28. EL CORAZÓN Y OTROS FRUTOS AMARGOS

Cayetano vestido pero, con las manos ante las partes, la boca abierta, vacía de dientes, de muelas, de aire, hasta que el acercamiento de los dos policías le dicta las palabras.

– Lo del dinero fue lo de menos. Eran sus desprecios. Me trataba como a un mono de feria, ella era la inteligente, la que había estado a punto de ser… ¡Yo qué sé! Emmanuelle.

La abogada había levantado una mano, como pidiendo permiso a Lifante para corregir a su cliente. Pero Lifante no se lo dio y Cayetano le envió algo parecido a un guiño de ojos y prosiguió su confesión.

– Le di el golpe para que dejara de insultarme y la apuñalé para despistar, pero también para demostrarle que yo también tenía imaginación. No tienes imaginación, me repetía. Y la última puñalada se la di allí, sí, allí, allí, donde Vd. piensa, y le dije: toma, para que no jodas allí arriba.

Cayetano señaló el cielo y sonrió, pero se le desvencijó la sonrisa, porque Lifante le había acercado la cara y cogido la barbilla entre dos dedos, duros, crueles.

– ¿Qué has dicho? ¿Dónde le diste las puñaladas?

– Allí abajo. En el coño. En la concha, como ella decía.

– ¡Se las diste en el corazón, dos, una detrás de otra!

– ¡No me hubiera atrevido! ¡En el corazón, no! ¡No me haga daño, señor Lifante!

Es una demanda para que la abogada de oficio intervenga, porque los dedos de Lifante ya iban otra vez a por su barbilla.

– No te hubieras atrevido. ¡Bien se las diste en el coño, según tú!

Salta Cayetano poseído por un ataque de rabia que se vuelve de epilepsia. Cae al suelo con los ojos en blanco y la boca llena de saliva. Los ojos y las manos se ciernen sobre él pero no se atreven a intervenir.

– ¡Que alguien le meta un lápiz debajo de la lengua! Si se la muerde y se la corta, no habla.

– Es que babea.

– ¿Tendré que hacerlo yo?

Lo hace el master en nueva pobreza y mendicidad, mientras Lifante recompone la situación. La abogada le interroga sobre la verdad de las puñaladas, sobre la puerilidad de esconder lo que se sabrá en el juicio. En el corazón, en el corazón, repite dos veces Lifante, como si estuviera dando o recibiendo dos puñaladas seguidas en el corazón. Entonces mi cliente es inocente, proclama la rubita, todos Vds. han oído que se ha equivocado al señalar las puñaladas, algo o alguien le ha obligado a comerse el marrón. La palabra marrón en la boquita sin pintar de la rubita enterneció al estado mayor de Lifante. Mi cliente es inocente. Cayetano era de la misma opinión cuando recuperó el conocimiento.

– Yo no he matado a nadie. ¿Cuándo he tenido yo un bate de base-ball? El gordo me asustó.

– Ahora sale un gordo.

– El gordo me dijo que nadie tiene en cuenta la desaparición de un mendigo y que debería colaborar, que un crimen pasional es algo habitual y más entre mendigos. Me dijo que a la sociedad no le importa el código de los mendigos y es muy transigente con sus transgresiones, como lo es con el código de los animales. ¿No estás tú harto, Cayetano, de ver documentales en la tele en los que un bicho feísimo se come a otro encantador? ¿Se lo tiene en cuenta la gente? No. Es el código de la selva. Vosotros los vagabundos tenéis vuestro código. Y yo estaba tan asustado. Me asustan tanto Vds., sobre todo Vd., Curro, me asusta mucho.

– ¡No te jode!

– Y luego el gordo con sus matones. Me pegaban con los palos de base-ball en la canilla de la pierna. Por eso pedí un abogado de oficio. Además, circula por ahí que en España los vagabundos son utilizados como cobayas de guerras bacteriológicas y de virus de nuevo diseño.

– Lo que faltaba.

Cayetano pidió hablar con Lifante a solas y se fue cojeando hasta el rincón escogido por el policía.

– Lo del hombre gordo, argentino, inspector, no me lo he inventado. Y aquí en esta casa lo conocen. Se lo juro. Le han visto entrar más de una vez para entrevistarse con el señor jefe, con el señor jefe de Vd. ¿Comprende, Lifante?

Cayetano le estaba dedicando la mejor de sus sonrisas melladas, en los labios las mejores salivas de la más espectacular epilepsia. Lifante cogió su americana y salió mientras mascullaba:

– Que firme lo que quiera y que se vaya. Este mendigo no sirve. Busquen a otro.

No saldrá Cayetano hasta altas horas de la madrugada. Los periodistas, compañeros de COU de la abogada de oficio, esperan en una puerta, pero la propia rubita se lleva a Cayetano por la principal. Vía Layetana abajo, Cayetano recupera sus aires de gran mendigo e invita a cenar a su abogada en un figón cerca de Santa María del Mar donde aceptan a gente que va vestida como yo.

– Les he dicho lo de las puñaladas en el coño porque seguro que no se las habían dado, y si no se las habían dado, ¿cómo iba a dárselas yo? En la vida he aprendido que cuando te condenan a vivir como una alimaña hay que asumirlo, más allá de lo que te obligan a asumir, más allá y sólo así les desbordas. No me extraña que le apuñalaran el corazón. Lo tenía muy borde, pero también grande y muy herido. Un médico que dijo una vez, o lo leí, que en el corazón quedan las cicatrices de todas las desgracias que nos pasan.

Cayetano hundió la navaja en el melocotón, dos veces. Mireia cerró los ojos y no se llevó la mano al corazón hasta que estuvo sola, ya en la calle y Cayetano le gritaba:

– ¡Te enviaré un regalo! ¡Tengo dinero! ¡Más dinero del que tú ganarás en toda tu vida como abogado de oficio! ¡Gracias, rubia!

Debía recuperar su carro y caminó sobre las botas de las siete leguas hasta rebasar el parque de la Ciudadela e ir a por el Pueblo Nuevo residual donde encontraba los mejores rincones, un taller de máquinas herramientas abandonado. Corrió el carrito y bajo él apareció una tapa metálica. Ya tenía Cayetano la palanca preparada y la tapa cayó como una gigantesca moneda junto al agujero que tapaba. Se echó Cayetano al suelo, metió los dos brazos en el orificio y, cuando los sacó, la punta de los diez dedos asían un mugriento fardo que poco pesaba. Deshizo el hato y de su interior brotaron prendas de vestir, un necessaire de propaganda de Agua Lavanda Puig y un envoltorio de papel de periódicos. Se afeitó el mendigo con la ayuda de un cubo de agua, se aseó las superficies que iban a quedar visibles y las invisibles las cubrió con un traje a cuadros príncipe de Gales, traje cruzado, con chaleco y respaldado por una camisa azul y corbata Hermes de contenedor de Pedralbes, recosida por Palita. Allí estaban los mejores zapatos que había tenido en su vida, también del contenedor de Pedralbes, marca Church, muy cerquita de llamarse Churchill, indicio de que eran ingleses e importantes. No había espejos pero Cayetano sabía que ya no era Cayetano y se sintió más otra persona cuando del paquete envuelto con papel de periódicos sacó una cartilla de ahorros de la Caixa y un puñado de billetes de diez mil pesetas que contó, recontó. Medio millón. Se repartió el dinero por los diferentes bolsillos del traje, metió sus prendas desechadas en el agujero, resituó la tapa de hierro y se quedó contemplando el carrito. Acarició las arquitecturas de los cartones, tomó distancia y pegó una patada que dio con el carrito por tierra. Se fue caminando hasta las nuevas playas de la Ciudad Olímpica en plena amanecida y se sentó en un banco desde el que dominaba el encuentro entre el Pueblo Nuevo y aquella nueva Barcelona, Nueva Icaria, como la había bautizado la propaganda inmobiliaria antes de los juegos. Sabía que Carvalho pasaría por allí camino de casa de su tío, a interesarse por un posible viaje a Argentina. Sabía que el gordo no estaría lejos y era importante encontrárselos y que no le reconocieran.

Carvalho llegó a las once de la mañana. Consultó el número de la escalera y pulsó el botón del sobreático. El gordo hacía rato que le esperaba en una esquina. Cayetano pasó junto a él, tuvo incluso que rodear el volumen que ocupaba sobre la acera y siguió caminando. Volvería a casa. Su casa era una prima segunda que tenía una mercería en Santander, pero con aquel traje, la cartilla a donde habían ido a parar toneladas de cartones recogidos y quinientas mil pesetas en el bolsillo, Santander sería una fiesta. Haría como su abuelo. Pasear todas las mañanas con los pies descalzos por la playa del Sardinero, luego calzarse y subir hasta el barrio residencial en torno del Palacio de la Magdalena. Tal vez alguna vez recordaría a Palita, pero viva, nunca como cuando le obligaron a machacarle la cabeza con aquel bate y luego el chulo musculitos aquél se había liado a puñaladas con el cuerpo ya muerto o que parecía muerto y finalmente las dos puñaladas en el corazón, una, dos. Qué amargas, qué amargas le habían sabido aquellas dos puñaladas inútiles. Al fin y al cabo él la había matado para salvarse. ¿Ella habría hecho lo mismo? No estaba seguro. Palita tenía algo de heroína que le desconcertaba. No era una vagabunda en el sentido estricto y demasiadas veces estaba dispuesta a jugarse la vida por algo más que por conservarla.

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