Cuando Brooke se despertó a la mañana siguiente y vio que eran las nueve y media, se le aceleró el corazón y saltó de la cama. Pero entonces recordó que no llegaba tarde a ningún sitio. En ese momento, tenía que ir exactamente a cero lugares, y aunque no era la situación ideal (ni tampoco sostenible), había tomado la decisión de pensar que tampoco era el fin del mundo. Además, tenía un plan para el día, lo que constituía el primer paso para establecer una rutina diaria (las rutinas eran muy importantes, según un artículo reciente de Glamour sobre el desempleo).
El punto uno de la lista de consejos de Glamour era: «Haz en primer lugar lo que más te horrorice.» Así pues, antes incluso de quitarse el albornoz, Brooke se obligó a coger el teléfono y llamar a Margaret. Sabía que su ex jefa habría terminado la reunión matinal del equipo y estaría de vuelta en su despacho, preparando el calendario para la semana siguiente. Como esperaba, respondió a la primera llamada.
– ¿Margaret? ¿Cómo estás? Soy Brooke Alter.
Le resultaba difícil hablar, por los latidos de su propio corazón en el pecho.
– ¡Brooke! Me alegro de oírte. ¿Cómo va todo?
Era evidente que la pregunta no quería decir nada (era sólo una fórmula de cortesía), pero por un segundo, Brooke sintió pánico. ¿Le estaría preguntando cómo iba todo con Julian? ¿Con la situación de la chica del Chateau? ¿Con todas las conjeturas de la prensa acerca de su matrimonio? ¿O era sólo una manera amable de iniciar la conversación?
– Todo va muy bien, ya sabes -respondió, y de inmediato se sintió ridícula-. ¿Y tú?
– Bueno, nos vamos arreglando. He estado haciendo entrevistas para cubrir tu vacante, y tengo que decirte una vez más, Brooke, que siento muchísimo lo sucedido.
Brooke vio un atisbo de esperanza. ¿Se lo estaba diciendo para que le pidiera que la readmitiera? Porque si era así, ella estaba dispuesta a suplicarle y a hacer cualquier cosa para congraciarse con Margaret. Pero no, no era lógico. Si quisiera volverla a contratar, no la habría despedido de entrada. «Actúa con normalidad -se dijo-. Di lo que querías decir y cuelga el teléfono.»
– Margaret, sé muy bien que no estoy en situación de pedirte ningún favor, pero… Me preguntaba si podrías acordarte de mí, en caso de que surja alguna oportunidad de empleo. No digo en el hospital universitario, claro, pero si te enteras de alguna otra cosa…
Hubo una breve pausa.
– Muy bien, Brooke. Estaré pendiente y te informaré de lo que vea.
– Te lo agradecería muchísimo. Estoy ansiosa por volver a trabajar y te prometo (como prometeré a cualquier futuro empleador) que la carrera de mi marido no volverá a ser un problema.
Aunque quizá sintiera curiosidad, Margaret no hizo ninguna pregunta al respecto. Hablaron de intrascendencias durante un minuto o dos, antes de despedirse, y Brooke lanzó un gran suspiro de alivio. Asunto horrendo número uno: hecho.
El asunto horrendo número dos (llamar a la madre de Julian para concretar los detalles del viaje a la boda de Trent) no iba a ser tan sencillo. Desde la gala de los Grammy, su suegra había adquirido la costumbre de llamarla casi todos los días, para darle interminables consejos que nadie le había pedido sobre la manera de comportarse como una esposa que sabe apoyar y perdonar a su marido. Normalmente, sus monólogos incluían ejemplos de las faltas cometidas por el padre de Julian (que variaban en gravedad desde flirtear con todo el personal de enfermería y recepción, hasta dejarla sola muchos fines de semana al año, para irse a lugares lejanos a jugar al golf con sus amigos y «Dios sabe qué más») y siempre ponían de manifiesto la enorme paciencia de Elizabeth Alter y su profunda comprensión del macho de la especie humana. Los tópicos del tipo «Los hombres son así» o «Detrás de cada gran hombre, hay una gran mujer» empezaban a resultar no sólo repetitivos, sino directamente agobiantes. En el aspecto positivo, Brooke no habría adivinado ni en un millón de años que la madre de Julian estuviera preocupada porque ellos dos siguieran casados, se divorciaran o se vaporizaran de la faz de la Tierra. Por fortuna, le saltó el buzón de voz de su suegra y pudo dejarle un mensaje, pidiéndole que le enviara por correo electrónico los planes de viaje, ya que no iba a poder hablar con ella durante el resto del día.
Estaba a punto de tachar el siguiente asunto de la lista, cuando sonó el teléfono.
– ¡Neha! ¡Hola, guapa! ¿Cómo estás?
– ¿Brooke? ¡Hola! Tengo una noticia estupenda. Rohan y yo volvemos definitivamente a Nueva York. ¡Este verano!
– ¡No me digas! ¡Qué bien! ¿Rohan ha conseguido trabajo en una firma de la ciudad?
Brooke ya había empezado a pensar en todas las emocionantes posibilidades: qué nombre pondrían a su sociedad, cómo atraerían a sus primeros clientes y todas las ideas que tenía para que corriera la voz. ¡Ya estaba un paso más cerca de que su sueño se hiciera realidad!
– A decir verdad, el trabajo lo he conseguido yo. Es una locura, pero una amiga mía acaba de firmar un contrato para sustituir a una nutricionista que estará de baja por maternidad durante un año. El problema es que ahora mi amiga no puede trabajar, porque tiene que atender a su madre enferma, y me ha preguntado si estaba interesada en trabajar para… ¡Adivina para quién!
Brooke repasó mentalmente la lista de famosos, convencida de que Neha iba a mencionarle a Gwyneth, a Heidi o a Giselle, y a la vez sintiendo pena por su sociedad, que ya no iba a poder ser.
– No lo sé. ¿Para quién?
– ¡Para los New York Jets! ¿Te lo puedes creer? Seré la asesora nutricional del equipo durante la temporada 2010-2011. No sé absolutamente nada de las necesidades nutricionales de una mole de músculos de ciento cincuenta kilos, pero supongo que tendré que aprender.
– ¡Oh, Neha, es increíble! ¡Qué oportunidad tan estupenda! -dijo, con toda sinceridad, porque reconocía que si se le hubiese presentado una oportunidad como aquélla, ella también habría renunciado a todo lo demás sin pensárselo dos veces.
– Sí, estoy muy emocionada. ¡Y deberías ver a Rohan! En cuanto se lo anuncié, lo primero que dijo fue: «¡Entradas!» Ya tiene todo el calendario de la temporada impreso y pegado a la nevera.
Brooke se echó a reír.
– Ya te veo a ti, con tu metro y sesenta centímetros, recorriendo el vestuario con una carpeta y un megáfono en la mano, arrebatando Big Macs y cajas de KFC a esos jugadores enormes.
– Sí, ¿verdad? Les diré, por ejemplo: «Lo siento mucho, señor Estrella de la NFL con una ficha de ocho mil trillones de dólares al año, pero voy a tener que eliminar de su dieta el jarabe de maíz rico en fructosa.» ¡Será fantástico!
Cuando Brooke colgó el teléfono, unos minutos después, no pudo evitar la sensación de que todos tenían su carrera encarrilada, excepto ella. Ya no iba a fundar una empresa con Neha. El teléfono volvió a sonar de inmediato. Segura de que era Neha, que la llamaba para contarle algún detalle más, Brooke contestó diciendo simplemente:
– ¿Y qué plan tienes, exactamente, para cuando uno de ellos te dé un puñetazo?
Oyó un carraspeo y, después, una voz masculina preguntó:
– ¿Brooke Alter?
Durante un segundo (y sin ninguna razón en absoluto), estuvo convencida de que la llamaban para decirle que Julian había sufrido un accidente terrible, o estaba enfermo, o…
– Brooke, soy Art Mitchell, de la revista Last Night. Quería saber si quieres hacer algún comentario sobre el artículo aparecido en «Página Seis» esta mañana.
Hubiese querido gritar, pero por fortuna consiguió controlarse lo suficiente para colgar el teléfono y desconectarlo. Le temblaban las manos, cuando se sentó delante de la mesita del cuarto de estar. Nadie, aparte de sus familiares más directos y sus amigos más íntimos, tenía su nuevo número privado. ¿Cómo era posible?
Pero ya no había tiempo para pensar en eso, porque ya había abierto su portátil y estaba tecleando la dirección de «Página Seis», la sección de cotilleos del New York Post. Y ahí estaba, en lo alto de la página, ocupando casi toda la pantalla de su ordenador. Había dos fotos: una de ella, del día que había salido con Nola, llorando en el Cookshop y enjugándose claramente las lágrimas con una servilleta, y la otra de Julian, saliendo de una limusina en algún sitio (probablemente Londres, a juzgar por el taxi clásico que se veía al fondo), mientras dejaba en el interior del vehículo a una chica sumamente atractiva. El pie de ilustración bajo la foto de Brooke decía: «Brooke Alter lloraba ayer el fin de su matrimonio, mientras almorzaba con una amiga.» Había un círculo en torno a la mano que secaba las lágrimas, presumiblemente para indicar la ausencia de la alianza matrimonial. La leyenda proseguía: «La ruptura es definitiva, según una fuente muy cercana a Brooke, quien asegura asimismo que el próximo fin de semana la esposa del cantante piensa asistir sola a una boda de la familia.» El pie de ilustración de la foto de Julian tampoco era agradable: «¡No ha escarmentado con el escándalo! Alter sigue la fiesta en Londres, después de que su mujer lo echase de su apartamento de Manhattan.»
Parecía imposible zafarse de la combinación de cólera y náuseas que a Brooke empezaba a parecerle habitual, pero hizo un esfuerzo para respirar profundamente y pensar. Suponía que debía de haber una explicación para la presencia de la chica en la limusina (ingenua o no, estaba absolutamente convencida de que Julian no podía ser tan irrespetuoso ni tan estúpido), pero el resto era indignante. Miró su foto y, por el ángulo y la mala definición, dedujo que la habría tomado un comensal del restaurante con un teléfono móvil. Disgustada, dio un puñetazo tan fuerte en el sofá, que Walter gimió y se bajó de un salto.
Sonó el teléfono fijo y, por la identificación de la llamada, vio que era Samara.
– ¡Samara, no puedo más! -dijo, en lugar de saludar-. ¿No se supone que tú te encargas de sus relaciones con la prensa? ¿No puedes hacer nada para evitar estas cosas?
Brooke nunca le había levantado la voz a Samara, pero no podía quedarse callada ni un segundo más.
– Comprendo que estés afligida, Brooke. De hecho, esperaba hablar contigo antes de que vieras el artículo, pero…
– ¡¿Antes de que yo lo viera?! -chilló Brooke-. ¡Pero si ya me ha llamado un cretino para pedirme que lo comente! ¿Cómo tienen este número?
– Mira, tengo que decirte dos cosas. En primer lugar, la chica que iba con Julian en el asiento trasero de la limusina es su peluquera y maquilladora. El vuelo a Edimburgo se retrasó y no había tiempo para arreglarlo antes de la actuación, así que lo estuvo maquillando en el coche. Ha sido un malentendido.
– Muy bien -dijo Brooke, sorprendida por el alivio que sintió, sobre todo teniendo en cuenta que ella ya suponía que debía de haber una explicación lógica.
– En segundo lugar, yo puedo hacer muy poco si tus allegados se ponen a hablar con la prensa. Puedo controlar las cosas en cierta medida, pero esa medida no incluye a tus amigos y familiares chismosos.
Brooke sintió como si le hubieran dado una bofetada.
– ¿Qué quieres decir?
– Que obviamente alguien ha difundido tu número privado, sabe de la boda de este fin de semana y habla de tu vida con los periodistas. Porque te aseguro que nada de eso ha salido de nosotros.
– Pero eso es imposible. Sé con toda seguridad que…
– Brooke, no quiero ser grosera, pero tengo una llamada entrante y me quedan muchas cosas por hacer. Habla con tu gente, ¿de acuerdo?
Y diciendo esto, Samara cortó la comunicación.
Demasiado nerviosa para concentrarse en nada (y sintiéndose culpable por no haberlo hecho antes), le puso la correa a Walter, se calzó las Uggs, cogió unos guantes del armario del vestíbulo y salió a la calle casi corriendo. No supo si habría sido por el gorro con pompón o por el plumífero enorme que llevaba puesto, pero lo cierto era que ninguno de los dos paparazzi que vio en la esquina echó ni una sola mirada en su dirección, y ella sintió que se henchía de orgullo por aquella pequeña victoria. Fueron hasta la Undécima Avenida y después hacia el norte, moviéndose con tanta rapidez como pudieron entre la multitud de un día laborable. Brooke sólo se detuvo para que Walter bebiera del cuenco de agua que había a las puertas de una peluquería canina. El perro estaba jadeando al llegar a la calle Sesenta y Cinco, pero Brooke no había hecho más que empezar.
En cuestión de veinte minutos, dejó una serie de mensajes semihistéricos a su madre, a su padre, a Cynthia, a Randy y a Nola (Nola fue la única que respondió. Su respuesta fue: «¡Cielo santo, Brooke! Si quisiera hablar de ti a la prensa, tendría historias mucho más jugosas que contar, aparte de la boda del friki de Trent y de su novia el Helecho. ¡No me hagas reír!»), y se dispuso a marcar el número del móvil de Michelle.
– Ejem… ¡Hola, Michelle! -dijo, después de oír la señal-. No sé muy bien dónde estás, pero sólo quería hablarte de un artículo que ha aparecido esta mañana en «Página Seis». Ya sé que lo hemos hablado un millón de veces, pero me preocupa que quizá por accidente hayas respondido a las preguntas de algún reportero, o que tal vez hayas hecho algún comentario a una amiga que acabó en oídos de quien no debía. No sé si ha sido así, pero en cualquier caso, quería pedirte o mejor dicho suplicarte que simplemente cuelgues el teléfono si alguien te llama para hacerte preguntas sobre Julian o sobre mí, y que no hables con nadie de nuestra vida privada, ¿de acuerdo?
Hizo una pausa, preguntándose al principio si habría sido lo bastante firme, y después, si no se habría pasado de severidad, pero al final decidió que probablemente había transmitido el mensaje y cortó la comunicación.
Arrastró a Walter a casa y pasó el resto del día terminando el curriculum, que ya había preparado y reorganizado mil veces, con la esperanza de estar lista muy pronto para empezar a enviarlo. Era una pena que Neha ya no pudiera ser su socia, pero no iba a permitir que esa decepción hiciera descarrilar sus planes: le faltaban entre seis meses y un año más de experiencia clínica y después, con suerte, podría abrir su propia consulta.
Hacia las seis y media, consideró la posibilidad de llamar a Amber para cancelar su asistencia a la cena de esa noche (de pronto, la perspectiva de conocer a todo un grupo nuevo de mujeres le pareció muy mala idea); sin embargo, cuando se dio cuenta de que ni siquiera tenía su teléfono, se obligó a ducharse y a ponerse el uniforme de vaqueros, botas y blazer. «En el peor de los casos, si resulta que todas son horribles y detestables, pondré una excusa y me marcharé en seguida -pensó, mientras el taxi cubría la distancia entre Times Square y el Village-. Al menos salgo de casa por la noche y eso ya es una novedad.» Creía que se había tranquilizado, pero volvió a sentirse nerviosa cuando salió del taxi en la calle Doce y vio a una chica rubia razonablemente guapa, con cierto aspecto de duendecillo, que fumaba un cigarrillo en la escalera de entrada de un edificio.
– ¿Brooke? -dijo la chica, mientras exhalaba un penacho de humo que pareció quedar suspendido en el aire frío y húmedo.
– Hola, ¿eres Amber?
Con mucho cuidado, Brooke pasó por encima de la nieve sucia acumulada junto al bordillo. Amber estaba dos peldaños por encima de ella, pero aun así Brooke seguía siendo cuatro o cinco centímetros más alta. Le sorprendieron las mallas de color rojo brillante que asomaban bajo el abrigo y los taconazos de Amber. Nada de aquello, y mucho menos aún el cigarrillo, era lo que esperaba de la amiga dulce, ingenua y asidua de la iglesia que le había descrito Heather.
Amber debió de sorprender su mirada.
– ¿Éstos? -preguntó refiriéndose a sus zapatos, aunque Brooke no había dicho ni una palabra-. Son de Giuseppe Zanotti. Los llamo mis «pisahombres».
Su acento sureño era dulce, casi almibarado en su lentitud y totalmente opuesto a su aspecto.
Brooke sonrió.
– Avísame si piensas alquilarlos.
Amber le hizo un gesto para que la siguiera por la escalera.
– Te encantarán todas -dijo, mientras abría la puerta, que daba paso a un pequeño vestíbulo, con una minialfombra persa y dos buzones-. Es un grupo estupendo de mujeres, con el beneficio añadido de que cada vez que piensas que estás mal, seguro que hay otra que está muchísimo peor que tú.
– Sí, supongo que eso tiene que estar muy bien, ¿no? -dijo Brooke, entrando en un pequeño ascensor detrás de Amber-. Aunque después de lo que han publicado esta mañana en «Página Seis», no estoy segura de…
– ¿Qué? ¿Esa tontería con fotos de aficionado? ¡Por favor! Espera a conocer a Isabel. A la pobre la sacaron a toda página, en biquini, con círculos para resaltarle la celulitis. ¡Eso sí que es chungo!
Brooke consiguió sonreír.
– Sí, eso es bastante chungo, sin duda. ¿Así que tú también has visto el artículo de «Página Seis»?
Se abrieron las puertas en un vestíbulo alfombrado con una mullida moqueta y suavemente iluminado con apliques de cristal tintado, y las dos salieron del ascensor.
– Claro que sí; todo el mundo lo ha visto. A todas nos ha parecido una nadería, una pequeñez sin importancia. La foto donde apareces con tu amiga, llorando, hará que te ganes la simpatía de la gente (no hay mujer que no se identifique con eso), y esa insinuación de que tu marido se lo estaba haciendo con una chica en el asiento trasero de una limusina, mientras iba de camino a una actuación, es completamente ridícula. ¡Por favor! Todo el mundo sabe que debía de ser su encargada de relaciones públicas, su maquilladora o su peluquera. Yo no me preocuparía ni un segundo.
Tras decir aquello, Amber abrió la puerta del apartamento y reveló un gigantesco ambiente diáfano, que se parecía mucho a… ¿una cancha de baloncesto? En la pared del fondo, había una canasta que parecía de las dimensiones reglamentarias, con su reluciente suelo de parquet, sus líneas laterales y su línea de tiros libres. La pared más cercana parecía pintada para jugar a squash, y un cubo gigantesco lleno de diversos balones, bolas y raquetas destacaba sobre la pared que daba a la calle, entre dos ventanales que iban del techo al suelo. Una pantalla plana de sesenta pulgadas colgaba de la única pared restante y, aparcado justo delante, había un largo sofá verde, con dos adolescentes de pelo castaño, en shorts de algodón, que comían pizza y jugaban a un videojuego de fútbol que Brooke no pudo identificar. Habría sido difícil decir cuál de los dos parecía más aburrido.
– Ven -dijo Amber, mientras atravesaba la pista de baloncesto-. Las chicas están arriba.
– ¿De quién me has dicho que es la casa?
– ¿Conoces a Diana Wolfe? Su marido, Ed, era congresista (no recuerdo su distrito, pero era uno de Manhattan) y también presidía el Comité de Ética, claro.
Brooke subió por la escalera abierta detrás de Amber.
– Sí, creo que sí -murmuró, aunque conocía perfectamente la historia.
Para no conocerla, habría tenido que pasar seis semanas metida en una cueva el verano anterior.
Amber se detuvo, se volvió hacia Brooke y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
– Sí, bueno, ¿recuerdas que el bueno de Ed tenía debilidad por las prostitutas? Ni siquiera buscaba señoritas de compañía de alta gama, no, nada de eso, sino putas callejeras. Lo peor fue que Diana acababa de presentar su candidatura para fiscal general de la ciudad. Una pena.
– ¡Bienvenidas! -canturreó una mujer de poco más de cuarenta años desde lo alto de la escalera.
Llevaba una falda malva de corte impecable, unos zapatos realmente preciosos de piel de serpiente y el collar de perlas más elegante que Brooke había visto en su vida.
Amber llegó a lo alto de la escalera.
– Brooke Alter, te presento a Diana Wolfe, la dueña de esta casa adorable. Diana, ésta es Brooke Alter.
– Gra-gracias por recibirme -tartamudeó Brooke, intimidada al instante por aquella mujer mayor que ella y exquisitamente arreglada.
Diana desechó su tono formal con un gesto.
– Por favor, nada de solemnidades. Pasad y picad algo. Como seguramente te habrá contado Amber, mi marido tiene… tenía… En realidad no sé si «tiene» o «tenía», porque ya no es mi marido, aunque no es fácil perder los hábitos. Verás, mi marido tiene cierta inclinación por las prostitutas.
Brooke no debió de ser capaz de disimular el asombro, porque Diana se echó a reír.
– ¡Ay, querida, no te estoy contando nada que no sepa ya todo el país! -Se inclinó y le tocó el pelo a Brooke-. Pero no sé si todo el mundo sabe lo mucho que le gustan las pelirrojas. ¡Ni yo misma lo sabía, hasta que vi los vídeos secretos del FBI! Después de las primeras veinticinco chicas, más o menos, empiezas a detectar patrones, y se puede decir que Ed tiene un tipo de chica muy definido.
Diana rió de su propia gracia, y dijo:
– Kenya está en el salón. Isabel no puede venir, porque se ha quedado sin niñera. Pasad vosotras. Yo iré dentro de un minuto.
Amber condujo a Brooke al salón completamente blanco, y Brooke reconoció de inmediato a la escultural afroamericana en pantalones de cuero y suntuoso chaleco de pieles, como Kenya Dean, ex mujer de Quincy Dean, atractivo protagonista de un sinfín de películas y aficionado a las menores de edad. Kenya se puso en pie y recibió a Brooke con un abrazo.
– ¡Me alegro mucho de conocerte! Siéntate -le dijo, señalándole un lugar a su lado, en el sofá blanco de piel.
Cuando Brooke iba a darle las gracias, Amber le sirvió un vaso de vino. Brooke dio un largo sorbo agradecido.
En ese momento, Diana entró en la habitación con una bandeja grande de mariscos sobre hielo: cócteles de langostinos, ostras de diferentes tamaños, pinzas de cangrejo, colas de langosta y vieiras, todo ello acompañado de platillos de mantequilla y salsa rosa. Depositó la bandeja sobre la mesa baja central y dijo:
– ¡No agobiemos a Brooke! ¿Qué os parece si le contamos un poco nuestras experiencias, para que se sienta a gusto entre nosotras? Amber, empieza tú.
Amber dio un mordisquito a un langostino.
– Todas conocéis mi historia. Me casé con mi novio del instituto de secundaria, que por otra parte era un completo tarado en el colegio, y al año siguiente de casarnos, va y gana el programa «American Idol». Digamos que Tommy no perdió el tiempo, en cuanto pudo disfrutar de la fama. Cuando terminó el recorrido por Hollywood, se había acostado con más chicas que jerseys con cuello en pico tiene Simon, el presentador. Pero eso no fue más que el calentamiento, porque ahora ya debe de llevar un número próximo a las tres cifras.
– Lo siento muchísimo -murmuró Brooke, sin saber qué otra cosa decir.
– No, no lo sientas -replicó Amber, mientras cogía otro langostino-. Me llevó un tiempo comprenderlo, pero estoy mucho mejor sin él.
Diana y Kenya asintieron.
Kenya volvió a servirse vino y bebió un sorbo.
– Sí, yo pienso lo mismo, aunque no creo que lo pensara cuando lo mío estaba tan reciente como lo tuyo -dijo, mirando a Brooke.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Brooke.
– Sólo que después de la primera chica, pensé que no volvería a pasar nunca, e incluso que mi marido no había hecho nada malo. Pensé que quizá le habían tendido una trampa. Pero después siguieron llegando las acusaciones y al poco empezaron los arrestos, y las chicas eran cada vez más jóvenes: dieciséis años, quince… Al final, ya no lo pude negar.
– Sé sincera, Kenya. A ti te pasó lo que a mí. La primera vez que detuvieron a Quincy, no creíste que hubiera hecho nada malo -dijo Diana.
– Es cierto. Pagué la fianza. Pero cuando «48 Hours» mostró imágenes tomadas con cámara oculta de mi marido acechando a las chicas en un partido de fútbol escolar y tratando de hablar con ellas, entonces empecé a creérmelo.
– Oh -dijo Brooke.
– Fue espantoso. Pero al menos la mayor parte del horror mediático se concentró en mostrarlo a él como el absoluto cretino que es. Para Isabel Prince, que no ha podido venir esta noche, fue mucho peor.
Brooke sabía que Kenya se refería al vídeo de contenido sexual que el marido de Isabel, el famoso rapero Major K, había enviado deliberadamente a los periódicos y canales de televisión. Julian lo había visto y se lo había descrito a Brooke. Al parecer, mostraba imágenes de Isabel y de Major K metidos en el jacuzzi de una terraza, bebidos, desnudos y desinhibidos, y captados por la cámara profesional de alta definición del propio Major K, el mismo que poco después había enviado el vídeo a toda la prensa de Estados Unidos. Brooke recordaba haber leído entrevistas en las que le preguntaban por qué había traicionado la confianza de su mujer. Su respuesta había sido: «Porque es una máquina, tío, y creo que todo el mundo merece disfrutar al menos una vez de lo que yo disfruto todas las noches.»
– Sí, fue espantoso para ella -dijo Amber-. Recuerdo que las revistas publicaban fotogramas del vídeo sexual y señalaban con círculos rojos las mollas de Isabel. Los presentadores de los programas nocturnos estuvieron haciendo bromas a su costa durante semanas. Debió de ser horrible.
Hubo un momento de silencio, mientras todas reflexionaban al respecto, y Brooke se dio cuenta de que empezaba a sentirse sofocada, atrapada. El piso blanco y espacioso le parecía cada vez más una jaula y aquellas mujeres tan amables (que unos minutos antes le habían parecido simpáticas y acogedoras) la hacían sentirse todavía más sola e incomprendida. Sentía pena por sus problemas y le parecían agradables, pero no eran como ella. El mayor delito de Julian había sido emborracharse y tener un lío con una chica corriente de su edad, algo que tenía muy poco que ver con la difusión de vídeos pornográficos, la adicción al sexo, la pederastia o la prostitución.
Algo en su expresión debió de revelar lo que estaba pensando, porque Diana chasqueó la lengua y dijo:
– Estás pensando que tu situación es muy diferente de la nuestra, ¿verdad? Ya sé que es difícil, querida. Tu marido sólo ha tenido una o dos aventuras fugaces en una habitación de hotel, ¿y qué hombre no las ha tenido? Pero no te engañes, por favor. Puede que así sea como empieza… -Hizo una pausa y señaló con un movimiento de la mano el espacio en torno al sofá-. Y así es como termina.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Brooke no pudo aguantar más.
– No, no es eso. Es que… Veréis, aprecio muchísimo vuestra hospitalidad y agradezco que me hayáis invitado esta noche, pero ahora me tengo que ir -dijo, quedándose casi sin voz, mientras recogía el bolso y evitaba el contacto visual con todas ellas.
Sabía que estaba siendo grosera, pero no pudo contenerse. Tenía que salir de aquel lugar cuanto antes.
– Espero no haberte ofendido -dijo Diana en tono conciliador, aunque Brooke notó que estaba disgustada.
– No, no, en absoluto. Lo siento, es sólo que…
La frase se perdió en la nada. En lugar de buscar algo que decir, para llenar el silencio, Brooke se puso en pie y se volvió hacia sus interlocutoras.
– ¡Ni siquiera te hemos dejado contar tu historia! -dijo Amber, que parecía consternada-. Ya te dije que hablamos demasiado.
– Lo siento mucho. Por favor, no quiero que penséis que ha sido algo que ha dicho alguna de vosotras. Es sólo que… Supongo que todavía no estoy preparada para esto. Gracias a todas otra vez. Muchas gracias, Amber. Lo lamento -dijo, mascullando las palabras, mientras cogía el bolso y el abrigo y se dirigía a la escalera, donde vio que uno de los chicos iba subiendo.
Tras apartarlo para bajar con más fuerza de la necesaria, oyó que murmuraba:
– ¡Qué imbécil!
Y un momento después, en voz alta:
– ¡Mamá! ¿Hay más Coca-Cola? Dylan se la ha bebido toda.
Fue lo último que oyó mientras atravesaba la pista de baloncesto, antes de bajar por la escalera, en lugar de usar el ascensor. En seguida estuvo fuera y el aire frío le azotó la piel, lo que le hizo sentir que ya podía respirar de nuevo.
Un taxi libre pasó a su lado y después otro, y aunque la temperatura debía de rondar los cero grados, no les prestó atención y empezó a caminar o casi correr hacia su casa. La cabeza le funcionaba a toda velocidad, mientras repasaba todas las historias que había oído aquella noche, para desecharlas una a una, tras encontrar en cada una las lagunas o los detalles que la diferenciaban de su historia con Julian. Era ridículo pensar que Julian y ella iban a acabar así, sólo por un único tropiezo, por un solo error. Se adoraban. Estaban pasando por una época difícil, pero eso no significaba que su matrimonio estuviera condenado. ¿O sí que lo estaba?
Brooke cruzó la Sexta Avenida y después la Séptima y la Octava. Las mejillas y los dedos se le estaban empezando a entumecer, pero no le importaba. Había salido de esa casa y estaba lejos de todas aquellas historias espantosas, de todas aquellas predicciones de que su matrimonio no iba a durar. Esas mujeres no conocían a Julian ni a ella, ni sabían cómo eran. Cuando logró calmarse, aminoró el paso, hizo una inspiración profunda y se dijo que todo iba a terminar bien.
¡Si sólo hubiese podido deshacerse de la vocecita tenaz que le repetía lo mismo una y otra vez! «¿Y si tienen razón?»