Primera Parte

1

Elínborg los estaba esperando en el hotel.

En la puerta principal se alzaba un gran árbol de Navidad, rebosante de adornos navideños, cintas y bolas brillantes. Noche de paz, noche de amor, sonaba en una invisible red de altavoces. Grandes autobuses de viajeros estaban parados delante del hotel y la gente se apiñaba en recepción. Extranjeros con intención de pasar las navidades y el fin de año en Islandia, con la idea de que Islandia es país de aventuras y emociones. Acababan de aterrizar, pero al parecer algunos ya se habían comprado jerseys islandeses de lana y estaban registrándose emocionados en la ignota tierra del invierno. Erlendur se sacudió el aguanieve del abrigo. Sigurdur Óli miró hacia la entrada y descubrió a Elínborg al lado del ascensor. Le dio un golpecito a Erlendur en el brazo y los dos se dirigieron hacia ella. Ya había examinado el escenario. Los primeros policías en llegar al lugar se habían encargado de que nadie tocara nada.

El director del hotel les pidió que no hubiera revuelo. Es la palabra que utilizó cuando telefoneó. Aquello era un hotel y la prosperidad de un hotel se apoya en su reputación. Les pidió que lo tuvieran en cuenta. Por eso no sonaban sirenas ni había agentes uniformados entrando por la puerta principal a todo correr. El director dijo que bajo ningún concepto debían alarmar a los clientes del hotel.

No había que exagerar las aventuras y emociones de Islandia.

Estaba al lado de Elínborg, que saludó a Erlendur y Sigurdur Óli con un apretón de manos. El director del hotel era tan gordo que apenas cabía en el traje. Llevaba la americana abrochada en el vientre con un solo botón, que parecía a punto de reventar. El cinturón desaparecía bajo la inmensa barriga que rebosaba de la chaqueta, y el hombre sudaba de tal modo que no podía dejar de pasarse un gran pañuelo blanco por la frente y la nuca. El blanco cuello de la camisa estaba empapado en sudor. Erlendur estrechó su mano húmeda y fría.

– Muchas gracias -dijo el director del hotel, resoplando como una ballena, agobiado por aquella contrariedad. Llevaba veinte años al frente del hotel y jamás se había encontrado con algo parecido.

– En pleno frenesí navideño -suspiró-. ¡No comprendo cómo puede suceder algo así! ¿Cómo puede suceder algo así? -repitió, y los policías se dieron perfecta cuenta de que se sentía totalmente superado por la situación.

– ¿Está arriba o abajo? -preguntó Erlendur.

– ¿Arriba o abajo? -resopló el obeso director del hotel-. ¿Te refieres [1] a si ya está en el reino de los cielos?

– Sí -dijo Erlendur-. Tenemos que saberlo.

– ¿Subimos en el ascensor? -preguntó Sigurdur Óli.

– No -dijo el director del hotel, y miró irritado a Erlendur-, está ahí abajo, en el sótano. Tiene una habitación pequeña. No le hemos querido echar a la calle. Y ahora pagamos las consecuencias.

– ¿Por qué ibais a querer echarle? -preguntó Elínborg.

El director del hotel la miró, pero no respondió.

Bajaron lentamente por una escalera que había al lado del ascensor. El director iba delante. Le costaba un considerable esfuerzo bajar la escalera, y Erlendur se quedó pensando en cómo se las arreglaría cuando tuviera que volver a subir.

Se habían puesto de acuerdo para mostrar cierta consideración. Excepto Erlendur. Intentaban actuar con todo el tacto posible hacia el hotel. Detrás del edificio había tres coches de policía y una ambulancia. La policía y los camilleros entraron por la puerta trasera. El forense estaba de camino. Confirmaría la defunción y avisaría a un coche fúnebre.

Recorrieron un largo pasillo con la ballena resoplando delante. Agentes de policía uniformados les saludaron. El pasillo era más oscuro cuanto más se adentraban en él, porque las bombillas estaban fundidas y nadie se había tomado la molestia de cambiarlas. Finalmente llegaron a una puerta abierta, en medio de la oscuridad, que daba a una pequeña habitación. Parecía más un trastero que un alojamiento, pero contenía una cama estrecha y un pequeño escritorio, y en el suelo había una alfombrilla deshilachada, sobre unas baldosas sucias. Junto al techo había un ventanuco.

El hombre estaba sentado en la cama, apoyado contra la pared. Llevaba puesto un rojo disfraz de Papá Noel y aún tenía el gorro en la cabeza, aunque medio caído sobre el rostro. La abundante barba blanca le ocultaba la cara. El enorme cinturón estaba suelto y la chaqueta desabrochada. Por dentro llevaba una camiseta blanca de tirantes. A la altura del corazón tenía una herida de carácter letal. Había otras heridas en el torso, pero la del corazón era la definitiva. Las manos estaban llenas de cortes, como si hubiera intentado defenderse del ataque.

Tenía los pantalones bajados. El miembro estaba cubierto por un condón.

– … blanca Navidad… -canturreó Sigurdur Óli mirando el cadáver. Elínborg le chistó.

En la habitación había un ropero pequeño, abierto, donde se veía un revoltijo de pantalones y jerseys, camisas planchadas, calzoncillos y calcetines. Un uniforme de portero colgaba de una percha, azul oscuro con franjas doradas en los hombros y relucientes botones de latón. Unos zapatos negros de cuero, muy limpios, descansaban junto al armario.

Sobre el suelo había periódicos y revistas. Junto a la cama una mesita de noche con lámpara. En la mesita, un único libro: A History of the Vienna Boys' Choir…

– ¿Este hombre vivía aquí? -preguntó Erlendur, mirando a su alrededor. Entró con Elínborg en la habitación. Sigurdur Óli y el director del hotel se quedaron fuera. No había sitio suficiente para ellos.

– Le permitíamos vivir aquí -dijo el director del hotel con apuro, quitándose el sudor de la frente-. Trabajaba con nosotros desde hacía mucho tiempo. Desde antes de que yo me incorporara. En la portería.

– ¿Estaba abierta la puerta cuando le encontraron? -preguntó Sigurdur Óli, intentando parecer formal, como para compensar la cancioncita.

– A la chica que lo encontró le pedí que os esperara -dijo el director-. Está aguardando en la cantina de personal. Se llevó un buen susto, la pobre, como podréis imaginar. -El director del hotel evitaba mirar el interior de la habitación.

Erlendur avanzó hacia el cadáver y observó la herida del corazón. No conseguía imaginar qué clase de cuchillo había podido matar a aquel hombre. Levantó la mirada. Por encima de la cama, en el rincón, colgaba un viejo y amarillento cartel de una película de Shirley Temple, sujeto con cinta adhesiva. Erlendur no conocía la película. Se llamaba The Little Princess. El cartel era el único objeto de decoración de todo el dormitorio.

– ¿Quién es esa? -preguntó Sigurdur Óli desde la puerta, mirando el cartel.

– Ahí lo pone -respondió Erlendur-. Shirley Temple.

– ¿Quién dices que era? ¿Está muerta?

– ¿Qué quién era Shirley Temple? -preguntó Elínborg asombrada de la ignorancia de Sigurdur Óli-. ¿No sabes quién era? ¿No estudiaste en América?

– ¿Era una estrella de Hollywood? -preguntó Sigurdur Óli, mirando el cartel.

– Fue una niña prodigio -dijo Erlendur con sequedad-. Así que lleva muerta muchísimo tiempo, esté muerta o no.

– ¿Cómo? -preguntó Sigurdur Óli, que no comprendía ni una palabra.

– Una niña prodigio -dijo Elínborg-. Creo que sigue viva. No me acuerdo. Creo que hace algo para las Nacionas Unidas.

Erlendur se percató de que no había más objetos personales en la habitación. Miró a su alrededor pero no vio ni una estantería con libros ni CD, ni ordenador, ni televisión, ni radio. Solo una mesa, una silla a su lado y una cama con un almohadón desgastado y un edredón sucio. Aquel cuartucho le recordó a la celda de una prisión.

Salió al pasillo, observó la oscuridad del extremo y creyó notar un débil olor a quemado, como si alguien hubiera andado con cerillas en las tinieblas, para entretenerse o para iluminar su camino.

– ¿Qué hay allí? -preguntó al director del hotel.

– Nada -respondió, y miró al vacío-. Solo el final del pasillo. Faltan algunas bombillas, las mandaré arreglar.

– ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí ese hombre? -preguntó Erlendur, volviendo a entrar en la habitación.

– No lo sé, desde antes de mi incorporación al hotel.

– ¿Ya estaba aquí cuando empezaste de director?

– Sí.

– ¿Me estás diciendo que ha vivido en este cuchitril durante veinte años?

– Sí.

Elínborg miró el condón.

– Como mínimo practicaba el sexo seguro -dijo.

– No lo suficiente -dijo Sigurdur Óli.

En esos momentos apareció el forense acompañado por un empleado del hotel, que volvió a desaparecer por el pasillo. El médico estaba muy grueso, aunque no podía ni compararse con el director del hotel. Entró como pudo en la habitación y Elínborg aprovechó para salir.

– Hola, Erlendur -dijo el forense.

– ¿Cómo pinta esto? -preguntó Erlendur.

– Ataque al corazón, pero tendría que examinarle mejor -dijo el forense, famoso por sus chistes malos.

Erlendur miró a Sigurdur Óli y a Elínborg, que mostraban amplias sonrisas.

– ¿Sabes cuándo sucedió? -preguntó Erlendur.

– No puede haber pasado mucho tiempo. En algún momento de las dos últimas horas. Apenas ha empezado a enfriarse. ¿Han aparecido los renos?

Erlendur suspiró.

El forense puso una mano sobre el cadáver.

– Voy a escribir el certificado -dijo el doctor-. Luego lo enviáis al departamento de patología forense en Barónstígur, y allí lo abrimos. Dicen que el orgasmo es una especie de muerte -añadió mirando el cuerpo-. Así que lo tuvo por partida doble.

– ¿Por partida doble? -Erlendur no comprendía.

– Me refiero al orgasmo -dijo el médico-. Habréis hecho fotos, ¿no?

– Sí, claro -dijo Erlendur.

– Quedarán preciosas en su álbum familiar.

– Me parece que no debe de tener familia -dijo Erlendur mirando en torno suyo-. ¿Ya has acabado por ahora? -preguntó para librarse de su humor.

El forense volvió a contraerse para salir por la puerta de la habitación y desaparecer pasillo adelante.

– ¿No tendríamos que cerrar el hotel? -preguntó Elínborg, y vio que el director del hotel contenía la respiración-. ¿Prohibir que la gente entre o salga? ¿No habría que interrogar a los clientes y empleados del hotel? Cerrar los aeropuertos e interrumpir los vuelos al extranjero…

– Por todos los santos -suspiró el director del hotel, que estrujó su pañuelo y miró suplicante a Erlendur-. ¡No es más que el portero!

María y José nunca habrían encontrado alojamiento en este hotel, pensó Erlendur.

– Este… este… horror no tiene nada que ver con mis clientes -dijo el director sin poder respirar, de lo espantado que estaba-. Son extranjeros casi todos, y gente de provincias, solteros de buena posición, armadores de pesca y cosas por el estilo. Nadie que tenga relación alguna con el portero. Nadie. Este es el segundo hotel más grande de Reikiavik. Está repleto durante las fiestas. ¡No podéis cerrarlo y quedaros tan tranquilos! ¡No podéis hacer eso!

– Podríamos, pero no lo vamos a hacer -dijo Erlendur, intentando tranquilizar el director-. Quizá tengamos que interrogar a algunos huéspedes del hotel y a bastantes de los empleados, supongo.

– Gracias a Dios -suspiró el director, ya más tranquilo.

– ¿Cómo se llamaba este hombre?

– Gudlaugur -respondió el director del hotel-. Creo que andaba por los cincuenta. Y tienes razón, creo que no tiene familia.

– ¿Quiénes venían por aquí a visitarle?

– No tengo ni la menor idea -resopló el director.

– ¿Ha sucedido en el hotel alguna vez alguna cosa extraña relacionada con este hombre?

– No.

– ¿Algún robo?

– No. No ha pasado nunca nada.

– ¿Quejas?

– No.

– ¿No andaba metido en nada que pudiera explicar esto?

– No, que yo sepa.

– ¿Tuvo algún enfrentamiento con alguna persona del hotel?

– No, que yo sepa.

– ¿Y fuera del hotel?

– No, que yo sepa, pero no lo conozco demasiado bien. No lo conocía -se corrigió el director.

– ¿En veinte años?

– No, realmente no. No trataba mucho con la gente, creo. Se aislaba todo lo que podía.

– ¿Crees que un hotel es lugar adecuado para personas así?

– ¿Yo? No sé… Siempre era muy amable y no hubo quejas por su causa, vaya.

– ¿Vaya?

– No, no hubo nunca quejas contra él. En realidad no era un mal empleado.

– ¿Dónde está la cantina? -preguntó Erlendur.

– Te acompañaré -el director del hotel se quitó el sudor de la cara, feliz de que no tuvieran intención de cerrar el hotel.

– ¿Solía recibir invitados en su habitación? -preguntó Erlendur.

– ¿Cómo? -dijo el director.

– Invitados -repitió Erlendur-. Quien estuvo aquí debía de ser alguien conocido, ¿no te parece?

El director del hotel miró el cadáver y sus ojos se detuvieron en el condón.

– No sé nada de sus amigas -dijo-. Nada en absoluto.

– No sabes mucho de este hombre -dijo Erlendur.

– Es el portero -dijo el director del hotel, convencido de que esa explicación habría de ser suficiente para Erlendur.

Salieron. Aparecieron los técnicos de la policía científica con sus aparatos e instrumentos, y varios agentes más detrás de ellos. Les resultó un poco complicado atravesar el pasillo, ocupado casi en su totalidad por el director del hotel. Erlendur les ordenó que examinasen bien el pasillo y el rincón oscuro que había más allá del cuarto. Sigurdur Óli y Elínborg seguían en el diminuto cuchitril, mirando el cadáver.

– No me gustaría que a mí me encontrasen así -dijo Sigurdur Óli.

– A él ya no le importa -dijo Elínborg.

– No, probablemente no -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Hay algo ahí? -preguntó Elínborg, sacando una bolsita de frutos secos. Siempre estaba mordisqueando algo. Sigurdur Óli pensaba que tenía algún problema de los nervios.

– ¿Ahí? -dijo él.

Ella asintió con la cabeza, apuntando al cuerpo. Sigurdur Óli la miró un instante y comprendió a qué se refería. Vaciló un instante, pero finalmente se inclinó y miró atentamente el preservativo.

– No -dijo-. Nada. Está vacío.

– De manera que la mujer le mató antes de que llegara al orgasmo -dijo Elínborg-. El médico creía…

– ¿La mujer? -preguntó Sigurdur Óli.

– Bueno, sí, ¿no es evidente? -dijo Elínborg, metiéndose en la boca un buen puñado de panchitos. Se los ofreció a Sigurdur Óli, que rechazó la invitación-. ¿No hay algo de puterío en todo esto? Estuvo aquí con una mujer -añadió-. ¿No?

– Es la hipótesis más simple -dijo Sigurdur Óli, incorporándose.

– ¿Tú no lo crees así? -dijo Elínborg.

– No sé. No tengo ninguna sospecha clara.

2

La cantina del personal tenía poco en común con el espléndido vestíbulo del hotel y sus elegantes salones. No había coronas de Navidad, ni música navideña, solo unas cuantas sillas y mesas de cocina, suelo de linóleo, rajado en un sitio, y en un rincón un pequeño espacio de cocina con armarios, máquina de café y un frigorífico. Parecía que nadie se encargaba de la limpieza. Las mesas tenían manchas de café y había tazas sucias por todas partes. La cafetera, exhausta, estaba encendida y eructaba agua a borbotones.

Unos cuantos empleados del hotel formaban un semicírculo en torno a una chica joven, aún muy afectada tras encontrar el cadáver. Había estado llorando, y el rímel negro se le había corrido por las mejillas. Levantó la mirada cuando entró Erlendur acompañado por el director del hotel.

– Ahí la tienes -dijo el director, como si hubiera sido ella quien hubiera violado la santidad de las navidades, e hizo una señal a los empleados para que salieran. Erlendur le dio un empujoncito para que saliese él también, diciendo que quería charlar con la chica en privado. El director del hotel lo miró asombrado, pero no hizo objeción alguna e indicó que tenía mucho que hacer. Erlendur cerró la puerta tras él cuando salió.

La muchacha se frotó las mejillas para limpiarse el rímel y miró a Erlendur sin saber bien a qué atenerse. Erlendur sonrió, arrastró una silla y se sentó delante de la muchacha. Tenía más o menos la edad de su hija, algo más de veinte años, estaba intranquila y todavía bajo el shock de lo que había visto. Era delgada, tenía el cabello negro y vestía el uniforme de las limpiadoras del hotel, una bata de color azul claro. Encima del bolsillo del pecho llevaba prendida la etiqueta con su nombre. Osp.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí? -preguntó Erlendur.

– Casi un año -respondió Ösp en voz baja, mirándolo. No daba la impresión de que fuera a hacerle nada malo. Sorbió por la nariz y se acomodó en la silla. Sin duda, encontrar el cadáver la había afectado mucho. Un suave temblor la hacía estremecerse de arriba abajo. El nombre le va muy bien, pensó Erlendur. Osp, el álamo temblón. Parecía un arbolillo agitado por el viento.

– ¿Te gusta trabajar aquí? -preguntó Erlendur.

– No -fue la respuesta.

– ¿Y por qué no lo dejas, entonces?

– Hay que trabajar.

– ¿Qué es lo que te disgusta tanto?

Le miró como si la pregunta fuera ociosa.

– Hago las camas -dijo-. Limpio los baños. Paso la aspiradora. Aunque mejor que estar de cajera de supermercado sí que es.

– ¿Y la gente?

– El director es un tío asqueroso.

– Parece una boca de incendios mal cerrada -dijo Erlendur.

Ösp sonrió.

– Y algunos clientes se creen que una trabaja para que le metan mano.

– ¿Por qué bajaste al sótano? -preguntó Erlendur.

– A buscar a Papá Noel. Los niños le estaban esperando.

– ¿Los niños?

– Los de la fiesta de Navidad. Tenemos una fiesta de Navidad para los empleados del hotel. Para sus hijos y también para los niños que se alojan en el hotel, y él hacía de Papá Noel. Como no aparecía, me mandaron a buscarlo.

– No debió de ser nada agradable.

– Nunca había visto un cadáver. Y encima el condón… -Ösp intentó apartar la imagen de su mente.

– ¿Ese hombre tenía amigas aquí, en el hotel?

– Ninguna que yo sepa.

– ¿Sabes si había alguna mujer con la que tuviera relaciones fuera del hotel?

– No sé nada sobre ese hombre, y ya he visto más de él de lo que se me petece.

– Me apetece -la corrigió Erlendur.

– ¿Qué?

– Se dice «me apetece», no «se me petece».

La muchacha se lo quedó mirando como si Erlendur hubiera perdido un tornillo.

– ¿Eso te parece importante?

– Sí -dijo Erlendur.

La muchacha sacudió la cabeza, con la mirada perdida.

– ¿Y no sabes nada de idas y venidas de clientes? -dijo Erlendur para acabar de una vez con la conversación sobre la corrección del lenguaje. De pronto se imaginó una institución terapéutica en la que iban entrando deprimidos enfermos de incorrecciones gramaticales, en bata y zapatillas, y confesaban sus enfermedades: Me llamo Fulano y digo «se me petece».

– No -dijo Osp.

– ¿Estaba abierta la puerta cuando lo encontraste?

Ösp pensó un momento.

– No, la abrí yo. Llamé a la puerta y nadie contestó, esperé y cuando estaba a punto de irme se me ocurrió abrir. Pensaba que la puerta estaría cerrada con llave, pero de repente se abrió y allí estaba él, sentado, con un condón puesto…

– ¿Por qué pensabas que estaría cerrada con llave? -Erlendur la interrumpió a toda prisa-. La puerta, quiero decir.

– Bueno. Sabía que era su habitación.

– ¿Te cruzaste con alguien al bajar a su cuarto?

– No, con nadie.

– Así que se había vestido para la fiesta de Navidad y llegó alguien y le interrumpió. Tenía puesto el traje de Papá Noel.

Ösp se encogió de hombros.

– ¿Quién le hacía la cama?

– ¿Qué quieres decir?

– La cama, la ropa de cama. Lleva mucho tiempo sin cambiar.

– No lo sé. Seguramente él mismo.

– Debió de ser una impresión tremenda.

– Fue espantoso -dijo Osp.

– Lo sé -dijo Erlendur-. Deberías tratar de olvidarlo cuanto antes. Si puedes. ¿Era un buen Papá Noel?

La muchacha se quedó mirándolo.

– ¿Eh? -preguntó Erlendur.

– Yo no creo en Papá Noel.

La encargada de la organización de la fiesta de Navidad iba muy bien vestida, era bajita y Erlendur calculó que tendría unos treinta años. Dijo que era la directora de promoción y publicidad del hotel, y Erlendur prefirió no preguntarle más detalles al respecto; casi todo el mundo al que conocía en estos días trabajaba en algo de promoción. La mujer tenía un despacho en el primer piso del hotel, y allí la encontró Erlendur, hablando por teléfono. Había llegado el soplo a los medios de comunicación de que en el hotel estaba pasando algo, y Erlendur imaginó que la buena mujer estaría contando mentiras a algún periodista. La conversación terminó de modo muy abrupto. La mujer colgó el teléfono a su interlocutor diciéndole que no podía dar ninguna información.

Erlendur se presentó, estrechó una mano seca y le preguntó cuándo había hablado por última vez con, ejem, con el hombre del sótano. No sabía si debía hablar del portero o de Papá Noel, y el nombre lo había olvidado. No le pareció muy adecuado llamarle Papá Noel.

Sigurdur Óli sí que era un verdadero Papá Noel, aunque nunca se pusiera el disfraz.

– ¿Gulli? -dijo ella, solucionando el problema-. Esta misma mañana, para recordarle la fiesta del árbol de Navidad. Hablé con él en la puerta. Estaba trabajando. Era el portero del hotel, como posiblemente ya sepas. Y más que portero, en realidad era el conserje. Hacía de todo.

– ¿Mañoso? -preguntó Erlendur?

– ¿Qué?

– ¿Mañoso, habilidoso, nunca había que insistir para que cumpliera su cometido?

– No lo sé. ¿Importa? Para mí no hizo nunca nada. O bueno, yo nunca tuve que recurrir a él.

– ¿Por qué hacía él de Papá Noel? ¿Le gustaban los niños? ¿Era gracioso? ¿Divertido?

– Es algo de antes de mi llegada. Llevo trabajando aquí tres años, y esta es la tercera fiesta de Navidad de la que me hago cargo. Él había hecho de Papá Noel en las otras dos ocasiones, y también antes. Era correcto. Como Papá Noel. Los niños se lo pasaban bien con él.

La muerte de Gudlaugur no parecía haber afectado mucho a aquella mujer. El pobre hombre no tenía nada que ver con ella. El único resultado del crimen fue una alteración temporal de los asuntos de promoción y publicidad, y Erlendur pensó en cómo podía ser la gente tan insensible y desagradable.

– ¿Pero qué clase de persona era?

– No lo sé -respondió-. No le conocía. Era el portero. Y el Papá Noel. En realidad eran las únicas veces que hablé con él. Cuando hacía de Papá Noel.

– ¿Qué fue de la fiesta de Navidad? Quiero decir, cuando se supo que Papá Noel había muerto.

– La suspendimos. No se podía hacer otra cosa. También como muestra de respeto -añadió, como para mostrar por fin una pizca de sentimiento. No sirvió de nada. Erlendur sacó la clara conclusión de que el cadáver del sótano no podía resultarle más indiferente a aquella mujer.

– ¿Quién conocía mejor a ese hombre? -preguntó-. Aquí en el hotel, me refiero.

– Pues no lo sé. Intenta hablar con el jefe de recepción. El portero estaba a sus órdenes.

Sonó el teléfono que había en la mesa y la mujer respondió. Miró a Erlendur como si le molestara, así que el policía se levantó y salió, pensando que la mujer no podría seguir mintiendo por teléfono para siempre.

El jefe de recepción no podía atender a Erlendur. Los viajeros se apiñaban ante el mostrador de recepción, donde se afanaba con ayuda de otros tres empleados del hotel, y no podía dejar el puesto ni por un momento. Erlendur les estuvo mirando mientras anotaban los registros, examinaban pasaportes, entregaban llaves, sonreían y atendían al siguiente. La cola llegaba hasta la puerta giratoria. A través de ella, Erlendur vio detenerse otro autocar de turistas ante el hotel.

Había policías por todo el establecimiento, la mayoría de paisano, interrogando a los empleados. Habían instalado una especie de oficina policial en la cantina del sótano, desde donde se dirigía la investigación.

Erlendur observó los adornos navideños de la entrada. Por los altavoces sonaba una canción navideña americana. Entró en el gran comedor que había al otro lado de la puerta principal. Los primeros clientes estaban tomando asiento ante un espléndido bufé navideño. Pasó junto a la mesa y admiró los arenques y la carne ahumada, el jamón frío y la lengua de ternera con todo su acompañamiento, y los apetitosos postres, helados, tartas de crema y mousse de chocolate, o lo que fuera aquello.

A Erlendur se le hizo la boca agua. Prácticamente no había comido nada en todo el día. Miró a su alrededor y de pronto, sin dar tiempo a que nadie lo viera, se metió en la boca una loncha de sabrosísima lengua de ternera. Pensó que nadie se habría dado cuenta y el corazón le dio un vuelco al oír a su espalda una voz irritada.

– Ah no, eso no se puede hacer. ¡Eso no se puede hacer!

Erlendur se dio la vuelta y vio a un hombre con gorro alto de cocinero que se dirigía a él con gesto furioso.

– ¿Pero qué es eso, meterse la comida en la boca de ese modo? ¡Qué falta de educación!

– Tranquilo -dijo Erlendur, alargando la mano para coger un plato. Empezó a llenarlo con diversos manjares, como si su intención hubiera sido desde el principio hacer los honores al bufé.

– ¿Conocías tú a Papá Noel? -preguntó para zanjar el tema de la lengua de ternera.

– ¿Papá Noel? -dijo el cocinero-. ¿Qué Papá Noel? Tengo que pedirte que no toques la comida con los dedos. No es…

– A Gudlaugur -le interrumpió Erlendur-. ¿Lo conocías? Era también portero y un poco el chico para todo en el hotel, ya me entiendes.

– ¿Te refieres a Gulli?

– Sí, Gulli -dijo Erlendur mientras depositaba en su plato una estupenda loncha de jamón frío con un poco de salsa de yogur por encima. Pensó en avisar a Elínborg para que hiciera una visita al bufé, era una gran gastrónoma y estaba escribiendo un libro de recetas desde hacía muchos años.

– No, yo… ¿qué quieres decir con «lo conocías»? -preguntó el cocinero.

– ¿No te has enterado?

– ¿De qué? ¿Pasa algo?

– Ha muerto. Asesinado. ¿No se ha corrido la voz por el hotel?

– ¿Asesinado? -exclamó el cocinero-. ¡Asesinado! Pero, ¿aquí, en el hotel? ¿Y tú quién eres?

– En su cuarto. Abajo, en el sótano. Yo soy de la policía.

Erlendur continuó seleccionando manjares sobre su plato. El cocinero se había olvidado ya de la lengua de ternera.

– ¿Cómo lo mataron?

– Es mejor decir lo menos posible.

– ¿Aquí, en el hotel?

– Sí.

El cocinero miró a su alrededor.

– No puedo creerlo -dijo-. Habrá follón, ¿no?

– Pues sí -dijo Erlendur-. Habrá follón.

Sabía que el hotel nunca podría quitarse de encima aquel crimen. Nunca podría borrar el estigma. A partir de aquel momento sería siempre el hotel donde encontraron muerto a Papá Noel con un condón en el pene.

– ¿Lo conocías? -preguntó Erlendur-. ¿Conocías a Gulli?

– No, casi nada. Era el portero y se apañaba con toda clase de cosas.

– ¿Se apañaba?

– Las arreglaba. Yo no le conocía.

– ¿Sabes quién podía conocerlo mejor en el hotel?

– No -dijo el cocinero-. No sé nada sobre el buen hombre. ¿Quién puede haberlo asesinado? ¿Aquí? ¿En el hotel? ¡Dios mío!

Por sus palabras, Erlendur supo que estaba más preocupado por el hotel que por el muerto. Estuvo a punto de decirle que la clientela podría aumentar con el crimen. La gente era así. Incluso podrían hacer publicidad del hotel como escenario de un crimen. Atraer al turismo interesado en el mundo del delito. No siguió por allí. Le apetecía sentarse con su plato a saborear la comida. Estar tranquilo un momento.

En esas llegó Sigurdur Óli.

– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó Erlendur.

– No -respondió Sigurdur Óli mirando al cocinero, que ya entraba precipitadamente en la cocina con la noticia-. ¿Y ahora te pones a zampar? -añadió, indignado.

– Venga, no me fastidies. He tenido un problemilla por aquí.

– Ese hombre no tenía nada, y si lo tenía, no lo guardaba en su cuarto -dijo Sigurdur Óli-. Elínborg encontró unos discos viejos en el armario. Y eso es todo. ¿No deberíamos cerrar el hotel?

– ¿Cerrar el hotel, pero qué estupidez es esa? -dijo Erlendur-. ¿Cómo vas a cerrar este hotel? ¿Y por cuánto tiempo? ¿Piensas registrar todas las habitaciones del edificio?

– No, pero el asesino podría ser un huésped del hotel. No podemos descartarlo.

– No es nada seguro, en absoluto. Hay dos posibilidades. O está en el hotel, sea huésped o empleado, o no tiene nada que ver con el hotel. Lo que tenemos que hacer es hablar con todos los empleados y con todas las personas que vayan a dejar el hotel en los próximos días, y sobre todo con los que se vayan antes de lo previsto, aunque dudo que el culpable se atreva a llamar la atención haciendo algo así.

– No, claro. Pensaba en el condón -dijo Sigurdur Óli.

Erlendur buscó con la mirada una mesa vacía, la encontró y se sentó. Sigurdur Óli se sentó a su lado mirando el plato rebosante, y también se le hizo la boca agua.

– Una cosa, si se trata de una mujer, estará aún en edad fértil, ¿no? Por el condón.

– Sí, de haber sucedido hace veinte años -dijo Erlendur saboreando el jamón ligeramente ahumado-. Hoy día, un condón es más que un simple anticonceptivo. Es una protección contra toda clase de enfermedades, clamidia, sida…

– El condón también puede decirnos que no conocía bien a esa, esa… persona con la que estuvo en su habitación. Debía de tratarse de alguien a quien acababa de conocer. De haberle sido más familiar, quizá no habría usado condón.

– No debemos olvidar que el condón no excluye que hubiera podido estar con un hombre -dijo Erlendur.

– ¿Qué clase de cuchillo pudo ser? El arma del crimen, digo.

– Ya veremos lo que sale de la autopsia. Naturalmente, no tiene ningún sentido investigar todos los cuchillos del hotel, si es que el agresor era alguien de aquí.

– ¿Está bueno? -preguntó Sigurdur Óli. Había estado contemplando a Erlendur regalarse con los manjares y estaba en un tris de coger algo también él, pero temía incurrir en otro escándalo: dos polis en plena investigación de un asesinato cometido en el hotel, sentados en el bufé como si no hubiera pasado nada.

– Olvidé comprobar si había algo dentro -dijo Erlendur entre un bocado y otro.

– ¿Crees que es correcto ponerte a comer así en el escenario del crimen?

– Esto es un hotel.

– Sí, pero…

– Ya te lo he dicho. Tuve algún problemilla. Esta fue la única forma de salir airoso. ¿Había algo dentro del condón?

– Vacío -dijo Sigurdur Óli.

– El forense dijo que había tenido un orgasmo. Dos, en realidad, aunque no le comprendí bien.

– No sé de nadie capaz de comprenderle.

– Así que el crimen se cometió en plena faena.

– Sí. Fue algo hecho de repente mientras todo está saliendo a pedir de boca.

– Si todo iba a pedir de boca, ¿por qué había un cuchillo allí al lado?

– A lo mejor era parte del juego.

– ¿De qué juego?

– El sexo se ha vuelto muy complicado, ya no es solo la posición del misionero -dijo Sigurdur Óli-. Así que puede haber sido cualquiera, ¿no?

– Cualquiera -dijo Erlendur-. ¿Por qué se habla siempre de la posición del misionero? ¿De qué misionero se trata?

– No lo sé -dijo Sigurdur Óli con un suspiro. A veces Erlendur hacía preguntas que le resultaban molestas, porque eran muy simples y al mismo tiempo tremendamente complicadas y aburridas.

– ¿Procede de África?

– () de los católicos -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Y por qué un misionero?

– No lo sé.

– El condón no excluye otra clase de sexo -dijo Erlendur-. Eso hay que tenerlo claro. No se puede excluir nada por ese condón. ¿Preguntaste al director del hotel por qué quería echar a la calle a Papá Noel?

– No, ¿quería echar a Papá Noel a la calle?

– Lo dijo de pasada, pero no lo explicó. Tenemos que saber lo que quería decir.

– Me lo apunto -dijo Sigurdur Óli, que llevaba siempre un cuadernito y un lápiz.

– Y hay un grupo de personas que usa condones más que los demás.

– ¿Sí? -preguntó Sigurdur Óli poniendo gesto interrogante.

– Las putas.

– ¿Las putas? -repitió Sigurdur Óli-. ¿Las furcias? ¿Crees que las hay aquí?

Erlendur asintió.

– Llevan a cabo una potente evangelización en los hoteles.

Sigurdur Óli se levantó pero se quedó moviéndose inquieto delante de Erlendur, que había terminado su plato y volvía a mirar el bufé con ojos ávidos.

– Ejem, ¿qué planes tienes para la Navidad? -preguntó finalmente Sigurdur Óli, incómodo.

– ¿Para la Navidad? -dijo Erlendur-. Pues voy a… ¿Qué quieres decir, con qué planes tengo para la Navidad? ¿Dónde debería pasar la Navidad? ¿Y a ti qué te importa?

– Bergthóra estaba dándole vueltas a si las pasarías solo.

– Eva Lind tiene no sé qué planes. ¿Y qué pretende Bergthóra? ¿Que vaya con vosotros?

– Ay, bueno, no lo sé -respondió Sigurdur Óli-. ¡Mujeres! ¿Quién las entiende? -y se alejó de la mesa a grandes zancadas en dirección al sótano.

Elínborg estaba frente a la puerta de la habitación del interfecto, observando las labores de los especialistas de la policía científica, cuando Sigurdur Óli apareció por el oscuro corredor.

– ¿Dónde está Erlendur? -le preguntó, exprimiendo las últimas migas de su bolsita de frutos secos.

– En el bufé -soltó violentamente Sigurdur Óli.

El análisis que se practicó aquella tarde certificó que el condón estaba cubierto de saliva.

3

La brigada de la policía científica se puso en contacto con Erlendur en cuanto descubrió aquella muestra biológica. Estaba aún en el hotel. El escenario del crimen se había transformado, entre tanto, en algo parecido a un salón fotográfico. Los destellos de flash iluminaban el oscuro pasillo a intervalos regulares. El cadáver de Gudlaugur fue fotografiado por detrás y por delante, así como todo lo que había en la habitación. Luego trasladaron al difunto al depósito de cadáveres de Barónstígur, donde se llevaría a cabo la autopsia. Los especialistas estuvieron buscando huellas dactilares en la habitación del portero y encontraron muchísimas, que se compararían con las huellas registradas en los archivos de la policía. Se tomaron las huellas a todos los empleados del hotel, y el hallazgo de la policía científica condujo a que se les tomaran también muestras de saliva.

– ¿Y qué hay de los huéspedes? -preguntó Elínborg-. ¿No deberíamos hacer lo mismo con ellos?

Estaba deseando volver a casa, así que se arrepintió de su pregunta; quería terminar la jornada. Elínborg se tomaba las navidades con mucha solemnidad y echaba de menos a su familia. Adornaba su hogar con ramitas y guirnaldas. Hacía exquisitas galletitas que guardaba en tupperwares marcados cuidadosamente según los tipos. Luego guisaba exquisitos platos navideños que eran famosos incluso fuera de los límites de su familia. El plato principal de cada Navidad era muslo de cerdo a la sueca, que sumergía en salmuera durante doce días en el balcón de su casa y cuidaba como si se tratase del mismo Niño Jesús envuelto en sus pañales.

– Creo que hemos de pensar, en principio, que el asesino es islandés -dijo Erlendur-. De momento, dejaremos tranquilos a los huéspedes. El hotel está llenándose para las fiestas y poca gente se marcha. Nos bastará con los que se vayan, les tomaremos muestras de saliva, incluso huellas dactilares. No podemos impedir que abandonen el país. Para poder hacerlo tendrían que existir sospechas firmes en su contra. De modo que necesitamos una lista de los huéspedes extranjeros que estaban en el hotel en las horas en que se cometió el crimen, y dejaremos en paz a los que llegaron más tarde. Intentemos simplificar las cosas.

– ¿Y si no son tan simples? -preguntó Elínborg.

– No creo que ninguno de los huéspedes del hotel sepa que se ha cometido un crimen -dijo Sigurdur Óli, que también quería volver a casa. Su mujer, Bergthóra, lo había llamado esa tarde para preguntarle si no pensaba volver ya. Ahora era el momento adecuado. Sigurdur Óli sabía exactamente lo que quería decir con eso del momento adecuado. Estaban intentando tener un hijo pero no había forma, y Sigurdur Óli le había dicho a Erlendur que habían empezado a hablar de fertilización in vitro.

– ¿Y tenéis que llevar un tubo de esos? -preguntó Erlendur.

– ¿Un tubo?-dijo Sigurdur Óli.

– Un frasco de esos. Por la mañana.

Sigurdur Óli se quedó mirándolo hasta que comprendió por fin a qué se refería Erlendur.

– Nunca debería haberte hablado de eso -exclamó con brusquedad.

Erlendur bebía a sorbitos un café de pésimo gusto. Estaban sentados los tres solos en la cantina de personal, en el sótano. El operativo había concluido, policías y especialistas habían desaparecido, la habitación estaba precintada. A Erlendur le daba igual. Si se marchaba, el único lugar al que podía ir era su casa, en un oscuro bloque de apartamentos. Para él, la Navidad no significaba nada. Tendría unos días libres en los que no sabría qué hacer. Tal vez viniera su hija de visita, y entonces guisarían el típico tasajo de cordero ahumado. A veces la acompañaba su hermano. Y Erlendur se sentaba a leer, que era lo que hacía siempre.

– Deberíais marcharos a casa -dijo-. Yo me voy a quedar aquí un poco más. A ver si consigo charlar con el jefe de recepción cuando esté menos liado.

Elínborg y Sigurdur Óli se pusieron en pie.

– ¿Estás bien? -preguntó Elínborg-. ¿No prefieres marcharte a casa? Se acerca la Navidad y…

– ¿Qué os pasa a ti y a Sigurdur Óli? ¿Por qué no me dejáis en paz?

– Es Navidad -dijo Elínborg con un suspiro. Vaciló-. Olvídalo -dijo a continuación. Sigurdur Óli y ella se dieron la vuelta y abandonaron la cantina.

Erlendur se quedó un buen rato allí sentado, pensativo. Intentaba entender por qué le había preguntado Sigurdur Óli dónde pensaba pasar la Navidad, y pensó en el interés mostrado por Elínborg. Vio en su mente su apartamento, la butaca, el viejo televisor y los libros que tapizaban las paredes.

A veces, en Navidad, se compraba una botella de Chartreuse y se ponía un vaso al lado, mientras leía sobre las penurias y las muertes de los tiempos en que había que hacer a pie todos los viajes y las navidades eran una época peligrosa. La gente no dejaba que ningún obstáculo les impidiera llegar a sus seres queridos, y se enfrentaban a las fuerzas de la naturaleza, se extraviaban y perecían mientras que, en el establo, la celebración del nacimiento del Salvador se convertía en una pesadilla. A algunos los encontraban. A otros, no. Nunca.

Aquellas eran las historias navideñas de Erlendur.

El jefe de recepción se había quitado el uniforme del hotel y estaba ya poniéndose el abrigo cuando Erlendur lo abordó en el guardarropa. El hombre dijo que estaba muerto de cansancio y que quería llegar a casa para estar con su familia, como todo el mundo. Había oído hablar del crimen, sí, horrible, pero no sabía en qué podía ser de utilidad.

– Tengo entendido que, de la gente del hotel, tú eres quien mejor lo conocía -dijo Erlendur.

– No, creo que eso no es correcto -dijo el recepcionista jefe, envolviéndose el cuello en una gruesa bufanda-. ¿Quién te dijo eso?

– Estaba a tus órdenes, ¿no? -dijo Erlendur, dejando sin respuesta la pregunta.

– Sí, estaba a mis órdenes, probablemente sí. Él era portero, yo me encargo de la recepción, del registro de huéspedes, quizá ya lo sabes. Por cierto, ¿no sabrás hasta qué hora abren las tiendas esta tarde?

No parecía estar muy interesado en Erlendur ni en sus preguntas, y el policía se sintió indignado. Y lo que le indignaba más aún era que a todos les resultara indiferente lo que le había sucedido al hombre del sótano.

– Las veinticuatro horas, no lo sé. ¿Quién iba a querer apuñalar a tu portero?

– ¿Mi portero? No era mi portero. Era el portero del hotel.

– ¿Y por qué tenía los pantalones bajados y un condón en la polla? ¿Quién estuvo con él? ¿Quiénes solían ir a visitarlo? ¿Quiénes eran sus amigos en el hotel? ¿Quiénes eran sus amigos fuera del hotel? ¿Quiénes eran sus enemigos? ¿Por qué vivía en el hotel? ¿Qué tipo de acuerdo era ese? ¿Qué intentas ocultar? ¿Por qué no puedes responderme como una persona normal?

– Oye, yo, ¿qué dices…? -el recepcionista jefe calló-. Lo único que quiero es irme a casa -dijo por fin-. No sé las respuestas a todas esas preguntas. Está a punto de llegar la Navidad. ¿No podríamos hablar mañana? No he tenido ni un momento de descanso en todo el día.

Erlendur lo miró.

– Hablaremos mañana -dijo. Salió del guardarropa, pero de repente recordó la pregunta que le rondaba por la cabeza desde su conversación con el director. Dio media vuelta. El jefe de recepción estaba saliendo por la puerta cuando Erlendur le dijo que esperara un momento.

– ¿Por qué queríais echarlo a la calle?

– ¿Qué?

– Queríais echarlo a la calle. A Papá Noel. ¿Por qué?

– Lo habían despedido -dijo por fin.

El director del hotel estaba comiendo cuando Erlendur fue a hablar con él. Estaba sentado a una gran mesa de la cocina, acababa de ponerse un delantal de cocinero y se engullía los restos de las bandejas medio vacías que habían traído del bufé.

– No puedes ni imaginarte cómo me gusta comer -dijo, limpiándose los labios, cuando se dio cuenta de que Erlendur lo miraba fijamente-. En paz y tranquilidad -añadió.

– Sé exactamente lo que quieres decir -repuso Erlendur.

Estaban solos en la amplia y reluciente cocina. Erlendur no pudo menos que admirar a aquel hombre. Comía deprisa pero con gran elegancia y sin ansia. Casi había algo refinado en los movimientos de sus manos. Un bocado desaparecía tras el anterior, con profesionalidad y pasión evidente.

Estaba más tranquilo ahora que ya habían retirado el cadáver y se había marchado la policía, así como la gente de los medios, que se habían instalado delante del hotel; la policía lo había organizado todo para que no pudieran entrar en el hotel, pues el edificio entero pasó a considerarse escenario del crimen. Tampoco se vio afectada la actividad del hotel. Solo un par de huéspedes extranjeros sabían lo del crimen en el sótano. Pero la mayoría de ellos se percató de las idas y venidas de la policía y preguntaron. El director del hotel ordenó a sus empleados decirles que un anciano había sufrido un ataque al corazón.

– Sé lo que estás pensando, crees que soy un cerdo, ¿verdad? -dijo al dejar de masticar para tomar un sorbo de vino tinto. Un dedo meñique del tamaño de una salchichita se alzó en el aire.

– No, pero comprendo por qué quieres ser director de hotel -dijo Erlendur. Y no pudo reprimirse-: Te estás matando y lo sabes -añadió con toda brusquedad.

– Peso 180 kilos -dijo el director-. Los cerdos de engorde no alcanzan a pesar mucho más. Siempre he sido gordo. Nunca he conocido otra cosa. Nunca me he puesto a dieta. Nunca he podido ni pensar en cambiar de estilo de vida, como lo llaman. Me encuentro bien así. Mejor que tú, me da la impresión -añadió.

Erlendur recordó haber oído decir que los gordos son más felices que los flacos. Aunque él no creía demasiado en semejante sentencia.

– ¿Mejor que yo? -preguntó Erlendur con una sonrisa apagada-. De eso no tienes ni idea. ¿Por qué echaste al portero?

El director se había puesto a comer de nuevo y pasaron unos momentos antes de que dejara los cubiertos en la mesa. Erlendur esperó pacientemente. Vio que el director estaba pensando en cuál sería la mejor respuesta, qué palabras usar, visto que Erlendur se había enterado del despido.

– No nos ha ido muy bien últimamente -respondió por fin-. Tenemos overbooking en verano y cada vez hay más afluencia de público durante las navidades y fin de año, pero luego hay temporadas muertas que pueden llegar a ser de lo más difíciles. Los propietarios dijeron que había que hacer recortes. Disminuir el número de empleados. Me pareció innecesario disponer de un portero a tiempo completo los doce meses del año.

– Pero tengo entendido que era mucho más que un simple portero. Hacía de Papá Noel, por ejemplo. Y era chico para todo. Un tío manitas. Arreglaba cosas. Era más como un conserje.

El director seguía concentrado en su banquete y se produjo una nueva pausa en la conversación. Erlendur miró a su alrededor. La policía había autorizado a los empleados que ya habían concluido su jornada a marcharse a casa, tras haber anotado sus nombres y direcciones. Aún se desconocía quién había sido la última persona en hablar con la víctima, o qué le había sucedido en sus últimos días. Nadie había visto en Papá Noel nada desacostumbrado que le llamara la atención. Nadie había visto a nadie bajar al sótano. Nadie sabía si Papá Noel había recibido allí alguna visita. Solo unos pocos sabían siquiera que vivía allí, que ese cuchitril del sótano era su único hogar, y todo parecía indicar que no querían relacionarse con él más de lo necesario. Solo unos cuantos confesaron que lo conocían, y no parece que tuviera amigo alguno en el hotel. Los empleados desconocían también si los tenía fuera.

«Un auténtico niño perdido», pensó Erlendur.

– Nadie es imprescindible -dijo el director, estirando la salchichita al tomar un trago de vino-. Naturalmente, nunca es agradable despedir a alguien, pero no tenemos trabajo suficiente en portería los doce meses del año. Por eso prescindimos de sus servicios. No hubo ningún otro motivo. Y en realidad tampoco había mucho que hacer en portería. Se ponía el uniforme cuando llegaban estrellas del cine o políticos extranjeros, y echaba a la gente que intentaba colarse.

– Cuando le informaron del despido, ¿se lo tomó a mal?

– Creo que lo entendió.

– ¿Falta algún cuchillo en la cocina? -preguntó Erlendur.

– No lo sé. Cada año se pierden miles de cuchillos, tenedores y vasos. También toallas y… ¿Crees que lo mataron con un cuchillo del hotel?

– No lo sé.

Erlendur miró comer al director del hotel.

– Trabajó aquí durante veinte años y nadie lo conocía. ¿No te parece extraño?

– Los empleados van y vienen -dijo el director, encogiéndose de hombros-. Así suelen ser las cosas donde cambia mucho la gente. Creo que la gente era consciente de su existencia, pero ¿quién conoce a alguien? En realidad, yo no conozco a nadie, aquí.

– Tú pareces haber sobrevivido a todos esos cambios de personal.

– A mí es difícil echarme.

– ¿Por qué usaste la expresión «echarlo a la calle»?

– ¿Eso dije?

– Sí.

– Era una forma de decirlo, como otra cualquiera. No implicaba nada especial.

– Pero acababas de despedirlo e ibas a echarlo a la calle -dijo Erlendur-. Y entonces viene alguien y lo mata. Últimamente no tuvo una buena época el pobre hombre.

El director del hotel hizo como si Erlendur no existiera, mientras engullía pasteles y mousse con delicados movimientos de gourmet, intentando saborear lo mejor posible aquellas exquisiteces.

– ¿Por qué no se había marchado si ya lo habíais despedido?

– Tenía que haberse ido a finales del mes pasado. Estuve insistiéndole pero no lo hice con suficiente energía. Tendría que haberle obligado. Y entonces no habría pasado todo este horror.

Erlendur miró al director del hotel, que masticaba con deleite, y calló. A lo mejor fue por el bufé. A lo mejor por su oscuro bloque de apartamentos. A lo mejor por la época del año. Por la comida enlatada que le esperaba en casa. Por unas Navidades en soledad. Erlendur no lo sabía. La pregunta brotó de sus labios casi por sí sola. Antes de que él se diera cuenta.

– ¿Una habitación? -dijo el director del hotel como si fuera incapaz de comprender de qué le estaba hablando Erlendur.

– No tiene que ser nada especial -dijo Erlendur.

– ¿Para ti, quieres decir?

– Una habitación individual -dijo Erlendur-. No hace falta que tenga televisión.

– Lo tenemos todo ocupado. Lo siento -el director del hotel se quedó mirando a Erlendur. No estaba dispuesto a que aquel policía anduviera revoloteando por allí día y noche.

– El encargado de recepción dijo que quedaban habitaciones vacías -mintió Erlendur, ya más decidido-. Dijo que no habría problema, pero que tenía que hablar primero contigo.

El director del hotel lo miró fijamente. Bajó la vista a su mousse, que aún no había terminado. Luego apartó el plato, había perdido el apetito.

Hacía frío en la habitación. Erlendur estaba de pie junto a la ventana mirando, pero lo único que veía era su propio reflejo en el oscuro vidrio. Hacía tiempo que no miraba a aquel hombre cara a cara, y allí, en la penumbra, pudo comprobar que había empezado a envejecer. A su lado y a su alrededor caían copos de nieve, parsimoniosos, como si los cielos se hubieran quebrado y su polvo estuviera regando el mundo.

Acudió a su mente un pequeño volumen de poesía que tenía en casa, traducciones de algunos poemas de Hölderlin. Dejó a su mente vagar sin rumbo por los poemas hasta que se detuvo en una frase que comprendió que estaba relacionada con aquel hombre que lo miraba a los ojos desde la ventana.

Los muros se yerguen mudos y fríos al viento, gimen las veletas.

4

Estaba quedándose dormido cuando tocaron suavemente a la puerta de su habitación y oyó pronunciar su nombre en voz baja.

Supo al momento quién era. Cuando abrió vio a su hija, Eva Lind, en el pasillo. Se miraron y ella le sonrió y entró escurriéndose por el hueco que quedaba libre en la puerta. Erlendur cerró. Eva Lind se sentó junto al pequeño escritorio y sacó un paquete de cigarrillos.

– Creo que aquí está prohibido fumar -dijo Erlendur, que obedecía la prohibición.

– Sí -respondió Eva Lind, extrayendo un cigarrillo del paquete-. ¿Por qué hace tanto frío aquí?

– Estará estropeado el radiador.

Erlendur se sentó en el borde de la cama. Estaba en calzoncillos y se echó el edredón sobre los hombros y la cabeza, lo que le confería cierto aspecto de hombre de las cavernas.

– ¿Qué haces? -dijo Eva Lind.

– Tengo frío -preguntó Erlendur.

– Quiero decir qué haces aquí, en una habitación de hotel; ¿por qué no te vas a casa? -absorbió el humo hasta el fondo de los pulmones, quemó casi un tercio del cigarrillo, y luego exhaló y, en un instante, la habitación se llenó de humo.

– No lo sé. No tengo… -Erlendur calló.

– ¿Ya no tienes ganas de volver a casa?

– Me pareció lo más indicado. Asesinaron a un hombre aquí en el hotel hoy mismo, ¿te enteraste?

– Un Papá Noel, ¿no? ¿Lo asesinaron?

– El portero. Iba a hacer de Papá Noel en la fiesta infantil del hotel. ¿Y tú, cómo andas?

– Muy bien -dijo Eva Lind.

– ¿Sigues con el trabajo?

– Sí.

Erlendur la miró. Tenía mejor aspecto. Seguía igual de flacucha, pero las ojeras debajo de sus bellos ojos azules se habían desdibujado un poco y las mejillas no estaban ya tan hundidas. Pensaba que su hija llevaba ya casi ocho meses sin tocar las drogas. Desde que tuvo el aborto y pasó un tiempo en el hospital, en coma, entre la vida y la muerte. Cuando salió del hospital se fue a vivir a casa de Erlendur, donde pasó seis meses, y encontró un trabajo fijo, algo que no había sucedido durante dos años. Desde hacía unos meses vivía en una habitación alquilada en el centro.

– ¿Cómo me localizaste? -preguntó Erlendur.

– No te encontré en el móvil, llamé a la comisaría y me dijeron que estabas aquí. Cuando pregunté, me enteré de que te habías inscrito en el hotel. ¿Qué pasa? ¿Por qué no te fuiste a casa?

– No sé muy bien lo que estoy haciendo -dijo Erlendur-. La Navidad es una época rara.

– Sí -dijo Eva Lind, y los dos se quedaron en silencio.

– ¿Sabes algo de tu hermano? -preguntó Erlendur.

– Sindri sigue trabajando en provincias -respondió Eva Lind, y el cigarrillo chisporroteó al arder hasta el filtro. Cayó ceniza al suelo. Eva Lind buscó un cenicero pero no encontró ninguno y dejó la colilla de pie en una esquina de la mesa, mientras se apagaba.

– ¿Y tu madre? -preguntó Erlendur. Eran siempre las mismas preguntas, y las respuestas también solían ser las mismas.

– Bien. Currando como una esclava, como siempre.

Erlendur calló, debajo del edredón. Eva Lind miró el azulado humo del cigarrillo que se elevaba desde la mesa.

– No sé si voy a ser capaz de seguir aguantando -dijo, mirando largamente el humo.

Erlendur levantó la mirada desde debajo de su edredón.

En ese momento llamaron a la puerta y los dos se miraron con gesto de extrañeza. Eva se levantó y abrió. En el pasillo había un empleado del hotel, con chaqueta de uniforme. Dijo que trabajaba en recepción.

– Está prohibido fumar aquí dentro -fue lo primero que dijo al ver el interior de la habitación.

– Le estaba pidiendo que lo apagara -respondió Erlendur, en calzoncillos, debajo del edredón-. Nunca me hace caso.

– Está prohibido traer chicas a las habitaciones -dijo el hombre-. Por lo que ha sucedido.

Eva Lind sonrió débilmente y miró a su padre. Erlendur levantó los ojos para mirar a su hija, y luego al empleado.

– Nos dijeron que una chica había subido a esta habitación -continuó el hombre-. No está permitido. Tendrás que marcharte. Ahora mismo.

Se quedó en la puerta esperando que Eva Lind le acompañase. Erlendur se puso en pie, todavía cubierto con el edredón, y se acercó al hombre.

– Es mi hija -le dijo.

– Sí, claro -respondió el recepcionista, como si ni le fuera ni le viniera.

– En serio -dijo Eva Lind.

El hombre miró a uno y después a la otra.

– No quiero líos -dijo.

– Lárgate y déjanos en paz -dijo Eva Lind.

El hombre siguió allí, mirando a Eva Lind y a Erlendur en calzoncillos debajo de su edredón, detrás de ella, y no se movió.

– Al radiador le pasa algo -dijo Erlendur-. No calienta.

– Tendrá que venir conmigo -dijo el hombre.

Eva Lind miró a su padre y se encogió de hombros.

– Hablaremos en otro momento -dijo-. No me gusta nada esta gilipollez.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no eres capaz de seguir aguantando? -preguntó Erlendur.

– Ya hablaremos de ello -respondió Eva, y salió por la puerta.

El hombre sonrió a Erlendur.

– ¿Piensas hacer algo con el radiador este? -preguntó Erlendur.

– Daré parte -respondió al cerrar la puerta.

Erlendur volvió a sentarse en el borde de la cama. Eva Lind y Sindri Snaer eran el fruto de un matrimonio desdichado que había terminado más de veinte años atrás. Erlendur no había tenido prácticamente ningún contacto con sus hijos después del divorcio. Fue decisión de su ex mujer, Halldóra. Se sentía engañada y utilizó a los niños para vengarse. Erlendur dejó así las cosas. Lamentaba haber dejado pasar tanto tiempo sin tener trato con sus hijos. Se arrepentía de haber dejado decidir a Halldóra. Cuando crecieron, fueron ellos quienes lo buscaron. Para entonces, su hija se había metido en la droga. Su hijo había pasado ya por varias curas de desintoxicación etílica.

Sabía bien lo que quería decir su hija cuando le dijo que no estaba segura de poder aguantar. No se había sometido a tratamiento alguno. No había acudido a ninguna institución que pudiera ayudarla en sus momentos difíciles. Se había enfrentado a ellos sola, sin ayuda. Siempre se había mostrado reservada, dura y obstinada cuando se hacía referencia a su forma de vida. No consiguió deshabituarse a pesar del embarazo. Hizo varios intentos y lo dejó una temporada, pero no tenía suficiente fuerza de voluntad para dejarlo de manera definitiva. Lo intentaba, y Erlendur sabía que lo hacía con total sinceridad, pero era más fuerte que ella, y volvía a recaer. Erlendur ignoraba qué era lo que la había hecho tan dependiente de la droga como para que esta ocupara el primer lugar en su vida. No conocía las causas de su destrucción pero sabía que, de alguna forma, él la había decepcionado. Que de alguna forma él también tenía la culpa de lo que le había sucedido.

Había pasado muchas horas junto a la cabecera de la cama de Eva Lind cuando estaba sumida en el coma, hablándole, porque el médico le dijo que era posible que oyera su voz e incluso percibiera su presencia. Algunos días después recuperó la consciencia y lo primero que pidió fue ver a su padre. Estaba tan débil que apenas podía hablar. Cuando él llegó, su hija estaba dormida. Se sentó junto a su cabecera y estuvo esperando hasta que se despertó.

Cuando por fin abrió los ojos y lo vio, pareció que intentaba sonreír pero se echó a llorar, y él se levantó y la estrechó entre sus brazos. Ella temblaba en sus brazos; él intentó tranquilizarla, volvió a ponerle la cabeza sobre la almohada y le secó las lágrimas.

– ¿Dónde has estado todos estos largos días? -le preguntó, acariciándole las mejillas e intentando sonreír para reconfortarla.

– ¿Dónde está la niña? -preguntó ella.

– ¿No te han dicho lo que pasó?

– La he perdido. No me han dicho nada de nada. No he podido verla. No se fían de mí…

– Faltó poco para que te perdiera yo a ti.

– ¿Dónde está?

Erlendur había visto a la niña sin vida en el departamento de anatomía patológica, una niña que quizá se habría llamado Audur.

– ¿Quieres ver a la criatura? -preguntó Erlendur.

– Perdona -dijo Eva en voz baja.

– ¿Qué?

– Cómo soy. Cómo… la niña…

– No tengo por qué perdonarte por ser como eres, Eva. No tienes que pedir perdón por ser como eres.

– Claro que sí.

– Tu destino no lo decides tú sola.

– ¿Querrás…?

Eva Lind calló y se quedó exhausta allí tumbada. Erlendur esperó en silencio a que recuperase las fuerzas. Pasó un largo rato. Finalmente, Eva miró a su padre.

– ¿Querrás ayudarme a enterrarla? -dijo.

– Claro que sí -respondió él.

– Quiero verla.

– ¿Tú crees que…?

– Quiero verla -repitió Eva-. Por favor. Déjame que la vea.

Erlendur dudó, pero por fin se dirigió al mortuorio a buscar el cuerpo de la niña a la que mentalmente llamaba Audur porque no quería que careciese de nombre. La llevó envuelta en una toalla blanca por los pasillos del hospital, porque Eva estaba demasiado débil para levantarse y se la llevó a la unidad de cuidados intensivos. Eva cogió a su hija y la miró, y luego dirigió sus ojos hacia su padre.

– Es culpa mía -dijo en voz baja.

Erlendur creyó que se iba a echar a llorar, y se extrañó que no lo hiciera. En su rostro se dibujaba una calma que ocultaba el asco que sentía hacia sí misma.

– No hay nada malo en llorar -dijo Erlendur.

Eva lo miró.

– No merezco llorar -respondió.

Eva estaba sentada en una silla de ruedas en el cementerio de Fossvogur mirando al sacerdote echar una paletada de tierra sobre el ataúd, y su gesto delataba una dureza implacable. Con gran dificultad se levantó de la silla y apartó a Erlendur cuando este hizo ademán de ayudarla. Se santiguó ante la tumba de su hija y sus labios se movieron, pero Erlendur no supo si estaba luchando contra el llanto o rezando una oración en silencio.

Era un bello día de primavera y el sol rielaba en la superficie del mar, y se veía a algunas personas caminando por la bahía de Nauthóll para gozar del buen tiempo. Halldóra estaba a cierta distancia y Sindri Snaer al borde de la fosa, alejado de su padre. Difícilmente habrían podido estar más lejos unos de otros, un grupo roto que no tenía en común sino el sufrimiento. Erlendur pensó que la familia no se había reunido en casi un cuarto de siglo. Miró a Halldóra, que evité devolverle la mirada. Él no le dijo nada a ella ni ella a él.

Eva Lind volvió a sentarse en la silla de ruedas; Erlendur la ayudó a acomodarse y la oyó suspirar. -Mierda de vida.

El recuerdo de algo que había dicho el recepcionista arrancó a Erlendur de sus cavilaciones, y decidió pedirle explicaciones antes de olvidarlo. Se puso en pie, salió al pasillo y vio al hombre desaparecer en el ascensor. A Eva no se la veía por ningún sitio. Erlendur llamó al hombre, y este detuvo la puerta del ascensor cuando estaba cerrándose, salió y observó a Erlendur, que estaba ante él descalzo, en calzoncillos y con el edredón aún echado sobre los hombros.

– ¿A qué te referías cuando dijiste «por lo que ha sucedido»? -preguntó Erlendur.

– ¿Por lo que ha sucedido? -repitió el hombre, con gesto interrogativo.

– Dijiste que no puedo traer una chica a mi habitación por lo que ha sucedido.

– Sí.

– Te refieres a lo que le sucedió a Papá Noel en el sótano.

– Sí. ¿Cómo sabes que…?

Erlendur bajó la mirada, vio sus calzoncillos y vaciló por un instante.

– Yo participo en la investigación -dijo-. En la investigación de la policía.

El hombre lo miró sin ocultar un gesto de incredulidad.

– ¿Por qué enlazaste las dos cosas? -dijo Erlendur a toda prisa.

– No te comprendo -dijo el hombre, moviéndose con cierta inquietud.

– Es como si de no ser por la muerte de Papá Noel no hubiera habido ningún problema en que una chica estuviera en la habitación. Así lo dijiste. ¿Entiendes a qué me refiero?

– No -dijo el hombre-. ¿Yo dije «por lo que ha sucedido»? No lo recuerdo.

– Lo dijiste, sí. Que está prohibido traer chicas a las habitaciones por lo que ha sucedido. Creías que mi hija era una… -Erlendur intentó tratar el tema con el mayor tacto, pero no lo consiguió-. Creías que mi hija era una puta y viniste a echarla, porque habían asesinado a Papá Noel. Si no hubiera sucedido eso, no habría habido problema en traerse chicas a la habitación. ¿Permitís llevar chicas a las habitaciones? ¿Cuando todo va bien?

– ¿Qué quieres decir, con lo de «chicas»?

– Putas -respondió Erlendur-. ¿Hay putas paseando por el hotel, que se meten en las habitaciones mientras vosotros miráis para otro lado, excepto ahora, por lo que ha sucedido? ¿Qué tiene que ver Papá Noel con eso? ¿Está relacionado de alguna forma con el asunto?

– No tengo ni idea de qué estás hablando -dijo el hombre de la recepción.

Erlendur cambió de método.

– Comprendo que queráis ser prudentes ahora que se ha cometido un crimen en el hotel. No queréis llamar la atención hacia nada inhabitual o anormal, aunque se trate de algo sin especial importancia, a lo que no hay nada que oponer. Por mí, la gente puede hacer lo que quiera y pagar por ello. Lo que necesito saber es si Papá Noel tenía alguna relación con la prostitución en el hotel.

– No sé nada de prostitución. Como acabas de ver, comprobamos si hay chicas que andan solas y a su aire por las plantas. ¿De verdad era tu hija?

– Sí -respondió Erlendur.

– Me mandó a la mierda.

– Precisamente.

Erlendur echó el pestillo a la puerta de su habitación, se metió en la cama y se durmió enseguida, y soñó que los cielos esparcían su polvo sobre él mientras oía el chirriar de las veletas.

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