Capítulo 22

Una espesa niebla matutina envolvía Edo y desdibujaba la distinción entre la tierra y el cielo. Barcos invisibles flotaban en los ríos y canales. Las voces de quienes cruzaban los puentes eran eslabones de cadenas de sonido que sorteaban el agua.

En el suburbio colindante con la cárcel, cuatro manzanas cuadradas estaban en ruinas. Todavía se alzaban volutas de humo de las vigas de madera, las tejas chamuscadas y caídas y los montones de cenizas lo que antes fueran muchas casas. Los residentes desolados rebuscaban entre los restos, tratando de rescatar sus posesiones. Sin embargo, la prisión se erguía intacta por encima de la desolación. A través del puente y sus puertas desfilaban los presos a los que habían soltado al declararse el incendio el día anterior. Regresaban voluntariamente para acabar de cumplir sus condenas o esperar su juicio. Dos carceleros, apostados a la entrada con los guardias, contaban cabezas y tachaban nombres de una lista.

Cuando el último recluso hubo entrado, uno de ellos dijo: -Vaya. Normalmente vuelven todos. Esta vez nos falta uno.


Reiko miró por la ventanilla de su palanquín mientras salía del castillo, pero apenas reparó en lo que veía u oía. El miedo a que su marido muriera habitaba su pensamiento como una presencia maligna y dejaba sin sitio al mundo que la rodeaba. El sollozo atrapado en su garganta crecía por momentos. La idea de perder a Sano, de vivir sin él, era más que insoportable.

Cuando él le expuso la posibilidad de que el asesino le hubiera asestado el toque de la muerte, Reiko había querido agarrarlo con fuerza, anclarlo a ella y a la vida. Se había alarmado al oírle decir que debía salir.

– ¿Adonde? -había preguntado ella-. ¿Por qué?

– Para seguir con mi búsqueda del asesino -había sido su respuesta.

– ¿Ahora?

Un tranquilo distanciamiento había reemplazado el terror de Sano.

– En cuanto me haya aseado, vestido y desayunado. -Se dirigió hacia el cuarto de baño.

– ¿Es preciso? -dijo Reiko, apresurándose a seguirlo. No quería perderlo de vista.

– Todavía tengo un trabajo que hacer.

– Pero si sólo te quedan dos días de vida, deberíamos pasarlos juntos -protestó Reiko.

En el baño, Sano se vertió un cubo de agua sobre el cuerpo y empezó a frotarse.

– El caballero Matsudaira y el sogún no aceptarán esa excusa. Me han dado órdenes de atrapar al asesino, y debo obedecer.

Reiko experimentó un súbito odio recalcitrante hacia el bushido, que concedía a sus superiores el derecho a tratarlo como un esclavo. Nunca le había parecido más cruel el código de honor samurái.

– Si existe un momento para desobedecer las órdenes, es éste. Dile al caballero Matsudaira y al sogún que ya has sacrificado tu vida por ellos, que vayan ellos a atrapar al asesino. -Fuera de sí, Reiko suplicó-: Quédate en casa, conmigo y con Masahiro.

– Ojalá pudiera. -Sano se metió en la bañera, se aclaró, salió y se secó con la toalla que le pasó Reiko-. Pero tengo más motivos que antes para llevar al asesino ante la justicia. -Soltó una risita-. No toda víctima de asesinato dispone de la ocasión de vengarse de su verdugo antes de morir. Esto que se me presenta es una oportunidad única.

– ¿Cómo puedes reírte en un momento así?

– Es reír o llorar. Y recuerda que es posible que el asesino no me tocara. Si ése es el caso, los dos nos estaremos riendo de esto muy pronto. Nos dará vergüenza haber armado tanto jaleo.

Sin embargo, Reiko vio que Sano no lo creía, como tampoco ella.

– Por favor, no te vayas -insistió mientras lo seguía al dormitorio.

Él se puso la ropa.

– No tengo mucho tiempo para atrapar al asesino y evitar más muertes. Y lo conseguiré, aunque sea lo último que haga.

Ninguno de los dos verbalizó su temor a que en efecto lo fuera. Sano se volvió hacia su esposa y la abrazó.

– Además, si no voy, no haré más que preocuparme y sufrir. No querrás que pase así los dos últimos días de mi vida, ¿verdad? -dijo con dulzura-. Volveré pronto, lo prometo.


Reiko lo había dejado partir, porque, aunque la hería que no se quedara con ella, no quería negarle la oportunidad de pasar su precioso tiempo como prefiriese. Había decidido que era mejor para ella atender a sus asuntos que angustiarse por un destino que no podía cambiar.

En ese momento su comitiva se detuvo entre la niebla ante la mansión del magistrado Ueda. Se bajó del palanquín y con paso rápido cruzó la puerta y el patio, vacío dado lo temprano de la hora. Entró en la residencia, donde encontró a su padre sentado al escritorio de su despacho. Había un mensajero de rodillas ante él. El magistrado leía un pergamino que el correo en apariencia le acababa de entregar. Arrugó la frente, redactó una nota breve y se la pasó al mensajero, que hizo una reverencia y partió. El magistrado alzó la vista hacia Reiko.

– Llegas temprano, hija -dijo. El ceño se le relajó en una sonrisa que se desvaneció al ver la cara de Reiko-. ¿Qué pasa?

– El asesino se coló anoche en nuestra casa, y mientras mi marido dormía…

No pudo seguir porque un sollozo le ahogó la voz. Vio comprensión y horror en la mirada de su padre, que empezó a levantarse, con los brazos extendidos para atraerla hacia ellos. Reiko alzó una mano para detenerlo, porque cualquier gesto de consuelo sería su ruina.

– No estamos seguros de que pasara nada -explicó, con la voz tensa para dominarse-. Sano se encuentra bien. -Se obligó a reír-. Es probable que nos estemos preocupando por nada.

– Seguramente así es. -La expresión del magistrado era grave a pesar de su tono tranquilizador.

– Pero no he venido por eso -dijo Reiko, deseosa de cambiar de tema-. Vengo a decirte que he concluido mi investigación. -Por lo menos Sano no tendría que preocuparse de que le causara más quebraderos de cabeza-. No hace falta que pospongas la condena de Yugao.

El magistrado soltó el aire y sacudió la cabeza.

– Me temo que tendré que hacerlo de todas formas.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– El mensajero que acaba de marcharse me traía una noticia inquietante. Ayer hubo un incendio al lado de la cárcel. Soltaron a los presos. Han vuelto todos esta mañana, menos Yugao.

Reiko se llevó una impresión tan fuerte que estuvo a punto de olvidar sus problemas.

– ¿Yugao ha desaparecido?

Su padre asintió.

– Aprovechó el incendio y escapó.

Horrorizada, Reiko cayó de rodillas. Yugao era violenta y estaba perturbada, era muy posible que volviera a matar.

– Supongo que no debería sorprenderme que haya huido. Es un milagro que no se fuguen todos los prisioneros cuando los sueltan por un incendio -comentó.

– Quizá no. La mayoría de los condenados a muerte tienen el espíritu tan quebrantado que aceptan su destino con docilidad. Y saben que si huyen, les darán caza y los torturarán. Además, todos los presos son conscientes de que no pueden regresar al lugar de donde vienen; los encargados de sus barrios o los informadores de la policía los delatarían. Los delincuentes de poca monta prefieren afrontar su castigo. La vida del fugitivo es dura. Tienen que recurrir a la mendicidad o la prostitución si no quieren morir de hambre.

– Esto es culpa mía-dijo Reiko-. Si no hubiera estado tan encaprichada en saber por qué Yugao mató a su familia, si no hubiera insistido en tomarme el tiempo necesario para descubrirlo, la habrían ejecutado antes de ese incendio.

– No te culpes. Fue decisión mía que investigases los asesinatos, y nadie podría haber previsto ese incendio. En retrospectiva, tendría que haber aceptado la confesión de Yugao y haberla condenado a muerte en el acto. La responsabilidad de su fuga es mía. Aun así, Reiko se sentía enferma de remordimientos. -¿Qué vamos a hacer? -He dado órdenes a la policía de que la busquen.

– Pero ¿cómo van a encontrar a una sola persona en esta ciudad enorme? -preguntó Reiko, presa del desespero-. Edo tiene muchos rincones para que un fugitivo se esconda. Y la policía anda tan ocupada buscando rebeldes forajidos que no se desvivirá por encontrarla.

– Cierto, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Reiko se puso en pie.

– Voy a buscar a Yugao por mi cuenta.

El magistrado la miró con comprensión pero sin mucha fe.

– A ti te resultará más difícil aún que a la policía. Ellos al menos disponen de muchos agentes, ayudantes civiles y representantes de barrio, mientras que tú eres una mujer sola.

– Sí, pero al menos estaré activa en lugar de esperando a que la encuentren. Y es posible que la gente que la haya visto esté más dispuesta a hablar conmigo que con la policía.

– Si insistes en buscarla, te deseo suerte. Debo reconocer que si la encuentras, me prestarás un valioso servicio. Que ande suelta una asesina porque yo pospuse su ejecución es una mancha negra en mi historial. Si no la capturan, podría perder el puesto.

Reiko no quería perjudicar a Sano, sobre todo ahora que su propia vida estaba amenazada; tampoco deseaba dañar su matrimonio. Aun así, no podía permitir que su padre sufriera, como tampoco que una asesina quedara libre. Su intuición le decía que averiguar el móvil del crimen de Yugao era más importante que nunca. Y buscar a la prófuga la distraería del miedo a que Sano muriera.

– La encontraré, padre -dijo-. Lo prometo.


La primera parada de Sano fue el distrito administrativo del castillo. El y los detectives Marume y Fukida desmontaron ante la puerta de Hirata, donde los saludaron los centinelas. La niebla era opresiva, como lo era el extraño vacío de las calles salvo por un puñado de criados y soldados de patrulla. Al atravesar el patio en dirección a la mansión donde antaño viviera, Sano sintió una punzada de nostalgia.

Recordó las ocasiones en que había llegado a esa casa agotado, desanimado y temeroso por su vida y su honor. En todas ellas lo había sustentado la fuerza física de su cuerpo. Aun cuando lo habían herido, sabía que se recuperaría. Había dado por descontada su buena salud y nunca había creído del todo que pudiera morir, aunque a menudo se encontrara cara a cara con la muerte. Ahora aquellas ocasiones se le antojaban idílicas. En ese momento lo acosaba la mortalidad. Se imaginaba una explosión en su cabeza al rasgarse un vaso sanguíneo, y su vida extinguida como una llama de vela. Si en verdad el asesino lo había tocado, toda su sabiduría, poder político y riqueza serían incapaces de salvarlo. Sintió el impulso de echar a correr en un vano intento de escapar a la fuerza mortífera insertada en su propio cuerpo. Debía concentrarse en atrapar al asesino. Debía salvar otras vidas aunque él estuviera señalado para la muerte.

Hirata lo recibió delante de la mansión. La noche anterior Sano le había mandado un mensaje para informarle del ataque del asesino, y parecía destrozado por la noticia.

– Sano-san, yo… -La emoción ahogó sus palabras. Se hincó de rodillas ante Sano y agachó la cabeza.

A Sano lo conmovía que Hirata pudiera sentirse apesadumbrado por él, que había sido la causa de su atroz herida. Se dirigió a él con un tono falsamente animado:

– Levanta, Hirata-san. Todavía no estoy muerto. Ahorra tus lamentos para mi funeral. Tenemos trabajo que hacer.

Hirata se levantó, confortado por la actitud de Sano.

– ¿Todavía queréis que localice al sacerdote, al aguador y quien sea que haya acechado al coronel Ibe?

– Sí. Y seguiremos adelante con el resto de los planes que trazamos ayer.

– Marume y yo ya hemos organizado la búsqueda del sacerdote Ozuno -terció Fukida.

– Haré todo lo que esté en mi poder por atrapar al asesino -declaró Hirata-. Ahora se trata de algo personal.

– Si vengas el asesinato de tu señor antes de que éste muera, te ganarás un lugar en la historia -dijo Sano.

Hirata y los detectives rieron de la broma. Sano acusaba la tensión de tener que mantenerlos animados a ellos además de a sí mismo.

– Tomémoslo por el lado bueno. Toda desdicha trae beneficios inesperados. Lo que pasó anoche ha aportado nuevas pistas que me dispongo a seguir ahora mismo.


El cuartel general del Ejército Tokugawa estaba situado en el interior del castillo de Edo, en una torrecilla que brotaba de un muro ubicado en las alturas de la colina. Se trataba de una estructura elevada y cuadrada revestida de yeso blanco. Por encima de cada uno de sus tres pisos sobresalía un tejado. El general Isogai, comandante supremo de las fuerzas militares, tenía un despacho en la parte más alta. Sano y los detectives Marume y Fukida llegaron a la torre por un pasillo cubierto que corría paralelo al muro. Mientras lo recorrían echaron un vistazo entre los barrotes de las ventanas hacia los pasajes que quedaban por debajo. A Sano le sorprendió ver tan sólo a los guardias de patrulla y los centinelas de los puestos de control. Los funcionarios que por lo general abarrotaban los caminos estaban ausentes.

– El lugar está tan desierto como vuestro complejo -observó Marume.

– Por algún motivo no puedo creer que el comisario Hoshina sea también responsable de esto -dijo Fukida.

Tampoco Sano, que tenía un mal presentimiento al respecto. Entraron en la torre y subieron por las escaleras, donde se cruzaron con varios soldados que les hicieron reverencias. Sano se plantó en el umbral del despacho de Isogai, donde el general presidía una reunión de oficiales. El humo de sus pipas enturbiaba el ambiente y escapaba por las ventanas hacia la niebla. El general reparó en Sano, lo saludó con un gesto de la cabeza y despidió a sus hombres.

– Saludos, honorable chambelán. Entrad, por favor.

Sano le dijo a Marume y Fukida que esperaran fuera y entró. Espadas, lanzas y arcabuces colgaban de soportes en la pared, al lado de mapas de Japón que mostraban las guarniciones militares.

– ¿Puedo seros de utilidad? -preguntó el general Isogai.

– Podéis, pero, antes, os ruego que aceptéis mis condolencias por la muerte del coronel Ibe.

La expresión jovial del general devino sombría.

– Ibe era un buen soldado. Un buen amigo, también. Ascendió desde abajo conmigo. Lo echaré de menos. -Profirió una carcajada sin humor-. ¿Recordáis nuestro último encuentro? Estábamos muy satisfechos porque teníamos las cosas bajo control. Ahora han asesinado a uno de mis hombres más importantes y vos tenéis de malas al caballero Matsudaira porque no lográis atrapar al culpable.

Se acercó a la ventana.

– ¿Veis lo vacío que está el castillo? -Sano asintió-. Todo el mundo se ha enterado de que el asesino os tuvo a tiro anoche. Aquí, en el único lugar que todos creíamos seguro. La gente tiene miedo de salir. No quieren ser los próximos en morir. Están escondidos en sus casas, rodeados de guardaespaldas. El bakufu entero se ha parado en seco.

Sano se imaginó cortada la comunicación entre Edo y el resto de Japón y al régimen Tokugawa perdiendo su control de las provincias. La anarquía engendraría rebeliones. No sólo aprovecharían los restos de la facción de Yanagisawa la oportunidad de recobrar el poder, sino que los daimios quizá se alzaran contra el dominio Tokugawa.

– Esto podría ser desastroso. Asignad soldados para escoltar y proteger a los funcionarios mientras cumplen con sus cometidos -dijo Sano.

El general frunció el entrecejo, poco convencido. -El Ejército ya anda metido en demasiadas cosas a la vez.

– Pues tomad prestadas tropas a los daimios. Traed a más de las provincias.

– Como deseéis -dijo el general, aunque todavía a regañadientes-. Por cierto, ¿os habéis enterado de que el asesino tiene mote? La gente lo llama «el Fantasma», porque acecha a sus víctimas y las mata sin que nadie lo vea. -Hizo un gesto hacia la ventana-. Dadme un enemigo al que pueda ver, y mandaré todos mis arcabuceros, arqueros y espadachines contra él. Pero mi ejército no puede combatir a un fantasma. -Se volvió hacia Sano-. Vos sois el detective. ¿Cómo lo encontramos y atrapamos?

– Con la misma estrategia que usaríais para derrotar a cualquier enemigo. Analizamos la información de la que disponemos. Luego vamos por él. Isogai parecía escéptico.

– ¿Qué sabemos de él salvo que tiene que ser un loco? -Su ataque contra mí me ha enseñado dos cosas -explicó Sano-. Primero, su motivación es destruir el régimen del caballero Matsudaira matando a sus funcionarios clave.

– ¿No lo sospechabais ya desde que el jefe de la metsuke murió en la carreras de caballos?

– Sí, pero ahora es una certeza. No conocía bien a ninguna de las víctimas; no compartíamos amigos, asociados, lazos familiares ni enemigos personales. No teníamos nada en común salvo nuestros nombramientos para el nuevo régimen del caballero Matsudaira.

El general asintió.

– Entonces el asesino debe de ser un recalcitrante de la oposición. Pero no creeréis que está conchabado con los ancianos Kato e Ihara y su pandilla, ¿verdad? Juegan fuerte en política, pero no puedo creer que se atreviesen a algo tan arriesgado como un asesinato múltiple.

– Kato e Ihara todavía no están libres de sospecha -dijo Sano-, pero tengo otra teoría, a la que llegaré en un momento. Lo segundo que he aprendido sobre el asesino es que es un experto no sólo en las artes marciales místicas, sino además en el sigilo.

– Tuvo que serlo, para entrar a escondidas en vuestro complejo y llegar a vuestro lado mismo -corroboró Isogai.

– Si pudo conseguir eso, pudo entrar en el castillo desde fuera -prosiguió Sano-. No haría falta que se tratase de alguien de dentro.

El general torció el gesto, poco satisfecho con la idea de que las poderosas defensas del castillo pudieran fallar, pero dijo:

– Supongo que es posible.

– ¿De modo que es un experto en sigilo y pertenece a la oposición? Me viene a la cabeza en particular el escuadrón de soldados de élite de Yanagisawa.

Aquellos hombres habían sido maestros del sigilo y las artes marciales, muy bien adiestrados, contratados por Yanagisawa para mantenerse en el poder. Habían sido sospechosos de pasados asesinatos políticos de enemigos del ex chambelán, pero nunca atrapados: cubrían su rastro demasiado bien.

El general alzó las cejas en señal de sorpresa.

– Sabía que eran una panda peligrosa, pero nunca oí que pudieran matar con un roce.

– De haber podido, lo hubieran mantenido en secreto. -A Sano lo asaltó una idea perturbadora-. Me pregunto cuántas muertes se han producido a lo largo de los años que han parecido naturales pero en realidad fueron asesinatos ordenados por Yanagisawa. -Sin embargo, no podía hacer gran cosa al respecto en ese momento-. El motivo de mi visita es preguntaros qué fue del escuadrón de élite tras la caída de Yanagisawa.

– Habéis venido al lugar indicado.

El general se acercó a una tabla, pegada a la pared, que mostraba una lista de treinta nombres. Dieciocho estaban tachados con rayas rojas; había anotaciones en los márgenes. Sano no reconoció ninguno de los nombres.

– Trataban de pasar desapercibidos -explicó el general-. Usaban alias cuando viajaban de un lado a otro. Era difícil seguir el rastro de sus movimientos. -Señaló los nombres tachados de rojo-. Estos hombres murieron en la batalla cuando asaltamos la casa de Yanagisawa. Mis hombres mataron a la mitad. Los demás prefirieron suicidarse a que los tomáramos prisioneros. Sin embargo, los otros doce no se hallaban en el recinto en ese momento, y escaparon. Capturarlos ha sido una prioridad porque creemos que son cabecillas del movimiento clandestino y responsables de ataques contra el Ejército.

Sano se alegró de tener nuevos sospechosos, pero la perspectiva de localizar a doce implicaba un trabajo muy arduo.

– ¿Habéis atrapado a alguno?

– Estos cinco. -Isogai dio unos golpecitos con el dedo en los nombres-. El invierno pasado tuvimos un golpe de suerte. Pescamos a uno de sus secuaces y lo torturamos hasta que nos reveló dónde encontrarlos. Cercamos su escondrijo, los prendimos y los ejecutamos.

– Eso reduce las posibilidades -dijo Sano, aliviado. Si sólo disponía de dos días para atrapar al asesino antes de morir, tendría que trabajar rápido-. ¿Tenéis alguna pista sobre los demás?

– Estos últimos siete son los más listos. Es como si fueran fantasmas de verdad. Nos acercamos a ellos y… -El general agarró el aire y luego abrió la mano vacía-. Lo único que tenemos últimamente es un puñado de posibles avistamientos, de informadores no demasiado fiables.

Abrió un libro de su escritorio y pasó el dedo por una columna de caracteres.

– Todos fueron vistos en salones de té de la ciudad. Varios eran lugares donde los hombres de Yanagisawa solían beber antes de la guerra. Os haré una copia de los nombres y las localizaciones, junto con los nombres de los siete soldados de élite que siguen dados a la fuga. -Mojó en tinta un pincel y escribió en una hoja, que secó antes de entregar a Sano.

– Muchas gracias -dijo éste, confiando en tener el nombre del asesino y la clave de su paradero.

– Si el Fantasma es un miembro del escuadrón de Yanagisawa, os deseo más suerte para atraparlo de la que hemos tenido nosotros -dijo el general.

Intercambiaron reverencias y, cuando Sano daba la vuelta para partir, Isogai dijo:

– Por cierto, si vos y vuestros hombres os enfrentáis con esos demonios, tened cuidado. Durante el asalto a la casa de Yanagisawa, los dieciocho mataron a treinta y seis de mis soldados antes de ser derrotados. Son peligrosos.

En los ojos del general centelleó una sardónica comicidad.

– Pero a lo mejor eso ya lo sabéis por experiencia propia.

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