Capítulo 15

Teniendo en cuenta la oposición que tenía, fue de admirar que Miranda aguantara tanto. Tres días.

Su abuela lanzó el primer ataque, recurriendo a la dulzura y la sensatez.

– Querida -le dijo-, entiendo que lord Turner ha sido un tanto tardío en sus atenciones, pero ha venido a cumplir con su deber y, bueno, tú hiciste…

– No tienes que decirlo -respondió Miranda, sonrojándose con furia.

– Ya, pero lo hiciste.

– Lo sé. -Por todos los cielos, lo sabía. Casi no podía pensar en otra cosa.

– Pero, cariño, ¿qué tiene de malo el vizconde? Parece un chico agradable, y nos ha asegurado que puede mantenerte y cuidarte como Dios manda.

Miranda apretó los dientes. Turner había ido a casa la noche anterior para presentarse a sus abuelos. Típico de él haber conseguido, en menos de una hora, que su abuela se enamorara de él. A ese hombre deberían prohibirle acercarse a cualquier mujer, de cualquier edad.

– Y es bastante apuesto, ¿no crees? -continuó su abuela-. ¿No crees? Claro que sí. Al fin y al cabo, no tiene una de esas caras que unos consideran bonitas y otros no. Es el tipo de hombre que todo el mundo está de acuerdo en afirmar que es apuesto. ¿No te parece?

Miranda estaba de acuerdo, pero no estaba dispuesta a admitirlo.

– Por supuesto, una cara bonita sólo es eso y hay muchas caras bonitas con una mente retorcida.

Miranda ni siquiera iba a responder a eso.

– Sin embargo, parece un chico sensato y bastante afable. Pensándolo bien, Miranda, podrías haber acabado mucho peor. -Cuando la nieta no respondió, la abuela añadió, con una severidad poco característica-. Y no creo que puedas acabar mejor.

Dolió, pero era verdad. Sin embargo, Miranda dijo:

– Podría quedarme soltera.

Puesto que su abuela no contemplaba aquella opción como algo viable, ni se molestó en comentarla.

– Y no hablo del título -dijo, con dureza-. Ni de su fortuna. Seguiría siendo un buen partido aunque no tuviera ni un penique.

Miranda consiguió responder con un sonido gutural indefinido, una sacudida de cabeza y con los hombros encogidos. Y esperaba que bastara.

Pero no. El final de aquel ataque ni siquiera estaba cerca. Turner cogió el testigo intentando apelar a su naturaleza romántica. Cada dos o tres horas llegaban unos enormes ramos de flores a casa, y cada uno de ellos llevaba una nota que ponía: «Miranda, cásate conmigo».

Miranda hizo lo que pudo para ignorarlos, aunque no fue fácil, porque enseguida llenaron todos los rincones de la casa. Sin embargo, Turner sí que hizo grandes avances con la abuela, que dobló su empeño para ver a su Miranda casada con el encantador y generoso vizconde.

Su abuelo fue el siguiente, aunque con una táctica considerablemente más agresiva.

– Por el amor de Dios, jovencita -gruñó-. ¿Acaso te has vuelto loca?

Y, como Miranda ya no estaba segura de cuál era la respuesta a esa pregunta, no dijo nada.

Turner fue el siguiente, aunque esta vez cometió un error táctico. Le envió una nota diciendo: «Te perdono por haberme pegado». Al principio, Miranda se enfureció. Era ese mismo tono condescendiente el que había provocado que le pegara. Pero luego reconoció el mensaje entre líneas de la nota: una delicada advertencia. No iba a soportar su testarudez mucho tiempo más.

Al segundo día de sitio, decidió que necesitaba un poco de aire fresco; el olor de todas esas flores era realmente empalagoso. Así que cogió el sombrero y se dirigió hacia el cercano jardín de Queen Street Garden.

Turner la siguió de inmediato. No mentía cuando le había dicho que iba a tener la casa vigilada, aunque no se molestó en comentarle que no había contratado a ningún profesional. Su pobre y atormentado ayuda de cámara había sido la persona elegida y, después de pasarse ocho horas seguidas mirando por la ventana, se alegró mucho cuando vio a la dama en cuestión salir por la puerta, porque eso significaba que podría descansar.

Turner sonrió mientras observaba cómo Miranda se dirigía hacia el parque con pasos rápidos y eficaces, aunque luego frunció el ceño cuando se dio cuenta de que no se había llevado a ninguna dama de compañía. Edimburgo no era tan peligroso como Londres, pero seguro que una dama no solía salir sola. Ese tipo de comportamiento tendría que cambiar cuando estuvieran casados.

Y estarían casados. Fin de la discusión.

Sin embargo, sabía que tendría que abordar el asunto con unas dosis de delicadeza. Mirando hacia atrás, seguramente la nota donde le decía que la perdonaba había sido un error. Sabía que la enfurecería incluso mientras la escribía, pero no pudo evitarlo. No cuando cada vez que se miraba al espejo veía su ojo morado.

Miranda entró en el parque y caminó varios minutos hasta que encontró un banco libre. Lo limpió un poco, se sentó y sacó un libro de la bolsa que llevaba en la mano.

Turner sonrió desde su lugar estratégico a unos cincuenta metros de ella. Le gustaba mirarla. Le sorprendía lo contento que estaba allí, debajo de un árbol, observando a Miranda leer un libro. Arqueaba los dedos con delicadeza cuando pasaba las páginas. De repente, tuvo la visión de la chica sentada en el despacho que había junto a su habitación en Northumberland. Estaba escribiendo una carta, seguramente a Olivia, relatándole los acontecimientos del día.

De repente, Turner se dio cuenta de que ese matrimonio no sólo era lo correcto, sino que también era algo bueno, y que sería feliz con ella.

Silbando por dentro, se acercó hasta donde estaba ella y se colocó a su lado.

– Hola, minina.

Ella levantó la mirada y suspiró.

– Ah, eres tú.

– Espero que nadie más se dirija a ti de esa forma.

Miranda hizo una mueca cuando le vio la cara.

– Siento mucho lo de tu ojo.

– Ah, ya te he perdonado, ¿recuerdas?

Ella se tensó.

– Sí.

– Ya -murmuró él-. Me imaginaba que lo recordarías.

Ella esperó un momento, básicamente a que Turner se marchara. Luego, dirigió la mirada hacia el libro y anunció:

– Intento leer.

– Ya lo veo. Y me alegro. Me gustan las mujeres que cultivan su intelecto. -Le quitó el libro de las manos y lo giró para ver el título-. Orgullo y prejuicio. ¿Te gusta?

– Me gustaba.

Turner ignoró su indirecta mientras lo abría por la primera página y leía la primera frase.

– «Es una verdad universalmente reconocida -leyó en voz alta-, que un hombre soltero con una buena fortuna debe buscar una esposa.»

Miranda intentó recuperar el libro, pero él lo alejó de su alcance.

– Vaya -pensó Turner, en voz alta-. Una idea muy interesante. Yo busco esposa.

– Pues vete a Londres -le respondió ella-. Allí encontrarás muchas mujeres solteras.

– Y tengo una buena fortuna. -Se inclinó hacia delante y le sonrió-. Por si no te habías dado cuenta.

– No sabes cuánto me alegro de saber que no te vas a morir de hambre.

Él se rió.

– Venga, Miranda, ¿por qué no lo dejas ya? Sabes que no vas a ganar.

– No creo que haya demasiados curas que accedan a casar a una pareja sin el consentimiento de la mujer.

– Lo consentirás -dijo él, muy tranquilo.

– ¿Sí?

– Me quieres, ¿recuerdas?

Miranda apretó los labios.

– Eso era hace mucho tiempo.

– ¿Hace qué? ¿Dos, tres meses? No es tanto tiempo. Ya volverá.

– No si te sigues comportando de esta forma.

– Una lengua muy afilada -dijo él, con una sonrisa pícara. Y luego se inclinó hacia delante-. Si quieres saberlo, es una de las cosas que más me gustan de ti.

Miranda tuvo que flexionar los dedos para no aferrarlos a su cuello y estrangularlo.

– Creo que ya he tenido suficiente aire fresco -anunció, mientras pegaba el libro al pecho y se levantaba-. Me voy a casa.

Él se levantó de inmediato.

– En tal caso, te acompañaré, lady Turner.

Ella se volvió de golpe.

– ¿Cómo me has llamado?

– Sólo probaba el nombre -murmuró él-. Suena bastante bien, ¿no crees? Será mejor que te acostumbres lo antes posible.

Miranda meneó la cabeza y empezó a caminar hacia su casa. Intentó ir unos pasos por delante de él, pero las piernas de Turner eran mucho más largas y no le costaba seguir su paso.

– ¿Sabes una cosa, Miranda? -dijo él, con afabilidad-. Si pudieras darme un buen motivo por el que no deberíamos casarnos, te dejaría en paz.

– No me gustas.

– Eso es mentira, así que no cuenta.

Ella siguió pensando, mientras caminaba lo más rápido posible.

– No necesito tu dinero.

– Claro que no. El año pasado Olivia me dijo que tu madre te dejó un pequeño legado. Suficiente para vivir. Pero negarte a casarte con alguien porque no quieres tener más dinero me parece propio de alguien corto de miras, ¿no crees?

Ella apretó los dientes y siguió caminando. Llegaron a las escaleras de la casa de los abuelos de Miranda y ella las subió. Sin embargo, antes de que pudiera entrar, Turner la agarró por la muñeca con la fuerza suficiente como para que ella supiera que se le había agotado la paciencia.

Aunque no borró la sonrisa de su cara cuando dijo:

– ¿Lo ves? Ni un solo buen motivo.

Miranda debería estar nerviosa.

– Quizá no -dijo, muy fría-, pero tampoco los hay para hacerlo.

– ¿Tu reputación no es motivo de sobra? -preguntó él.

Ella lo miró a los ojos con cautela.

– Pero mi reputación no está en peligro.

– ¿No?

Miranda contuvo el aliento.

– No lo harías.

Él se encogió de hombros, un leve movimiento que la estremeció.

– No se me suele considerar una persona despiadada, pero no me subestimes, Miranda. Me casaré contigo.

– Pero ¿por qué quieres hacerlo? -exclamó ella. No tenía que hacerlo. Nadie lo estaba obligando. Miranda prácticamente le había ofrecido una escapatoria en bandeja de plata.

– Soy un caballero -replicó él-. Y me encargo de mis transgresiones.

– ¿Soy una transgresión? -susurró ella, porque se había quedado sin aire en los pulmones. Sólo podía susurrar.

Él se colocó delante de ella, más incómodo que nunca.

– No debí haberte seducido. Debí habérmelo pensado antes. Y, después, no debí haberte abandonado durante tantas semanas. Por eso, no tengo excusa, sólo mis defectos. Pero no ignoraré mi honor. Y te casarás conmigo.

– ¿Me quieres a mí o a tu honor? -susurró Miranda.

Él la miró como si no hubiera entendido algo importante. Y luego dijo:

– Es lo mismo.

28 de agosto de 1819

Me he casado con él.


La boda fue discreta. Ha pasado desapercibida, en realidad, porque los únicos invitados fueron los abuelos de Miranda, la mujer del cura y, a petición de Miranda, MacDownes.

A petición de Turner, se marcharon hacia su casa de Northumberland inmediatamente después de la ceremonia que, también a petición de Turner, se había celebrado a una hora extrañamente temprana para que la pareja tuviera el día por delante para viajar hasta Rosedale, la mansión de la época de la Restauración que sería el hogar del nuevo matrimonio.

Cuando Miranda se hubo despedido, Turner la ayudó a subir al carruaje y la agarró por la cintura antes de ayudarla y darle el último impulso. Lo invadió una emoción extraña y desconocida, y se quedó algo aturdido al darse cuenta de que era satisfacción.

El matrimonio con Leticia le había traído muchas cosas, pero nunca paz. Turner había acudido a la unión con una vertiginosa necesidad de deseo y emoción que rápidamente se convirtieron en desilusión y en una aplastante sensación de pérdida. Y, cuando el matrimonio terminó, sólo le quedó rabia.

Le gustaba la idea de estar casado con Miranda. Era una persona en quien se podía confiar. Nunca lo traicionaría, ni con su cuerpo ni con sus palabras. Y, a pesar de que no estaba tan obsesionado como con Leticia, la deseaba con una intensidad que todavía no se acababa de creer. Cada vez que la veía, la olía, oía su voz… la deseaba. Quería acariciarle el brazo, sentir el calor de su cuerpo. Quería rozarla, respirarla cuando se cruzaban.

Cada vez que cerraba los ojos, volvía a estar en la cabaña, cubriendo su cuerpo con el suyo, movido por algo muy profundo de su ser, algo primitivo y posesivo, y un poco salvaje.

Era suya. Y volvería a serlo.

Subió al carruaje detrás de ella y se sentó en el mismo banco, aunque no directamente a su lado. Lo que más quería era colocarse junto a ella y sentarla en su regazo, pero sabía que ella necesitaba un poco de tiempo.

Se pasarían muchas horas allí dentro, así que podía permitirse dejarle su espacio.

La observó durante varios minutos mientras el carruaje atravesaba las calles de Edimburgo. Agarraba con fuerza los pliegues de su vestido de boda, de color verde menta. Tenía los nudillos casi blancos, muestra de lo nerviosa que estaba. Turner alargó la mano dos veces para acariciarla, pero la retiró enseguida porque no estaba seguro de que su gesto fuera bien recibido. Sin embargo, al cabo de unos minutos más, dijo:

– Si quieres llorar, no te juzgaré.

Ella no se volvió.

– Estoy bien.

– ¿Sí?

Ella tragó saliva.

– Pues claro. Acabo de casarme, ¿no? ¿No es eso lo que toda mujer quiere?

– ¿Es lo que tú quieres?

– Ya es un poco tarde para preocuparte por eso, ¿no crees?

Él sonrió con ironía.

– No soy tan horrible, Miranda.

Ella se rió con nerviosismo.

– Claro que no. Eres lo que siempre he querido. Llevas días diciéndomelo, ¿no es verdad? Siempre te he querido.

Turner deseó que sus palabras no encerraran tanta mofa.

– Ven aquí -dijo, agarrándola por el brazo y arrastrándola hasta su lado del carruaje.

– Estoy bien aquí… Espera… ¡Oh! -Quedó pegada a su costado y rodeada por el brazo de acero de Turner.

– Así está mucho mejor, ¿no te parece?

– Ahora no puedo mirar por la ventana -dijo ella, con amargura.

– No hay nada que no hayas visto antes. -Corrió la cortina y se asomó-. A ver, árboles, hierba, una o dos casas. Todo bastante normal. -La tomó de la mano y le acarició los dedos-. ¿Te gusta el anillo? -le preguntó-. Es bastante sencillo, lo sé, pero en mi familia es tradición casarse con un aro de oro.

La respiración de Miranda se aceleró a medida que las manos de Turner iban calentando las suyas.

– Es precioso. No… No me hubiera gustado algo ostentoso.

– Ya me lo imaginé. Eres una criatura bastante elegante.

Ella se sonrojó y no dejó de juguetear con el anillo.

– Bueno, Olivia escoge todos mis vestidos.

– Bobadas. Estoy seguro de que no dejarías que eligiera algo llamativo o estridente.

Miranda lo miró. Le estaba sonriendo con amabilidad, casi con benevolencia, pero sus dedos le estaban haciendo cosas muy extrañas en las muñecas que hacían saltar chispas en su interior. Y entonces le levantó la mano y le dio un beso increíblemente delicado en la parte interior de la muñeca.

– Tengo algo más para ti -murmuró.

Ella no se atrevió a volver a mirarlo. No, si quería mantener la compostura.

– Mírame -le ordenó, con suavidad. Le colocó dos dedos debajo de la barbilla y le giró la cabeza hacia él. Metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de terciopelo.

– Con todas las prisas de la semana, no he tenido tiempo de darte un anillo de compromiso.

– No es necesario -respondió ella, enseguida, aunque no lo pensaba.

– Cállate, minina -dijo él, con una sonrisa-. Y acepta tu regalo de buen grado.

– Sí, señor -murmuró ella, mientras levantaba la tapa. En el interior, había un resplandeciente diamante oval flanqueado por dos pequeños zafiros-. Es precioso, Turner -suspiró-. Va a juego con tus ojos.

– Te prometo que no fue mi intención -dijo él, con la voz ronca. Cogió el anillo y se lo colocó en el dedo-. ¿Te va bien?

– Perfecto.

– ¿Seguro?

– Seguro, Turner. Yo… Gracias. Has sido muy amable. -Y antes de pensárselo dos veces, se acercó y le dio un beso en la mejilla.

Turner le tomó la cara entre las manos.

– No voy a ser un marido tan horrible, ya lo verás. -Acercó la cara a ella hasta que le dio un delicado beso en los labios. Ella se acercó a él, seducida por su calidez y el delicado murmullo de su voz-. Tan suave -susurró él, quitándole las horquillas para poder acariciarle el pelo suelto-. Tan suave, y tan dulce. Nunca soñé…

Miranda echó la cabeza hacia atrás para permitirle un mejor acceso a sus labios.

– ¿Nunca soñaste el qué?

Los labios de Turner se deslizaron por su piel.

– Que serías así. Que te desearía así. Que podía ser así.

– Yo siempre lo supe. Siempre lo supe. -Pronunció las palabras antes de valorar si era sensato decirlas, y luego decidió que no le importaba. No cuando él la estaba besando de aquella forma ni cuando respiraba de forma entrecortada, igual que ella.

– Siempre has sido muy lista, tú -murmuró él-. Debí hacerte caso hace mucho tiempo. -Empezó a aflojarle el vestido por los hombros, luego la rozó con los labios en el pecho y el fuego que provocó resultó ser demasiado para Miranda. Arqueó la espalda y cuando él deslizó los dedos hasta los botones del vestido, no opuso resistencia. A los pocos segundos, el vestido resbaló por su cuerpo y la boca de Turner localizó la cresta del pecho.

Miranda gimió ante la sorpresa y el placer.

– Oh, Turner, yo… -Suspiró-. Más.

– Una orden que estoy encantado de acatar. -Deslizó los labios hasta el otro pecho, donde repitió la misma tortura.

La besó y succionó y, mientras tanto, las manos le recorrían el cuerpo entero. Subían por la pierna, rodeaban la cintura… era como si estuviera intentando marcarla, hacerla suya para siempre.

Miranda se sentía disipada. Se sentía femenina. Y sentía una necesidad que ardía en algún lugar extraño y salvaje, en el interior de su ser.

– Te quiero -suspiró, agarrándolo por el pelo-. Quiero…

Los dedos de Turner siguieron subiendo hasta los pliegues más tiernos.

– Quiero esto.

Él se rió contra su cuello.

– A tu servicio, lady Turner.

Ni siquiera tuvo tiempo para sorprenderse ante su nuevo nombre. Le estaba haciendo algo, madre mía, ni siquiera sabía qué era, y era lo único que podía hacer para no gritar.

Y entonces, Turner se separó. Los dedos no, porque Miranda lo habría matado si lo hubiera intentado. Separó la cabeza, sólo lo suficiente para mirarla con una deliciosa sonrisa.

– Sé hacer otra cosa que también te gustará -dijo, jocoso.

Miranda separó los labios, sorprendida, cuando lo vio arrodillarse en el carruaje.

– ¿Turner? -susurró, porque estaba convencida de que no podría hacerle nada desde allí abajo. Seguro que no…

Gritó cuando él escondió la cabeza debajo de la falda.

Y luego volvió a gritar cuando lo notó, ardiente y apasionado, dejar un rastro de besos por su muslo.

Y luego ya no había ninguna duda acerca de cuáles eran sus intenciones. Los dedos, que habían hecho muy buen trabajo al excitarla, cambiaron de posición. Ahora la estaban abriendo, separándola, preparándola para…

Los labios de Turner.

Después de aquello, poco pensamiento racional. Independientemente de lo que sintiera la primera vez, y había estado muy bien, no podía compararse con esto. La boca de Turner era experta y ella estaba cautivada. Y, cuando se sacudió, lo hizo con cada centímetro de su cuerpo y con cada gota de su alma.

«Cielo santo -pensó, mientras intentaba recuperar la respiración-, ¿cómo es posible que alguien sobreviva a esto?»

De repente, la cara sonriente de Turner apareció frente a la suya.

– Tu primer regalo de boda -dijo.

– Yo… Yo…

– Un «Gracias» bastará -dijo él, descarado como siempre.

– Gracias -suspiró ella.

Turner le dio un delicado beso en la boca.

– De nada. Un placer.

Miranda lo miró mientras le arreglaba el vestido, la tapaba cuidadosamente y terminaba la tarea con una platónica palmadita en el brazo. Por lo visto, su pasión se había enfriado por completo, mientras ella todavía notaba como si una lengua de fuego la estuviera lamiendo por dentro.

– ¿Tú no…? No has…

Turner dibujó una sonrisa irónica.

– No hay nada que desee más, pero, a menos que quieras que tu noche de bodas sea en un carruaje en marcha, encontraré la forma de abstenerme.

– ¿Esto no ha sido la noche de bodas? -preguntó ella, poco convencida.

Él meneó la cabeza.

– Sólo un regalo para ti.

– Oh, -Miranda estaba intentando recordar por qué se había opuesto a ese matrimonio con tanto empeño. Una vida llena de regalos así parecía espléndida.

Agotada, notó cómo una languidez se apoderaba de su cuerpo, y se apoyó en el costado de Turner.

– ¿Volveremos a hacerlo? -farfulló, acurrucándose contra su calidez.

– Sí -murmuró él, sonriendo por dentro mientras la veía dormirse-. Te lo prometo.

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