35 En el bosque

Sentada con las piernas cruzadas en la cama de Rand, Min lo observaba mientras él, en mangas de camisa, rebuscaba entre las chaquetas colgadas en el enorme armario. Se preguntó cómo podría dormir en ese cuarto con aquel mobiliario negro y agobiante. Una parte de su mente pensó en sacarlo todo y reemplazarlo por otros muebles tallados y adornados con un ligero toque dorado que había visto en Caemlyn, así como cortinas, colgaduras y ropas de cama de colores pálidos que no le resultaran tan agobiantes. Qué curioso; ella nunca se había preocupado por los muebles ni las ropas de la casa. Pero aquel tapiz en particular, el del espadachín solitario, rodeado por enemigos y a punto de ser arrollado, tenía que desaparecer del dormitorio sin falta. A pesar de tales cavilaciones casi inconscientes, su atención se dirigía principalmente a observarlo, sin más.

Reparó en la expresión de intensa concentración que había en sus ojos azul grisáceos y en el modo en que la blanquísima camisa se ajustaba sobre su ancha espalda cuando se volvió para rebuscar más al fondo del armario. Tenía unas piernas bonitas y unas fantásticas pantorrillas que se marcaban perfectamente en las ajustadas polainas oscuras y que dejaban ver las botas vueltas hacia abajo. A veces fruncía el entrecejo y se pasaba los dedos por el cabello rojizo oscuro; por mucho que se lo peinara nunca conseguiría domarlo; siempre se le rizaba un poco alrededor de las orejas y en la parte de la nuca. Ella no era una de esas mujeres estúpidas que echaban su caletre además de su corazón a los pies de un hombre. Lo que pasaba era que a veces, cuando lo tenía cerca, le resultaba un poquitín difícil pensar con claridad. Eso era todo.

Chaqueta tras chaqueta de seda bordada salieron del armario y se fueron amontonando sobre la que había llevado en la visita a los Marinos. ¿Las negociaciones seguirían por tan buen camino sin su presencia ta’veren? Min deseó haber tenido una visión realmente útil de los Marinos. Como siempre, ante sus ojos surgían imágenes y aureolas de colores alrededor de Rand, en su mayoría demasiado fugaces para distinguirlas bien, y todas, salvo una, carecían de sentido para ella de momento. Esa visión iba y venía cientos de veces al día, y siempre que Mat o Perrin se hallaban presentes también los incluía, así como a otras personas de vez en cuando. Una vasta sombra se cernía sobre él y engullía miles y miles de lucecitas minúsculas, como luciérnagas, que se lanzaban contra ella en un intento de llenar la oscuridad. En ese día, parecía haber cientos de miles de ellas, pero la sombra, a su vez, también parecía más grande. De algún modo esa visión representaba su batalla contra el Oscuro, pero Rand casi nunca quería saber cómo marchaba. Tampoco ella habría podido decirlo realmente, excepto que la sombra parecía ganar siempre en mayor o menor medida. Suspiró con alivio cuando la visión desapareció.

Una ligera sensación de culpabilidad la hizo rebullir sobre la colcha. No había mentido realmente cuando contestó a su pregunta sobre qué visiones no le había contado. No había sido mentir exactamente. ¿De qué le serviría saber que, casi con toda seguridad, fracasaría sin una mujer que ya había muerto? Tal como estaban las cosas, ya se sumía en la depresión con demasiada facilidad. Tenía que mantenerlo animado, hacerlo reír. Sólo que…

—No me parece una buena idea, Rand. —Decir eso podría ser un error. Los hombres eran criaturas raras en muchos sentidos; en cierto momento aceptaban un consejo sensato y al siguiente hacían justo lo contrario. De manera deliberada, al parecer. Sin embargo, por alguna razón se sentía… protectora para con aquel hombre alto que seguramente sería capaz de alzarla en vilo con una sola mano. Y sin necesidad de que encauzara.

—Es una idea estupenda —repuso él mientras tiraba al montón una chaqueta azul con bordados en hilo de plata—. Soy ta’veren y hoy parece que esa circunstancia trabaja a mi favor, para variar. —Otra chaqueta, esta vez con bordados en oro, fue a parar al suelo.

—¿No preferirías consolarme otra vez?

Él se quedó repentinamente inmóvil y la miró de hito en hito, olvidada una chaqueta roja y plateada que tenía en las manos. Min confió en no haberse puesto colorada. Consolarse. ¿De dónde demonios habría sacado esa idea?, se preguntó para sus adentros. Las tías que la habían criado eran mujeres dulces y afables, pero tenían unas ideas estrictas acerca de lo que era un comportamiento correcto. No les gustó que vistiera pantalones ni que trabajara en el establo, la ocupación que a ella más le gustaba ya que estaba en contacto con los caballos. No cabía duda de lo que pensarían sobre «consolarse» con un hombre con el que no estaba casada. Si alguna vez llegaban a enterarse, cabalgarían todo el camino desde Baerlon sólo para arrancarle la piel a tiras. Y a él también, desde luego.

—Eh… debo moverme mientras tengo la seguridad de que sigue funcionando —respondió lentamente Rand, y luego se giró con rapidez hacia el armario otra vez—. Ésta servirá —dijo mientras sacaba una chaqueta lisa y sencilla, de paño verde—. No sabía que la tuviese aquí.

Era la que había llevado puesta en el viaje de regreso de los pozos de Dumai, y Min vio que le temblaban las manos al recordarlo. Procurando adoptar una actitud despreocupada, se levantó de la cama y al llegar a su lado lo abrazó, aplastando la chaqueta entre los dos mientras apoyaba la cabeza en su pecho.

—Te amo —fue todo cuanto dijo. A través de la tela de la camisa percibía la cicatriz redonda y sin acabar de curar que tenía en el costado. Recordaba el modo en que había sufrido esa herida como si hubiese ocurrido el día anterior. Aquélla había sido la primera vez que lo tuvo abrazado contra sí mientras él yacía inconsciente, con la vida pendiente de un hilo.

Las manos de Rand se apretaron contra su espalda y la estrecharon con fuerza, dejándola sin aliento, pero después, de manera decepcionante, aflojaron la presión y se apartaron. Le pareció que murmuraba entre dientes algo así como «injusto». ¿Acaso pensaba en los Marinos mientras ella lo abrazaba? En realidad, debería hacerlo. Merana era una Gris, pero se decía que los Atha’an Miere eran capaces de hacer sudar a una mercader domani. Sí, debería pensar en ese asunto, pero… Tuvo ganas de darle una patada en el tobillo. Suavemente, él la apartó y empezó a ponerse la chaqueta.

—Rand, no puedes estar seguro de que surtirá efecto sólo por el hecho de que haya sido así con Harine —argumentó en tono firme—. Si tu condición de ta’veren influyera en todo, tendrías a todos los dirigentes arrodillados a tus pies a estas alturas, y también a los Capas Blancas.

—Soy el Dragón Renacido —replicó altivamente—, y hoy puedo hacer cualquier cosa. —Cogió el cinturón de la espada y se lo ciñó a la cintura. Ahora llevaba una sencilla hebilla de latón. La dorada con forma de dragón se encontraba sobre la colcha. Unos guantes negros de cuero fino cubrieron las cabezas leoninas impresas en el dorso de sus manos, así como las garzas grabadas en sus palmas—. Pero no lo parezco vestido así, ¿verdad? —Extendió los brazos y sonrió—. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde.

Min no levantó las manos, exasperada, merced a un gran esfuerzo.

—Tampoco pareces estúpido —replicó, y que lo entendiera como quisiera. El muy idiota la miró con recelo, como si no lo tuviese claro—. Rand, tan pronto como vean a los Aiel saldrán corriendo o lucharán. Si no quieres llevar a ninguna Aes Sedai, al menos haz que te acompañen esos Asha’man. ¡Un flechazo, y habrás muerto, da igual si eres el Dragón Renacido o un cabrero!

—Pero es que soy el Dragón Renacido, Min —repuso seriamente—. Y ta’veren. Iremos solos, tú y yo. Es decir, si es que aún quieres acompañarme.

—No irás a ningún sitio sin mí, Rand al’Thor. —No le dijo que sin duda tropezaría con sus propios pies si ella no estaba allí para impedirlo. Su euforia actual era casi tan negativa como su anterior humor taciturno—. A Nandera no le hará gracia. —Ignoraba qué había exactamente entre las Doncellas y él, algo muy peculiar ciertamente a juzgar por lo que había visto, pero cualquier esperanza de que eso pudiera detenerlo se extinguió en un soplo cuando él sonrió como un niño revoltoso que ha eludido la vigilancia de su madre.

—No se enterará, Min. —¡Pero si hasta había un brillo travieso en sus ojos!—. Hago lo mismo muchas veces y nunca se enteran. —Le tendió la mano enguantada, esperando que ella acudiera de inmediato.

En realidad no podía hacer otra cosa que colocarse la capa, echar un vistazo al espejo para atusarse el pelo y… cogerse de su mano. El problema era que ella estaba más que dispuesta a ir de un salto con que sólo moviese un dedo; ojalá hubiese un modo de que él no lo descubriera nunca.

En la antesala, Rand abrió un acceso justo encima del Sol Naciente encastrado en el suelo, y Min se dejó guiar a través de él hasta un terreno boscoso y accidentado, tapizado de hojas secas. Un pájaro huyó asustado en un remolino de alas rojas. Una ardilla apareció en una rama y les chilló, irascible, mientras agitaba la cola de punta blanca.

No era el tipo de bosque que Min recordaba de los alrededores de Baerlon; tampoco había verdaderas masas forestales cerca de Cairhien. En su mayoría, los árboles se hallaban separados entre sí cuatro, cinco o incluso diez pasos; había pinos y cedros altos, robles de mayor porte incluso y otros tipos de árboles que no conocía extendiéndose a través del llano en el que se encontraban Rand y ella, y ascendían por la pendiente que comenzaba a escasos metros de su posición. Hasta el sotobosque parecía menos denso que el de casa; los arbustos, los brezos y las enredaderas crecían en rodales, aunque algunos no eran pequeños. Todo estaba marchito y seco. Min sacó de la manga un pañuelo adornado con puntilla y se enjugó el sudor que de repente había brotado en su cara.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó. Por la posición del sol, el norte estaba más allá de la colina, que era la dirección que ella elegiría. La ciudad debía de quedar a unos once o doce kilómetros hacia allí. Con suerte, harían el recorrido de vuelta sin encontrarse con nadie. O, mejor aún, dado que sus botas eran de tacón y que el terreno era muy irregular, amén del calor que hacía, Rand podría decidir renunciar a su idea y abrir otro acceso de vuelta al Palacio del Sol. Las estancias de palacio resultaban frescas en comparación con ese lugar.

Antes de que Rand tuviese tiempo de contestar, el crujido de arbustos y hojas secas anunció la llegada de alguien. La amazona montada en un castrado gris de largas patas, enjaezado con bridas orladas en oro, era una cairhienina baja y delgada, que vestía un traje de montar azul oscuro, casi negro, con franjas rojas, verdes y blancas horizontales, que empezaban en el cuello y llegaban hasta sus rodillas. El sudor de su rostro no desmerecía su belleza ni sus grandes ojos, cual lagunas oscuras y profundas. Una pequeña piedra preciosa de color verde colgaba sobre su frente de una fina cadena de oro, sujeta al negro cabello que le caía en ondas hasta los hombros.

Min dio un respingo, y no debido a la ballesta de caza que la mujer sostenía despreocupadamente con una mano enfundada en un guante verde. Por un instante creyó que era Moraine, pero…

—No recuerdo haberos visto a ninguno de los dos en el campamento —adujo la mujer con una voz ronca, casi sensual. La de Moraine era cristalina. Bajó la ballesta, todavía con la misma actitud indiferente, hasta apuntar con pulso firme el pecho de Rand. Éste hizo caso omiso del gesto.

—De repente se me ocurrió que me gustaría echar un vistazo a vuestro campamento —dijo Rand a la par que hacía una ligera reverencia—. Si no me equivoco, sois lady Caraline Damodred.

La menuda mujer inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento. Min suspiró pesarosa, pero no porque hubiese esperado realmente que Moraine apareciera ante ellos, con vida. Ella era la única visión que le había fallado. Pero que la propia Caraline Damodred, una de las cabecillas de la rebelión contra Rand allí en Cairhien y una de las pretendientes al Trono del Sol, se hubiese topado con ellos demostraba que realmente estaba tirando de todos los hilos de Entramado hacia él. Lady Caraline desvió lentamente la ballesta hacia un lado; sonó el seco chasquido de la cuerda y el virote salió disparado al aire.

—Dudo que esto sirviera de nada contra vos —comentó mientras conducía a su castrado hacia ellos—, y no querría que pensarais que os estaba amenazando. —Miró una vez a Min, una rápida ojeada que abarcó de la cabeza a los pies, aunque a la joven no le cupo duda de que hasta el último detalle de su persona había quedado registrado, pero, aparte de eso, lady Caraline no apartó los ojos de Rand. Detuvo al caballo a tres pasos, la distancia justa para que Rand no pudiera llegar hasta ella antes de que hubiese clavado espuelas para huir—. Sólo se me ocurre un hombre de ojos grises y vuestra estatura que puede aparecer repentinamente de la nada, a menos que seáis un Aiel disfrazado, pero quizá tengáis a bien darme un nombre.

—Soy el Dragón Renacido —repuso Rand, tan altanero como con los Marinos.

Si alguna influencia de ta’veren en el Entramado estaba en marcha, la mujer montada no dio señales de ello. En lugar de caer de hinojos ante él, se limitó a asentir al tiempo que apretaba los labios.

—He oído hablar mucho de vos. Se cuenta que fuisteis a la Torre Blanca para someteros a la Sede Amyrlin. También se dice que teníais intención de entregar el Trono del Sol a Elayne Trakand. Y que la matasteis a ella y también a su madre.

—Yo no me someto a nadie —replicó, cortante, Rand. Le asestó una mirada tan fiera que debería haber bastado para tirarla de la silla—. Elayne va de camino a Caemlyn en este momento para ocupar el trono de Andor, tras lo cual tendrá también el trono de Cairhien.

Min se encogió. ¿Por qué tenía que hablar como un arrogante henchido de orgullo? Había esperado que se hubiese calmado un poco después de la visita a los Marinos.

Lady Caraline apoyó la ballesta en la silla y pasó la enguantada mano sobre ella. ¿Lamentaba quizás haber disparado la saeta?

—Podría aceptar a mi joven prima en el trono. Mejor ella que otros, pero… —Los oscuros y grandes ojos adquirieron de repente la dureza del pedernal—. Pero no estoy segura de poder aceptaros a vos en Cairhien, y no me refiero únicamente a vuestros cambios en leyes y costumbres. Vuestra mera presencia muda el propio destino. Desde que vinisteis, cada día muere gente en accidentes tan extraños que parecen increíbles. Son tantos los esposos que abandonan a sus mujeres y viceversa que ya ni siquiera se comenta. Haréis pedazos Cairhien sólo con vuestra presencia.

—Equilibrio —se apresuró a intervenir Min. El semblante de Rand denotaba tal tensión que debía de estar a punto de estallar. Quizás había hecho bien al acompañarlo, después de todo. Desde luego no tenía sentido dejarle que echara a rodar ese encuentro por un berrinche. No dio ocasión de que hablara ninguno de los dos—. Siempre existe un equilibrio entre el bien y el mal. Así es como funciona el Entramado. Ni siquiera él puede cambiar tal cosa. Del mismo modo que la noche es la contrapartida del día, el bien es la balanza del mal. Desde que él llegó no ha habido un solo parto en el que el niño haya nacido muerto ni ha nacido un niño deforme. Hay días en que se celebran más matrimonios que antes en una semana, y por cada persona que se ahoga con una pluma hay otra que cae rodando tres tramos de escalera y, en lugar de romperse el cuello, se levanta sin una sola magulladura. Mencionad cualquier suceso malo y estaréis señalando otro bueno. El movimiento giratorio de la Rueda requiere equilibrio, y él sólo incrementa las posibilidades de lo que habría acabado ocurriendo de manera natural en cualquier caso. —Enrojeció de repente al darse cuenta de que los dos la miraban. Más bien la contemplaban de hito en hito.

—¿Equilibrio? —murmuró Rand, enarcando las cejas.

—He leído algo de los libros de maese Fel —comentó con un hilo de voz. No quería que nadie pensara que pretendía hacerse pasar por una filósofa.

Lady Caraline sonrió con los ojos prendidos en la alta silla de montar y jugueteó con las riendas. ¡Esa mujer se reía de ella! ¡Iba a enseñarle qué la hacía reír a Min Farshaw!

De pronto un enorme castrado negro, con aspecto de caballo de batalla, apareció abriéndose paso entre la maleza montado por un hombre de mediana edad, con el cabello muy corto y barba puntiaguda. Vestía una chaqueta teariana de color amarillo y las mangas arracadas, con cuchilladas de satén verde. Unos ojos de un azul increíblemente hermoso resaltaban en su tez morena y sudorosa como zafiros pulidos. No era un hombre particularmente atractivo, pero aquellos ojos compensaban la nariz demasiado larga. Llevaba una ballesta en una mano enguantada y un virote en la otra.

—¡Esto me pasó a pocos centímetros de la cara, Caraline, y tiene tus marcas! Sólo porque no haya caza no es razón para que… —En ese momento reparó en la presencia de Rand y Min y su ballesta apuntó hacia ellos—. ¿Están extraviados, Caraline, o es que has sorprendido a unos espías de la ciudad? Jamás creí que al’Thor fuera a dejarnos tranquilos.

Otra media docena de jinetes apareció detrás de él: hombres sudorosos en sus chaquetas de mangas arrocadas con cuchilladas de satén, y mujeres transpirando bajo sus trajes de montar con anchos y fruncidos cuellos de encaje. Todos portaban ballestas. El último de ellos no había acabado de detenerse mientras los caballos cabeceaban y pateaban el suelo, cuando otros doce aparecieron abriéndose paso entre los arbustos desde una dirección distinta y se agruparon detrás de Caraline; éstos eran hombres y mujeres de tez pálida y constitución más pequeña, vestidos de oscuro con franjas de colores que a veces llegaban más abajo de la cintura. También todos ellos iban armados con ballestas. Detrás venían sirvientes a pie, jadeando por el calor, que eran los encargados de preparar y cargar cualquier pieza de caza abatida. Al parecer poco importaba que ninguno de ellos tuviese nada más que un cuchillo de desollar para realizar su tarea. Min tragó saliva y, de manera inconsciente, empezó a enjugarse las mejillas con el pañuelo de forma más enérgica. Si sólo uno de ellos reconocía a Rand antes de que él tuviera tiempo de reaccionar…

—Nada de espías, Darlin —contestó lady Caraline sin la menor vacilación mientras volvía su caballo hacia los recién llegados. ¡El Gran Señor Darlin Sisnera! Sólo faltaba que apareciese lord Toram Riatin. Min deseó que la atracción ta’veren de Rand fuese un poco menos eficaz—. Son un primo mío y su esposa —prosiguió Caraline—, que vienen de Andor para verme. Te presento a Tomás Trakand, de una rama secundaria de la casa, y a su esposa Jaisi.

Min casi la fulminó con la mirada; la única Jaisi que conocía era ya una vieja pasa antes de que hubiese cumplido los veinte años y, por si fuera poco, con un carácter avinagrado y muy mal genio. La mirada de Darlin pasó sobre Rand de nuevo y se detuvo un momento en Min. Bajó la ballesta e inclinó la cabeza menos de un centímetro, como correspondía a un Gran Señor hacia un noble de segunda fila.

—Sed bienvenido, lord Tomás. Hay que ser un hombre valiente para reunirse con nosotros en las circunstancias actuales. Al’Thor podría soltar a sus salvajes contra nosotros cualquier día de éstos.

Lady Caraline le lanzó una mirada exasperada que él hizo como si no viera. Sin embargo, reparó en que la inclinación de cabeza con la que Rand le respondió era tan superficial como la suya, y frunció el entrecejo. Una mujer atractiva de su séquito masculló furiosamente entre dientes —tenía un rostro alargado y de rasgos duros, acostumbrado a mostrar ira—, y un tipo corpulento, ceñudo y sudoroso, con una chaqueta de color verde claro con cuchilladas rojas, taconeó a su caballo haciéndolo adelantarse unos cuantos pasos como si se propusiera atropellar a Rand.

—La Rueda gira según sus designios —repuso fríamente Rand, como si no se hubiese dado cuenta de nada. El Dragón Renacido era lo que era para… Para casi cualquiera. Arrogancia en la cima de una montaña—. Poco es lo que sucede como esperamos o planeamos. Por ejemplo, me contaron que estabais en Tear, en Haddon Mirk.

Min deseó ser capaz de hablar, de atreverse a decir algo para tranquilizarlo. Se conformó con acariciarle el brazo, como sin darle importancia. Una esposa —vaya, ésa era una palabra que de repente sonaba muy bien—, una esposa que daba palmaditas inadvertidamente a su esposo. Ésa era otra palabra que también sonaba muy bien. Luz, ¡qué difícil era ser justa! Pero tampoco era justo tener que ser justa.

—El Gran Señor Darlin casi acaba de llegar en un bajel fluvial con unos cuantos de sus amigos más íntimos, Tomás. —El tono ronco de Caraline no varió un ápice, pero su castrado cabrioleó de repente, sin duda a causa de un fuerte taconazo, y, aprovechando como excusa su fingido intento de recobrar el control del animal, le dio la espalda a Darlin y asestó a Rand una fugaz mirada de advertencia—. No molestes al Gran Señor, Tomás.

—No me importa, Caraline —manifestó Darlin mientras colgaba la ballesta en una correílla de la silla. Aproximó su caballo un poco más y apoyó el brazo en el alto arzón de la silla—. Un hombre debe saber dónde se está metiendo. Puede que hayáis oído rumores de que al’Thor iba a la Torre, Tomás. Vine porque las Aes Sedai se pusieron en contacto conmigo hace unos meses, sugiriendo que tal cosa podría ocurrir, y vuestra prima me informó de que con ella habían hecho lo mismo. Pensamos que podríamos ponerla en el Trono del Sol antes de que Colavaere pudiera ocuparlo. En fin, al’Thor no es un necio; nunca cometáis el error de creer eso. En mi opinión, engañó a la Torre dándole largas. Colavaere ha muerto colgada, él permanece seguro tras las murallas de Cairhien, y apostaría que sin un dogal Aes Sedai, por mucho que digan los rumores, y, hasta que hallemos un modo de salir del peligro, estamos en la palma de su mano, esperando que cierre el puño.

—Si os trajo un barco, otro puede llevaros lejos de aquí —sugirió Rand, lacónico.

De repente, Min cayó en la cuenta de que él le palmeaba suavemente la mano que reposaba en su brazo. ¡Intentaba tranquilizarla!

Inopinadamente, Darlin echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Muchas mujeres olvidarían su nariz por aquellos ojos y aquella risa.

—Sí me llevaría, Tomás, pero he pedido a vuestra prima en matrimonio. Aún no ha respondido ni sí ni no, pero un hombre no puede abandonar a la que podría ser su esposa a merced de los Aiel, y ella no quiere marcharse.

Caraline Damodred se irguió en la silla; la frialdad de su rostro no tenía nada que envidiar a la de una Aes Sedai, pero de repente unos halos rojo y blanco centellearon alrededor de ella y de Darlin, y Min supo el significado. Los colores nunca parecían tener importancia, pero no le cabía duda de que se casarían; eso sí, después de que Caraline se hiciera mucho de rogar. Y hubo algo más; ante sus ojos apareció de repente una corona en la cabeza de Darlin, una sencilla diadema dorada con una espada ligeramente curva colocada en horizontal, encima de la frente. La corona de rey que llevaría algún día, aunque Min ignoraba de qué país. Tear estaba regida por Grandes Señores, no por un monarca. Imagen y halos desaparecieron al tiempo que Darlin hacía girar a su caballo para mirar a Caraline.

—No hay caza hoy. Toram ya ha regresado al campamento, así que sugiero que hagamos lo mismo. —Sus azules ojos escudriñaron rápidamente los árboles del entorno—. Por lo visto, tu primo y su esposa han perdido sus caballos. Habrán escapado en algún descuido —añadió dirigiéndose a Rand en tono afable. Sabía muy bien que no tenían monturas—. Pero sin duda Rovair e Inés os cederán los suyos. Un paseo por el bosque no les vendrá mal.

El hombre corpulento con la chaqueta roja desmontó de inmediato de su alto zaino con una sonrisa servil para Darlin y otra notoriamente menos afectuosa aunque igualmente aduladora para Rand. La mujer de semblante iracundo anduvo un poco más remisa en desmontar, con aire estirado, de su yegua gris plateada. No parecía complacida. Tampoco lo estaba Min.

—¿Te propones ir a su campamento? —le susurró a Rand mientras éste la conducía hacia los animales—. ¿Estás loco? —añadió antes de pensar lo que decía.

—Aún no —respondió quedamente él a la par que le tocaba la nariz con la punta del dedo—. Y eso lo sé gracias a ti.

Luego la subió a la yegua antes de montar en el zaino y taconear al animal para acercarse a Darlin.

Se encaminaron hacia el norte y un poco hacia el oeste, a través de la pendiente, dejando atrás a Rovair y a Inés, plantados bajo los árboles e intercambiando miradas de acritud. A medida que se situaban detrás de los cairhieninos, los otros tearianos desearon con mucha guasa a la pareja que disfrutara del paseo.

Min habría querido marchar junto a Rand, pero Caraline le puso la mano en el brazo y la apartó de los dos hombres.

—Quiero ver qué hace —comentó en voz baja Caraline, y Min se preguntó a cuál de los dos hombres se referiría—. ¿Eres su amante? —inquirió.

—Sí —repuso, desafiante, Min después de haberse recuperado de la sorpresa. Sentía las mejillas ardiéndole, pero la mujer se limitó a asentir, como si fuese la cosa más natural del mundo. Tal vez lo era, en Cairhien. A veces Min se daba cuenta de que todo el barniz de sofisticación que había adquirido tratando con personas de mucho mundo tenía tanto grosor como su blusa.

Rand y Darlin cabalgaban rodilla con rodilla un poco más adelante, el hombre más joven una cabeza más alto que el de más edad, ambos envueltos en un manto de orgullo. Pero iban charlando. No resultaba fácil oírlos, ya que hablaban en voz baja y el ruido de las hojas secas bajo los cascos de los caballos y los crujidos de las ramas caídas a menudo bastaban para apagar el sonido de sus palabras. El grito de un halcón en lo alto o el alboroto de una ardilla las ahogaba por completo. A pesar de todo, consiguió oír fragmentos de la conversación.

—Si me permites el comentario, Tomás, y por la Luz que no pretendo ser irrespetuoso —dijo Darlin en cierto momento mientras iniciaban el descenso tras remontar la primera elevación—, eres afortunado de tener una bella esposa. Si la Luz lo quiere, también la mía será igualmente hermosa.

—¿Por qué no hablan de algo importante? —rezongó Caraline.

Min giró un poco la cabeza para ocultar una sonrisa. Lady Caraline no parecía tan contrariada como pretendía dar a entender. A ella tampoco le había importado nunca si le parecía bonita o no a cualquiera. Es decir, hasta que conoció a Rand. Puede que la nariz de Darlin no fuese tan larga, después de todo.

—Le habría permitido que se llevara a Callandor de la Ciudadela —dijo Darlin al poco rato, cuando subían una cuesta apenas arbolada—, pero no pude quedarme al margen cuando introdujo a los invasores Aiel en Tear.

—He leído las Profecías del Dragón —adujo Rand. Se inclinó un poco sobre el cuello del animal y lo instó a seguir adelante. La estampa del caballo era bonita, lustrosa, pero Min sospechaba que el zaino tenía tan poco fondo como su amo—. La Ciudadela tenía que caer antes de que él pudiese coger a Callandor —continuó Rand—. Según tengo entendido, otros lores tearianos lo siguen.

Darlin resopló con desdén.

—¡Se encogen y lamen sus botas! Yo podría haberlo seguido, si era eso lo que él quería, si… —Suspiró y sacudió la cabeza—. Demasiados condicionales, Tomás. Hay un dicho en Tear: «Cualquier discrepancia puede perdonarse, pero los reyes jamás olvidan». Tear no ha tenido rey desde Artur Hawkwing, pero creo que el Dragón Renacido es muy parecido a un rey. No, me ha acusado de traición, como él lo llama, y he de continuar como empecé. Si la Luz quiere, tal vez vea la soberanía de Tear recuperada antes de morir.

Min se dijo para sus adentros que tenía que deberse al efecto ta’veren. El noble jamás habría hablado así con alguien a quien acababa de conocer y por casualidad, ni aunque fuese un supuesto primo de Caraline Damodred. Pero ¿qué pensaría de ello Rand? Se moría de impaciencia por contarle lo de la corona.

Al remontar esa colina, les salió al paso inesperadamente un grupo de piqueros, algunos con petos o yelmos abollados, la mayoría sin lo uno ni lo otro; todos hicieron una reverencia al identificar a los jinetes. A izquierda y derecha, entre los árboles, Min alcanzó a divisar más grupos de centinelas. Allá abajo, el campamento se extendía envuelto en lo que parecía una nube permanente de polvo, al pie de una elevación casi despoblada de árboles, a través de una cañada y por la pendiente de la siguiente colina. Las contadas tiendas eran grandes, con los estandartes de algún noble colgando fláccidamente del asta. Había casi el mismo número de caballos como de personas, y los animales estaban estacados en hileras, y entre las lumbres de cocina y las carretas deambulaban hombres a millares y un puñado de mujeres. Nadie vitoreó la llegada de sus cabecillas.

Min los observó atentamente por encima del pañuelo con el que se había tapado la nariz para no tragar polvo, sin importarle que Caraline viera lo que hacía. Las miradas los siguieron a su paso desde unos semblantes desanimados y sombríos, los de quien se sabe cogido en una trampa. Aquí y allá el con de una casa se erguía tieso por encima de la cabeza de un hombre, aunque la mayoría parecía llevar puesto lo que había podido encontrar, piezas dispares de armadura que a menudo ni hacían juego ni encajaban debidamente. Sin embargo, se veía un montón de hombres altos para ser cairhieninos; éstos llevaban chaquetas rojas debajo de los abollados petos. Min distinguió un león blanco, casi oscurecido, bordado sobre una sucia manga roja. Darlin sólo podía haber traído unas cuantas personas en un bajel de río, tal vez a su partida de caza únicamente. Caraline no desvió la vista a un lado ni al otro mientras atravesaron el campamento, pero cada vez que pasaban cerca de algunos de aquellos hombres con chaqueta roja, apretaba los labios.

Darlin desmontó frente a una gigantesca tienda, la más grande que Min había visto en su vida, mayor de lo que jamás habría imaginado; tenía forma ovalada y la tela era de rayas rojas, reluciente como seda bajo el sol, con cuatro altos picos cónicos, cada uno de ellos con el Sol Naciente de Cairhien, dorado sobre campo azul, ondeando en lo alto con la perezosa brisa. El rasgueo de arpas cesó en medio de un murmullo de voces, como el sonido de unos gansos. Mientras unos sirvientes se llevaban los caballos, Darlin ofreció su brazo a Caraline. Tras una larga pausa, la noble posó levemente los dedos sobre la muñeca del hombre sin que su rostro trasluciera expresión alguna y se dejó conducir al interior.

—Mi señora esposa —murmuró Rand con una sonrisa a la par que extendía su brazo.

Min aspiró sonoramente por la nariz antes de poner su mano sobre la de él. Habría preferido darle un puñetazo. No tenía derecho a bromear con eso. Ni tenía derecho a llevarla allí, ni aunque fuese ta’veren. ¡Podían matarlo, maldito fuera! ¿Acaso le importaba que ella se pasara toda la vida llorando? Tocó el borde de una de las solapas de la entrada mientras cruzaban y sacudió la cabeza maravillada. Era seda. ¡Una tienda de seda!

No bien habían entrado, notó que Rand se ponía tenso. Los reducidos cortejos de Darlin y de Caraline pasaron junto a ellos musitando disculpas. Entre los cuatro palos principales de la tienda, había largas mesas tan cargadas de comida y bebida que crujían bajo el peso; se habían extendido alfombras por todo el suelo, y había gente por doquier: nobles cairhieninos con sus mejores galas, unos pocos soldados con la parte delantera de la cabeza afeitada y empolvada, aunque saltaba a la vista que eran hombres de alto rango a juzgar por la excelente confección de sus chaquetas. Un puñado de bardos iba de aquí para allí tocando entre la multitud, reconocibles por su actitud engreída, mayor incluso que la de cualquier noble, y por las arpas doradas y talladas que llevaban. Sin embargo, los ojos de Min se dirigieron, como atraídos por un imán, hacia lo que había preocupado a Rand: tres Aes Sedai que charlaban en un grupo, con los chales bordados en color verde, marrón y gris respectivamente. Imágenes y colores surgieron fugaces alrededor, pero nada que Min pudiese entender. Un movimiento en la multitud dejó a la vista a una cuarta Aes Sedai, una mujer de cara redonda. Más imágenes, más colores centelleantes, pero lo único que necesitaba Min para sentir prevención era el chal con flecos rojos que llevaba echado sobre los regordetes brazos.

Rand le puso la mano bajo su brazo y le dio unas palmaditas.

—No te preocupes —musitó—. Toda va bien.

Le habría preguntado qué demonios hacían allí, pero le daba miedo su respuesta.

Darlin y Caraline habían desaparecido entre la muchedumbre, junto con sus seguidores; sin embargo, cuando un sirviente respetuoso, con franjas rojas, verdes y blancas en los oscuros puños de su chaqueta, ofrecía una bandeja con copas de plata a Rand y a Min, la noble reapareció mientras se quitaba de encima a un importuno individuo de cara chupada que vestía una de aquellas chaquetas rojas. El tipo lanzó una mirada feroz a la espalda de Caraline mientras la noble cogía una copa de ponche y despedía al sirviente con un gesto; Min se quedó sin aliento al ver el halo que surgió de pronto alrededor del individuo, unas tonalidades moradas tan oscuras que casi parecían negras.

—No confiéis en ese hombre, lady Caraline. —La muchacha no pudo evitar advertirla—. Matará a cualquiera que crea que se interpone en su camino. Mataría por capricho. A cualquiera. —Apretó los dientes para no decir nada más.

Caraline echó una ojeada por encima del hombro al tiempo que el tipo de cara chupada se daba media vuelta bruscamente.

—No me costaría creer eso de Daved Hanlon —comentó en tono seco—. Sus Leones Blancos luchan por el oro, no por Cairhien, y saquean más que los Aiel. Al parecer Andor se puso demasiado caliente para su gusto. —Eso último lo dijo mirando a Rand con las cejas enarcadas—. Toram le ha prometido un montón de oro, creo, y propiedades que conozco. —Volvió los ojos hacia Min—. ¿Conoces a ese hombre, Jaisi?

Min se limitó a negar con la cabeza. ¿Cómo explicar lo que sabía ahora sobre Hanlon, que sus manos se mancharían con más asesinatos y expoliaciones antes de que muriera? Si hubiese sabido cuándo o a quién… Pero lo único de lo que estaba segura era que ocurriría. En cualquier caso, advertir sobre una visión nunca la prevenía; lo que veía, ocurría, daba igual a quien advirtiera. A veces, antes de que hubiese aprendido la lección, había sucedido precisamente por su advertencia.

—He oído hablar de los Leones Blancos —intervino fríamente Rand—. Buscad Amigos Siniestros entre ellos y no acabaréis con las manos vacías.

Habían sido parte de los soldados de Gaebril; Min sabía eso y poco más, salvo que lord Gaebril había sido en realidad Rahvin. Por lógica, entre esos soldados que habían servido a uno de los Renegados tendría que haber Amigos Siniestros.

—¿Y qué me decís de él? —preguntó Rand mientras señalaba con la cabeza hacia un hombre que había al otro extremo de la tienda y cuya larga chaqueta lucía tantas franjas de colores como el vestido de Caraline. Muy alto para un cairhienino, más o menos una cabeza más bajo que Rand, era delgado salvo por los anchos hombros, e increíblemente apuesto, con una barbilla firme y un pequeño toque de hebras grises en el oscuro cabello de las sienes.

Por alguna razón, la mirada de Min se vio atraída hacia su compañero, un tipo bajito y delgaducho, con una gran nariz y orejas salientes; vestía una chaqueta de seda roja que no le sentaba muy bien. No dejaba de toquetear una daga curva que llevaba al cinturón, una pieza lujosa, con vaina de oro y un gran rubí coronando la empuñadura; la gema parecía captar la luz de un modo extraño. Min no vio halos alrededor del tipo, que le resultaba vagamente familiar. Los dos hombres los estaban mirando a Rand y a ella.

—Ése es lord Toram Riatin en persona. Y su inseparable compañero últimamente, maese Jeraal Mordeth. Qué hombrecillo más odioso. Sus ojos hacen que desee darme un baño. Ambos me hacen sentir sucia. —Parpadeó, sorprendida por lo que había dicho, pero recobró la compostura enseguida. Min tenía la impresión de que había pocas cosas que pudiesen hacer perder el aplomo a Caraline Damodred durante mucho tiempo. En eso se parecía mucho a Moraine—. En tu lugar tendría cuidado, primo Tomás —continuó—. Tal vez hayas realizado algún milagro o ejercido un efecto ta’veren conmigo, y tal vez incluso con Darlin, aunque ignoro a qué puede llevarnos. No hago promesas. Pero Toram te odia con pasión. No era con tanta intensidad antes de que Mordeth se uniese a él, pero desde entonces… Por Toram, habríamos atacado la ciudad inmediatamente, en mitad de la noche. Según él, muerto tú, los Aiel se marcharían, pero creo que ahora desea tu muerte más incluso que el trono.

—Mordeth —repitió Rand. Sus ojos estaban prendidos en Toram Riatin y en el tipo delgaducho que lo acompañaba—. Su verdadero nombre es Padan Fain, y hay una recompensa de cien mil coronas de oro por su cabeza.

Faltó poco para que Caraline dejase caer la copa.

—Se han pedido rescates de reinas inferiores a esa cantidad. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Arrasó mi tierra simplemente porque era mi tierra. —El rostro de Rand estaba helado y su voz sonaba gélida—. Llevó trollocs para matar a mis amigos sólo porque eran mis amigos. Es un Amigo Siniestro, y es hombre muerto. —Esas últimas palabras salieron entre sus dientes prietos. El ponche salpicó la alfombra cuando la copa de plata se dobló entre su mano enguantada.

Min se sintió mal por él, por su dolor —había oído lo que Padan Fain había hecho en Dos Ríos— pero puso una mano en el pecho de Rand, casi presa del pánico. Si se dejaba llevar ahora por la ira y encauzaba habiendo la Luz sabía cuántas Aes Sedai alrededor…

—Por amor de la Luz, contrólate —empezó.

—¿Quieres presentarme a tu alto amigo, Caraline? —habló en tono agradable una voz femenina, a su espalda.

Min miró por encima del hombro y se encontró con una cara intemporal, de fríos ojos bajo el cabello gris acerado, recogido en un moño bajo del que colgaban pequeños adornos de oro. Min se tragó un chillido y disimuló con una tos. Había creído que Caraline había captado todos los detalles de su persona en una sola ojeada, pero aquellos ojos helados parecían saber cosas sobre ella que hasta Min había olvidado. La sonrisa de la Aes Sedai, mientras se ajustaba su chal con flecos verdes, no era ni mucho menos tan agradable como su voz.

—Por supuesto, Cadsuane Sedai. —Caraline parecía impresionada, pero suavizó el tono de voz mucho antes de que acabara de presentar a su «primo» y a su «esposa» que habían venido a visitarla—. Pero me temo que Cairhien no es un lugar conveniente para ellos actualmente —comentó, de nuevo dueña de sí misma, sonriendo con pesar al no poder disfrutar más tiempo de la compañía de Rand y Min—. Han accedido a seguir mi consejo y regresan a Andor.

—¿De veras? —instó secamente Cadsuane. A Min el alma se le cayó a los pies. Aunque Rand no había hablado de ella, era obvio que lo conocía por el modo en que lo miraba. Los minúsculos pájaros, lunas y estrellas se mecieron cuando sacudió la cabeza—. La mayoría de los niños aprenden a no meter los dedos en el bonito fuego la primera vez que se queman, Tomás. Otros necesitan que les den unos azotes para que aprendan. Siempre es mejor un trasero dolorido que una mano abrasada.

—Yo no soy un niño y lo sabéis —replicó secamente Rand.

—¿Lo sé? —Lo miró de la cabeza a los pies y su actitud dio a entender que no distaba mucho de serlo—. Bien, al parecer pronto veré si te hacen falta unos azotes o no.

Aquellos fríos ojos se volvieron hacia Min y luego hacia Caraline y, tras un último tirón de su chal para ajustárselo, Cadsuane se alejó entre la multitud. Min tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta y la complació ver que Caraline hacía otro tanto a pesar de su demostración de autocontrol momentos antes. Rand —¡el muy estúpido!— dio un paso en pos de la Aes Sedai como si pretendiese ir tras ella. Esta vez fue Caraline quien lo frenó poniéndole la mano en el pecho.

—Entiendo que conoces a Cadsuane —dijo con voz entrecortada—. Ten cuidado con ella; se nota que incluso las otras hermanas se sienten intimidadas por ella. —Su timbre ronco adquirió una nota de gravedad—. No tengo idea de las consecuencias que traerá lo ocurrido hoy pero, sea lo que sea, creo que es hora de que te vayas, «primo Tomás». Cuanto antes mejor. Haré que preparen los caballos…

—¿Es éste tu primo, Caraline? —preguntó una voz profunda y sonora de hombre, y Min dio un brinco a despecho de sí misma.

Toram Riatin era aún más apuesto de cerca que de lejos, con la clase de enérgica belleza varonil y el aire de sofisticación que habrían atraído a Min antes de conocer a Rand. La sonrisa de su boca de trazo firme resultaba extremadamente atractiva. La mirada de Toram se detuvo en la mano de Caraline, todavía posada en el pecho de Rand.

—Lady Caraline va a ser mi esposa —manifestó indolentemente—. ¿Lo sabíais?

Las mejillas de la noble se encendieron de indignación.

—¡Ni lo sueñes, Toram! ¡Te dije que no y no lo haré!

—Creo que las mujeres ignoran lo que quieren hasta que uno se lo pone delante —comentó el noble a la par que sonreía a Rand—. ¿Qué opinas tú, Jeraal? ¿Jeraal? —Miró en derredor, fruncido el entrecejo.

Min lo contemplaba con asombro. Toram Riatin era tan atractivo, justo con el aire apropiado de… Deseó ser capaz de invocar las visiones a voluntad. Deseaba muchísimo conocer lo que el futuro le reservaba a ese hombre.

—Vi a tu amigo escabullirse en aquella dirección, Toram. —Caraline, cuyos labios denotaban un gesto de desagrado, hizo un vago gesto con la mano—. Imagino que lo encontrarás cerca de las bebidas o, si no, molestando a las sirvientas.

—Luego, preciosa mía. —Intentó tocarle la mejilla y pareció divertirle que ella retrocediera un paso. Sin mediar pausa alguna, trasladó su mirada zumbona a Rand, y a la espada que llevaba al costado—. ¿Qué tal un poco de acción, primo? Te llamo así porque seremos primos cuando Caraline se convierta en mi esposa. Con espadas de entrenamiento, desde luego.

—De ninguna manera —rió Caraline—. Es un muchacho, Toram, y casi no distingue un extremo del otro de una espada. Su madre jamás me perdonaría si permitiera que…

—Acción —la interrumpió bruscamente Rand—. ¿Por qué no? ¿Por qué no ver adónde lleva todo esto? Acepto.

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