Cuarto Día


17

Despertó por la mañana temprano, estaba vestido y encima del edredón. Tardó un buen rato en sacudirse el sopor del sueño. El sueño que había tenido sobre su padre le acompañó hasta la oscuridad matinal. Trataba de recordarlo, pero solo conseguía recuperar algunos fragmentos; su padre, con un aspecto más joven y más fuerte, le sonreía en un desierto.

La habitación del hotel estaba oscura y fría. Faltaban aún varias lloras para el amanecer. Siguió tumbado, pensando en el sueño, en su padre y en la desaparición de su hermano. En el insoportable vacío que aquella pérdida había provocado en su vida. Y cómo aquel vacío no hacía sino crecer y él se apartaba del borde y miraba ese abismo que acabaría por tragárselo cuando por fin cayera en él.

Se sacudió el sopor matutino y pensó en las tareas del día. ¿Qué ocultaba Henry Wapshott? ¿Por qué mintió y se lanzó a una fuga imposible, bebido y sin equipaje? Su comportamiento era un misterio para Erlendur. Y antes de que pasara mucho rato, su mente había pasado al niño hospitalizado y a su padre; el caso de Elínborg, que ella le había explicado hasta el último detalle.

Elínborg albergaba sospechas de que el niño había sido maltratado con anterioridad, y existían indicios que apuntaban a que eso había sucedido en su hogar. El padre estaba bajo sospecha. Solicitó su detención provisional mientras se investigaba el caso. Se acordó una prórroga de la detención de una semana, pese a las enérgicas protestas del padre y de su abogado. Cuando llegó la decisión judicial, Elínborg fue a buscarlo, acompañada por cuatro policías uniformados, y lo condujeron a Hverfisgata. Lo acompañó durante las formalidades del ingreso en prisión y ella misma cerró la puerta de la celda.

Abrió la mirilla de la puerta y observó al hombre, que estaba inmóvil de espaldas a ella, abatido y en cierto modo desamparado, como les sucede a todos los que se ven apartados de la sociedad humana y encerrados como animales en una jaula.

Se dio la vuelta lentamente y la miró a los ojos a través de la puerta de acero, y ella cerró la mirilla de golpe.

A la mañana siguiente, temprano, comenzó el interrogatorio. Erlendur participó en él, pero fue Elínborg quien lo dirigió en todo momento. Había un cenicero atornillado a la superficie de la mesa que los separaba. El padre estaba sin afeitar, con un traje de chaqueta arrugado y camisa blanca no menos arrugada pero abotonada hasta el cuello, con la corbata anudada con absoluta pulcritud, como si en ello radicara todo lo que quedaba de su dignidad.

Elínborg puso en marcha la grabadora e indicó los datos de registro, los nombres de los presentes y el número asignado al caso. Se había preparado bien. Había hablado con un tutor del niño que le habló de dislexia, déficit de concentración y malos resultados en el aprendizaje; con una psicóloga amiga suya que le habló de falta de ilusión, estrés y negación; charló con amigos del niño, con vecinos, con parientes, con todos los que pensó que podrían decirle algo sobre el niño y su padre.

El hombre no se rindió. Dijo que exigía que le pidieran disculpas, les anunció que les demandaría y se negó a responder a sus preguntas. Elínborg miró a Erlendur. Apareció el guarda de la prisión y se llevó al hombre de vuelta a la celda.

Dos días más tarde volvieron a interrogarlo. Su abogado le había llevado ropa limpia, y llevaba pantalones vaqueros y camiseta de manga corta con el emblema de la marca en un lado del pecho, como si fuese una medalla concedida por comprar algo de un precio absurdamente elevado. Ahora tenía otra actitud. Tres días detenido le habían hecho perder la insolencia, como suele suceder, y se había dado cuenta de que dependía de él seguir en la celda o no.

Elínborg dio instrucciones para que acudiera descalzo al interrogatorio. Le hicieron quitarse zapatos y calcetines sin darle ninguna explicación. Cuando se sentó delante de ellos, intentó meter los pies debajo de la silla. Igual que la primera vez, Elínborg y Erlendur estaban sentados impertérritos delante de él. La cinta de la grabadora zumbaba sin parar.

– He hablado con la maestra de tu hijo -dijo Elínborg-. Y aunque lo sucedido y lo que hayáis podido hablar los dos es una cuestión privada, y ella puso mucho énfasis en que eso quedara bien claro, deseaba ayudar al niño, y colaborar en el caso. Me contó que en cierta ocasión le pegaste delante de ella.

– ¡Que le pegué! Si acaso le di una torta de nada. Eso no es pegar. Es muy rebelde, y no paraba de moverse. Es un niño difícil. No tenéis ni idea de la presión.

– ¿Y por eso es justo castigarlo?

– Mi hijo y yo nos llevamos muy bien -dijo el padre-. Lo quiero. Yo cargo con toda la responsabilidad por él. Su madre…

– Ya sé lo de su madre -dijo Elínborg-. Y ciertamente puede ser difícil criar a un niño completamente solo. Pero lo que le has hecho y lo que le haces es… es indescriptible.

El padre se quedó en silencio.

– Yo no le hice nada -respondió al poco.

Elínborg llevaba unos zapatos de suela dura y punta afilada, y al mover los pies debajo de la mesa chocaron con los del padre, que gimió de dolor.

– Perdón -se excusó Elínborg.

Él la miró con gesto dolorido, sin saber si lo había hecho intencionadamente o no.

– El maestro dijo que planteas exigencias desmesuradas al niño -dijo ella, como si no hubiera pasado nada-. ¿Es eso cierto?

– ¿Qué quiere decir desmesurado? Lo que quiero es que se eduque para llegar a ser alguien.

– Es comprensible -dijo Elínborg-. Pero tiene ocho años, es disléxico y le falta un pelo para estar diagnosticado como hiperactivo. Tú tampoco terminaste el bachillerato.

– Yo tengo una empresa y soy el director.

– Que está en suspensión de pagos. Vas a perder tu casa, el todoterreno, los signos de riqueza que te han proporcionado un cierto estatus en la vida. Eres admirado. En las reuniones de ex compañeros de curso seguro que eres el líder indiscutible. En los viajes de golf, con tus amigos. Vas a perder todo eso. Es irritante, más aún si se tiene en cuenta que tu mujer está internada en un psiquiátrico y tu hijo va retrasado en los estudios. Todo se acumula y acabaste por estallar cuando tu hijo, que seguramente durante toda su vida ha tirado la leche y ha dejado caer platos al suelo, rompió una botella de Drambuie en el mármol del salón.

El padre la miró. No mostró reacción alguna.

– Mi mujer no tiene nada que ver con todo esto -dijo.

Elínborg la había visitado en el psiquiátrico de Kleppur. Sufría de esquizofrenia y a veces, cuando se manifestaban las alucinaciones y las voces la abrumaban, tenían que ingresarla. Cuando la visitó Elínborg, estaba bajo los efectos de la fuerte medicación, de modo que poco pudo hablar con ella. Estaba sentada, moviéndose hacia delante y atrás, y le pidió a Elínborg que le diera un cigarrillo. No tenía ni idea de por qué había ido a visitarla.

– Intento criar a mi hijo lo mejor que puedo -dijo el padre en la sala de interrogatorios.

– Clavándole alfileres en la mano.

– Cállate.

Elínborg había hablado con la hermana del hombre, que dijo que a veces su forma de educar al niño le parecía demasiado dura. Mencionó el ejemplo de una vez que fue a su casa. El niño tenía por entonces cuatro años y se quejaba de que se encontraba mal, lloró un poco y ella pensó que incluso podía tener la gripe. Su hermano perdió la paciencia después de que el niño estuviera un rato dándole la tabarra y lo levantó en el aire.

– ¿Pasa algo? -preguntó al niño, con aspereza.

– No -respondió el niño en voz baja y vacilante, como si estuviera a punto de ceder.

– No tienes que llorar.

– No -dijo el muchacho.

– Si no pasa nada, no tienes por qué llorar.

– No.

– ¿Pasa algo?

– No.

– ¿Todo está bien?

– Sí.

– Perfecto. No hay que lloriquear por nada.

Elínborg le contó esta historia al padre, y él no mostró reacción alguna.

– No tengo buena relación con mi hermana -dijo-. No recuerdo ese día.

– ¿Le pegaste a tu hijo con el resultado de que hubo de ser trasladado al hospital? -preguntó Elínborg.

El padre la miró.

Elínborg repitió la pregunta.

– No -respondió él-. No le pegué. ¿Crees que un padre puede hacer algo así? Le pegaron en el colegio.

El niño había salido del hospital. El servicio de protección a la infancia le había buscado un hogar de acogida y Elínborg fue a verlo al terminar el interrogatorio. Se sentó a su lado y le preguntó qué tal estaba. El niño no le había dicho ni una palabra desde la primera vez que se vieron, pero ahora la miró como si quisiera decir algo.

Carraspeó dubitativo.

– Echo de menos a mi papá -dijo con voz llorosa, desde el fondo de la garganta.

Erlendur estaba desayunando cuando vio a Sigurdur Óli acercarse con Henry Wapshott detrás de él. Tras ellos se sentaron dos policías de paisano. El coleccionista de discos inglés iba más desastrado que antes, con el pelo revuelto y una expresión de sufrimiento en el rostro que traslucía su humillación y su derrota en la batalla contra la resaca y la prisión.

– ¿Qué pasa? -preguntó Erlendur, poniéndose en pie-. ¿Por qué lo traes aquí? ¿Y por qué no está esposado?

– ¿Esposado?

– ¿Por qué no le habéis puesto las esposas?

– ¿Lo crees necesario?

Erlendur miró a Wapshott.

– Preferí no esperarte -dijo Sigurdur Óli-. Solo podemos mantenerle detenido hasta esta tarde, de modo que tienes que pedir una orden lo antes posible. Y él quería hablar contigo. Se negó a hacerlo conmigo. Como si fuerais amigos de la infancia. No ha pedido que lo pongamos en libertad, ni asistencia letrada ni ayuda de su embajada. Le dijimos que podía recurrir a la embajada, pero se limitó a decir que no con la cabeza.

– ¿Has averiguado algo de Inglaterra? -dijo Erlendur mirando a Wapshott, que estaba cabizbajo detrás de Sigurdur Óli.

– Me pondré en ello en cuanto te hagas cargo de él -dijo Sigurdur Óli, que aún no se había puesto con ello-. Te informaré de lo que tengan sobre él, si es que tienen algo.

Sigurdur Óli se despidió de Wapshott, se detuvo un momento a hablar con los dos policías y se marchó. Erlendur pidió al inglés que se sentara. Wapshott se dejó caer en la silla, abatido.

– Yo no lo maté -dijo con voz grave-. Jamás habría podido matarlo. No podría matar ni a una mosca. Y menos que nadie a ese maravilloso niño de coro.

Erlendur miró a Wapshott.

– ¿Está hablando de Gudlaugur?

– Sí -respondió Wapshott-. Naturalmente.

– Ya no tenía nada de niño de coro -dijo Erlendur-. Gudlaugur tenía casi cincuenta años y hacía de Papá Noel en las fiestas infantiles.

– Usted no lo comprende -dijo Wapshott.

– No -dijo Erlendur-. Quizás usted pueda explicármelo.

– Yo no estaba en el hotel cuando lo agredieron -dijo Wapshott.

– ¿Dónde estaba?

– Estaba buscando discos -Wapshott levantó la vista y en su rostro se dibujó una sonrisa que era más bien una mueca-. Estaba examinando lo que tira la gente a la basura. En el rastro. Examinando lo que se ofrece en ese inmenso depósito de reciclaje. Me dijeron que habían llegado objetos procedentes de un piso cuyo propietario había muerto. Entre ellos, algunos discos para destruir.

– ¿Quiénes?

– ¿Quiénes, qué?

– ¿Quienes le informaron sobre ese particular?

– Los empleados. Les doy una propinilla cuando me informan. Tienen mi tarjeta. Ya se lo había dicho. Uno va a las tiendas de coleccionismo, se reúne con otros coleccionistas y va al mercado. Al rastro de Kolaport, ¿no se llama así? Hago lo que hacen todos los coleccionistas, intento encontrar algo que merezca la pena comprar.

– ¿Había alguien con usted cuando atacaron a Gudlaugur? ¿Alguien con quien podamos hablar?

– No -respondió Wapshott.

– Pero tendrán que acordarse de usted en esos sitios.

– Claro que sí.

– ¿Y encontró algo aprovechable? ¿Algún otro niño de coro?

– Nada. En este viaje no he encontrado nada.

– ¿Por qué intentó huir de nosotros? -preguntó Erlendur.

– Quería volver a casa.

– ¿Y dejó todos sus trastos en el hotel?

– Sí.

– Excepto unos discos de Gudlaugur.

– Sí.

– ¿Por qué me dijo que nunca había estado en Islandia con anterioridad?

– No lo sé. No quería llamar la atención. Ese crimen no tiene nada que ver conmigo.

– Es muy fácil demostrar lo contrario. Debería haberse dado cuenta, cuando me contó esa mentira, de que acabaría por descubrir la verdad. Que descubriría que ya había estado antes en este mismo hotel.

– Ese crimen no tiene nada que ver conmigo.

– Pero ahora me acaba de demostrar que sí tiene que ver con usted. No habría podido llamar más la atención sobre usted.

– Yo no lo maté.

– ¿Cómo era su relación con Gudlaugur?

– Ya se lo he contado todo, y todo es cierto. Yo estaba interesado por su voz, por los discos antiguos de niños de coro, y cuando me enteré de que seguía vivo me puse en contacto con él.

– ¿Por qué mintió? Ya había estado antes en Islandia, se había alojado en este mismo hotel y seguramente había conocido a Gudlaugur.

Wapshott reflexionó un momento.

– Esto no tiene nada que ver conmigo. Ese crimen. Cuando me enteré, temí que se enteraran de que lo conocía. El miedo iba creciendo con cada minuto que pasaba y tuve que mantener una disciplina enorme para no echar a correr en ese mismo momento y atraer hacia mí las sospechas al hacerlo. Tuve que dejar pasar unos días, pero no pude seguir aguantando y me marché. Mis nervios ya no lo soportaban más. Pero yo no lo maté.

– ¿Hasta qué punto conocía la historia de Gudlaugur?

– No mucho.

– Cuando se coleccionan discos, es esencial obtener información sobre lo que se colecciona, ¿no? ¿Lo hizo usted?

– No sé mucho -respondió Wapshott-. Sé que perdió la voz durante un concierto, que solo se grabaron dos discos, que se llevaba mal con su padre…

– Espere un momento, ¿cómo se enteró de la forma en que murió?

– ¿Qué quiere decir?

– A los huéspedes del hotel no se les habló del crimen, sino de un accidente o un ataque al corazón. ¿Cómo se enteró de que le habían asesinado?

– ¿Que cómo me enteré? Usted me lo dijo.

– Sí, se lo dije y usted se quedó tremendamente asombrado, lo recuerdo, pero ahora me dice que cuando se enteró del crimen temió que le relacionáramos con él. Y eso fue antes de que usted y yo habláramos. Antes de que nos pusiéramos en contacto.

Wapshott se quedó mirándolo de hito en hito. Erlendur conocía ese gesto cuando alguien intentaba ganar tiempo y dejó a Wapshott ganar todo el tiempo que precisara. Los dos policías estaban sentados tan tranquilos a cierta distancia. Erlendur había bajado tarde a desayunar y había escaso movimiento en el comedor. Vio asomar el gran gorro del cocinero que se había puesto hecho una furia cuando le tomaron una muestra de saliva. Sin pretenderlo, pensó en Valgerdur, la técnica de laboratorio. ¿Qué estaría haciendo en aquel momento? ¿Pinchando a algún niño que se defendería llorando o intentando darle alguna patada?

– Además del interés por los discos, ¿hay alguna otra cosa que les relacionaba a ustedes dos? -preguntó.

– Preferiría no entrar en eso -dijo Wapshott.

– ¿Qué me está ocultando? ¿Por qué no ha querido hablar con la embajada británica? ¿Por qué no quiere que le asista un abogado?

– Oí a unas personas hablar de ello aquí abajo. Huéspedes del hotel. Decían que lo habían asesinado. Eran americanos. Así es como me enteré. Y me preocupó que pudieran relacionarnos y acabar exactamente en la situación en la que me encuentro ahora. Por eso huí. Es así de sencillo.

Erlendur se acordó del americano Henry Bartlett y su mujer. Cindy, le dijo a Sigurdur Óli que se llamaba, con una gran sonrisa.

– ¿Qué valor tienen los discos de Gudlaugur?

– ¿A qué viene eso?

– Han de ser muy valiosos para que venga usted hasta aquí en pleno invierno, con este frío, para hacerse con ellos. ¿Qué valor tienen? Un disco, por ejemplo. ¿Cuánto cuesta?

– Cuando se quiere vender, se saca a subasta, incluso en internet, y es imposible decir cuánto se puede llegar a sacar por él.

– Una aproximación. ¿Cuánto calcula que se podría sacar?

Wapshott reflexionó un momento.

– No puedo decir nada al respecto.

– ¿Estuvo usted con Gudlaugur antes de su muerte?

Henry Wapshott vaciló.

– Sí -dijo al fin.

– La nota que encontramos, 18:30, ¿era la hora de su cita?

– Eso fue el día antes de que lo encontraran muerto. Quedamos en su habitación y tuvimos un breve encuentro.

– ¿Sobre qué?

– Sobre sus discos.

– ¿Qué pasaba con sus discos?

– Yo quería saber, y hace mucho tiempo que deseo saberlo, si tenía más. Si los escasísimos discos de los que tengo noticia, por mí y otros coleccionistas, eran las únicas copias en el mundo. Él no había querido responderme antes, por la causa que fuera. Primero se lo pregunté en una carta que le escribí hace unos años, y fue también eso lo primero que le pregunté cuando lo conocí personalmente hace tres años.

– Y bien, ¿tenía discos para usted?

– No quiso decir nada al respecto.

– ¿Conocía el posible valor de sus discos?

– Le di una idea bastante clara.

– ¿Y qué valor tienen realmente esos discos?

Henry tardó en responder.

– Cuando hablé con él aquí hace, cuánto, como dos o tres días, cedió -dijo entonces-. Aceptó hablar de sus discos. Yo…

Henry volvió a vacilar. Miró a su espalda, a los dos policías que le vigilaban.

– Le di medio millón.

– ¿Medio millón?

– De coronas. Como paga y señal, o…

– Usted me dijo que no estábamos hablando de cantidades astronómicas.

Wapshott se encogió de hombros y Erlendur creyó verle sonreír.

– Así que es mentira -dijo Erlendur.

– Sí.

– Una paga y señal, ¿por qué?

– Por los discos que tuviera. Si tenía alguno.

– ¿Y le dio ese dinero la última vez que se vieron, aunque no estaba seguro de que él tuviera algún disco?

– Sí.

– ¿Y luego?

– Luego lo mataron.

– No encontramos dinero en su habitación.

– De eso no sé nada. Yo le di medio millón en su cuarto el día antes de su muerte.

Erlendur recordó que le había pedido a Sigurdur Óli que comprobara las cuentas bancarias de Gudlaugur. Decidió que no debía olvidarse de preguntarle por los resultados de su pesquisa.

– ¿Vio algún disco en su cuarto?

– No.

– ¿Y por qué tengo que creerle? Todo lo demás que ha dicho era mentira. ¿Por qué tendría que creer algo de lo que usted me diga?

Wapshott se encogió de hombros.

– ¿De modo que tenía medio millón cuando le atacaron?

– Eso no lo sé. Lo único que sé es que le di medio millón y que más tarde lo mataron.

– ¿Por qué no me habló enseguida de ese dinero?

– Quería que me dejaran en paz -dijo Wapshott-. No quería que pensara usted que lo había matado yo a causa de ese dinero.

– ¿Lo hizo?

– No.

Callaron.

– ¿Piensa acusarme? -preguntó Wapshott.

– Creo que sigue ocultándome algo -respondió Erlendur-. Puedo retenerle hasta la tarde. Después ya veremos.

– Yo jamás habría podido matar a ese niño de coro. Lo idolatraba, y sigo idolatrándolo. Jamás he oído una voz infantil más bella.

Erlendur miró a Henry Wapshott.

– Es curioso lo solo que está usted en esto -dijo sin darse cuenta.

– ¿Qué quiere decir?

– Que está usted muy solo en el mundo.

– Yo no lo maté -dijo Wapshott-. Yo no lo maté.

18

Wapshott desapareció del hotel acompañado por los dos policías, y Erlendur se enteró de que Osp, la chica que había encontrado el cadáver, estaba trabajando en el cuarto piso. Tomó el ascensor y al llegar a la planta la vio sacando de una de las habitaciones un cesto con ruedas lleno de ropa de cama sucia. Estaba absorta en su trabajo y no le prestó atención alguna hasta que Erlendur estuvo a su lado y la saludó. La joven lo miró y lo reconoció al momento.

– Ah, eres tú -dijo con indiferencia.

Parecía aún más cansada y abatida que cuando hablaron en la cantina de personal, y Erlendur pensó que las navidades tampoco eran una época feliz para ella. Antes de darse ni siquiera cuenta, se encontró preguntándoselo.

– ¿No te gustan las navidades? -dijo.

No le respondió, sino que empujó el cesto hasta la siguiente puerta, llamó y aguardó un poco antes de sacar la llave, abrir y entrar en la habitación. Para mayor seguridad preguntó si había alguien, por si alguna persona que pudiera estar dentro no la había oído llamar, y entonces se puso a limpiar, cambió la ropa de cama, recogió las toallas del suelo del baño y echó detergente en el espejo con un spray. Erlendur se coló en la habitación detrás de ella y la vio trabajar. Al cabo de un rato, ella se dio cuenta de que aún estaba allí, a su lado.

– No puedes entrar en las habitaciones -le dijo-. Es privado.

– Tú hacías la limpieza de la habitación 312, en el piso de abajo -dijo Erlendur-. La ocupaba un inglés bastante peculiar. Henry Wapshott. ¿Notaste algo extraño en su habitación?

La joven lo miró como si no acabara de comprenderle.

– Como por ejemplo un cuchillo ensangrentado -dijo Erlendur, intentando sonreír.

– No -dijo Osp-. Nada -reflexionó un instante, y preguntó-. ¿Qué cuchillo? ¿Fue él quien mató a Papá Noel?

– No recuerdo las palabras que utilizaste la otra vez que hablé contigo, pero dijiste que algunos de los huéspedes os molestaban. Creí entender que hablabas de acoso sexual. ¿Era él uno de esos?

– No; solo lo vi una vez.

– Y no hubo nada que…

– Se puso hecho una furia -dijo Osp-. En cuanto entré en su habitación.

– ¿Se puso hecho una furia?

– Lo había interrumpido y me echó. Bajé a ver qué pasaba y en recepción me enteré de que había dado orden de que no limpiaran su habitación. Nadie me había dicho nada. Nadie le dice nada a nadie en este maldito hotel. Por eso entré en su cuarto, y cuando me vio se puso fuera de sí. Me echó una bronca, el muy imbécil. Como si yo fuera la responsable del hotel. Tendría que haberle echado la bronca al director.

– Es un tanto misterioso ese hombre.

– Un gilipollas.

– Me refiero a Wapshott.

– Sí, los dos.

– ¿De modo que no notaste nada extraño?

– Estaba todo revuelto, pero eso no es nada extraño.

Ösp interrumpió un momento su trabajo, se quedó quieta y miró pensativa a Erlendur.

– ¿Habéis avanzado algo en el caso de Papá Noel?

– Poco -dijo Erlendur-. ¿Por qué?

– Este hotel es raro -dijo Osp, bajando la voz y mirando hacia el pasillo.

– ¿Raro? -Erlendur tuvo de pronto la sensación de que la joven no se sentía del todo segura-. ¿Tienes miedo de algo? ¿De algo en el hotel?

Ösp no respondió.

– ¿Temes perder el trabajo?

– Faltaría más, este es el tipo de curro que nadie querría perder.

– ¿De qué se trata, entonces?

Ösp vaciló, pero enseguida pareció que tomaba una decisión. Como si no valiese la pena seguir dándole más vueltas a lo que estaba a punto de revelar.

– En la cocina roban -dijo-. Todo lo que pueden. Creo que esos no han tenido que hacer la compra para su casa desde hace años.

– ¿Y qué roban?

– Todo lo que no esté atornillado al suelo.

– ¿Quiénes?

– No digas a nadie que te lo he dicho. Ni al jefe de cocina. Sobre todo a él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Gulli me lo dijo. Él sabía todo lo que pasaba en el hotel.

Erlendur recordó el momento en que había robado un poco de lengua de ternera en el bufé y el jefe de cocina lo vio y le echó la bronca. Recordó la condescendencia que percibió en su voz.

– ¿Cuándo te contó eso?

– Pues hará como dos meses.

– ¿Y qué más? ¿Estaba preocupado por ello? ¿Tenía intención de denunciarlo? ¿Por qué te lo dijo? Yo creía que no le conocías.

– Y no le conocía -Ösp calló-. No hacían más que meterse conmigo, en la cocina -prosiguió-. Me decían guarrerías. «¡Nena, estás tan buena que te comería!», y cosas por el estilo. Todas las memeces que pueden salir de las bocazas de esos imbéciles. Gulli les oyó y habló conmigo. Me dijo que no me preocupara. Dijo que eran todos una panda de ladrones y que podría denunciarlos si quería.

– ¿Amenazó con denunciarlos?

– No amenazó -dijo Osp-. Solo lo dijo para darme ánimos.

– ¿Y qué roban? -preguntó Erlendur-. ¿Puso algún ejemplo?

– Dijo que el director lo sabía pero no hacía nada; él también roba. Compra alcohol de contrabando. Para los bares. Gulli también me lo contó. El maître también está en el ajo.

– ¿Eso te lo dijo Gudlaugur?

– Y se quedan la diferencia.

– ¿Por qué no me lo contaste la primera vez que hablamos?

– ¿Es importante?

– Es posible que lo sea.

Ösp se encogió de hombros.

– No lo pensé, y no era yo misma después de encontrar a Gudlaugur. El condón… Y las puñaladas.

– ¿Viste dinero en su cuarto?

– ¿Dinero?

– Hacía poco que había recibido una cierta cantidad, pero no sé si la tenía cuando lo mataron.

– No vi ni una corona.

– No, claro -dijo Erlendur-. Tú no cogerías ese dinero cuando lo encontraste, ¿verdad?

Ösp interrumpió su trabajo y dejó caer los brazos.

– ¿Quieres decir que si se lo robé?

– No sería la primera vez que pasa algo así.

– ¿Tú piensas que…?

– ¿Lo cogiste?

– No.

– Tuviste oportunidad de hacerlo.

– Y quien lo mató, también.

– Eso es cierto -dijo Erlendur.

– No vi ni una corona.

– No, claro, vale.

Ösp reanudó su trabajo. Echó detergente en la taza del váter y frotó con el cepillo, como si Erlendur no estuviera allí. La miró trabajar un momento y luego le dio las gracias.

– ¿Qué quisiste decir con eso de que le interrumpiste? -dijo, deteniéndose en la puerta-. A Henry Wapshott, quiero decir. No llegarías a entrar en su cuarto si preguntaste en voz alta, como has hecho aquí hace un momento.

– No me oyó.

– ¿Qué estaba haciendo?

– No sé si debo…

– No saldrá de aquí.

– Estaba viendo la televisión -dijo Osp.

– Ah, claro, y no quería que nadie se enterara -dijo Erlendur en un susurro irónico.

– Bueno, no, un vídeo -dijo Osp-. Una película porno. Asquerosa.

– ¿Se ponen películas porno en el hotel?

– De esas, no, están prohibidas en todas partes.

– ¿Qué clase de películas?

– De pornografía infantil. Se lo dije al director del hotel.

– ¿Pornografía infantil? ¿Cómo que pornografía infantil?

– ¿Cómo? ¿Tengo que explicártelo?

– ¿Qué día fue eso?

– ¡Pervertido de mierda!

– ¿Cuándo fue?

– El día que encontré a Gulli.

– ¿Qué hizo el director?

– Nada -dijo Osp-. Me mandó que cerrara la boca y no dijera ni mu.

– ¿Sabes quién era Gudlaugur?

– ¿Qué quieres decir con que quién era el portero? Era el portero. ¿Era alguna otra cosa?

– Sí, lo fue de pequeño. Era niño de coro y tenía una voz magnífica. Lo he oído cantar en disco.

– ¿Niño de coro?

– En realidad, un niño prodigio. Pero luego algo se torció en su vida.- Creció y se acabó todo.

– No lo sabía.

– No, nadie sabe ya nada de Gudlaugur -dijo Erlendur.

Los dos callaron, pensativos. Transcurrieron unos minutos.

– ¿No te gustan las navidades? -preguntó Erlendur de nuevo. Era como si hubiese encontrado un alma gemela.

La joven se volvió hacia él.

– Las navidades son para los que son felices.

Erlendur miró a Ösp y un esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro.

– Te gustaría conocer a mi hija -dijo, y sacó el móvil.

Sigurdur Óli acogió con extrañeza la información que le dio Erlendur sobre el dinero que Gudlaugur tendría guardado probablemente en su cuchitril. Hablaron de que sería preciso confirmar la declaración de Wapshott, según la cual se encontraba en las tiendas de discos a la hora en que se cometió el crimen. Sigurdur Óli estaba justamente delante de la celda de Wapshott cuando llamó Erlendur, y le detalló las condiciones en que le tomaron al inglés la muestra de saliva.

En la celda que ocupaba él ahora habían encerrado antes a muchos delincuentes, desde míseros cacos a individuos violentos y asesinos, que habían garabateado en las paredes o raspado en la pintura para dejar constancia de su opinión acerca de las lamentables condiciones de su encierro. En la celda había una taza de váter y una cama atornillada al suelo; sobre ella, un colchón más bien fino y una almohada bastante dura. La celda carecía de ventana, y en el techo había una potente lámpara fluorescente que no se apagaba nunca, y hacía que el detenido tuviera dificultades en distinguir el día de la noche.

Henry Wapshott estaba tieso, pegado a la pared opuesta a la gruesa puerta de acero. Lo sujetaban entre dos guardias. Elínborg y Sigurdur Óli estaban también en la celda con la orden judicial para la toma de muestras biológicas, y allí estaba también Valgerdur con su bastoncillo en la mano, dispuesta a tomar la muestra de saliva.

Wapshott tenía los ojos clavados en ella como si fuera el demonio en persona, llegado para arrastrarlo a las llamas eternas. Los ojos.se le salían de las órbitas y se retorcía para apartarse de ella lo más posible, y por mucho que lo intentaban no había forma de obligarle a abrir la boca.

Finalmente lo tumbaron en el suelo y le taparon la nariz hasta que no pudo más y abrió la boca para tomar aire. Valgerdur aprovechó la ocasión para introducirle el bastoncillo en el gaznate, agitarlo hasta provocarle una arcada y sacarlo a la velocidad del rayo.

19

Cuando Erlendur bajó al vestíbulo del hotel, camino de la cocina, vio a Marión Briem en recepción, con un abrigo gastado y un sombrero, y con sus huesudos dedos en constante movimiento. Tras saludarse, Erlendur le acompañó al comedor para sentarse. Se dio cuenta de que Marión había envejecido mal en los años transcurridos desde su último encuentro, pero los ojos seguían igual de despiertos e interrogantes, y, como siempre, no perdía el tiempo en preámbulos innecesarios.

– Tienes un aspecto horrible -dijo Marión, y se sentó-. ¿Qué es lo que te está reconcomiendo tan profundamente? -un purito surgió de algún bolsillo del abrigo, acompañado de una caja de cerillas.

– Aquí seguro que está prohibido fumar -dijo Erlendur.

– Ya no se puede fumar en ningún sitio -dijo Marión, encendiendo el cigarro. Tenía una expresión dolorida en el rostro. La piel grisácea, nacida y arrugada. Sus descoloridos labios apretaron el cigarro. Las uñas estaban exangües y sus dedos huesudos se extendieron para coger el cigarro cuando los pulmones hubieron recibido su dosis.

Aunque su relación tenía tras de sí una larga historia, llena de acontecimientos compartidos, nunca se habían llevado del todo bien. Marión había sido el mando superior de Erlendur durante muchos años, e intentó enseñarle el oficio. Erlendur era indisciplinado y no le gustaba recibir órdenes, no aguantaba tener a nadie por encima de él en aquellos tiempos, ni tampoco ahora. Eso le atacaba los nervios a Marión, y se producían fuertes y frecuentes discusiones entre ambos, aunque Marión sabía que era realmente difícil encontrar un colaborador mejor, aunque solo fuera porque Erlendur no tenía obligaciones familiares, con la pérdida de tiempo que estas suponían. Erlendur no hacía otra cosa que trabajar. Algo semejante le sucedía a Marión Briem, que había vivido toda su vida en solitario.

– ¿Qué me cuentas de ti? -preguntó Marión, dando una calada al puro.

– Nada -respondió Erlendur.

– ¿No te van las navidades?

– Nunca he conseguido comprender eso de las navidades -dijo Erlendur con la cabeza en otro sitio, y miró hacia la cocina, por si veía el gorro de cocinero.

– No, claro -dijo Marión-. Demasiada alegría y demasiada felicidad, me parece. ¿Por qué no te buscas una mujer? No eres tan viejo. Hay montones de tías que serían capaces de irse con un muermo como tú. Te lo aseguro.

– Lo he intentado -dijo Erlendur-. ¿Qué has encontrado sobre…?

– ¿Te refieres a tu mujercita?

Erlendur no estaba dispuesto a continuar una conversación sobre su vida privada.

– Para ya, por favor -dijo.

– Me enteré de que…

– Te he dicho que pares -dijo Erlendur enfadado.

– Vale, vale -dijo Marión-. Tu forma de vivir no es asunto mío. Lo único que sé es que la soledad mata poco a poco. -Calló-. Pero naturalmente, tú tienes a tus hijos. ¿O no?

– ¿No podríamos dejar ya ese tema? -dijo Erlendur-. Eres… -no continuó.

– ¿Qué soy?

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿No podías llamar por teléfono?

Marión miró a Erlendur, y en su viejo rostro pareció dibujarse una sonrisa.

– Me han dicho que te estás quedando a dormir en el hotel. Que no vas a tu casa ni aunque sea Navidad. ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué no te marchas a casa?

Erlendur no respondió.

– ¿Tan aburrido estás ya de ti mismo?

– ¿Podemos hablar de otra cosa?

– Conozco esa sensación. La de estar aburrido de uno mismo. De ese bicho que somos y que no nos quitamos de la cabeza. Uno puede llegar a librarse de él algún rato, pero siempre regresa y empieza a dar la tabarra otra vez. Uno puede intentar quitárselo a base de beber. O cambiando de ambiente. Alojándose en un hotel cuando las cosas se ponen peor.

– Marion -rogó Erlendur-. Déjame en paz.

– Quien tenga discos de Gudlaugur Egilsson -dijo Marion Briem, entrando de repente en materia-, se puede bañar en oro.

– ¿Por qué dices eso?

– Hoy en día son un tesoro. Desde luego, no hay mucha gente que los tenga o que sepa de su existencia, pero quienes los conocen están dispuestos a pagar por ellos cantidades astronómicas. Los discos de Gudlaugur son una absoluta rareza en el mundo de los coleccionistas, y son muy codiciados.

– ¿Qué cantidades astronómicas? ¿Decenas de miles?

– Podrían ser cientos de miles -dijo Marión Briem-. Por cada copia.

– ¿¡Cientos de miles?! No puede ser verdad -Erlendur se irguió en su asiento. Pensó en Henry Wapshott. Comprendió por qué iba a Islandia en busca de Gudlaugur. En busca de sus discos. No era solo la atracción por el niño de coro lo que le movía, como quería hacerle creer. Erlendur comprendió por qué le había dado medio millón a Gudlaugur sin garantías del resultado.

– Por lo que he podido saber, solo se grabaron esos dos discos con el chico -dijo Marión Briem-. Y lo que los hace tan valiosos, aparte de la increíble voz del niño, es que la edición fue muy limitada y casi no se vendieron. Hay pocas personas que posean alguno de osos discos hoy en día.

– ¿El canto tiene alguna importancia en sí mismo?

– Creo que sí, pero la norma es que la calidad de la música, la calidad de lo que contienen los discos, tiene menos importancia que el estado general de estos. La música puede ser mala, pero si hay una buena interpretación de la pieza adecuada, con el productor adecuado y en el momento justo, el valor puede ser ilimitado. La calidad artística no es el criterio principal.

– ¿Qué fue de las demás copias? ¿Lo sabes?

– No aparecen. Se han ido perdiendo con el paso del tiempo, o sencillamente las arrojaron a la basura. Probablemente no hubo muchas, en todo caso, quizá solo unos cuantos centenares. El motivo de que los discos sean tan caros se debe sobre todo a que, al parecer, circulan muy pocas copias por el mundo. Otro factor es que la carrera del chico fue muy breve; solo existen esos dos discos, editados en el mismo año. Y después, tengo entendido que cambió la voz y no volvió a cantar nunca más.

– Al pobre chico le sucedió durante un concierto -dijo Erlendur-. Un gallo, se llama. Se rompe la voz.

– Y aparece asesinado muchos decenios más tarde.

– Si el valor de esos discos alcanza los cientos de miles…

– ¿Sí?

– ¿No es eso motivo suficiente para matarlo? En su cuarto encontramos un ejemplar de cada disco. En realidad, era casi lo único que tenía.

– Entonces, quien lo apuñaló no debería de tener mucha idea de su valor -dijo Marión Briem.

– ¿Quieres decir que, de saberlo, habría robado los discos?

– ¿En qué estado se encontraban las copias?

– Como nuevas -dijo Erlendur-. Las fundas no tenían ni una arruga, ni una mancha, y me parece que no los han puesto jamás en un tocadiscos.

Miró a Marión Briem.

– ¿Es posible que Gudlaugur fuera el dueño de las copias sobrantes? -preguntó.

– ¿Por qué no? -dijo Marión.

– Encontramos una llave en su cuarto que no sabemos de qué son. ¿Dónde podría guardarlos?

– A lo mejor no se trata de todos los discos -dijo Marión-. Solo de una parte. ¿Qué otra persona podría tenerlos, aparte del propio solista del coro?

– No lo sé -dijo Erlendur-. Hemos detenido a un coleccionista que vino de Inglaterra para hablar con Gudlaugur. Un individuo un tanto misterioso que intentó escapar y que adora al antiguo niño de coro. Es la única persona, que yo sepa, que conoce el valor de los discos de Gudlaugur. Colecciona discos de escolanos.

– ¿No estará chalado? -preguntó Marión Briem.

– Sigurdur Óli se encargará de comprobarlo -dijo Erlendur-. Gudlaugur era el Papá Noel del hotel -añadió, como si existiera un puesto fijo de Papá Noel.

Marión esbozó una sonrisa desde su grisácea vejez.

– Encontramos una nota en el cuarto de Gudlaugur en la que ponía Henry y una hora, las 18:30, como si tuviera una cita con alguien a esa hora. Henry Wapshott dice que estuvo con él a las seis y media, el día antes del crimen.

Erlendur calló, sumido en sus pensamientos.

– ¿Qué estás rumiando? -preguntó Marión.

– Wapshott me dijo que le había pagado a Gudlaugur medio millón de coronas para demostrarle que iba en serio, o algo por el estilo. Que quería comprar discos. Ese dinero podría encontrarse en su cuartucho cuando se produjo la agresión.

– ¿Insinúas que alguien podía estar al corriente de los tratos de Wapshott con Gudlaugur?

– No es imposible.

– ¿Otro coleccionista?

– Quizá. No lo sé. Wapshott es un tipo muy raro. Sé que nos está ocultando algo. Si es algo sobre él mismo o sobre Gudlaugur, eso no lo sé.

– Y naturalmente, cuando lo encontraron, ese dinero había desaparecido.

– Sí.

– Tengo que irme -dijo Marión, y se puso en pie. Erlendur se levantó también-. No llego ni a la mitad del día -añadió Marión-. Un cansancio de muerte. ¿Cómo le va a tu hija?

– ¿A Eva? Pues no lo sé. Creo que no anda muy bien.

– Quizá deberías pasar las vacaciones en casa con ella.

– Sí, quizá.

– ¿Y el asunto de la mujercita?

– Vale ya con lo de la mujercita -dijo Erlendur, y su mente voló hacia Valgerdur. Tenía ganas de llamarla, pero no se atrevía. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué le importaba a ella su pasado? ¿A quién le importaba su vida? Qué estupidez, invitarla a cenar, así, sin más. No sabía por qué lo había hecho.

– Tengo entendido que estuviste cenando con una mujer -dijo Marión-. Por lo que se sabe, no había pasado en muchos años.

– ¿Quién te ha contado eso? -preguntó Erlendur, atónito.

– ¿Quién era la mujer? -preguntó Marión sin contestar su pregunta-. Me dijeron que era muy atractiva.

– No hay ninguna mujer -le espetó Erlendur, y se marchó a toda prisa. Marión Briem se quedó mirándolo y luego salió del hotel a pasos lentos, con una sonrisita en los labios.

Mientras bajaba al vestíbulo, Erlendur pensaba en cómo acusar de robo al cocinero jefe de forma cortés, pero Marión le había dejado muy mal cuerpo. Cuando se llevó al cocinero a un rincón de la cocina, no le quedaba ya mucho de lo que se suele llamar tacto.

– ¿Eres un ladrón? -preguntó sin más-. ¡Como todos los demás, aquí, en esta cocina? ¿Robáis cualquier cosa que no esté atornillada al suelo?

El jefe de cocina lo miró.

– ¿Qué estás diciendo?

– Lo que estoy diciendo es que Papá Noel fue apuñalado porque conocía los robos a gran escala que se producen en el hotel. Quizá lo mataron porque sabía quién estaba al frente. Quizá te escabulliste tú hasta su cuartucho y lo mataste a puñaladas para que no lo soltara todo. ¿Qué te parece mi teoría? Y de paso lo desvalijaste.

El cocinero clavó los ojos en Erlendur.

– ¡Estás loco! -le soltó en un suspiro.

– ¿Robas de la cocina?

– ¿Con quién has estado hablando? -preguntó el cocinero, muy serio-. ¿Quién te ha contado esas mentiras? ¿Ha sido alguien del hotel?

– ¿Ya te han tomado la muestra de saliva?

– ¿Quién te lo dijo?

– ¿Por qué no querías que te tomaran una muestra?

– Ya me la tomaron, por cierto. Me parece que eres idiota. ¡Tomar muestras a todos los que trabajan en el hotel! ¿Para qué? ¡Para convertirnos a todos en unos gilipollas! Y luego vienes y me llamas ladrón. Nunca he robado ni un repollo de la cocina. ¡Jamás! ¡Quién te ha contado esa patraña?

– Si Papá Noel sabía algo malo sobre ti es porque eres un ladrón, ¿y no podría ser que te obligara a hacerle algunas cosillas? Como ch…

– ¡Cierra la boca! -gritó el jefe de cocina-. ¡¿Fue el chuloputas ese?! ¿Fue él quien te soltó esa trola?

Erlendur creyó que iba a echarse sobre él y agredirlo. El cocinero se había acercado tanto que sus rostros casi se tocaban. El gorro se inclinó hacia delante y Erlendur lo miró de arriba abajo.

– ¿Fue ese cabrón de chuloputas? -bramó el cocinero.

– ¿Quién es el chuloputas?

– Ese gilipollas de mierda, el director del puto hotel -dijo el cocinero con los dientes apretados.

El móvil de Erlendur empezó a sonar en su bolsillo. Los dos se miraron a la cara, ninguno de ellos dispuesto a ceder. Finalmente, Erlendur sacó el teléfono. El cocinero se dio la vuelta, rojo de furia.

Era el jefe de la policía científica.

– Es sobre la saliva del preservativo -dijo después de presentarse.

– Sí -dijo Erlendur-, ¿ya habéis encontrado al dueño?

– No, para eso aún falta bastante -dijo el jefe-. Pero, a cambio, la hemos analizado con más detalle, me refiero a la composición química, y entre otras cosas hemos encontrado trazas de tabaco.

– ¿De tabaco? ¿Del que se fuma?

– Sí, pero es que se parece más al de mascar -dijo la voz al teléfono.

– ¿De mascar? No te entiendo.

– La composición química. Hace tiempo se compraba en las tiendas de tabacos, pero no estoy seguro de que siga siendo así. A lo mejor en los drugstores, no tengo muy claro si sigue estando permitida su venta. Tendremos que comprobarlo. La gente se lo pone bajo el labio, suelto o en bolsitas, supongo que debes de saberlo.

El cocinero dio una patada a la puerta de un armario y dejó escapar una sarta de maldiciones.

– Me estás hablando de tabaco de mascar -dijo Erlendur-. ¿Hay restos de tabaco de mascar en la muestra del preservativo?

– Eso es -dijo el jefe.

– ¿Y eso qué significa?

– Quien estuvo con Papá Noel mastica tabaco.

– ¿Qué ganamos con saber eso?

– Nada. Por el momento. Pero pensé que te gustaría saberlo. Y hay otra cosa más. Me preguntaste por el cortisol de la saliva.

– Sí.

– La cantidad era pequeña, en realidad era bastante normal.

– ¿Y eso qué nos dice?¿Que todo estaba tranquilo?

– Si se encuentra mucho cortisol, es que la presión sanguínea ha aumentado a causa de la tensión o la presión. La persona que estuvo con el portero se sintió tranquila todo el tiempo. Nada de estrés ni de tensión. Estaba segura de que no tenía nada que temer.

– Hasta que sucedió algo -dijo Erlendur.

– Sí -dijo el jefe-. Hasta que sucedió algo.

Se despidieron y Erlendur volvió a guardar el móvil en el bolsillo. El jefe de cocina lo miraba sin pestañear.

– ¿Sabes de alguien en el hotel que consuma tabaco de mascar? -peguntó Erlendur.

– ¡Cállate! -aulló el cocinero.

Erlendur respiró hondo, se puso las manos sobre la cara y se la frotó un poco, cansado, y de pronto recordó los dientes de Henry Wapshott, amarillentos por el tabaco.

20

Erlendur preguntó por el director del hotel en recepción, y le informaron de que no estaba. El jefe de cocina se negó a explicar el apelativo de chuloputas al mencionar al gilipollas de mierda, el director del puto hotel. Erlendur se había encontrado pocas veces con tipos de genio tan atroz, e imaginó que habría perdido los nervios y que eso le hizo soltar algo que no tenía intención de decir. Pero Erlendur no consiguió sonsacarle nada más. No obtendría de él otra cosa que no fueran insultos y maldiciones, pues en la cocina se encontraba en su propio terreno. Para igualar las condiciones, y sobre todo para aumentar aún más la furia del cocinero, Erlendur estuvo pensando en dar orden de que se presentasen en el hotel cuatro policías de uniforme, lo metieran en un coche patrulla y se lo llevaran a la comisaría de Hverfisgata para interrogarlo.

Estuvo sopesando la idea un rato pero decidió dejarlo para más tarde.

En vez de eso subió a la habitación de Henry Wapshott. Rompió el precinto de la policía que clausuraba la puerta. Los de la brigada científica habían tenido el máximo cuidado en no tocar nada. Erlendur se mantuvo inmóvil un largo rato, mirando a su alrededor. Estaba buscando algo parecido a un paquete de tabaco de mascar.

Era una habitación doble, de dos camas, ambas deshechas, como si Wapshott hubiera dormido en las dos o hubiera tenido un huésped nocturno. En una mesa había un viejo tocadiscos conectado a un amplificador y dos pequeños altavoces, y en otra mesa había un televisor de 14 pulgadas y un aparato de vídeo. Al lado había dos casetos de vídeo. Erlendur puso uno de ellos en el aparato y encendió la televisión, pero la apagó en cuanto aparecieron las imágenes. Ösp tenía razón con lo del porno.

Abrió los cajones de la mesita de noche y registró la maleta de Wapshott, examinó el armario y entró en el baño, pero no encontró tabaco de mascar. Miró en la papelera, pero estaba vacía.

– Elínborg tenía toda la razón -dijo Sigurdur Óli, que apareció de repente en la habitación.

Erlendur se dio la vuelta.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– Por fin, los ingleses enviaron información sobre él -dijo Sigurdur Óli mirando a su alrededor.

– Estoy buscando tabaco de mascar -dijo Erlendur-. Parece que encontraron restos de eso en el preservativo.

– Creo que ya sé por qué no quería ponerse en contacto con su embajada ni con un abogado, y prefería esperar a que el asunto se olvidará -dijo Sigurdur Óli, y empezó a leer la información que le había enviado la policía británica en relación con el coleccionista de discos.

»Henry Wapshott, soltero y sin hijos, nacido poco antes de la segunda guerra mundial, el año 1938, en Londres. Su familia por parte de padre tenía algunos bienes inmuebles muy valiosos cerca del centro de la ciudad. Algunos quedaron en ruinas durante la guerra mundial y se reconstruyeron como apartamentos de lujo o de oficinas, lo que les proporcionó un patrimonio considerable. Wapshott nunca tuvo que trabajar para ganarse la vida. Era hijo único y asistió a los mejores centros de enseñanza, Eaton y Oxford, aunque no concluyó sus estudios universitarios. A la muerte de su padre se encargó de la gestión de la empresa familiar pero, a diferencia de él, no tenía mucho interés por la inmobiliaria, y al cabo de poco tiempo empezó a asistir solamente a las reuniones imprescindibles, hasta que dejó también de acudir a ellas y delegó toda la gestión en manos de sus directivos.

»Siempre vivió en la casa de sus padres, y los vecinos lo consideraban una persona un tanto excéntrica y solitaria, afable y cortés aunque un poco raro, un hombre poco hablador y que no se metía en los asuntos de los demás. Su único interés era el coleccionismo de discos, y llenó la casa de discos de gramófono que adquiría en los mercados de segunda mano o cuando se ponían en venta legados procedentes de herencias. Viajaba mucho con motivo de esa afición, y decían que tenía una de las mayores colecciones de discos privadas de todo el Reino Unido.

»En dos ocasiones tuvo problemas con la justicia, y figuraba en el registro de delincuentes sexuales a los que la policía británica sometía a especial vigilancia. La primera vez fue acusado y condenado a prisión por la violación de un niño de doce años. El muchacho era vecino de Wapshott y ambos compartían su interés por el coleccionismo de discos. El suceso tuvo lugar en casa de los padres de Wapshott, y cuando la madre se enteró de la conducta de su hijo, tuvo un ataque; el caso fue muy aireado en los medios de comunicación, sobre todo en la prensa sensacionalista, que presentó a Wapshott, miembro de la clase privilegiada por nacimiento, como un monstruo repulsivo. En la investigación del caso salió a relucir que pagaba considerables cantidades de dinero a adolescentes y jóvenes por realizar actos sexuales.

»Cuando cumplió la pena, su madre había muerto, y él vendió la casa familiar y se trasladó a otro barrio. Varios años después volvió a aparecer en las noticias, cuando dos niños de doce o trece años denunciaron que Henry Wapshott les había ofrecido dinero a cambio de desnudarse en casa de él, y volvió a ser acusado de violación. Cuando salió a relucir el caso, se encontraba en Baden-Baden, en Alemania, y fue detenido en el Brenner's Hotel & Spa.

»No se pudo probar esta última violación, pero Wapshott huyó del país, a Tailandia, aunque conservando la nacionalidad británica, y su colección de discos se quedó también en Inglaterra, adonde regresaba de vez en cuando para hacer negocios relativos a su colección. En esos casos usaba el apellido de su madre, Wapshott, pues su verdadero nombre era Henry Wilson. Después de su huida de Inglaterra no había vuelto a tener conflictos con la justicia, pero no se sabe prácticamente nada sobre su estancia en Tailandia.

– No es de extrañar que quisiera ir por ahí de incógnito -dijo Erlendur cuando Sigurdur Óli terminó su exposición.

– Parece tratarse de un pedófilo de la peor especie -dijo Sigurdur Óli-. Puedes imaginarte por qué eligió Tailandia.

– ¿La policía inglesa no tiene nada pendiente contra él? -preguntó Erlendur.

– No, y como es lógico, están muy contentos de librarse de él -dijo Sigurdur Óli-. Elínborg tenía toda la razón.

– ¿A qué te refieres? Recuérdamelo.

– A que el interés de Henry por Gudlaugur, es decir por el Gudlaugur que fue niño de coro, no por el Papá Noel actual, era de índole sexual. Elínborg nos llamó frailes porque carecíamos de su imaginación.

– ¿De modo que Henry estuvo con él en su cuchitril y lo mató? ¿Al niño de coro al que adora? ¿No es un tanto difícil de creer?

– No consigo entenderlos -dijo Sigurdur Óli-. No consigo entender a esos hombres que se comportan de esa forma, solo sé que son lo más despreciable que uno pueda imaginarse.

– Pues no se le notaba en nada, al menos a simple vista -dijo Erlendur, tomando un sorbo de verdoso Chartreuse.

– No llevan escrito en la frente que son unos asquerosos pervertidos -repuso Sigurdur Óli.

Habían descendido de nuevo a la planta baja y estaban sentados en el pequeño bar que había allí. Había mucho ajetreo en la barra. Los huéspedes extranjeros se mostraban felices y ruidosos, saltaba a los ojos su alegría por todo lo que habían visto y vivido, con las mejillas enrojecidas y ataviados con sus jerséis de lana islandesa.

– ¿Has encontrado cuentas bancarias a nombre de Gudlaugur? -preguntó Erlendur.

Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor y comprobó que era la única persona que fumaba en todo el bar.

– Estoy en ello -dijo Sigurdur Óli, tomando un sorbo de cerveza.

En la puerta apareció Elínborg, y Sigurdur Óli le hizo una seña con la mano. Ella respondió con una inclinación de cabeza y se abrió camino hacia el bar, pidió una cerveza y se sentó con ellos. Sigurdur Óli explicó brevemente a Elínborg las informaciones de la policía británica sobre Henry, y ella se permitió una sonrisita.

– Pues vaya si lo sabía yo -dijo.

– ¿El qué?

– Que la pasión por los niños de coro era de índole sexual. Y el interés por Gudlaugur, seguramente, también.

– ¿Quieres decir que Gudlaugur y él se lo pasaron muy bien ahí abajo? -dijo Sigurdur Óli.

– A lo mejor Gudlaugur se vio obligado a participar -dijo Erlendur-. Alguien tenía un cuchillo.

– Es el colmo que precisamente ahora, en Navidad, tengamos que estar dándole vueltas a una cosa semejante -suspiró Elínborg.

– No es precisamente agradable -dijo Erlendur vaciando su copa de Chartreuse. Le apetecía tomar otra. Miró el reloj. Si estuviera en la comisaría, ya habría acabado su jornada. Había menos quehacer en el bar y le hizo señas al camarero.

– Así que hubo al menos dos personas en su cuarto, porque no puedes amenazar a nadie mientras estás hincado de rodillas. -Sigurdur Óli miró a Elínborg y pensó que quizás había ido demasiado lejos.

– Y dale -dijo Elínborg.

– Para quitarle el sabor a las galletitas -dijo Erlendur.

– Vale, pero ¿por qué apuñala a Gudlaugur? -dijo Sigurdur Óli-. No una, sino varias veces. Como si hubiera perdido el control. Si Henry lo agredió, tiene que haber pasado algo, o haberse dicho algo allí dentro que hiciera estallar al pervertido inglés.

Erlendur iba a pedir bebida para todos, pero los otros dos dijeron que no y miraron sus relojes. La Navidad caía sobre ellos con exigencias cada vez más urgentes.

– Yo creo que estuvo allí con una mujer -dijo Sigurdur Óli.

– Comprobaron la tasa de cortisol en la saliva del condón -dijo Erlendur-. Era normal. Quien estuvo con Gudlaugur debió de haberse ido ya cuando le asesinaron.

– No me parece normal, habida cuenta de cómo le encontramos -dijo Elínborg.

– Quien estuvo con él no rué obligado a nada -dijo Erlendur-. Creo que eso está claro. Si hubiera aparecido una tasa alta de cortisol, eso habría sido una señal de aumento de tensión o de miedo.

– Entonces se trataba de una puta -dijo Sigurdur Óli-, haciendo su trabajo.

– ¿No podemos hablar de algo más agradable? -pidió Elínborg.

– Es posible que se estén produciendo robos en el hotel y que Papá Noel lo supiera -dijo Erlendur.

– ¿Y por eso le mataron? -dijo Sigurdur Óli.

– No lo sé. También puede ser que en el hotel se ejerza la prostitución y que el director haga la vista gorda. No tengo claro de qué se trata, pero seguramente hay algunas cuestiones que tendremos que examinar.

– ¿Gudlaugur estaba relacionado con eso de alguna forma? -preguntó Elínborg.

– Si queremos extraer alguna conclusión de la posición en que estaba cuando lo encontraron, no es imposible, desde luego -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Cómo le va a tu hombre? -preguntó Erlendur.

– Ante el tribunal ni siquiera pestañeaba -dijo Elínborg, bebiendo un trago de su cerveza.

– El muchacho aún no ha testificado contra él, ¿verdad? -preguntó Sigurdur Óli, que también estaba al corriente del caso.

– Callado como una tumba, el pobre chico -dijo Elínborg-. Y el tipo ese mantiene su declaración sin cambiar ni una coma. Niega en redondo haber agredido al niño. Y encima tiene un buen abogado.

– ¿Y le devolverán al niño?

– Es perfectamente posible.

– ¿Y el chico? -dijo Erlendur-. ¿Quiere volver con su padre?

– Eso es lo más asombroso de todo -dijo Elínborg-. Sigue muy unido a su padre. Es como si sintiera que se lo tenía merecido.

Callaron.

– ¿Piensas pasarte todas las navidades en el hotel, Erlendur? -preguntó Elínborg. Su voz tenía un tono de reproche.

– No, supongo que me iré a casa -dijo Erlendur-. Y que me llevaré a Eva. Y guisaremos tasajo de cordero ahumado.

– ¿Cómo le va? -preguntó Elínborg.

– Psé -dijo Erlendur-. Espero que bien -pensó que se darían cuenta de que estaba mintiendo. Conocían perfectamente las dificultades en que andaba metida su hija, aunque casi nunca hablaban de ello. Sabían que Erlendur no tenía ganas de hablar de ese tema, y jamás le preguntaban detalles.

– Mañana es la fiesta de San Torlaco, veintitrés de diciembre -dijo Sigurdur Óli-. ¿Todo listo, Elínborg?

– Nada de nada -dijo ella en un suspiro.

– Estoy pensando en la colección de discos esa -dijo Erlendur.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿No es algo que empieza en la infancia? -dijo Erlendur-. No es que lo sepa por experiencia. Nunca he coleccionado nada. Pero ¿no se trata de una afición que surge cuando eres un crío, cuando empiezas a coleccionar fotos de actores y modelos de aviones, o sellos, programas de cine y discos? La mayoría acaba dejándolo, pero algunos continúan y siguen coleccionando discos y libros hasta que la palman.

– ¿Qué intentas decirnos?

– Estoy pensando en coleccionistas de discos como Wapshott, aunque no sean pedófilos como él, claro, en si su afán coleccionista no estará relacionado con algún problema de infancia. Si estará relacionado con la necesidad de conservar algo que los demás apartarían de sus vidas pero que ellos quieren conservar a toda costa. ¿No es el coleccionismo un intento de atesorar algo de la infancia? ¿Algo relacionado con los propios recuerdos y que uno no quiere perder y que puede conservar gracias a esa afición?

– ¿De modo que la colección de discos de Wapshott, los niños de coro, sería una especie de trauma de infancia? -dijo Elínborg.

– ¿Y luego, cuando el trauma de infancia aparece ante él en carne y hueso, en este hotel, se vuelve tarumba? -dijo Sigurdur Óli-. El niño convertido en un hombre de mediana edad. ¿Te refieres a algo así?

– No lo sé.

Erlendur observó distraído a los turistas del bar y le llamó la atención un hombre de mediana edad, de aspecto asiático, que hablaba inglés como un americano. Llevaba una cámara de vídeo nueva, con la que grababa a su grupo de amigos. De repente, le vino la idea de que en el hotel podría haber cámaras de vigilancia. No lo había pensado. El director del hotel no había dicho nada al respecto, ni tampoco el jefe de recepción. Miró a Sigurdur Óli y a Elínborg.

– ¿Habéis preguntado si hay cámaras de vigilancia en el hotel? -preguntó.

Se miraron el uno a la otra.

– ¿No ibas a hacerlo tú? -dijo Sigurdur Óli.

– Me olvidé -dijo Elínborg-. La Navidad y todo eso. Se me pasó por completo.

El jefe de recepción miró a Erlendur y sacudió la cabeza. Dijo que para esas cuestiones tenía una guía de actuación muy estricta. En el edificio del hotel no había cámaras de vigilancia, ni en el vestíbulo, ni en recepción, ni en los ascensores, los pasillos o el interior de las habitaciones. Sobre todo en el interior de las habitaciones, por supuesto.

– De otro modo, no tendríamos huéspedes -dijo el jefe de recepción muy serio.

– Ya, se me ocurrió que quizá -dijo Erlendur, decepcionado. Durante unos breves instantes había albergado una débil esperanza de que las cámaras de vigilancia hubieran grabado algo que les pudiera ser de utilidad, algo extraño o inhabitual relacionado con lo que sabía ya la policía.

Iba a marcharse de recepción en dirección al bar, cuando el recepcionista jefe lo llamó en voz alta.

– Hay una sucursal bancaria en el ala sur, al otro lado. Allí hay tiendas para turistas y un banco con acceso al hotel. Seguramente, el banco tendrá cámaras. Pero no creo que muestren nada que no sea las actividades en el propio banco.

Erlendur se había fijado en el banco y las tiendas de souvenirs, fue directamente hacia allí, y vio que acababan de cerrar la sucursal. Buscó y descubrió el objetivo casi invisible de una cámara por encima de la puerta. No había nadie en la oficina. Golpeó el cristal de la puerta con tanta fuerza que lo hizo temblar, pero no hubo respuesta alguna. Finalmente sacó el teléfono y ordenó que le trajeran al director de la sucursal.

Mientras esperaba, Erlendur observó los productos de las tiendas para turistas, que se vendían a precios exorbitantes; platos decorados con imágenes de la catarata de Gullfoss y el Geysir, figuras talladas de Thor, llaveros con pelos de zorro, carteles con las especies de ballenas de las aguas islandesas, chaquetas de piel de foca que costaban lo que ganaba él en un mes. Pensó en comprarse algo como recuerdo de aquella extraña Islandia para los turistas que solo existía en la mente de los extranjeros ricos, pero no encontró nada que fuera lo suficientemente barato.

El director de la sucursal resultó ser directora, una mujer en torno a los cuarenta, que se dirigía a una fiesta navideña y estaba cualquier cosa menos contenta por la molesta interrupción; al principio creyó que habían asaltado el banco. No le habían dado ninguna explicación cuando dos agentes de policía uniformados llamaron a la puerta de su casa y le pidieron que les acompañara. Dirigió a Erlendur una mirada asesina, ante la entrada de la sucursal, cuando él le explicó que necesitaba acceder a las cámaras de vigilancia. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, y Erlendur pensó que hacía muchos meses que no veía a un auténtico fumador empedernido.

– ¿Y no podían esperar hasta mañana? -preguntó con frialdad. Erlendur creyó oír el ruido de carámbanos que se desprendían de ella y se estrellaban contra el suelo, y pensó que preferiría no deberle nunca nada a aquella mujer.

– Eso te matará -dijo Erlendur, señalando el cigarrillo.

– Aún no -repuso ella-. ¿Por qué me has hecho traer hasta aquí a la fuerza?

– Por el asesinato -dijo Erlendur-. El que se cometió en el hotel.

– ¿Y? -dijo ella, sin mostrarse afectada por el crimen.

– Intentamos acelerar la investigación. -Intentó sonreír pero no lo consiguió.

– Menuda imbecilidad -dijo la mujer, indicando a Erlendur que la siguiera.

Los dos policías se habían ido, visiblemente felices de librarse de aquella mujer, que se había pasado el camino insultándolos. Fue con él a la entrada del personal del banco, marcó un número de seguridad y le dijo que se diera prisa.

La sucursal era pequeña, y en el despacho de la mujer había cuatro pequeñas pantallas de televisión que estaban conectadas a las cámaras de vigilancia instaladas detrás de las dos ventanillas, en la sala y en la entrada. Encendió las pantallas y le explicó a Erlendur que las cámaras funcionaban durante las veinticuatro horas, y que todo se grababa en cintas de vídeo que se almacenaban durante tres semanas y luego se reutilizaban. Las grabadoras se guardaban en un pequeño sótano situado debajo de las oficinas.

La mujer lo acompañó hasta allí fumándose el tercer cigarrillo, y le indicó las cintas, pulcramente etiquetadas por fechas y posiciones de las cámaras. Las cintas estaban guardadas bajo llave en un armario.

– Cada día viene un vigilante de seguridad del banco -dijo- y se ocupa de todo esto. Yo no tengo ni idea de estos cacharros y te ruego que no andes trasteando con lo que no te afecte directamente.

– Muchas gracias -dijo Erlendur con tono meloso-. Me gustaría empezar con el día en que se cometió el crimen.

– De nada -respondió ella. Tiró al suelo el cigarrillo consumido y lo apagó cuidadosamente con el pie.

Encontró la fecha adecuada en la cinta procedente de la puerta y la puso en un reproductor de vídeo que estaba conectado a un pequeño televisor. Pensó que no necesitaría ver las cintas de las cajas.

La directora de la sucursal miró su reloj de oro.

– Cada cinta corresponde a veinticuatro horas seguidas -suspiró.

– ¿Cómo te las arreglas durante el trabajo? -preguntó Erlendur.

– ¿Qué quieres decir, cómo me las arreglo?

– Para fumar. ¿Qué haces?

– ¿A ti que te importa?

– Nada en absoluto -se apresuró a responder Erlendur.

– ¿No puedes llevarte las cintas? -dijo ella-. No puedo quedarme aquí todo el rato. Tenía que haber llegado a un sitio hace mucho tiempo y no pienso quedarme aquí mientras tú te dedicas a mirar las cintas.

– No, claro, tienes razón -dijo Erlendur. Miró las cintas del armario-. Me llevo quince días antes del crimen. Eso hace catorce cintas.

– ¿Sabéis quién lo mató?

– Aún no -dijo Erlendur.

– Recuerdo bien a ese hombre -dijo ella-, al portero. Llevo siete años trabajando de directora de esta sucursal -añadió, como para explicarse-. Me parecía muy buena gente.

– ¿Hablaste con él últimamente? -Nunca hablé con él. Ni una palabra. -¿Tenía cuenta aquí? -preguntó Erlendur. -No, ninguna. Que yo sepa. Nunca lo vi dentro de la sucursal. ¿Tenía dinero?

Erlendur transportó las catorce casetes a su habitación y pidió que le subieran un reproductor de vídeo y un televisor. Había empezado a ver la primera cinta cuando sonó el móvil. Era Sigurdur Óli.

– Tenemos que inculparlo formalmente o soltarlo -dijo-.Y en realidad no tenemos nada contra él.

– ¿Ha protestado?

– No ha dicho ni una palabra.

– ¿Ha solicitado un abogado?

– No.

– Incúlpalo por posesión de pornografía infantil.

– ¿De pornografía infantil?

– En su habitación tenía cintas de pornografía infantil. Su posesión está prohibida. Tenemos un testigo de que ve esa porquería. Lo detenemos por pornografía infantil y luego ya veremos. No quiero que se escape a Tailandia por el momento. Necesitamos saber si se sostiene la historia de sus andanzas por la ciudad el día en que asesinaron a Gudlaugur. Dejémoslo sudar un poco en la celda y veamos lo que pasa.

21

Erlendur se pasó casi toda la noche mirando las cintas.

Aprendió a pasarlas deprisa cuando no había nadie ante la cámara. Como era de esperar, la mayor afluencia de tráfico ante la puerta del banco se producía en el periodo entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, y después disminuía considerablemente, más todavía a partir de las seis, cuando cerraban las dos tiendas de souvenirs. La entrada del hotel estaba abierta las veinticuatro horas del día y había un cajero automático con algo de movimiento hasta muy entrada la noche.

No apreció nada significativo el día en que hallaron muerto a Gudlaugur. Se veía con bastante claridad a las personas que pasaban por el vestíbulo, pero Erlendur no reconoció a nadie. Cuando pasaba la cinta deprisa, la gente entraba por la puerta como una exhalación y se detenía en el cajero antes de desaparecer de nuevo hacia la calle. Alguno que otro entraba en el hotel. Observó a aquellas personas pero no pudo relacionarlas con Gudlaugur.

Vio que los empleados del hotel utilizaban aquella entrada. Vio al jefe de recepción y al obeso director, y a Ösp a todo correr, y pensó que probablemente se sentiría feliz de marcharse a casa después de su jornada de trabajo. Una vez vio a Gudlaugur pasar por delante de la puerta, y detuvo la cinta. Era tres días antes del crimen. Iba solo y cruzaba con paso lento por delante de la cámara, miraba el interior del banco, giraba la cabeza, miraba hacia las tiendas para turistas y luego desaparecía en el interior del hotel. Erlendur rebobinó y volvió a mirar a Gudlaugur, y así hasta cuatro veces. Le pareció extraño verlo vivo. Detuvo la imagen cuando Gudlaugur miraba hacia el banco y observó el rostro congelado en la pantalla del televisor. Aquel era el niño del coro redivivo. El hombre que mucho tiempo atrás tenía aquella dulce voz infantil llena de dolor. El niño que llevó a Erlendur a revivir sus más tristes recuerdos cuando lo oyó cantar.

Llamaron a la puerta de la habitación, apagó el vídeo y abrió la puerta a Eva Lind.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó, colándose en la habitación por el hueco que dejaba él en la puerta-. ¿Qué vídeos son esos? -dijo al ver los montones de casetes.

– Son del caso -dijo Erlendur.

– ¿Has progresado?

– No. Nada en absoluto.

– ¿Hablaste con Stína?

– ¿Stína?

– Sí, la que te dije. ¡Stína! Me preguntaste por las putas del hotel.

– No, no he hablado con ella. Oye, otra cosa, ¿no conocerás por casualidad a una chica de tu edad que se llama Ösp y que trabaja aquí, en el hotel? Tenéis una actitud ante la vida muy semejante.

– ¿Qué quieres decir? -Eva Lind le ofreció un cigarrillo a su padre, le pidió fuego y se acomodó encima de la cama. Erlendur se sentó al escritorio y miró por la ventana, hacia la noche negra como el carbón. Faltan dos días para la Navidad, pensó. Luego volveremos a ser normales.

– Más bien negativa.

– ¿Tan terriblemente negativa me consideras? -dijo Eva Lind.

Erlendur calló. Eva gruñó y dejó escapar el humo por la nariz.

– Pero bueno, ¿es que tú eres acaso la alegría personificada? -dijo.

Erlendur sonrió.

– No conozco a ninguna Ösp -dijo Eva-. ¿Qué tiene que ver con el caso?

– No tiene nada que ver -dijo Erlendur-. O eso creo. Fue quien encontró el cadáver, y parece que sabe algunas cosas sobre lo que sucede en el hotel. Una chica nada tonta. Sabe defenderse y tiene buena labia. Me recuerda un poco a ti.

– No la conozco -dijo Eva. Luego calló y se quedó con la mirada perdida. Él la miró y calló, y así transcurrió el tiempo hasta muy entrada la noche. A veces no tenían nada que decirse. A veces discutían violentamente. No hablaban de lo que no les parecía importante. Nunca hablaban del tiempo o de los precios de las tiendas, ni de política, de deportes, de ropas o de cualquiera de esas cosas con las que la gente pierde el tiempo charlando, y que para ellos eran simple palabrería. Solo ellos dos, su pasado y el presente, la familia que nunca llegó a ser una familia porque Erlendur la abandonó, el drama de Eva y su hermano Sindri, el resentimiento de su madre hacia Erlendur; solo eso les importaba, se convertía en tema de sus conversaciones e impregnaba toda su relación.

– ¿Qué quieres como regalo de Navidad? -preguntó finalmente Erlendur, rompiendo el silencio.

– ¿Como regalo de Navidad? -dijo Eva.

– Sí.

– No necesito nada.

– Algo necesitarás.

– ¿Qué te regalaban a ti en Navidad cuando eras pequeño?

Erlendur hizo memoria. Recordó unos guantes.

– Cosillas -dijo.

– Yo tenía la sensación de que mamá siempre le hacía mejores regalos a Sindri que a mí -dijo Eva Lind-. Luego dejó de hacerme regalos. Decía que los vendía para comprarme droga. Una vez me regaló un anillo y lo vendí. ¿Tu hermano tenía regalos más bonitos que los tuyos?

Erlendur se dio cuenta de que estaba escarbando en su interior. Normalmente entraba directamente en el tema y lo desarmaba con su lucidez. Otras veces, mucho más infrecuentes, parecía como si intentara mostrar delicadeza.

Cuando Eva estaba ingresada en la UCI tras perder a la niña, y en coma profundo, el médico le dijo a Erlendur que debería intentar pasar el mayor tiempo posible junto a ella y hablarle, porque era perfectamente posible que oyera la voz y percibiera su presencia, aunque no estaba nada claro que pudiera entender lo que le decía. Una de las cosas que le contó Erlendur a Eva en esos días fue la desaparición de su hermano y cómo lo salvaron a él en el páramo. Cuando Eva salió del coma y se fue a vivir a su casa, le preguntó si sabía lo que le había dicho en el hospital, pero ella no recordaba nada. Aquello despertó su curiosidad e insistió hasta que le repitió lo que le había contado en el hospital, que nunca antes le había contado a nadie y que todos ignoraban. Hasta entonces nunca le había hablado de su pasado, y Eva, que era incansable a la hora de llamarle la atención por su responsabilidad, se sintió algo más cerca de él en ese momento, le parecía conocer a su padre un poco mejor, aunque también sabía que le quedaba mucho trecho por recorrer para llegar a comprenderlo. Aún no había obtenido respuesta a la pregunta que la reconcomía todo el tiempo y que motivaba su rencor y su enfado hacia su padre, y que envenenaba su relación más que ninguna otra cosa. Los divorcios eran cosa habitual, lo comprendía perfectamente. Las parejas se separaban a cada rato y algunos divorcios eran peores que otros, hasta el punto de que no volvían a dirigirse la palabra. Eso lo entendía y no tenía nada que objetar. Pero se sentía totalmente incapaz de entender por qué Erlendur se había separado también de sus hijos. Por qué no se ocupó de ellos ni lo más mínimo cuando se marchó. Por qué los tuvo abandonados todo aquel tiempo, hasta que fue Eva quien lo buscó y lo encontró, solo, en un oscuro bloque de viviendas. Había hablado de todo aquello con su padre, que, hasta el momento, no había encontrado las respuestas a sus preguntas.

– ¿Regalos más bonitos? -dijo-. Eran siempre los mismos. En realidad, como en el poema: «Al menos, velas y barajas». A veces nos habría gustado que nos regalaran algo más emocionante, pero nuestra familia era pobre. En aquellos tiempos, todos eran pobres.

– ¿Y después de la muerte de tu hermano? Erlendur calló. -¿Erlendur? -dijo Eva.

– Después de su desaparición no hubo más navidades -dijo Erlendur.

Tras la muerte de su hermano no se celebraron más fiestas en conmemoración del nacimiento del Redentor. Había pasado un mes desde su desaparición y no había alegría en el hogar, ni hubo regalos, ni invitados. En Nochebuena acudían a visitarles los parientes maternos de Erlendur y cantaban villancicos. La casa era pequeña y tenían que apretujarse unos contra otros, y de ellos emanaba calor y luz, pero esas navidades su madre rehusó todas las visitas. Su padre se había sumido en profunda depresión y se pasaba casi todos los días en la cama. No tomó parte en la búsqueda de su hijo, como si hubiera sabido que todo sería inútil, que había fracasado, y que ni él ni ninguna otra persona podrían cambiar el hecho de que su hijo había muerto. Y que era culpa suya y de nadie más.

Su madre era incansable. Se ocupaba de que Erlendur recibiera las mejores atenciones. Animaba a los del equipo de búsqueda y participaba ella también. Bajaba del páramo exhausta, cuando ya era noche cerrada y resultaba inútil seguir buscando, y volvía a subir al monte la primera, en cuanto amanecía de nuevo. Cuando empezó a resultar evidente que su niño habría muerto, continuó buscándolo con la misma energía. Solo cuando el invierno estuvo muy avanzado, y la capa de nieve era demasiado profunda y el mal tiempo impedía los desplazamientos, se vio obligada a abandonar. Tendría que aceptar el hecho fatal de que el niño había perecido en el páramo y que haría falta esperar hasta la primavera para encontrar sus restos. Todos los días miraba hacia el páramo, y a veces maldecía: «¡Que los trols devoren a los que se llevaron a mi niño!».

Saber que su hermano estaba muerto en el páramo era una idea insoportable, y Erlendur empezó a verlo en unas pesadillas que le hacían despertar gritando y llorando; lo veía luchar contra las ráfagas de viento gélido, hundido en la nieve, con la espaldita vuelta hacia el viento y la muerte a su lado.

Erlendur no comprendía cómo su padre podía quedarse en casa tan tranquilo mientras los demás agotaban sus fuerzas en la búsqueda. Parecía que el accidente lo había anulado por completo, convirtiéndolo en un despojo inerte, y Erlendur pensó en el poder del dolor, porque su padre era un hombre fuerte y lleno de energía. La pérdida del hijo le fue arrebatando poco a poco la energía vital y jamás consiguió recuperarla del todo.

Más tarde, cuando todo había terminado, se produjo una violenta discusión entre sus padres por primera y única vez, y por esa disputa Erlendur se enteró de que su madre no quería que su padre subiese ese día al páramo, pero él no la escuchó. En ese caso, le había dicho ella, si te empeñas en ir, deja a los niños en casa. No le hizo ningún caso.

Y las navidades nunca volvieron a ser iguales. Con el tiempo, sus padres alcanzaron una especie de reconciliación. Ella no mencionó jamás que él se había obcecado en ir, contra sus deseos. Él jamás mencionó que se le había inflamado el orgullo al oír que le prohibía salir y llevarse a los chicos. El tiempo era perfecto, y pensaba que ella se metía donde no la llamaban. Prefirieron no volver a hablar de lo que sucedió entre ellos antes de la tragedia, como si la quiebra de aquel silencio destruyera lo poco que seguía uniéndolos. Y en ese silencio Erlendur tuvo que hacerle frente a un creciente sentimiento de culpa por haber sido él quien salvara la vida.

– ¿Por qué hace tanto frío aquí? -dijo Eva Lind, y se cubrió mejor con el abrigo.

– Es el radiador -dijo Erlendur-. No calienta. Bueno, ¿qué me cuentas?

– Nada. Mamá se ha liado con un tipejo. Lo conoció en un baile para carrozas, de esos con música de acordeón, en Ólver. No te puedes ni imaginar un tío más friqui. Creo que sigue usando brillantina, se peina con tupé y lleva camisas de esas de cuello enorme, y se pone a chasquear los dedos en cuanto oye en la radio alguna de esas viejas canciones, «Orgulloso navega mi barco…».

Erlendur sonrió. Eva no despachaba a nadie tan a gusto como a los hombres que aparecían en la vida de su madre, que parecían ser más horrorosos con cada año que pasaba.

Los dos guardaron silencio.

– Estoy intentando recordar cómo era yo cuando tenía ocho años -dijo Eva de repente-. En realidad, no me acuerdo de nada, excepto de mi cumpleaños. No recuerdo la fiesta, solo el día de mi cumpleaños. Estaba en el patio, delante del bloque de pisos, y sabía que ese día era mi cumpleaños y que tenía ocho años, y por algún motivo, ese recuerdo, que no tiene ninguna importancia, me ha acompañado siempre. Solo eso, que era mi cumpleaños y que tenía ocho años.

Miró a Erlendur.

– Dijiste que tu hermano tenía ocho años cuando murió.

– Los había cumplido ese verano.

– ¿Por qué no lo pudieron encontrar nunca?

– No lo sé.

– Pero sigue allí arriba, en el páramo.

– Sí.

– Sus huesos.

– Sí.

– Ocho años de edad.

– Sí.

– ¿Fue culpa tuya que muriera?

– Yo tenía diez años.

– Sí, pero…

– No fue culpa de nadie.

– Pero tú debes de haber pensado…

– ¿Adonde quieres llegar, Eva? ¿Qué quieres saber?

– ¿Por qué no tuviste ningún contacto con Sindri ni conmigo después de marcharte de casa? -dijo Eva Lind-. ¿Por qué no intentaste estar alguna vez con nosotros?

– Eva…

– No valíamos la pena, ¿es eso?

Erlendur calló y miró por la ventana. Había empezado a nevar otra vez.

– ¿Estás relacionando las dos cosas? -dijo por fin.

– Nunca he encontrado una explicación. Se me ocurrió que…

– ¿Que tendría algo que ver con mi hermano? ¿Con su desaparición? ¿Quieres relacionar las dos cosas?

– No lo sé -dijo Eva-. No te conozco en absoluto. Hace muy pocos años que te vi por primera vez, y fui yo la que te buscó. Lo de tu hermano es lo único que sé de ti, aparte de que eres un madero. Nunca he podido comprender cómo pudiste abandonarnos, a Sindri y a mí. A tus hijos.

– Dejé que fuera tu madre quien decidiera. Quizás habría debido ser más tozudo respecto al régimen de visitas, pero…

– No te interesaba mucho -concluyó Eva.

– Eso no es verdad.

– Claro que lo es. ¿Por qué? ¿Por qué no te ocupaste de tus hijos como habrías tenido que hacer?

Erlendur calló y bajó los ojos. Eva apagó su tercer cigarrillo. Luego se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió.

– Stína vendrá a verte al hotel mañana -dijo-. A mediodía. Con sus nuevas tetas no te pasará desapercibida.

– Gracias por hablar con ella.

– De nada -dijo Eva.

Se quedó dudando en la puerta.

– ¿Qué quieres? -preguntó Erlendur.

– No lo sé.

– No, me refiero al regalo de Navidad. Eva miró a su padre.

– Querría recuperar a mi hija -dijo, y cerró la puerta sin hacer ruido.

Erlendur dejó escapar un profundo suspiro y estuvo un buen rato sentado, quieto, en el borde de la cama, hasta que se puso de nuevo a ver los vídeos. Seres humanos atendiendo sus asuntos antes de Navidad atravesaban la pantalla como rayos, muchos de ellos con bolsas y paquetes de compras navideñas.

Había llegado al quinto día antes del asesinato de Gudlaugur cuando la vio. Al principio le pasó desapercibida, pero en algún lugar de su conciencia se encendió una chispa y detuvo la cinta, rebobinó y regresó a la imagen. No había sido el rostro lo que llamó la atención de Erlendur, sino su porte, su forma de andar y su arrogancia. Apretó de nuevo el play y la vio, ahora con más claridad, entrar en el hotel. Volvió a avanzar deprisa. Al cabo de una media hora la mujer volvió a aparecer en la pantalla, saliendo del hotel con paso apresurado, por delante del banco, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Se levantó de la cama y se quedó mirando fijamente la pantalla.

Era la hermana de Gudlaugur.

Que no había visto a su hermano menor desde hacía más de diez años.

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