19 El baile de la compasión

Brooke sonrió lánguidamente al doctor Alter, mientras él le abría la puerta trasera del coche alquilado y le hacia un gesto galante con la mano.

– Después de ti, querida -le dijo su suegro.

Por fortuna, parecía haber superado la ira de la víspera contra Hertz y casi no hubo rabietas durante el trayecto.

Brooke se sintió orgullosa de sus modales por no hacer ningún comentario respecto al nuevo sombrero de Elizabeth, que esta vez consistía en un mínimo de medio kilo de tafetán pinzado y un ramillete de peonías artificiales, todo ello combinado con un espléndido vestido de fiesta de YSL, un elegantísimo bolso Chanel y unos Manolos preciosos, con adornos de cuentas. Esa mujer era una lunática.

– ¿Has sabido algo de Julian? -preguntó su suegra, mientras giraban para entrar en el camino privado.

– Hoy no. Me dejó varios mensajes por la noche, pero volví demasiado tarde para devolverle la llamada. ¡Dios! ¡Esos estudiantes de medicina saben ir de fiesta y les importa muy poco si estás casada o no!

A través del espejo retrovisor por el que Elizabeth la miraba, Brooke vio que su suegra arqueaba bruscamente las cejas, y sintió una pequeña nota de júbilo ante su pequeña victoria. Prosiguieron en silencio el resto del camino. Cuando llegaron a la impresionante valla con portón gótico que rodeaba la casa de Fern, Brooke vio que su suegra asentía casi imperceptiblemente en señal de aprobación, como diciendo: «Si no tienes más remedio que vivir fuera de Manhattan, ésta es exactamente la manera de hacerlo.» El sendero entre el portón y la casa serpenteaba entre añosos cerezos y altísimos robles, y era lo suficientemente largo para decir que aquello era una «finca», y no una simple casa. Aunque era febrero y hacía frío, la sensación era de exuberante verdor y, en cierto modo, de salud. Un sirviente vestido de esmoquin se hizo cargo de su coche y una joven encantadora los acompañó al interior. Brooke notó que la chica miraba con el rabillo del ojo el sombrero de su suegra y que por educación evitaba quedarse mirando.

Rezaba para que los Alter la dejaran en paz, y sus suegros no la defraudaron, porque se apartaron de ella en el instante en que localizaron a los camareros con corbata de pajarita que servían las copas. Brooke se sintió transportada a su época de soltería. Era curioso lo rápido que había olvidado cómo era asistir sola a una boda o a cualquier otra fiesta en la que todos los demás estuvieran en pareja. Se preguntó si así sería su vida a partir de entonces.

Sintió que su teléfono vibraba dentro del bolso y, tras recoger, para darse fuerzas, una copa de champán de una bandeja que pasó a su lado, se metió en un aseo cercano.

Era Nola.

– ¿Cómo va todo?

La voz de su amiga fue como una manta tibia y acogedora, en aquella mansión fría y de aspecto intimidante.

– Si quieres que te diga la verdad, me está costando bastante.

– ¿Qué te había dicho? Todavía no puedo entender para qué te sometes a esa…

– No sé en qué estaría pensando. ¡Dios! Hacía por lo menos seis o siete años que no iba sola a una boda. ¡Es horrible!

Nola resopló.

– Gracias, amiga mía. Tienes razón, es horrible. No hacía falta que fueras hasta allí para descubrirlo, porque yo misma habría podido decírtelo.

– Nola, ¿qué estoy haciendo? No me refiero solamente a este momento, sino en general.

Brooke se daba cuenta de que estaba hablando en tono agudo y con cierto pánico en la voz, y sintió que el teléfono se le empezaba a deslizar de la mano sudorosa.

– ¿Qué quieres decir, corazón? ¿Qué te pasa?

– ¿Que qué me pasa? ¡Querrás decir qué no me pasa! Estamos en esa extraña tierra de nadie donde ninguno de los dos sabe qué hacer a continuación, incapaces de olvidar o perdonar, y sin saber si podremos salir adelante o no. Yo lo quiero, pero no confío en él y siento que nos hemos distanciado. Y no es sólo por lo de la chica, aunque eso no me deja dormir, sino por todo lo demás.

– ¡Calma, tranquilízate! Mañana estarás en casa. Estaré en tu portal (soy incapaz de ir a buscar a nadie al aeropuerto) y hablaremos de todo. Si hay alguna manera de que Julian y tú superéis este problema y arregléis lo vuestro, te aseguro que la encontrarás. Y si decides que no es posible, yo estaré contigo para acompañarte, y también mucha gente más.

– Dios mío, Nola… -gimió Brooke, por la tristeza y el temor de oír que alguien considerara la posibilidad de que Julian y ella no lograran salir adelante.

– Pero ve poco a poco, Brooke. Esta noche, lo único que tienes que hacer es apretar los dientes y sonreír durante toda la ceremonia, los cócteles y los aperitivos. En cuanto recojan los platos de la cena, llama a un taxi y vete al hotel. ¿Me oyes?

Brooke asintió.

– ¿Sí o no, Brooke?

– Sí -dijo ella.

– Escucha, sal ahora mismo del baño y sigue mis instrucciones, ¿de acuerdo? Nos veremos mañana. Todo saldrá bien. Ya lo verás.

– Gracias, Nol. Sólo una cosa: ¿cómo estás tú? ¿Sigue todo bien con Andrew?

– Sí, de hecho estoy con él en este momento.

– ¿Estás con él en este momento? Entonces ¿por qué me llamas?

– Estamos en el entreacto y ha ido al lavabo.

Algo en el tono de Nola le sonó sospechoso a Brooke.

– ¿Qué obra estáis viendo?

Hubo una pausa.

– El rey León.

– ¿Has ido a ver El rey León? ¿En serio? ¡Ah, sí, ya lo entiendo! Estás practicando tu nueva función de madrastra.

– Sí, bueno. El niño está aquí con nosotros. ¿Qué tiene de malo? Es una monada.

A su pesar, Brooke tuvo que sonreír.

– Te quiero, Nola. Gracias.

– Yo también te quiero, y si alguna vez le cuentas esto a alguien…

Brooke seguía sonriendo cuando salió del lavabo y se topó directamente con Isaac… y su novia la bloguera.

– ¡Oh, hola! -dijo Isaac, con el entusiasmo sexualmente neutro del que ha pasado toda la noche anterior flirteando con alguien con propósitos puramente egoístas-. Brooke, te presento a Susannah. Creo que ya te he dicho antes cuánto le gustaría…

– Entrevistarte -completó la frase Susannah, mientras le tendía la mano.

La chica era joven, sonriente y razonablemente guapa, y Brooke pensó que ya no podría soportar mucho más la situación, de modo que recurrió a una olvidada reserva de aplomo y confianza en sí misma, miró a Susannah directamente a los ojos y le dijo:

– Me alegro muchísimo de conocerte. Espero que me disculpes, pero tengo que ir ahora mismo a contarle una cosa a mi suegra.

Susannah asintió.

Agarrada a su copa alta de champán como si fuera un salvavidas, Brooke casi se sintió aliviada cuando encontró a los Alter en la carpa instalada para la ceremonia, con un asiento reservado para ella.

– ¿No os encantan las bodas? -preguntó Brooke en el tono más risueño que consiguió fingir.

Era una tontería, pero ¿qué otra cosa habría podido decir?

Su suegra se miró en el espejo de la polvera y se corrigió una mancha casi invisible en la barbilla.

– Me parece simplemente asombroso que más de la mitad de los matrimonios acaben fracasando, y sin embargo, ninguna pareja va hacia el altar pensando que les va a pasar a ellos.

– Hum -murmuró Brooke-. ¿A que es fantástico estar hablando de los índices de divorcio en una boda?

Era probablemente lo menos amable que le había dicho a su suegra desde que la conocía, pero ella ni se inmutó. El doctor Alter levantó la vista de su BlackBerry, donde estaba siguiendo la cotización de unas acciones, pero cuando vio que su mujer no reaccionaba, volvió a concentrarse en la pantalla.

Por fortuna, empezó la música y todo el recinto guardó silencio. Trent y sus padres fueron los primeros en entrar en la carpa, y Brooke sonrió cuando vio que su amigo parecía auténticamente feliz y nada nervioso. Uno a uno, los padrinos, las damas de honor y las niñas del cortejo entraron detrás del novio, y después le llegó el turno a Fern, flanqueada por sus padres, resplandeciente como suelen estarlo las novias. La ceremonia fue una perfecta combinación de las tradiciones judía y cristiana, y pese a la tristeza que sentía Brooke, fue un placer ver a Fern y a Trent mirándose de aquella manera tan especial.

Sólo cuando el rabino empezó a explicar por qué un toldo cubre a los novios durante la ceremonia judía, diciendo que simboliza el nuevo hogar que construirá la pareja, que los protegerá del mundo exterior, pero a la vez estará abierto a los cuatro vientos para recibir a la familia y a los amigos, Brooke empezó a derramar lágrimas. Había sido la parte que más le había gustado de su propia boda y era el momento en que Julian y ella solían cogerse de la mano en todas las bodas a las que habían asistido desde entonces. En ese instante, se miraban de la misma manera en que lo estaban haciendo Trent y Fern. Pero en aquella boda, además de estar sola, era imposible no reconocer lo evidente: que su apartamento hacía mucho tiempo que no parecía un hogar, y que Julian y ella estaban a punto de convertirse en un número más de las estadísticas de su suegra.

Durante la fiesta, una de las amigas de Fern se inclinó hacia su marido y le susurró algo al oído, que hizo que la mirase de una manera que parecía decir: «¿En serio?» La chica asintió con la cabeza y Brooke se preguntó de qué estaría hablando, hasta que el hombre se materializó a su lado, le tendió la mano y le preguntó si quería bailar. Era el baile de la compasión. Lo sabía bien, porque muchas veces, en las bodas a las que habían asistido, le había pedido a Julian que invitara a bailar a las mujeres solas, pensando que estaba haciendo una buena obra. Ahora que sabía cómo se sentía la beneficiaria de ese tipo de caridad, se prometió no volver a hacerlo nunca. Agradeció profusamente la invitación, pero la rechazó, aduciendo que necesitaba ir a buscar una aspirina para el dolor de cabeza. Esta vez, cuando se dirigió hacia sus lavabos preferidos, en el pasillo, no sabía con certeza si iba a poder reunir fuerzas para salir de nuevo.

Miró la hora. Eran las diez menos cuarto. Se prometió que si los Alter aún no se habían marchado a las once, pediría un taxi. Se adentró por el pasillo, que por ser bastante ventoso estaba desierto. Miró rápidamente el teléfono móvil y vio que no tenía llamadas perdidas ni mensajes de texto, aunque para entonces Julian ya habría tenido tiempo de llegar a casa. Se preguntó qué estaría haciendo, si ya habría ido a buscar a Walter a casa del chico que lo sacaba a pasear y si estaría arrellanado con el perro en el sofá. O quizá hubiera ido directamente al estudio. Brooke no quería volver todavía a la fiesta, de modo que se quedó un rato más en el pasillo, yendo y viniendo. Primero miró el Facebook en el teléfono y después buscó el número de una compañía local de taxis, por si acaso. Cuando se le acabaron las excusas y las distracciones, guardó el móvil en el bolso, se abrazó el torso con los brazos desnudos y se encaminó en dirección a la música.

En ese momento, sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro, y antes de volverse o de que él dijera una sola palabra, supo que era Julian.

– ¿Rook?

Su tono era interrogante e incierto. No estaba seguro de la reacción de ella.

Brooke no se volvió en seguida (casi tenía miedo de equivocarse y que no fuera él), pero cuando lo hizo, el aluvión de emociones se precipitó sobre ella como un camión por la autopista. Allí estaba Julian, delante de ella, con su único traje formal, y una sonrisa tímida y nerviosa que parecía decirle: «Por favor, abrázame.» Y pese a todo lo que había pasado y a la distancia que los había separado durante las últimas semanas, Brooke no habría querido hacer ninguna otra cosa. No podía negarlo: por reflejo y por instinto, entraba en éxtasis cada vez que lo veía.

Tras caer rendida en sus brazos, no pudo hablar durante casi treinta segundos. Su tacto era tibio, su olor era perfecto y la abrazaba con tanta fuerza, que ella se puso a llorar.

– Espero que sean lágrimas de felicidad.

Brooke se las secó con las manos, sin importarle que se le corriera el rímel.

– De felicidad, de alivio y de un millón de cosas más -respondió.

Cuando finalmente se separaron, notó que Julian llevaba puestas las Converse con el traje. Él siguió su mirada hasta las zapatillas.

– Se me olvidó guardar zapatos formales en la maleta -dijo, encogiéndose de hombros. Después se señaló la cabeza, que tampoco llevaba la kipá propia de las ceremonias judías-. Y además, tengo el pelo hecho un desastre.

Brooke se le acercó y volvió a besarlo. ¡Era tan agradable y tan normal! Habría querido enfadarse, pero estaba tremendamente contenta de verlo.

– A nadie le importará. Todos se alegrarán de verte y nada más.

– Ven, vamos a buscar a Trent y Fern. Después, tú y yo hablaremos.

Había algo tranquilizador en la forma en que lo dijo. Había ido allí, había tomado el mando y ella se alegró de poder ir tras él. La condujo por el pasillo, donde varios invitados a la boda se quedaron boquiabiertos (entre ellos Isaac y su novia, como observó Brooke complacida) y, después, directamente a la carpa. La orquesta estaba haciendo una pausa, mientras los invitados tomaban el postre, por lo que era imposible que pasaran inadvertidos. Cuando entraron, el cambio en el recinto fue palpable. Todos se volvieron para mirarlos y se pusieron a cuchichear, y una niña de diez u once años incluso señaló a Julian con el dedo y le gritó su nombre a su madre. Brooke oyó a su suegra, antes de verla.

– ¡Julian! -exclamó Elizabeth, que pareció salir de pronto de la nada-. ¿Cómo vienes vestido así?

Brooke meneó la cabeza. Esa mujer nunca dejaría de sorprenderla.

– Hola, mamá. ¿Dónde están…?

El doctor Alter apareció sólo un segundo después que su esposa.

– Julian, ¿dónde demonios estabas? ¡Te has perdido la cena previa a la boda de tu primo, has dejado sola a la pobre Brooke durante todo el fin de semana y ahora te presentas así! ¿Qué diablos te pasa?

Brooke se preparó para una discusión, pero Julian simplemente contestó:

– Me alegro mucho de verte, papá. Y a ti también, mamá. Pero ahora tendréis que disculparme.

Y a continuación, se fue directamente hacia Trent y Fern, que estaban haciendo la ronda por todas las mesas. Brooke sintió que cientos de ojos se clavaban en ellos, mientras se acercaban a la feliz pareja.

– Trent -dijo Julian en voz baja, mientras apoyaba la mano en la espalda de su primo.

La expresión de Trent, cuando se volvió, fue primero de asombro y después de alegría. Los dos primos se abrazaron. Brooke vio que Fern le sonreía y supo que no era preciso preocuparse. Era evidente que no estaba enfadada por la repentina aparición de Julian.

– ¡Ante todo, mi enhorabuena a los dos! -dijo Julian, dándole otra palmada en la espalda a Trent, antes de inclinarse para besar a Fern en la mejilla.

– Gracias, primo -dijo Trent, claramente feliz de verlo.

– Fern, estás preciosa. No sé qué habrá hecho este tipo para merecerte, pero ha tenido mucha suerte.

– Gracias, Julian -dijo Fern con una sonrisa. Después, alargó el brazo y cogió a Brooke de la mano-. Este fin de semana, por fin he podido compartir algún tiempo con Brooke, y yo también diría que tú has tenido mucha suerte.

Brooke le apretó la mano a Fern, mientras Julian le sonreía.

– Yo también lo diría -dijo-. Escuchad los dos. Siento mucho haberme perdido la boda.

Trent hizo un gesto para quitar importancia a su comentario.

– No te preocupes. Nos alegramos de que hayas venido.

– No, no, tenía que haber estado aquí todo el fin de semana. Lo siento mucho.

Por un momento, pareció como si Julian fuera a llorar. Fern se puso de puntillas para darle un abrazo y dijo:

– No ha sido nada que no pueda solucionar un par de entradas de primera fila para tu próximo concierto en Los Ángeles, ¿no es así, Trent?

Todos se echaron a reír, y Brooke vio que Julian le daba a Trent una hoja de papel doblada.

– Es mi discurso para el brindis. Lamento no haber estado aquí anoche para leerlo.

– Podrías leerlo ahora -dijo Trent.

Julian pareció estupefacto.

– ¿Quieres que lea el discurso ahora?

– Es lo que has preparado para el brindis, ¿no?

Julian asintió.

– Entonces creo que hablo por los dos cuando te digo que nos encantaría oírlo. Si no te importa, claro…

– ¡Claro que no me importa! -exclamó Julian.

Casi de inmediato, alguien apareció a su lado con un micrófono. Tras algún entrechocar de vasos y un par de siseos para que los presentes guardaran silencio, el recinto se aquietó. Julian carraspeó, cogió el micrófono y pareció relajarse al instante. Brooke se preguntó si toda la carpa estaría pensando lo muy natural que resultaba su marido con un micrófono en la mano: totalmente a sus anchas y absolutamente adorable. Sintió que la invadía el orgullo.

– Hola a todos -dijo Julian, con la sonrisa que le formaba hoyuelos en las mejillas-. Soy Julian, primo hermano de Trent. Nacimos con sólo seis meses de diferencia, por lo que me creeréis si os digo que lo nuestro viene de lejos. Siento interrumpir vuestra diversión, pero quería desear a mi primo y a su preciosa novia, que acaba de convertirse en su esposa, toda la felicidad del mundo.

Hizo una pausa por un momento y desplegó el papel, pero después de repasar con la vista unas palabras, se encogió de hombros y volvió a metérselo en el bolsillo. Levantó la vista y guardó silencio durante un segundo.

– Veréis. Hace mucho que conozco a Trent y puedo deciros que nunca en toda mi vida lo había visto tan feliz como ahora. Fern: eres una incorporación muy bienvenida a nuestra familia de locos, un soplo de aire fresco.

Todos rieron, excepto la madre de Julian. Brooke sonrió.

– Lo que quizá no todos sepáis es lo mucho que le debo a Trent. -Julian tosió y la carpa se volvió aún más silenciosa-. Hace nueve años, me presentó a Brooke, mi mujer, el amor de mi vida. ¡No quiero ni imaginar lo que habría pasado si su cita a ciegas de aquella noche hubiera salido bien! -Hubo más risas-. Pero siempre me alegraré de que no haya funcionado. Si alguien me hubiera dicho el día de mi boda que hoy estaría aún más enamorado de mi mujer que entonces, me habría parecido imposible. Pero esta noche, mirándola, os puedo asegurar que así ha sido.

Brooke sintió que todas las miradas se volvían hacia ella, pero no pudo dejar de mirar a Julian.

– Os deseo, Trent y Fern, que el amor siga creciendo entre vosotros día a día, y que por muchos obstáculos que la vida ponga en vuestro camino, logréis superarlos. Esta noche es sólo el principio de vuestra vida juntos, y creo que hablo por todos cuando digo que es un honor para mí poder compartirla con vosotros. ¡Levantemos nuestras copas y brindemos por Trent y Fern!

Todos los presentes prorrumpieron en una sonora ovación, mientras entrechocaban las copas. Incluso se oyeron gritos de «¡Otra, otra!».

Julian se sonrojó y se inclinó hacia el micrófono.

– Ahora, si os parece, cantaré una versión especial de Wind beneath my wings, en honor de la feliz pareja. No os importa, ¿verdad?

Se volvió hacia Trent y Fern, que parecieron horrorizados. Se produjo un silencio incómodo durante una fracción de segundo, hasta que Julian quebró la tensión:

– ¡Era broma! Aunque si de verdad os apetece, yo…

Trent se le echó encima, fingiendo que iba a derribarlo, y Fern se le acercó en seguida, para darle un lloroso beso en la mejilla. Una vez más, toda la carpa rió y aplaudió. Julian le susurró algo a su primo al oído y los dos se abrazaron. La orquesta empezó a tocar una música suave y Julian se dirigió hacia Brooke. Sin decir palabra, la cogió de la mano y la condujo a través de la multitud, otra vez hacia el pasillo.

– Ha sido un discurso precioso -le dijo ella, con la voz quebrada por la emoción.

Él le cogió la cara entre las manos y la miró directamente a los ojos.

– Cada palabra me ha salido del corazón.

Ella se acercó para besarlo. Sólo duró un instante, pero Brooke se preguntó si podría considerarlo el mejor beso de toda su relación. Estaba a punto de rodearlo con sus brazos, pero él se la llevó hacia la salida, diciendo:

– ¿No tienes abrigo?

Mirando con el rabillo del ojo al pequeño grupo de fumadores que los miraba a su vez desde el otro extremo del sendero, Brooke respondió:

– Está en el guardarropa.

Julian se quitó la chaqueta y se la puso a Brooke.

– ¿Vienes conmigo? -preguntó.

– ¿Adónde vamos? Me parece que el hotel está un poco lejos para ir andando -le susurró, mientras pasaban al lado de los fumadores y doblaban la esquina de la casa.

Julian le apoyó la mano en la base de la espalda y la empujó suavemente en dirección al jardín.

– Tenemos que volver a la fiesta, pero creo que nadie nos echará de menos si desaparecemos un ratito.

La llevó por el jardín, siguiendo un sendero que acababa en un estanque, y le indicó que se sentara en un banco de piedra que miraba a la orilla.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

La piedra del banco le pareció a Brooke un bloque de hielo a través de la fina tela de la falda, y los dedos de los pies se le estaban entumeciendo.

– Tengo un poco de frío.

Él la rodeó con sus brazos y la apretó con fuerza.

– ¿Por qué has venido, Julian?

Julian la cogió de la mano.

– Antes de irme, ya sabía que estaba equivocado. Intenté racionalizar que era mejor apartarse de todos, pero no era cierto. Tuve mucho tiempo para pensar y no he querido esperar ni un minuto más para hablar contigo.

– Muy bien…

Le apretó la mano.

– En el viaje de ida, me senté al lado de Tommy Bailey, el cantante, el chico que ganó «American Idol» hace un par de años. ¿Lo recuerdas?

Brooke asintió, sin mencionarle su relación con Amber, ni decirle que ya sabía todo lo que había que saber sobre Tommy.

– Verás -prosiguió Julian-. Éramos los únicos que viajábamos en primera clase. Yo iba a trabajar, pero él estaba de vacaciones. Tenía un par de semanas libres entre giras y había alquilado una mansión carísima en algún sitio. Me fijé en una cosa: iba solo.

– ¡Por favor! El hecho de que estuviera solo en el avión no significa que no fuera a encontrarse con alguien cuando llegara.

Julian levantó una mano.

– Claro que no, tienes razón. De hecho, no paró de hablar acerca de todas las chicas que iba a ver, de las que lo iban a visitar… También esperaba recibir a su agente y a su representante, y a varios supuestos amigos, a los que había pagado el billete. Me pareció un poco patético, pero pensé que quizá me equivocara y que tal vez a él le gustaba todo ese tinglado. A muchos tipos les habría gustado. Pero entonces se puso a beber, siguió bebiendo, y cuando estábamos en medio del Atlántico, se le empezaron a caer las lágrimas (literalmente, se puso a llorar) y me contó lo mucho que echa de menos a su ex, a su familia y a los amigos del barrio. Me dijo que nadie de los que lo rodean lo conoce desde hace más de dos años y que todos están con él por algún tipo de interés. Está destrozado, Brooke. Es un auténtico desastre. Oyéndolo, lo único que podía pensar era: «Yo no quiero ser como este tipo.»

Brooke finalmente soltó el aire. No se había dado cuenta, pero había estado conteniendo el aliento, y no era la primera vez que lo hacía desde que había empezado la conversación.

«No quiere ser como ese tipo.»

Eran unas pocas palabras sencillas, pero hacía muchísimo tiempo que estaba esperando oírlas.

Se volvió para mirarlo a los ojos.

– Yo tampoco quiero que seas como ese tipo, pero no quiero ser la mujer que te controla y que constantemente refunfuña, te amenaza y te pregunta cuándo volverás a casa.

Julian la miró y arqueó las cejas.

– ¿Cómo que no? ¡Si te encanta!

Brooke fingió reflexionar al respecto.

– Hum, sí. Tienes razón. Me encanta.

Los dos rieron.

– Mira, Rook. No hago más que darle vueltas en la cabeza. Sé que te llevará un tiempo volver a confiar en mí, pero haré todo lo que sea preciso. Esta extraña tierra de nadie donde estamos… es un infierno. Si sólo vas a prestarme atención a una cosa de lo que diga esta noche, por favor, presta atención a esto: no voy a renunciar a lo nuestro. Ni ahora, ni nunca.

– Julian…

Él se acercó un poco más.

– No, escúchame. Te mataste trabajando en dos empleos durante muchísimo tiempo. Yo no… no me daba cuenta de que era muy duro para ti…

Ella lo cogió de la mano.

– No, no digas eso: Lo hice porque quise, por ti y por nosotros. Pero no debí insistir tanto en conservar los dos trabajos cuando tu carrera empezó a despegar. No sé por qué lo hice. Empecé a sentir que yo ya no contaba, que todo se descontrolaba e intenté mantener cierta normalidad. Pero he pensado mucho al respecto y creo que al menos debí dejar el empleo en Huntley cuando salió tu álbum. Probablemente, también debí pedir una reducción de horario en el hospital. Quizá de ese modo habríamos tenido cierta flexibilidad para vernos. Pero incluso si ahora vuelvo a trabajar media jornada, o si algún día tengo suerte y abro mi propia consulta, no sé si conseguiremos que funcione…

– ¡Tiene que funcionar! -dijo él, con una urgencia que Brooke no le notaba desde hacía mucho tiempo.

Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de papeles doblados.

– ¿Son los…?

Brooke estuvo a punto de decir «los papeles del divorcio», pero logró contenerse. Se preguntó si parecería tan irracional como se estaba sintiendo.

– Es nuestra estrategia, Rook.

– ¿Nuestra estrategia?

Brooke veía su aliento en al aire y estaba empezando a temblar incontrolablemente.

Julian asintió.

– No es más que el principio -dijo, recogiéndose el pelo detrás de las orejas-. Vamos a deshacernos de una vez para siempre de las influencias venenosas. ¿El primero de todos? Leo.

Sólo el sonido de su nombre hizo que Brooke se estremeciera.

– ¿Qué tiene que ver él con todo esto?

– Mucho. Ha sido tóxico para nosotros de todas las maneras imaginables. Probablemente tú ya te diste cuenta desde el principio, pero yo he sido demasiado tonto para verlo. Filtró un montón de información a la prensa y, aquella noche, metió al fotógrafo de Last Night en el Chateau. Además, puso a aquella chica en mi mesa, con la ridícula idea de que siempre es bueno que la prensa hable, aunque sea por un escándalo. Él lo preparó todo. Yo tuve la culpa, no digo que no, pero Leo…

– ¡Qué asco! -dijo ella, meneando la cabeza.

– Lo he despedido.

Brooke dio un respingo y vio que Julian estaba sonriendo.

– ¿De verdad?

– ¡Claro! -Le dio a Brooke una de las hojas dobladas-. Mira, aquí tienes el segundo paso.

La hoja parecía impresa de una página web. Se veía la cara de un señor mayor de aspecto amable, llamado Howard Liu, su información de contacto y un resumen de los pisos que había vendido en los últimos años.

– ¿Conozco a Howard? -preguntó Brooke.

– Pronto lo conocerás -respondió Julian, sonriendo-. Howard es nuestro nuevo agente inmobiliario. Y si te parece bien, tenemos una cita con él, el lunes a primera hora de la mañana.

– ¿Vamos a comprar un piso?

Julian le dio varios papeles más.

– Éstos son los que vamos a ver. Y si tú quieres ver alguno más, también lo veremos, claro.

Brooke lo miró un momento, desplegó las hojas y se quedó boquiabierta. Eran más páginas impresas, pero esta vez de preciosos edificios antiguos de Brooklyn, quizá unos seis o siete, y en cada página había fotos, planos y listas de las características y las comodidades de cada vivienda. Sus ojos se congelaron en la última hoja, donde se veía un edificio de cuatro pisos con la escalera exterior tradicional y un pequeño jardincito vallado, delante del cual Julian y ella habían pasado cientos de veces.

– Es tu preferido, ¿verdad? -preguntó él, señalándolo.

Ella asintió.

– Ya me lo parecía. Será el último que veamos, y si te gusta, haremos una oferta de compra allí mismo.

– ¡Dios mío!

Eran demasiadas cosas que asimilar. Se habían acabado los elegantes lofts de Tribeca y los apartamentos ultramodernos en un rascacielos. Ahora Julian quería un hogar (un hogar de verdad), y lo quería tanto como ella.

– Mira -dijo, mientras le pasaba otra hoja.

– ¿Hay más?

– Ábrela.

Era otra página impresa. En ésta se veía la cara sonriente de un hombre llamado Richard Goldberg, que aparentaba unos cuarenta y cinco años, y trabajaba para la firma Original Artist Management.

– ¿Y ese simpático caballero? -preguntó Brooke, con una sonrisa.

– Mi nuevo representante -dijo Julian-. Hice un par de llamadas y encontré a una persona que entiende cuáles son mis aspiraciones.

– ¿Me permites que te pregunte cuáles son? -dijo ella.

– Lograr el éxito en mi carrera, sin perder lo que más me importa en la vida: tú -respondió él en voz baja. Después, señalando la foto de Richard, añadió-: Hablé con él y lo entendió a la primera. No necesito maximizar mi potencial económico. Te necesito a ti.

– Pero aun así podremos comprar esa casa en Brooklyn, ¿no? -dijo ella, con una sonrisa.

– ¡Claro que sí! Aparentemente, si estoy dispuesto a renunciar a algunas ganancias, puedo salir de gira solamente una vez al año, e incluso por un período limitado: entre seis y ocho semanas, como máximo.

– ¿Y tú qué piensas al respecto?

– Me parece muy bien. Tú no eres la única que detesta las giras. Ésa no es vida para mí. Pero creo que los dos podremos soportarlo unas seis u ocho semanas al año, si de ese modo podemos tener más libertad en otros sentidos. ¿No te parece?

Brooke asintió.

– Sí, creo que es una buena solución, mientras tú no sientas que te estás engañando a ti mismo…

– No es perfecto (nada puede serlo), pero creo que es una buena idea, para empezar. Has de saber, además, que no espero que lo dejes todo para venirte conmigo. Ya sé que para entonces tendrás otro trabajo que te encantará y tal vez un bebé… -Julian la miró, arqueando las cejas, y ella se echó a reír-. Puedo instalar un estudio de grabación en el sótano, para estar en casa con la familia. He mirado y he comprobado que todas las casas que vamos a ver tienen sótano.

– Julian… Dios mío, esto es… -Señaló las páginas impresas, maravillada ante el esfuerzo y el interés que él había puesto-. Ni siquiera sé qué decir.

– Di «sí», Brooke. Vamos a solucionarlo; sé que podemos. O espera… No digas nada todavía.

Abrió la chaqueta con la que ella se envolvía los hombros y buscó algo en el bolsillo interior. Sobre la palma de su mano abierta, había un pequeño estuche de joyería.

Brooke se llevó la mano a la boca. Estaba a punto de preguntarle a Julian qué había dentro, pero antes de que pudiera decir una palabra, él se arrodilló delante del banco de piedra, con la otra mano apoyada sobre su rodilla.

– Brooke, ¿querrás hacerme el hombre más feliz del mundo y casarte otra vez conmigo?

Julian abrió el estuche. Dentro no había un costoso anillo nuevo de compromiso con un diamante enorme, ni un par de pendientes de brillantes, como ella sospechaba. Inserta entre dos pliegues de terciopelo, estaba la sencilla alianza de bodas de Brooke, la que aquella estilista le había arrancado del dedo la noche de los Grammy, el mismo anillo de oro que había llevado puesto día tras día, durante seis años, y que empezaba a pensar que ya no volvería a ver.

– Lo llevé colgado de una cadena desde que me lo devolvieron -dijo él.

– No fue mi intención dejármelo -se apresuró a decir ella-. Se perdió en la confusión. Te juro que no fue una especie de símbolo…

Él le acercó la cara y la besó.

– ¿Me harás el honor de ponértelo otra vez?

Brooke le echó los brazos al cuello, llorando una vez más, y asintió. Intentó decir que sí, pero no consiguió articular ni una sola palabra. Julian se echó a reír y le devolvió con fuerza el abrazo.

– Mira -dijo, sacando el anillo del estuche.

Le señaló la cara interna, donde había mandado grabar, al lado de la fecha de su boda, la fecha de ese día.

– De este modo -le explicó-, no olvidaremos nunca que nos hemos hecho la promesa de empezar de nuevo.

Le cogió la mano izquierda y le puso la alianza de matrimonio, y sólo entonces Brooke se dio cuenta de lo desnuda que había sentido la mano hasta ese momento.

– Eh, Rook, no quiero pecar de exceso de formalidad, pero todavía no me has dicho que sí.

Se la quedó mirando con expresión tímida y ella notó que todavía estaba un poco nervioso. Le pareció muy buena señal.

No podían solucionarlo todo en una sola conversación, pero aquella noche no le importaba. Todavía se querían. No podían saber qué les depararían los meses y los años venideros, o si sus planes tendrían éxito, pero Brooke estaba segura (completamente segura, por primera vez en muchísimo tiempo) de que quería intentarlo.

– Te quiero, Julian Alter -dijo, con las manos de él entre las suyas-. Y sí, quiero volver a casarme contigo. Sí, sí, sí…

Загрузка...