Capítulo 25

Una llama oscilante ardía en la lámpara de una habitación cuyas ventanas estaban cerradas a cal y canto. Retumbaban los truenos; la lluvia repicaba sobre el tejado. En un colchón tendido en el suelo, Yugao y su amante yacían juntos desnudos. Él estaba boca arriba, con su cuerpo esbelto y musculoso. Ella lo abrazaba, con los pechos apretados contra su costado, una pierna cruzada sobre las suyas y el pelo extendido en abanico por encima de los dos. Los cuerpos desnudos brillaban dorados a la luz del candil. Yugao le acariciaba la cara con ternura. El corazón se le desbordaba de adoración mientras seguía con el dedo el contorno de su pronunciada frente, sus mejillas y su mentón. Le acarició la boca, tan firme y adusta. Era el hombre más guapo que hubiera visto en su vida, su héroe samurái.

Durante sus días en la cárcel y los años en el poblado hinin, había rezado por volver a verlo. Su recuerdo la había sostenido a lo largo de todas las penalidades. En ese momento lo miró con arrobo a los ojos. Su oscuridad y hondura la mareaban, como si cayera por ellos. Sin embargo, miraban a través de ella, más allá de ella. Se sentía alejada de él aunque lo estuviera tocando, pues él mantenía su espíritu oculto en algún lugar remoto. Apenas parecía consciente de que ella estaba allí.

La embargó una tristeza familiar. Ansiosa por suscitar alguna respuesta en él, algún indicio de que le importaba, llevó la boca a las cicatrices que le surcaban el pecho, recordatorios de incontables combates a espada. Jugueteó con sus pezones con la lengua y los notó endurecerse. Cuando desplazó la boca hacia abajo, él se movió. Acarició su virilidad, que se hinchó y curvó hacia arriba; le oyó un suspiro de placer. El deseo fue apoderándose de Yugao, coloreando su piel, cosquilleándole en los pechos, invadiendo sus entrañas de calor. Sin embargo, cuando lo tomó en su boca, él la apartó con malos modos. Se incorporó y agarró la espada corta que tenía junto a la cama. Sostuvo el filo derecho delante de la cara de Yugao.

– Hazle el amor -ordenó.

Su voz era un siseo que a Yugao le recordaba el crepitar del hielo sobre el fuego, una serpiente presta a atacar. Le habían herido la garganta en combate y por eso era incapaz de hablar salvo en susurros. Yugao había oído la historia de labios de sus camaradas, en el salón de té donde se reunían; él nunca le contaba nada personal sobre sí mismo. En ese momento su intensa mirada la conminaba a acatar sus deseos. La hoja de acero llameaba con los reflejos del fuego de la lámpara, como si estuviera viva. Yugao conocía el ritual, que habían representado muchas veces. A él no le gustaba que lo tocara, y evitaba tocarla en la medida de lo posible. Siempre prefería que dedicara sus atenciones a su arma en lugar de a su cuerpo durante el sexo. Le daba miedo preguntarle por qué pues podría enfadarse, pero debía obedecerlo, como siempre había hecho.

Se arrodilló y deslizó los dedos arriba y abajo por la hoja fría y lisa. Su cara, lastimera en su necesidad de aprobación, se reflejaba en el acero brillante. En los ojos de él prendió un fuego lento de excitación. El pecho se le hinchó a medida que su respiración se volvía más rápida y superficial. El deseo de Yugao la abrasaba como un incendio en su interior. Agachó la cabeza, extendió la lengua y lamió lentamente la hoja de abajo a arriba, por el lado plano. Luego lamió en dirección descendente el filo aguzado como una cuchilla. Tembló de miedo a cortarse, pero vio que la virilidad de él se erguía erecta. El placer de él era el de ella. Gimió por la excitación que le provocaba.

Fuera restalló un trueno que sacudió el suelo y desequilibró a Yugao del susto. La lengua le patinó. Dio un grito ahogado cuando el filo le hizo un minúsculo corte; notó el sabor salado de la sangre. Se echó atrás sobre los talones y se llevó la mano a la boca. Verla herida y dolorida lo excitó hasta el paroxismo. La tumbó en la cama de un empujón. Con la espada atravesada sobre su garganta, se encajó entre sus piernas.

Yugao gritó de placer y terror mientras él la embestía y el filo le presionaba la piel. Él sabía que no necesitaba forzarla; ella le permitiría hacerle cualquier cosa que quisiera. Sin embargo, él necesitaba violencia para obtener satisfacción. La cortaría si así lo deseaba, ya lo había hecho en el pasado. A la vez que lo apretaba hacia sí y arqueaba el cuerpo para recibir sus acometidas, Yugao chillaba y se encogía para alejarse de la espada. Con la cara tensa y contorsionada, él fue aumentando la fuerza y velocidad de sus movimientos. Fijó la mirada en la de ella.

Yugao se perdió en el remolino oscuro de sus ojos. Destellos de la memoria iluminaron la oscuridad. Era una niña en la casa de su familia. Su padre yacía encima de ella; le tapaba la boca con la mano para ahogar sus gritos mientras copulaban. Por la mañana había sangre en su cama. Su madre la maldecía y golpeaba.

Sin embargo, aquellos tiempos y aquella gente que le había hecho daño se habían ido para no volver. Se agarró con fuerza a su amante. Él echó atrás la cabeza, gimió y la penetró a fondo mientras se dejaba ir. El correspondiente climax de Yugao la estremeció en paroxismos de éxtasis. Prorrumpió en gritos incoherentes mientras sentía su espíritu tocar por fin el de él.

Demasiado pronto, antes aun de que sus sensaciones remitieran, él se retiró de ella. Se arrodilló en el suelo al otro lado de la habitación, de espaldas a Yugao, mientras ella temblaba empapada de sudor en el súbito helor de su ausencia. Se le acercó reptando y le puso una mano cautelosa en el hombro. Él miraba el vacío, sin hacerle caso.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó ella.

Pasó un largo intervalo antes de su respuesta.

– Venir aquí ha sido un error.

El tono de reproche de su susurro hirió a Yugao.

– ¿Por qué? És tranquilo, cómodo e íntimo. Tenemos todo lo que necesitamos. -Señaló con un gesto la cama, los mullidos cojines del suelo, el brasero lleno de carbón, el paquete de comida y las jarras de agua y vino.

– No es seguro. Y estaría mejor sin ti. -Se zafó de su mano con un encogimiento del hombro.

A Yugao la asaltó el repentino recuerdo de su padre acariciando a su hermana Umeko sobre el regazo mientras ella los miraba, celosa y abandonada.

– Pero si estamos hechos para estar juntos -le dijo, herida por su actitud-. El destino nos ha reunido.

Él se rió, un sonido como de metales raspándose.

– Esa clase de destino nos matará a los dos. Tú eres una criminal buscada. La policía te andará persiguiendo. Traerás a mis enemigos derechos a mí.

– ¡No es verdad! -A Yugao la horrorizaba que la tuviera por semejante carga mientras ella lo amaba más que a nada en el mundo-. He ido con cuidado. Aquí nunca nos encontrarán. Yo jamás te pondría en peligro. Te quiero. Haría cualquier cosa por protegerte.

Lo escondería, le daría de comer y se entregaría a él por mal que la tratara. Era su esclava a pesar de todo lo que sabía sobre él.

Nada más verlo en el salón de té, se había jurado ganarse su amor. Era diferente del resto de hombres. La mayoría eran más amables que él, pero a ella la dejaban indiferente. Podía seducirlos con una sonrisa, una mirada seductora. ¡Necios débiles y estúpidos! El, sin embargo, se desentendía de sus esfuerzos por atraerlo. Eso hizo que Yugao lo anhelara como no había anhelado nunca a ningún hombre. Por primera vez en su vida sintió deseo físico. Se consagró en cuerpo y alma a tenerlo. Siempre que iba al salón de té, coqueteaba con él como si le fuera la vida en ello. A veces se llevaba a otro hombre al callejón con la esperanza de ponerlo celoso. Nada funcionó.

Él por lo general iba a pie en lugar de a caballo como la mayoría de samuráis de su rango; en una ocasión, cuando se fue del salón de té, salió corriendo detrás de él. El se detuvo, se volvió hacia ella y le dijo:

– Piérdete. Déjame en paz.

Sin embargo, eso no había sino exacerbado el deseo de Yugao. La siguiente vez que lo siguió, tomó precauciones para que no la avistara entre el gentío de las calles. Pasó días siguiéndolo por todo Edo. Desde una distancia segura lo vio encontrarse y charlar furtivamente con hombres extraños. Tenía curiosidad por saber a qué se dedicaba, y una noche lo descubrió.

Era una fría y húmeda velada de otoño. Yugao lo siguió a través de la niebla que pendía sobre la ciudad, por caminos casi desiertos, hasta un barrio cercano al río. Se paró una manzana más abajo de un salón de té brillantemente iluminado y se ocultó en el umbral de una tienda cerrada para la noche. Ella se escondió doblando la esquina. Temblorosa en la gélida humedad, lo vio vigilar el salón de té. Clientes entraban y salían. Pasaron horas; luego salieron dos samuráis del establecimiento y caminaron calle abajo hasta pasar por delante de Yugao. Él salió del umbral con paso sigiloso en pos de ellos.

A Yugao se le aceleró el pulso porque sabía que estaba a punto de suceder algo emocionante. La niebla era tan espesa que a duras penas veía lo suficiente para seguirlos a él y los samuráis. Eran sombras que se disolvían aunque no le llevaran más de veinte pasos de ventaja. Sus voces le llegaban flotando. No distinguía lo que decían, pero el tono era apremiante, temeroso. Apretaron el paso hasta romper a correr. Yugao se lanzó en su persecución, pero no tardó en perderlos. Luego oyó un grito apagado proveniente de un callejón entre dos almacenes. Se asomó.

Un golpe de brisa que soplaba desde el río despejó la niebla. Un cuerpo yacía en el suelo hecho un ovillo. Más adentro, dos figuras se golpeaban en un violento abrazo. Oyó un grito de dolor. Una figura cayó con un ruido sordo. La otra se quedó inmóvil. Yugao ahogó un grito de asombro. ¡Él había estado al acecho de esos samuráis, y acababa de matarlos a los dos!

En ese momento la vio.

– ¿Qué haces aquí? -exigió saber.

Yugao se dio cuenta de que iba a matarla: no quería testigos. Sin embargo, no huyó. Su fuerza y atrevimiento la sobrecogieron. Su deseo de él floreció en un hambre desenfrenada. Privada casi de pensamiento consciente, avanzó hacia él y se abrió las vestiduras para enseñarle su cuerpo desnudo.

Él dejó caer la espada. La agarró y la tomó contra la pared del almacén, mientras sus víctimas yacían muertas allí al lado. La brutalidad de los asesinatos y el peligro de que los sorprendieran los excitó a los dos hasta una pasión salvaje. Por vez primera Yugao experimentó placer con un hombre. No le importaba que fuera un asesino. Cuando llegaron al climax, soltó un grito de triunfo porque por fin se lo había ganado.

Al día siguiente, le preguntó por qué había matado a esos hombres.

– Eran el enemigo -fue lo único que le sacó.

Más adelante se informó sobre los asesinatos gracias a los cotilleos del salón de té. Los dos samuráis eran vasallos del caballero Matsudaira, que había dictado la orden de que cualquiera que tuviese información sobre los crímenes debía comunicarla. A Yugao no le importaba que buscaran a su amante por un delito tan grave. Si acaso lo admiraba más por atreverse con un enemigo tan poderoso como el caballero Matsudaira. No le importaba el motivo. Le gustaba que combatiera a la gente que lo había agraviado. Se enorgullecía de tener a un hombre tan valiente.

Sin embargo, pronto quedó claro que no lo tenía. Después de aquella noche se encontraron muchas veces, siempre en posadas baratas, y él le enseñó los rituales sexuales que le gustaban, pero fuera del dormitorio le hacía el mismo caso omiso de antes. Nunca le daba muestras de afecto. Desesperada por su amor, Yugao había adoptado medidas extremas.

Pero su actitud lo había enfurecido, en lugar de complacerlo. Entonces él se había marchado sin más. Yugao quedó destrozada. Y después llegaron más calamidades. Su padre fue degradado a hinin y la familia se mudó al mísero poblado. Ella lo había buscado a menudo en vano.

La guerra había cambiado su suerte.

Un mes después de que terminara la batalla, Yugao despertó en mitad de la noche para oír una voz al otro lado de la ventana, siseando su nombre. Era la voz que había anhelado oír. Saltó de la cama y corrió afuera. Lo encontró tumbado en el suelo, sangrando de heridas gravés, medio muerto. Yugao nunca supo qué le había pasado ni cómo la había encontrado; él no se lo contó. Lo que importaba era que había regresado a ella. Lo metió dentro y lo acostó en el cobertizo donde su hermana Umeko entretenía a los hombres. Umeko no estaba nada contenta.

– Esa es mi habitación -dijo-. ¡Saca de ahí a ese matón enfermo y mugriento!

Su padre se puso de parte de Umeko; siempre lo hacía.

– Si nos pillan escondiendo a un fugitivo, tendremos problemas -le dijo a Yugao-. Voy a denunciarlo a la policía.

– Si lo haces, les diré que no has parado de cometer incesto -contraatacó Yugao-. Te alargarán la condena.

Su amenaza mantuvo callados a su padre y a Umeko. Durante todo ese invierno había escondido a su amante y lo había cuidado hasta devolverle la salud. Cuando estuvo bien, empezó a salir por las noches. Nunca explicó para qué, pero Yugao sabía que había retomado su guerra contra el caballero Matsudaira. A veces regresaba a la mañana siguiente; a veces desaparecía durante días. Yugao esperaba, temerosa de que no regresara. La aterrorizaba que lo hubieran matado. La última vez, cuando llevaba un mes fuera, se puso a buscarlo en los lugares donde antes se citaban. Al final lo encontró, pero él se mostró más enfadado que contento de verla. Aunque su frialdad la había hecho llorar, él la había rechazado:

– Tengo trabajo. Serías una molestia. Si te vuelvo a necesitar, acudiré a ti.

– Por favor, deja que me quede contigo -había suplicado ella-, por lo menos un rato.

Se había desvestido para intentar seducirlo. El desenvainó su espada y le rebanó el pezón izquierdo. Sin parar mientes a sus chillidos de horror ante la sangrienta herida, le gritó:

– ¡Vete y no vuelvas, o la próxima vez te mataré!

Por fin había insuflado en Yugao auténtico miedo. Con el corazón roto, ella lo había obedecido, pensando que su relación había terminado para siempre. Regresó a la choza, donde no había hallado comprensión en su familia.

– Que se vaya con viento fresco -dijo su padre.

– Eres demasiado fea para conservar a un hombre -se mofó Umeko.

Su madre se había reído de su dolor:

– Te lo tienes bien merecido.

– ¡Algún día pagaréis por el modo en que me tratáis! -les había gritado Yugao en un arrebato de furia.

Ya no podían hacer daño a nadie. El incendio que la había liberado le había ofrecido una nueva esperanza de pasar la vida con él. Sin embargo, en ese momento, después de haber dado por fin con su amante, se le escapaba una vez más de las manos. Lo vio ponerse la ropa, mientras decía:

– No tendría que haber dejado que me trajeras aquí. La policía registrará los sitios e interrogará a las personas que tuvieran alguna relación contigo. No puedo arriesgarme a que te encuentren y de paso me atrapen.

Mientras él miraba por las rendijas de las persianas para ver si alguien rondaba por el exterior, Yugao sintió un brote de pánico.

– Si no te gusta este sitio, nos iremos a otra parte -dijo, aunque odiaba la idea de dejar ese lugar. Empezó a vestirse deprisa, una prenda interior y un quimono baratos que había robado de una tienda.

El desprecio de su mirada la cortó como un cuchillo.

– No nos vamos juntos. No pienso pasear de un lado a otro un peso muerto peligroso. Va siendo hora de que nos separemos.

– ¡No! -Horrorizada, Yugao se aferró a él-. ¡No permitiré que me dejes! -Él se la quitó de encima con una exclamación exasperada y le dio la espalda, pero ella se apretó contra su cuerpo-. ¡No después de lo que he hecho por ti!

Él giró sobre los talones y la miró. El aire que los separaba vibraba con todas las cosas que Yugao había hecho para ganarse su amor, además de cuidarlo y cobijarlo. Casi olía a sangre acre.

– Nunca te pedí que lo hicieras -dijo él con los ojos encendidos de cólera.

– ¿Pero no te alegras? Eran el enemigo.

– Fuiste descuidada y podrían haberte atrapado. Había gente capaz de relacionarte conmigo. La policía nos habría arrestado a los dos por conspiración aunque actuaras por tu cuenta.

– Pero no lo hicieron. El destino está de nuestra parte. Nos protegió.

El sacudió la cabeza, y una risa incrédula surgió de su boca en un siseo.

– ¡Dioses misericordiosos, estás loca! ¡Cuanto antes me libre de ti, mejor!

Se ciñó las espadas a la cintura y llenó un morral con sus mudas de ropa y algunas posesiones más.

– ¡Espera! -exclamó Yugao, frenética. Dado que su amor y lo que le debía no iban a detenerlo, a lo mejor las razones prácticas lo hacían-. Has dicho que el chambelán y sus tropas te buscan. Y ya han hecho redadas en escondrijos que has usado. ¿Adonde vas a ir?

– Eso es asunto mío. -Sin embargo, sus manos vacilaron mientras hacía el nudo del hato.

Yugao explotó su ventaja.

– Tendrías que permanecer oculto una temporada. El chambelán pensará que has huido de la ciudad. Dejará de buscarte en Edo. Hasta entonces, éste es el lugar más seguro que tienes.

Un ceño ensombreció las facciones del hombre. Yugao lo notó luchar contra la lógica, resistirse a sus argumentos. Insistió:

– A lo mejor encuentras alguna cueva donde esconderte, pero ¿quién te llevará comida? Tus camaradas están muertos o desperdigados por todo el país. ¿Quién más tienes para ayudarte si no yo?

Con un repentino estallido de ira, él lanzó su fardo a la otra punta de la habitación. Se hincó de rodillas con una expresión que helaba la sangre. A Yugao no le importaba que odiara depender de ella para sobrevivir. Tras arrodillarse a su lado, lo abrazó y apoyó la mejilla en la suya, aunque él se mantuvo rígido entre sus brazos.

– Todo saldrá bien -lo consoló-. Juntos destruiremos a nuestros enemigos. Entonces seremos felices, como marca nuestro destino. Confía en mí.

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