Capítulo 6

– ¿Cómo te ha ido con Yugao? -preguntó el magistrado Ueda.

Estaban sentados en su despacho privado, un aposento lleno de estanterías y armarios con actas de los tribunales. Una doncella les sirvió un cuenco de té y luego se retiró.

– Debo decir que no la he visto bien dispuesta -respondió Reiko compungida.

Se pasó la servilleta de tela por la cara. Aunque se había lavado la saliva de Yugao, todavía sentía el rastro de baba en la piel, como si la hinin la hubiera contaminado de por vida.

– A decir verdad, ha hecho todo lo posible por ganarse mi mala opinión y disuadirme de hacer nada en su favor.

Le ofreció a su padre una versión censurada de su conversación con Yugao. Le contó que la chica había sido grosera con ella, pero no repitió los insultos; tampoco mencionó que le había escupido. Se sentía frustrada porque tendría que haber manejado mejor la situación, aunque no se le ocurría qué podría haber hecho. Y no quería que su padre se sintiera ofendido a través de ella y castigara a Yugao. A pesar de su comportamiento, todavía le inspiraba compasión, porque debía de haber sufrido muchas humillaciones en su vida como paria, fuera una asesina o no. Hasta una hinin merecía justicia.

– Por el momento mandaré a Yugao de vuelta a la cárcel. ¿Qué impresión te has llevado de su carácter? -preguntó el magistrado entre sorbos de té humeante.

– Es una persona bastante desagradable, con muy mal genio.

– ¿La consideras capaz de asesinar?

Reiko reflexionó un momento.

– Sí. Pero no pondría mucha fe en una opinión personal basada en un único encuentro breve. -Ahora que se le habían calmado los ánimos, su sentido del honor le exigía dejar a un lado las emociones y realizar una indagación justa y concienzuda. Y era demasiado orgullosa para fracasar-. Necesito investigar más para aclarar la verdad. -Quedaban demasiadas preguntas sin respuesta-. Y como ella no quiere ayudarme, tendré que buscar en otra parte.

– Muy bien. -Su padre echó un vistazo a la ventana. El sol, que decaía con la proximidad del ocaso, brillaba dorado a través de las hojas de papel. Dejó su cuenco de té en la mesa y se levantó-. Debo regresar al tribunal. Hoy tengo tres juicios más.

– Y yo debería irme a casa. -Reiko también se puso en pie.

Atravesar la ciudad tras la puesta del sol era más peligroso de lo normal. Por la noche merodeaban los bandidos, y los ciudadanos prudentes se quedaban en casa. Se preguntó cuándo vería a Sano; esperaba que no llegara a casa muy tarde, porque estaba ansiosa por informarlo de su nueva investigación.

– Mañana a lo mejor encuentro indicios de que Yugao no asesinó a su familia-dijo. Sin embargo, por el momento no le importaría demostrar que la mujer era tan culpable como afirmaba.


Aunque Hirata había sido visitante habitual de la cárcel de Edo durante sus tiempos de policía, llevaba una temporada sin ver la prisión de los Tokugawa. En ese momento, mientras se acercaba con sus detectives, constató que no había mejorado. La estructura con aire de fortaleza seguía cerniéndose sobre un canal que olía a alcantarilla; el agua reflejaba turbiamente los rayos naranjas del sol poniente. Los altos muros de piedra todavía lucían su capa de musgo. Los mismos guardias huraños vigilaban desde las atalayas. La misma aura de desespero pendía sobre los tejados a dos aguas del interior. Hirata y sus hombres, con el carro que llevaba el cadáver de Ejima, cruzaron el puente que conducía a la puerta con remaches de hierro. Allí, a la luz de las linternas, dos centinelas montaban guardia en una garita.

– Queremos ver al doctor Ito en el depósito de cadáveres -les dijo Hirata.

Abrieron la puerta con presteza. Hirata sabía que Sano les pagaba un salario generoso por dejar paso a los visitantes del doctor Ito, desentenderse de sus asuntos en la morgue y mantener la boca cerrada. Condujo a sus hombres al interior del recinto, por delante de barracones destartalados y el edificio de la oficina del alcalde que rodeaba las celdas. Sabía dónde estaba el depósito, pero nunca había entrado; la mayoría lo rehuía por miedo a la contaminación física y espiritual. Al llegar a un patio cercado por una valla de bambú, encontró un edificio bajo con las paredes de yeso descascarillado y una maltrecha techumbre de juncos. Cuando él y sus hombres hubieron desmontado, se asomó a las ventanas con barrotes.

El interior estaba amueblado con armaritos y mesas. Tres eta varones -los parias que formaban el personal de la cárcel- lavaban cuerpos desnudos en unas artesas de piedra. Un hombre salió por la puerta. Era alto, casi octogenario, de pelo blanco, huesos faciales prominentes y expresión sagaz; llevaba una bata larga azul oscuro, el uniforme tradicional de los médicos.

– ¿El doctor Ito? -preguntó Hirata.

– Sí -respondió el médico-. ¿Con quién tengo el placer de hablar? -Cuando Hirata se identificó y presentó a sus hombres, Ito se relajó y sonrió-. Es un honor conoceros, Hirata-san -dijo con una cortés reverencia-. Vuestro señor me ha hablado muy bien de vos.

– Lo mismo digo -replicó Hirata.

– ¿Se encuentra bien? -Tras cerciorarse de que era así, Ito dijo-: Me alegro de oírlo. Hace más de seis meses que no nos vemos.

Hirata detectó un dejo de nostalgia en su voz. Como chambelán, Sano tenía tantas miradas pendientes de él que no se atrevía a relacionarse con un convicto. Hirata sabía que echaba de menos a su amigo y en ese momento comprobó que el sentimiento era mutuo.

– ¿En qué puedo ayudaros? -preguntó el doctor.

– El chambelán Sano envía un cuerpo que le gustaría que examinarais. -Le puso en antecedentes de la muerte del jefe Ejima.

– Será un placer. ¿Dónde está?

El detective Ogama retiró la tapa del carro de los residuos. Apartó el cubo de hediondas heces y dejó a la vista a Ejima, todavía vestido con sus ropajes, su armadura y su casco, encajonado en el compartimento secreto. Ito llamó a dos eta para que vaciaran el cubo de residuos. Y a un tercero le ordenó que entrara el cuerpo.

– Éste es mi asistente especial. Se llama Mura -lo presentó.

Mura era de pelo canoso y cara adusta. Hirata recordaba que Sano le había contado que Ito había trabado amistad con él a pesar de que era un paria, y Mura se encargaba de todo el trabajo físico relacionado con los exámenes del médico. En ese momento depositó el cuerpo de Ejima sobre una mesa y colocó linternas en un soporte cerca de ella. Cuando Hirata, Ito y los detectives se reunieron en torno a la mesa, las llamas titilantes iluminaron sus caras y el cadáver. Hirata pensó que debían de parecer congregados para algún estrambótico ritual religioso. Le dolía la pierna, pero esperó ser capaz de aguantar de pie el tiempo que hiciera falta.

– Desviste el cuerpo, Mura-san -dijo Ito.

El eta retiró el casco de Ejima. La cara que apareció era casi infantil, de piel tersa y sin arrugas, aunque Hirata sabía que el difunto pasaba de los cuarenta años. En vida su expresión habitual había sido de una astucia que proclamaba conocimientos secretos; en la muerte su semblante era puro hieratismo.

– ¿Podéis averiguar cómo murió sin cortarlo? -preguntó Hirata-. Tengo que devolverlo al castillo de Edo. No convendría que la gente notara que lo han examinado.

– Lo intentaré.

Mientras todos miraban, Mura retiró la armadura y las vestiduras del cuerpo. Por el momento el examen no parecía revestido de ninguna truculencia. Mura manejaba el cadáver con gentil y respetuoso cuidado. Al poco Ejima estuvo desnudo, con el torso surcado de huellas sanguinolentas de cascos y roturas allá donde los caballos lo habían pisoteado. Ito se puso unos guantes blancos para protegerse de las excreciones corporales y la contaminación espiritual. Inspeccionó la cabeza de Ejima, volviéndola de un lado y de otro. Luego le pasó las manos, palpando y tanteando, por el torso.

– Noto costillas rotas y órganos internos destrozados -le dijo a Hirata-.Pero ¿me ha parecido entender que decíais que los testigos lo vieron derrumbarse en la silla de montar?

– Sí -confirmó Hirata.

– Entonces es probable que estuviera muerto antes de caer y que no hayan sido estas heridas la causa de la muerte -dijo el doctor Ito-. Mura-san, dale la vuelta.

Mura volteó el cadáver sobre su estómago. Una mancha oscura se le había extendido por la espalda.

– La sangre se ha encharcado -explicó el doctor, y luego examinó con atención el cuero cabelludo de Ejima-. Aquí no hay heridas. El casco le protegió la cabeza. -Inspeccionó el cuerpo dando una vuelta a la mesa; le dijo a Mura que volviera a ponerlo boca arriba y prosiguió con su escrutinio. Sacudió la cabeza y arrugó la frente.

– ¿No podéis distinguir lo que causó la muerte? -Hirata no quería regresar a Sano con las manos vacías.

De repente Ito se detuvo cerca del lado derecho de la cabeza de Ejima. Se inclinó con la mirada muy atenta. Le asomó a la cara una expresión de sorpresa e interés.

– ¿De qué se trata? -preguntó Hirata.

– Observad esta marca. -Ito señaló un hueco en los huesos faciales entre el ojo y la oreja.

Hirata se acercó. Detectó un puntito oval y azulado, apenas visible, en la piel de Ejima.

– Parece un cardenal.

– Correcto. Pero no procede de las lesiones de la pista. Este moraron tiene más de un día.

– Entonces no guarda relación con su muerte -se lamentó Hirata-. Además, un golpecito de nada como ése nunca ha matado a nadie.

Sin embargo, el doctor no le hizo caso.

– Mura-san, tráeme una lupa.

El eta se dirigió a un armario y regresó con un trozo de cristal plano y redondo montado en un marco negro de esmalte con mango. Ito examinó el cardenal con atención a través de él y luego dejó que Hirata echara un vistazo. Ampliada, la contusión mostraba un complejo dibujo de volutas y líneas paralelas. El detective arrugó la frente sin dar crédito a lo que veía.

– Es una huella dactilar -dijo-. Alguien debió de apretarle la piel lo bastante fuerte para amoratarla. Pero nunca he visto tanto detalle en un cardenal. ¿Qué nos indica?

Ito contempló la extraña contusión con ojos llenos de asombro.

– En mis treinta años de ejercicio nunca he visto nada parecido, pero el fenómeno está descrito en los textos médicos. Aparece en ocasiones en las víctimas del dim-mak.

– ¿El toque de la muerte? -Hirata vio su propio asombro reflejado en los rostros de sus hombres. La habitación pareció enfriarse y oscurecerse.

– Sí -dijo el doctor-. La antigua técnica de artes marciales consistente en dar un único golpecito tan leve que es posible que la víctima ni siquiera se entere, pero aun así resulta fatal. La inventaron hace unos cuatro siglos.

– La fuerza del toque determina cuándo se produce la muerte -recordó Hirata del saber samurái.

– Un golpecito más fuerte mata a la víctima en el acto -aclaró Ito-. Uno más suave puede aplazar la muerte hasta dos días. Puede parecer que goza de perfecta salud, hasta que de improviso cae fulminada. Y no habrá indicio de su causa, salvo por una nítida huella allá donde la haya tocado el asesino.

– Pero el dim-mak es extrañísimo -dijo el detective Arai-. Jamás he oído de nadie que lo usara, o muriera por él.

– Ni yo -añadió el detective Inoue-. No sé de nadie de Edo que sea capaz.

– Recordad que cualquiera que lo sea se guardará de darlo a conocer -señaló Ito-. Los antiguos maestros que desarrollaron el arte del dim-mak temían que lo usaran en su contra o con cualquier otro fin perverso. En consecuencia, transmitieron su conocimiento sólo a unos pocos estudiantes selectos de confianza. La técnica ha sido un secreto guardado con celo, reservado a un puñado de hombres cuya identidad nadie conoce.

– ¿Hace falta ser un experto en artes marciales para dominar la técnica? -preguntó Hirata.

– Más que eso -respondió Ito-. El practicante exitoso del dim-mak no sólo debe aprender a concentrar su energía mental y espiritual y canalizarla a través de la mano hacia la víctima; también hacen falta unos conocimientos exhaustivos de anatomía para localizar los puntos vulnerables del cuerpo. Suelen ser los mismos que usan los médicos para la acupuntura. Los canales de energía que transmiten los impulsos curativos por el cuerpo también pueden transportar fuerzas destructivas.

Tocó la contusión con su mano enguantada.

– Este cardenal está situado en el cruce de un canal que conecta órganos vitales -explicó-. La necesidad de conocimientos anatómicos explica por qué los practicantes estudian medicina además de las artes marciales místicas.

– ¿De verdad creéis que Ejima murió por dim-mak? -preguntó Hirata, escéptico aunque intrigado.

– A falta de otro síntoma aparte de la contusión, por donde la energía del asesino pudo penetrar en el cuerpo, es probable -concluyó el doctor.

Hirata resopló, sobrecogido por las implicaciones del hallazgo.

– Al chambelán Sano le interesará saberlo.

– No deberíamos precipitarnos al informarle -advirtió Ito-. La contusión no constituye una prueba definitiva. Si mi teoría es errónea, podría descarrilar las indagaciones del chambelán. Antes de dictaminar la causa de la muerte, habría que confirmarla.

– Muy bien -dijo Hirata-. ¿Cómo lo hacemos?

Ito adoptó una expresión grave.

– Tengo que abrir la cabeza y mirar dentro.

Hirata se enfrentaba a un peliagudo dilema. Necesitaba contarle a Sano cómo había muerto Ejima y determinar más allá de toda duda que había sido resultado de un acto premeditado, pero mutilar el cuerpo suponía un gran riesgo. Tanto Hirata como Sano tenían enemigos que esperaban ansiosos a que cometieran un fallo. Si alguien reparaba en indicios de una autopsia ilegal en el cadáver de un caso investigado por ellos, sus enemigos tal vez se enterarían. Aun así, no podía renunciar a su deber hacia Sano. Tras devanarse los sesos en busca de una solución, halló una que le pareció factible.

– Adelante -le dijo al doctor-. Yo asumiré la responsabilidad. Pero procurad hacer el mínimo daño posible.

Ito asintió y dijo:

– Empieza, Mura-san.

Mura cogió una navaja, un cuchillo fino y afilado y una sierra de acero. Cortó y afeitó el cabello de Ejima en una estrecha franja de oreja a oreja por la parte posterior de la cabeza, y luego practicó una incisión a lo largo de toda la circunferencia justo por encima de las cejas. Retiró la carne hasta dejar a la vista el cráneo húmedo y sanguinolento y empezó a serrar el hueso. El raspar del instrumento pareció ensordecedor en el silencio que se apoderó de los presentes. Hirata lo observaba, entre fascinado y horrorizado.

En su vida había presenciado toda clase de espectáculos macabros: caras partidas por la mitad, estómagos abiertos en canal durante combates a espada, cabezas cercenadas por el verdugo, sangre y entrañas derramadas. Aun así, aquel descuartizamiento metódico lo perturbaba. Transformaba a un humano en un pedazo de carne. Parecía el ultraje definitivo contra la vida. Empezó a entender por qué estaba proscrita la ciencia extranjera, para proteger la sociedad y sus valores, al precio de renunciar a un conocimiento más avanzado.

En ese momento Mura terminó de cortar el cráneo en todo su perímetro y a través del hueso. Agarró la cabeza de Ejima y aflojó la parte superior, como si quitara la tapa bien cerrada de un frasco. Insertó la hoja del cuchillo en el cráneo y rasgó el tejido que lo sujetaba. Hirata lo observó levantar la tapa. Salió sangre, roja y viscosa, espesada de coágulos. Bañaba la masa grisácea y ensortijada del cerebro, resplandecía húmeda a la luz de las linternas y manchaba la mesa.

– He aquí nuestra prueba -dijo Ito con satisfacción señalando la sangre-. Cuando se asesta un toque de la muerte, su energía recorre el canal interno que conecta el punto de contacto con un órgano vital. El asesino de Ejima tomó por blanco su cerebro. El toque en la cabeza causó una pequeña ruptura en un vaso sanguíneo de su cerebro, que poco a poco fue perdiendo sangre y ensanchándose hasta que reventó y lo mató.

– Y no presentaba ninguna otra herida que pueda explicar la hemorragia -dijo Hirata.

– Correcto -corroboró Ito-. El dim-mak fue la causa de la muerte.

Hirata asintió, pero haberse enterado de la verdad le causaba tanta aprensión como alivio.

– Volveremos al castillo para comunicarle la noticia al chambelán -dijo a sus detectives.

– ¿Qué hacemos con el cuerpo? -preguntó Inoue. Echó un vistazo al cadáver que yacía con el cerebro a la vista y la tapa de los sesos a un lado sobre la mesa ensangrentada.

– Se viene con nosotros. -Hirata se volvió hacia Ito-. Por favor, haced que vuestro asistente recomponga la cabeza, la envuelva con una venda, lo lave y lo vista.

Era solo el principio del esfuerzo por disimular el clandestino examen.

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