Segundo Día

5

El jefe de recepción no se había incorporado aún a su puesto cuando Erlendur bajó al vestíbulo, a la mañana siguiente, y preguntó por él. No había dado explicación alguna de su ausencia, ni había llamado para decir que estuviera enfermo o que necesitaba tomarse el día libre para atender algún asunto. Una mujer de unos cuarenta años que trabajaba en la recepción le dijo a Erlendur que ciertamente no era nada habitual que el recepcionista jefe no apareciera en el trabajo a su hora, porque era siempre muy puntual y resultaba incomprensible que no les hubiera llamado si necesitaba el día libre.

La mujer le contó todo eso a Erlendur como podía, mientras un empleado de la sección de Anatomía Patológica del Hospital Nacional le tomaba una muestra de saliva. Tres empleados de la sección recogían muestras de los empleados del hotel. Otro grupo fue a casa de los empleados que tenían el día libre. Dentro de poco, los técnicos de laboratorio tendrían muestras de todos los empleados actuales del hotel y las compararían con la saliva hallada en el preservativo de Papá Noel.

Los agentes de Homicidios estaban interrogando a los empleados sobre su relación con Gudlaugur y dónde estaban la tarde del día anterior. Todo el departamento participaba en la investigación del crimen, para recoger información y pruebas.

– ¿Qué hay de los que han dejado el trabajo recientemente, o de los que trabajaban aquí hace un año, más o menos, y conocían a Papá Noel? -preguntó Sigurdur Óli. Estaba sentado al lado de Erlendur en el comedor, viéndolo regalarse con arenque y pan de centeno, jamón frío, pan tostado y café humeante.

– Vamos a ver qué podemos sacar en limpio en esta primera fase -dijo Erlendur, sorbiendo el café caliente-. ¿Has averiguado algo sobre el tal Gudlaugur?

– No mucho. Parece que no hay mucho que decir de él. Tenía 48 años, soltero y sin hijos. Trabajaba en el hotel desde hace unos veinte años y durante mucho tiempo vivió en el cuartucho de ahí abajo. Parece que en su momento fue una especie de solución provisional, según me dijo el gordo ese del director. Pero también me dijo que no conocía bien el asunto. Nos recomendó que habláramos con su predecesor en la dirección del hotel. Fue este quien llegó a un acuerdo con Papá Noel. El gordo creía que en algún momento lo habían echado del piso donde vivía como inquilino, le dieron permiso para guardar sus cosas en ese trastero, y luego el asunto se fue eternizando y ya nunca salió de ahí.

Sigurdur Óli calló.

– Elínborg me ha dicho que esta noche te alojaste en el hotel -añadió.

– No te lo recomiendo. En la habitación hacía frío y los empleados no te dejan tranquilo. Pero la comida es buena. ¿Dónde está Elínborg?

En el comedor reinaba un gran ajetreo, y se oía un agitado murmullo de voces de los huéspedes del hotel, que disfrutaban del bufé. La mayor parte eran extranjeros, vestidos con jerseys de lana, botas de montaña y gruesos anoraks de invierno, aunque lo más lejos que irían sería el centro de la ciudad, a diez minutos de allí. El personal de servicio se encargaba de que las tazas estuvieran llenas de café y de retirar los platos usados. Por los altavoces sonaban suavemente canciones navideñas.

– Hoy empieza el juicio, ya lo sabías -respondió Sigurdur Óli.

– Sí.

– Elínborg ha ido para allá. ¿Cómo crees que irá todo?

– Supongo que unos pocos meses, y encima en libertad condicional. Como siempre, con esos cabrones de jueces.

– Pero no podrá conservar la custodia del niño.

– No lo sé -respondió Erlendur.

– Maldito canalla -exclamó Sigurdur Óli-. En la picota tendrían que ponerlo, en pleno centro de la ciudad.

Elínborg se había encargado de la investigación. Un niño de ocho años fue ingresado en el hospital a consecuencia de una violenta agresión física. No lo pudieron convencer para que explicara algo sobre la agresión. La hipótesis inicial era que sus compañeros de clase más mayores la habían tomado con él fuera del colegio y lo habían golpeado con tanta violencia que le rompieron un brazo, le fracturaron el pómulo y le saltaron dos dientes de la encía superior. Se fue a su casa en muy mal estado. Su padre avisó a la policía en cuanto llegó a casa del trabajo, poco después. Una ambulancia trasladó al muchacho a urgencias.

El niño era hijo único. Su madre estaba internada en la sección de psiquiatría del hospital de Kleppur cuando sucedieron estos hechos. El muchacho vivía con su padre, director y propietario de una empresa de internet, en una hermosa vivienda unifamiliar de dos pisos con espléndidas vistas, situada en el barrio de Breidholt. Como suele suceder, el padre estaba muy afectado por la agresión y hablaba de vengarse de los chicos que maltrataron de forma tan execrable a su hijo. Exigió que Elínborg diera con ellos.

Elínborg no habría descubierto la verdad, probablemente, si el chalet no hubiera tenido dos pisos y la habitación del niño no hubiera estado en el piso superior.

– Se lo está tomando de una forma demasiado personal -dijo Sigurdur Óli-. Elínborg tiene un chico de esa misma edad.

– No hay que dejar que estas cosas te afecten demasiado -respondió Erlendur con la cabeza en otro lugar.

– No me digas.

La tranquilidad del desayuno fue interrumpida por un ruido procedente de la cocina. Los huéspedes levantaron la vista y se miraron unos a otros. Un hombre de potente vozarrón discutía, entre insultos, sobre algo imposible de oír. Erlendur y Sigurdur Óli se levantaron y entraron en la cocina. La voz pertenecía al jefe de cocina, el mismo que había importunado a Erlendur cuando se metió en la boca una loncha de lengua de ternera. Estaba enfrentándose a gritos a la técnica de laboratorio que quería tomarle una muestra de saliva.

– ¡… Y lárgate de aquí con tu bastoncillo de mierda! -le vociferaba el cocinero a una mujer de unos cincuenta años que había abierto sobre la mesa una cajita de muestras. Ella seguía insistiendo amablemente, pese a las imprecaciones de aquel hombre, hecho que no contribuía precisamente a calmar su ira. Al ver a Erlendur y Sigurdur Óli se puso aún mucho más frenético.

– ¡Estáis locos! -aulló-. ¿Creéis que yo he bajado al cuartucho de Gulli para ponerle un condón en la polla? ¿Estáis locos o qué? ¿Qué mierda es esa? No estoy dispuesto. Ni hablar. ¡Me importa una mierda lo que digáis! ¡Podéis meterme en la cárcel y tirar la llave, pero no pienso participar en esta imbecilidad de los cojones! ¡Enteraos bien! ¡Gilipollas!

Salió de la cocina como una tromba, lleno de viril dignidad, tocado con el gorro de cocinero, alto como una chimenea, y Erlendur sonrió. Miró a la técnica de laboratorio, que le devolvió la sonrisa y se echó a reír. Aquello alivió la tensión que reinaba en la cocina. Los cocineros y camareros que estaban allí también rompieron a reír.

– ¿Tan mal va la cosa? -preguntó Erlendur a la técnica.

– No, en absoluto -respondió ella-. Todos han sido muy comprensivos. Este es el primero que se lo ha tomado a la tremenda.

Sonrió, y su sonrisa le pareció a Erlendur muy bonita. Tenía la misma estatura que él, espeso cabello rubio muy corto, llevaba un jersey multicolor de punto con botones por dejante. Por debajo del jersey se veía una camisa blanca. Vestía pantalones vaqueros y zapatos de cuero negro de calidad.

. -Me llamo Erlendur -dijo como sin querer, extendiendo la mano. Aquello la desarmó un poco.

– Sí -dijo, tomando su mano-. Yo soy Valgerdur.

– ¿Valgerdur? -repitió él. No vio alianza en sus dedos.

El móvil de Erlendur sonó en su bolsillo.

– Perdona -dijo al tiempo que conectaba el teléfono. Oyó una voz conocida de antiguo, que preguntaba por él.

– ¿Eres tú? -dijo la voz.

– Sí, soy yo -dijo Erlendur.

– No acabo de entender estos móviles -dijo la voz del teléfono-. ¿Dónde estás? ¿Estás en el hotel? A lo mejor vas mal de tiempo. O estás dentro de un ascensor.

– Estoy en el hotel -Erlendur cogió bien el teléfono, le pidió a Valgerdur que esperase un momento y volvió al comedor, de donde pasó al vestíbulo. Al teléfono estaba Marion Briem.

– ¿Duermes en el hotel? -preguntó Marión-. ¿Te pasa algo? ¿Por qué no vas a casa?

Marión Briem había trabajado en la brigada de la policía criminal cuando esta aún existía, y había coincidido allí con Erlendur. Era su superior cuando él empezó a trabajar allí, y le enseñó el oficio de policía de investigación criminal. Erlendur nunca había sentido especial apego hacia Marión Briem, y no experimentó necesidad alguna de visitarle tras su jubilación. Quizá porque los dos eran muy semejantes. Quizá porque veía en Marión su propio futuro y prefería rehuir la visión. Marión llevaba una vida solitaria y aburrida en su vejez.

– ¿Por qué llamas? -preguntó Erlendur.

– Por allí aún quedan algunos que me dejan estar al corriente de lo que se hace, aunque tú no seas uno de ellos -dijo Marión.

Erlendur estuvo a punto de colgar el teléfono de mala manera, pero vaciló. Marión ya le había sido de ayuda antes, sin necesidad de pedírselo. Así que mejor no mostrarse demasiado descortés.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó Erlendur.

– Dime cómo se llamaba el difunto. Podría encontrar algo que se os hubiera pasado por alto.

– Nunca pararás.

– Me aburro. No puedes ni imaginarte cómo me aburro. Hace ya casi diez años que me jubilé y puedo asegurarte que cada día de este infierno parece una eternidad. Cada día es como mil días.

– Hay muchas ofertas para la gente de la tercera edad -dijo Erlendur-. ¿Qué te parece el bingo?

– ¡Bingo! -le espetó Marión.

Erlendur le dio el nombre completo de Gudlaugur. Puso a Marión en antecedentes del caso y luego se despidió lo más educadamente que pudo. El teléfono volvió a sonar casi en el mismo instante.

– Sí -respondió Erlendur.

– Hemos encontrado una nota en la habitación del interfecto -dijo una voz al teléfono. Era el jefe de la policía científica.

•-¿Una nota?

– Pone: Henry 18:30.

– ¿Henry? Espera un momento, ¿a qué hora encontró la chica a Papá Noel?

– Hacia las siete.

– De modo que ese Henry podía estar en la habitación cuando asesinaron a Gudlaugur?

– No lo sé. Y hay algo más.

– Dime.

– Es posible que el condón fuera de Papá Noel. Había un paquete en un bolsillo de su uniforme de portero. Un paquete de diez condones, y faltan tres.

– ¿Algo más?

– No, solo una billetera con un billete de quinientas coronas, un carné de identidad antiguo y un recibo de caja de supermercado, con fecha de anteayer. Ah, sí, y un llavero con dos llaves.

– ¿Qué clase de llaves?

– Creo que una es la llave de la puerta de una casa, y la otra podría ser de un armario o algo parecido. Es mucho más pequeña.

Se despidieron y Erlendur miró a su alrededor en busca de la técnica de laboratorio, pero había desaparecido.

Entre los huéspedes extranjeros del hotel había dos que respondían al nombre de Henry. Uno era un estadounidense llamado Henry Bartlet, y el otro un británico que se llamaba Henry Wapshott. Este último no contestó a la llamada a su habitación, pero Bartlet estaba en la suya y se quedó muy extrañado al saber que la policía islandesa quería hablar con él. El rumor que hizo correr el director del hotel, sobre el ataque al corazón sufrido por el portero, había conseguido su objetivo.

Erlendur se hizo acompañar por Sigurdur Óli cuando fue a hablar con Henry Bartlett, pues Sigurdur Óli había estudiado criminalística en Estados Unidos, de lo que estaba orgullosísimo. Hablaba la lengua como un nativo, y aunque a Erlendur le desagradaba el canturreo del acento norteamericano, lo dejó estar.

Camino de la planta del norteamericano, Sigurdur Óli le dijo a Erlendur que habían hablado con la mayoría de los empleados del hotel que estaban de servicio cuando se produjo la agresión a Gudlaugur, y todos habían podido explicar perfectamente dónde estaban y habían dado el nombre de otras personas que podían confirmar sus declaraciones.

Bartlet tenía unos treinta años, y era corredor de bolsa, de Colorado. Él y su esposa habían visto un reportaje sobre Islandia en la televisión matinal de su país unos años atrás y se habían sentido hechizados por la increíble belleza de su naturaleza y por la famosa Laguna Azul, que ya habían visitado tres veces. Habían decidido cumplir su sueño de pasar la Navidad y el Año Nuevo en aquella remota tierra del invierno. Se sentían extasiados por la belleza del lugar, aunque los precios de bares y restaurantes de la capital les parecían astronómicos.

Sigurdur Óli asintió con la cabeza. Para él, Estados Unidos era el paraíso sobre la tierra, y estaba encantado de hablar con la pareja de béisbol y de los preparativos para la Navidad americana, hasta que Erlendur se cansó y le dio un codazo.

Sigurdur Óli les explicó la muerte del portero y mencionó la nota encontrada en su cuarto. Henry Bartlet y su mujer se quedaron mirando a los policías como si de pronto se hubieran transformado en visitantes llegados de otro planeta.

– Ustedes no conocían al portero, ¿verdad? -preguntó Sigurdur Óli al ver sus expresiones de asombro.

– ¿Un asesinato? -dijo Henry en un suspiro-. ¿Aquí, en el hotel?

Oh, my God! -exclamó la mujer, sentándose en la cama doble.

Sigurdur Óli optó por no mencionar el condón. Les explicó que la nota indicaba que Gudlaugur tenía una cita con un hombre llamado Henry, pero no sabían qué día, ni si la cita ya se había producido o si estaba prevista para los próximos días, o para la semana próxima, o para dentro de diez días.

Henry Bartlet y su mujer negaron tajantemente conocer al portero. Ni siquiera se habían dado cuenta de su presencia cuando llegaron al hotel cuatro días antes. Erlendur y Sigurdur Óli les habían alterado los nervios, eso saltaba a la vista.

Jesús! -suspiró Henry-. A murder!

You have murders in Iceland? -preguntó la mujer mirando el folleto de Icelandair que estaba en la mesilla de noche. Cindy era el nombre que le había dado a Sigurdur Óli al presentarse.

Rarely -respondió él, intentando sonreír.

– El Henry ese tampoco tiene que ser necesariamente un cliente del hotel -dijo Sigurdur Óli mientras esperaban el ascensor para bajar-. Ni siquiera tiene que ser un extranjero. 1 lay islandeses que se llaman Henry.

– Exacto -respondió Erlendur-. Naturalmente, y ese tiene que pertenecer a la familia de los Majaretas.

6

Sigurdur Óli había conseguido localizar al antiguo director del hotel, así que se despidió/le Erlendur y se fue a verle en cuanto llegaron al vestíbulo. Erlendur preguntó por el recepcionista jefe pero aún no se había presentado ni había dado noticia alguna. Henry Wapshott había dejado la llave de su habitación en el mostrador de recepción por la mañana temprano, sin que nadie le hubiera visto. Llevaba en el hotel casi una semana y su intención era quedarse dos días más. Erlendur pidió que le avisaran en cuanto Wapshott volviese a aparecer por la recepción.

El director del hotel pasó por delante de Erlendur, moviéndose con pesados pasos de pato.

– Espero que no estarás importunando a mis huéspedes -dijo.

Erlendur lo tomó de un brazo y lo llevó a un lado.

– ¿Qué norma rige en el hotel en lo referente a prostitución? -preguntó Erlendur de sopetón, debajo del árbol de Navidad del vestíbulo del hotel.

– ¿Prostitución? ¿De qué estás hablando? -el director suspiró pesadamente y se pasó por el cuello un pañuelo que estaba ya hecho un pingajo.

Erlendur lo miró, esperando.

– No irás a mezclar este asunto con estupideces de cualquier clase -dijo el director.

– ¿El portero andaba metido en algo relacionado con la prostitución?

– No me vengas con esas -dijo el director-. En este hotel no hay pu… no hay prostitución.

– Hay prostitución en todos los hoteles.

– ¿Ah, sí? -dijo el director-. ¿Lo sabes por propia experiencia?

Erlendur no le respondió.

– ¿Me estás diciendo que el portero proporcionaba prostitutas a los clientes? -exclamó el director en tono ofendido-. Nunca en mi vida he oído una estupidez semejante. Esto no es un club de alterne. ¡Este es el segundo hotel más grande de Reikiavik!

– ¿En el bar o en el vestíbulo, no hay mujeres ofreciéndose a los hombres? ¿Y que suben con ellos a las habitaciones?

El director vaciló. Parecía no tener muchas ganas de poner a Erlendur en su contra.

– Este es un gran hotel -dijo por fin-. No podemos vigilar todo lo que sucede. Si hay un caso claro de prostitución, intentamos ponerle coto, pero es un asunto bastante difícil. Si vemos algo impropio nos ocupamos de ello. Pero los huéspedes son libres de hacer lo que quieran en sus habitaciones.

– Dijiste que tus huéspedes son principalmente extranjeros y armadores de las provincias, ¿no?

– Sí, sí, y otra mucha gente, claro. Pero este no es un hotel barato. Es un hotel de lujo y los clientes tienen dinero de sobra, incluso después de pagar el alojamiento. Aquí no permitimos guarrerías, y por lo que más quieras, procura que no se nos venga encima fama de nada semejante. La competencia está muy difícil y ya es bastante horrible tener que apechugar con este crimen.

El director del hotel calló.

– ¿Vas a seguir durmiendo en el hotel? -preguntó-. ¿No es algo total y absolutamente impropio?

– Lo único impropio que hay aquí es un Papá Noel muerto en el sótano -dijo Erlendur con una sonrisa.

Vio a la técnica de laboratorio que había conocido en la cocina. Salía del bar del hotel en la planta baja, con su bolsa de muestras en la mano. Erlendur saludó al director con un movimiento de cabeza y se acercó a la mujer, que estaba de espaldas a él y se dirigía hacia el guardarropa que había al lado de una de las puertas del hotel.

– ¿Qué tal van las cosas? -preguntó Erlendur.

Ella se dio la vuelta y lo reconoció al instante, pero siguió su camino.

– ¿Eres tú quien está al mando de la investigación? -preguntó mientras entraba en el guardarropa y cogía su abrigo de una de las perchas. Pidió a Erlendur que cogiera un momento la bolsa de muestras.

– Me dejan participar -dijo Erlendur.

– La idea de que les tomaran una muestra de saliva no les ha gustado a todos -dijo la mujer-, y no me refiero solo al cocinero.

– Antes que nada queríamos excluir a los empleados, para así poder concentrarnos en otra cosa. Creía que os habían dicho que les dierais esa explicación.

– Sí, pero se queda corta. ¿Tenéis algo más?

– Valgerdur es un antiguo nombre islandés, ¿verdad? -dijo Erlendur, sin responder a su pregunta.

Ella sonrió.

– ¿No puedes hablar de la investigación?

– No.

– ¿Te molesta que Valgerdur sea un nombre antiguo?

– ¿Que si…? No, yo… -balbuceó Erlendur.

– ¿Me querías decir algo en particular? -dijo Valgerdur, alargando la mano para recoger su bolsa.

Sonrió a aquel hombre que estaba delante de ella vestido con un chaleco de lana con botones, debajo de una chaqueta gastada con las coderas raídas y que la miraba con ojos llenos de tristeza. Los dos tenían más o menos la misma edad, pero él parecía diez años mayor que ella.

Erlendur dejó escapar la frase sin darse plena cuenta de lo que hacía. Aquella mujer tenía algo. Y no había visto que llevara alianza.

– Me gustaría saber si te podría invitar a cenar esta noche, en el bufé. Es muy apetitoso.

Lo dijo sin saber nada de ella, como si le pareciera perfectamente imposible que la respuesta fuera positiva, pero lo dijo, a pesar de todo, pensando que ella probablemente se echaría a reír, que estaría casada y tendría cuatro hijos, una vivienda unifamiliar y una casa de veraneo, que había organizado las fiestas de graduación de sus hijos y que incluso acababa de casar a su hijo mayor y esperaba poder envejecer en paz con su amado esposo.

– Muchas gracias -respondió Valgerdur-. Es una invitación tentadora. Pero… lo siento. No puedo. Pero gracias de todos modos.

Cogió su bolsa, que seguía en manos de Erlendur, dudó un instante y lo miró, pero se apartó y salió del hotel. Erlendur se quedó en el guardarropa, pasmado. Hacía años que no invitaba a una mujer. El móvil empezó a sonar en el bolsillo de la chaqueta. Lo sacó despacio, pensando en otra cosa, y contestó. Era Elínborg.

– Está entrando en la sala -dijo, casi susurrando al teléfono.

– ¿Qué? -dijo Erlendur.

– El padre, está entrando acompañado por sus dos abogados. Como mínimo eso es lo que necesita para ser exculpado.

– ¿Hay gente? -preguntó Erlendur.

– No, poquísima. Creo que están la familia de la madre del niño y unos cuantos periodistas.

– ¿Qué pinta lleva ese hombre?

– No se le nota nada alterado, como siempre: traje de chaqueta y corbata, como si fuera a una fiesta. Carece por completo de conciencia.

– No, no -dijo Erlendur-. Claro que tiene conciencia.

Erlendur había ido al hospital con Elínborg para hablar con el muchacho en cuanto lo permitieron los médicos. Por entonces estaba ya en tratamiento en la planta de pediatría, con otros niños. En las paredes había dibujos hechos por los propios niños, juguetes en las camas, padres junto a las cabeceras, con aspecto de cansancio por las noches sin dormir, tremendamente preocupados por sus hijos.

Elínborg se sentó al lado del muchacho, que tenía la cabeza vendada y al que apenas se le veía la cara, solo la boca y los ojos, que miraban llenos de suspicacia a los policías. El brazo estaba enyesado y colgaba de un gancho. Debajo de la sábana se adivinaban los vendajes que le habían colocado después de la operación. Habían conseguido salvar el bazo. El médico les dijo que no había problema si querían hablar con el chico, pero que el muchacho quisiera hablar con ellos era ya otro cantar.

Elínborg empezó hablando de sí misma, le dijo quién era y cuál era su trabajo en la policía, y que quería atrapar a quienes le habían hecho aquello. Erlendur estaba a cierta distancia de ella, observando. El muchacho miraba fijamente a Elínborg, quien sabía que no debería hablar con él a menos que estuviera presente su padre. Habían acordado una cita con el padre en el hospital, pero había pasado ya media hora y no se había dejado ver todavía.

– ¿Quiénes fueron? -preguntó finalmente Elínborg, cuando consideró llegado el momento de entrar en materia.

El muchacho la miró y no dijo nada.

– ¿Quiénes te hicieron esto? No pasa nada si me lo dices. No podrán volver a pegarte nunca más. Te lo prometo.

El muchacho miró ahora a Erlendur.

– ¿Fueron los chicos del colegio? -preguntó Elínborg-. ¿Los mayores? Ahora sabemos que dos de los que te podían haber pegado son chicos problemáticos. Ya le pegaron una vez a un niño como tú, aunque no le hicieron tanto daño. Ellos dicen que no han hecho nada, pero sabemos que estaban en la escuela a la hora en que te atacaron. Estaban saliendo de la última clase.

Mientras Elínborg hablaba, el muchacho la observaba en silencio. Elínborg había ido a la escuela, había hablado con el director y con los profesores, y luego fue a casa de los dos chicos, y allí se enteró de sus condiciones de vida y les oyó afirmar que no le habían hecho nada al muchacho. El padre de uno de ellos estaba en la prisión de Litla-Hraun.

En ese momento entró un pediatra en la habitación. Les dijo que el niño necesitaba descanso y que tendrían que volver más tarde, Elínborg asintió y se marcharon.

Erlendur también acompañó a Elínborg a visitar al padre del niño en su casa, ese mismo día. El padre les explicó que había tenido que acudir a una videoconferencia urgente con empleados de Alemania y Estados Unidos, y que por eso no había podido reunirse con ellos en el hospital. Surgió de modo totalmente inesperado, dijo. cuando finalmente quedó libre, Elínborg y Erlendur ya se habían ido del hospital.

Mientras les contaba todo esto, el sol invernal entró por las ventanas del salón e iluminó el mármol del suelo y la alfombra de la escalera que llevaba al piso superior. Elínborg se levantó y siguió escuchándole, cuando vio la huella de una mancha en la alfombra de la escalera y otra en el escalón de más arriba.

Unas manchitas pequeñas, casi imperceptibles, de no ser por el sol de invierno.

Unas manchas que habían conseguido borrar casi del todo de la alfombra y que a primera vista no eran sino unos pequeños relieves en la tela.

Unas manchas que resultaron ser pequeñas huellas de pisadas.

– ¿Estás ahí? -dijo Elínborg al teléfono-. ¿Erlendur? ¿Estás ahí?

Erlendur volvió en sí.

– No dejes de informarme de cómo va -dijo, y terminaron la conversación.

El maître del hotel era un hombre en la cuarentena, flaco como un palo, vestido con traje de chaqueta negro y deslumbrantes zapatos de charol negro. Estaba estudiando la lista de reservas para la cena en un cuartito al lado del comedor. Cuando Erlendur se presentó y le preguntó si podía molestarle un momento, el maître levantó la vista de su ajado cuaderno de reservas y dejó ver un bigote fino, negro, y las oscuras raíces de una barba que, seguramente, tendría que afeitarse dos veces al día, tez morena y ojos castaños.

– En realidad, yo no conocía a Gulli -dijo el hombre, que se presentó como Rósant-. Es espantoso lo que le pasó. ¿Tenéis alguna pista?

– No -dijo Erlendur, cortante. Tenía el pensamiento ocupado en la técnica de laboratorio y en el padre que había agredido a su hijo, y pensaba también en su propia hija, Eva Lind, que había dicho que no era capaz de seguir aguantando. Sabía lo que aquello significaba, aunque en su fuero interno confiaba en equivocarse-. Mucho trabajo en las fiestas, ¿verdad^

– Tratamos de sacarles el máximo provecho. Intentamos reservar tres personas por silla en el bufé, lo que a veces resulta muy difícil, porque algunos creen que si han pagado por el bufé es que se lo pueden llevar entero. El crimen del sótano no nos ayuda, precisamente.

– No, claro -dijo Erlendur, con indiferencia-. Ya que no conocías a Gudlaugur, debes de llevar poco tiempo trabajando aquí.

– Sí, solo dos años. No tenía mucho trato con él.

– ¿Quién crees que podía conocerle mejor, aquí en el hotel? O en este mundo, en general.

– Pues realmente no lo sé -dijo el jefe de camareros, pasándose el dedo índice por el negro bigotito del labio superior-. Yo no sé nada de ese hombre. La gente de limpieza, quizá. ¿Cuándo sabremos lo de la saliva?

– ¿Sabremos qué?

– Quién estuvo con él. ¿No es para una prueba de ADN?

– Sí -respondió Erlendur.

– ¿Tenéis que enviar las muestras al extranjero?

Erlendur asintió con la cabeza.

– ¿Sabes si recibía visitas en su cuarto del sótano? Personas no relacionadas con el hotel, por ejemplo.

– Aquí hay mucho ir y venir. Así son los hoteles. Las personas son como hormigas, entran y salen, suben y bajan, nunca hay tranquilidad. En la escuela de hostelería nos decían que un hotel no es un edificio, ni unas habitaciones ni un servicio, sino las personas. Un hotel no es más que eso, personas. Nada más. Tenemos que hacer que se encuentren a gusto. Que se encuentren como en su casa. Eso son los hoteles.

– Intentaré recordarlo -dijo Erlendur, y le dio las gracias.

Comprobó si Henry Wapshott había vuelto al hotel, pero resultó que no. En cambio, el jefe de recepción se había incorporado a su puesto y saludó a Erlendur. Otro autocar había aparcado frente a la puerta del hotel, lleno de viajeros que se apiñaban en el vestíbulo, y el jefe de recepción dirigió a Erlendur una sonrisa de incomodidad y se encogió de hombros, como si no fuera culpa suya no poder charlar un rato con él y tener que esperar a otro momento más apropiado.

7

Gudlaugur Egilsson había empezado a trabajar en el hotel en 1982. Entonces tenía 28 años de edad. Antes había desempeñado diversos trabajos, el último de ellos como portero en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando decidieron contratar un portero con carácter fijo en el hotel, solicitó el puesto. Eran tiempos de crecimiento del turismo. Habían ampliado el hotel y*habían contratado más personal. El antiguo director no recordaba con exactitud por qué habían elegido a Gudlaugur. Lo que sí recordaba es que no se presentaron muchos aspirantes al puesto.

Causó muy buena impresión al director del hotel. Parecía caballeroso y cortés, con un gran espíritu de servicio, y resultó ser un empleado digno de confianza. No tenía familia, ni mujer ni hijos, lo que causó algunas preocupaciones al director del hotel porque estaba comprobado que los padres de familia solían ser trabajadores más fieles. Y por lo demás, a Gudlaugur no le gustaba hablar de sí mismo ni de su pasado.

Poco después de empezar a trabajar en el hotel, fue a ver al director para preguntarle si había allí algún alojamiento que pudiera utilizar mientras encontraba casa nueva. Le habían notificado con muy poco tiempo que tenía que dejar el apartamento donde vivía realquilado y se encontraba prácticamente en la calle. Hizo lo posible por provocar compasión, y le indicó al director que en el corredor del sótano del hotel había un trastero donde quizá, tal vez, podría instalarse hasta encontrar un nuevo alojamiento. Fueron los dos a echar un vistazo al trastero. Se usaba para guardar objetos heterogéneos, y Gudlaugur dijo conocer otro lugar donde se podrían almacenar, aunque, de todos modos, la mayor parte era mejor tirarlos.

De este modo se acordó que Gudlaugur, portero y más tarde también Papá Noel, se mudaría al trastero del sótano, donde vivió hasta el día de su muerte. El director del hotel estaba convencido de que no permanecería allí más de unas cuantas semanas. Es lo que le dio a entender Gudlaugur, y el trastero no invitaba a usarlo como residencia por tiempo prolongado. Pero la búsqueda de vivienda nueva fue demorándose y, poco a poco, empezó a parecer normal que Gudlaugur viviera en el hotel, especialmente porque su trabajo era más de conserje que de simple portero. Con el tiempo, resultó práctico que estuviera siempre disponible, de día o de noche, por si se producía alguna avería que necesitara la intervención de alguien con buenas manos.

– Poco después de que Gudlaugur se mudara a vivir al trastero, dejó el puesto el director anterior al actual -dijo Sigurdur Óli, sentado en la habitación de Erlendur, al contarle la entrevista con el antiguo director. Había pasado buena parte del día y empezaba a anochecer.

– ¿Sabes el motivo? -preguntó Erlendur. Estaba recostado en la cama, mirando el techo-. El hotel estaba recién ampliado, había contratado un montón de empleados, y entonces él se marcha. ¿No te parece algo peculiar?

– No me lo planteé. Veré lo que me dice, si crees que eso puede tener algún interés para el caso, por mínimo que sea. Y no tenía ni idea de que Gudlaugur hiciera de Papá Noel. Eso fue después de su época, y para él resultó un auténtico mazazo enterarse de que había aparecido muerto en el trastero.

Sigurdur Óli recorrió con la mirada aquella habitación vacía.

– ¿Tienes intención de pasar aquí las vacaciones? -preguntó.

Erlendur no le respondió.

– ¿Por qué no te vas a casa?

Silencio.

– La invitación sigue en pie.

– Te lo agradezco mucho, y transmite mi agradecimiento a Bergthóra -dijo Erlendur, pensativo.

– ¿En qué piensas?

– En nada que te afecte, si es que estoy… pensando en algo -dijo Erlendur-. Me fastidian las navidades.

– Pues yo tengo intención de marcharme a casa -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Qué tal va el asunto del niño?

– No va, en realidad.

– ¿Es problema tuyo, o de ambos?

– No lo sé. No nos hemos hecho los análisis todavía. Pero Bergthóra ya ha empezado a hablar de ello.

– ¿Pero realmente quieres tener un hijo?

– Sí. No lo sé. No tengo ni idea de qué es lo que quiero.

– ¿Qué hora es?

– Las seis y media pasadas.

– Vete a casa -dijo Erlendur-. Yo me encargo de nuestro Henry.

Henry Wapshott había regresado al hotel pero no estaba en su habitación. Erlendur pidió que le avisaran, subió a su planta y llamó a la puerta de su habitación, pero no obtuvo respuesta alguna. Se preguntó si debería hacer que el director del hotel le abriese la habitación, pero para ello necesitaría una orden judicial de registro, lo que podría demorarse hasta bien entrada la noche, además de que no era seguro que Henry Wapshott fuese el Henry con quien Gudlaugur tenía una cita a las 18:30.

Erlendur estaba en el pasillo evaluando sus posibilidades cuando un hombre de entre cincuenta y sesenta años de edad surgió de un recodo y se dirigió hacia él. Llevaba una gastada chaqueta de tweed, pantalones color caqui, camisa azul con corbata de color rojo vivo. Era medio calvo, con el cabello entrecano peinado cuidadosamente de un lado al otro del cráneo.

– ¿Es usted? -dijo en inglés cuando llegó adonde estaba Erlendur-. Me han dicho que había un señor que preguntaba por mí. Un islandés. ¿Es usted coleccionista? ¿Me buscaba?

– ¿Se llama usted Wapshott? -preguntó Erlendur-. ¿Henry Wipshott? -Su inglés no era demasiado bueno. Entendía decentemente la lengua, pero la hablaba mal. La globalización del crimen había hecho que se dieran clases de inglés especializado, clases a las 11ne Erlendur había asistido y que le habían gustado. Había empezado a leer libros en inglés.

– Me llamo Henry Wapshott -dijo el hombre-. ¿Quería algo de mí?

– Quizá no deberíamos seguir aquí, en medio del pasillo -dijo Erlendur-. ¿Podríamos entrar en la habitación? ¿O…?

Wapshott miró la puerta de la habitación y otra vez a Erlendur.

– Quizá podríamos bajar al vestíbulo -respondió-. ¿En qué puedo servirle? ¿Quién es usted?

– Vayamos abajo -dijo Erlendur.

Henry Wapshott lo siguió, dubitativo, hasta el ascensor. Cuando llegaron al vestíbulo, Erlendur eligió una mesa de fumadores con unas sillas que estaban algo apartadas del comedor y se sentaron. Enseguida apareció una camarera. La gente había empezado a ocupar sus lugares en torno al bufé, que a Erlendur le parecía aún más apetitoso que el día anterior. Pidieron café.

It's very odd -dijo Wapshott-. Estaba citado en este mismo lugar hace media hora, pero la persona en cuestión no apareció. No me envió ningún mensaje ni aviso, y luego aparece usted delante de mi puerta y me trae aquí abajo.

– ¿Quién era la persona con la que estaba citado?

– Un islandés. Trabaja en el hotel. Se llama Gudlaugur.

– ¿Y la cita con él era a las seis y media de hoy?

– Exacto -dijo Wapshott-. ¿Qué…? ¿Quién es usted?

Erlendur le dijo que era de la policía y le explicó la muerte de Gudlaugur, y que habían encontrado en su cuarto una nota que indicaba que había acordado una cita con un hombre llamado Henry, que obviamente se refería a él. La policía querría saber cuál era el objeto de la cita. Erlendur no mencionó que estaba considerando la posibilidad de que Wapshott estuviera en el trastero de Papá Noel cuando éste fue asesinado. Se limitó a decir que Gudlaugur había trabajado en el hotel durante veinte años.

Wapshott miraba fijamente a Erlendur mientras éste le contaba lo sucedido, y sacudió la cabeza con incredulidad, como si fuera incapaz de comprender plenamente lo que estaba oyendo.

– ¿Está muerto?

– Sí.

– ¿¡Asesinado!?

– Sí.

– Dios mío -dijo Wapshott en un gemido.

– ¿Cómo conoció a Gudlaugur? -preguntó Erlendur.

Wapshott parecía desorientado, así que le repitió la pregunta.

– Hace años que le conozco -respondió por fin Wapshott, y en sus labios se dibujó una sonrisa que dejó ver unos dientes pequeños y amarillentos por el tabaco, algunos de la encía inferior con las puntas negras. Erlendur supuso que fumaría en pipa.

– ¿Cuándo se vieron por primera vez? -preguntó Erlendur.

– No nos hemos visto nunca -respondió Wapshott-. Nunca lo he visto. Hoy iba a verlo por primera vez. Para eso vine a Islandia.

– ¿Vino a Islandia para reunirse con él?

– Sí, entre otras cosas.

– Pero entonces, ¿de qué lo conocía? Si no se habían visto nunca, ¿qué tipo de relación había entre ustedes?

– No había relación -dijo Wapshott.

– No le comprendo -repuso Erlendur.

– Nunca existió relación -repitió Wapshott, dibujando unas comillas en el aire, en torno a la palabra «relación».

– ¿Y entonces? -preguntó Erlendur.

– Solamente una adoración unilateral -dijo Wapshott-. Por mi parte.

Erlendur le rogó que repitiera sus últimas palabras. No comprendía cómo aquel hombre, llegado desde Gran Bretaña y que nunca había conocido personalmente a Gudlaugur, podía ser un admirador suyo. De un portero de hotel. De un hombre que vivía en un cuartucho en el sótano del hotel y al que habían encontrado muerto con el cinturón desabrochado y una puñalada en el corazón. Lo adoraba unilateralmente. A un hombre que hacía de Papá Noel en las fiestas infantiles del hotel.

– No comprendo de qué me está hablando -dijo Erlendur. Entonces recordó que Wapshott le había preguntado, cuando estaban aún en el pasillo, si era coleccionista-. ¿Por qué me preguntó si yo era coleccionista? -preguntó-. ¿Qué clase de coleccionista? ¿A qué se refería?

– Pensé que sería coleccionista de discos -dijo Wapshott-. Como yo.

– ¿Cómo que coleccionista de discos? ¿De discos? ¿Se refiere a…?

– Colecciono discos antiguos -respondió Wapshott-. Discos antiguos de tocadiscos. Vinilos. Así conocí a Gudlaugur. Por eso conozco a Gudlaugur. Ahora por fin iba a conocerlo personalmente, ardía en deseos de hacerlo, de modo que comprenderá usted que haya sido un auténtico mazazo saber que ha muerto. ¡Y asesinado! ¿Quién habría querido asesinarlo?

Su asombro no parecía fingido.

– ¿Quizá lo vio usted ayer? -preguntó Erlendur.

En un primer momento, Wapshott no comprendió a qué podía referirse Erlendur, pero entonces se percató del significado de sus palabras y se quedó mirando boquiabierto al policía.

– ¿Quiere decir… quiere decir que cree que le estoy mintiendo? ¿Qué yo…? ¿Me está diciendo que sospecha de mí? ¿Qué cree que yo puedo haber participado en su muerte?

Erlendur lo miró sin decir nada.

– ¡Eso es absurdo! -dijo Wapshott, alzando la voz-. Hace mucho tiempo que estoy deseando conocer personalmente a ese hombre. Años. No puede haberlo dicho en serio.

– ¿Dónde estaba usted ayer a esta hora? -preguntó Erlendur.

– En la ciudad -respondió Wapshott-. Estaba en la ciudad. Estuve en una tienda para coleccionistas que hay junto a la calle comercial principal, y luego comí en un restaurante indio no muy lejos de allí.

– Lleva varios días en el hotel. ¿Por qué no se encontró antes con Gudlaugur?

– Pero… ¿no me acaba de decir que estaba muerto? ¿Qué quiere decir?

– ¿Por qué no intentó concertar una cita con él al registrarse en el hotel? Me ha dicho que ardía en deseos de conocerlo personalmente. ¿Y por qué esperó tanto para hacerlo?

– Fue él quien decidió el lugar, la fecha y la hora. ¡Dios mío, en qué lío me he metido!

– ¿Cómo se puso en contacto con él? ¿Y qué quiere decir eso de la adoración unilateral?

Henry Wapshott lo miró.

– Quiere decir que… -empezó Wapshott, pero Erlendur no le dejó concluir la frase.

– ¿Sabía usted que trabajaba en este hotel?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Había hecho mis averiguaciones. Me esfuerzo por conocer a fondo todo lo relativo a mi negocio, al coleccionismo.

– ¿Y por eso se alojó en este hotel?

– Sí.

– ¿Le compraba usted discos? -continuó Erlendur-. ¿Fue así como se conocieron? ¿Dos coleccionistas con intereses comunes?

– Como le he dicho, yo no lo conocía. Ahora iba a conocerlo personalmente.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted no tiene ni idea de quién era, ¿verdad? -dijo Wapshott. Parecía asombrado de que Erlendur no conociera a Gudlaugur Egilsson.

– Era portero, conserje y Papá Noel -respondió Erlendur-. ¿Hay algo más que necesite saber?

– ¿Sabe cuál es mi especialidad? -preguntó Wapshott-. Ignoro si sabe mucho o poco sobre coleccionismo en general, o sobre coleccionistas de discos en particular, pero la mayor parte de los coleccionistas se especializan en un campo determinado. La gente puede llegar a ser un tanto excéntrica en determinados temas. Es increíble lo que se dedica a coleccionar la gente. He oído hablar de un hombre que colecciona bolsas para vomitar de casi todas las compañías aéreas del mundo. Sé también de una mujer que colecciona pelo de muñecas Barbie.

Wapshott miró a Erlendur.

– ¿Sabe cuál es mi especialidad? -repitió.

Erlendur sacudió la cabeza. No estaba seguro de haber comprendido bien lo de las bolsas de vomitar. ¿Y qué era eso de las muñecas Barbie?

– Mi especialidad son los coros infantiles -dijo Wapshott.

– ¿Los coros infantiles?

– Y no solo los coros infantiles. Mi particular interés son los niños de coro.

Erlendur vaciló, no sabía si había comprendido lo que decía aquel hombre.

– ¿Niños de coro?

– Sí.

– ¿Colecciona discos de niños de coro?

– Sí. Naturalmente colecciono otros discos, pero los niños de coro son… ¿cómo expresarlo?… Mi pasión.

– ¿Y qué tiene que ver Gudlaugur con todo eso?

Henry Wapshott sonrió. Alargó un brazo para coger una cartera de cuero que llevaba consigo. La abrió y sacó una pequeña funda que envolvía un disco de 45 revoluciones.

Sacó sus gafas del bolsillo de la pechera y Erlendur vio que se le caía una hoja de papel al suelo. Se agachó a recogerla y vio el nombre Brenner's impreso en letras verdes.

– Muchas gracias -dijo Wapshott-. Una servilleta de un hotel alemán. El coleccionismo es una manía -añadió como para excusarse.

Erlendur asintió.

– Pensaba pedirle que me firmase un autógrafo en la funda -dijo Wapshott al tiempo que entregaba el disco a Erlendur.

En la parte delantera de la funda figuraba en letras doradas, formando un arco, Gudlaugur Egilsson, y había también una foto en blanco y negro de un jovencito de no mucho más de doce años, peinado y engominado primorosamente, y algo pecoso, que sonreía a Erlendur con una sonrisa un poco forzada.

– Poseía una voz asombrosamente sensible -dijo Wapshott-. Pero luego llega la pubertad y… -Se encogió de hombros, como rindiéndose ante lo inevitable-. En su voz se percibía tristeza y nostalgia. Me extraña que no haya oído hablar usted de él, que no sepa quién era, si está investigando su muerte. Tiene que haber sido un nombre conocidísimo en su época. Según mis averiguaciones, puede decirse que fue un niño prodigio muy conocido.

Erlendur levantó la vista hacia Wapshott.

– ¿Un niño prodigio?

– Sacó dos discos, uno cantando él solo, y otro en el que canta con una escolanía. Tiene que haber sido un nombre muy famoso aquí en Islandia. En su época.

– Un niño prodigio -repitió Erlendur-. ¿Cómo Shirley Temple, quiere decir? ¿Un niño prodigio de ese tipo?

– Probablemente, a la escala de ustedes, me refiero, a escala de Islandia, un país poco poblado y un tanto aislado. Tiene que haber sido de lo más famoso, aunque ahora parece que todos lo hayan olvidado. Naturalmente, Shirley Temple era…

– La pequeña princesa -se dijo Erlendur en voz baja.

– ¿Cómo?

– No sabía que hubiera sido un niño prodigio.

– Hace muchísimos años ya.

– ¿Así que grabó discos?

– Sí.

– Y usted los colecciona.

– Estoy intentando conseguir copias. Estoy especializado en niños de coro como él. Tenía una voz infantil magnífica.

– ¿Niño de coro? -dijo Erlendur como hablando para sí mismo. Vio en su imaginación el póster de La pequeña princesa e iba a preguntarle a Wapshott más detalles sobre Gudlaugur, el niño prodigio, cuando algo se lo impidió.

– Ah, estás aquí -oyó Erlendur por encima de él, y levantó la mirada. Detrás de él estaba Valgerdur, sonriente. Ya no llevaba la bolsa de muestras en la mano. Llevaba puesto un fino abrigo negro de cuero que le llegaba hasta las rodillas, y por debajo un bonito jersey rojo, y se había maquillado con tanto esmero que casi ni se notaba-. ¿Sigue en pie la invitación? -preguntó.

Erlendur se puso en pie de un salto. Wapshott se quedó allá abajo.

– Perdona -dijo Erlendur-, no me había dado cuenta… Naturalmente-. Sonrió-. Naturalmente.

8

Entraron en el bar que se encontraba al lado del comedor, después de comer en el bufé todo lo que les apeteció, para terminar con un café. Erlendur la invitó a una copa y se sentaron los dos en un reservado, en la parte más interior del bar. Ella dijo que no podía quedarse mucho tiempo y Erlendur entendió sus palabras como una cortés advertencia. No es que hubiera pensado invitarla a su habitación, eso ni se le había pasado por la cabeza y ella lo sabía perfectamente, pero percibía cierta inseguridad en el comportamiento de la mujer, notaba un muro defensivo como el que percibía en las personas a las que tenía que interrogar. A lo mejor ni ella misma era consciente de ello.

A la mujer le resultaba de lo más interesante charlar con el policía de homicidios, y quería saberlo todo acerca de su trabajo y de cómo atrapaban a los criminales. Erlendur le respondió que se trataba principalmente de un aburrido trabajo de oficina.

– Pero los delitos se han vuelto más violentos -dijo ella-. Eso dicen los periódicos. Delitos más horribles.

– No lo sé -respondió Erlendur-. Los delitos son siempre horribles.

– Siempre se está oyendo algo sobre el mundo de la droga y los matones, y cómo agreden a los jóvenes que deben dinero por la droga, y si no pueden pagar, agreden incluso a sus familias.

– Sí -dijo Erlendur, que a veces sentía una seria preocupación por Eva Lind, precisamente por esos motivos-. El mundo ha cambiado mucho. La violencia es más brutal.

Guardaron silencio.

Erlendur intentó sacar algún otro tema de conversación, pero no conocía nada a las mujeres. Aquellas con las que tenía más trato no podían ofrecerle, de ningún modo, lo que podría llamarse una velada romántica como aquella. Elínborg y él eran buenos amigos y colegas, y entre ellos existía un aprecio mutuo que había ido creciendo por su colaboración a lo largo de muchos años y por la existencia de experiencias comunes. Eva Lind era su hija, por la que albergaba serias preocupaciones. Halldóra era la mujer con quien se casó hacía ya una generación y de la que se había divorciado, y no había quedado más que odio. Esas eran las mujeres de su vida, aparte de algunas relaciones esporádicas que no llegaron a convertirse en otra cosa que decepciones y complicaciones.

– ¿Y qué me dices de ti? -preguntó en cuanto estuvieron sentados en el reservado-. ¿Por qué cambiaste de opinión?

– No lo sé -respondió ella-. Hacía muchísimo que no recibía una invitación. ¿Cómo se te pasó por la cabeza invitarme a cenar?

– No tengo ni idea. Se me escapó lo del bufé como a un tonto. Yo también llevo mucho tiempo sin hacer estas cosas.

Los dos sonrieron.

Le habló de Eva Lind y de su hijo Sindri, y ella le contó que tenía dos hijos, también adultos ya. Él tuvo la sensación de que no quería hablar demasiado de sí misma y su situación; le pareció estupendo. No quería meter las narices en su vida.

– ¿Habéis averiguado algo más sobre el hombre ese que asesinaron?

– No, en realidad, no. El hombre con quien estaba hablando antes, ahí al lado…

– ¿Os interrumpí? No sabía que estuviera relacionado con la investigación.

– No importa -dijo Erlendur-. Es coleccionista de discos, bueno, de discos de vinilo, y resulta que el hombre del sótano había sido un niño prodigio. Hace muchos años.

– ¿Un niño prodigio?

– Grabó discos.

– Yo diría que es complicado ser niño prodigio -dijo Valgerdur-. Ser un niño con todos esos sueños y expectativas que luego se quedan en nada, la mayoría de veces. ¿Qué puede ser de ellos, después?

– Te entierras en un trastero y nadie se acuerda de ti.

– ¿Eso piensas?

– No lo sé. Quizás haya alguien que se acuerde de él.

– ¿Crees que eso podría tener alguna relación con su muerte?

– ¿El qué?

– Que fuera un niño prodigio.

Erlendur había intentado contar lo menos posible sobre la investigación del caso, sin parecer demasiado aburrido. No había tenido tiempo de reflexionar sobre esa cuestión, y no sabía si podía tener alguna relación con el caso.

– No lo sabemos -respondió-. Ya se verá.

Guardaron silencio.

– Tú no fuiste niño prodigio -dijo ella con una sonrisa.

– No -respondió Erlendur-. Carezco de talento alguno en todos los terrenos.

– Yo, igual -dijo Valgerdur-. Sigo dibujando como un niño de tres años.

– ¿Qué haces cuando no estás trabajando? -preguntó ella tras un breve silencio.

Erlendur no se esperaba aquella pregunta y vaciló, hasta que ella sonrió.

– No era mi intención ponerte en un compromiso -dijo al ver que Erlendur no respondía.

– No, es… no estoy acostumbrado a hablar de mí -respondió Erlendur.

No podía decirle que practicara el golf o cualquier otro deporte. En cierta ocasión le interesó el boxeo, pero su interés se apagó. Nunca iba al cine y raramente veía la televisión, ni iba al teatro. Viajaba él solo por el país en verano, pero los últimos años había abandonado esa costumbre. ¿Qué hacía cuando no estaba trabajando? Ni él lo sabía. Casi siempre estaba solo.

– Leo mucho -respondió de pronto.

– ¿Y qué lees? -preguntó ella.

Nueva vacilación, y ella sonrió de nuevo.

– ¿Tan difícil es la pregunta? -le dijo.

– Sobre accidentes de personas que se pierden y mueren a la intemperie -respondió-. Gente que muere en las montañas o se pierde en los páramos. Hay montones de libros sobre eso. Hace tiempo eran muy populares.

– ¿Accidentes de gente que se pierde? -preguntó ella.

– Y de otras muchas cosas más, claro. Leo mucho. Historia. Libros documentales. Anales.

– Todo lo antiguo y pasado -dijo ella.

Él asintió con la cabeza.

– El pasado es algo a lo que te puedes agarrar -dijo él-. Aunque a veces puede ser falso.

– ¿Pero por qué lees sobre accidentes, sobre gente que muere a la intemperie? ¿No es una lectura horrible?

Erlendur sonrió.

– Deberías estar en la policía -dijo.

En aquella corta velada, ella había conseguido llegar a un rincón del alma de Erlendur que tenía cuidadosamente cerrado a cal y canto, incluso para él mismo. No quería hablar de ello. Eva Lind era la única que sabía de su existencia pero no lo conocía a fondo, ni lo relacionaba especialmente con su interés por la gente que se perdía en las montañas. Él permaneció largo rato en silencio.

– Es algo que ha ido surgiendo con los años -dijo luego, y enseguida se arrepintió de su mentira-. ¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás metiendo tus bastoncillos en la boca de la gente?

Intentó rebobinar y parecer divertido, pero la relación entre ambos se había quebrado y había sido por su culpa.

– En realidad nunca he tenido tiempo para nada más que para trabajar -respondió ella, con la sensación de que, sin pretenderlo, había despertado algo de lo que él no quería hablar, y que ella no sabía lo que era. Se sintió incómoda, y él lo notó.

– Creo que deberíamos repetir una velada como esta muy pronto -dijo él para acabar con aquello. No podía con la mentira.

– Desde luego -dijo ella-. Sinceramente, he dudado mucho pero no me arrepiento. Quiero que lo sepas.

– Yo tampoco -dijo él.

– Me alegro -dijo ella-. Muchas gracias por todo. Muchas gracias por el Drambuie -dijo ella acabando la copa de licor. Él también había pedido un Drambuie, pero no lo había tocado.

Erlendur estaba tumbado en la cama de su habitación del hotel mirando el techo. Seguía haciendo frío en la habitación, y él seguía vestido. Fuera nevaba. Una nieve blanda, tibia y bella que caía con delicadeza sobre el pavimento y se fundía al instante. No tenía nada que ver con esa nieve fría, dura y sin conciencia, que mataba y hería.

– ¿Qué manchas son esas? -preguntó Elínborg al padre.

– ¿Manchas? -respondió este-. ¿Qué manchas?

– Ahí, en la alfombra -dijo Erlendur. Elínborg y él acababan de regresar del hospital, donde habían ido a ver al niño. El sol de invierno iluminaba la alfombra de la escalera que llevaba al piso superior, donde se encontraba el dormitorio del muchacho, y vio las manchas.

– No veo ninguna mancha -dijo el padre inclinándose para mirar de cerca la alfombra de la escalera.

– Son bastante claras con esta luz -dijo Elínborg, mirando el sol por la ventana del salón. Estaba ya muy bajo y hacía daño en los ojos. Miró las losetas de mármol de color beis, que parecían arder sobre el suelo del salón. A poca distancia de la escalera había un elegante mueble bar. En él se veían botellas de licor de elevado precio. Vinos tintos y blancos mostraban sus cuellos inclinados. El armario tenía dos puertas de cristal y Erlendur entrevió en uno de los cristales algo parecido a la huella que deja una bayeta. En la puerta del armario que daba a la escalera había una gotita que se había desplazado como centímetro y medio. Elínborg tocó la gota con el dedo y notó que estaba pegajosa.

– ¿Pasó algo aquí, al lado del mueble bar? -preguntó Erlendur.

El padre lo miró.

– ¿De qué estás hablando?

– Es como si hubiera habido una salpicadura. Lo has limpiado hace poco.

– No -dijo el padre-. Hace poco, no.

– Esas huellas de la escalera -dijo Elínborg-. Creo que son de un niño, ¿o me equivoco?

– Yo no veo ninguna huella en la escalera -dijo el padre-. Antes hablabas de manchas. Ahora son huellas. ¿Qué estás intentando decirme?

– ¿Estabas en casa cuando agredieron al niño?

El padre calló.

– La agresión se produjo en la escuela -prosiguió Elínborg-. La jornada escolar había terminado, él estaba jugando al fútbol, y cuando se iba para casa lo agredieron. Eso es lo que creo que pasó. No ha podido hablar contigo, y tampoco con nosotros. Creo que no quiere hacerlo. Que no se atreve. Quizá porque los otros chicos le dijeron que lo matarían si se lo contaba a la policía. Quizá porque fue otra persona quien le dijo que lo mataría si hablaba con nosotros.

– ¿Adonde quieres llegar con eso?

– ¿Por qué regresaste tan pronto del trabajo ese día? Volviste a casa a medio día. Él vino a casa como pudo y subió a su habitación, y poco después llegaste tú y llamaste a la policía y la ambulancia.

Elínborg había estado dándole vueltas a lo que podría estar haciendo el padre en casa a mediodía de un día laborable, pero hasta aquel momento no se lo había preguntado.

– Nadie lo vio en el camino de vuelta a casa desde la escuela -dijo Erlendur.

– ¿No estarás intentando insinuar que yo agredí… que yo agredí a mi hijo de esa forma tan brutal? ¿No estarás insinuando semejante cosa?

– ¿Te importa si nos llevamos una muestra de la alfombra?

– Creo que tenéis que salir de aquí ahora mismo -dijo el padre.

– No estoy insinuando nada -dijo Erlendur-. En su momento, el chico nos dirá lo que sucedió. Tal vez ahora no, ni dentro de una semana o de un mes, quizá ni siquiera dentro de un año, pero lo dirá.

– Fuera -dijo el padre, rojo de furia e indignación-. No te atreverás… no os atreveréis a… Fuera. ¡Largaos! ¡Largaos ahora mismo!

Elínborg fue directamente al hospital, a la planta de pediatría. El chico estaba durmiendo en su cama del rincón. Se sentó junto a él y esperó a que despertara. Llevaba quince minutos junto a la cabecera cuando el muchacho abrió los ojos y se dio cuenta de la presencia de la cansada mujer policía, pero no vio por ningún lado al hombre del chaleco de punto y ojos tristes que la acompañaba en la visita anterior. Los dos se miraron, Elínborg sonrió y le preguntó con toda la dulzura de que fue capaz.

– ¿Fue tu papá?

Regresó a casa del niño y su padre con una orden judicial de registro y acompañada por los de la policía científica. Examinaron las manchas de la alfombra. Examinaron el suelo de mármol y el mueble bar. Con una aspiradora tomaron muestras de polvo del mármol. Comprobaron la gota del mueble bar. Subieron la escalera y fueron al cuarto del niño, y tomaron muestras de la ropa de cama. Fueron al lavadero y examinaron bayetas y toallas. Miraron la ropa sucia. Abrieron la aspiradora. Tomaron muestras del polvo de la escobilla. Salieron a buscar el cubo de la basura y escarbaron en su contenido. Encontraron unos calcetines del niño en el cubo.

El padre estaba en la cocina. En cuando aparecieron los técnicos llamó a un abogado amigo suyo. El abogado acudió a toda prisa y examinó la orden del juez. Recomendó a su cliente que no hablara con la policía.

Erlendur y Elínborg observaban el trabajo de los técnicos. Elínborg lanzó una mirada penetrante al padre, que sacudió la cabeza y apartó los ojos.

– No comprendo lo que queréis -dijo-. No lo comprendo.

El chico no había denunciado a su padre. Cuando Elínborg le preguntó, no mostró reacción alguna, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas.

El jefe de la policía científica telefoneó dos días después.

– Tenemos los resultados de la alfombra de la escalera -dijo.

– ¿Sí? -dijo Elínborg.

– Drambuie.

– ¿Drambuie? ¿El licor?

– Hay rastros por todo el salón y un reguero en la alfombra hasta la habitación del muchacho.

Erlendur estaba mirando el techo cuando oyó llamar a la puerta. Se levantó a abrir, y Eva Lind se metió en la habitación. Erlendur miró el pasillo y cerró la puerta.

– No me ha visto nadie -dijo Eva-. Sería más sencillo si te decidieras a vivir en tu casa. No comprendo esta ocurrencia.

– Ya volveré a casa -dijo Erlendur-. No te preocupes. ¿Qué te trae por aquí? ¿Necesitas alguna cosa?

– ¿Necesito tener un motivo especial para querer verte? -repuso Eva, sentándose al escritorio y sacando un paquete de cigarrillos. Dejó en el suelo una bolsa de plástico y le hizo una señal con la cabeza-. Te he traído algo de ropa. Si piensas seguir en el hotel necesitarás cambiarte.

– Muchas gracias -dijo Erlendur. Se sentó en el borde de la cama, delante de ella, y cogió uno de sus cigarrillos. Eva encendió los dos.

– Me alegro mucho de verte -dijo él, dejando escapar una columna de humo.

– ¿Qué tal va lo de Papá Noel?

– Pse, pse. ¿Y qué me cuentas tú?

– Nada.

– ¿Has visto a tu madre?

– Sí. Siempre lo mismo. No sucede nada en su vida. Trabajar, ver la tele y dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que le espera a una? ¿Una tiene que ir por el buen camino para poder matarse a trabajar hasta caerse muerta? ¡Y mírate a ti! ¡Te escondes como un idiota en la habitación de un hotel, en vez de largarte a tu casa!

Erlendur aspiró el humo y exhaló una nubécula por la nariz.

– Yo no pretendo…

– No, ya lo sé -le interrumpió Eva Lind.

– ¿Te vas a rendir? -preguntó él-. Cuando viniste ayer…

– No sé si seré capaz de aguantar esto.

– ¿Aguantar qué?

– ¡Esta mierda de vida!

Siguieron sentados, fumando, y el tiempo fue pasando.

– ¿Piensas alguna vez en la niña? -preguntó Erlendur por fin. Eva estaba ya de siete meses cuando perdió el bebé, y estaba sumida en una profunda depresión cuando se mudó a casa de su padre después de la convalecencia en el hospital. Erlendur sabía que estaba destrozada. Se culpaba a sí misma de la muerte de su hija. La tarde en que sucedió todo le envió una llamada de socorro al móvil, y finalmente Erlendur consiguió encontrarla en medio de un charco de sangre a la entrada del Hospital Nacional, pues había perdido el sentido mientras intentaba llegar a la maternidad. Poco faltó para que también ella perdiera la vida.

– ¡Esta mierda de vida! -dijo de nuevo, y apagó el cigarrillo en la mesa.

El teléfono de la mesilla de noche sonó en cuanto Eva Lind salió y Erlendur se volvió a acostar. Era Marión Briem.

– ¿Sabes la hora que es? -preguntó Erlendur, buscando su reloj de pulsera. Ya eran más de las doce.

– Pues no -repuso Marión-. Estaba pensando en la saliva.

– ¿La saliva del condón? -dijo Erlendur, intentando no ponerse nervioso.

– Naturalmente lo descubrirán ellos solos, pero quizá no vendría mal mencionar el cortisol.

– Todavía tengo que hablar con la brigada científica, seguramente nos dirán algo sobre el cortisol.

– Servirá para hacernos una idea de una serie de cosas. Para saber lo que sucedió en ese cuchitril del sótano.

– Lo sé, Marión. ¿Alguna otra cosa?

– Solo quería recordarte lo del cortisol.

– Buenas noches, Marión.

•-Buenas noches.

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