Ocho — La Tribu de Quinn

La madera se partió explosivamente, salpicando a Gavving de astillas de la desgarrada corteza según saltaba impulsado por la sacudida corteza. Un millón de insectos salieron despedidos de un negro agujero que se abrió súbitamente y que debía penetrar un klomter en la madera. Gavving gritó y movió los brazos a través de la zumbante nube, intentando limpiar el aire lo suficiente como para poder respirar.

El árbol era todo cuanto había, y el árbol estaba acabado. Si se paraba a pensar, el miedo podría atenazarle rápidamente. Sólo se aferraba a un pensamiento: ¡Coger la comida y escapar!

Las patas del nariz-arma daban vueltas dentro de una nube de brasas incandescentes. Un pernil estaba al alcance. Gavving le tiró una cuerda para sacarlo de entre los carbones, luego tiró para ponérselo en el hombro. La ardiente grasa le quemó el cuello. Aulló y lo apartó.

¿Qué hacía? No podía pensar con aquel rugido como de fin del mundo. Se libró de la mochila, ató a ella la pierna del nariz-arma, la fijó en el macuto y se propulsó hacia el cielo.

Nubes de insectos y madera medio pulverizada ocultaban el estremecido y rectubante árbol. Pasaron volando junto a él astillas del tamaño de puñales.

Gavving colocó una de las vainas surtidor contra la mochila y le retorció la punta. Semillas y gas frío salieron disparados a sus espaldas. La vaina se le escapó de las manos, escupiéndole semillas a la cara, y se alejó.

Le temblaban las manos. Gotas de sangre perlaban su pecho y cuello. Echó las manos atrás para tomar la otra vaina surtidor y probar de nuevo, con la lengua entre los dientes. Aquella vez la vaina fue estable hasta que se inmovilizó.

El mundo estaba desmantelándose.

Lo estuvo observando mientras su terror se transformaba en asombro. Un fuerte viento le barrió y le abandonó en el cielo abierto. Dos bolas de fuego se alejaron hacia dentro y hacia fuera, hasta que el árbol que era su hogar tuvo dos puntas de pelusa unidas por una infinita línea de humo.

¡Impresionante! Nadie podía esperar vivir después de aquel inmenso desastre. Toda la Tribu de Quinn debía haber muerto… la idea era realmente demasiado grande para comprenderla… todos salvo los ciudadanos de Clave, y estos habían perdido también a Jiovan, y ¿quiénes quedaban? Miró a su alrededor.

¿Nadie?

Un racimo de motas, muy a lo lejos.

Ya habían usado sus dos vainas surtidor, y en aquel momento estaba perdido en el cielo. Por lo menos no iba a morir de hambre…


Batir los brazos no detenía el giro del Grad. No estaba dispuesto a usar sus vainas surtidor sólo para aquello. Se serenó para lograr abrir brazos y piernas como una estrella de mar, lo que le frenó lo suficiente como para poder empezar a buscar supervivientes.

El lado izquierdo de su cara estaba húmedo. Las yemas de los dedos marcaron un sangriento reguero desde la sien hasta el mentón. No le dolía. ¿Conmoción? Tenía cosas muy urgentes de que preocuparse.

Tres formas humanas daban vueltas lentamente cerca de él: púrpura manchado de escarlata. Se le revolvió el estómago. Aquello era obra suya, y no había ido hasta allí para matar.

El gigantesco hongo-abanico flotaba libremente, girando, girando y revelando a Clave agarrado a su tallo. Bien. Clave todavía tenía la mochila; muy bien. Aquello era su almacén de vainas surtidor de repuesto. ¿Por qué no hacía algo Clave?

Avanzando hacia afuera, Jayan y Jenny rotaban lentamente alrededor de dos pares de manos entrelazadas. Casi parecía una danza. Sí se abrían más, conseguirían reducir su velocidad de giro. Bien pensado. Además no mostraban ningún signo de pánico.

Merril estaba a bastante distancia hacia adentro. Sus brazos no podían impulsarla, y la onda del viento del árbol la había apresado.

El rugido de fin del mundo había disminuido, produciendo sonidos menores. El Grad escuchó un suave quejido. Después de todo, Alfin había saltado. Batía y giraba y gritaba, pero estaba a salvo.

El Grad no pudo encontrar a Gavving, ni a Glory, ni a Jiovan. El cadáver de Jiovan debía haberse evaporado junto con el árbol, pero, ¿dónde estaban los demás? ¿Y por qué Clavé no hacía algo? El y el abanico estaban derivando hacia otros lugares.

El Grad suspiró. Se quitó la mochila y descubrió sus vainas surtidor. Viejas vainas surtidor, de los almacenes de la Mata de Quinn. ¿Estarían aún activas?

Nunca había reventado una vaina surtidor. Ni conocía a nadie que lo hubiese hecho. Los cazadores las llevaban en caso de que cayeran al cielo; pero ningún cazador perdido había vuelto en toda la vida del Grad. Actuó con cuidado: se puso la mochila nuevamente, tomó una vaina surtidor con ambas manos sobre el ombligo. Cuando Clave estuvo aproximadamente detrás de él, retorció la punta, bruscamente.

La vaina chocó contra su pecho. Gruñó. Maniobró la punta, esperando que aquello amortiguase el giro. El impulso acabó; soltó la vaina, y esta saltó hacia afuera con los últimos restos de gas almacenado.

Mirando por encima del hombro, el Grad descubrió el hongo-abanico derivando hacia él. Clave todavía no había hecho nada constructivo, ni siquiera había visto el Grad.

El humo del desastre agrietaba el cielo de parte a parte. Densas, oscilantes nubes negras salían de entre el humo más pálido. Los mismos insectos que se habían comido el árbol se alejaban de él buscando otras presas.

Diversos cascotes flotaban en la estrella de humo. El Grad distinguió grandes fragmentos de madera y corteza desgarrada; una nube de luces centelleantes revoloteaba en aquel horror; una mota que se desviaba, quizá un nariz-arma arrojado de su madriguera. En aquella confusión todavía podía ver la nube de ciudadanos y cadáveres que se alejaban lentamente a la deriva.

Muy lejos, hacia dentro, hacia Voy, Gavving maniobró con su propio peso sobre la carne ahumada. Era difícil de conseguir y estuvo a punto de perderla en un remolino de viento. En último extremo lo importante era salvarse él, y esperar.

El hongo chocó contra el Grad y éste se agarró a él el hongo saltaba bajo sus manos. Clave le miraba absorto. Preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Ya a salvo, contestó:

—El árbol se ha desmantelado. Clave, voy a buscar en tu mochila. Tenemos que empezar a rescatar ciudadanos.

Clave no hizo ningún gesto de ayuda ni se resistió cuando el Grad buscó en el interior de su macuto. Podrían usar el inmenso hongo como base de operaciones… primero, rescatar a Alfin, pues era el que estaba más cerca… Tomó media docena de vainas. Se deslizó hacia centro de la masa del abanico e hizo explotar una vaina surtidor, y luego otra.

—¿El árbol se ha desmantelado?

—Ya lo has visto.

—¿Cómo? ¿Por qué?

El Grad estaba midiendo distancias. Arrojó una cuerda en un amplio círculo. La cuerda rozó la espalda de Alfin, y Alfin se convulsionó y la asió con una fuerza desesperada. No intentó envolverse en ella. El Grad lo hizo por él. La mirada de Alfin reflejaba la locura que le producía el terror. Alfin se precipitó a lo largo del último metro y se agarró alrededor del tallo y clavó y enterró los dedos en el hongo blanco hasta los nudillos.

Una mano se cerró alrededor del cuello del Grad. Largos, fuertes dedos que apretaban como un collar de acero. La voz de Clave era un ardiente gruñido en su oído.

—¡Contádmelo ahora!

El Grad se quedó helado. Clave se había vuelto loco.

—¡Decidme qué ha pasado!

—El árbol se ha desmantelado.

—¿Por qué?

—Quizá el fuego fue el desencadenante, pero tenía que ocurrir. Clave, en el Anillo de Humo, todas las cosas tienen algún camino para permanecer. Algún camino para mantenerse cerca de la zona media… del centro, donde hay agua y aire. ¿De dónde piensas que proceden las vainas surtidor? —La mano se aflojó ligeramente, y el Grad siguió hablando—: Es el modo de permanecer de las plantas. Si una planta vagabundea por la zona media, demasiado dentro de la región del torus de gas…

—¿El qué?

Alfin preguntó:

—¿Qué está pasando en la Tierra?

—Clave quiere saber lo que ha pasado. Alfin, ¿puedes ocuparte de esto y recoger a alguno más de nosotros? Aquí… —Le pasó la provisión de vainas surtido.

Alfin las tomó. Estuvo un rato decidiendo lo que iba a hacer con ellas, y el Grad le ignoró mientras seguía con su conferencia.

—El Anillo de Humo baja hasta la zona media desde una región mucho más grande. Eso es el torus de gas, donde las moléculas… los pedazos de aire siguen caminos medio despejados. El aire es muy ligero en el torus de gas, pero hay poco. Es más denso en la zona media. Allí puede encontrarse agua y suelo y plantas. Eso es el Anillo de Humo, sólo la parte más espesa del torus de gas, y todo lo que vive quiere permanecer en él.

—Donde se puede respirar. De acuerdo, sigue.

—En el Anillo de Humo, todo puede maniobrar de un modo u otro. La mayor parte de los animales tienen alas. Las plantas, bueno, algunas plantas desarrollan vainas surtidor. Escupen las semillas hacia la zona media donde pueden crecer y reproducirse, o lanzan semillas estériles más lejos, hacia el torus de gas, para que la reacción empuje la planta hacia la zona media. Luego están las plantas que desarrollan una larga raíz para atrapar todo lo que pase a su alcance. Están las cometas…

—¿Qué pasa con las junglas?

—Yo… yo no lo sé. El Científico nunca…

—Déjalo. ¿Qué pasa con los árboles?

—Bueno, eso sí que es realmente interesante. El Científico llegó a sugerir, aunque nunca lo demostró.

La mano se tensó. El Grad balbuceó.

—Si un árbol integral cae demasiado lejos hacia afuera de la zona media, empieza a morir. Se mueren por el centro. Los insectos lo devoran. Son simbiontes, no parásitos. Cuando el centro se pudre, el árbol se desmorona. Mira, una mitad se aleja cada vez más, y la otra mitad vuelve hacia la zona media. Una mitad vive, otra mitad muere, y eso es mejor que nada.

Clave reflexionó sobre lo que acababa de oír.

—¿Qué mitad? —dijo.

—Este te lleva hacia afuera, fuera te lleva al oeste, oeste…

—¿Qué estás haciendo?

—Intento recordar. Estábamos demasiado lejos de Voy, así que nuestro extremo… —Aquello le golpeó. La revelación le bloqueó la garganta.

Un momento más tarde lo hicieron los dedos de Clave.

—Sigue hablando, copsik. ¡Ya estoy harto de que sólo cuentes secretos a medias!

Gravemente, el Grad le dijo:

—Señor Presidente, puedes llamarme Científico.

La mano se aflojó conmocionada.

—La Tribu de Quinn ha muerto. Nosotros somos la Tribu de Quinn.


Alfin rompió el largo silencio que siguió a la terrible declaración.

—¿Estás contento, Grad? Tenías razón. El árbol se estaba muriendo.

—Cállate —dijo Clave. Soltó el cuello del Grad. Quizá había sido un error, quizá no; lo que no podía hacer ya era disculparse. Gateó alrededor del borde del abanico. Jayan y Jinny se estaban aproximando. Contempló cómo se acercaban por turno, según daban vueltas.

Nunca se había sentido así, tan desamparado, tan temeroso de tomar decisiones. Le preocupaba que el Grad y Alfin le hubieran visto en aquel estado. Probó su voz y la encontró normal:

—Casi están aquí. Buen trabajo, Alfin. Dedícate luego a Merril. No veo a Glory.

—Yo tampoco la veo —dijo el Grad—, no la veo desde… desde… —Se frotó la garganta.

—Puede que no llegase a saltar. Siete de nosotros. Siete. —Lanzó una cuerda. Jinny la asió con los dedos de los pies y Clave tiró de ellas para acercarlas—. Bienvenidas —dijo— a lo que queda de la Tribu de Quinn.

Las chicas abrazaron a Clave con más desesperación que afecto. Jinny se echó hacia atrás para mirarle a la cara.

—¿Están muertos? ¿Todos los demás? —Daba la sensación de que lo había adivinado con anterioridad.

—¿Cómo es que el Científico no supo que esto iba a pasar? —preguntó Alfin.

—Lo sabía —dijo el Grad.

—Comida de árbol. ¿Por qué se quedó entonces?

—Era un hombre viejo. No podía trepar cincuenta klomters a lo largo del árbol.

Alfin le miró atónito.

—Pero… ¡pero daba lo mismo que uno se pudiera morir trepando!

No había tiempo para aquello.

—Alfin, pon atención en lo que estás haciendo —dijo Clave.

Alfin reventó dos vainas surtidor, y luego otra. El abanico derivó hacia Merril, que esperaba en una actitud que podía pasar por calma estoica. Alfin murmuró:

—¡Los niños!

En alguna parte había movimiento.

Lo que Clave había tomado por un cadáver ataviado de púrpura estaba flotando en el aire. Clave lo señaló.

—Una asesina abandonada.

Observaron. Ella se movía con dificultad. Ató una cuerda a su largo cuchillo y la arrojó. Arrastraba a un compañero muerto y lo enrolló en ella. Buscó en el cadáver, luego se apartó.

No había encontrado mucho, pero debía ser lo que esperaba. Reventó dos vainas surtidor, una tras otra. El impulso la llevó hacia el interior, hacia Voy.

—No se dirige aquí —dijo Alfin—. Ni vuelve al hogar. ¿Qué crees que está haciendo?

—No es nuestro problema.

Merril agarró una cuerda lanzada por Alfin y se impulsó para acercarse. No había ya mucho sitio donde agarrarse en el abanico. Clave le preguntó:

—¿Has visto a Glory?

—Colgando de la corteza luchando por su querida vida, eso es lo último que vi de ella. Estaba en la parte de fuera. A un buen trecho de Gavving.

—Después iremos por él. Espero que lo hagamos a tiempo.

Pero aquello era obvio. La mujer de púrpura les había sobrepasado y se dirigía hacia Gavving.


Gavving la observó mientras se acercaba. Era más pequeña de lo que había creído. Cuando la miró a la cara, vio que también ella le observaba. La mueca de odio que Gavving había visto ya no estaba allí. Vio el cabello oscuro muy recortado, la cara triangular con un mentón extrañamente afilado, una expresión pensativa, calculadora.

La mujer le adelantó.

Gavving no sabía qué pensar de todo aquello. No quería morir solo; y, desde luego, también estaba seguro de que no quería morir atravesado por aquellos miniarpones. Ella estaba muy cerca. Llegó a él por la espalda, con un miniarpón atado con su ronzal. Gavving sólo podía intentar poner entre ellos el pedazo de carne ahumada mientras la mujer echaba hacia atrás su extraña arma, mirándole a los ojos al tiempo que disparaba.

La cosa emplumada penetró en la carne caliente.

Gavving se movió a toda velocidad, empuñando el cuchillo, buscando la cuerda de la mujer…

Las palabras sonaban extrañamente, pero Gavving fue capaz de entenderlas.

—¡No, no, no, déjame vivir! ¡Tengo agua! ¡Tengo vainas surtidor! ¡Te lo suplico! Podía ser así.

—¡Quieta! —gritó—. ¡No te vuelvas! Tengo que pensarlo.

—Te obedezco.

Colgaba, atada, inmóvil.

—Tú tienes agua y yo tengo comida. ¿Qué pasa si me matas y te lo llevas todo?

—Mi espada —le contestó, enseñándole el largo cuchillo y arrojándolo. Sorprendido, Gavving alargó la mano y se las arregló para cogerlo por el mango—. Mi arco —dijo, y Gavving tuvo tiempo para clavar el cuchillo en la carne antes de que ella tirara el arma lanzadora lejos de su alcance. También lo cogió.

¿Y entonces qué? Ella estaba esperando.

—¿Qué quieres hacer?

—Unirme a ti, a tu pueblo. No hay nadie más.

Si Gavving se quedaba con sus armas y con las de ella, ¿qué podía hacer? Entre ellos no había nada más que cuarenta kilos de carne ahumada, cualquiera de los dos podría arrebatar un arma y matar al otro instantáneamente. Y Gavving tendría que dormir alguna vez… y ella seguiría esperando.

Súbitamente, Gavving pensó, ¿Por qué no? De todos modos estoy muerto. La llamó:

—Ven.

La mujer fue enrollando la cuerda mientras se acercaba. Gavving había estado agarrado a su mochila, pero ella se apretaba contra la carne ahumada sin siquiera pensar en las consecuencias que tendría en su ropa púrpura. Extrajo una vaina surtidor de uno de los doce bolsillos que hacían que su cuerpo careciera de forma, dándola una apariencia fornida. La colocó y retorció el extremo. Cuando la vaina se expandió hubo un cambio en la velocidad de la mujer. Empleó otra. Luego otra.

—¿Para qué llevas tantos? —le preguntó.

—Para mis amigos.

Para sus cadáveres. Gavving se apartó. La Tribu de Quinn estaba formada tan sólo por un grupo que se hallaba alrededor de…

—La Mano del Controlador —dijo su enemigo. Le costaba trabajo comprender la extraña pronunciación—. Están atados a la Mano del Controlador. Demasiado bueno. El abanico es comestible. Eso es carne de dumbo.

—Conozco esa palabra. Controlador: el Grad la usa, pero nunca le ha dicho a nadie lo que quiere decir.

—No debisteis atacar la Mano del Controlador. Nosotras la cuidamos… …la cuidábamos.

—¿Por eso matasteis a Jiovan? ¿Por un hongo-abanico?

—Por eso, y por volver del exilio. Fuisteis expulsados por matar a un Presidente.

—Eso es nuevo para mí. Hemos estado en la Mata de Quinn durante más de cien años.

La mujer asintió con la cabeza, como si aquello no importara. Era extraño… ella era extraña. Gavving conocía a cada hombre, mujer y niño de la Mata de Quinn. Aquella ciudadana había llegado hasta él saliendo del cielo, y le era completamente desconocida. Incluso no estaba seguro de no odiarla.

—Estoy sediento —dijo.

Ella le tendió una pequeña vaina de calabaza medio llena de agua. Gavving bebió.

El grupo que formaba la Tribu Quinn parecía acercarse por minutos. Gavving tendría que habérselo imaginado.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Gavving—. Por el modo en que usas las vainas surtidor, quizá tú te manejes mejor con ellas en el cielo que nosotros. ¿Nos vas a decir lo que podemos hacer a continuación? La Mata de Dalton…

—La Mata de Dalton-Quinn —le corrigió.

—Posiblemente, vuestra mitad del árbol esté a salvo, pero debe haber sido arrastrada lejos de aquí por la marea. No soy capaz de imaginar ninguna forma de llegar hasta ella. Estamos perdidos. —De pronto, su curiosidad fue insoportable—. ¿Quién eres?

—Minya Dalton-Quinn.

—Yo soy Gavving Quinn —dijo, por segunda vez en su vida. La primera fue en el rito de iniciación hacia la madurez. Lo intentó de nuevo—. ¿Quiénes eran todos los demás? ¿Por qué intentasteis matarnos?

—Smitta era… excitable. Algunas de nosotros también lo éramos en el Pelotón de Triuno, y estabais matando la Mano.

—Pelotón de Triuno. ¿Casi todo mujeres?

—Todo mujeres. Incluso Smitta, por cortesía. Servíamos a la Mata como luchadores.

—¿Por qué querías ser combatiente?

La mujer sacudió la cabeza con brusquedad.

—No quiero hablar sobre eso. ¿Tus ciudadanos van a aceptarme o a matarme?

—No somos asesinos. —El mismo había matado a dos de ellas. En aquel momento pensó que si el Grad le había informado correctamente, en aquellas ocasiones en que el Científico les había azotado a ambos por hablar de tales cosas, entonces… entonces, la mitad del árbol de Minya, al caer alejándose de Voy, también estaba cayendo en la sequía—. Si podemos ir contigo a la mata más lejana, tú harás lo posible para que nos hagan miembros de tu tribu. Creo que es lo mejor que podemos proponer. ¿Conforme?

Ella guardó silencio, luego dijo:

—Tengo que pensarlo.


La carne y el abanico estaban pasando a gran velocidad cuando Clave arrojó una pesada cuerda. Había reservado la última vaina. Quizá otro error. Ahora tenían sólo una oportunidad… pero la extranjera morena agarró la cuerda con destreza y empezó a tirar de ella rápidamente. Bracearon contra su mutuo giro.

Gavving gritó a través del vacío.

—Esta es Minya, de la Tribu de Dalton-Quinn. Quiere unirse a nosotros.

—No os acerquéis. ¿Está armada?

—Lo estaba.

—Quiero sus armas. —Clave lanzó otra cuerda. Un bulto sorprendentemente grueso volvió con ella. Clave estudió el botín: un cuchillo tan largo como su propio brazo, como más pequeño, un manojo de miniarpones y dos armas para lanzarlos, una de madera y otra de metal.

Le gustó más la de madera. La cosa de metal parecía haber sido hecha para otro uso. De momento estaba adivinando qué era lo que tendrían que hacer, y le gustaba la idea.

—Ella intentó matarnos a todos —dijo Alfin.

—Verdad. —Clave le alargó al Grad la última vaina surtidor, con cierta mala gana—. Detén nuestro giro. Espera. ¿Ves aquella capa de corteza, lejos de nuestro alcance y que no se mueve muy deprisa? Intenta detener nuestro giro y hacer que nos acerquemos.

Alfin insistió.

—¿Qué pretendes hacer con la prisionera?

—Reclutarla, si está dispuesta a ello —contestó Clave—. Una tribu de siete ciudadanos es algo ridículo.

—Aquí no hay ningún sitio donde encerrarla.

—¿Piensas pasar aquí el resto de tu vida?

La vaina surtidor esparció gas y semillas.

—Así no vamos a llegar hasta la corteza. No hay suficiente empuje.

Alfin todavía no había acabado de preguntar. Clave le dijo:

—A no ser que hayas descubierto que te gusta caer, supongo que desearías vivir en la mata de un árbol integral Hemos hecho un prisionero que vive en una mata. Tenemos la oportunidad de ganarnos su gratitud.

—Tráela.

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