— había una bota, al lado de una palangana blanca llena de agua sin utilizar; el espejo de pie aparecía ladeado, como si el joven hubiese tropezado con él y simplemente lo hubiese dejado torcido hacia atrás, y su chaqueta arrugada estaba tirada sobre una silla. El resto de sus ropas las llevaba puestas, incluido el pañuelo negro que aparentemente nunca se quitaba, así como la otra bota. La cabeza de zorro plateada asomaba entre su camisa desanudada.

El medallón hizo que Elayne sintiera picor en los dedos. Si estaba realmente tan borracho, tal vez podría quitárselo sin que se diese cuenta. Se había propuesto descubrir, de un modo u otro, cómo absorbía el Poder ese objeto. Esclarecer cómo funcionaba cualquier cosa la fascinaba, pero esa cabeza de zorro representaba todos los enigmas del mundo concentrados en uno.

Nynaeve la cogió de la manga e indicó la puerta con la cabeza al tiempo que articulaba en silencio «dormido» y algo más que no entendió. Probablemente otra súplica de que se marcharan.

—Déjame en paz, Nerim —murmuró Mat de repente—. Ya te lo he dicho. No quiero nada salvo un cráneo nuevo. Y cierra la puerta con suavidad o te clavaré las orejas en ella.

Nynaeve dio un brinco e intentó arrastrarla hacia la puerta, pero Elayne no cedió.

—No es Nerim, maese Cauthon.

Él alzó ligeramente la cabeza de la almohada, con las dos manos levantó un poco el paño mojado y las miró con los ojos, inyectados en sangre, entrecerrados.

Nynaeve, sonriente, no hizo el menor esfuerzo por disimular su satisfacción ante su lamentable estado. Lo que Elayne no podía entender era por qué también ella deseaba sonreír. Su única experiencia con el exceso de bebida sólo le había dejado lástima y compasión por cualquiera que pasara ese trance. En un rincón de su cabeza percibía todavía la jaqueca que sufría Birgitte, y entonces lo comprendió. Ciertamente, no podía gustarle que Birgitte se embriagara como una cuba, fuera por la razón que fuera, pero tampoco le satisfacía la idea de que alguien fuese capaz de hacer cualquier cosa mejor que su primer Guardián. Una idea ridícula. Vergonzosa. Pero también satisfactoria.

—¿Qué hacéis aquí? —demandó con voz enronquecida, y luego hizo un gesto de dolor y bajó el tono—. Es de noche.

—Es de mañana —repuso secamente Nynaeve—. ¿Recuerdas tu conversación con Birgitte?

—¿Podrías hablar más bajo? —susurró él cerrando los ojos. Al instante volvió a abrirlos de golpe—. ¿Birgitte? —Se sentó bruscamente y bajó las piernas al suelo. Durante unos instantes se quedó inmóvil en esa postura, mirando fijamente las baldosas del suelo, con los codos apoyados en las rodillas y el medallón meciéndose en la cadena. Al final, giró la cabeza para mirarlas torvamente. O quizás era el estado de sus ojos lo que hacía que pareciese torvo—. ¿Qué os contó?

—Nos informó de tus exigencias, maese Cauthon —contestó formalmente Elayne. Así era como una debía de sentirse delante del tajo del verdugo. Lo único que podía hacerse era mantener la cabeza bien alta y afrontar lo que quiera que viniera con orgullo—. Quiero darte las gracias de todo corazón por rescatarme de la Ciudadela de Tear. —Bien, había empezado y no le había dolido. No mucho.

Nynaeve estaba furiosa y apretaba los labios más y más. Esa mujer no iba a dejarla sola ante aquello. Elayne abrazó el saidar casi antes de darse cuenta de lo que hacía y encauzó un fino flujo de Aire que golpeó el lóbulo de la oreja de Nynaeve como si hubiese sido con un dedo. La antigua Zahorí se llevó una mano a la oreja y se puso ceñuda, pero Elayne se limitó a girar de nuevo el rostro hacia maese Cauthon y aguardó.

—Yo también te lo agradezco —musitó Nynaeve al cabo, con gesto hosco—. De todo corazón.

Elayne puso los ojos en blanco a despecho de sí misma. En fin de cuentas, él les había pedido que hablasen bajo. Y parecía haberlas oído. Cosa curiosa, se encogió de hombros con actitud avergonzada.

—Oh, eso. No fue nada. Seguramente habríais podido liberaros vosotras mismas a no tardar y sin mi ayuda. —Hundió la cabeza en las manos y volvió a apretar el paño mojado contra los ojos—. Cuando salgáis, ¿os importaría decirle a Caira que me traiga un poco de ponche? Es una chica delgada, bonita, de ojos dulces.

Elayne tembló. ¿Que no había sido nada? ¿Que ese hombre había exigido una disculpa, ella se había humillado para pedírsela y ahora resultaba que no era nada? ¡No merecía compasión ni lástima! Todavía asía el saidar y se planteó golpearlo con un flujo mucho más grueso que a Nynaeve. Aunque tampoco serviría de mucho en su caso, llevando como llevaba la cabeza de zorro. Claro que ahora colgaba en el aire, sin estar en contacto con su piel. ¿Ofrecería la misma protección cuando no estaba…?

Nynaeve acabó con sus reflexiones al lanzarse sobre él dispuesta a arañarlo. Elayne logró interponerse entre ellos y agarró a la mujer por los hombros. Durante un instante que pareció muy largo se quedaron frente a frente. Con una mueca, Nynaeve finalmente aflojó la presión y Elayne consideró seguro soltarla.

Mat seguía con la cabeza inclinada, ajeno a todo lo que había pasado. Tanto si el medallón lo protegía como si no, quedaba la opción de coger el arco que había en un rincón del cuarto y golpearlo con él hasta que aullara de dolor. Elayne sintió que la sangre se agolpaba en su cara; había frenado a Nynaeve, impidiendo que lo echara todo a perder, y a punto había estado de estropearlo ella. Lo que era peor, a juzgar por la satisfecha sonrisilla que la otra mujer le dirigía, se había dado cuenta de lo que se le había pasado por la cabeza.

—Hay algo más, maese Cauthon —anunció a la par que cuadraba los hombros. La sonrisa se desvaneció en los labios de Nynaeve—. También queremos disculparnos por haber pospuesto tanto nuestra manifestación de agradecimiento, como merecías. Y nos disculpamos… humildemente… —sus últimas palabras se le atascaron un poco—, por el modo en que te hemos tratado desde entonces. —Nynaeve alargó una mano en actitud suplicante, pero la mujer hizo caso omiso—. Para demostrar cuánto lo lamentamos, nos comprometemos a lo siguiente. —Aviendha había dicho que pedir disculpas sólo era un comienzo—. No te menospreciaremos ni rebajaremos en ningún modo, no te gritaremos por ningún motivo, no… No intentaremos darte órdenes. —Nynaeve se encogió como si le doliese algo. También los labios de Elayne se pusieron tirantes, pero no se detuvo—. Al reconocer que te preocupas por nuestra seguridad, no saldremos de palacio sin comunicarte adónde vamos y escucharemos tus consejos. —Luz, no quería ser Aiel, ni quería hacer esto, pero sí deseaba el respeto de Aviendha—. Si… si crees que nos… —Y no es que tuviese intención de convertirse en hermana conyugal. ¡La mera idea resultaba indecente! Pero la apreciaba—. Si crees que corremos un riesgo innecesario… —No era culpa de Aviendha que Rand hubiese conquistado sus corazones. Y el de Min también—. Aceptaremos una guardia personal elegida por ti… —Sino de ta’veren o no, las cosas eran lo que eran. Y ella quería a esas dos mujeres como a hermanas—. Nos acompañará mientras sea posible. —¡Así la Luz lo abrasara por hacerle esto! Y no se estaba refiriendo a Mat Cauthon—. Lo juro por el Trono del León de Andor. —Jadeaba como si hubiese corrido dos kilómetros de un tirón. El gesto de Nynaeve le daba el aspecto de un tejón acorralado.

Mat giró la cabeza hacia ellas muy, muy despacio, y bajó el paño húmedo sólo lo suficiente para destapar uno de los ojos enrojecidos.

—Señora, hablas como si te hubieses tragado una barra de hierro —dijo con sorna—. Tienes mi permiso para llamarme Mat.

«¡Qué hombre tan odioso! ¡No sabría reconocer qué era educación aunque se la diera de narices!», pensó la antigua Zahorí. El ojo enrojecido se volvió hacia ella.

—¿Y tú qué dices, Nynaeve? —inquirió—. Ella ha dicho mucho «nosotras», pero tú no has pronunciado palabra.

—No te gritaré —chilló la antigua Zahorí—. Y también todo lo demás. ¡Te lo prometo, pedazo de…! —Casi se atragantó al darse cuenta de que ya no podía dedicarle uno de los insultos que se merecía sin romper la promesa recién hecha. Empero, el efecto de su grito fue gratificante.

Con un gemido, Mat se estremeció y dejó caer el paño mojado para agarrarse la cabeza con las dos manos. Sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas.

—Jodidos dados —dijo en tono gemebundo, o algo parecido.

De repente, a Elayne se le ocurrió que ese hombre era una estupenda fuente de un lenguaje expresivo. Los mozos de cuadra y gente semejante parecían lavarse la lengua en el momento en que ella aparecía. Cierto, se había prometido a sí misma civilizarlo, conseguir que fuese útil para Rand, pero eso no implicaba mejorar también su modo de expresarse. De hecho, cayó en la cuenta de que había un montón de cosas que no había prometido. Hacerle notar tal cosa a Nynaeve la calmaría de manera considerable.

—Gracias, Nynaeve —respondió Mat con voz hueca al cabo de unos instantes que parecieron muy largos. Hizo una pausa para tragar saliva con esfuerzo—. Por un momento creí que erais otras personas disfrazadas. Ya que al parecer sigo vivo, podríamos ocuparnos de lo demás. Creo recordar que Birgitte me dijo que queríais que encontrara algo para vosotras. ¿Qué es?

—Tú no lo buscarás —le contestó Nynaeve en tono firme. Bueno, quizá más que firme, fuerte, pero Elayne no quiso llamarle la atención a su amiga. Mat se merecía hasta el último respingo de dolor—. Nos acompañarás y nosotras lo encontraremos.

—¿De vuelta a las viejas costumbres, Nynaeve? —De algún modo, el joven se las ingenió para que su mueca resultara desdeñosa, además de horrenda a costa del estado de sus ojos—. Acabas de prometer que harás lo que yo diga. Si lo que quieres es un ta’veren domesticado y atado a una traílla, ve y pídeselo a Rand o a Perrin, a ver qué te contestan.

—No prometimos tal cosa, Matrim Cauthon —espetó la antigua Zahorí, aupándose sobre las puntas de los pies—. ¡No prometí eso! —De nuevo parecía a punto de abalanzarse sobre él. Hasta su coleta daba la impresión de estar erizada.

Elayne controló el genio. No conseguirían nada de él con imposiciones.

—Escucharemos tu consejo y lo seguiremos si es razonable, maese… Mat —lo reprendió suavemente. Sin duda no creería que habían prometido… Al observarlo, sin embargo, comprendió que sí. ¡Oh, Luz! Nynaeve tenía razón. Ese hombre iba a ser un problema.

Mantuvo firmemente el control. Encauzó de nuevo y levantó la chaqueta de la silla, que colgó en una de las perchas de la pared para poder sentarse; recta la espalda, se arregló los vuelos del vestido. Mantener las promesas hechas a maese Mat —o, mejor dicho, Mat— y a sí misma no le iba a resultar fácil, pero nada de lo que él dijera o hiciera la afectaría. Nynaeve miró el único sitio que quedaba para tomar asiento, un escabel de madera tallada, y permaneció de pie. Una de sus manos fue hacia la coleta, pero se detuvo y la mujer cruzó los brazos. Empezó a dar golpecitos en el suelo con un pie, un gesto que no prometía nada bueno.

—Los Atha’an Miere lo llaman el Cuenco de los Vientos, maese… Mat. Es un ter’angreal

Cuando Elayne acabó de hablar, se advertía cierta excitación en el rostro indispuesto del hombre.

—Vaya, sí que parece una búsqueda importante —murmuró—. En el Rahad. —Sacudió la cabeza e hizo un gesto de dolor—. Os lo diré una sola vez: ninguna de las dos pondrá un pie al otro lado del río sin la compañía de cuatro o cinco de mis Brazos Rojos para cada una. Ni fuera de palacio, por cierto. ¿Os contó Birgitte lo de la nota que metieron en un bolsillo de mi chaqueta? Estoy seguro de que se lo comenté. Además, están Carridin y sus Amigos Siniestros, y no me diréis que ese hombre no se trae algo entre manos.

—Cualquier hermana que apoye a Egwene como Amyrlin corre peligro por parte de la Torre. —¿Una guardia personal para ir a cualquier sitio? ¡Luz! Los ojos de Nynaeve tenían un brillo peligroso, y su pie golpeaba el suelo más y más deprisa—. No podemos escondernos, mae… Mat, y no lo haremos. Se tomarán las medidas oportunas con respecto a Jaichim Carridin a su debido tiempo. —No habían prometido contarle todo, y no podían dejar que desviara la atención hacia otro asunto—. Hay cosas más importantes fraguándose.

—¿A su debido tiempo? —empezó él, alzando la voz con incredulidad, pero Nynaeve lo atajó.

—¿Cuatro o cinco cada una? —instó secamente—. Eso es ridí… —Cerró los ojos un instante y su tono se volvió más suave. No mucho—. Quería decir que no es lógico. Elayne y yo, Birgitte y Aviendha. No tienes tantos soldados. En cualquier caso, al único que necesitamos realmente es a ti. —La última frase la dijo como si le sacaran las palabras a la fuerza. Se parecía mucho, demasiado, a una admisión.

—Birgitte y Aviendha no necesitan guardaespaldas —musitó él con aire abstraído—. Supongo que ese Cuenco de los Vientos es más importante que Carridin, pero… Parece injusto dejar que Amigos Siniestros anden libremente por ahí.

El rostro de Nynaeve se tiñó de púrpura lentamente. Elayne comprobó el suyo en un espejo y sintió alivio al ver que mantenía la compostura. Al menos hacia fuera. ¡Qué irritante era ese hombre! ¿Guardaespaldas? Elayne no sabía si era peor que hubiese lanzado aquel insulto a propósito o que lo hubiese hecho sin darse cuenta. Volvió a mirarse en el espejo y bajó un poquito la barbilla. ¡Guardaespaldas! Así era la viva imagen del aplomo. Mat las observaba con aquellos ojos enrojecidos, pero al parecer no advirtió nada.

—¿Eso fue todo lo que os contó Birgitte? —preguntó.

—Y es más que suficiente, creo —espetó Nynaeve—. Incluso tratándose de ti.

Inexplicablemente, Mat parecía sorprendido, y bastante complacido. Nynaeve dio un respingo y después se cruzó de brazos.

—Puesto que no estás en condiciones de ir a ninguna parte —empezó—. ¡No me mires así, Mat Cauthon, porque no es un menosprecio, sino la pura verdad! Bien, ya que no estás en muy buenas condiciones físicas, podrías emplear la mañana en trasladarte a palacio. Y que no se te pase por la cabeza que te ayudaremos a llevar tus cosas. No prometí ser una mula de carga.

—¡La Mujer Errante está suficientemente bien…! —empezó enfurecido, pero se calló y una expresión sorprendida, horrorizada habría dicho Elayne, se plasmó en su cara. Eso le enseñaría a no gritar cuando tenía la cabeza como una sandía. Al menos, ésa era la sensación que ella había tenido cuando se embriagó. Claro que él no aprendería de la experiencia. Los hombres no dejaban de meter las manos en el fuego pensando que en esa ocasión no se quemarían, como solía decir Lini.

—Aunque seas ta’veren no esperarás que encontremos el Cuenco la primera vez que salgamos a buscarlo —continuó Nynaeve—. Salir en su busca cada día resultará más sencillo si no tienes que cruzar la plaza. —Lo que quería decir realmente era que así no se verían obligadas a esperarlo todas las mañanas. Según ella, la embriaguez no era la única excusa que el joven podía encontrar para seguir acostado hasta las tantas, ni mucho menos.

—Además —abundó Elayne—, de ese modo podrás tenernos vigiladas.

Nynaeve hizo un ruido gutural que se parecía mucho a un gemido. ¿Es que no se daba cuenta de que sólo lo decía para engatusarlo? ¿Que no había prometido permitirle que las vigilase? Mat parecía que no las había oído, a ninguna de las dos. Aunque las miraba, era como si estuviese contemplando algo a través de ellas.

—¿Por qué demonios han tenido que parar ahora? —gimió en voz tan queda que apenas se oyó. ¿Qué quería decir con eso?

—Las habitaciones son regias, maese… Mat. Tylin en persona las eligió. Ha puesto un gran interés. Mat, no querrás que ofendamos a la reina, ¿verdad?

Al echar un vistazo a su rostro, Elayne encauzó apresuradamente para abrir una ventana y tirar el agua de la palangana. Si alguna vez había visto a alguien que estuviese a punto de vaciar todo lo que tenía en el estómago, ése era Mat, que la miraba de hito en hito con los ojos inyectados en sangre.

—No entiendo a qué viene tanto alboroto —dijo Elayne. De hecho, supuso que él tenía sus razones. Probablemente algunas de las criadas de la posada le permitían toquetearlas, pero dudaba que hubiese muchas en palacio, o incluso alguna, que se lo consintieran. Tampoco podría beber y jugar durante toda la noche. A buen seguro, Tylin no permitiría un mal ejemplo para Beslan—. Todos debemos hacer sacrificios. —Hizo un esfuerzo para dejarlo así, para no añadir que el de él era pequeño y justo, mientras que los de ellas eran inmerecidos, dijese lo que dijese Aviendha. Nynaeve había clamado en contra de hacer cualquier sacrificio.

Mat volvió a hundir la cabeza en las manos; hacía ruidos raros y sus hombros se sacudían. ¡Se estaba riendo! Elayne alzó la palangana con un flujo de Aire, planteándose la idea de atizarle un golpe con ella. Sin embargo, cuando él volvió a levantar la cabeza, parecía ofendido por alguna razón.

—¿Sacrificios? —gruñó—. ¡Si os pidiese lo mismo, daríais bofetadas a cualquiera que tuvieseis a mano y haríais que el techo se derrumbara sobre mi cabeza!

¿Estaría borracho todavía? Elayne decidió hacer caso omiso de su horrenda mirada.

—A propósito de tu cabeza —dijo la heredera del trono—. Si quisieras aceptar la Curación, estoy segura de que Nynaeve estaría dispuesta a ayudarte —ofreció, pensando que si alguna vez la antigua Zahorí había estado furiosa de sobra para poder encauzar, era en ese momento. Nynaeve dio un pequeño respingo y la miró por el rabillo del ojo.

—Por supuesto —se apresuró a decir—. Si quieres, lo haré. —El color de sus mejillas le confirmó a Elayne sus sospechas sobre lo ocurrido esa mañana.

—Olvidaos de mi cabeza —respondió él brusco, con su habitual «cortesía». Y entonces, como para confundirla en puntos que ya daba por ciertos, agregó en voz vacilante—: Sin embargo, gracias por preguntar.

¡Y además parecía que lo decía en serio! Elayne se las ingenió para no quedarse boquiabierta. Su conocimiento sobre los hombres se limitaba a Rand y a lo que Lini y su madre le habían contado. ¿Acaso Rand iba a comportarse de un modo tan desconcertante como Mat?

Antes de marcharse, recordó arrancarle la promesa de que empezaría de inmediato con los preparativos para trasladarse a palacio. Cumplía su palabra una vez dada —en eso Nynaeve había sido tajante— aunque lo hiciera a regañadientes, pero si se le dejaba la menor rendija encontraría ciento y un modos de escabullirse por ella. La antigua Zahorí había puesto énfasis al decir eso último. Mat dio su palabra con expresión resentida, sombría; es posible también que se debiera al estado de sus ojos. Cuando Elayne soltó la palangana a los pies del joven, éste pareció agradecido. La heredera del trono se dijo que no sentiría compasión, y lo repitió como para convencerse.

De vuelta en el pasillo, cerrada ya la puerta del cuarto de Mat, Nynaeve sacudió el puño, que alzó hacia el techo.

—¡Ese hombre acaba con la paciencia de una piedra! ¡Me alegro de que le duela tanto la cabeza que tenga que apoyarla en las manos! ¿Me has oído? ¡Me alegro! Causará problemas. Lo hará.

—Vosotras dos le causaréis más problemas de los que él se buscaría jamás.

La persona que había hablado caminó por el pasillo hacia ellas. Era una mujer con algunas canas en el pelo, un rostro firme y una voz autoritaria. También tenía el entrecejo fruncido, casi un ceño. A pesar del Cuchillo de Esponsales que le colgaba entre los senos, su tez era demasiado clara para una ebudariana.

—No podía creerlo cuando Caira me lo dijo. Dudo que alguna vez haya visto tanta necedad metida en sólo dos vestidos.

Elayne miró a la mujer de arriba abajo. Ni siquiera siendo novicia se había acostumbrado a que se dirigiesen a ella en ese tono.

—¿Y quién sois vos, buena mujer?

—Setalle Anan, la propietaria de esta posada, pequeña —fue la seca respuesta. Sin más, la mujer abrió una de las puertas del pasillo, agarró a cada una de ellas por un brazo y las metió en el cuarto tan deprisa que Elayne pensó que sus pies no tocaban el suelo.

—Parece que habéis cometido un error, señora Anan —dijo fríamente cuando la mujer la soltó para cerrar la puerta.

—Cuidado con lo que… —empezó Nynaeve, que no estaba de humor para andarse con cumplidos, al tiempo que alzaba la mano de manera que su anillo de la Gran Serpiente quedara bien a la vista.

—Muy bonito —dijo la mujer, y las empujó con tanta fuerza que las sentó en la cama.

A Elayne se le abrieron los ojos como platos por la incredulidad. La tal Anan se erguía ante ellas con gesto severo, como una madre a punto de castigar a sus hijas, nada menos.

—Hacer alarde de esa joya sólo demuestra lo tontas que sois. Ese joven os mecerá en las rodillas, y no me extrañaría que a una en cada una si se lo permitís; os robará unos cuantos besos y tomará todo cuanto estéis dispuestas a darle, pero no os hará daño. Sin embargo, vosotras sí podéis hacérselo a él, si seguís con esto.

¿Hacerle daño? La mujer pensaba que ellas… Creía que las había estado meciendo… Pensaba que… Elayne no sabía si reír o llorar, pero se puso de pie mientras se arreglaba los vuelos de la falda.

—Como decía, señora Anan, habéis cometido un error. —Su voz se suavizó conforme hablaba y el tono confuso dio paso a otro sosegado—. Soy Elayne Trakand, heredera del trono de Andor y Aes Sedai del Ajah Verde. No sé cómo pudisteis pensar que… —Sus ojos casi bizquearon cuando la señora Anan plantó el índice en la punta de su nariz.

—Elayne, si es que te llamas así de verdad, lo único que me frena para no llevarte a rastras hasta la cocina y lavarte la boca, y la de la tonta muchacha que te acompaña, es la posibilidad de que realmente puedas encauzar. ¿O sois tan necias como para llevar puesto ese anillo sin ser capaces siquiera de hacer eso? Os advierto que eso no detendrá a las hermanas que se alojan en el Palacio de Tarasin. ¿Sabíais siquiera que están en la ciudad? Si lo sabéis, francamente, no sólo sois necias, sino tontas perdidas.

La rabia de Elayne crecía con cada palabra que la mujer pronunciaba. ¿Necias? ¿Tontas perdidas? No iba a aguantarlo, sobre todo después de haberse visto obligada a arrastrarse ante Mat Cauthon. ¿Sentarse en las rodillas de Mat Cauthon? Sin embargo, en apariencia mantuvo la compostura, pero no ocurrió lo mismo con Nynaeve.

La antigua Zahorí echaba chispas, y el brillo del saidar la envolvió mientras se incorporaba de la cama. Flujos de Aire rodearon a la señora Anan desde los hombros hasta los tobillos, pegándole la falda y las enaguas contra las piernas, casi tan prietas como para hacerla caer.

—Da la casualidad de que soy una de esas hermanas alojadas en palacio. Nynaeve al’Meara, del Ajah Amarillo, para ser exacta. Y ahora, ¿os gustaría que os bajara yo a la cocina? Sé un poco sobre lavar la boca a la gente.

Elayne se apartó del brazo extendido de la posadera. La mujer debía de estar sintiendo la presión de los flujos, y hasta la persona más torpe habría sabido lo que aquellas ataduras invisibles significaban, pero aun así ni siquiera pestañeó. Los ojos se estrecharon, nada más.

—De modo que al menos una de vosotras puede encauzar —dijo con tranquilidad—. Debería dejar que me arrastraras escaleras abajo, pequeña. Si me haces algo, cualquier cosa, te hallarás en poder de unas verdaderas Aes Sedai al mediodía; eso te lo garantizo.

—¿Es que no me habéis oído? —demandó Nynaeve—. ¡Soy…!

—No sólo os pasaréis el próximo año llorando a moco tendido —continuó la señora Anan sin hacer una pausa—, sino que parte de esos lloros los haréis frente a cualquier persona a la que hayáis dicho que sois Aes Sedai. No lo dudéis, os harán admitir que habéis mentido. Os harán picadillo los hígados. Debería dejar que siguieseis alardeando por ahí o correr hasta palacio tan pronto como me soltéis. Lo único que me frena es que harían pagar todo esto a lord Mat casi tanto como a vosotras si sospechan que os ha ayudado y, como ya he dicho, aprecio a ese joven.

—Os digo que… —lo intentó de nuevo Nynaeve, pero la posadera siguió sin darle ocasión de hablar. Atada como un bulto, esa mujer era como un peñasco rodando ladera abajo, aplastando todo cuanto encontraba a su paso.

—Intentar mantener la mentira no es conveniente, Nynaeve. Tu aspecto corresponde a una mujer de veinte o veintiún años, de modo que deberías tener diez más, como mucho, si ya hubieses empezado a experimentar la retardación. Incluso podrías haber llevado el chal cuatro o cinco años. Salvo por un detalle. —Su cabeza, la única parte del cuerpo que podía mover, se volvió hacia Elayne—. Tú, pequeña, no eres lo bastante mayor para haber empezado a retardar, y ninguna mujer ha llevado el chal siendo tan joven como tú. Jamás en la historia de la Torre. Si alguna vez has estado allí, apuesto que vestías de blanco y chillabas cada vez que la Maestra de las Novicias miraba en tu dirección. La verdad es que habéis convencido a algún orfebre para que os haga esos anillos. Sé que hay algunos lo bastante estúpidos para avenirse. O tal vez Nynaeve robó ése para ti, si es que lleva el suyo por derecho. En cualquier caso, puesto que no puedes ser una hermana, entonces tampoco puede serlo ella. Ninguna Aes Sedai viajaría con una mujer que finge serlo.

Elayne frunció el entrecejo, sin advertir que se mordisqueaba el labio inferior. Retardación. Retardar. ¿Cómo sabía esas palabras una posadera de Ebou Dar? Quizá Setalle Anan había estado en la Torre de joven, aunque no habría permanecido mucho tiempo ya que obviamente no podía encauzar. Elayne lo habría notado aun en el caso de que su habilidad fuera mínima como la de su propia madre, y Morgase Trakand poseía tan poca que la habrían mandado marchar en cuestión de semanas si no hubiese sido la heredera del trono.

—Suéltala, Nynaeve —dijo, sonriendo.

Realmente, Elayne se sentía mejor dispuesta hacia la mujer ahora. Debía de haber sido terrible hacer el viaje hasta Tar Valon sólo para ser rechazada. No había motivo para la que la mujer les creyese —aquello removió algo en su memoria, pero no supo qué—, ninguno en absoluto, pero si había hecho el viaje a Tar Valon, a lo mejor decidía cruzar la plaza de Mol Hara e ir a palacio. Merilille, o cualquiera de las otras hermanas, podía ponerla en su sitio de malas maneras.

—¿Que la suelte? —chilló Nynaeve—. Pero, Elayne…

—Suéltala. Señora Anan, veo que el único modo de convenceros es…

—Ni la Sede Amyrlin ni tres Asentadas me convencerían, pequeña. —¡Luz! ¿Alguna vez dejaría acabar una frase a una persona?—. Bien, no tengo tiempo para más jueguecitos. Puedo ayudaros a las dos o, mejor dicho, conozco a las que pueden hacerlo. Mujeres que acogen descarriadas. Y dad gracias a lord Mat de que me muestre dispuesta a conduciros hasta ellas, pero he de saber una cosa. ¿Habéis estado en la Torre alguna vez o sois espontáneas? Y si estuvisteis allí, ¿os echaron o escapasteis? Tratan la situación de forma distinta según sea el caso.

Elayne se encogió de hombros. Lo que las había llevado a la posada estaba hecho; no quería perder más tiempo y deseaba continuar con las otras cosas de las que debían ocuparse.

—Si no hay modo de convenceros, entonces no hay más que decir. ¿Nynaeve? Hace rato que tendríamos que habernos marchado.

Los flujos que rodeaban a la posadera desaparecieron, así como el brillo que envolvía a Nynaeve, pero ésta no se movió; miraba a la mujer con recelo, pero esperanzada.

—¿Decís que conocéis a un grupo de mujeres que pueden ayudarnos?

—¡Nynaeve! —exclamó Elayne—. No necesitamos ayuda. Somos Aes Sedai ¿recuerdas?

La señora Anan le dirigió una mirada sarcástica antes de sacudirse la falda para colocarla y alisar las enaguas que se veían bajo los pliegues recogidos. Pero su atención estaba puesta verdaderamente en Nynaeve; Elayne no se había sentido tan relegada en toda su vida.

—Conozco a unas cuantas mujeres que acogen a las espontáneas, las huidas o las que no superaron la prueba para Aceptada o para alcanzar el chal, que aparecen esporádicamente por aquí. Debe de haber al menos cincuenta en total, aunque la cifra varía. Pueden ayudaros a emprender una vida sin el riesgo de que una verdadera hermana os haga desear que os desollen y acaben de una vez con vosotras. Bien, no me mientas. ¿Habéis estado en la Torre? Si huisteis, podríais cambiar de idea y decidir regresar. La Torre se las ingenió para encontrar a la mayoría de las huidas incluso durante la Guerra de los Cien Años, así que no pienses que este pequeño conflicto de ahora las frenará. A decir verdad, en tal caso te sugeriría que cruzaseis la plaza y os entregaseis a una de las hermanas. Me temo que encontraríais poca clemencia, pero creedme que sería más que la que mostrarán con vosotras si al final os obligan a regresar. Después de eso, ni siquiera se os pasará por la cabeza la idea de abandonar el recinto de la Torre sin permiso.

Nynaeve hizo una profunda inhalación.

—Se nos ordenó abandonar la Torre, señora Anan. Eso puedo jurároslo.

—¿Pero qué dices, Nynaeve? —Elayne la miraba con incredulidad—. Señora Anan, somos Aes Sedai.

La posadera se echó a reír.

—Pequeña, deja que hable con Nynaeve, que al menos es lo bastante mayor para tener sentido común. Repite eso a las componentes del Círculo y no les hará mucha gracia. No les importará que encaucéis; ellas también lo hacen, y os darán unos cuantos azotes u os echarán a la calle cogidas por la oreja si hacéis el tonto.

—¿Qué es ese Círculo? —demandó Elayne—. Somos Aes Sedai. Venid al palacio de Tarasin y lo comprobaréis.

—La tendré controlada —tuvo la desfachatez de decir Nynaeve, que la miraba ceñuda como si fuese ella la que había perdido la cabeza.

—Bien. —La señora Anan asintió—. Ahora, quitaos esos anillos y guardadlos. El Círculo no permite ese tipo de imposturas. Los mandarán fundir para daros una lección. Aunque, a juzgar por vuestras ropas, disponéis de dinero. Si lo habéis robado, procurad que Reanne no se entere. Una de las primeras reglas que tendréis que aprender es no robar ni siquiera si os estáis muriendo de hambre. No quieren atraer la atención sobre el grupo.

Elayne empuñó la mano y la escondió a la espalda; vio a Nynaeve quitarse sumisamente el anillo y guardarlo en la escarcela. ¡Nynaeve, que bramaba cada vez que Merilille o Adeleas o cualquiera de las otras olvidaba que era una hermana de derecho!

—Confía en mí, Elayne —pidió la antigua Zahorí.

Lo haría sin discutir si tuviese algún indicio de lo que se traía entre manos; no obstante, confiaba en ella. Casi siempre.

—Un pequeño sacrificio —murmuró. Las Aes Sedai no llevaban puesto el anillo cuando la situación lo requería; ella misma lo había hecho cuando se hacía pasar por una hermana, pero ahora la joya le pertenecía por derecho. Quitarse aquel aro de oro casi le produjo un dolor físico.

—Habla con tu amiga, pequeña —dijo la posadera a Nynaeve, con impaciencia—. Reanne Corly no aguantará ese gesto mohíno de niña enfurruñada, y si me hacéis perder la mañana para nada… Bueno, venid conmigo. Tenéis suerte de que lord Mat me caiga bien.

Elayne mantuvo la compostura por un pelo. ¿Gesto mohíno? ¿Niña enfurruñada? ¡Cuando tuviera ocasión, le daría una patada a Nynaeve donde más le doliera!

Загрузка...