Capítulo 28

Reiko llamó a la puerta de la mansión donde trabajaba Tama, la amiga de Yugao. Abrió una mujer de pelo gris y cara de pocos amigos.

– ¿Qué queréis?

– Quiero ver a Tama -dijo Reiko, con tanta premura que le tembló la voz.

– ¿Os referís a la doncella de la cocina? -La curiosidad agudizó la mirada de la mujer-. ¿Quién sois? -Después de que Reiko se presentara, se mostró más cortés y dijo-: Lo siento, Tama no está.

Reiko sintió una terrible decepción. Si Sano estaba condenado a morir pronto, encontrar a Yugao tal vez fuera lo último que pudiera hacer por él.

– ¿Dónde está?

– La cocinera la ha mandado al mercado del pescado. Yo soy la gobernanta. ¿Puedo ayudaros?

– No lo creo. ¿Cuándo volverá Tama? -Jamás lograría encontrar a la chica en el enorme y abarrotado mercado, así que trató de no perder la calma. Viniéndose abajo no ayudaría a Sano.

– Oh, lo más probable es que tarde horas -dijo la gobernanta mientras estudiaba a Reiko con ávido interés-. ¿Por qué tenéis tanta necesidad de verla? ¿Qué ha hecho?

– Puede que nada -dijo Reiko. Su corazonada de que Tama le había escamoteado información importante tal vez fuera una mera ilusión. Aun así, no podía rendirse; Tama era su única vía hacia Yugao-. Bien pensado, es posible que puedas ayudarme. ¿Has notado algo raro en Tama últimamente?

La gobernanta arrugó la frente en gesto meditabundo y luego respondió:

– A decir verdad, sí. Anteayer salió de la casa sin permiso. La señora la riñó y le pegó. Eso es impropio de Tama. Por lo general es una criatura dócil y obediente, que nunca se salta ninguna norma.

Reiko se obligó a no lanzar las campanas al vuelo.

– ¿Sabe por qué motivo salió Tama?

– Fue por esa chica que vino a verla.

– ¿Qué chica? -Contuvo el aliento mientras sus esperanzas se desbocaban y el corazón se aceleraba.

– Dijo que se llamaba Yugao.

Reiko sintió tal alivio que el aliento se le escapó en una sola bocanada; se agarró a la jamba para no caer.

– Cuéntame todo lo que pasó cuando vino Yugao. ¡Es muy importante!

– Bueno, se presentó en la puerta de atrás -dijo la gobernanta, complacida por la atención de Reiko-. Preguntó por Tama. Sólo me dijo su nombre y que era una vieja amiga de Tama. Se supone que los criados no deben tener visitas, pero me dio pena por Tama, porque está sola en el mundo. Pensé que no haría daño a nadie dejarle ver a una amiga por una vez. De modo que fui a buscarla. Al principio se alegró mucho de ver a Yugao. La abrazó, lloró y dijo lo mucho que la había echado de menos. Pero luego empezaron a hablar y a Tama se le fue poniendo cara de preocupación.

– ¿Qué dijeron? -Reiko se hincó las uñas en las palmas.

– Yugao hablaba en susurros y no oí lo que decía. Tama dijo: «No, no puedo. Si lo hago me meteré en líos.»

Por fin Reiko comprendía por qué se había mostrado tan alterada cuando le contó que su amiga de la infancia era una asesina fugitiva. Yugao debía de haberse inventado alguna historia para explicar por qué se presentaba necesitada de su ayuda.

– Pero Yugao siguió hablando -continuó la gobernanta- y al final la convenció, porque dijo: «Vale. Ven conmigo.» Salieron corriendo juntas.

– ¿Las acompañaba un hombre? -preguntó Reiko con ansia.

– No, que yo viera.

Aun así, Reiko estaba segura de que el Fantasma había acechado en algún lugar de las inmediaciones. Al partir del Pabellón de Jade, él y Yugao necesitaban otro lugar donde esconderse. La chica debió de pensar en Tama, la única persona a la que podía pedirle un favor.

La gobernanta se acercó más y susurró:

– No le conté a la señora que Tama robó una cesta de comida de la despensa antes de que se fueran.

– ¿Sabes adonde iban? -preguntó Reiko.

– No. Cuando Tama llegó a casa se lo pregunté, pero no quiso contármelo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– Dejadme pensar. -La gobernanta se dio unos golpecitos con el dedo en la mejilla marchita-. Se fue al atardecer y al volver le faltó muy poco para encontrarse cerradas las puertas del barrio.

Las esperanzas de Reiko se hundieron; Tama podría haber recorrido una distancia considerable, aun a pie y cargada de provisiones, entre el atardecer y esa avanzada hora de la noche. El lapso de tiempo dejaba una zona frustrantemente amplia para buscar el lugar donde había escondido a Yugao y el Fantasma.

– Gracias por tu ayuda -dijo Reiko, mientras se daba la vuelta para partir.

– ¿Le digo a Tama que habéis venido? -Preguntó la gobernanta-. ¿Le digo que volveréis?

De la necesidad brotó la inspiración. Reiko pensó en la comida que Tama había robado y una nueva estrategia avivó sus esperanzas.

– No -respondió mientras se apresuraba hacia el palanquín y sus guardias-, por favor, no le digas nada a Tama.

Sin embargo, volvería. Y entonces descubriría dónde se escondían Yugao y el Fantasma.


Sano paró en el cuartel general de la metsuke para recoger la ficha de Kobori; incluía su estatura y peso aproximados y un dibujo muy rudimentario de su cara. Tras una visita al general Isogai, al que reclamó tropas del Ejército para implementar la búsqueda, se encaminó a toda velocidad hacia el palacio.

En cuanto entró en la cámara de audiencias supo que afrontaría más problemas de los que había previsto. El caballero Matsudaira, sentado en su lugar de costumbre, lucía un ceño tan iracundo que parecía el relieve de un demonio de un templo. Por encima de él, en la tarima, se encogía el sogún, asustado y perplejo. Yoritomo, sentado a su lado, dirigió una mirada de advertencia a Sano. Los guardias apostados a lo largo de las paredes estaban perfectamente inmóviles, con la mirada fija al frente, como si les diera miedo moverse. Los ancianos no estaban. En su lugar, sobre el suelo elevado, se encontraba el comisario de policía Hoshina, que observó a Sano con serena y medio sonriente compostura.

A Sano lo descolocó encontrarse allí a su enemigo. Mientras se arrodillaba en la tarima a la izquierda del sogún y hacía una reverencia, Matsudaira preguntó con aire autoritario:

– ¿Por qué demonios habéis tardado tanto?

– Tenía asuntos urgentes que atender -respondió Sano, aunque sabía que eso no era excusa suficiente para el caballero. ¿Qué había pasado en menos de dos días para hundirlo en la estima del primo del sogún y elevar a Hoshina? Dudaba que el único motivo fuera que Matsudaira estaba al corriente de su fracaso en capturar al Fantasma la noche anterior; al fin y al cabo, Hoshina no tenía nada mejor que ofrecer-. Mil disculpas.

– Hará falta más que eso -dijo el caballero con ira creciente-. ¿Hago bien al entender que asignasteis centenares de soldados del Ejército a misiones de escolta?

– Sí -reconoció Sano. Con el rabillo del ojo vio que Hoshina disfrutaba con su apuro-. Con un asesino suelto y los funcionarios con miedo de salir de casa, parecía el único modo de mantener en marcha el gobierno.

El sogún asintió en tímida conformidad, pero su primo no le hizo caso y dijo:

– Bueno, es evidente que no previsteis que la seguridad se veria drásticamente reducida cuando retiraseis a esos hombres de sus puestos habituales. Mientras ellos hacían de niñeras de un hatajo de cobardes, ¿quién se suponía que iba a mantener el orden en la ciudad? -Tenía la tez tan amoratada de ira que parecía a punto de reventársele una vena-. ¿Creéis que tenemos una reserva ilimitada de tropas?

– He mandado traer más de las provincias -dijo Sano en un fútil intento de defenderse. Yoritomo se retorció las manos-. He ordenado que los daimios nos presten a sus vasallos para patrullar las calles.

– Oh, caramba, ¿eso habéis hecho? ¿Y sabéis qué ha pasado entretanto? -El caballero se levantó bruscamente, incapaz de contener su genio-. Cuando atravesaba la ciudad esta mañana, me ha tendido una emboscada una banda de bandidos rebeldes. Superaban en número a mis guardaespaldas y no había ni un soldado a la vista.

Sano se lo quedó mirando, mudo de alarma al ver que había puesto en peligro sin pretenderlo al caballero Matsudaira.

– Por suerte, el comisario Hoshina y sus hombres pasaban por allí, y han rechazado a los rebeldes -prosiguió el primo del sogún-. De otra manera, ahora mismo estaría muerto.

Sano dirigió una mirada de pasmo a Hoshina, que le mostró una sonrisita triunfal.

– Qué oportuno -dijo Sano. No le sorprendería que el propio Hoshina hubiera organizado el ataque para luego rescatar a Matsudaira y, así, inspirarle tanta gratitud que estuviera dispuesto a olvidar sus errores anteriores.

– Sí, ha sido oportuno. -Los ojos de Hoshina centelleaban de maliciosa diversión-. Todos los bandidos resultaron muertos, por si os lo estabais preguntando.

O sea que no podrían revelar si Hoshina los había contratado, dedujo Sano. El comisario estaba a salvo. Se había aprovechado de todos los infortunios que Sano había padecido durante la investigación.

– He oído que esta mañana habéis tomado el mando de más tropas, chambelán Sano -dijo Matsudaira, sin prestar atención al intercambio entre el chambelán y el comisario-. ¿Para qué demonios las necesitáis? ¿Por qué agravar vuestro estúpido y peligroso error?

– Las necesito para buscar al asesino que me ordenasteis capturar. -Cada vez más enfurecido por aquel trato vejatorio, Sano captó el deje hostil de su propia voz. ¿De qué otro modo podría haber protegido a los funcionarios?-. Sabemos quién es. Se llama Kobori y pertenecía al escuadrón de élite de mi predecesor en el cargo. Para localizarlo, necesito más efectivos además de mis tropas personales.

La noticia de que Sano había identificado al Fantasma acalló a Matsudaira y le borró el ceño. Yoritomo dedicó a Sano una sonrisa aliviada y jubilosa.

– Con que has, aah, resuelto el misterio. -El sogún lo miró encantado antes de volverse con expresión de suficiencia hacia su primo, claramente complacido de que Sano se hubiera anotado un tanto, aunque no entendiera lo que se traían entre manos aquellos dos-. Mis felicitaciones.

– No lo creáis, excelencia -terció Hoshina-. Quizá no sea cierto que el tal Kobori es el asesino. Recordad que el chambelán Sano pensaba que había sido el capitán Nakai, que luego se demostró inocente. Podría equivocarse de nuevo. -Apeló a Matsudaira-: Yo creo que está tan desesperado por complaceros que intenta endilgar los asesinatos a alguien que probablemente esté muerto.

– Kobori está vivo -contraatacó Sano-. He logrado situarlo en Edo hace dos días. Anoche hice una redada en la posada donde se ocultaba. Se me escapó por un día.

– ¿Qué pruebas tenéis de que sea el asesino? -Matsudaira parecía desgarrado entre el escepticismo y sus ganas de creer que la captura del Fantasma era inminente.

Sano describió los sucesos del Pabellón de Jade.

– Bueno, aunque Kobori sea el asesino, lo dejasteis escapar -dijo Hoshina, ansioso por desacreditar a Sano-. A estas alturas podría haber abandonado Edo. Honorable caballero Matsudaira, ¿para qué mandar tropas a registrar el establo cuando el caballo ya ha salido? Las necesitamos para mantener la seguridad y dar caza a los bandidos rebeldes.

– No podemos dar por sentado que Kobori se ha ido sólo porque queráis creerlo -dijo Sano-. Y es un objetivo más importante que el resto de los rebeldes.

Hoshina rió con desprecio.

– Ellos han matado a muchas más personas que él.

– Pero él apunta al escalafón más alto del régimen -repuso Sano-. Permitid que os recuerde que ya ha asesinado a cinco altos cargos. A menos que nos concentremos en atraparlo, nos irá desgastando hasta que la moral decaiga tanto que el régimen se venga abajo. Tenemos que capturarlo antes de que mate otra vez.

Sintió la marca de la muerte sobre sí mismo. Unos temblores involuntarios le recorrieron el cuerpo, como si le brotaran reveladoras moraduras por toda la piel. La incertidumbre y la espera eran tan difíciles de soportar que casi deseaba confirmar que Kobori lo había tocado. Sin embargo, si moría al día siguiente, ¿quién protegería al régimen de hombres como Hoshina, tan cegados por sus ambiciones personales que permitirían a una fuerza mortífera como Kobori quedar en libertad?

– Alguien de esta sala podría ser su próxima víctima. -Apeló al interés personal del sogún y su primo-. Dejadme utilizar las tropas dos días más. Eso debería bastar para atrapar a Kobori.

– Me parece que eso es un, aah, compromiso razonable -dijo el sogún, ansioso por poner fin a la riña.

Matsudaira sopesó los argumentos de Sano sólo un instante antes de decir:

– El chambelán Sano tiene toda la razón al decir que atrapar al Fantasma debería recibir la máxima prioridad. -A Hoshina se le demudaron las facciones-. Pero el comisario Hoshina también está en lo cierto al recordarnos que no podemos permitir que la seguridad se relaje sólo por atrapar un único criminal. Retirad las tropas de la búsqueda y mandadlas de vuelta a sus deberes ordinarios, honorable chambelán. Haced todo lo posible sin ellas. Y recordad que cuento con vos.

Hoshina se sonrió, consciente de que esa decisión prometía un fracaso de Sano y más ventajas para él. Sano vio que no serviría de nada seguir discutiendo con Matsudaira. Sólo una persona podía anular su decisión.

– Excelencia -dijo-, el asunto es tan importante que tal vez preferiríais zanjarlo en lugar de dejarlo en nuestras manos. Habéis dicho que os parecía buena idea que las tropas buscaran al Fantasma. Si ésa es vuestra opinión, podéis convertirla en una orden, y será cumplida.

El sogún parecía alarmado por verse en un aprieto, pero gratificado por la idea de su propio poder. Matsudaira y Hoshina fulminaron a Sano con la mirada. Yoritomo se inclinó hacia el sogún para susurrarle al oído.

– Sería mejor que cierta persona permaneciera al margen de esto -anunció el caballero en un tono calmo rebosante de amenaza-, o cierta otra persona podría sufrir un fatal accidente en cierta isla remota.

Yoritomo volvió a su puesto y agachó la cabeza ante aquella amenaza a su padre exiliado.

– ¿Y bien? ¿Qué decís? -Preguntó Matsudaira a su primo-. ¿Seguiréis el consejo del chambelán Sano o el mío?

Despojado del apoyo que necesitaba para ser fiel a su opinión, el sogún se encogió.

– El tuyo, primo -murmuró, evitando la mirada de Sano.

Sano encajó la derrota con una frustración que a duras penas pudo disimular. Hoshina se relajó. El caballero dijo:

– Antes de que os vayáis, honorable chambelán, tengo otro problema que comentar con vos. Dicen que habéis estado ausente de vuestra oficina estos últimos días. Bastantes funcionarios me han comentado que nunca estáis disponible para recibirlos, que no respondéis a vuestra correspondencia y que estáis dejando en manos de vuestro personal asuntos que no están cualificados para manejar.

Sano se volvió hacia Hoshina. El comisario debía de haber encargado a sus nuevos amigos que informaran a Matsudaira. Hoshina se encogió de hombros y sonrió.

– Parecéis pensar que los deberes del segundo de la nación pueden esperar-le dijo el caballero-. A menos que cambiéis de actitud, es posible que su excelencia se vea obligado a sustituiros, como más de uno de sus funcionarios le ha recomendado. ¿Queda claro?

Sano aplacó su ira.

– Perfectamente, caballero Matsudaira. -Lanzó una mirada envenenada a Hoshina, que escuchaba encantado y ansioso por heredar su puesto. Si sobrevivía, pensó Sano, encontraría una manera de desembarazarse de ese enemigo, por poco que le gustara la guerra política.

– Va siendo hora de levantar esta sesión -anunció el caballero Matsudaira.

– Se levanta la sesión -dijo el sogún.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Marume a Sano mientras atravesaban el jardín del palacio.

– Movilizamos al Ejército y salimos a cazar al Fantasma -dijo Sano.


Daba igual que Matsudaira le hubiese prohibido usar las tropas para la búsqueda; Sano sabía que estaba perdido hiciese lo que hiciese. Si descuidaba su trabajo, desobedecía órdenes o no lograba atrapar al Fantasma, el resultado sería el mismo: perdería su puesto, fuese a favor de Hoshina o de algún otro. Lo desterrarían o ejecutarían, y Reiko y Masahiro quedarían en grave peligro. Puestos a elegir, finalizaría la investigación. Sobre todo a la vista de que podía ser la última.

Enfilaron el pasaje que llevaba a su residencia, para recoger los caballos. Si debía morir al día siguiente, por lo menos dedicaría ése al trabajo para el que había nacido: servir al honor todo lo bien que estuviera en su mano. Llevaría a Kobori ante la justicia aunque fuese lo último que hiciera.

– ¡Honorable chambelán Sano!

Se volvió y vio al capitán Nakai corriendo hacia él. Gimió para sus adentros. Aunque la última persona a la que le apetecía ver en ese momento era el capitán Nakai, decidió ser cortés, visto todo lo que le había hecho pasar.

– Saludos -dijo Nakai en cuanto llegó a su lado. Siguieron caminando juntos. Con su casco y armadura metálicos resplandecientes a la luz del sol, parecía la viva imagen del perfecto samurái-. Confío en que todo os vaya bien.

– Bastante. ¿Y a vos?

– No va mal -respondió Nakai.

A Sano se le ocurrió que, cuando un hombre esperaba morir pronto, debía quedar en paz con la gente a la que había herido. Aceleró el paso para alejarse con Nakai de los detectives y así hablar en privado.

– Capitán Nakai, quiero disculparme por sospechar de vos. Siento que fuerais acusado y humillado delante del sogún y el caballero Matsudaira. Os ruego me perdonéis.

– Bah, no pasa nada -dijo Nakai-. Es agua pasada. Sin rencores. -Sonrió y le dio una palmadita en el hombro-. Además, he empezado a pensar que fue una bendición disfrazada. Al fin y al cabo, me concedió el privilegio de conoceros.

Sano vio que el capitán había pasado a considerarlo una persona capaz de favorecer sus ambiciones de reconocimiento y recompensa.

– Es posible que conocerme no sea una bendición tan grande como pensáis -dijo Sano. Tal vez no durara allí lo suficiente para otorgar ningún ascenso, aunque siguiera vivo más allá del día siguiente.

Nakai se rió al pensar que Sano estaba de broma.

– Sois demasiado modesto, honorable chambelán. -Era evidente que no conocía la precaria posición de Sano-. Por cierto, ¿cómo va vuestra investigación? ¿Habéis descubierto quién es el Fantasma?

– Sí -respondió Sano, tolerando la charla pero apretando el paso para terminarla antes-. Se llama Kobori. En un tiempo estuvo al servicio del anterior chambelán. Ahora mismo lo estamos buscando por toda la ciudad.

– ¿Kobori? -Nakai se paró en seco con expresión estupefacta-. Era él -musitó para sí. Sus vigorosas facciones se habían relajado de asombro.

– ¿Qué sucede? -Sano estaba desconcertado por su extraña reacción.

– ¿Decís que Kobori es el Fantasma? ¿Y estáis intentando encontrarlo? -Nakai parecía ansioso por verificar que había oído bien. Cuando Sano asintió, susurró-: Dioses misericordiosos. Lo he visto.

– ¿Lo habéis visto? -Sano se quedó pasmado. Miró boquiabierto a Nakai; lo mismo hicieron los detectives Marume y Fukida, que habían llegado a su altura-. ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Esta mañana -dijo Nakai-. Por la calle, en la ciudad.

Nakai podía estar inventando una historia para granjearse el favor del chambelán, pero sus palabras tenían un timbre de sinceridad.

– ¿Cómo habéis reconocido a Kobori? -preguntó Sano, de pronto esperanzado en poder cerrar el caso.

– Lo conocía. ¿Recordáis que os conté que tengo lazos familiares con Yanagisawa? Mi primo era su maestro armero. Lo mataron en la batalla. Yo solía ir a verlo al complejo de Yanagisawa. Pensaba que podía ayudarme con mi carrera, visto que ocupaba un puesto de confianza para el chambelán. A veces me presentaba a las personas que pasaban por ahí. Una de ellas fue Kobori. -El capitán sonrió con el aire de quien acaba de resolver un intrincado enigma-. Cuando vi a Kobori esta mañana, no pude recordar quién era ni dónde lo había visto antes. Sólo coincidimos una vez, hace años. Pero cuando habéis pronunciado su nombre, de repente he caído.

No sonaba irrazonable, aunque a Sano le costaba creer que Kobori, objeto de una búsqueda tan exhaustiva, estuviera paseando tranquilamente por la ciudad, donde un conocido había topado con él por casualidad.

– ¿Cómo habéis reparado en él?

– Yo iba de paso, pensando en mis cosas -explicó Nakai-. Sabía que el caballero Matsudaira planeaba bajar a la ciudad esta mañana, y se me ocurrió que sería una buena oportunidad para hablar con él. Veréis, está claro que en la reunión del otro día le causé mala impresión, así que quería mostrarme bajo una luz más favorable. De modo que seguí su comitiva.

Sano se imaginó a Nakai tras la estela de Matsudaira, ansioso por un ascenso y más imprudente que nunca. Un pesar momentáneo nubló el rostro del capitán.

– En fin, sus guardias me dijeron que me largara o me pegarían una paliza. De modo que di media vuelta para regresar al castillo, y entonces vi a Kobori, bueno, en ese momento no recordé quién era pero me sonó conocido. Estaba a un lado de la calle, entre la multitud que esperaba ver al caballero Matsudaira.

Sano se horrorizó al darse cuenta de que el Fantasma había acechado al caballero Matsudaira mientras él peinaba las calles colindantes al Pabellón de Jade en su busca.

– ¿Dónde lo visteis exactamente?

– En la avenida principal.

– ¿Hablasteis con él?

– No. Lo saludé, pero él no me vio. Luego se alejó.

– Supongo que no visteis adonde iba -preguntó Sano. Un simple avistamiento no lo acercaba en nada a la captura del Fantasma. Kobori podría haber llegado a cualquier parte de la ciudad en el medio día transcurrido desde que Nakai lo viera.

El capitán alzó un dedo, radiante.

– Pues sí que lo sé. Quería recordar de dónde lo conocía, y pensé que un vistazo más de cerca tal vez me refrescara la memoria. De modo que lo seguí. Fue a una casa, y lo recibió una chica.

Sano se llevó una nueva impresión al asimilar lo que Nakai había visto: el Fantasma escondiéndose en su guarida, y sin duda la chica tenía que ser Yugao. El vagabundeo sin rumbo de un hombre descontento por la ciudad había cosechado mejores resultados que muchas pesquisas concentradas y diligentes. Sacudió la cabeza, maravillado por las misteriosas permutaciones del destino. ¡Su principal sospechoso original le proporcionaba la pista que lo conduciría al asesino! Increíble.

– ¿Dónde está esa casa? -preguntó, desbordante de emoción ante la perspectiva de capturar a Kobori.

Nakai empezó a responder, pero se interrumpió. Los ojos le centellearon de astucia al comprender que poseía una información vital para Sano.

– Si os lo digo, tendréis que ofrecerme algo a cambio. Quiero un ascenso al grado de coronel y un estipendio que duplique el actual. -Se le hinchó el pecho con impetuosa y codiciosa exuberancia-. Y quiero un puesto a vuestro servicio.

Marume y Fukida estallaron en risas incrédulas y desdeñosas.

– Tenéis mucha desfachatez -dijo Marume.

– Debería avergonzaros pretender favores del chambelán -añadio Fukida.

A Sano también lo molestó la falta de tacto de Nakai, pero necesitaba la información desesperadamente y además le debía un favor. Aunque el capitán tuviera sus fallos de carácter, Sano no le negaría un puesto de vasallo. Había cosas mucho peores que un hombre capaz de matar a cuarenta y ocho enemigos en una batalla.

– Muy bien -dijo-. Te conseguiré ese ascenso y te aumentaré el estipendio cuando tenga tiempo. Sin embargo, desde este preciso instante quedas a mis órdenes, y te ordeno que me digas dónde está esa casa.

– Gracias, honorable chambelán. -Jadeante y extasiado, Nakaí hizo una reverencia. No reparó en las miradas torvas que le dedicaron Marume y Fukida. Miró a Sano con una combinación de afán posesivo, reverencia y anhelo de complacer-. Puedo hacer algo mejor que deciros dónde se esconde el Fantasma. Os llevaré en persona.

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