Capítulo 33

En el tejado inferior, Sano se revolvía y daba manotazos intentando sacudirse a Kobori. Éste aguantó sin dejar de golpear con las manos, hincar dedos y hundir rodillas y codos en puntos sensibles del sistema nervioso de su rival. Su energía se disparaba como fuegos artificiales que estallaran en todo el cuerpo de Sano, que aullaba de agonía entre convulsiones. Se las ingenió para encajar una rodilla entre su cuerpo y el de Kobori. Empujó con todas sus fuerzas.

Kobori salió impulsado hacia atrás. Cayó, dio una voltereta haciendo el pino y se irguió en toda su estatura como si tuviera un resorte. Sano se levantó trabajosamente. Le dolía todo. Se tambaleaba como un espantajo al viento, mientras Kobori aguardaba presto a atacar de nuevo.

– ¿De modo que creéis que podéis conmigo? ¿A qué estáis esperando? -lo azuzó.

A Sano cada aliento le desgarraba los pulmones. El combate cuerpo a cuerpo nunca había sido su fuerte, y seis meses sentado en su despacho no habían ayudado. Recordó lo oxidado que se había sentido al practicar con su amigo Koemon. Combatiendo el pánico, se propuso distraer a Kobori y evitar que concentrara la energía de su cuerpo y su mente en un toque de la muerte.

– ¿Aún no te has dado cuenta de que tu cruzada es inútil? -Le espetó. A lo mejor también podía desmoralizarlo y debilitarlo-. La guerra ha terminado.

– No habrá terminado mientras yo esté vivo -replicó Kobori-. Vos seréis mi mayor victoria.

Se acercaron, Sano cojeando por el dolor, Kobori con paso seguro y parsimonioso. Sano levantó las manos, aprestándose a atacar o defenderse como mejor pudiera. Kobori arqueó la espalda. Se movió con un brazo en alto y el otro suelto, los codos doblados. Sus ojos adoptaron un brillo extraño. La energía irradiaba de él como un zumbido frenético y vibrante. Sano le veía la cara y las manos con nitidez, como si emitieran luz propia, en contraste con sus ropas negras. Sólo los separaban unos pasos cuando Kobori se impulsó y lanzó una pierna en horizontal hacia Sano. La patada lo alcanzó en la barbilla, justo por debajo del labio inferior.

A Sano le entrechocaron las mandíbulas y su cabeza salió despedida hacia atrás. Se tambaleó y cayó de rodillas. Se le nubló la visión como si el impacto, ligero pero poderoso, le hubiera aflojado los ojos. Kobori seguía de pie en el mismo punto que antes. Había golpeado y se había retirado con tanta rapidez que parecía no haberse movido en absoluto, sólo proyectado su imagen y su fuerza contra Sano. Su energía reverberaba; su sonrisa destellaba.

– Os toca -dijo-. ¿O acaso os rendís?

Por desesperada que fuera la situación, Sano se negaba a someterse. Lanzó un golpe contra Kobori, que lo esquivó con un rápido movimiento. Sano probó otra vez, y otra. Kobori parecía saber lo que iba a hacer antes que él mismo. Nunca estaba donde Sano dirigía sus golpes. Desaparecía y luego reaparecía en otra parte, como si discontinuara su existencia a fogonazos. Frenético, Sano le lanzó un puñetazo a las costillas. Kobori paró el golpe y le hundió los nudillos en la muñeca.

Sano perdió el aliento completamente y se le hundió el pecho. Dio un traspiés, doblado sobre sí, boqueando como un pez, asombrado de que el golpe le afectara una zona del cuerpo tan lejos del punto de impacto. Kobori debía de haber canalizado su energía por los nervios que iban de la muñeca a los pulmones. Mientras luchaba por respirar, Kobori le hincó los dedos al lado del ojo derecho. Sano se sintió aturdido por un momento, como si acabara de despertar en un lugar desconocido sin la menor idea de cómo había llegado allí.

Kobori había atacado unos nervios que le ofuscaban el pensamiento.

Sintió un acceso de terror profundo. Cada ataque que lanzaba le era devuelto. Las únicas veces que entraba en contacto con Kobori eran cuando éste paraba sus golpes y a la vez le asestaba otros. Trastabilló mientras recibía patadas en las piernas y puñetazos en la espalda y los hombros. Con cada golpe el asesino exhalaba un aliento explosivo, como un tronco en llamas rociado con queroseno. La náusea y el vértigo se sumaban al dolor que lo asolaba. Arremetió contra Kobori y perdió el equilibrio. Mientras resbalaba tejado abajo, Kobori aferró su muñeca. Le dio media vuelta de un tirón y lo golpeó por debajo del ombligo.

El pulso de Sano se aceleró hasta convertirse en un martilleo frenético. Sintió una intensa presión en la cabeza, como si fuera a estallarle. Gritó por encima del borboteo de la sangre en sus oídos.


Yugao arremetió con su cuchillo. Reiko giraba sobre los talones, saltaba y contraatacaba, pero, pese a haber ganado muchas peleas, nunca había luchado contra alguien así. Comparada con sus anteriores oponentes, Yugao era una aficionada, sin posibilidades ante el adiestramiento y la experiencia de Reiko. Sin embargo, lo que le faltaba en pericia lo compensaba con temeridad y resolución. Reiko le hizo cortes en los brazos y la cara, pero la chica parecía inmune al dolor, ajena a su sangre, que salpicaba el suelo mientras luchaban.

Los golpes y sacudidas contra el techo hacían de contrapunto a sus gritos. Reiko estaba empapada en sudor, jadeante del esfuerzo de agacharse y acometer, girar y lanzar reveses. Yugao la atacó con fuerza maníaca y Reiko pisó un jirón de tela que le colgaba de una manga desgarrada. Se le enganchó el pie, tropezó y cayó de espaldas cuan larga era. Yugao se precipitó hacia ella, con el cuchillo en alto. La cara le brillaba de triunfo salvaje. Se lanzó sobre Reiko mientras el cuchillo hendía un arco descendente apuntado a su cara. Reiko aferró con fuerza su propia arma y acometió hacia arriba para salirle al paso.

Yugao, lanzada, se ensartó en el cuchillo de Reiko, que notó cómo le atravesaba el pecho. La chica emitió un chillido terrible, estridente, agónico. Se le pusieron los ojos como platos; sus manos soltaron el cuchillo y se agitaron frenéticamente. Luego cayó sobre Reiko.

Su peso la aplastó contra el suelo y la hoja se hundió hasta la empuñadura. Reiko soltó una exclamación al notar las manos apretadas contra el cuerpo de su rival, la espantosa sensación de la sangre caliente.

Yugao tendió los brazos para amortiguar su caída. Por un momentó su cara quedó pegada a la de Reiko. La chica la miró fijamente con la expresión transida de estupor, dolor y rabia. Se apartó haciendo fuerza con las manos y se sentó, con las piernas estiradas. Reiko se puso en pie, con el corazón desbocado, dispuesta a correr o luchar otra vez si hacía falta. Recogió del suelo con un gesto rápido el cuchillo que Yugao había soltado.

Al principio la chica no se movió. Contemplaba con la boca abierta el puñal incrustado en su abdomen y su ropa ensangrentada. Agarró la empuñadura. Le temblaban las manos y su respiración era rápida y superficial. Con un ronco gemido, extrajo el cuchillo de un tirón. Brotó un nuevo borbotón de sangre. Yugao alzó la cabeza y cruzó la mirada con Reiko. Su tez había adquirido una palidez mortal y le goteaba sangre de los labios, pero la ira persistía en sus ojos. Con el cuchillo en la mano, se arrastró por el suelo hacia Reiko hasta que, jadeando, se derrumbó. Lanzó el cuchillo hacia Reiko con las pocas fuerzas que le quedaban. El arma aterrizó lejos de su blanco y Yugao se aovilló en torno a su herida.

– ¡Kobori-san! -exclamó. Los sollozos le sacudían el cuerpo.

Más golpes retumbaron en el techo. Reiko sacudió la cabeza, demasiado abrumada para saber con exactitud lo que sentía o pensaba. Bajo su alivio borboteaba una lava de emociones. Oyó un estrépito de pasos que se acercaban por el pasillo. Los detectives Marume y Fukida irrumpieron en la habitación, acompañados por el teniente Asukai y sus demás escoltas. Hirata los seguía a cierta distancia.

– ¡Dama Reiko! -exclamó Marume.

El y los demás miraron boquiabiertos a Yugao, que yacía sollozando en el suelo, llamando a su amante. Contemplaron a Reiko, que cayó en la cuenta de que iba vestida con jirones y estaba cubierta de sangre de su enemiga, de Tama y de los muchos cortes que había recibido, leves pero dolorosos.

– ¿Estáis bien? -preguntó Fukida con ansiedad.

– Sí -respondió Reiko.

– ¿Dónde está el chambelán Sano? -inquirió Hirata con apremio.

– Está en el tejado, luchando con Kobori. -Las palabras salieron de su boca sin reflexión previa. En cuanto las hubo pronunciado, supo que eran ciertas. Su instinto le indicaba que aquellos ruidos procedían de su marido y el Fantasma enzarzados en combate, y que Sano se hallaba en peligro de muerte. Gritó-: ¡Tenemos que ayudarlo!

Los hombres salieron corriendo de la habitación. Ella siguió su estampida por el pasillo.


Mareado de dolor, Sano lanzó puñetazos desesperados y salvajes hacia Kobori, que le castigó la caja torácica. Sano sintió un acceso de temblores. Cayó sacudiéndose de manera incontrolable, mientras Kobori se situaba de pie encima de él.

– Tenía entendido que erais un gran guerrero. Me decepcionáis -dijo.

El terror estrechó la visión de Sano y encogió el mundo. Sólo veía a Kobori con la cara radiante, los ojos encendidos de oscuro fulgor. La fuerza física de Sano estaba poco menos que agotada. Luchando por recuperar la lucidez, recordó vagamente lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata: «Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza real de derrotarlo en un duelo.»

– Yo también he oído hablar de ti -dijo Sano, apenas capaz de pensar, hablando por instinto. Tragó sangre y mucosidad; se enderezó ayudándose con las manos-. De un sacerdote llamado Ozuno. Fue tu maestro.

Hubo una pausa.

– ¿Y qué dijo? -El tono de Kobori sonó indiferente, pero sólo fingía que no le importaba lo que Ozuno pensara de él.

– Dijo que te había repudiado -respondió Sano.

– ¡Nunca! -Lo dijo con tanta vehemencia que Sano supo que el rechazo de Ozuno todavía le dolía-. Teníamos diferencias de filosofía. Nos separamos para seguir cada uno su camino.

Sano agradeció a la providencia por bendecirlo. Había encontrado el punto débil de Kobori: era el propio Ozuno.

– Tú te incorporaste al escuadrón de élite de Yanagisawa -prosiguió Sano-. Usaste tus habilidades para cometer asesinatos políticos.

– Eso es mejor que lo que hacían Ozuno y su hermandad de viejos chochos -repuso Kobori-. Se conformaban con preservar el saber para la posteridad. ¡Qué desperdicio!

Sano sintió que la energía del Fantasma se desviaba de él. Sus fuerzas revivieron y, aunque seguía mareado, se las ingenió para levantarse.

– Ya entiendo. Querías más de lo que podía ofrecerte la hermandad.

– ¿Por qué no? No quería ser un samurái de provincias y pasarme la vida cuidando de las tierras del daimio del lugar, ahuyentando bandidos y manteniendo a los campesinos a raya. Tampoco quería consagrarme a las tradiciones obsoletas de Ozuno. Me merecía algo más.

– De modo que te vendiste a Yanagisawa.

– ¡Sí! -Kobori se apresuró a justificarse-: El me ofreció una oportunidad de ser alguien. De moverme en círculos más grandes y más altos. De tener un propósito en la vida.

Sano comprendió que las motivaciones de Kobori iban más allá del habitual código de honor del bushido que obligaba a obedecer a un superior. Eran personales, como debían de serlo sus razones para la cruzada contra el caballero Matsudaira.

– Bueno, ahora que Yanagisawa ha desaparecido, se ha llevado con él tu propósito. Sin él, vuelves a ser nada.

– No ha desaparecido para siempre. Estoy creando tal pánico en el régimen de Matsudaira que no tardará en caer. Mi señor regresará al poder.

Y entonces, creía Kobori, recuperaría su propia posición. Sano vio que sólo seguía a Yanagisawa porque sus intereses coincidían. El quid de la cuestión era el orgullo personal de Kobori, no el honor que vinculaba a un samurái con su señor. Como luchador era invencible, pero su orgullo era su debilidad. Había padecido un duro revés cuando Ozuno lo repudió, y otro cuando cayó Yanagisawa y lo arrastró con él en su caída. Ahora necesitaba un golpe más, uno decisivo.

– ¿Quieres saber qué más dijo Ozuno de ti? -preguntó Sano.

– No me importa -le espetó Kobori, molesto además de claramente ansioso por saberlo-. Ahorrad el aliento y a lo mejor vivís un rato más.

Sano pensó que, cuanto más tiempo tuviera hablando a Kobori, mayores eran sus posibilidades de sobrevivir.

– Ozuno dijo que nunca llegaste a dominar del todo el arte del dim-mak porque no completaste tu entrenamiento.

La expresión de Kobori se tiñó de indignación.

– Me fui cuando había aprendido todo lo que podía enseñarme. Lo había superado. ¿Os mencionó que trató de matarme y le pegué una paliza?

– Dijo que no llegaste a explotar al máximo tu potencial -prosiguió Sano, poniendo más palabras en boca de Ozuno-. Podrías haber sido el mejor maestro de artes marciales, pero malgastaste tu entrenamiento, tu talento y tu vida. No eres más que uno entre un millar de ronin forajidos.

– ¡Soy el mejor maestro de artes marciales! Lo he demostrado esta noche. Mañana sabrá que se equivocaba sobre mí. Olerá el humo de las piras funerarias de todos los hombres que he matado aquí. -Y, enfurecido, gritó-: ¡Y se tragará vuestras cenizas junto con las de ellos!

Arremetió contra Sano y le lanzó una lluvia de golpes desde todas las direcciones. Sin embargo, mientras se sacudía, giraba y gritaba de dolor, Sano percibió que Kobori había perdido el dominio de sí. Los insultos a su orgullo y el miedo a que su empresa en verdad fracasara lo habían desquiciado. Atacaba atropelladamente sin alcanzar puntos letales, descargando en Sano su ira contra Ozuno. Sus alientos parecían ya más débiles sollozos que bocanadas de fuego. Kobori deseaba torturarlo, más que matarlo. Sano se obligó a aguantar y sufrir, ganando tiempo.

Kobori aminoró el ritmo de su ataque, seguro ya de su victoria. Sano se dejó caer adrede sobre un caballete que sobresalía del tejado. Kobori se agachó para agarrarlo. Sano tenía los ojos tan cubiertos de sangre y sudor que apenas alcanzaba a ver. Guiado por un instinto ciego, logró aferrar una muñeca de Kobori. Sus dedos encontraron dos huecos en el hueso y apretó con toda su fuerza.

Kobori soltó el aire, sorprendido. Durante un instante le flaquearon los músculos mientras el apretón le drenaba la energía. Sano tiró de él hacia abajo y le clavó los dedos de la otra mano bajo la barbilla. Kobori profirió un alarido de dolor y alarma. Retrocedió y preparó el brazo libre para asestarle un golpe mortal en la cara, pero Sano se lanzó hacia delante en un último y desesperado esfuerzo. Su frente se estrelló contra el pecho de Kobori.

El impacto de la colisión le reverberó en la cabeza. Unas lucecitas blancas titilaron en su visión, como si las estrellas del firmamento se estuvieran astillando.

Antes de que supiera si el golpe de Kobori lo había alcanzado, el universo se sumió en la negrura y el silencio.


Reiko, Hirata, los guardias y los detectives atravesaron a la carrera la casa oscura y laberíntica.

– Tiene que haber una escalera que llegue al tejado -dijo Fukida.

El teniente Asukai, más adelantado, exclamó:

– ¡Aquí!

Subieron en tropel por la escalerilla. Marume abrió una trampilla y los hombres se encaramaron hasta el tejado. El teniente Asukai ayudó a Reiko a subir. El tejado de juncos era ancho, inclinado y gris a la luz de la luna. No oyó ningún sonido, ningún movimiento: la lucha había cesado. Entonces distinguió dos formas humanas tumbadas en la pendiente de un caballete, como si las hubiera lanzado allí el viento, los cuerpos descoyuntados.

– ¡Allí! -exclamó, señalando. El pavor le encogió el corazón.

Una de las figuras se movió y luego se puso en pie, insegura. Se irguió sobre el otro cuerpo postrado. El pánico de Reiko dio paso a un horror angustiante. Dos hombres habían luchado. Uno había ganado y sobrevivido. Creía adivinar cuál.

– ¡No! -chilló.

El eco de su voz resonó en las colinas. El superviviente se volvió poco a poco hacia ella. Reiko se preparó para ver el rostro de Kobori, el asesino de su marido. Sin embargo, la luz iluminó el rostro de Sano. Estaba tan maltrecho, ensangrentado e inflamado que a duras penas lo reconoció, pero era Sano, vivo y victorioso. Reiko sintió un alivio tan grande que estuvo a punto de desmayarse. Gimió y hubiese salido corriendo hacia su marido, pero éste levantó la mano.

– No te acerques -dijo-. Kobori está vivo.

La figura postrada se agitó. Marume y Fukida cruzaron el tejado y apresaron a Kobori, maniatándole las muñecas y los tobillos. Reiko se lanzó hacia Sano. El la sostuvo entre sus brazos mientras ella lloraba de alegría.

– ¡Creí que estabas muerto! -exclamó-. ¡Creí que el Fantasma te había matado!

Sano soltó una risita que se convirtió en un acceso de tos.

– Deberías tener un poco más de fe en mí.

Bajaron la vista hacia Kobori, amarrado como una presa de caza. Su cara no presentaba ninguna marca pero sí una palidez mortal, bañada en sudor. El aliento le salía jadeante entre los dientes apretados. Parecía a punto de perder el conocimiento, sus ojos como rescoldos apagados con agua. Sin embargo, alzó la mirada hacia Sano y una ironía malsana le animó las facciones.

– Creéis haber ganado -masculló-. Pero estabais derrotado antes de que empezara nuestro combate. ¿Recordáis la noche que entré en vuestra casa? -Se le hinchó el pecho en una carcajada insonora-. Pues bien: mientras dormíais os toqué.

Sano y Reiko lo contemplaron, demasiado estupefactos y horrorizados para hablar, y el Fantasma cerró los ojos. Su último aliento escapó con un suspiro.

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