Seis — En el centro de la Tierra

La mancha de cabellos canosos debía llevar allí mucho tiempo. Tenía cincuenta o sesenta metros de diámetro y se había comido medio metro de hondo de la madera viviente. Las plantas parasol habían arraigado en el abono resultante, y madurado, y extendido sus brillantes flores de colores para atraer a los insectos que pasasen.

Minya observaba el fuego que se extendía en curvas entrelazadas dentro de la masa de hongos. Las brisas arrojaban sofocantes humaredas en imprevisibles direcciones. El humo sacaba nubes de acáridos de entre los hongos y los arrojaba hacia el cielo. Deseaba que la terna de Thanya ya hubiera regresado con agua.

En aquellos momentos, había tres grupos formados por personas cada uno del Pelotón de Triuno en el tronco. Minya, Sal y Smitta estaban muy cerca de la zona media. El grupo de Jeel recorría el tronco de arriba abajo, acarreando provisiones desde la mata, mientras que la de Thanya llevaba agua desde sotavento.

El fuego no solía causar problemas, pero siempre podían producirse.

—Me gustan estas escaladas —dijo Smitta. Flotaba con los dedos de los pies agarrados a un filo de la corteza.

Tan cerca del centro, aquello era suficiente para poder enfrentarse a la liviana marea—. Me gusta flotar… ¿y desde que otra parte puedes ver entero el Anillo de Humo?

Minya asintió con la cabeza. No tenía ganas de hablar. Cuando un problema no puede resolverse, y sigue estando presente, ¿Qué otra cosa puede hacerse sino correr? Ella había corrido tan lejos como podía ir un ser humano. Lo estaba consiguiendo: allí, a medio camino entre las infinidades, se sentía en paz.

El árbol parecía extenderse infinitamente en ambas direcciones. La Mata Oscura, iluminada desde detrás por el sol y por Voy, tenía un halo de verde pelusa con un corazón negro. Hacia fuera, la Mata de Dalton-Quinn apenas era más grande. Unas cuantas nubes a la deriva, vestigios le verde bosque, remolinos de tormenta, habían sido evitados. Hacia el este había un punto de luz brillante descentrado en un borde oscuro: el mismo pequeño estanque que había estado derivando cerca durante veinte días.

Quizá, quizá llegara. No hablaban de ello. Mala suerte.

Entre la sequía y los trastornos políticos, el Pelotón de Triuno había estado mucho tiempo sin ocuparse de sus tareas de vigilancia en el árbol. Se les había necesitado para que hicieran las veces de policías. Alguien tuvo la esperanza de que las ejecuciones resolvieran los problemas; pero los grupos ya estaban buscando parásitos y parches de cabellos canosos por todas partes del tronco. Aquel día habían quemado virtualmente un campo de aquella odiosa materia.

El movimiento llegó a la vista de Minya, desde fuera y a barlovento. Azul contra azul, difícil de distinguir, algo grande. El sol estaba cerca de su punto más bajo, deslumbrante. Se puso una mano debajo de los ojos, los entrecerró y dijo:

—Triuno.

Smitta se puso alerta.

—¿Interesado en nosotros? ¡Sal!

Sal gritó desde detrás de la nube de humo.

—Lo he visto.

—Estarán interesados —dijo Minya—. Se están acercando bastante.


Smitta se desplazó para apoyarse en el tronco y empezó a preparar sus armas.

—Ya he luchado una vez con un triuno. Son más rápidos que los pájaros-espada. Podréis ahuyentarlos. Sólo recordad una cosa, si matamos a uno, tendremos que matar a los tres.

El objeto con forma de torpedo estaba ya muy cerca. Era casi del mismo azul que el cielo, girando lentamente. Seis grandes ojos se mostraban por turno a lo largo de la circunferencia, y tres ligeras y grandes aletas… una más pequeña que las demás. Aquella debía ser la cría. —¿Qué necesitamos? —susurró Minya. —¿Preparados los arcos y flechas? Atad las flechas y sujetad unas brasas de cabellos canosos en la punta. Hemos tenido suerte de hacer fuego. Acordaos de dónde tenéis las vainas surtidor, podréis necesitarlas.

Minya sentía en la garganta el pulso de su corazón. Era su segundo viaje por el tronco… Pero Smitta y Sal habían hecho muchos más. Eran duras y experimentadas. Sal era una mujer fornida de cabellos rojos y cuarenta años de edad que se había unido al Pelotón de Triuno a la edad de doce. Smitta había nacido como hombre; era mujer por cortesía.

Estar a la altura de Smitta, se dijo Minya. Smitta era difícil de enfadar, pero, bajo presión, algo parecía romperse en su mente. En aquellos casos, Smitta luchaba como una posesa, incluso contra los suyos, y el único modo de detenerla era echar sobre ella a un montón de gente.

Minya templó su arco de madera dura y empleó una flecha con cuya punta excavó un pedazo de ardientes hongos. ¿Preparada?

El torpedo se dividió en tres. Tres finos torpedos aletearon perezosamente hacia ellas, mostrando pequeñas aletas laterales y panzas de violento color naranja. Un macho y una hembra, emparejados para siempre, más una única cría que añadiría a la masa más velocidad, y que maduraba lentamente. Sólo se separaban para luchar o para cazar. El Pelotón de Triuno se llamaba así por la interdependencia de las familias de triunos.

La cría era el más pequeño, el único que se rezagaba un poco. Los dos adultos se abalanzaron hacia adelante.

—El macho es mío —dijo Smitta y disparó; la flecha arrastraba tras ella una cuerda. ¿Cuál era el macho? Minya esperó un momento para saber cuál había sido el blanco de Smitta, luego disparó su propio arco. La pareció que todavía no estaban a tiro… y tenía razón; el cuerpo del macho onduló apartándose del camino de las flechas, mientras la hembra caía tras él. Sal se contuvo. Disparó, y alcanzó a la hembra que viraba clavándole una flecha en la aleta.

Bramó. Aleteó una vez más y rompió la flecha limpiamente. Sal apareció entre el humo, dando un tirón hacia el cielo. No parecía preocupada mientras sacaba el antiguo arco de metal que colgaba seguro de su hombro. Las brasas del cabello canoso se habían adherido a la cola de la hembra, que aleteaba locamente.

—Smitta envió una flecha atada con un ronzal hacia la cría.

Ambos adultos chillaron. La hembra intentó bloquear la flecha. Pero fue demasiado lenta. La cría no pareció ver llegar la saeta. Smitta tiró de la cuerda y se detuvo apenas a un metro.

La hembra la miró asombrada.

La mujer soltó cuerda rápidamente, pero no era necesario. Los adultos se movieron junto a la cría, con una delicadeza infinita. Tendieron pequeñas manos desde sus vientres color naranja y empezaron a juntarse. Se movieron como un único y desdibujado fantasma azul contra el cielo azul.

—¿Lo veis? Se han unido. Tenías razón en eso —dijo Smitta.

Sal extrajo una vaina surtidor con forma de lágrima del hato de bolsillos que bajaban y rodeaban el frente de su túnica. Retorció la punta. Una nube de semillas y niebla salió de allí, a la vez que lanzaba a Sal contra la corteza, debido a la fuerza del retroceso.

Ella enrolló la cuerda y guardó las armas, incluido el valioso arco. Elástico metal, que había ido pasando de los viejos a los jóvenes dentro del Pelotón de Triuno al menos durante doscientos años.

—Bien hecho, compañeras, pero me parece que el fuego está llegando a la madera. Me gustaría que Thanya estuviera aquí. Ella no habría dejado que se nos escapasen, ¿o sí?

Minya no sabía si el fuego podría alcanzar la madera, o no. Era difícil decir hasta qué punto el cabello canoso estaba introducido en la madera y podía llegar a afectarla.

—Todavía no es peligroso —dijo.

—Odio malgastar vainas surtidor, pero… comida de árbol. Quiero cuidar de ellos —decidió Sal. Juntó las piernas, agarró la corteza con las manos para asirse a ella, y saltó. Ondeó los brazos echándose al aire y girando hasta que pudo ver el tronco. La miraron derivar a lo largo del tronco, hacia la Mata de Dalton-Quinn.

—También ella se preocupa demasiado —dijo Smitta.


Habían pasado ya setenta días desde que los ciudadanos de Clave salieron de la Mata de Quima.

El árbol alimentaba una miríada de parásitos, y los parásitos alimentaban al grupo de Clave. Habían matado a otro nariz-arma, fácilmente, cortándole la nariz, arrojando luego arpones dentro de su madriguera. Había bancales de hongos-abanico por todas partes. Merril había dormido ocho días después de comerse el rojo borde de un hongo-abanico. El consiguiente y palpitante dolor de cabeza no parecía haberle afectado para la escalada, y avanzaba de nuevo. De aquel modo descubrieron que los hongos-abanico servían como alimento, y encontraron más excavadores acorazados y otras cosas comestibles…

El Grad veía en todo aquello la evidencia del declinar del árbol.

Encontraron un arbusto de vaina surtidor en la corteza. Clave guardó una docena de semillas maduras en un morral de chirriante piel de nariz-arma.

Acamparon justo en los bordes de la madera lavada por el agua. Clave se rió y admitió que podrían haber hecho ya todo el camino. Habían dormido otras tres veces en el árbol: la última noche en la madriguera de un nariz-arma, las dos anteriores en profundas heridas de la madera, grietas cubiertas de «pelusa» que debieron quemar primero. La carbonilla les había manchado de negro la ropa.

Habían aprendido a no intentar hervir el agua. Se producía una espuma que se desbordaba en una masa caliente, en expansión.

La gravedad de la marea continuaba decreciendo hasta que casi flotaron por encima del tronco. A Merril le gustaba. Una vez recuperada de los efectos del hongo-abanico, aquello no había cambiado. No podéis caer; sólo tenéis que gritar para pedir ayuda, y cualquiera podrá lanzaros una cuerda. A Glory le gustaba, y Alfin sonreía de vez en cuando.

Pero había inconvenientes. El agua era cada vez más escasa. A aquella altura no había viento, y por eso no había corrientes de agua a sotavento. A veces, encontraban madera húmeda, lo suficientemente húmeda como para poder lamerla. Había agua en la carne de los hongos-abanico.

Había una marca DQ hallada por Jinny. Bien: parecía casi limpia. Y a medio klomter alejado del tronco, una forma como de abanico que semejaba una mano blanca recortándose contra el cielo. Debía ser grande. El Grad la señaló.

—¿La cena?

—Puede que por los alrededores encontremos otras más pequeñas —dijo Clave.

—¿Podría no parecer tan grande —preguntó Merril— desde los Comunes?

El Grad se estaba dirigiendo hacia la marca tribal, cuando Clave dijo:

—Párate.

—¿Cómo?

—Esta marca no está cubierta como las demás. Grad, ¿no te parece extraño? ¿Está cuidada?

—Crece algo de pelusa, pero no demasiada. —Luego, cuando el Grad estuvo lo suficientemente cerca como para ver la diferencia real, —dijo: Aquí no hay marca de rúbrica. Ciudadanos, esto no es territorio de Quinn.


Gavving y Jiovan se habían rezagado para ocuparse del humo.

Habían aprendido duramente la forma de actuar allí. La corteza se desgarraba a partir del borde de un bancal de pelusa que había servido como combustible. La corteza sana resistía el fuego. Un círculo de brasas rodeaba la carne, totalmente abierta a las espasmódicas brisas. Un fuego protegido podría no arder. El humo no subiría: podría llegar a sofocar el fuego. Incluso allí, en terreno abierto, el humo revoloteaba en una nube retorcida. El calor de la hoguera estaba en el humo, por tanto no era necesario que el fuego fuera muy grande. Gavving y Jiovan se mantenían bastante apartados. Un cambio de la brisa podía ahogar a un ciudadano incauto.

—¿Jiovan?

—¿Qué?

Ni siquiera Gavving le había preguntado a Jiovan cómo había perdido la pierna… nadie lo había hecho; pero había una parte de la historia que le preocupaba desde hacía años. Y preguntó.

—¿Por qué fuiste a cazar solo aquel día? Nadie caza solo.

—Yo lo hice.

—Conforme. —Un tópico cerrado. Gavving empuñó el arpón. Llenó de aire los pulmones, y luego lo echó hacia el humo. Medio cegado, hurgó entre las brasas con la punta del arpón para dar la vuelta a las patas del nariz-arma —una, dos, tres. Dio un fuerte tirón de su cuerda para salir al aire limpio. El humo fue con él, se abanicó unos instantes antes de poder respirar.

Jiovan estaba mirando hacia adentro, más allá de la pequeña mata verdosa que una vez había encerrado su vida, hacia el resplandor blanco azulado de Voy. Levantó la cabeza, y Gavving le contempló con un brillo asesino en la mirada.

—Esto es algo que no quiero que se divulgue.

Gavving esperó.

—De acuerdo. Yo tenía… tengo un verdadero don para el sarcasmo, según me decían. Cuando yo mandaba un grupo de cabeza… bueno, los chicos iban para aprender, naturalmente, y yo iba para enseñarles. Si alguien cometía un error, a mí me tocaba corregirlo.

Gavving asintió.

—Tenía bastantes cosas de que ocuparme además de tener que soportar a los ineptos. No podía aguantarlo, de modo que empecé a cazar solo.

—No tendría que haberte preguntado. Sólo lo hice por curiosidad.

—Olvídalo.

Gavving estaba intentando olvidar por completo otra cosa. La última noche de sueño la había pasado despierto para encontrar a tres ciudadanos desaparecidos. Había seguido un sonido… y observado a Clave y Jayan y Jinny unidos a la corteza por cuerdas, y saltando hacia afuera, y haciendo niños mientras iban a la deriva.

Lo que ahora habitaba en su cabeza era la lujuria y la envidia espoleada por la ira de Clave o el desprecio de Jinny (pues se había fijado en Jinny como amante marginal). Le quedaba el recurso de soñar. Y al volver a la Mata de Quinn, podría tomar en serio a cualquier otra compañera potencial. De todos modos Gavving no podía ofrecer nada; no tenía la riqueza ni los años.

Aquello podía cambiar, por supuesto. Volvería, por supuesto, como un héroe, ¡por supuesto! Y el Presidente se pondría furioso… él que no había sido capaz de enviar a Harp. Posiblemente, Clave también opondría resistencia. Pero si lograban acabar con el hambre, el Presidente no podría hacer nada; ellos serían héroes.

Gavving podría elegir su pareja…

—Así que empecé a cazar solo —dijo Jiovan— el día que Glory destrozó la jaula de los pavos.

Por un instante, Gavving no supo de qué estaba hablando Jiovan. Luego, sonrió.

—Harp me contó el cuento.

—Yo también se lo he oído. Aquel día había bajado por la rama, con una cuerda para sujetarme y otra suelta, mordisqueando un poco de follaje, con la cabeza apuntando hacia el cielo, ya sabes, sólo esperando. Era noche cerrada en la oclusión del Año Nuevo. El sol era un ancho punto brillante radiando por encima de mí, y Voy derivaba directo hacia su centro.

«Entonces llegó un pavo, aleteando contra el viento, moviéndose todavía bastante deprisa, y de espaldas. Hice un nudo en la cuerda libre, rápidamente, y lo lancé. Pesqué al pavo. Llegó otro. Preparé más lazos y en dos respiros tuve un pavo en cada uno. Pero llegaron dos más, y luego cuatro, por arriba, y en ese momento adiviné que eran los nuestros. Lancé el extremo de la cuerda con que me anclaba, y apresé un tercero… —Buena cacería —dijo Gavving.

—Oh, seguro, aquel día no había nada que me entorpeciera. Pero el cielo estaba lleno de pavos, y muchos de ellos se estaban escapando, y todavía pienso lo divertido que resultaba. —Sí.

—Por eso nunca he contado antes esta historia. Gavving adivinó súbitamente lo que había pasado. —Podré sobrevivir aunque no me la sigas contando. —No, todo está bien. Fue divertido —dijo Jiovan seriamente—. Pero el cielo estaba lleno de pavos, y una familia de triunos llegó para ver si podía hacer algo con toda aquella comida que volaba. Se dividieron y se lanzaron detrás de los pavos perdidos. No podía hacer otra cosa más que marcharme con los tres míos. Jiovan ya no se reía.

—El macho se lanzó por uno de mis pavos. Se lo tragó entero e intentó remontarse. Pero había cogido la cuerda equivocada… imagínate el extremo de una cuerda con la punta clavada profundamente en la madera, y esa bestia inmensa tirando del otro extremo, y yo en medio. Vi súbitamente lo que estaba pasando, intenté abrir el lazo para saltar fuera, pero el lazo hizo una muesca y se cerró y casi me cortó la pierna de raíz y empecé a caer hacia el cielo.

Comida de árbol.

—Sí, también yo pensé que era comida de árbol. ¿Recuerdas que tenía una cuerda entre las manos? Pero con un pavo a cada extremo, aleteando como locos, y yo cayendo. Intenté soltar un pavo, lo hice, pensando que podría agarrarme al ramaje, pero no lo conseguí.

»Sin embargo, el macho del triuno había apresado algo, y no sabía qué. Echó hacia atrás la cuerda y sintió un tirón en el vientre y la soltó. Pienso que era aquello lo que estaba esperando. Todo lo que sé es que algo me golpeó en la cara, y que era un pavo muerto cubierto de una sustancia pegajosa, y que me agarré a él… me abracé a él con todo mi corazón y empecé a trepar por la cuerda, hacia la mata.

Gavving tenía miedo de reírse.

—Até lo que quedaba de mi pierna. Lo que colgaba, lo corté. Sí, chico, ¿te ha contado Harp alguna vez una historia como esta?

—No. ¡Comida de árbol, le gustará! Oh.

—Me hice famoso. No quería hacerme famoso por aquel método.

Gavving masculló.

—¿Por qué me lo has contado ahora?

—No lo sé. Mi turno —dijo Jiovan repentinamente. Llenó los pulmones y desapareció en el humo.

Gavving parecía agobiado. Siempre hacía demasiadas preguntas. Sonrió culpablemente, imaginándose a Jiovan intentando lanzar una cuerda con un pavo aleteando a cada extremo. ¿Pero por qué Jiovan no quería contar aquello?

Vio que Clave aparecía por detrás de la curva del tronco.

Jiovan emergió, arrastrando humo consigo, y Gavving contuvo el aliento mientras Jiovan lo despejaba. Jiovan tosió un poco.

—Fue hace mucho tiempo —dijo—. Quizá no fue tan terrible. Quizá deba contarlo. Quizá lo haga.

—Ya vuelven —dijo Gavving—. Me pregunto por qué estarán tan excitados.


Clave bramó:

—No quiero volver a casa sin saber antes algo sobre ellos.

—Yo ya sé un montón de cosas —contestó el Grad—. Hubo un tiempo en que vivimos en la mata más lejana. Los Quinn dejaron atrás algún tipo de desacuerdo. Antes de todo eso, existía la Tribu de Dalton-Quinn.

—En ese caso, son nuestros parientes.

El argumento era poco menos que caótico, pero sólo porque la mitad de la tropa se había quedado atrás. Y no se mostraba menos vehemente. Alfin gritó:

—No estás escuchando. ¡Nos van a tirar! ¡Por lo que sabemos, ellos piensan que todavía están en guerra con nosotros!

—Clave —dijo el Grad—, Las marcas tribales están cuidadas, y últimamente no hemos descubierto muchos más hongos-abanico o cosas acorazadas. Estoy pensando que mantienen limpio este trecho del tronco. Podrían volver. ¡Si nos movemos debe ser para irnos de aquí!

—¡Estás hablando de correr de algo que todavía no hemos visto!

—Hemos visto la insignia tribal —dijo el Grad—. DQ. No hay ninguna rústica que cruce la Q. ¿Qué van a hacer con nosotros que somos intrusos en su árbol? Ya hemos pasado la zona media, estamos en su territorio. Clave, volvamos a casa. Matemos otro nariz-arma, arranquemos algunos hongos-abanico y un acorazado, y volvamos a casa con comida en abundancia. —Clave sacudió la cabeza—. ¡La tribu ya no volverá a estar sedienta! Llevaremos agua del tronco…

Clave se agitó de nuevo.

—El agua llegará a la mata de todas maneras. No. Quiero encontrarme con los Dalton. Hace cientos de años que no sabemos a qué se parecen… quizá, conozcan mejores métodos para cuidar la vida terrestre, o modos de conseguir agua. Quizá tengan comida de la que nunca hemos oído hablar. Algo. Hola, Jiovan. —Hola, ¿Qué pasa?

—Hemos encontrado una marca tribal que no es de las nuestras. La cuestión a dilucidar es: ¿vamos a decirles hola antes de volver a casa? ¿O nos limitamos a correr? El Grad saltó.

—¡No lo entiendes, no podemos pelear, no podemos negociar! Sólo contamos con un buen luchador, y con dos lisiados y un chico y cuatro mujeres y el encargado de la boca del árbol, y a todos nosotros nos han expulsado de la Mata de Quinn, ni siquiera podemos hacer promesas…

Clave le cortó.

—Alfin, ¿tú también quieres volver?

—Sí.

—¿Jiovan?

—¿De qué tenemos que correr?

—Quizá de nada. La marca no ha sido atendida desde lace mucho tiempo. ¡Comida de árbol, la sequía podría haberles matado! Podríamos colonizar la mata más lejana…

Merril le cortó, aunque todavía jadeaba por la escalada.

—Oh, no. Si alguien muere allí… nosotros no deberíamos… acercarnos. Dan ganas de vomitar.

—¿Quieres volver a seguir?

—No quiero… volver… pienso, pero… habría que coger primero… aquel gran hongo-abanico. ¡Si no lo hacemos podríamos impresionar a los ciudadanos! Y ahumar otro nariz-arma… si podemos. Por lo lejos que hemos llegado… sabemos que hay comida en el tronco que se puede cazar. Podremos decírselo al Presidente.

—¿Jayan? ¿Jinny?

—Parece sensata —dijo Jinny, y Jayan asintió.

—¿Gavving?

—No opino.

—Comida de árbol. ¿Glory?

—Volver —dijo Glory—. Llevo días y días sin probar el follaje.

Clave suspiró.

—Si estuviera seguro, iríamos hacia adelante. Conforme. —Levantó la voz, haciéndola más resonante—. Tendremos comida suficiente para llevarnos, con el hongo gigante y con toda la carne que podamos encontrar. Ciudadanos, hemos hecho muchas cosas buenas tanto por nosotros mismos como por la Mata de Quinn. Volveremos a casa como héroes. Ahora bien, no quiero perder a nadie en el camino de bajada, así que no quiero tonterías con la marea. Irá siendo más fuerte con cada klomter. Durante casi todo el camino de vuelta tendremos que usar las cuerdas para atar los hongos-abanico y la carne…

Sus objetivos se habían convertido en los objetivos de Clave. Gavving se dio cuenta de ello, debía recordarlo.


Los relámpagos volvieron. Minya los miró mientras bailaban la danza de apareamiento. Dos machos se pavoneaban ante la misma hembra con la capa de plumas completamente abierta, mientras esta cabeceaba arriba y abajo casi demasiado deprisa como para que la pudiera ver. Decisiones, decisiones…

—Algo te preocupa, mujer.

…Decisiones. ¿Qué pasaba con los problemas de Smitta? Minya tomó una rápida decisión: tenía que contárselo a alguien, o reventar.

—He empezado a preguntarme si… si estoy preparada para el Pelotón de Triuno.

Smitta pareció impresionada.

—¿En serio? Estabas ansiosa de pertenecer a él desde hace ocho años. ¿Qué es lo que ha cambiado?

—No lo sé.

Pero sí lo sabía, y, de repente, Smitta también.

—No le digas nada a Sal sobre todo esto. No lo entendería.

—Yo sólo tengo catorce años.

—Pareces mayor… más madura… Y quizá la más maravillosa recluta que pudiéramos tener.

Minya hizo una mueca.

—Todos los hombres de la mata quieren hacer niños conmigo. Creo que he oído todas las formas posibles de decirlo. Pero no quiero hacerlo con nadie. ¡Smitta, por eso estoy en el Pelotón de Triuno!

—Lo sé. ¿Qué podría ser yo sin el Pelotón de Triuno? Una mujer que nace como hombre, un hombre que necesita ser mujer…

—Nunca has intentado… —¿Cuál era la palabra apropiada? No hacer niños, no para Smitta.

—Estoy acostumbrada —dijo Smitta—. Con Risher, fue bastante agradable hace tiempo, y últimamente con Mik, el hijo del Jefe de los Cazadores. —Minya vaciló. Quizá Smitta lo notó—. Damos todo lo que somos cuando nos alistamos. Hay que hacerlo para mantenerse dentro. Lo sabes.

—Siempre hay alguien que lo hace…

—¿Qué? ¿Salirse? ¿Escapar? Alse saltó al cielo, poco después yo me uní, aunque nadie sabe realmente por qué. Era la única salida. Si quieres escapar, podría nombrarte a alguien que te destrozaría. Sal es una.

Labios unidos y dientes apretados guardaban el secreto de Minya. Pero Smitta ya lo sabía.

—No debes escapar —repitió—. Quizá es que no sabes lo que los ciudadanos sienten por nosotras. Ellos nos toleran. No queremos dar niños a la tribu, pero hacemos trabajos más peligrosos de lo que se podría pensar, y pagamos nuestra deuda de esa manera. Pero ya sabes que no puedes pedirle a ningún hombre normal que te ayude en ninguna de las dos tareas.

Minya asintió. Los labios juntos, los dientes apretados: ¡si sólo pudiera seguir el mismo camino que ella para estar con Mik! Mik había sido imposible cuando se fue, ocho años antes. ¿Cómo había cambiado tanto? ¿Qué liria él? —Smitta… —Déjalo. Sal se acerca.

Minya miró. Había cuatro siluetas que bajaban, cuatro mujeres montando en cohetes de chorros de gas y semillas; y no llevaban agua. Sal gritó algo hacia el viento.

—Están malgastando vainas surtidor —observó Smitta.

Estaban muy cerca y a punto de engancharse en la corteza. Minya escuchó el alegre aullido de Sal.

—¡Invasoooores!

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