Tercer Día


9

Erlendur, Sigurdur Óli y Elínborg se reunieron en el hotel a primera hora del día siguiente. Se sentaron en un lugar poco concurrido, en torno a una mesa redonda, y se sirvieron el desayuno del bufé. Había nevado durante la noche, pero la temperatura había vuelto a subir y las calles estaban ya sin rastro de nieve. El servicio meteorológico anunciaba que no habría Navidades blancas. El comercio navideño estaba en su apogeo. En los cruces se formaban largas filas de coches y toda la ciudad estaba invadida por una ingente multitud de personas.

– Ese Wapshott -dijo Sigurdur Óli-, ¿quién es?

Mucho ruido y pocas nueces, pensó Erlendur mientras tomaba un sorbo de café y miraba por la ventana. Extraño lugar, un hotel. Le parecía todo un cambio alojarse en un hotel, pero no podía evitar cierta sensación extraña al pensar en que alguien entraba en la habitación cuando él no estaba y lo ponía todo en un orden primoroso. Salía de la habitación por la mañana y cuando volvía, alguien había entrado y lo había dejado todo como antes: la cama hecha, las toallas limpias, jabón nuevo en el lavabo. Podía percibir la presencia de la persona que arreglaba su cuarto, pero no la veía, no sabía quién se ocupaba de ordenar su vida.

Cuando bajó esa mañana, fue a la recepción y pidió que no volvieran a arreglar su habitación.

Wapshott tenía que reunirse con él otra vez un poco más tarde, esa misma mañana, para contarle algo más sobre su colección de discos y la carrera de Gudlaugur Egilsson como cantante. La tarde anterior se habían despedido con un apretón de manos cuando les interrumpió Valgerdur. Wapshott había adoptado la posición de firmes esperando que Erlendur le presentara a aquella mujer pero, como no lo hizo, le extendió la mano, se presentó él mismo e hizo una reverencia. Luego pidió que lo excusaran, estaba cansado, tenía hambre y quería subir a su cuarto a arreglar un par de asuntos antes de cenar y acostarse.

No lo vieron bajar al comedor mientras comían, y supusieron que había encargado que le sirvieran la cena en su habitación. Valgerdur mencionó que tenía aspecto cansado.

Erlendur la acompañó al guardarropa, la ayudó a ponerse su bonito abrigo de cuero y la acompañó hasta la puerta giratoria, donde se detuvieron un instante antes de que ella saliera y se internara en la nevada. Cuando Erlendur se durmió, después de la visita de Eva Lind, la sonrisa de Valgerdur le acompañó hasta que se quedó dormido, así como el suave aroma a perfume que dejaron en sus manos las de Valgerdur al despedirse.

– ¿Erlendur? -dijo Sigurdur Óli-. ¡Hola! ¿Quién es ese Wapshott?

– Lo único que sé es que es un coleccionista inglés de discos de vinilo -respondió Erlendur, que les había puesto en antecedentes de su reunión con Henry Wapshott-. Deja el hotel mañana. Deberías llamar allá para que te informen sobre él. Nos volveremos a ver hoy mismo, y supongo que obtendré algo más de información.

– ¿Un niño de coro? -dijo Elínborg-. ¿Quién iba a querer matar a un niño de coro?

– Naturalmente, ya no era un niño de coro -dijo Sigurdur Óli.

– Fue famoso en otros tiempos -dijo Erlendur-. Salieron unos discos que, evidentemente, son bastante difíciles de encontrar hoy día y están muy cotizados. Henry Wapshott vino aquí desde Inglaterra por esos discos y por el cantante. Está especializado en niños de coro y en coros infantiles del mundo entero.

– El único que conozco es el de los Niños Cantores de Viena -dijo Sigurdur Óli.

– Especializado en niños -dijo Elínborg-. ¿Qué clase de individuo se dedica a coleccionar discos de niños de coro? ¿No da un poco que pensar? ¿No habrá algo retorcido en un individuo así?

Erlendur y Sigurdur Óli la miraron.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Erlendur.

– ¿Cómo que qué? -Elínborg puso gesto de asombro.

– ¿Te parece algo retorcido coleccionar discos de vinilo?

– No por los discos, sino por los niños -repuso Elínborg-. Niños de coro grabados en discos de vinilo. Es muy distinto, me parece a mí. ¿No veis nada anormal en eso? -miró a uno y luego ni otro.

– Pues yo no tengo una imaginación tan desbocada-dijo Sigurdur Óli, mirando a Erlendur.

– ¡Una imaginación tan desbocada! ¿Me he imaginado yo a Papá Noel con los pantalones bajados, en un cuartucho del sótano, y con un condón en el pito? ¿Necesité usar mi imaginación? Luego resulta que en el hotel hay un individuo que idolatra al tal Papá Noel, pero solo cuando éste tenía doce años o así, y que ha venido desde Inglaterra para conocerlo personalmente. ¿Estáis mal de la cabeza?

– ¿Estás tratando de relacionar este asunto con el sexo? -preguntó Erlendur.

Elínborg movió los ojos, desesperada.

– ¡Parecéis dos frailes!

– No es más que un coleccionista de discos -dijo Sigurdur Óli-. Tal como ha dicho Erlendur, hay quien colecciona las bolsas para vomitar de los aviones. ¿Con qué tipo de actividad sexual está relacionada esa afición, según tu teoría?

– ¡No puedo comprender que seáis tan ciegos! O tan reprimidos. ¿Por qué son siempre tan reprimidos los hombres?

– Eh, no empieces con lo de siempre -dijo Sigurdur Óli-. ¿Por qué están hablando siempre las mujeres de lo reprimidos que son los hombres? Como si las mujeres no fueran también reprimidas con sus cosas, «ay, que no encuentro la barra de labios», y…

– Ciegos y reprimidos como frailes viejos -dijo Elínborg.

– ¿Qué significa ser coleccionista? -preguntó Erlendur-. ¿Por qué quieren ciertas personas coleccionar y rodearse de ciertos objetos, y por qué consideran valiosos unos objetos y no otros?

– Algunos objetos son más valiosos que otros -dijo Sigurdur Óli.

– Tienen que buscar cosas raras y especiales -dijo Erlendur-. Cosas que nadie más tenga. ¿No es ese el objetivo último? Poseer objetos valiosos que no posee nadie más en todo el mundo.

– ¿No suelen ser unos tipos un tanto peculiares? -preguntó Elínborg.

– ¿Peculiares?

– Extraños, ¿no? Raros.

– Tú encontraste unos discos en el armario de Gudlaugur -le dijo Erlendur-. ¿Qué hiciste con ellos? ¿Los examinaste con cuidado, quizá?

– Solo los vi en el armario -dijo Elínborg-. No los toqué y seguirán allí, por si quieres verlos.

– ¿Cómo se pone en contacto un coleccionista como Wapshott con un hombre como Gudlaugur? -continuó Elínborg-. ¿Cómo consigue información sobre él? ¿Existen intermediarios? ¿Qué puede saber sobre la edición de discos de coros islandeses de los años setenta? ¿Y sobre un niño que fue solista en un coro hace más de treinta años, nada menos que en Islandia?

– ¿Revistas? -dijo Sigurdur Óli-. ¿Internet? ¿El teléfono? ¿Otros coleccionistas?

– ¿Sabemos algo más sobre Gudlaugur? -preguntó Erlendur.

– Tenía una hermana -dijo Elínborg-. Y tenía un padre, que sigue aún vivo. Naturalmente, ya les hemos informado del fallecimiento. La hermana irá a reconocer el cadáver.

– ¿No vamos a tomarle una muestra de saliva a Wapshott? -preguntó Sigurdur Óli.

– Sí, claro que sí, yo me encargo -dijo Erlendur.

Sigurdur Óli se marchó para hacer averiguaciones sobre Henry Wapshott, Elínborg decidió reunirse con el padre y la hermana de Gudlaugur, y Erlendur bajó al cuartucho del portero en el sótano. Pasó por delante de la recepción y vio que el jefe del servicio estaba allí otra vez. Decidió que hablaría con él más tarde.

Encontró los discos en el armario de Gudlaugur. Eran dos singles. En la carátula de uno ponía: «Gudlaugur canta el Ave Maña de Schubert». En la del otro se veía al niño delante de un pequeño coro infantil. El director del coro, un hombre joven, estaba a un lado. «Gudlaugur Egilsson canta el solo», decía un rótulo de grandes letras que cruzaba la portada en diagonal.

En la contraportada había un breve artículo dedicado al niño prodigio cantante.

Gudlaugur Egilsson ha despertado una gran y merecida atención en el Coro Infantil de Hafnarfjordur, y puede decirse que este joven cantante de tan solo doce años de edad tiene ante sí un gran futuro. Este es su segundo disco, en el que canta con inmenso sentimiento y una bella voz bajo la égida de Gabriel Hermannsson, director del Coro Infantil de Hafnarfjordur. Se trata de un auténtico tesoro para todos los amantes de la buena música, y el solista, Gudlaugur Egilsson, hace una espléndida actuación; actualmente prepara una gira de conciertos por los países nórdicos.

– Un niño prodigio -pensó Erlendur, y miró el póster de La pequeña princesa, Shirley Temple-. ¿Qué haces tú aquí? -preguntó al póster-. ¿Por qué te tiene aquí guardada? ¿Por qué eres lo único que ha dejado al morir?

Sacó el móvil.

– Marión -dijo en cuanto contestaron.

– Sí -dijo la voz del teléfono-. ¿Eres tú?

– ¿Alguna novedad?

– ¿Sabías que el tal Gudlaugur grabó discos como cantante cuando era niño?

– Acabo de enterarme -dijo Erlendur.

– La productora quebró hace unos veinte años y no queda ni rastro de ella. El dueño y director era un tal Gunnar Hansson. La empresa se llamaba Discos GH. Sacó unas cuantas porquerías en la época de los hippies y los Beatles, pero acabó por desaparecer.

– ¿Sabes qué fue del stock?

– ¿El stock? -dijo Marión Briem.

– Los discos.

– Los habrán vendido para pagar deudas, supongo. ¿No es eso lo que suele pasar? Hablé con los parientes del tal Gunnar, sus dos hijos. La empresa no fue nunca gran cosa y se llevaron una sorpresa de narices cuando les pregunté por ella. Nadie se había acordado de ella en muchos años. Gunnar murió a mediados de los noventa, y me contaron que lo único que había dejado fue un montón de deudas.

– En el hotel hay un individuo que colecciona discos de coros, de coros infantiles o de niños de coro. Tenía previsto reunirse con Gudlaugur, pero no fue posible. Estaba pensando si esos discos podrían tener algún valor. ¿Cómo puedo enterarme?

– Busca coleccionistas y habla con ellos -dijo Marión-. ¿Quieres que me encargue yo?

– Y aún hay otra cosa. ¿Podrías localizar a un hombre llamado Gabriel Hermannsson, que fue director de coro en Hafnarfjórdur en los años setenta? Seguramente lo encontrarás en la guía telefónica, si vive todavía. Quizá conociera a Gudlaugur. Tengo aquí una funda de disco en la que hay una foto suya, y creo que en ella tendría unos treinta años. Pero si ha muerto, seguramente no nos llevará muy lejos.

– Eso es lo más habitual.

– ¿El qué?

– Que no nos lleve muy lejos si está muerto.

– Ya -Erlendur vaciló-. ¿Qué decías de la muerte?

– Nada.

– ¿Algún problema?

– Gracias por dejarme unas migajas -dijo Marión.

– ¿No era eso lo que querías, meter las narices por ahí en la deprimente vejez?

– En todo caso, me salvará el día -dijo Marión-. ¿Ya has comprobado lo del cortisol en la saliva?

– Me voy a ocupar de ello -dijo Erlendur, y se despidieron.

El jefe de recepción tenía un pequeño despacho al fondo del vestíbulo, y estaba allí sentado repasando unos papeles cuando Erlendur entró y cerró la puerta. El hombre se puso en pie y empezó a poner pegas, diciendo que no disponía de tiempo para hablar con él, que tenía que acudir a una reunión, pero Erlendur se sentó y cruzó los brazos.

– ¿De qué huyes? -preguntó.

– ¿Qué quieres decir?

– Ayer no estabas en el hotel a la hora de mayor ajetreo. Cuando hablé contigo el día que mataron al portero, parecías un fugitivo. Ahora estás nervioso a más no poder. Me parece que ocupas el primer lugar en la lista de sospechosos. Me han dicho que de toda la gente del hotel tú eres quien mejor conocía a Gudlaugur. Tú lo niegas. Afirmas no saber nada de él. Creo que mientes. Era subordinado tuyo. Deberías mostrar un poco más de espíritu de colaboración. No es nada divertido pasarse las navidades en prisión preventiva.

El jefe de recepción miró fijamente a Erlendur sin saber qué actitud adoptar, pero volvió a sentarse, despacio, en su silla.

– No tienes nada contra mí -dijo-. Es una estupidez pensar que yo pueda haberle hecho eso a Gudlaugur. Que haya ido a su cuarto y… quiero decir, lo del condón, y demás.

Erlendur se sintió inquieto porque, al parecer, los detalles del caso se habían divulgado ya por todo el hotel, y los empleados se regodeaban con ellos. El cocinero sabía exactamente por qué les tomaban muestras de saliva. El jefe de recepción podía hacerse una imagen precisa de la escena que tuvo lugar en el cuartucho del portero. Quizá lo había soltado todo el director del hotel, o la chica que encontró el cadáver, o los policías.

– ¿Dónde estuviste ayer? -preguntó Erlendur.

– Estuve enfermo -dijo el recepcionista jefe-. Me quedé en casa toda la mañana.

– No informaste a nadie. ¿Fuiste al médico? ¿Te dio un certificado? ¿Puedo hablar con él? ¿Cómo se llama?

– No fui al médico. Me quedé en cama. Ahora estoy mejor -se esforzó en toser un poco. Erlendur sonrió. El jefe de recepción era el mentiroso más lamentable que había conocido en mucho tiempo.

– ¿A qué viene esa mentira?

– No tienes nada contra mí -respondió el jefe de recepción-. Lo único que puedes hacer es amenazarme. Quiero que me dejes en paz.

– También puedo hablar con tu mujer -dijo Erlendur-. Preguntarle si te llevó té a la cama ayer.

– A mi mujer déjala en paz -dijo el jefe de recepción; de pronto, su voz había adquirido un tono más firme y más duro. El rostro enrojeció.

– No pienso dejarla en paz -dijo Erlendur.

El jefe de recepción clavó sus ojos en Erlendur.

– No hablarás con ella -dijo.

– ¿Por qué no? ¿Qué estás escondiendo? Te has vuelto demasiado misterioso para que te deje librarte de mí.

El recepcionista miró al infinito y suspiró.

– Déjame en paz. Esto no tiene nada que ver con Gudlaugur. Son problemas personales en los que estoy metido y que tengo que solucionar.

– ¿De qué se trata?

– No tengo por qué decirte nada al respecto.

– Permíteme que sea yo quien lo decida.

– No puedes obligarme.

– Ya te lo he dicho: puedo ordenar tu detención en este mismo momento, o simplemente, puedo ir a hablar con tu mujer.

El jefe de recepción dejó escapar un hondo suspiro.

Miró a Erlendur.

– ¿Nadie más lo sabrá?

– Si no tiene relación con Gudlaugur, no.

– No tiene ninguna relación con él.

– Muy bien.

– Anteayer llamaron a mi mujer -dijo el jefe de recepción-. El día que encontrasteis a Gudlaugur.

Al otro lado del teléfono, una voz femenina que su mujer no conocía preguntó por él. Era el mediodía de un día de trabajo, pero no resultaba anormal que preguntaran por él en su casa a esas horas. Quienes le conocían sabían que su jornada laboral era muy irregular. Su mujer, que era médico, hacía guardias y el teléfono la había despertado: tenía que trabajar esa misma noche. La mujer del teléfono quiso aparentar que conocía al director de recepción, pero se le vio el plumero en cuanto la esposa le preguntó quién era.

– ¿Quién eres? -le había preguntado-. ¿Por qué le llamas aquí?

La respuesta que recibió despertó aún más preguntas y más asombro.

– Me debe dinero -dijo la voz del teléfono.

– Me había amenazado con llamar a mi casa -le dijo a Erlendur el jefe de recepción.

– ¿Quién era?

Había salido a divertirse, diez días antes. Su esposa estaba en un congreso médico en Suecia y él salió a cenar con tres amigos. Lo pasaron muy bien, el grupito de viejos amigos. Después del restaurante se fueron a hacer una ronda por los pubs y acabaron en una agradable discoteca en el centro de la ciudad. Allí se separó un momento de sus amigos, fue a la barra a charlar con unos conocidos del gremio de la hostelería; estaban al lado de la pista y se quedó mirando a la gente bailar. Estaba un poco achispado, aunque no tanto como para ser incapaz de tomar decisiones razonables. Por eso no conseguía comprenderlo. Nunca antes había hecho nada por el estilo.

La mujer se acercó a él, igual que en las películas, con un cigarrillo entre los dedos y le pidió fuego. Él no fumaba pero, por conveniencias del trabajo, siempre llevaba encima un encendedor. Era una costumbre, pues los clientes podían querer fumar en cualquier momento. La mujer se puso a hablar con él sobre algo que ya no recordaba, y luego le preguntó si no pensaba invitarla a una copa. Él la miró. Sí, faltaría más. Estaban al lado de la barra, él pidió las bebidas y se sentaron a una mesita que quedó libre en ese momento. La mujer era muy atractiva y coqueteaba delicadamente con él. Entró en el juego, sin saber muy bien lo que estaba pasando. Las mujeres nunca se comportaban con él de aquella manera. Ella se sentó muy pegada a él y se mostró provocadora y segura de sí. Cuando se levantó a por más bebidas, le acarició el muslo. Él la miró, y ella sonrió. Una mujer atractiva y provocadora que sabía lo que quería. Debía de tener diez años menos que él.

Más tarde, le preguntó si quería acompañarla a su casa. Vivía muy cerca, y fueron hacia allí caminando. Él se sentía inseguro y vacilante, pero también excitado. Aquello le parecía tan extraño que era como si estuviera en la luna. Durante veintitrés años había sido fiel a su mujer. En todos esos años quizás habría besado dos o tres veces a otra mujer, pero nada comparable a esto le había sucedido nunca.

– Estaba completamente confuso -le dijo el recepcionista a Erlendur-. Una parte de mí quería irse corriendo a casa y olvidar todo aquello. Otra parte de mí quería entrar en casa de aquella mujer. -Sé a qué parte te refieres -dijo Erlendur.

Llegaron a la puerta de su apartamento, en un piso de un edificio nuevo, y ella metió la llave en la cerradura. Incluso aquel gesto resultaba sensual ejecutado por sus manos. La puerta se abrió y ella se acercó a él: entra conmigo, dijo, acariciándole la entrepierna.

Entró con ella. Ella preparó unos cócteles. Él se sentó en el sofá del salón. Ella puso música, se acercó a él con un vaso y sonrió, mostrando unos preciosos dientes blancos entre el rojo carmín de los labios. Se sentó junto a él, dejó el vaso, llevó la mano a la bragueta de su pantalón y bajó lentamente la cremallera…

– Yo… Fue… Esa mujer sabía hacer las cosas más increíbles -dijo el jefe de recepción.

Erlendur lo miró pero no dijo nada.

– Yo tenía intención de marcharme por la mañana sin despedirme, pero ella se despertó. El remordimiento me estaba matando, me sentía como un miserable por haber engañado a mi mujer y a los niños. Tenemos tres hijos. Quería regresar a casa y olvidarlo todo. No quería volver a ver jamás a aquella mujer. Cuando iba salir de la habitación a oscuras, resulta que ella estaba completamente despierta.

La mujer se incorporó en la cama y encendió la lámpara de la mesilla. ¿Te vas?, preguntó. Él respondió que sí. Dijo que se le había hecho demasiado tarde. Que tenía una reunión urgente. Algo así.

– ¿Lo pasaste bien anoche? -preguntó ella.

Él la miró, con los pantalones en la mano.

– Estupendo -respondió-, pero no puedo seguir con esto. De verdad que no puedo. Perdona.

– Son ochenta mil coronas -dijo ella con tanta tranquilidad como si fuera lo más natural del mundo.

Él la miró como si no hubiera oído lo que acababa de decirle.

– Ochenta mil -repitió ella.

– ¿Qué quieres decir? -dijo él.

– Por la noche -dijo ella.

– ¿La noche? -dijo él-. Pero entonces, ¿es que te vendes?

– ¿Tú qué crees? -dijo ella.

Él no entendía lo que le estaba diciendo.

– ¿Crees que puedes llevarte gratis a una mujer como yo? -dijo ella.

Poco a poco fue comprendiendo lo que la mujer quería decir.

– ¡Pero no dijiste nada!

– ¿Hacía falta decirlo? Págame los ochenta mil y quizá puedas volver a mi casa alguna otra vez.

– Me negué a pagar -le dijo el jefe de recepción a Erlendur-. Salí. Ella estaba furiosa. Llamó al trabajo y me amenazó si no le pagaba. Amenazó con llamar a mi casa.

– ¿Cómo las llaman? -dijo Erlendur-. Una palabra inglesa. Date. ¿Date whores? ¿Lo era ella? ¿Eso quieres decir?

– No sé lo que era, pero sabía perfectamente lo que se hacía y acabó llamando a mi casa y contándole a mi mujer lo que había sucedido.

– ¿Y por qué no le pagaste y ya está? Te habrías librado de ella.

– No sé si me habría librado de ella aunque le hubiera pagado -dijo el recepcionista jefe-. Mi mujer y yo hablamos del asunto ayer. Le expliqué lo que había sucedido, como te lo acabo de explicar a ti. Llevamos veintitrés años juntos, y aunque yo no tenga excusa posible, aquello había sido una trampa, o así es como yo lo veo. Si esa mujer no hubiese estado a la caza de dinero, nunca habría sucedido.

– ¿De modo que todo fue culpa de ella?

– No, claro que no, pero… aquello fue una trampa.

Los dos callaron.

– ¿Hay algo de eso en el hotel? -preguntó Erlendur-. ¿Hay date whores?

– No -dijo el jefe de recepción.

– ¿No te pasaría por alto si las hubiera?

– Me dijeron que andabas preguntando acerca de ello. Aquí no se practican esas actividades.

– Claro -dijo Erlendur.

– ¿Mantendrás el silencio sobre este asunto?

– Necesito el nombre de la mujer, si lo tienes. Y la dirección. No saldrá de aquí.

El jefe de recepción vaciló.

– Puta de mierda -dijo, abandonando por un momento las buenas maneras de educado empleado de hostelería.

– ¿Piensas pagarle?

– Es lo único en que estuvimos de acuerdo mi mujer y yo. No le daré ni una corona.

– ¿Crees que podría tratarse de una broma, o de una encerrona?

– ¿Una encerrona? -dijo el recepcionista-. No te comprendo. ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que existe la posibilidad de que alguien te quiera tan mal que haya tramado una cosa así para causarte problemas. ¿Hay alguien con quien hayas tenido algún enfrentamiento?

– No se me ocurre nadie. ¿Quieres decir que si tengo algún enemigo dispuesto a hacerme algo así?

– No hace falta que sea un enemigo. Algún amigo bromista.

– No, yo no tengo amigos de esos. Además, la broma ha ido demasiado lejos… demasiado lejos para resultar divertida.

– ¿Fuiste tú quien le dijo a Papá Noel que tenía que largarse?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Fuiste tú quien le dio la noticia? ¿O le mandaron una carta, o…?

– Se lo dije yo.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– No muy bien. Es comprensible. Llevaba mucho tiempo trabajando aquí. Mucho más tiempo que yo, por ejemplo.

– ¿Crees que podría estar él detrás de lo sucedido, si es que hay alguien detrás?

– ¿Gudlaugur? No, no puedo ni imaginarme tal cosa. ¿Gudlaugur? ¿Montar algo así? No lo creo. No era de esos que hacen bromas pesadas. En absoluto.

– ¿Sabías que Gudlaugur fue un niño prodigio? -preguntó Erlendur.

– ¿Un niño prodigio? ¿Y eso?

– Cantaba y grababa discos. Un niño de coro.

– No tenía ni la menor idea -dijo el jefe de recepción.

– Solo una cosa más para terminar -dijo Erlendur, poniéndose en pie.

– ¿Sí? -dijo el jefe de recepción.

– ¿Puedes hacer que me suban un tocadiscos a la habitación? -preguntó Erlendur, y se dio cuenta de que el recepcionista jefe no tenía ni idea de a qué se refería.

Cuando Erlendur volvió al vestíbulo, vio al jefe de la policía científica subiendo por la escalera del sótano.

– ¿Qué hay de la saliva que encontrasteis en el condón? -preguntó Erlendur-. ¿Habéis comprobado el cortisol?

– Estamos trabajando en ello. ¿Qué sabes tú del cortisol?

– Sé que demasiado cortisol en la saliva puede significar que se ha percibido un peligro.

– Sigurdur Óli estaba preguntando por el arma del crimen -dijo el jefe-. El forense cree que no se trata de un cuchillo especial. No demasiado largo, con la hoja fina y dentada.

– ¿Entonces no se trata de un cuchillo de caza ni de un cuchillo grande de cortar carne?

– No, un utensilio de lo más corriente, eso es lo que he oído -dijo el jefe-. Un cuchillo normal y corriente.

10

Erlendur se llevó a su habitación los dos discos que había en el cuarto de Gudlaugur, y luego llamó al hospital y preguntó por Valgerdur. Le pusieron en contacto con su departamento. Respondió otra mujer. Volvió a pedir que le pusieran con Valgerdur, la mujer dijo que esperara un momento y, finalmente, Valgerdur se puso al teléfono.

– ¿Te queda alguno de esos bastoncillos de algodón? -preguntó Erlendur.

– ¿Por algún accidente de alguien perdido a la intemperie? -dijo ella.

Erlendur esbozó media sonrisa.

– En el hotel hay un extranjero al que necesitamos analizar.

– ¿Es muy urgente?

– Tendría que hacerse hoy mismo.

– ¿Estarás tú ahí?

– Sí.

– Nos vemos.

Erlendur colgó. Accidentes de personas perdidas a la intemperie, pensó, con una sonrisa. Tenía una cita con Henry Wapshott en la planta baja. Bajó y se sentó en la barra a esperar. Un camarero le preguntó si quería algo, pero dijo que no. Cambió de opinión y lo llamó para pedir un vaso de agua. Paseó la mirada por los estantes del bar, por las filas de botellas de licores de todos los colores del arco iris.

Habían encontrado una astillita de cristal, casi invisible, en el mármol del salón. Restos de Drambuie en el mueble bar, Drambuie en los calcetines del niño y en la escalera. Encontraron fragmentos de cristal en la bayeta y en la aspiradora. Todo apuntaba a que una botella de licor se había estampado contra el suelo de mármol. Probablemente, el niño había pisado el charco que se formó y echó a correr escaleras arriba para meterse en su habitación. Las manchas de la escalera indicaban que, más que caminar, había subido corriendo. Pisadas rápidas de piececitos. Por eso imaginaron que el chico había roto la botella y que su padre perdió los nervios y le zurró tan fuerte que hubo que llevarlo al hospital.

Elínborg hizo que citaran al padre para un interrogatorio en la jefatura de policía de Hvernsgata, y allí le informó sobre los resultados obtenidos por la policía científica y sobre la reacción del niño cuando le preguntó si quien le había pegado con tanta violencia era su padre, así como su íntimo convencimiento de que él era el culpable. Erlendur estaba presente en el interrogatorio. Elínborg le dijo al padre que tenía la condición legal de sospechoso y que tenía derecho al asesoramiento de un abogado. Que lo mejor era que pidiera un abogado inmediatamente. El padre dijo que prefería no llamar a un abogado por el momento. Que era inocente, y repitió que no comprendía que se le considerara sospechoso única y exclusivamente porque se hubiera caído al suelo una botella de licor.

Erlendur puso en marcha una grabadora en la sala de interrogatorios.

– Esto es lo que pensamos que sucedió -dijo Elínborg, como si estuviese leyendo un informe escrito; intentaba dejar a un lado sus propios sentimientos-. El niño volvió del colegio a casa. Eran casi las cuatro. Poco después llegaste tú. Tenemos entendido que ese día saliste pronto del trabajo. Quizás estabas ya en casa cuando sucedió. Por algún motivo, al niño se le cayó al suelo una botella grande de Drambuie. Se asustó y se fue corriendo a su habitación. Tú te enfadaste, o más que eso, tuviste un ataque de ira. Perdiste el control de ti mismo y subiste a la habitación del niño para castigarlo. La cosa se salió de madre y le diste una paliza tan tremenda que hubo que ingresarlo en el hospital.

El padre miró a Elínborg sin decir ni una palabra.

– Utilizaste un objeto contundente que no hemos podido encontrar aún, pero que era redondeado, o al menos no afilado; puede ser perfectamente que le golpearas contra el borde de la cama. Le propinaste numerosas patadas. Antes de llamar a la ambulancia arreglaste el salón. Recogiste el licor con tres toallas que echaste al cubo de basura de delante de la casa. Pasaste la aspiradora para recoger hasta los más pequeños restos de cristal. Además, barriste el suelo y lo fregaste a toda prisa. Limpiaste el armario a fondo. Le quitaste los calcetines al niño y los tiraste al cubo de la basura. Utilizaste detergente para quitar las manchas de la escalera pero no conseguiste borrarlas por completo.

– No podrás demostrar nada -dijo el padre-, todo eso es absurdo. El niño no ha dicho nada. No ha dicho una palabra de quién le agredió. ¿Por qué no intentas sonsacarles a sus compañeros de colegio?

– ¿Por qué no nos dijiste nada sobre el licor?

– No tiene nada que ver con esto.

– ¿Y los calcetines del cubo de la basura? ¿Y las huellas de la escalera?

– Se rompió una botella de licor, pero se me rompió a mí. Fue dos días antes de la agresión a mi hijo. Iba a tomarme una copa cuando se me cayó al suelo y se hizo pedazos. Addi lo vio y se asustó. Le dije que tuviera cuidado por dónde andaba, pero ya había pisado el licor. Subió las escaleras a todo correr y se metió en su cuarto. Eso no tiene nada que ver con la agresión que sufrió, y debo deciros que me he quedado absolutamente asombrado por cómo has presentado las cosas. ¡No tienes nada que corrobore lo que has dicho! ¿Acaso te dijo él que yo le agredí? Lo dudo mucho. Y nunca lo dirá, porque no fui yo. Nunca podría hacerle algo semejante. Nunca.

– ¿Por qué no nos contaste todo eso enseguida?

– ¿Enseguida?

– Cuando encontramos las manchas. En aquel momento no dijiste nada.

– Pensé que pasaría precisamente esto. Sabía que relacionaríais el accidente con la agresión a Addi. No quería complicar las cosas. Fueron los chicos del colegio quienes le hicieron eso.

– Tu empresa está a punto de quebrar -dijo Elínborg-. Has despedido a veinte personas y estás preparando nuevos despidos. Imagino que estarás sometido a un estrés considerable. Vas a perder tu casa…

– Eso son solo cuestiones de negocios -repuso él.

– Pero además creemos que ya has usado la violencia contra él en ocasiones anteriores.

– No, oye…

– Hemos comprobado su historial médico. Dos veces en los últimos cuatro años sufrió rotura de dedos.

– ¿Tienes niños? Los niños tienen accidentes constantemente. Eso es una estupidez.

– Un especialista de la planta de pediatría notó algo extraño en la rotura del dedo la segunda vez e informó al Servicio de Protección a la Infancia. Era el mismo dedo. Los del Servicio fueron a verte a tu casa. Hicieron una inspección. No encontraron nada especial. El pediatra encontró pinchazos de alfiler en el dorso de la mano del niño.

El padre calló.

Elínborg no pudo contenerse.

– ¡Maldita bestia! -gritó.

– Quiero hablar con mi abogado -dijo él, apartando la mirada.

– I said, good morning!

Erlendur volvió en sí y vio a Henry Wapshott de pie, delante de él, dándole los buenos días. Estaba profundamente sumido en sus reflexiones sobre el niño que había subido las escaleras a todo correr, y no había visto a Henry entrar en el bar ni había oído su saludo.

Se puso en pie de un salto y le estrechó la mano. Wapshott llevaba puesta la misma ropa del día anterior. Parecía cansado, y su pelo estaba como más ralo. Pidió un café, y Erlendur también.

– Hablábamos de coleccionistas -dijo Erlendur.

Yes -respondió Wapshott, y en su rostro se esbozó una mueca parecida a una sonrisa-. Bunch of loners, like my self.

– ¿Cómo es que un coleccionista del Reino Unido, como usted, se entera de que hace casi cuarenta años andaba por Hafnarfjordur, en Islandia, un niño de coro con una voz muy bonita?

– Oh, mucho más que una voz muy bonita -dijo Wapshott-. Mucho más, mucho más que eso. Ese chico tenía una voz única.

– ¿Cómo supo de la existencia de Gudlaugur Egilsson?

– A través de otras personas con intereses similares a los míos. Los coleccionistas de discos están especializados en algo concreto, como creo que le expliqué ayer. Si nos limitamos a la música coral, puede dividirse a los coleccionistas en los que coleccionan solamente ciertas canciones, o ciertos arreglos, y otros que coleccionan ciertos coros. Otros más, como yo, se especializan en niños de coro. Algunos solo coleccionan grabaciones de niños de coro editadas en discos de pizarra, de 78 revoluciones, que se dejaron de fabricar en los años sesenta. Otros coleccionan discos de 45 revoluciones, pero solo de determinados sellos discográficos. La especialización es infinita. Algunos buscan todas las ediciones que pueda haber de una única canción, digamos por ejemplo Stormy Weather, que seguramente le resultará familiar. Usted ya debe de saber todo esto. Me enteré de la existencia de Gudlaugur por un grupo, o más bien una asociación, de coleccionistas japoneses que manejan una magnífica red de información y venta por internet. No hay nadie que coleccione tanta música occidental como los japoneses. Viajan por todo el mundo como aspiradoras y compran todo lo que llega a sus manos y que se haya grabado alguna vez en disco. Sobre todo si es algo del periodo de los hippies y de los Beatles. Son famosos en las ferias de discos, y lo mejor de todo es que dinero no les falta.

Erlendur pensó por un momento en si se podría fumar en el bar, y decidió arriesgarse. Wapshott vio que iba a sacar un cigarrillo y sacó también una arrugada cajetilla de Chesterfield sin filtro. Erlendur le dio fuego.

– ¿Cree que se puede fumar aquí? -preguntó Wapshott.

– Enseguida lo veremos -dijo Erlendur.

– Los japoneses tenían un solo ejemplar del primer single de Gudlaugur -continuó Wapshott-. El que le mostré ayer. Se lo compré a ellos. Me costó un ojo de la cara, pero no lo lamento. Cuando pregunté por el origen del disco, me dijeron que se lo habían comprado a un coleccionista de Bergen, en Noruega, durante una feria de discos en Liverpool, Inglaterra. Me puse en contacto con el coleccionista noruego y resulta que él había comprado unos discos de los herederos de un productor discográfico de Trondheim. Este último podría haber recibido aquel ejemplar directamente desde Islandia, quizá de alguien que quería promocionar la carrera del chico en el extranjero.

– Menudo trabajo de investigación por un disco viejo -dijo Erlendur.

– Los coleccionistas somos como los genealogistas. Parte de la gracia del coleccionismo es descubrir el origen. Desde entonces he intentado hacerme con más discos, pero ha resultado enormemente difícil. Solamente se editaron dos discos suyos.

– Me dijo que los japoneses le vendieron ese disco a un precio muy elevado. ¿Qué valor tienen esos discos?

– Ninguno, excepto para los coleccionistas. Y no estamos hablando de cantidades astronómicas.

– Pero sí lo suficientemente grandes como para que usted se viniera a Islandia a comprar más. Por eso quería reunirse con Gudlaugur. Para saber si tenía más discos.

– Llevo cierto tiempo en contacto con dos o tres coleccionistas islandeses. Desde mucho antes de interesarme por los discos de Gudlaugur. Por desgracia, ya no quedan discos suyos. Esos coleccionistas islandeses no encontraron nada. Aún tengo esperanzas de conseguir una copia por internet, desde Alemania. Vine aquí para reunirme con esos coleccionistas, para conocer personalmente a Gudlaugur, por cuya voz siento gran admiración, y para recorrer las tiendas de coleccionistas y ver cómo anda el mercado.

– ¿Y vive usted de esto?

– No, qué va -respondió Wapshott llevándose el Chesterfield a los labios; tenía los dedos amarillos de llevar fumando muchos años-. Recibí una herencia. Unas propiedades en Londres. Me encargo de gestionarlas, pero la mayor parte de mi tiempo se va en el coleccionismo de discos. En estos temas se puede hablar quizá de auténtica pasión.

– Y colecciona niños de coro.

– Sí.

– ¿Ha encontrado en este viaje algo a lo que hincarle el diente?

– No. Nada. Parece que aquí no hay mucho interés por conservar las cosas. Aquí todo tiene que ser nuevo. Todo lo viejo es basura. Nada merece la pena guardarse. Tengo la sensación de que en este país maltratan los discos. Los tiran, sin más. Cuando se vacía una casa tras un fallecimiento, por ejemplo. No avisan a nadie para que les eche un vistazo. Los echan a la basura. Siempre creí que una empresa de aquí, de Reikiavik, que se llama Sorpa, era una asociación de coleccionistas. La mencionaban bastante en mi correspondencia. Luego resultó ser un centro de reciclaje que vende lo que recibe. Los coleccionistas de aquí encuentran toda clase de maravillas en la basura, y las venden a buen precio a través de internet.

– ¿Islandia tiene algún interés especial para los coleccionistas? -preguntó Erlendur- ¿Tenemos algo que no abunde por ahí fuera?

– La principal ventaja de Islandia para los coleccionistas de discos es el reducido tamaño del mercado. De cada grabación se edita solo un pequeño número de ejemplares, que no tardan mucho en desaparecer del mercado y esfumarse total y definitivamente. Como sucedió con los discos de Gudlaugur.

– Tiene que resultar emocionante ser coleccionista en un mundo que rechaza todo lo viejo e inútil. Y uno debe de sentir satisfacción al pensar que está rescatando objetos culturales valiosos.

– Somos unos cuantos majaretas luchando contra la destrucción -dijo Wapshott.

– Y también habrá un cierto margen de beneficio.

– Puede ser.

– ¿Qué le pasó a Gudlaugur Egilsson? ¿Qué fue del niño prodigio?

– Lo que les pasa a todos los niños prodigio -dijo Wapshott-. Creció. No sé exactamente lo que le sucedió, pero no volvió a cantar, ni de adolescente ni de adulto. Su carrera de cantante fue breve pero muy hermosa, y luego volvió a desaparecer entre la muchedumbre y dejó de ser especial y único. Nadie volvió a decir maravillas de él, y naturalmente aquello debió de afectarle. Hace falta mucha entereza de ánimo para soportar la admiración y la fama siendo tan joven, y mucha más aún cuando la gente te vuelve la espalda.

Wapshott miró el reloj de la pared del bar, y luego su reloj de pulsera, y carraspeó.

– Me marcho a Londres en el avión de esta noche y tengo que resolver un par de cosas antes de irme. ¿Hay algo más que quiera usted saber?

Erlendur lo miró.

– No, creo que es suficiente. Creía que se marchaba mañana.

– Si puedo ayudarle en alguna otra cosa, aquí tiene mi tarjeta -dijo Wapshott sacando una tarjeta de visita del bolsillo de su chaqueta, y se la entregó a Erlendur.

– ¿Ha cambiado el vuelo? -preguntó Erlendur.

– Ya que no pude conocer a Gudlaugur… -dijo Wapshott-. He terminado prácticamente todo lo que quería hacer en el transcurso de este viaje, y así me ahorro una noche de hotel.

– Solo una cosa -dijo Erlendur.

– Dígame.

– Dentro de un rato vendrá un técnico de laboratorio a tomarle una muestra de saliva, si no tiene inconveniente.

– ¿Una muestra de saliva?

– Para la investigación del crimen.

– ¿Por qué de saliva?

– No puedo decirle nada más en estos momentos.

– ¿Soy sospechoso?

– Hemos tomado muestras a todos los que conocieron a Gudlaugur de una u otra forma. Cosas de la investigación. No significa que sospechemos de usted.

– Comprendo -dijo Wapshott-. ¡Saliva! Qué raro.

Sonrió, y Erlendur vio que tenía los dientes de abajo ennegrecidos por el hollín del tabaco.

11

Entraron en el hotel por la puerta giratoria, él, anciano y enfermo, en silla de ruedas, y ella detrás, de baja estatura y delgada como él. La mujer tenía la nariz fina y puntiaguda, y sus ojos penetrantes escrutaban el vestíbulo. Aparentaba unos sesenta años de edad, llevaba un grueso abrigo marrón y botas negras de cuero altas, e iba empujando la silla de ruedas. Él tendría más de ochenta, por el borde de su sombrero asomaban unos cabellos blancos y deshilachados, y su tez era pálida como la de un cadáver. Iba encogido en su silla, de las mangas de su abrigo negro surgían dos blancas manos huesudas, una bufanda negra le envolvía el cuello y gruesos anteojos de concha cubrían unos ojos que recordaban los de un pez.

La mujer empujó la silla hasta el mostrador de recepción. El recepcionista jefe estaba saliendo de su despacho y los vio acercarse.

– ¿En qué puedo ayudaros? -preguntó cuando llegaron hasta el mostrador.

El hombre de la silla ni siquiera se dignó mirarlo, pero la mujer preguntó por un policía llamado Erlendur, que le habían dicho estaba trabajando en el hotel. Erlendur estaba saliendo del bar con Wapshott cuando los vio entrar. Al momento le llamaron la atención. Había algo en ellos que le recordaba al muerto.

Pensaba si debería impedir a Wapshott que saliera del país y prohibirle que regresara a Londres por el momento, pero no encontró una justificación suficientemente buena para retenerlo. Se preguntó quiénes podrían ser aquellas dos personas, el hombre de ojos de bacalao y la mujer de nariz de águila, cuando el jefe de recepción lo vio y le hizo una seña con la mano. Erlendur fue a despedirse de Wapshott pero éste había desaparecido repentinamente.

– Preguntan por ti -dijo el jefe de recepción cuando Erlendur se acercó al mostrador de registro.

Erlendur se acercó hacia ellos junto al mostrador. Los ojos de bacalao lo observaban desde debajo del sombrero.

– ¿Eres tú Erlendur? -preguntó el hombre de la silla, con voz vieja y cascada.

– ¿Queréis hablar conmigo? -preguntó Erlendur. La nariz aguileña se elevó.

– ¿Diriges tú la investigación sobre la muerte de Gudlaugur Egilsson en el hotel? -preguntó la mujer.

Erlendur respondió que así era.

– Yo soy su hermana -dijo ella-. Y él es nuestro padre. ¿Podemos hablar en privado?

– ¿Te ayudo con la silla? -preguntó Erlendur, pero ella lo miró como si la hubiera insultado y se puso en movimiento empujando la silla. Siguieron a Erlendur al bar y hasta la misma mesa donde había estado con Wapshott. Eran las únicas personas en el local. Incluso el camarero había desaparecido. En realidad, Erlendur no sabía si el bar abría antes del mediodía. Pensó que debía de estar abierto porque la puerta no estaba cerrada con llave, pero parecía que poca gente estaba al corriente.

La mujer acercó la silla a la mesa y bloqueó las ruedas. Luego se sentó enfrente de Erlendur.

– Precisamente iba a visitaros -mintió Erlendur, que tenía la intención de que fueran Sigurdur Óli y Elínborg quienes hablaran con la familia de Gudlaugur. No recordaba si se lo había ordenado explícitamente.

– Preferimos que la policía no entre en nuestra casa -dijo la mujer-. Nunca nos había sucedido nada parecido. Nos llamó una mujer, probablemente colaboradora tuya, Elínborg creo que dijo llamarse.

Le pregunté quién estaba al frente de la investigación y me dijo que tú eras uno de los directores. Confiaba en que podríamos acabar con esto rápidamente y que nos dejarais en paz.

Aquellas personas no mostraban ningún rastro de dolor. No parecían lamentar la pérdida de un ser querido. Solo un frío fastidio. Consideraban que tendrían que cumplir ciertas obligaciones, que tendrían que declarar algo a la policía, pero saltaba a la vista que aquello les resultaba muy molesto, y que les resultaba indiferente que se notara. Nada parecía indicar que el cadáver hallado en el sótano del hotel tuviera relación alguna con ellos. Como si ellos estuvieran muy por encima de todo este asunto.

– Sabéis ya lo que le sucedió a Gudlaugur -dijo Erlendur.

– Sabemos que lo han matado -dijo el anciano-. Apuñalado. Sabemos que lo apuñalaron.

– ¿Tenéis alguna idea de quién puede haberlo hecho?

– No tenemos ni la menor idea -dijo la mujer-. No teníamos ninguna relación con él. No sabemos con qué personas se relacionaba. No conocíamos a sus amigos ni tampoco a sus enemigos, si es que los tenía.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo visteis?

En eso momento, Elínborg entró en el bar. Fue hacia ellos y se sentó al lado de Erlendur; él la presentó pero ni el padre ni la hija mostraron reacción alguna, los dos estaban igual de decididos a que aquello no les afectara lo más mínimo.

– Supongo que cuando tenía veinte años -dijo la mujer-. Fue entonces cuando lo vimos por última vez.

– ¿Veinte años? -Erlendur creyó haber oído mal.

– Como he dicho, no teníamos ninguna relación.

– ¿Por qué no? -preguntó Elínborg.

La mujer no la miró.

– ¿No es suficiente con que hablemos contigo? -preguntó a Erlendur-. ¿También tiene que estar presente esa mujer?

Erlendur miró a Elínborg. Parecía animarse.

– No parece que lamentéis mucho lo que le ha pasado -dijo sin responder a la mujer-. A Gudlaugur. A tu hermano -dijo, mirando otra vez a la mujer-. A tu hijo -dijo, mirando al anciano-. ¿Por qué? ¿Por qué no lo habéis visto en treinta años? Y como ya he dicho, esa mujer se llama Elínborg -añadió-. Si quieres hacer más comentarios de este tipo vamos todos a comisaría y continuamos allí, y así podéis hacer una protesta formal. Tenemos un coche de policía aquí delante.

La nariz aguileña se alzó ofendida. Los ojos de bacalao se encogieron.

– Él vivía su vida -dijo la mujer-. Y nosotros, la nuestra. No hay mucho más que decir al respecto. No existía ninguna relación. Así eran las cosas. Y nosotros estábamos tan contentos así. Él también.

– ¿Me estás queriendo decir que la última vez que lo visteis fue a mediados de los años ochenta? -preguntó Erlendur.

– No existía ninguna relación -repitió ella.

– ¿Ni una sola vez en todo ese tiempo? ¿Ni una conversación telefónica? ¿Nada?

– No -dijo la mujer.

– ¿Por qué no?

– Es un asunto de familia -dijo el anciano-. No tiene nada que ver con esto. Nada que ver en absoluto. Es algo viejo y olvidado. ¿Qué más queréis saber?

– ¿Sabíais que trabajaba en este hotel?

– Teníamos alguna noticia suya de vez en cuando por vías indirectas -dijo la mujer-. Sabíamos que trabajaba aquí de portero. Que se ponía un uniforme ridículo y abría la puerta a los huéspedes del hotel. Y tengo entendido que en las fiestas hacía de Papá Noel.

Erlendur no apartaba los ojos de ella. La mujer decía aquello como si Gudlaugur no hubiera podido causar a su familia una humillación mayor que ser encontrado asesinado, medio desnudo, en un cuartucho de hotel.

– No sabemos mucho sobre él -dijo Erlendur-. Al parecer no contaba con muchos amigos. Vivía en el mismo hotel, en una habitación diminuta. Parece que le tenían aprecio. Era bueno con los niños. Le encargaron que hiciera de Papá Noel en los festejos navideños, como bien dices. Por otra parte, hace poco nos hemos enterado de que había sido un magnífico cantante. De jovencito grabó incluso discos, creo que dos, pero vosotros lo sabréis mejor que yo. En la funda del disco que he podido ver se anuncia que viajaría por los países nórdicos para ofrecer conciertos, y que seguramente el mundo entero se inclinaría ante él. Pero después todo acabó, al parecer. Hoy día, nadie sabe nada de aquel niño, con la excepción de algunos locos coleccionistas de discos. ¿Qué sucedió?

La nariz había descendido y los ojos de bacalao se habían apagado mientras hablaba Erlendur. El anciano apartó la vista de él y la dirigió a la mesa, y la mujer, que seguía intentando aparentar orgullo e indiferencia, parecía ya menos segura.

– ¿Qué sucedió? -repitió Erlendur, recordando de pronto que en su habitación tenía aún los discos de 45 revoluciones que había cogido en el cuchitril de Gudlaugur.

– No sucedió nada -dijo el anciano-. Perdió la voz. Maduró demasiado rápido y perdió la voz a los doce años, y con eso terminó todo.

– ¿No pudo volver a cantar? -preguntó Elínborg.

– La voz se volvió horrible -dijo el anciano, enfadado-. No había forma de enseñarle. Y no se podía hacer nada por él. Ya no soportaba cantar. Se volvió rebelde y furioso contra todo. Contra mí. Contra su hermana, que intentaba hacer por él todo lo que podía. Se enfadó conmigo y me achacó la culpa de todos sus males.

– ¿No tenéis más preguntas? -dijo la mujer, mirando a Erlendur-. ¿No os hemos dicho suficiente? ¿Todavía no os dais por satisfechos?

– En el cuarto de Erlendur no encontramos demasiadas cosas -dijo Erlendur, como si no hubiera oído las palabras de la mujer-. Encontramos unos discos en los que cantaba él y dos llaves.

Había pedido a la brigada de policía científica que le enviaran las llaves cuando terminaran de investigarlas. Las sacó del bolsillo y las dejó sobre la mesa. Estaban sujetas a un pequeño llavero con una navajita. Los bordes eran de plástico rosa y en un lado había una imagen de un pirata con pata de palo, sable y parche en el ojo, y bajo el dibujo aparecía la palabra PÍRATE.

La mujer miró por un instante las llaves y dijo que no las reconocía. El anciano se recolocó los anteojos en la nariz, miró las llaves y sacudió la cabeza.

– Una de ellas es probablemente la llave de una casa -dijo Erlendur-. La otra parece la llave de un armario, o de algún receptáculo. Miró al padre y a la hija pero no observó reacción alguna y volvió a metérselas en el bolsillo.

– ¿Encontraste sus discos? -preguntó la mujer.

– Dos -dijo Erlendur-. ¿Grabó alguno más?

– No, no hubo más -dijo el anciano clavando los ojos en Erlendur, aunque enseguida volvió a bajarlos.

– ¿Puede darnos esos discos? -preguntó la mujer.

– Supongo que heredaréis lo que ha dejado -respondió Erlendur-. Cuando consideremos terminada la investigación os daremos todas las pertenencias de Gudlaugur. No tenía más deudos, ¿no? ¿No tenía hijos? No hemos podido encontrar nada en ese sentido.

– Lo último que yo sabía es que seguía soltero -dijo la mujer-. ¿Podemos ayudaros en algo más? -preguntó entonces, como si hubieran hecho una enorme aportación a la investigación al dignarse aparecer por el hotel.

– No fue culpa suya madurar y perder la voz -dijo Erlendur. Le resultaba insoportable su indiferencia y altanería. Un hijo había perdido la vida. Un hermano había sido asesinado. Y era como si no hubiera pasado nada. Como si no tuviera nada que ver con ellos. Como si la vida de aquel hombre hubiera dejado de formar parte de la de ellos desde mucho tiempo atrás, por algún motivo que Erlendur ignoraba.

La mujer miró a Erlendur.

– Si no hay ninguna cosa más -dijo entonces, y soltó los frenos de la silla de ruedas.

– Ya veremos -dijo Erlendur.

– Estarás pensando que no mostramos suficiente compasión -dijo la mujer de pronto.

– Lo que me parece es que no mostráis ninguna compasión -repuso Erlendur-. Pero eso no es asunto mío.

– No -dijo la mujer-. No es asunto tuyo.

– Lo que me gustaría saber es si teníais algún sentimiento hacia ese hombre. Era tu hermano. -Erlendur se volvió hacia el anciano de la silla de ruedas-. Tu hijo.

– Para nosotros era un desconocido -dijo la mujer, poniéndose en pie. El anciano hizo una mueca.

– ¿Porque no estuvo a la altura de vuestras expectativas? -Erlendur también se levantó-. ¿Porque os decepcionó cuando tenía doce años de edad? Era un niño. ¿Qué hicisteis vosotros? ¿Le echasteis de casa? ¿Le echasteis a la calle?

– ¿Cómo se atreve usted a hablarnos así? -dijo la mujer apretando los dientes. De repente había empezado a tratar de usted a Erlendur-. ¡Qué osadía! ¿Quién le ha nombrado a usted conciencia del mundo?

– ¿Quién les quitó a ustedes cualquier esbozo de compasión? -exclamó con rabia Erlendur, acentuando enfáticamente el «ustedes».

La mujer miró furiosa a Erlendur. Luego pareció como si lo dejase por imposible. Dio un tirón a la silla de ruedas, la apartó de la mesa y salió del bar empujándola. Se dirigió con rapidez hacia el vestíbulo y la puerta giratoria. Por los altavoces sonaba una soprano islandesa de voz nostálgica, «…acaricia mi arpa, diosa de celestial origen…». Erlendur y Elínborg los siguieron y los vieron salir del hotel, la mujer tiesa como un palo y el anciano hundido aún más en la silla. Lo único que se veía de él era la cabeza, que se balanceaba por encima del respaldo.

«…y algunos serán siempre niños pequeños…»

12

Cuando Erlendur subió a su habitación poco después de mediodía, el jefe de recepción ya había instalado un tocadiscos y dos altavoces, El hotel tenía unos cuantos tocadiscos antiguos que no se habían usado en mucho tiempo. En cuanto a Erlendur, tenía uno y no tardó en hacer funcionar este. Nunca había adquirido un lector de CD y desde hacía años no compraba discos. No oía música actual. Había oído hablar del hip-hop, pero durante bastante tiempo creyó que era un sinónimo del hula-hop.

Elínborg iba camino de Hafnarfjórdur. Erlendur le había pedido que fuera a ver la escuela a la que había asistido Gudlaugur sus primeros años. Había pensado en preguntar al respecto al padre y a la hermana, pero como su conversación tuvo aquel final tan brusco, no tuvo ocasión de hacerlo. Tendría que volver a hablar más tranquilamente con los dos. Entre tanto, quería que Elínborg localizara a quienes conocieron a Gudlaugur en sus tiempos de niño prodigio, que hablara con sus compañeros de clase. Quería saber la influencia que había tenido aquella supuesta fama sobre un muchacho tan joven. También quería saber cómo se lo habían tomado los compañeros de escuela, y si alguno de ellos recordaba que le pasó cuando perdió la voz y durante los años siguientes. También estaba dándole vueltas a la posibilidad de que alguien supiera si tenía algún enemigo en aquella época.

Todas estas cosas se las había enumerado prolijamente a Elínborg en el vestíbulo del hotel, y se dio cuenta de que ella se sentía un poco molesta, porque no veía necesidad alguna de que insistiera de aquel modo. Ella ya sabía de qué iba el caso, y era plenamente capaz de plantearse sus propios objetivos.

– Y por el camino puedes comprarte un helado -le dijo Erlendur para tomarle un poco el pelo. Ella prorrumpió en una serie de maldiciones sobre los viejos descerebrados y desapareció por la puerta.

– ¿Cómo reconozco al Wapshott ese? -dijo una voz detrás de él, y cuando se dio la vuelta vio a Valgerdur con su bolsa de muestras en la mano.

– Es un inglés bastante calvo, de aspecto fatigado, con los dientes quemados, que colecciona niños de coro -dijo Erlendur-. No se te escapará.

– ¿Dientes quemados? -dijo ella-. ¿Y que colecciona niños de coro?

– Es una historia muy, muy larga que te contaré algún día. ¿Hay alguna novedad sobre las pruebas? No nos llevará una eternidad, espero.

Estaba extrañamente alegre de volver a verla. Cuando oyó su voz detrás de él fue como si el corazón se detuviese por un instante. La tristeza desapareció por un momento y su voz se llenó de vida. Casi se quedó sin respiración.

– No sé cómo va -respondió ella-. Hay un número increíble de muestras.

– Pues yo… -Erlendur intentaba encontrar una excusa por lo sucedido la noche anterior-. Anoche me quedé totalmente atascado. Accidentes, muertes a la intemperie. No te dije la verdad cuando me preguntaste por mi interés en las muertes de gente perdida en las montañas.

– No tienes que decirme nada -repuso ella.

– Sí, sí, claro que tengo que decírtelo -dijo Erlendur-. ¿Existe alguna posibilidad de repetir aquello?

– No… -calló-. No te preocupes. Estuvo muy bien. Olvidémoslo. ¿Vale?

– Vale, si eso es lo que quieres -dijo Erlendur, muy a pesar suyo.

– ¿Dónde está ese Wapshott?

Erlendur la acompañó a recepción, donde le dijeron el número de habitación. Se estrecharon la mano y ella se dirigió a los ascensores. El se quedó mirándola. Ella esperó el ascensor sin mirar atrás. Erlendur pensó si debería hacer otro intento, y había ya dado el primer paso cuando se abrió la puerta y ella entró en el ascensor. Lo miró en el momento mismo en que se cerraba la puerta, y sonrió con una sonrisa casi invisible.

Erlendur se quedó inmóvil un momento y vio que el ascensor se detenía en la planta de Wapshott. Entonces apretó el botón para hacerlo volver. Sintió el aroma de Valgerdur mientras subía a su planta.

Puso en el tocadiscos el disco del niño de coro Gudlaugur Egilsson, comprobando que había fijado la velocidad en 45 revoluciones. Luego se tumbó en la cama. El disco estaba como nuevo. Parecía que nunca lo hubiesen tocado. Ni chasquidos ni crujidos. Un chirrido al principio, pero enseguida empezó la introducción y finalmente, una voz infantil límpida y de inusitada belleza comenzó a cantar el Ave Marta.

Estaba allí solo, en el pasillo, y abrió con mucha precaución la puerta de la habitación de su padre, y lo vio sentado en el borde la cama, con la mirada fija en el infinito, en silenciosa angustia. Su padre no participaba en la búsqueda. Consiguió regresar a la granja en pésimo estado, después de perder a sus dos hijos en el páramo en medio de una tormenta que se había desatado sin previo aviso. Los había buscado a ciegas entre las ráfagas de viento gritando sus nombres, pero no podía ver ni siquiera la mano delante de sus propios ojos y el estruendo de la tormenta ahogaba sus gritos. Su desesperación era más profunda de cuanto pueden expresar las palabras. Se había llevado a los chicos para que le ayudaran a buscar unas ovejas. Tenía unas cuantas ovejas y algunas se habían escapado al páramo. Su intención era volverlas a llevar al establo. Había llegado ya el invierno, pero la previsión meteorológica era buena y cuando se pusieron en camino el tiempo parecía espléndido. Pero no eran sino previsiones y apariencias. La tormenta no anunció su llegada.

Erlendur entró en la habitación de su padre y se detuvo junto a él. No comprendía por qué estaba sentado en la cama, en vez de andar con los demás por el páramo, buscando. Aún no habían encontrado a su hermano. Podía estar vivo aún, aunque resultaba poco probable. Erlendur lo leía en el gesto de los hombres que regresaban exhaustos a la granja, descansaban y tomaban algo de alimento antes de volver a salir. Habían acudido de las aldeas y de las granjas de alrededor todos los hombres válidos, con perros y largas pértigas que clavaban en la nieve. Así encontraron a Erlendur. Así pensaban encontrar a su hermano.

Iban a las parameras en grupos de ocho o nueve hombres, clavaban las pértigas en la nieve y gritaban el nombre de su hermano. Habían pasado dos días desde que encontraron a Erlendur y tres desde que la tormenta separó al padre y sus dos hijos. Los hermanos consiguieron mantenerse juntos al principio. Gritaban en medio de la nevada e intentaban escuchar la voz de su padre. Erlendur, dos años mayor, llevaba de la mano a su hermano, pero las manos se abotargaron con el frío y Erlendur ni siquiera se dio cuenta cuando se soltaron. Creía que aún lo llevaba de la mano cuando se dio la vuelta y ya no lo vio. Mucho más tarde creyó recordar el roce de una mano deslizándose de la suya, pero aquel recuerdo lo había construido él mismo. En ningún momento había notado que sucediera nada.

Estaba convencido de que iba a morir, a los diez años de edad, en una tormenta de nieve que no lo dejaría escapar. Lo atacaba desde todas direcciones, lo desgarraba, lo golpeaba y le impedía la visión, fría, feroz e implacable. Por fin cayó en la nieve e intentó enterrarse en ella. Se quedó allí, pensando en su hermano, que también estaría muñéndose en el páramo.

Despertó al sentir un violento pinchazo en el hombro, y de pronto apareció un rostro desconocido. No oyó lo que decía aquel hombre. Quería seguir durmiendo. Lo sacaron de la nieve y se fueron relevando para bajarlo del páramo, aunque él apenas recordaba nada de su vuelta a casa. Oía voces. Oyó a su madre que lo arropaba. Un médico lo examinó. Congelaciones en manos y pies, pero nada demasiado serio. Vio la habitación de su padre. Lo vio sentado solo en el borde de la cama, como si lo que estaba sucediendo no tuviera nada que ver con él.

Dos días más tarde, Erlendur ya pudo levantarse. Estaba al lado de su padre, se sentía solo y asustado. Le había asaltado un extraño remordimiento cuando empezó a recuperarse y a recobrar las fuerzas. ¿Por qué él? ¿Por qué él y no su hermano? Y si no le hubieran encontrado a él, ¿quizás habrían podido encontrar a su hermano? Ardía en deseos de preguntárselo a su padre y preguntarle por qué no había participado en la búsqueda. Pero no preguntó nada. Se limitó a mirarlo, a mirar los profundos surcos de su rostro, los pelos de su barba y los ojos negros de dolor.

Así transcurrió largo rato, sin que su padre le prestara atención alguna. Erlendur puso su mano sobre la suya y le preguntó si tenía él la culpa. De que su hermano hubiera desaparecido. Porque no lo había sujetado con la suficiente fuerza, y porque habría debido vigilarlo mejor, y habría debido tenerlo junto a él cuando lo encontraron. Preguntó en voz baja y vacilante, y no pudo impedir los sollozos. Su padre dejó caer la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas y abrazó a Erlendur con fuerza, y él también rompió a llorar, hasta que aquel cuerpo enorme, imponente, tembló y se agitó en los brazos de su hijo.

Todo esto pasó por la mente de Erlendur hasta que oyó de nuevo los chirridos del disco. No se había permitido aquellos pensamientos en largo tiempo, pero de pronto sus recuerdos se cernieron sobre él y sintió de nuevo aquel profundo dolor, un dolor que jamás sería olvidado ni enterrado.

Tal era la fuerza del niño del coro.

13

En la mesilla de noche sonó el teléfono del hotel. Erlendur levantó la aguja del tocadiscos y lo apagó. Era Valgerdur. Dijo que Henry Wapshott no estaba en su habitación. Cuando pidió que lo llamaran y lo buscaran por el hotel, no lo encontraron por ningún sitio.

– Me dijo que esperaría para la prueba -dijo Erlendur-. ¿Se habrá marchado ya del hotel? Tengo entendido que había reservado plaza para el vuelo de esta noche.

– Eso no lo he comprobado -dijo Valgerdur-. No puedo seguir esperando mucho más, y…

– No, claro, perdona -dijo Erlendur-. Te lo enviaré en cuanto lo encuentre. Perdona.

– No pasa nada; me voy, pues.

Erlendur vaciló. No sabía qué decir, pero tampoco quería despedirse de ella tan pronto. El silencio se prolongó y de pronto sonaron unos golpecitos en la puerta de su habitación. Pensó que sería Eva Lind, que venía a visitarlo.

– Me encantaría volverte a ver -dijo-, pero lo comprenderé perfectamente si no te apetece.

Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza.

– Me gustaría contarte la verdad de lo que hay detrás de esas historias de gente que se pierde en la montaña -dijo Erlendur-. Si te apetece oírlo.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Te parece bien?

Ni él mismo sabía exactamente lo que quería decir. Por qué motivo quería contarle a aquella mujer algo que no le había contado a nadie, salvo a su propia hija. Por qué no lo dejaba estar y continuaba su vida sin molestar a nadie con aquella historia, ni ahora ni en ningún otro momento.

Valgerdur tardaba en responder, y llamaron a la puerta por tercera vez. Erlendur dejó el auricular y abrió la puerta sin mirar quién era su visitante, imaginó que no podía ser sino Eva Lind. Cuando volvió a coger el auricular, Valgerdur ya no estaba.

– Hola -dijo-. Hola. -No hubo respuesta.

Colgó el teléfono y se volvió. En la habitación había un hombre al que no había visto nunca. Era de baja estatura, vestido con un grueso abrigo de invierno de color azul oscuro, bufanda y una gorra azul en la cabeza. Brillaban perlas de agua sobre la gorra y el abrigo de la nieve al derretirse. Tenía el rostro bastante grueso, con labios carnosos y unas bolsas rojizas inmensas bajo unos ojos pequeños y de aspecto cansino. Le recordó a Erlendur las fotos del poeta W. H. Auden. Una gotita le colgaba de la nariz.

– ¿Eres Erlendur? -preguntó.

– Sí.

– Me dijeron que viniera a este hotel a hablar contigo -dijo el hombre, que se quitó la gorra y la sacudió ligeramente contra el abrigo. Se secó la gota de la nariz.

– ¿Quién te dijo eso? -preguntó Erlendur.

– Dijo llamarse Marión Briem. No sé quién es. Dijo que estaba investigando el caso de Gudlaugur Egilsson y hablando con quienes lo conocieron entonces y ahora. Yo soy uno de los que lo conocieron en el pasado, y Marión me encargó que hablara contigo.

– ¿Y tú quién eres? -Erlendur tuvo la vaga sensación de que reconocía aquel rostro, pero no conseguía recordar por qué.

– Mi nombre es Gabriel Hermannsson, y en otros tiempos fui director del Coro Infantil de Hafharfjórdur -dijo el hombre-. ¿Puedo sentarme en la cama? Todos esos pasillos largos…

– ¿Gabriel? Ah claro. Sí, por favor. Siéntate. -El hombre se desabotonó el abrigo y se aflojó la bufanda. Erlendur cogió la funda del segundo disco de Gudlaugur y observó la foto del Coro Infantil de Hafnarfjórdur. El director del coro miraba a la cámara con gesto alegre-. ¿Eres este? -le preguntó, entregando la funda al visitante.

El hombre miró la funda y asintió con un movimiento de cabeza.

– ¿Dónde lo conseguiste? Hace decenios que es imposible encontrar esos discos. Yo perdí los míos por una estúpida insensatez. Se los presté a alguien. Nunca hay que prestar nada.

– Era de él -respondió Erlendur.

– Aquí no tenía más de, a ver, más de veintiocho años -dijo Gabriel-. Cuando tomaron la foto. Es increíble, cómo pasa el tiempo.

– ¿Qué te dijo Marión?

– No mucho. Le expliqué que había conocido a Gudlaugur y me dijo que tenía que hablar contigo. Tenía que venir a Reikiavik por un asunto y decidí aprovechar la oportunidad.

Gabriel dudó un momento.

– No distinguí demasiado bien la voz -continuó-, y estaba dándole vueltas a si era un hombre o una mujer. ¿Marión? ¿Qué clase de nombre es ese? Me pareció estúpido preguntárselo, pero no llegué a ninguna conclusión. En general, se nota por la voz. ¿Es un nombre de mujer o de hombre? La persona en cuestión parecía ser de mi misma edad o algo mayor, aunque no se lo pregunté. Curioso nombre, Marión Briem.

Erlendur notó en su voz auténtica curiosidad, casi urgencia por saberlo, como si ello tuviera una gran importancia para aquel hombre.

– Pues yo nunca lo he pensado -repuso Erlendur-. Lo del nombre. Marión Briem. He estado escuchando este disco -dijo, señalando la funda-. Canta de una forma espléndida, eso es innegable. Teniendo en cuenta lo pequeño que era el chico.

– Gudlaugur fue quizá el mejor escolano que tuvimos en bastante tiempo -dijo Gabriel, mirando la funda-. Pensándolo bien…

Creo que no llegamos a saber bien lo que teníamos entre manos hasta mucho más tarde, incluso hasta hace muy pocos años, casi hasta ahora mismo.

– ¿Cuándo lo conociste?

– Me lo trajo su padre. Por entonces, la familia vivía en Hafnarfjordur, y creo que sigue viviendo allí. La madre murió poco después, y él se dedicó en cuerpo y alma a la educación de sus hijos, Gudlaugur y una chica algo mayor que él. El hombre sabía que yo acababa de volver de estudiar música en el extranjero. Me dedicaba a la enseñanza de música, tanto impartiendo clases particulares como en la Escuela Primaria de Hafnarfjórdur y en otros sitios más. Me nombraron director cuando se decidió crear un coro infantil. Había sobre todo niñas, como siempre, y buscábamos especialmente niños, y un día apareció en mi casa Gudlaugur, acompañado de su padre. Tenía diez años y esa voz maravillosa. Esa voz preciosa. Y sabía cantar. Enseguida me di cuenta de que el padre se mostraba demasiado exigente con el muchacho, y era muy estricto con él. Me dijo que había sido él quien le enseñó todo lo que sabía de canto. Más tarde me enteré de que incluso llegaba a ser tiránico, lo castigaba, lo obligaba a quedarse en casa cuando quería salir a jugar. Creo que el chico no recibió una buena educación, porque probablemente estaba obligado a satisfacer unas exigencias injustas y no le permitían el trato con sus amigos, excepto en forma muy limitada. Era el clásico ejemplo de lo que sucede cuando los padres tienen todo el poder sobre los hijos y quieren que sean exactamente como desean. Creo que la infancia de Gudlaugur no fue excesivamente feliz.

Gabriel calló.

– Has pensado mucho en este asunto, ¿verdad? -dijo Erlendur.

– Simplemente lo vi suceder.

– ¿El qué?

– Que no existe nada tan horrible como someter a los niños a una disciplina férrea y plantearles exigencias imposibles de satisfacer. Y no estoy hablando de disciplina estricta en el caso de niños rebeldes que necesitan control y guía, ese es un asunto completamente distinto. Es imprescindible disciplinar a los niños, naturalmente. De lo que estoy hablando es de cuando no se deja a los niños que sean niños. Cuando no se les deja disfrutar de ser lo que son y de lo que quieren ser, sino que se les obliga e incluso se les fuerza a ser una cosa distinta. Gudlaugur tenía esa preciosa voz infantil, de soprano infantil, y su padre le había asignado ya una misión en la vida. No estoy diciendo que fuera malo con él de forma consciente y calculada, sino que le robó su propia vida. Le robó la infancia.

Erlendur pensó en su propio padre, que nunca hizo otra cosa que inculcarle buenas costumbres y demostrarle su afecto. La única exigencia que le impuso era que se comportara bien y que respetara a los demás. Su padre jamás trató de impedir que fuera él mismo. Pensó en el padre que esperaba el juicio por una feroz agresión a su propio hijo, y vio ante sí a Gudlaugur, intentando todo el tiempo estar a la altura de lo que su padre esperaba de él.

– Es un fenómeno que quizá se ve con especial claridad en las sectas religiosas -continuó Gabriel-. Los niños que nacen en esos grupos de creyentes son obligados a adoptar la fe de sus padres y a vivir, en realidad, la vida de sus padres en vez de la suya propia. Nunca tienen la oportunidad de ser libres, de salir del mundo en el que han nacido y de tomar decisiones autónomas sobre sus propias vidas. Naturalmente, los niños no se percatan de ello hasta mucho más tarde, y algunos, jamás. Pero es frecuente que, en los años de la adolescencia, y también cuando son adultos, se planten y digan que ya no quieren seguir siendo así, y entonces surgen los conflictos. De pronto, el niño no quiere seguir viviendo la vida de sus padres, y eso puede causar serios problemas. Lo vemos por todas partes: el médico quiere que su hijo sea médico. El abogado. El empresario. El piloto. En todas partes hay personas que imponen a sus hijos exigencias ineludibles.

– ¿Fue lo que sucedió en el caso de Gudlaugur? ¿Dijo que hasta aquí hemos llegado? ¿Se rebeló?

Gabriel calló unos instantes.

– ¿Conoces al padre de Gudlaugur?

– Hablé con ellos esta misma mañana -respondió Erlendur-. Con él y con su hija. Están llenos de ira y animosidad, y salta a la vista que no albergaban sentimientos muy cálidos hacia Gudlaugur. No derramaron ni una lágrima por él.

– ¿Y el padre iba en silla de ruedas?

– Sí.

– Sucedió varios años después -dijo Gabriel.

– ¿Después de qué?

– Varios años después de aquel terrible concierto, antes de que el chico fuera de gira por los países nórdicos. Era la primera vez que sucedía algo así, que un chico de aquí saliese al extranjero para cantar como solista, y nada menos que con coros de los países nórdicos. Su padre había enviado los discos a Noruega, y una productora de allí se interesó por él y le organizó una serie de actuaciones, con la idea de editar sus discos en Escandinavia. En cierta ocasión, el padre me confesó que su sueño, quiero decir el sueño del padre, entiéndeme, no el de Gudlaugur, era ver a su hijo cantar con los Niños Cantores de Viena. Y no cabía duda alguna de que estaba en condiciones de hacerlo.

– ¿Qué sucedió?

– Lo que sucede siempre, más pronto o más tarde, con los sopranos infantiles. Intervino la naturaleza -dijo Gabriel-. En el peor momento imaginable de la vida del chico. Habría podido suceder durante un ensayo, habría podido sucederle cuando estaba solo en casa. Pero sucedió allí, y el bendito niño…

Gabriel miró a Erlendur.

– Yo estaba con él entre bambalinas. El coro infantil lo acompañaría en unas piezas y había en la sala muchos muchachos de Hafnarfjórdur, algunos de los mejores músicos de Reikiavik e incluso críticos musicales de los periódicos. El concierto había despertado mucha expectación y, naturalmente, su padre estaba sentado en primera fila. El chico vino a verme mucho después, cuando ya se había marchado de casa, y me contó cómo vivió aquella nefasta velada, y desde entonces he pensado muchas veces en cómo un solo incidente puede dejar en la gente una huella que dura toda su vida.

Todas las plazas del Cine Municipal de Hafnarfjordur estaban ocupadas y sonaba un fuerte murmullo. Con anterioridad, había estado dos veces en aquel magnífico edificio para ver películas, y todo le entusiasmaba: la hermosa iluminación del vestíbulo y el escenario elevado sobre el que se representaban las obras de teatro. Su madre lo había llevado a ver una película antigua, Lo que el viento se llevó, y había visto con su padre y su hermana la última película de dibujos de Walt Disney.

Pero esta vez la gente no había venido a admirar a los héroes de la pantalla, sino para escucharle a él. Para escucharle cantar con esa voz que ya había grabado en dos discos de 45 revoluciones. No sentía miedo, sino incertidumbre. Ya había cantado antes en público, en la iglesia de Hafnarfjordur y en el colegio, y había actuado ante un público numeroso. Bastantes veces se sintió nervioso y pasó auténtico miedo. Luego empezó a comprender que lo que hacía era valioso y deseable a los ojos de los demás, y aquello le ayudó a superar los nervios. Esa era la razón por la que había acudido allí toda aquella gente para oírle cantar, y no había ningún motivo para estar nervioso. La razón era su voz, y su canto. Nada más. Él era la estrella.

Su padre le había mostrado el anuncio en el periódico: «Esta tarde canta el mejor soprano infantil de Islandia». No había nadie mejor que él. Su padre no podía ocultar su alegría y estaba mucho más nervioso que él ante aquella velada. Llevaba días sin hablar de otra cosa. Ojalá su madre estuviera viva y pudiera verle cantar en el Cine Municipal -decía. ¡Se habría alegrado tanto! Se habría alegrado inmensamente.

Su forma de cantar había encantado a la gente de otro país y querían que fuera también allí. Querían que grabara un disco. Lo sabía, decía su padre una vez tras otra. Había trabajado muy duro en la preparación del viaje. El concierto en el Cine Municipal era la culminación de aquel trabajo.

El regidor le enseñó cómo podía mirar a escondidas lo que pasaba en el patio de butacas y ver a la gente. Escuchó el rumor del público y vio a muchas personas que no conocía de nada, y a las que nunca conocería. Vio a la esposa del director del coro con sus tres hijos, sentados en un extremo de la tercera fila. Vio a algunos compañeros de colegio con sus padres, incluso a algunos de los que se burlaban de él, y vio a su padre sentado en el centro de la primera fila, y a su hermana mayor a su lado, mirando embobada. Los parientes de su madre estaban también allí, unas tías a las que apenas conocía, unos señores con los sombreros en la mano, esperando a que se alzara el telón.

Deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él. Sabía que se había sacrificado para conseguir que sacara el máximo provecho de su arte vocal, y ahora se pondrían de manifiesto los resultados de sus esfuerzos. Los ensayos habían sido agotadores. Y nada de refunfuñar. Una vez lo había intentado y su padre se puso furioso.

Tenía plena confianza en su padre. Así había sido siempre. Incluso cuando se veía obligado a cantar en público en contra de su voluntad. Su padre le había empujado y animado y había acabado imponiendo su voluntad. La primera vez que cantó ante desconocidos fue una auténtica tortura; el miedo en el momento de subir al escenario, la timidez ante todas aquellas personas. Su padre se mostraba firme, ni siquiera vaciló cuando se burlaban del niño por el canto. Cuantas más veces cantaba en público en el colegio y en la iglesia más se metían con él los chicos y algunas de las chicas también, le ponían motes, hasta imitaban su forma de cantar, y él no podía entender por qué.

No quería hacer enfadar a su padre. No había conseguido recuperarse plenamente de la muerte de su madre. Tuvo una leucemia que la llevó a la muerte en pocos meses. Su padre estuvo día y noche junto a su cama, la había acompañado al hospital y dormía allí mientras a ella se le iba escapando la vida. Lo último que dijo antes de salir de casa aquella tarde fue: «Piensa en mamá. En lo orgullosa que estaría de ti».

El coro ya había ocupado su posición en el escenario. Todas las chicas llevaban unos vestidos idénticos, pagados por el Ayuntamiento de Hafnarfjordur. Los chicos, camisa blanca y pantalones negros, igual que él. Susurraban, impresionados por la expectación generada por el coro, y dispuestos a dar lo mejor de sí mismos. Gabriel, el director, estaba hablando con el regidor. El presentador apagó su cigarrillo en el suelo. Todo estaba apunto. En un momento se alzaría el telón.

Gabriel lo llamó.

¿Todo bien?-preguntó.

Si. Hay mucha gente.

Sí. Todos han venido a verte a ti. No lo olvides. La gente ha venido única y exclusivamente para verte a ti y para oírte cantar, y tienes que sentirte orgulloso y contento, y no ponerte nervioso. Tal vez sientas como unos gusanillos por dentro, pero se irán en cuanto empieces a cantar. Ya lo sabes.

– Sí.

¿Empezamos?

Asintió con la cabeza.

Gabriel lo tomó por los hombros.

Te resultará muy difícil mirar a toda esa gente ahí sentada, pero limítate a cantar y todo irá bien.

– Sí.

El presentador entrará después de la primera canción. Lo hemos ensayado mucho. Tú empiezas a cantar y ya verás como todo saldrá bien.

Gabriel le hizo una señal al regidor. Hizo otra señal con la mano al coro, que se calló al instante, todos a la vez, y se colocaron bien. Todo estaba listo. Todos estaban listos.

Las luces de la sala bajaron de intensidad. El murmullo cesó. Se alzó el telón.

Piensa en mamá.

Lo último que pasó por su mente antes de que se levantara el telón fue la imagen de su madre en su lecho de muerte, la última vez que la vio, y por un instante perdió la concentración. Estaba con su padre, los dos sentados, uno a cada lado de la cama, y ella se encontraba tan débil que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Los cerró otra vez y pareció que se había quedado dormida, pero entonces se abrieron lentamente, le miró e intentó sonreír. No pudieron volver a charlar. Cuando llegó el momento de despedirse, se pusieron en pie y él siempre lamentó no haberle dado un beso, porque aquella fue la última vez que estuvieron juntos. Se limitó a levantarse y a salir de la habitación con su padre, y la puerta se cerró a su espalda.

Se alzó el telón y miró a su padre. La sala desapareció, lo único que había allí eran los penetrantes ojos de su padre.

Alguien de la sala se echó a reír.

Volvió en sí de nuevo. El coro había empezado a cantar y el director le había hecho la señal, pero él no se dio cuenta. El director intentó aparentar que no pasaba nada, repitió unos compases y esta vez entró él en el momento adecuado, y acababa de comenzar cuando sucedió algo.

Cuando le sucedió algo a la voz.

– Era un gallo -dijo Gabriel, allí sentado en la fría habitación de hotel de Erlendur-. Había hecho un gallo con la voz. En la primera pieza, y todo acabó.

14

Gabriel estaba sentado en la cama, inmóvil, con la mirada perdida en un momento del pasado, en el escenario del Cine Municipal, donde el coro se iba apagando poco a poco. Gudlaugur, que no comprendía lo que le estaba pasando a su voz, carraspeaba una vez tras otra y seguía intentando cantar. Su padre se puso en pie y su hermana subió corriendo al escenario para hacer callar al muchacho. El público, al principio, murmuró por las dificultades del niño, pero enseguida empezaron a oírse risas medio ahogadas en distintos puntos de la sala, risas que fueron haciéndose más evidentes mientras algunos empezaban a silbar. Gabriel se acercó a Gudlaugur para sacarlo de allí, pero el muchacho se había quedado clavado en su sitio. El regidor intentó correr el telón. El presentador subió al escenario con un cigarrillo entre los dedos, pero parecía no tener ni idea de lo que debía hacer. Finalmente, Gabriel logró que Gudlaugur se moviera y lo arrastró consigo. En ese momento su hermana estaba ya con ellos, se volvió hacia el público y les gritó que no se rieran. El padre seguía en el mismo asiento de la primera fila, inmóvil y completamente desconcertado.

Gabriel volvió en sí y miró a Erlendur.

– Aún siento escalofríos cuando pienso en aquello -le dijo.

– ¿Un gallo en la voz? -dijo Erlendur-. No sé mucho de…

– También se dice que se rompe la voz. Lo que sucede es que las cuerdas vocales se alargan con la pubertad, pero el niño sigue formando la voz igual que antes, aunque se hace una octava más baja.

El resultado no es nada bonito, se produce una especia de falsete como en el canto tirolés. Es lo que acaba con todos los niños de coro. A Gudlaugur le habrían podido quedar dos o tres años más, pero maduró demasiado pronto. Las hormonas se pusieron demasiado temprano a hacer de las suyas, ellas fueron las responsables de la noche más amarga y horrible de su vida.

– Debías de ser buen amigo suyo, ya que fue a verte después y te contó todo eso.

– Sí, realmente, sí, me consideraba un amigo de verdad. Luego nos fuimos distanciando, como tantas veces pasa. Yo intenté ayudarle lo mejor que pude y él siguió asistiendo a mis clases de canto. Su padre no quería que abandonase. Estaba decidido a convertir a su hijo en cantante. Hablaba de enviarlo a Italia o a Alemania. Incluso a Inglaterra. Son los que mejor saben tratar la voz de soprano infantil, y tienen una pléyade de niños prodigio venidos a menos. No hay nada de tan corta vida como un niño prodigio.

– ¿Pero no llegó a convertirse en cantante de verdad?

– No. Se había acabado. Puede decirse que tenía una voz de adulto aceptable, aunque nada especial, pero había perdido todo interés. Todo el trabajo invertido en el canto, en realidad, toda su infancia, se quedó en nada aquella tarde. Su padre lo llevó a otros profesores, pero sin resultado. La chispa se había apagado. Gudlaugur se dejó llevar un tiempo para no herir a su padre, pero luego abandonó por completo. Me contó que, en realidad, nunca había querido ser cantante ni niño de coro, ni cantar ni destacar. Todo lo había hecho por su padre.

– Antes me dijiste que algo sucedió varios años después -dijo Erlendur-. Varios años después del concierto del Cine Municipal. Me dio la impresión de que era algo relacionado con el padre y su silla de ruedas. ¿Me equivoco?

– Poco a poco fue creándose un abismo entre ellos. Entre Gudlaugur y su padre. Ya me comentaste su actitud cuando estuvo aquí con su hija. Claro que yo no conozco toda la historia. Solo una parte.

– Pero me ha parecido entender que la relación entre Gudlaugur y su hermana era muy cariñosa.

– De eso no cabe ninguna duda-dijo Gabriel-. Ella asistía frecuentemente a los ensayos del coro y siempre estaba con él cuando cantaba en las celebraciones de la escuela o la iglesia. Se portaba bien con él, pero también adoraba a su padre. Éste tenía una personalidad muy fuerte. Era inflexible y duro como el mármol cuando estaba decidido a imponer su voluntad, pero de vez en cuando sabía ser tierno. Ella acabó por ponerse de su parte. El chico se rebeló radicalmente contra su padre. No tengo una idea exacta de cómo fue, pero llegó un momento en que lo odiaba y le echaba la culpa de lo que había pasado. No solo de lo sucedido en el escenario, sino de todo lo habido y por haber.

Gabriel calló un instante.

– En una de las últimas ocasiones en que hablamos, me dijo que su padre le había robado la infancia. Que lo había convertido en una atracción de feria.

– ¿Una atracción de feria?

– Esa fue la expresión que utilizó, pero no acabé de comprender lo que quería decir. Fue poco después del accidente.

– ¿Del accidente?

– Sí.

– ¿Qué sucedió?

– Me parece que Gudlaugur tendría casi veinte años. Había dejado ya el colegio. Después de eso se marchó de Hafnarfjordur. Para entonces, la relación entre nosotros se había interrumpido prácticamente por completo, pero imagino que el accidente fue causado por aquella rebeldía que lo dominaba. Por la furia que se había ido acumulando en él.

– ¿Se marchó de casa después del accidente?

– Sí, eso creo.

– ¿Qué sucedió?

– En su casa había una escalera alta y empinada. Estuve allí en una ocasión. Subía del vestíbulo al piso de arriba. Era una escalera de madera con escalones bastante estrechos. Seguramente todo empezó como una de las peleas habituales entre Gudlaugur y su padre, que tenía el despacho en el piso de arriba. Habían llegado al borde de la escalera, en el piso superior, y tengo entendido que Gudlaugur lo apartó de un empujón y el padre cayó por la escalera. Fue una mala caída. Nunca se volvió a poner en pie. Fractura de columna. Parálisis de cintura para abajo.

– ¿Fue solo un accidente? ¿Lo sabes con seguridad?

– Eso solo lo puede saber Gudlaugur. Y su padre. Éste y la hermana lo borraron completamente de sus vidas. Rompieron toda relación y no quisieron volver a saber nada de él. Eso apunta quizás a que hubiera sido una agresión. Quizá no se trató de un simple accidente.

– ¿Y cómo lo sabes? ¿No has dicho que ya no tenías relación con ellos?

– La comidilla de la ciudad era que había tirado a su padre por las escaleras. Lo investigó la policía.

Erlendur lo miró.

– ¿Cuándo viste a Gudlaugur por última vez?

– Fue precisamente aquí, en el hotel, por pura casualidad. Yo no tenía idea de qué había sido de él. Había salido a comer con una gente y de pronto lo vi delante de mí, con el uniforme de portero. Al principio no lo reconocí. Había transcurrido muchísimo tiempo. Fue hace cinco o seis años. Me acerqué a él y le pregunté si se acordaba de mí, y estuvimos charlando un rato.

– ¿De qué?

– De todo y de nada. Le pregunté cómo le iban las cosas, y eso. Él estuvo bastante callado. Me pareció que no se sentía cómodo hablando conmigo. Era como si le recordara un pasado del que ya no quería saber nada. Me dio la sensación de que se avergonzaba de su uniforme de portero. A lo mejor era alguna otra cosa. No lo sé. Le pregunté por su familia y me dijo que no tenía relación alguna con ellos. Luego no supimos qué más decir y nos despedimos.

– ¿Tienes idea de quién puede haber querido matar a Gudlaugur? -preguntó Erlendur.

– Ni la más mínima -respondió Gabriel-. ¿Cómo fue la agresión? ¿Cómo lo mataron?

Preguntó con tacto, con pena en los ojos, no para soltárselo a otros en cuanto volviera a su casa o se reuniera con sus amigos, sino para saber cómo había terminado la vida de aquel muchacho tan prometedor al que tiempo atrás había enseñado a cantar.

– No puedo entrar en detalles -dijo Erlendur-. Se trata de información confidencial por necesidades de la investigación.

– Sí, claro -dijo Gabriel-. Lo comprendo. La investigación de la policía… ¿Tenéis alguna pista? Supongo que tampoco puedes decirme nada respecto a eso, perdón. No consigo imaginarme quién podría haber querido matarlo, pero naturalmente hace mucho que perdí todo contacto con él. Lo único que sabía de él es que trabajaba en este hotel.

– Llevaba muchos años trabajando de portero, y de chico para todo. De Papá Noel, por ejemplo.

Gabriel suspiró.

– ¡Qué triste destino!

– Lo único que encontramos en su habitación, aparte de estos discos, fue un cartel de cine que tenía colgado en la pared. Es de una película de Shirley Temple, del año 1939, llamada La pequeña princesa, The Little Princess. ¿Tienes alguna idea de por qué lo guardaba, o por qué lo apreciaba tanto? En la habitación no había prácticamente nada más.

– ¿Shirley Temple?

– La niña prodigio.

– Naturalmente, hay una similitud bastante obvia -dijo Gabriel-. Gudlaugur se veía a sí mismo como un niño prodigio, y lo mismo puede decirse de cuantos lo rodeaban. Pero en realidad no veo más conexión.

Gabriel se levantó, se colocó la gorra, se abrochó el abrigo y se envolvió el cuello en la bufanda. Los dos guardaban silencio. Erlendur le abrió la puerta y lo acompañó al pasillo.

– Muchas gracias por venir a verme -dijo, estrechando su mano.

– De nada -dijo Gabriel-. Es lo menos que podía hacer por vosotros. Y por ese buen muchacho.

Vaciló, como si fuera a decir algo más pero no supiera cómo expresarlo.

– En él había una terrible inocencia -dijo por fin-. Un chico muy ingenuo. Le habían hecho creer que era único y especial, y que sería famoso, que tendría el mundo entero a sus pies. Los Niños Cantores de Viena. En este país tendemos a hacer una enormidad de cualquier minucia, y ahora más que en cualquier otro momento de nuestra historia; es como una costumbre de esta nación que jamás ha conseguido ser la primera en nada. En el colegio se burlaban de él porque lo consideraban distinto, y eso le hizo tener que soportar muchos agravios. Hacía falta una entereza considerable para aguantar todo aquello.

Se despidieron, y Gabriel se dio la vuelta y salió al pasillo. Erlendur se quedó mirándolo, pensando que muy probablemente la historia de Gudlaugur Egilsson le habría arrebatado toda la energía al anciano director de coro.

Erlendur cerró la puerta. Se sentó en el borde de la cama y pensó en el niño del coro y en cómo había acabado disfrazado de Papá Noel con el pantalón bajado. Se preguntaba cómo el destino le había llevado hasta aquel trastero y a la muerte, tantos años después de la gran decepción de su vida. Pensó en el padre de Gudlaugur, inválido en una silla de ruedas, con sus gruesas gafas de montura de asta, y en su hermana, con aquella afilada nariz de águila y la aversión hacia su hermano. Pensó en el obeso director del hotel, que lo había echado a la calle, y en el jefe de recepción que aseguraba no conocerlo. Pensó en los empleados del hotel, que ignoraban quién era Gudlaugur. Pensó en Henry Wapshott, que había hecho un largo viaje para visitar al escolano, porque el niño Gudlaugur, con su alegría y su bella voz, seguía existiendo y existiría siempre para él.

Antes de darse cuenta, estaba pensando en su propio hermano.

Erlendur volvió a poner el mismo disco en el giradiscos, se tumbó en la cama, entornó los ojos y volvió mentalmente a su hogar.

Aquella canción era, quizá, también la suya.

15

Cuando Elínborg regresó de Hafharfjórdur esa tarde, se dirigió directamente al hotel para hablar con Erlendur.

Subió a su planta y llamó a la puerta, pero al no obtener respuesta volvió a hacerlo; y una tercera vez. Estaba a punto de marcharse cuando finalmente se abrió la puerta y Erlendur la hizo pasar. Se había dormido mientras pensaba, y tenía la cabeza en otro sitio cuando Elínborg empezó a contarle lo que había descubierto en Hafnarfjórdur. Había hablado con el antiguo director del colegio de primaria, un hombre de edad ya muy avanzada que recordaba bien a Gudlaugur, aparte de que su esposa, que murió diez años atrás, había sido muy buena amiga de la madre del muchacho. Con ayuda del director localizó a tres compañeros de clase de Gudlaugur, que aún vivían en Hafharfjórdur. Uno de ellos había asistido al recital del Cine Municipal. Habló con antiguos vecinos de la familia en Hafnarfjórdur y con personas que tuvieron relación con ella en el pasado.

– En este país de enanos, nadie tiene derecho a destacar -dijo Elínborg, sentándose en la cama-. Nadie puede ser diferente en ningún sentido.

Todos sabían que Gudlaugur estaba llamado a ser algo especial en la vida. Él nunca hablaba de ello, en realidad nunca hablaba de sí mismo, pero todos lo sabían. Había tomado clases de piano y estudiaba canto, primero con su padre, después con el director del coro infantil y por último con un conocido cantante que había vivido en Alemania y había regresado al país. La gente no tenía para él más que elogios. Le aplaudían y él hacía reverencias con su camisa blanca y sus pantalones negros, un auténtico caballero, finísimo. Qué niño tan bueno es Gudlaugur, decía la gente. Y se editaron discos en los que cantaba. Pronto sería famoso en el extranjero.

No era originario de Hafnarfjordur. Su familia había llegado del norte, después de vivir un tiempo en Reikiavik. Decían que su padre era hijo de un organista y que en su juventud había estudiado canto en el extranjero. Corría la voz de que había comprado la casa de Hafnarfjordur con el dinero heredado de su padre, que se enriqueció después de la guerra gracias al ejército estadounidense. Decían que la herencia era tan enorme que no necesitaría más dinero en toda su vida. Y eso que él no hacía ostentación alguna de su riqueza en la vida social de la ciudad. Cuando iba de paseo con su mujer se quitaba el sombrero y saludaba con mucha cortesía a todo el mundo. Se contaba que ella era hija de un armador. Nadie sabía de dónde. Habían hecho pocos amigos en la ciudad. La mayoría de sus amigos vivían en Reikiavik, si es que los tenían. No parecía que en su casa recibieran visitas con frecuencia.

Cuando los chicos del barrio o los compañeros de colegio de Gudlaugur preguntaban por él, solían decirles que tenía que quedarse en casa para estudiar, hacer los deberes, practicar con el piano o tomar clases de canto. A veces le permitían salir con sus compañeros, pero entonces estos se daban cuenta de que no era tan bruto como ellos, era extrañamente sensible. Nunca se ensuciaba la ropa, no saltaba en los charcos de barro, cuando jugaba al fútbol parecía casi una niñita, y hablaba de una forma espantosamente culta. A veces hablaba de personas con nombres extranjeros. Un tal Schubert. Y cuando ellos le contaban las últimas novelas de aventuras que habían leído, o las películas que veían en el cine, les respondía que él leía poemas. Quizá no tanto porque le gustaran a él, sino porque su padre le decía que le vendría bien leer poemas. Por la manera en que lo contaba, los demás creían que su padre lo tenía sometido a unas reglas muy estrictas. Un poema cada tarde.

Su hermana era distinta. Más dura. Más parecida a su padre, que no parecía imponerle tantas exigencias como al chico. La niña tomaba clases de piano y empezó a cantar en el coro infantil, igual que su hermano, desde el momento en que se creó. Las amigas de la chica decían que envidiaba a su hermano, a veces, cuando su padre lo elogiaba encarecidamente, y además, la madre parecía preferir al hijo antes que a la hija. Todos decían que Gudlaugur y su madre se llevaban especialmente bien. Era como si ella extendiera sobre él una mano protectora.

En cierta ocasión, un compañero de clase de Gudlaugur esperaba en el vestíbulo mientras se producía un buen rifirrafe en la casa, discutían si el niño podía o no salir a jugar. El padre llevaba puestas unas gruesas gafas y estaba en lo alto de la empinada escalera, Gudlaugur en los escalones de abajo y la madre en la puerta del vestíbulo, diciendo que por qué no iba a poder salir el chico a jugar un rato. Que no tenía muchos amigos, que estos venían pocas veces a preguntar por él, y que ya continuaría con sus ejercicios más tarde.

– ¡Sigue con los ejercicios! -gritó el padre-. ¿Crees que es algo que puedes dejar cuando te apetezca y volver cuando te parezca bien? ¿Es qué no entiendes de qué va esto? ¡Nunca lo comprenderás!

– No es más que un niño -dijo la madre-, y no le sobran amigos. También hay que dejarle ser un niño.

– No pasa nada -dijo Gudlaugur, y se acercó adonde se encontraba su amigo-. A lo mejor salgo después. Vete tú ahora, yo iré más tarde.

El chico salió y oyó al padre gritar desde lo alto de la escalera, antes de que se cerrara la puerta: «Nunca más te atrevas a llevarme la contraria en presencia de extraños».

Con el tiempo, Gudlaugur se fue aislando cada vez más en el colegio, y los chicos de los cursos superiores empezaron a meterse con él. Al principio de una manera inocente. Todos se burlaban de todos, había peleas y tortas en el patio, como en cualquier escuela, pero al cabo de dos años, cuando Gudlaugur había cumplido los once, la mayor parte de las burlas y los golpes se concentraban en él. El colegio no era muy grande, comparado con los de ahora, y todos sabían que Gudlaugur era diferente. Estudiaba música y canto con el nuevo coro infantil, y nunca lo dejaban salir a jugar. Siempre estaba pálido y enfermizo. No salía de casa. Los chicos de la clase y los del barrio dejaron de ir a preguntar a su casa y se dedicaban a burlarse de él cuando iba a la escuela. Su cartera desaparecía, o estaba vacía cuando la recogía. Le daban empujones por la calle. Le rasgaban las ropas. Le pegaban. Le ponían motes. Nunca lo invitaban a las fiestas de cumpleaños.

Gudlaugur no sabía qué hacer para defenderse. No comprendía lo que pasaba. Su padre se quejó al director del colegio, que prometió poner coto a todo aquello, pero no había mucho que él pudiera hacer, y Gudlaugur siguió llegando a casa lleno de moretones y sin nada en la cartera. Su padre pensó en sacarlo de la escuela, e incluso en marcharse de la ciudad, pero era testarudo y no quería rendirse, había participado en la creación del coro infantil y estaba muy contento con el joven que tenían como director. Sabía que el coro sería un buen campo de prácticas para Gudlaugur, y que allí conseguiría despertar la atención de la gente con el tiempo, y que el acoso escolar -expresión que entonces no se utilizaba todavía, advirtió Elínborg- al que era sometido Gudlaugur acabaría por desaparecer.

La reacción de éste fue la rendición absoluta, se volvió reservado y solitario, y se concentró en el canto y el piano, donde su alma parecía hallar la calma. En ese terreno, todo le salía a pedir de boca. Se daba cuenta de sus capacidades. Pero la mayor parte de los días se sentía muy mal, y cuando murió su madre, fue como si muriese él también.

Siempre se lo veía solo, e intentaba sonreír cuando se encontraba con los chicos del colegio. Grabó un disco del que se habló en los periódicos. Parecía que su padre había tenido razón, después de todo. Gudlaugur llegaría a ser algo especial en la vida.

Una compañera suya de la escuela había ido con sus padres al Cine Municipal, y mientras los otros se echaban a reír, ella rompió a llorar cuando la hermana de Gudlaugur y el director del coro lo sacaron del escenario.

Poco tiempo después, por alguna razón que pocos sabían, le dieron un nuevo apodo en el barrio.

– ¿Cómo lo llamaron? -preguntó Erlendur.

– El director del colegio no lo sabía -dijo Elínborg, y sus compañeros parecían no recordarlo o no quererlo decir. Pero aquello tuvo un profundo efecto sobre el muchacho. En eso estaban todos de acuerdo.

– Por cierto, ¿qué hora es? -preguntó Erlendur de repente, como si hubiera tenido un sobresalto.

– Deben de ser más de las siete -dijo Elínborg-. ¿Algo no va bien?

– Maldita sea, me he pasado el día durmiendo -dijo Erlendur, y se puso en pie de un salto-. Tengo que encontrar a Henry. Hoy a mediodía tenían que tomarle una muestra pero no lo encontramos.

Elínborg miró el tocadiscos, los altavoces y los discos.

– ¿Algo interesante ahí? -preguntó.

– Es magnífico, absolutamente magnífico -dijo Erlendur-. Tendrías que oírlo.

– Me voy a ir a casa -dijo Elínborg, que también se había levantado-. ¿Tienes intención de pasar las navidades en el hotel? ¿No piensas irte a casa?

– No lo sé -respondió Erlendur-. Ya veré.

– Si quieres estar con nosotros en casa, eres bienvenido. Ya lo sabes. Tengo jamón frío. Y habrá lengua de ternera.

– No te preocupes -dijo Erlendur, y abrió la puerta-. Vete a casa, yo voy a ocuparme de Henry.

– ¿Dónde ha estado Sigurdur Óli todo el día? -preguntó Elínborg.

– Iba a ver si averiguaba algo sobre Henry con la policía británica. Probablemente se habrá ido ya a casa.

– ¿Por qué hace tanto frío en esta habitación?

– El radiador está estropeado -dijo Erlendur, cerrando la puerta.

Cuando llegaron al vestíbulo, se despidió de Elínborg y fue a ver al ¡efe de recepción a su despacho. Resultó que no habían visto a Henry en el hotel en todo el día. La llave de la habitación no estaba en la casilla, pero no se había despedido del hotel. Aún no había pagado la cuenta. Erlendur sabía que pensaba regresar a Londres en el vuelo de esa noche, y no disponía de ningún indicio sólido para impedirle salir del país. No había tenido noticia alguna de Sigurdur Óli. Se movía inquieto por el vestíbulo.

– ¿Puedes ayudarme a entrar en su habitación? -preguntó al jefe de recepción. Este sacudió la cabeza.

– Podría haber huido -dijo Erlendur-. ¿Sabes a qué hora sale el vuelo de Londres de esta noche? ¿A qué hora?

– El avión de la tarde se ha retrasado mucho -dijo el recepcionista jefe. Una de sus obligaciones era estar perfectamente informado sobre los vuelos-. Creen que despegará hacia las nueve.

Erlendur hizo varias llamadas telefónicas. Descubrió que Henry Wapshott había reservado plaza en el vuelo de Londres. Todavía no había facturado el equipaje. Erlendur dio instrucciones de que le detuvieran en el control de pasaportes del vuelo y lo mandaran de vuelta a Reikiavik. Tenía que inventar un motivo para que la policía de Keflavík retuviera a aquel hombre, y vaciló un instante mientras pensaba en si sería conveniente inventarse algo. Sabía que los medios de comunicación se pondrían las botas si explicaba la verdad, pero en aquel momento no se le ocurrió ninguna mentira y acabó por decir la pura verdad, que Henry era sospechoso en un caso de homicidio.

– ¿No puedes dejarme entrar en su cuarto? -preguntó Erlendur al recepcionista, otra vez-. No tocaré nada. Solo necesito saber si se ha largado. Necesitaría muchísimo tiempo para conseguir una orden judicial. Es solo asomar la cabeza un momento.

– Es posible que aún venga a despedirse del hotel -dijo el jefe de recepción, que se había puesto rígido-. Aún queda un buen rato para su vuelo, tiene tiempo de volver al hotel, recoger su equipaje, pagar la cuenta y tomar el autobús al aeropuerto de Keflavík. ¿No prefieres esperar aquí?

Erlendur reflexionó un momento.

– ¿No puedes mandar alguien a arreglar su cuarto, y yo paso por delante de la puerta abierta? ¿Tan difícil es eso?

– Tienes que comprender mi situación -dijo el jefe de recepción-. Para nosotros, lo primero son los intereses de nuestros huéspedes. Tienen derecho a su privacidad, como si estuvieran en su propia casa. Si quebranto esa norma y alguien se entera, o si se menciona en las actuaciones del caso, nuestros clientes no volverán a confiar en nosotros. No puede ser más sencillo. Tienes que comprenderlo.

– Estamos investigando un crimen cometido en el hotel -dijo Erlendur-. ¿La reputación del hotel no se ha ido al garete ya?

– Trae una orden judicial y no habrá ningún problema.

Erlendur suspiró y se alejó de la recepción. Sacó el móvil y llamó a Sigurdur Óli. La llamada sonó un buen rato, pero finalmente respondió Sigurdur. Erlendur oyó voces al fondo.

– ¿Dónde te has metido? -preguntó Erlendur.

– Estoy haciendo el pan -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Haciendo el pan?

– Sí, preparando el pan de Navidad. Con la familia de Bergthóra. La misma costumbre de todas las navidades. ¿Ya has vuelto a tu casa?

– ¿Qué te han dicho de Henry Wapshott los ingleses?

– Estoy a la espera. Me informarán mañana. ¿Pasa algo con él?

– Creo que está tratando de evitar que le tomemos la muestra de saliva -dijo Erlendur, y vio al recepcionista jefe dirigirse a su despacho con un papel en la mano-. Creo que está intentando dejar el país sin despedirse de nosotros. Hablaré contigo mañana por la mañana. No te cortes los dedos.

Erlendur guardó el móvil en el bolsillo. El recepcionista jefe se había acercado a él.

– Se me ocurrió mirar la ficha de Henry Wapshott -dijo, entregándole el papel a Erlendur-. Para poder ayudarte, aunque sea solo un poco. No debería hacer esto, pero…

– ¿Qué es? -preguntó Erlendur pasando la mirada por el papel. Vio el nombre de Henry Wapshott y unas fechas.

– Se ha alojado en el hotel todas las navidades de los últimos tres años -dijo el jefe de recepción-. Por si eso te sirve de alguna ayuda.

Erlendur miró fijamente las fechas.

– Dijo que era la primera vez que venía al país.

– De eso no sé nada -dijo el jefe de recepción-. Pero ha estado antes en el hotel.

– ¿Le recuerdas? Supongo que sí, si es cliente fijo.

– No recuerdo haberle hecho yo la ficha. El hotel tiene más de doscientas habitaciones, y en Navidad siempre hay mucho trabajo, de modo que es fácil que pase desapercibido entre tanta gente, y además se queda poco tiempo. Solo unos cuantos días. No he notado nada especial esta vez, pero me acordé de él al mirar la ficha. En cierto modo, es igual que tú. Tiene las mismas exigencias especiales.

– ¿Qué quieres decir, igual que yo? ¿Exigencias especiales? -Erlendur no podía imaginarse qué podía tener en común con Henry Wapshott.

– Parece estar interesado por la música.

– ¿De qué me estás hablando?

– Aquí lo tienes -dijo el recepcionista jefe señalando el papel-. Anotamos los deseos especiales de nuestros huéspedes. En la mayoría de los casos.

Erlendur leyó el papel.

– Quería un aparato de música en su habitación -dijo el recepcionista jefe-. No un estupendo lector de CD, sino uno de esos trastos viejos. Exactamente igual que tú.

– ¡Maldito embustero! -exclamó Erlendur, y sacó de nuevo el móvil.

16

Poco después se emitió una orden de busca y captura contra Henry Wapshott. Lo capturaron cuando iba a tomar el vuelo de Londres. Wapshott fue trasladado a los calabozos de la policía en Hverfisgata, y Erlendur obtuvo una orden judicial para registrar su habitación. Los agentes de la policía científica llegaron al hotel a medianoche. Peinaron la habitación en busca del arma del crimen, pero los resultados fueron muy modestos. Lo único que encontraron fue una maleta que, obviamente, Wapshott pensaba dejar allí, el neceser de afeitado en el baño, un tocadiscos viejo, parecido al que le habían prestado a Erlendur, un televisor y un aparato de vídeo, algunos diarios y revistas inglesas. Una de estas era Record Collector. Un experto en huellas dactilares buscó posibles pruebas de que Gudlaugur hubiera estado en la habitación. Rastrearon los marcos de la puerta y los bordes de la mesa. Erlendur estaba en el pasillo observando a los técnicos. Le apetecía un cigarrillo e incluso una copa de Chartreuse, porque se acercaba la Navidad; y echaba en falta su sillón y sus libros. Pensó en marcharse a casa. No sabía realmente por qué estaba alojado en aquel hotel de muerte. No sabía qué hacer.

Caía al suelo el polvo blanco para la detección de huellas que usaban los técnicos.

Erlendur vio al director del hotel, que avanzaba por el pasillo con sus andares de pato. Llevaba en alto un pañuelo, jadeaba y resoplaba. Miró la habitación y a los técnicos que trabajaban en ella, y sonrió de oreja a oreja.

– Me han dicho que ya le habéis cazado -dijo pasándose el pañuelo por el cuello-. Y que es un extranjero.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Erlendur.

– Pues por la radio, claro -dijo el director, que no podía ocultar su alegría, y es que tenía buenos motivos para sentirse contento. Habían encontrado al culpable de aquella atrocidad, que además no era un islandés ni un empleado del hotel El director resopló-: En las noticias han dicho que le detuvieron en el aeropuerto de Keflavík cuando intentaba marcharse a Londres. ¿Un inglés, quizá?

Sonó el móvil de Erlendur.

– No tenemos ni idea de si se trata de la persona que estamos buscando -dijo Erlendur, y cogió el teléfono.

– No hace falta que bajes -dijo Sigurdur Óli cuando respondió Erlendur-. Al menos por ahora.

– ¿No estabas haciendo el pan de Navidad? -preguntó Erlendur, alejándose del director del hotel para hablar por el móvil.

– Está bien borracho -dijo Sigurdur Óli-. Ese tal Henry Wapshott. No servirá de nada hablar con él. ¿No valdría más la pena dejarle dormir la borrachera esta noche e interrogarle mañana temprano?

– ¿Opuso resistencia?

– No, en absoluto. Por lo que me han dicho, les acompañó en silencio y sin protestar. Lo detuvieron en la inspección de pasaportes y lo mantuvieron retenido en la sala de registros, y cuando llegó la policía, lo metieron directamente en un coche patrulla y lo trajeron a Reikiavik. Ninguna resistencia. Está muy callado, eso sí, y se durmió en el coche durante el camino a la ciudad. Ahora está durmiendo en la celda.

– Por lo que sé -dijo Erlendur-, en las noticias han informado de la detención -miró al director del hotel-. La gente confía en que se trate del auténtico culpable.

– Solo llevaba equipaje de mano. Un maletín grande para guardar documentos.

– ¿Contiene algo interesante?

– Discos. Antiguos. Trastos de vinilo como el que encontramos en la habitación del sótano.

– ¿Te refieres a discos de Gudlaugur?

– Eso me pareció. No muchos. Y llevaba otros discos más. Puedes echarles un vistazo mañana.

– Buscaba discos de Gudlaugur.

– A lo mejor ha podido aumentar su colección -dijo Sigurdur Óli-. ¿Nos vemos mañana por la mañana en comisaría?

– Necesitamos una muestra de saliva -dijo Erlendur.

– Yo me encargo de ello -dijo Sigurdur Óli, y cortaron la conversación.

Erlendur volvió a guardar el móvil en el bolsillo.

– ¿Ha confesado? -preguntó el director del hotel-. ¿Ha confesado ya?

– ¿Recuerdas si el tipo ese había estado antes en el hotel? Henry Wapshott, un inglés. Un hombre de unos sesenta años. Me dijo que era su primera visita a Islandia, pero resulta que ya se había alojado antes en este mismo hotel.

– No recuerdo a nadie con ese nombre. ¿No tendrás una foto suya?

– Necesito encontrar una. Para saber si alguno de los empleados le conoce. Es posible que alguien se acuerde de ese hombre. No importa que se trate de algo insignificante.

– Ojalá puedas aclarar pronto este asunto -dijo el director del hotel con un hondo suspiro-. Hemos tenido algunas cancelaciones por culpa del crimen. La mayoría, de islandeses. La noticia aún no se ha difundido demasiado por el extranjero. Pero en el bufé hay menos tráfico y las reservas han disminuido. Nunca debí dejar que siguiera viviendo en el sótano. Así le pagan a uno la bondad. Maldita bondad.

– Eres un verdadero manantial de bondad -dijo Erlendur.

El director del hotel lo miró sin saber del todo si le estaba tomando el pelo, pero Erlendur puso cara de póquer. El jefe de la científica salió al pasillo, se dirigió hacia ellos, saludó al director del hotel y se llevó a Erlendur aparte.

– Todo es exactamente igual que lo que tendría cualquier viajero que se alojara en una habitación doble de hotel en Reikiavik -dijo-. El arma homicida no está encima de la mesilla de noche, si era eso lo que esperabas, ni hay ropa ensangrentada en la maleta, en realidad no hay nada que lo relacione con el hombre del sótano. Hay un montón de huellas dactilares ahí dentro. Pero es evidente que ese hombre estaba huyendo. Dejó su habitación como si hubiera bajado un momento al bar. La maquinilla de afeitar está aún enchufada. Un par de zapatos en el suelo. Incluso las zapatillas. En realidad, eso es lo único que sabemos en este momento. Ese hombre tenía mucha prisa. Estaba huyendo.

El jefe volvió a entrar en la habitación y Erlendur se acercó al director del hotel.

– ¿Quién se encarga de la limpieza de este pasillo? -preguntó-. ¿Quién puede entrar en esta habitación? ¿Los encargados de la limpieza se reparten las plantas?

– Sé perfectamente quiénes son las encargadas de este pasillo -dijo el director del hotel-. No hay hombres. Por algún motivo.

Lo dijo con ironía, como si las labores de limpieza fueran una evidente tarea de mujeres.

– ¿Y quiénes son, entonces? -preguntó Erlendur.

– Bueno, pues, por ejemplo, la chica con la que hablaste.

– ¿La chica con la que hablé? -preguntó Erlendur.

– La del sótano -dijo el director del hotel-. La que encontró el cadáver. La chica que encontró muerto a Papá Noel. Este pasillo es suyo.

Cuando Erlendur llegó a su habitación, dos plantas más arriba, Eva Lind estaba en el pasillo, esperándole. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la barbilla sobre las rodillas, y Erlendur creyó que dormía. Cuando su padre se acercó, levantó la vista y extendió las piernas.

– ¡Vaya, me encanta tener que venir a este hotel! -exclamó-. ¿No piensas largarte a casa?

– Esa era mi intención -dijo Erlendur-. Yo también estoy empezando a aburrirme en este edificio.

Pasó la tarjeta por la ranura de la cerradura y la puerta se abrió. Eva Lind se puso en pie y entró en la habitación detrás de él. Erlendur cerró y Eva se tumbó cuan larga era en su cama. Él se sentó junto a la pequeña mesa de escritorio.

– ¿Avanza el casé*. -preguntó Eva, tumbada boca abajo en la cama con los ojos cerrados, como si tuviera intención de dormirse.

– Muy poco a poco -dijo Erlendur-; y deja de usar esa palabra inglesa, case. Deberías haber dicho: ¿Avanza el caso?

– Ay, cállate ya -dijo Eva Lind con los ojos cerrados. Erlendur sonrió. Miró a su hija en la cama y pensó en la clase de educación que habría recibido ella. ¿Le habría exigido demasiado? ¿La habría matriculado en clases de ballet? ¿La habría animado a aprender piano? ¿Habría esperado que llegara a ser una pequeña virtuosa? ¿La habría golpeado si hubiera tirado al suelo su botella de licor?

– ¿Estás ahí? -preguntó Eva, sin abrir los ojos.

– Sí, estoy aquí -dijo Erlendur con voz cansina.

– ¿Por qué no dices nada?

– ¿Qué tengo que decir? ¿Siempre hay que estar diciendo algo?

– Bueno, por ejemplo, lo que estás haciendo en este hotel. En serio.

– No lo sé. No me apetecía irme al apartamento solo, como siempre. Esto es un pequeño cambio.

– ¿Un cambio? ¿Cuál es la diferencia entre estar sin hacer nada en esta habitación o estar sin hacer nada en tu propia casa?

– ¿Quieres oír un poco de música? -preguntó Erlendur intentando evitar la conversación sobre sí mismo. Empezó explicarle el caso a su hija punto por punto, para tener él mismo una visión de conjunto. Le habló de la chica que encontró al Papá Noel apuñalado, que en otros tiempos aquel hombre fue considerado un escolano de dotes extraordinarias, y que los dos discos que había grabado eran muy codiciados por los coleccionistas. Tenía una voz excepcional.

Alargó el brazo para coger el disco que había estado escuchando. Tenía dos salmos y resultaba evidente que se había editado justo antes de unas navidades. En la parte delantera de la funda estaba Gudlaugur con gorro de Papá Noel, sonriendo de oreja a oreja, dejando ver unos dientes de adulto, y Erlendur pensó en la ironía del destino. Puso el disco en el plato y la voz del muchacho inundó la habitación con una hermosa, tierna melodía. Eva Lind abrió los ojos y se incorporó en la cama.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– ¿No te parece magnífico?

– Nunca he oído a un niño cantar de una forma tan hermosa -dijo Eva-. Creo que nunca he escuchado a nadie cantar de una forma tan hermosa -se sentaron en silencio y escucharon la canción hasta el final. Erlendur volvió a estirar el brazo, dio la vuelta al disco y puso el salmo de la segunda cara. Lo estuvieron escuchando, y cuando terminó de sonar, Eva Lind le pidió que lo pusiera otra vez.

Erlendur le habló de la familia de Gudlaugur, del recital del Cine Municipal, de que ni el padre ni la hermana habían estado en contacto con él en más de treinta años, y del coleccionista inglés que había intentado huir del país, y a quien lo único que le interesaba eran los niños de coro. Le contó que los discos de Gudlaugur podrían ser valiosos hoy día.

– ¿Crees que pudieron cargárselo por eso? -preguntó Eva Lind-. ¿Por los discos? ¿Porque hoy día son muy valiosos?

– No lo sé.

– ¿Quedan muchas copias?

– No creo -dijo Erlendur, y probablemente sea eso lo que los hace tan codiciados. Elínborg dice que los coleccionistas buscan objetos únicos en el mundo. Pero igual eso no tiene ninguna importancia. A lo mejor fue alguien del hotel quien le agredió. Alguien que no sabía nada de su pasado como niño de coro.

Erlendur prefirió no contarle a su hija los detalles de cómo encontraron a Gudlaugur. Sabía que en su peor época había ejercido la prostitución y estaba bien enterada de su funcionamiento en Reikiavik. Sin embargo, rechazaba la idea de hablar con ella de ese tema. Ella vivía su vida y pasó por lo que tuvo que pasar sin que en ningún momento él hubiera tenido nada que decir al respecto, pero consideró la posibilidad de que Gudlaugur se hubiera comprado algún favorcillo en el hotel, y le preguntó si sabía si en ese hotel se practicaba la prostitución.

Eva Lind miró a su padre.

– Pobre hombre -dijo ella, pero no respondió. Estaba pensando aún en el niño de coro-. En mi colegio también había una niña así. En primaria. Cantaba, y grabó varios discos. Se llamaba Vala Dogg. ¿La recuerdas? Se montó mucho ruido con ella. Una chiquilla rubia y dulce.

Erlendur agitó la cabeza.

– Era una niña prodigio. Cantaba también en programas infantiles de la radio, y cantaba muy bien, una auténtica muñequita. Su padre era un simple telonero, se dedicaba a la música pop, pero a la madre se le fue la olla y decidió convertirla en una estrella pop. Pobre chica, todos se metían con ella sin parar. En realidad era muy linda y nada presumida ni afectada, pero estaban fastidiándola a todas horas. Aquí no hay más que envidia y mala leche. La acosaron, dejó la escuela y se puso a trabajar. Yo la veía mucho cuando me metí en la droga, y ella ya estaba hecha un guiñapo. Peor que yo. Quemada y olvidada. Me dijo que había sido lo peor que le había sucedido nunca.

– ¿El convertirse en niña prodigio?

– Aquello la destrozó por completo. Nunca llegó a recuperarse. No pudo ser ella misma. Su madre era espantosamente autoritaria. Nunca le preguntó si era eso lo que quería. Le gustaba cantar y le divertía estar sobre el escenario, con las luces y todo eso, pero no comprendía lo que estaba sucediendo. Nunca pudo ser otra cosa que una muñeca de fiestas infantiles. Sólo podía tener esa única dimensión. Ser la preciosa pequeña Vala Dogg. Y encima se metían con ella por todo, y no comprendió nada hasta que creció y se dio cuenta de que nunca sería otra cosa que una linda muñequita que cantaba vestida con faldita de colegiala. Que nunca llegaría a ser una cantante pop mundialmente famosa, como decía siempre su madre.

Eva Lind calló y miró a su padre.

– Se fue totalmente a la mierda. Dijo que lo peor había sido el acoso escolar, aquello la había dejado hecha un trapo. Siempre acabas por tener de ti mismo la misma opinión que tienen los que te torturan.

– Probablemente, a Gudlaugur le sucedió algo semejante -dijo Erlendur-. Se marchó de casa muy joven. Debe de ser un infierno para un chico encontrarse en una situación como esa.

Los dos callaron.

– Claro que hay putas en este hotel -soltó de repente Eva Lind, tumbándose de nuevo en la cama. ¡¿Qué te pensabas?!

– ¿Qué sabes de ese asunto? ¿Algo que me pudiera ayudar?

– Hay putas en todas partes. Se puede llamar a un número y te estarán esperando en el hotel. Putas finas. Ellas no se llaman a sí mismas putas, sino que prefieren el nombre de «servicio de señoritas de compañía».

– ¿Conoces a alguna que tenga relación con este hotel? ¿Chicas o mujeres que ejerzan esa actividad?

– No tienen por qué ser islandesas. También pueden ser emigrantes. Llegan como turistas por unas semanas, para eso no necesitan permiso. Y luego vuelven al cabo de seis meses.

Eva Lind miró a su padre.

– Habla con Stína. Es amiga mía. Conoce este asunto. ¿Crees que fue una puta quien lo mató?

– No tengo ni la menor idea.

Callaron. Fuera, en la oscuridad, resplandecían los copos de nieve que caían al suelo. Erlendur se acordó de que en la Biblia se decía algo acerca de la nieve, algo sobre los pecados y la nieve, e intentó recordarlo con más precisión. «¿Son vuestros pecados como escarlata? ¡Quedarán blancos como la nieve!»

– Estoy a punto de perder el control -dijo Eva Lind. No había tensión alguna en la voz. Ni énfasis.

– Quizás es que no puedes conseguirlo tú sola -dijo Erlendur, que ya había animado a su hija otras veces a buscar ayuda-. A lo mejor debería ayudarte alguna otra persona, aparte de mí.

– No empieces con tus mierdas psicológicas -dijo Eva.

– Aún no te has recuperado, y es evidente que te encuentras mal y que dentro de poco tratarás de aliviar tu malestar con el viejo sistema, y entonces acabarás en el mismo caos que antes.

Erlendur estuvo a punto de pronunciar una frase que hasta entonces nunca se había atrevido a decirle en voz alta a su hija.

– Siempre el mismo sermón -dijo Eva Lind, y se levantó, presa de un súbito nerviosismo.

Erlendur decidió jugárselo todo a una carta.

– Estarías traicionando a la niña muerta.

Eva Lind clavó en su padre unos ojos llenos de furia.

– La única posibilidad que tienes es enfrentarte a esta mierda de vida, como tú la llamas, y aguantar ese sufrimiento que siempre la acompaña. Aguantar los sufrimientos que todos tenemos que aguantar, siempre, para poder superarlos y sentir, y gozar incluso de la alegría y la felicidad que la existencia puede proporcionarnos, pese a todo.

– ¡Y me lo dices tú! ¡Tú, que no eres capaz ni siquiera de ir a tu casa en Navidad porque allí no hay nada! ¡Nada en absoluto, y sabes que no es más que un agujero vacío y ya no te apetece meterte en él!

– Siempre estoy en casa en Navidad -dijo Erlendur.

Eva Lind vaciló. No entendía bien lo que le quería decir.

– ¿De qué hablas?

– Es lo peor de la Navidad -dijo Erlendur-. Siempre vuelvo a casa.

– No te comprendo -dijo Eva Lind, y abrió la puerta-. Nunca conseguiré entenderte.

Cerró dando un portazo. Erlendur se levantó con intención de seguirla, pero no lo hizo. Sabía que volvería. Fue a la ventana y miró su reflejo en el cristal, hasta que la vio en medio de la oscuridad y bajo los relucientes copos de nieve.

Había olvidado que tenía intención de irse a casa, a ese agujero vacío, como lo había definido Eva Lind. Dio la espalda a la ventana y puso en el plato el disco de salmos de Gudlaugur, se tumbó otra vez y escuchó a aquel muchacho que mucho tiempo después sería encontrado en un cuartucho de hotel, olvidado por todos, y pensó en pecados blancos como la nieve.

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