Capítulo 7

Turner había consumido una vela y tres copas de brandy, y ahora estaba sentado a oscuras en el despacho de su padre, mirando por la ventana y escuchando cómo el viento agitaba las hojas de un árbol, que chocaban contra el cristal.

Aburrido, quizá, pero ahora mismo lo agradecía. Aburrimiento era exactamente lo que necesitaba después de un día como aquel.

Primero Olivia, acusándolo de querer a Miranda. Y luego Miranda y él…

Señor, la había deseado.

Sabía el momento exacto en que se había dado cuenta. No fue cuando chocó contra él. Ni cuando la sujetó por los hombros para que no cayera. Le había gustado agarrarla, sí, pero no se había dado cuenta. No de esa forma.

El momento… El momento que posiblemente podría arruinarlo había sucedido una décima de segundo después, cuando ella había levantado la mirada.

Eran sus ojos. Siempre habían sido sus ojos. Él había sido demasiado estúpido para darse cuenta.

Y, mientras estuvieron de pie el uno frente el otro lo que pareció una eternidad, se notó cambiado. Notó cómo su cuerpo se encogía y su respiración se detenía, y se le tensaron los dedos y… Miranda abrió los ojos todavía más.

Y la deseó. Como nunca hubiera imaginado, como algo que no era adecuado y bueno. La deseó.

Nunca había estado tan enfadado consigo mismo.

No la quería. No podía quererla. Estaba seguro de que no podía querer a nadie, no después de la destrucción que Leticia había dejado en su corazón. Era simple y pura lujuria, y una lujuria dirigida hacia la mujer posiblemente menos adecuada de Inglaterra.

Se sirvió otra copa. Decían que lo que no mataba a un hombre lo hacía más fuerte, pero aquello…

Aquello iba a matarlo.

Y entonces, mientras estaba ahí sentado, considerando su propia debilidad, la vio.

Era una prueba. Sólo podía ser una prueba. Alguien, desde algún sitio, estaba decidido a poner a prueba su condición de caballero, y él iba a fracasar. Lo intentaría, resistiría todo lo que pudiera, pero, en el fondo, en algún rincón de su alma que no le gustaba analizar, lo sabía. Fracasaría.

Miranda se movía como un fantasma, casi deslizándose sobre las ondas del camisón blanco. Era de algodón, sencillo, estaba seguro; mojigato y perfectamente virginal.

La deseaba desesperadamente.

Se agarró con fuerza a los brazos de la butaca y se sujetó como si le fuera la vida en ello.


A Miranda no le hacía demasiada gracia entrar en el despacho de lord Rudland, pero no había encontrado lo que buscaba en el salón rosa, y sabía que el padre de su amiga guardaba una botella de jerez junto a la puerta. Sólo tardaría un minuto; seguro que unos pocos segundos no contaban como invasión de la privacidad.

– ¿Dónde están los vasos? -murmuró, mientras dejaba la vela encima de la mesa-. Por fin. -Encontró la botella de jerez y se sirvió un dedo.

– Espero que no sea una costumbre -balbuceó una voz.

El vaso le resbaló de los dedos, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

Ella siguió la voz hasta que lo vio, sentado en un sillón de orejas y las manos aferradas a los brazos. La luz era tenue, pero, aún así, vio la expresión de su cara, irónica y seca.

– ¿Turner? -susurró, como una tonta, como si pudiera ser otra persona.

– El mismo.

– Pero ¿qué estás…? ¿Por qué estás aquí? -Dio un paso adelante-. ¡Au! -Se clavó un cristal en la planta del pie.

– Serás burra. Bajar aquí descalza. -Se levantó del sillón y cruzó el despacho.

– No tenía pensado romper un vaso -respondió Miranda, a la defensiva, mientras se agachaba y se arrancaba el cristal del pie.

– Da igual. Vas a acatarrarte si te paseas así por la casa. -La levantó en brazos y la alejó de los cristales rotos.

Miranda se dijo que era lo más cerca del cielo que había estado en su corta vida. El cuerpo de Turner era cálido y notaba su calor a través del camisón. Se le erizó la piel ante aquella cercanía y empezó a respirar de forma entrecortada.

Era su olor. Tenía que ser eso. Nunca había estado tan cerca de él, nunca había estado tan cerca como para oler su olor masculino único. Olía a madera caliente y brandy, y a algo más, a algo que no conseguía identificar. Algo que era simplemente Turner. Se agarró a su cuello y acercó la cara a su pecho para volver a olerlo una vez más.

Y entonces, cuando estaba convencida de que la vida no podía ser más perfecta, él la dejó caer en el sofá sin miramientos.

– ¿A qué ha venido eso? -preguntó, mientras se sentaba de forma decente.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Qué estás haciendo tú aquí?

Él se sentó delante de ella, en una mesa baja.

– Yo lo he preguntado primero.

– Parecemos dos niños pequeños -dijo ella, mientras doblaba las piernas y las colocaba debajo del cuerpo. Pero le respondió. Parecía una estupidez discutir sobre algo así-. No podía dormir. Y pensé que un vaso de jerez me ayudaría.

– ¿Porque ya has llegado a la madura edad de veinte años? -dijo él, en tono burlón.

Pero ella no cayó en la trampa. Ladeó la cabeza a modo de elegante respuesta, como diciendo: «Exacto».

Él se rió.

– En tal caso, permíteme que te ayude en tu perdición. -Se levantó y se acercó a un mueble-. Pero, si vas a beber, hazlo bien, por Dios. Lo que necesitas es brandy, preferiblemente el que llega de contrabando desde Francia.

Miranda lo observó mientras sacaba dos copas de brandy y las dejaba en la mesa. Sus manos eran firmes y… ¿unas manos podían ser bonitas? Sirvió dos copas generosas.

– A veces, mi madre me daba brandy cuando era pequeña. Cuando llegaba a casa empapada por la lluvia -le explicó ella-. Sólo un sorbo para entrar en calor.

Él se volvió y la miró, con unos ojos penetrantes incluso en la oscuridad.

– ¿Ahora tienes frío?

– No, ¿por?

– Estás temblando.

Miranda se miró los brazos traidores. En efecto, estaba temblando, pero no por el frío. Se abrazó con la esperanza de que él no insistiera más en eso.

Él volvió a cruzar el salón y le entregó la copa, con unos movimientos llenos de elegancia masculina.

– No te lo bebas de golpe.

Ella lo miró con una expresión de extrema irritación por su tono condescendiente antes de beber un sorbo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó.

Turner se sentó delante de ella y apoyó un tobillo en la pierna contraria.

– Tenía que comentar unos asuntos de negocios con mi padre, así que me invitó a tomar una copa después de cenar. Y aquí me he quedado.

– ¿Y has estado sentado en la oscuridad tú solo?

– Me gusta la oscuridad.

– A nadie le gusta la oscuridad.

Él soltó una carcajada y ella se sintió terriblemente inexperta y joven.

– Ah, Miranda -dijo él, todavía riéndose-. Gracias por esto.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿Cuánto has bebido?

– Una pregunta impertinente.

– Ajá, entonces has bebido demasiado.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿Te parezco ebrio?

Ella se echó hacia atrás de forma involuntaria, porque no estaba preparada para la intensidad de su mirada.

– No -dijo, muy despacio-. Pero tienes mucha más experiencia que yo y supongo que sabrás cómo beber. Seguramente, podrías beber ocho veces más que yo y no se te notaría.

Turner soltó una risa seca.

– Cierto. Y tú, querida niña, deberías aprender a mantenerte alejada de los hombres con mucha más experiencia que tú.

Miranda bebió otro sorbo de licor, ignorando las ganas de bebérselo de golpe. Pero sabía que le quemaría la garganta, empezaría a toser y él se reiría.

Y ella se moriría de vergüenza.

Turner había estado de un humor extraño toda la noche. Cortante y burlón cuando estaban solos y callado y malhumorado cuando había más gente. Miranda maldijo a su corazón traidor por quererlo tanto; habría sido mucho más fácil adorar a Winston, que tenía una sonrisa luminosa y amplia y que la había halagado toda la noche.

Pero no, ella lo quería a él. A Turner, cuyo humor caprichoso significaba que estaba riendo y bromeando con ella y, al cabo de un segundo, la trataba como si fuera un antídoto.

El amor era para los idiotas. Para los estúpidos. Y ella era la mayor estúpida de todos.

– ¿En qué piensas? -preguntó Turner.

– En tu hermano -respondió ella, sólo para ser perversa, aunque era un poco verdad.

– Ah -dijo él, mientras se servía más brandy-. Winston. Un buen chico.

– Sí -respondió ella, casi en tono desafiante.

– Alegre.

– Encantador.

– Joven.

Ella se encogió de hombros.

– Yo también soy joven. Quizás hagamos buena pareja.

Él no dijo nada. Ella se acabó el brandy.

– ¿No te parece? -le preguntó.

Pero él siguió sin responder.

– Winston y yo -insistió ella-. Es tu hermano. Quieres que sea feliz, ¿verdad? ¿No crees que yo podría hacerlo feliz?

– ¿Por qué me preguntas todo esto? -le preguntó él, en voz baja y en un tono casi incorpóreo en medio de la noche.

Ella se encogió de hombros, luego metió el dedo en el vaso para alcanzar las últimas gotas. Se lamió el dedo y levantó la mirada.

– A su servicio -murmuró él, y le sirvió dos dedos más de brandy.

Miranda asintió para darle las gracias y luego respondió a su pregunta.

– Quiero saberlo -dijo, simplemente-, y no sé a quién más preguntar. Olivia tiene tantas ganas de que me case con Winston que diría lo que fuera para llevarme al altar cuanto antes.

Esperó y contó los segundos hasta que él dijo algo. Uno, dos, tres… Entonces, Turner expulsó el aire de golpe.

Fue casi como una rendición.

– No lo sé, Miranda. -Parecía cansado-. No veo por qué no ibas a hacerlo feliz. Harías feliz a cualquiera.

«¿Incluso a ti?» Miranda quería preguntárselo pero acabó declinándose por:

– ¿Y crees que él me haría feliz?

Turner tardó más en responder a esta pregunta. Y lo hizo, al final, con un tono lento y comedido.

– No estoy seguro.

– ¿Por qué no? ¿Qué le pasa a Winston?

– No le pasa nada. Es que no estoy seguro de que pudiera hacerte feliz.

– Pero ¿por qué? -Estaba siendo impertinente, lo sabía, pero si conseguía que Turner le dijera por qué Winston no la haría feliz, quizá consiguiera que se diera cuenta de por qué él sí lo haría.

– No lo sé, Miranda. -Se echó el pelo hacia atrás hasta que los mechones rubios se quedaron en un ángulo extraño-. ¿Tenemos que mantener esta conversación?

– Sí -respondió ella, con firmeza-. Sí.

– Muy bien. -Turner se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos, como si quisiera prepararla para las malas noticias-. No cumples los estándares de belleza actuales, eres demasiado sarcástica y no te gusta especialmente mantener conversaciones inocuas. Francamente, Miranda, no entiendo por qué quieres un matrimonio típico de la alta sociedad.

Ella tragó saliva.

– ¿Y?

Él apartó la vista y miró a otro lado durante un minuto antes de volver a ella.

– Y muchos hombres no sabrán valorarte. Si tu marido intenta convertirte en algo que no eres, serás terriblemente infeliz.

Había algo eléctrico en el aire y Miranda era incapaz de quitarle los ojos de encima.

– ¿Y crees que hay alguien ahí fuera que sabrá valorarme? -susurró.

La pregunta quedó en el aire, tentándolos a los dos hasta que Turner respondió:

– Sí.

Sin embargo, deslizó la mirada hasta el vaso, se acabó el brandy y suspiró como un hombre satisfecho por la bebida, no como uno que se estuviera planteando el amor.

Ella apartó la mirada. El momento, si es que había existido y no había sido producto de su imaginación, había desaparecido, y el silencio que se impuso entre ellos fue bastante incómodo. Era extraño y torpe y, por lo tanto, como Miranda quería llenar ese vacío entre ellos, le hizo la pregunta más estúpida del mundo:

– ¿Asistirás al baile de los Worthington la semana que viene?

Él se volvió, con la ceja arqueada a modo de interrogación ante la pregunta inesperada.

– Quizá sí.

– Me encantaría. Siempre tienes la amabilidad de bailar conmigo dos veces. De no ser por ti, no tendría pareja de baile. -Estaba parloteando, pero no estaba segura de si le importaba. En cualquier caso, no parecía poder detenerse-. Si Winston pudiera venir, no te necesitaría, pero creo que tiene que regresar a Oxford por la mañana.

Turner le lanzó una mirada extraña. No fue una sonrisa, tampoco una burla, aunque tampoco fue irónica. Miranda odiaba que fuera tan inescrutable; no le daba ninguna pista de por dónde ir. Pero ella continuó. A estas alturas, ¿qué podía perder?

– ¿Irás? -preguntó-. Te lo agradecería mucho.

Él la miró unos segundos y, luego, respondió:

– Ahí estaré.

– Gracias. Me alegro.

– Encantado de poder ayudar -dijo él, con sequedad.

Ella asintió, con los movimientos más afectados por los nervios que por otra cosa.

– Si sólo puedes bailar conmigo una vez, bastará. Pero, si pudieras hacerlo al principio, te lo agradecería. Parece que los demás hombres te siguen.

– Por extraño que parezca -murmuró él.

– No es tan extraño -dijo ella, encogiendo un hombro. Empezaba a notar los efectos del alcohol. Todavía no estaba ebria, pero sí acalorada y un poco desenvuelta-. Eres atractivo.

Por lo visto, él no supo qué responder. Miranda se felicitó. Eran contadas las ocasiones en que conseguía desconcertarlo.

La sensación fue emocionante, así que bebió otro sorbo de brandy, con cuidado de hacerlo despacio, y dijo:

– Te pareces a Winston.

– ¿Cómo dices?

Turner habló con la voz cortante, y ella seguramente debería haberlo interpretado como una advertencia, pero parecía que no podía salir del hoyo que estaba cavando a su alrededor.

– Bueno, los dos tenéis los ojos azules y el pelo rubio, aunque creo que el suyo es un poco más claro. Y tenéis la misma postura, aunque…

– Ya basta, Miranda.

– Pero si…

– He dicho que basta.

Ella se calló ante el tono mordaz, y luego murmuró:

– No tienes por qué ofenderte.

– Has bebido demasiado.

– No seas estúpido. No estoy ebria. Seguro que tú has bebido diez veces más que yo.

Turner le lanzó una mirada relajada engañosa.

– Eso no es cierto pero, como has dicho antes, tengo mucha más experiencia que tú.

– He dicho eso, ¿verdad? Creo que tenía razón. No creo que estés ebrio.

Él inclinó la cabeza y dijo:

– Ebrio, no. Sólo un poco imprudente.

– ¿Imprudente? -murmuró ella, muy despacio-. Una descripción interesante. Me parece que yo también estoy imprudente.

– Seguro porque, si no, habrías vuelto a subir las escaleras en cuanto me viste.

– Y no te habría comparado con Winston.

A Turner le brillaron los ojos.

– No, no lo habrías hecho.

– No te importa, ¿verdad?

Se produjo un largo silencio y, por un segundo, Miranda se dijo que había ido demasiado lejos. ¿Cómo había podido ser tan estúpida y vanidosa para creer que podría desearla? ¿Por qué diantres iba a importarle si lo comparaba con su hermano pequeño? Para él, ella sólo era una cría, la niña feúcha de quien se había hecho amigo porque le daba pena. Nunca debería haber soñado que algún día podría llegar a quererla.

– Perdóname -balbuceó mientras se levantaba-. Me he excedido. -Y entonces, como todavía lo tenía en la mano, se bebió todo el brandy que le quedaba y corrió hacia la puerta-. ¡Aaahhh!

– ¿Qué diablos…? -Turner se levantó.

– Me había olvidado del vaso -dijo, gimoteando-. De los cristales rotos.

– Jesús, Miranda, no llores. -Cruzó el salón corriendo y, por segunda vez esa noche, la levantó en brazos.

– Soy una estúpida. Una maldita estúpida -dijo ella, sorbiéndose la nariz. Las lágrimas eran fruto de la pérdida de la dignidad, no del dolor, y por eso costaba más detenerlas.

– No blasfemes. No te había oído blasfemar nunca. Voy a tener que lavarte la boca con jabón -bromeó él mientras la llevaba hasta el sofá.

El tono amable la afectó mucho más de lo que lo habrían hecho las palabras severas, y tuvo que respirar hondo varias veces para intentar controlar los sollozos que parecían acumulársele en la garganta.

Turner la dejó en el sofá con delicadeza.

– Déjame ver ese pie.

Ella meneó la cabeza.

– Puedo hacerlo sola.

– No seas tonta. Estás temblando como una hoja. -Se fue hasta el mueble con las botellas y cogió la vela que ella había bajado antes.

Ella lo miró mientras volvía a su lado y dejaba la vela en la mesa.

– Ahora ya tenemos un poco más de luz. Déjame ver el pie.

A regañadientes, Miranda dejó que le tomara el pie y se lo colocara en el regazo.

– Soy una estúpida.

– ¿Quieres dejar de decir eso? Eres la mujer menos estúpida que conozco.

– Gracias. ¡Au!

– Quédate quieta y deja de retorcerte.

– Quiero ver lo que estás haciendo.

– Pues, a menos que seas contorsionista, no vas a poder, así que tendrás que confiar en mí.

– ¿Has terminado?

– Casi. -Turner colocó el dedo contra otro cristal y tiró de él.

Ella se tensó de dolor.

– Sólo me quedan uno o dos.

– ¿Y si no consigues sacarlos todos?

– Los sacaré.

– Pero ¿y si no lo consigues?

– Madre mía, ¿te he dicho alguna vez que eres persistente?

Ella casi sonrió.

– Sí.

Él casi le devolvió la sonrisa.

– Si me dejo alguno, seguramente saldrá solo en unos días. Con las astillas, funciona así.

– ¿No sería maravilloso que la vida fuera tan sencilla como las astillas? -preguntó ella, triste.

Él la miró.

– ¿Que saliera sola en unos días?

Ella asintió.

Él la siguió mirando durante unos segundos, y luego volvió a la tarea, sacando el último trocito de cristal.

– Ya está. En nada, estarás como nueva.

Pero no hizo nada para soltarle el pie.

– Siento mucho haber sido tan patosa.

– Tranquila. Ha sido un accidente.

¿Era su imaginación o Turner estaba susurrando? Y su mirada era tan tierna. Miranda se revolvió para sentarse a su lado.

– ¿Turner?

– No digas nada -respondió él, con brusquedad.

– Pero si…

– ¡Por favor!

Miranda no entendía la urgencia en su voz, no reconoció el deseo que impregnaba sus palabras. Sólo sabía que lo tenía muy cerca, que podía sentirlo, que podía olerlo… y quería saborearlo.

– Turner…

– Basta -dijo, con la voz entrecortada, y la abrazó, pegando sus pechos a sus músculos. Los ojos le brillaban con fiereza y Miranda se dio cuenta, de repente lo supo. Nada iba a detener el lento descenso de los labios de él hacia los suyos.

Y, de repente, la estaba besando, con los labios ardientes y exigentes contra su boca. Su deseo era salvaje, crudo y arrollador. La deseaba. Miranda no se lo creía, apenas podía reunir las fuerzas para pensarlo, pero lo sabía.

La deseaba.

Aquello la llenó de atrevimiento. Y de feminidad. Sacó a relucir una especie de conocimiento secreto que estaba enterrado en el fondo de su ser, seguramente desde antes de nacer, y le devolvió el beso, movió la lengua con una naturalidad asombrosa y la sacó para saborear la sal de su piel.

Turner se aferró a su espalda, aprisionándola contra su cuerpo, aunque no aguantaron derechos mucho tiempo y enseguida se deslizaron sobre los cojines, él cubriendo el cuerpo de ella con el suyo propio.

Estaba desatado. Como loco. Era la única explicación, pero parecía que no se saciaba de ella. Sus manos se deslizaban por todas partes, comprobando, tocando, pellizcando y lo único que podía pensar, cuando podía pensar, claro, era que la deseaba. La deseaba de todas las formas posibles. Quería devorarla. Quería adorarla.

Quería perderse en su interior.

Susurró su nombre, lo gimió contra su piel. Y luego ella susurró el suyo y Turner vio cómo las manos se le iban hacia los diminutos botones del cuello del camisón. Cada botón parecía derretirse en sus dedos hasta que los desabrochó todos y sólo le quedaba deslizar la tela. Notaba la tersura de sus pechos debajo del camisón, pero quería más. Quería sentir su calor, su olor y su sabor.

Sus labios descendieron por la garganta, siguieron la elegante curva de la clavícula, justo hasta donde el camisón se juntaba con la piel. Lo apartó y saboreó un centímetro más de su piel, explorando la suave y salada dulzura, y estremeciéndose de placer cuando la llanura del esternón se convirtió en las curvas de los senos.

Dios Santo, la deseaba.

Le cubrió el pecho a través de la tela, lo apretó y se lo acercó a la boca. Ella gimió y ese sonido desató a Turner y se olvidó de sus intenciones de ir despacio. Descendió la boca, acercándose cada vez más al codiciado premio, incluso mientras deslizaba la otra mano hasta los bajos del camisón y empezaba a ascender por la suavidad de su pantorrilla.

Luego llegó al muslo y ella casi gritó.

– Shhh -canturreó él, silenciándola con un beso-. Vas a despertar a los vecinos. Vas a despertar a mis…

«Padres.»

Era como si le hubieran tirado un cubo de agua fría por encima.

– Dios mío.

– ¿Turner, qué? -Miranda tenía la respiración entrecortada.

– Dios mío, Miranda -pronunció su nombre con todo el asombro que lo había invadido de repente. Era como si estuviera soñando, se hubiera despertado y…

– Turner, yo…

– Calla -le susurró él, con urgencia, y se levantó con tanta fuerza que fue a parar a la alfombra-. Dios mío -dijo, y luego otra vez, porque sólo podía repetirlo-. Dios mío.

– ¿Turner?

– Levántate. Tienes que levantarte.

– Pero…

La miró, y eso fue un gran error. Todavía tenía el camisón arrugado en las caderas y sus piernas… Jesús, ¿quién habría pensado que serían tan largas y preciosas? Y sólo quería…

«No.»

Se sacudió con la fuerza de su propia negativa.

– Ahora, Miranda -gruñó.

– Pero si no…

La levantó. No le apetecía especialmente tomarla de la mano; sinceramente, no confiaba en sí mismo si volvía a tocarla, por poco romántico que fuera el contacto. Pero tenía que hacer que se moviera. Tenía que sacarla de allí.

– Vete -le ordenó-. Por el amor de Dios, si te queda algo de sensatez, vete.

Pero ella se quedó ahí de pie, mirándolo con sorpresa, y estaba despeinada, con los labios hinchados, y Turner la deseaba.

Dios santo, todavía la deseaba.

– Esto no volverá a repetirse -dijo, con la voz tensa.

Ella no dijo nada. Turner observó su cara con detenimiento. «Por favor, que no llore.»

Se mantuvo inmóvil. Si se movía, podría tocarla. No sería capaz de detenerse.

– Será mejor que subas a tu habitación -dijo, en voz baja.

Ella asintió con un gesto extraño y se marchó.

Turner se quedó mirando la puerta. Maldita sea, ¿y ahora qué iba a hacer?

12 de junio de 1819

Estoy sin palabras. Absolutamente.

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