Capítulo 13

Turner no estaba seguro de por qué se había quedado tanto tiempo en Kent. El viaje de dos días enseguida se prolongó cuando lord Harry decidió que quería comprarse la propiedad y, además, quería reunir a todos sus amigos para una estridente fiesta de inmediato. Él no tenía forma de librarse de forma educada y, sinceramente, no quería marcharse, no cuando eso significaba tener que volver a Londres y hacer frente a sus responsabilidades.

Y no es que estuviera intentando evitar casarse con Miranda. En realidad, todo lo contrario. Cuando se resignó a la idea de volver a casarse, ya no le pareció un destino tan terrible.

Sin embargo, tenía sus dudas a la hora de volver. Si no se hubiera marchado de la ciudad con la excusa más débil del mundo, habría podido solucionarlo todo allí mismo. Pero, cuanto más esperaba, más quería seguir esperando. ¿Cómo demonios explicaría su ausencia?

Y así, el viaje de dos días se convirtió en una fiesta de una semana, que luego se transformó en tres semanas de libertad absoluta para cazar, hacer carreras y disfrutar de las mujeres libertinas que corrían a su aire por la casa. Turner disfrutó de todo menos de las mujeres. Puede que estuviera esquivando su responsabilidad con Miranda, pero lo mínimo que podía hacer era serle fiel.

Y luego Winston llegó a Kent y se añadió a la fiesta de buen grado y se abandonó a los placeres de tal forma que Turner se vio obligado a quedarse y ofrecerle consejo fraternal. Eso le robó dos semanas más de su tiempo, que entregó sin reparos, porque así aplacaba parte de la culpa que había estado sintiendo. No podía abandonar a su hermano, ¿verdad? Si no vigilaba a Winston, el pobre acabaría con un cuadro grave de sífilis.

Sin embargo, al final se dio cuenta de que no podía posponer más lo inevitable y volvió a Londres sintiéndose un estúpido. Miranda debía de estar subiéndose por las paredes. Tendría suerte si aceptaba su proposición. Y así, sin el más mínimo temor, subió las escaleras de casa de sus padres y entró.

El mayordomo apareció enseguida.

– Huntley -dijo Turner, en forma de saludo-. ¿Está la señorita Cheever o mi hermana?

– No, milord.

– Hmmm. ¿Y cuándo volverán?

– No lo sé, milord.

– ¿Esta tarde? ¿A la hora de la cena?

– Imagino que dentro de varias semanas.

– ¡Varias semanas! -Aquello sí que era una sorpresa-. ¿Y dónde diablos están?

Huntley se tensó ante el vocabulario de Turner.

– En Escocia, milord.

– ¿Escocia? -Maldición. ¿Qué diablos estaban haciendo allí arriba? Miranda tenía familia en Edimburgo; pero, si tenían planificado ir a visitarlos, nadie lo había informado.

Un momento, Miranda no estaría prometida con algún caballero escocés relacionado con sus abuelos, ¿verdad? De ser así, seguro que alguien se lo habría dicho. En primer lugar, Miranda. Y el Señor sabía que Olivia no sabía guardar un secreto.

Turner se colocó a los pies de la escalera y empezó a gritar:

– ¡Madre! ¡Madre! -Se volvió hacia Huntley-. Imagino que mi madre no está en Escocia, ¿verdad?

– No, está en la casa, milord.

– ¡Madre!

Lady Rudland acudió corriendo.

– Turner, ¿qué pasa? ¿Y dónde has estado? Marcharte así a Kent sin avisarnos.

– ¿Por qué están Olivia y Miranda en Escocia?

Lady Rudland arqueó las cejas ante aquella pregunta de su hijo.

– Enfermedad en la familia. En la familia de Miranda, claro.

Turner decidió no comentar que era obvio, puesto que los Bevelstoke no tenían familia en Escocia.

– ¿Y Olivia ha ido con ella?

– Bueno, ya sabes lo mucho que se quieren.

– ¿Y cuándo regresarán?

– No puedo hablar por Miranda, pero ya le he escrito a Olivia insistiendo para que vuelva. Supongo que llegará dentro de unos días.

– Perfecto -farfulló Turner.

– Seguro que estará encantada por tu devoción fraternal.

Turner entrecerró los ojos. ¿Era una nota de sarcasmo lo que había oído en la voz de su madre? No estaba seguro.

– Te veré pronto, madre.

– Seguro que sí. Ah, y Turner.

– Dime.

– ¿Por qué no procuras pasar más tiempo con tu ayuda de cámara? Estás hecho un andrajoso.

Turner salió de la casa gruñendo.


Dos días después, informaron a Turner de que su hermana había regresado a Londres. Corrió a su encuentro de inmediato. Si había una cosa que odiaba en el mundo era esperar. Y si había otra cosa que odiaba más era sentirse culpable.

Y se sentía terriblemente culpable por haber hecho esperar a Miranda más de seis semanas.

Cuando llegó, Olivia estaba en su habitación. En lugar de esperarla en el salón, subió las escaleras de dos en dos y llamó a la puerta.

– ¡Turner! -exclamó Olivia-. ¡Dios mío! ¿Qué haces aquí arriba?

– Olivia, querida, antes vivía aquí, ¿recuerdas?

– Sí, sí, por supuesto. -Sonrió y volvió a sentarse-. ¿A qué debo este honor?

Turner abrió la boca y luego la cerró, porque no estaba seguro de qué quería preguntarle. Sabía que no estaría bien decirle: «Seduje a tu mejor amiga y ahora necesito hacer lo correcto, así que, ¿crees que sería apropiado que fuera a buscarla a casa de sus abuelos mientras uno de ellos está enfermo?»

Volvió a abrir la boca.

– ¿Sí, Turner?

La cerró, sintiéndose idiota.

– ¿Querías preguntarme algo?

– ¿Cómo ha ido por Escocia? -le espetó.

– Muy bien. ¿Has estado alguna vez?

– No. ¿Y Miranda?

Olivia dudó unos segundos antes de responder.

– Bien. Te manda saludos.

Turner lo dudaba. Respiró hondo. Tenía que ir con pies de plomo.

– ¿Está contenta?

– Ehhh… sí. Muy contenta.

– ¿Y no le ha dolido perderse el resto de la temporada?

– No, claro que no. Para empezar, nunca le gustó. Ya lo sabes.

– Claro. -Turner se volvió hacia la ventana, repiqueteando los dedos incesantemente contra el muslo-. ¿Y volverá pronto?

– No hasta dentro de unos meses, supongo.

– Entonces, su abuela está bastante enferma.

– Sí.

– Tendré que enviarle mis condolencias.

– Todavía no han llegado a eso -añadió Olivia enseguida-. El doctor dice que tardará unos meses, al menos medio año, o un poco más, pero cree que se recuperará.

– Entiendo. ¿Y qué le pasa?

– Una dolencia femenina -respondió Olivia, quizás un tanto descarada.

Turner arqueó una ceja. ¿Una dolencia femenina en una señora mayor? Qué curioso. Y sospechoso. Turner se volvió hacia su hermana.

– Espero que no sea contagioso. No quisiera que Miranda enfermara también.

– Uy, no. La… enfermedad de esa casa no es contagiosa, seguro. -Cuando Turner la siguió mirando directamente a los ojos, añadió-. Mírame a mí. He estado allí quince días y estoy fuerte como un roble.

– Es cierto. Pero debo admitir que estoy preocupado por Miranda.

– Pues no lo estés -insistió Olivia-. Está bien, de veras.

Turner entrecerró los ojos. Su hermana se había sonrojado ligeramente.

– Me estás ocultando algo.

– No… No sé de qué me estás hablando -tartamudeó ella-. ¿Y por qué me haces tantas preguntas sobre Miranda?

– Porque también es una buena amiga mía -respondió él, con delicadeza-. Y te sugiero que me cuentes la verdad.

Olivia se colocó al otro lado de la cama cuando su hermano se dirigió hacia ella.

– No sé de qué me estás hablando.

– ¿Está con un hombre? -le preguntó él-. ¿Lo está? ¿Es por eso que te has inventado esta historia más que obvia acerca de la abuela enferma?

– No es una historia -protestó ella.

– ¡Dime la verdad!

Ella apretó los labios.

– Olivia -dijo, amenazante.

– ¡Turner! -exclamó, asustada-. No me gusta cómo me estás mirando. Voy a llamar a mamá.

– Mamá me llega al codo. No podrá evitar que te estrangule, mocosa.

Ella abrió los ojos como platos.

– Turner, te has vuelto loco.

– ¿Quién es él?

– ¡No lo sé! -exclamó ella-. No lo sé.

– Entonces, hay alguien.

– ¡Sí! ¡No! ¡Ya no!

– ¿Qué diablos está pasando? -Los celos, puros y crudos, se apoderaron de él.

– ¡Nada!

– Dime qué le ha pasado a Miranda. -Rodeó la cama hasta que tuvo a su hermana arrinconada. Un miedo muy primitivo le recorrió el cuerpo. Miedo de perder a Miranda y miedo de que estuviera herida. ¿Y si le había pasado algo? Nunca se habría imagino que el bienestar de Miranda pudiera provocarle aquel nudo de preocupación en la garganta, pero lo tenía y, Jesús, era horrible. Nunca había querido apreciarla tanto.

Olivia meneó la cabeza de un lado a otro, buscando una escapatoria.

– Está bien, Turner. Te lo juro.

La agarró por los hombros con sus enormes manos.

– Olivia -dijo, en voz baja, y con los ojos azules llenos de furia y miedo-. Sólo te lo pienso decir una vez. Cuando éramos pequeños, no te pegué ni una sola vez, a pesar de tener motivos de sobra. -Hizo una pausa, y se inclinó sobre ella, amenazante-. Pero no soy contrario a empezar ahora.

El labio inferior de Olivia empezó a temblar.

– Si no me dices ahora mismo en qué lío se ha metido Miranda, te prometo que lo lamentarás.

La expresión de Olivia reflejó cientos de emociones, casi todas relacionadas con el pánico o el miedo.

– Turner -le suplicó-, es mi mejor amiga. No puedo traicionar su confianza.

– ¿Qué le pasa? -gruñó él.

– Turner…

– ¡Dímelo!

– No, no puedo. No… -Olivia palideció-. Oh, Dios mío.

– ¿Qué?

– Oh, Dios mío -susurró-. Eres tú.

Vio una mirada que jamás había visto, ni en su hermana ni en ninguna otra persona, y entonces…

– ¿Cómo pudiste? -exclamó ella, golpeándole en el pecho con los puños-. ¿Cómo pudiste? Eres un animal, ¿me oyes? ¡Un animal! Y es espantoso que la dejaras así.

Turner permaneció rígido durante la diatriba, intentando entender sus palabras y su ira.

– Olivia -dijo, muy despacio-, ¿de qué estás hablando?

– Miranda está embarazada -dijo, entre dientes-. Embarazada.

– Oh, Dios mío. -Turner dejó caer las manos y se sentó en la cama, atónito.

– Imagino que eres el padre -dijo ella, con frialdad-. Es asqueroso. Por el amor de Dios, Turner, prácticamente eres su hermano.

Él hinchó los orificios nasales.

– Lo dudo.

– Eres mayor que ella, y tienes más experiencia. No deberías haberte aprovechado de ella.

– No voy a justificar mis actos delante de ti -dijo él, con frialdad.

Olivia se rió.

– ¿Por qué no me lo dijo? -preguntó Turner.

– Estabas en Kent, ¿recuerdas? Bebiendo, yendo con mujeres…

– No he ido con mujeres -la interrumpió él-. No he estado con otra mujer desde Miranda.

– Discúlpame si me cuesta creerlo, hermano mayor. Eres despreciable. Sal de mi habitación.

– Embarazada -repitió la palabra, como si eso lo ayudara a creérselo-. Miranda. Un hijo. Dios mío.

– Es un poco tarde para implorar a Dios -dijo Olivia, distante-. Tu comportamiento ha sido peor que censurable.

– No sabía que estaba embarazada.

– ¿Importa?

Turner no respondió. No podía. No cuando sabía que se había equivocado. Escondió la cara tras las manos, con la mente todavía aturdida. Dios santo, cuando pensaba en lo egoísta que había sido… Había pospuesto la confrontación con Miranda porque era un perezoso. Había dado por sentado que estaría aquí esperándolo cuando volviera. Porque… porque…

Porque es lo que hacía Miranda. ¿Acaso no lo había estado esperando durante años? ¿Acaso no había dicho que…?

Era un imbécil. No podía haber otra explicación o excusa. Había dado por sentado… y luego se había aprovechado… y…

Ni en sus peores pesadillas había imaginado que ella estaría a tres mil kilómetros al norte, enfrentándose a un embarazo inesperado que pronto podría convertirse en un hijo ilegítimo.

Le había pedido que, si eso sucedía, se lo notificara. ¿Por qué no había escrito? ¿Por qué no le había dicho nada?

Bajó la mirada hasta las manos. Parecían extrañas, y ajenas, y cuando doblaba los dedos, notaba los músculos tensos y acartonados.

– ¿Turner?

Oía a su hermana susurrar su nombre, pero no podía responderle. Notaba cómo movía la garganta, pero no podía hablar, ni siquiera podía respirar. Sólo podía quedarse allí sentado como un imbécil, pensando en Miranda.

Sola.

Estaba sola y, seguramente, aterrada. Estaba sola cuando debería haber estado casada y cómodamente instalada en su casa de Northumberland, con aire fresco, mucha comida y donde él pudiera vigilarla.

Un hijo.

Es curioso cómo siempre había imaginado que cedería a Winston la responsabilidad de seguir con el apellido de la familia, porque ahora lo que más deseaba era acariciar la barriga de Miranda y tener a ese bebé en los brazos. Ojalá fuera una niña. Ojalá tuviera los ojos marrones. Ya tendría un heredero más adelante. Con Miranda en la cama, no estaba preocupado por volver a concebir.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Olivia.

Turner levantó la cabeza muy despacio. Su hermana estaba de pie frente a él de forma combativa y con las manos en las caderas.

– ¿Qué crees que voy a hacer? -respondió él.

– No lo sé, Turner. -Y, por una vez, la voz de Olivia no fue mordaz. Turner se dio cuenta de que no era una réplica. No era un desafío. Olivia dudaba, sinceramente, que tuviera la intención de hacer lo correcto y casarse con Miranda.

Nunca se había sentido menos hombre.

Respiró hondo, se estremeció, se levantó y se aclaró la garganta.

– Olivia, ¿serías tan amable de darme la dirección de Miranda en Escocia?

– Encantada. -La chica se acercó a su mesa, arrancó un papel y garabateó unas palabras-. Aquí la tienes.

Turner tomó el trozo de papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.

– Gracias.

Olivia no respondió a propósito.

– Imagino que no te veré durante un tiempo.

– Espero que, al menos, hasta dentro de unos siete meses -respondió ella.


Turner cruzó Inglaterra dirección a Edimburgo, completando el trayecto en un tiempo récord de cuatro días y medio. Cuando llegó a la capital escocesa, estaba cansado y lleno de polvo, pero daba igual. Cada día que Miranda estaba sola, era otro día que podía… Demonios, no sabía qué podía hacer, pero quería averiguarlo.

Comprobó la dirección una última vez antes de subir las escaleras. Los abuelos de Miranda vivían en una casa bastante nueva en una zona privilegiada de Edimburgo. Un día había oído que pertenecían a la pequeña aristocracia y que tenían tierras más al norte. Turner suspiró aliviado de que estuvieran pasando el verano al sur, más cerca de la frontera. No le hubiera hecho ninguna gracia tener que continuar el viaje hasta los Highlands. Ya había sido agotador llegar a Edimburgo.

Llamó a la puerta con firmeza. Abrió el mayordomo y lo saludó con un acento tan elegante como el que se podría encontrar en la residencia de un duque.

– He venido a ver a la señorita Cheever -dijo Turner, con brevedad.

El mayordomo miró con desdén su ropa polvorienta.

– No está en casa.

– ¿De veras? -El tono de Turner implicaba que no se lo creía. No le sorprendería que Miranda hubiera dado su descripción a todo el servicio y les hubiera dicho que no lo dejaran pasar.

– Tendrá que volver más tarde. Sin embargo, estaré encantado de darle un mensaje si…

– Esperaré. -Turner pasó por delante del mayordomo y entró en un pequeño salón que había justo a la entrada de la casa.

– ¡Un momento, señor! -protestó el mayordomo.

Turner sacó una de sus tarjetas y se la entregó. El mayordomo miró el nombre, lo miró a él, y volvió a leer el nombre. Seguro que no esperaba que un vizconde tuviera aquel aspecto tan desaliñado. Turner sonrió con ironía. A veces, un título podía ir de maravilla.

– Si quiere esperar, milord -dijo el mayordomo, en un tono más suave-. Diré a una doncella que le traiga una taza de té.

– Por favor.

Cuando el mayordomo salió por la puerta, Turner empezó a pasearse por el salón, examinando cuidadosamente todos los detalles. Estaba claro que los abuelos de Miranda tenían buen gusto. Los muebles eran sencillos y de líneas clásicas, de los que nunca pasaban de moda. Mientras observaba el cuadro de un paisaje se preguntó, como había hecho miles de veces desde que había salido de Londres, qué iba a decirle a Miranda. El mayordomo no había llamado al guardia en cuanto había leído su nombre. Era una buena señal… suponía.

El té llegó al cabo de unos minutos y, cuando Miranda no apareció, Turner se dijo que el mayordomo no le había mentido al decirle que no estaba. Daba igual. Esperaría el tiempo que fuera necesario. Al final, se acabaría saliendo con la suya; de eso no tenía ninguna duda.

Miranda era una chica sensata. Sabía que el mundo era un lugar frío y cruel para los hijos ilegítimos. Y sus madres. Por muy enfadada que estuviera con él, y estaría enfadada, sin duda, seguro que no quería una vida tan difícil para su hijo.

Además, también era hijo suyo. Se merecía la protección de su apellido. Igual que Miranda. No le gustaba la idea de que pasara más tiempo sola, aunque sus abuelos hubieran accedido a que se quedara en su casa durante aquel duro trance.

Turner se sentó con la taza de té en la mano durante media hora, y se comió al menos seis de los bollos que le habían traído con el té. El trayecto desde Londres había sido largo y no se había parado a comer muy a menudo. Estaba maravillado de lo buenos que estaban, mucho mejor que cualquiera que se hubiera comido en Inglaterra, cuando oyó que la puerta principal se abría.

– ¡MacDownes!

La voz de Miranda. Turner se levantó, con un bollo a medias en la mano. Oyó pasos en el recibidor, presumiblemente del mayordomo.

– ¿Podrías ayudarme con estos paquetes? Sé que debería haber dicho que me los enviaran a casa, pero estaba demasiado impaciente.

Turner oyó el ruido de paquetes cambiando de manos y, después, la voz del mayordomo.

– Señorita Cheever, debo informarla que tiene una visita esperándola en el salón.

– ¿Una visita? ¿Yo? Qué extraño. Será algún miembro de la familia Maclean. Siempre me he relacionado con ellos cuando he estado en Escocia y han debido de enterarse que estoy en la ciudad.

– No creo que sea escocés, señorita.

– ¿De veras? ¿Y, entonces, quién…?

Turner estuvo a punto de sonreír cuando Miranda dejó la frase inacabada. Se la imaginaba con la boca abierta.

– Ha insistido mucho, señorita -continuó MacDownes-. Tengo su tarjeta aquí mismo.

Y luego se produjo un largo silencio hasta que Miranda dijo:

– Dile, por favor, que no puedo recibirle. -Le tembló la voz con la última palabra, y luego subió las escaleras corriendo.

Turner salió al pasillo justo a tiempo de chocar contra MacDownes, que seguramente se estaba relamiendo con la idea de echarlo.

– No quiere verlo, milord -dijo el mayordomo, con una pequeña sonrisa.

Turner lo apartó.

– Pues me verá.

– No lo creo, milord. -MacDownes lo agarró por el abrigo.

– Mire -dijo Turner, mientras intentaba ser frío y conciliador al mismo tiempo, si es que era posible-, no me importará pegarle.

– Y a mí tampoco.

Turner lo miró de arriba abajo con desdén.

– Apártese de mi camino.

El mayordomo se cruzó de brazos y se mantuvo firme.

Turner hizo una mueca, tiró del abrigo para soltarse y fue hasta el pie de la escalera.

– ¡Miranda! -gritó-. ¡Baja ahora mismo! ¡Ahora mismo! Tenemos cosas que dis…

¡Pam!

Santo Dios, el mayordomo le había dado un puñetazo en la mandíbula. Atónito, Turner se llevó la mano a la cara.

– ¿Se ha vuelto loco?

– En absoluto, milord. Me tomo muy en serio mi trabajo.

El mayordomo había adoptado una postura de lucha con la gracia y elegancia de un profesional. Típico de Miranda contratar a un púgil como mayordomo.

– Mire -dijo Turner, en tono conciliador-. Tengo que hablar con ella enseguida. Es de vital importancia. El honor de la señorita está en juego.

¡Pam! Turner se tambaleó después de un segundo puñetazo.

– Eso, milord, es por insinuar que la señorita Cheever no es honorable.

Turner entrecerró los ojos, amenazante, pero decidió que no tendría ninguna posibilidad ante el mayordomo loco de Miranda, y menos cuando ya había recibido dos golpes que lo habían desorientado bastante.

– Dígale a la señorita Cheever -dijo, con mordacidad-, que volveré y que será mejor que me reciba. -Y, con eso, salió enfurecido de la casa y bajó las escaleras.

Tremendamente furioso porque la chica hubiera rechazado verlo, se volvió para mirar la casa. Miranda estaba detrás de una ventana abierta del primer piso, tapándose la boca con los dedos temblorosos. Turner le hizo una mueca y, entonces, se dio cuenta de que todavía llevaba en la mano el medio bollo.

Lo lanzó con fuerza hacia la ventana y le dio en todo el pecho.

Hacer diana le proporcionó una pequeña satisfacción.

24 de agosto de 1819

Madre mía.

Nunca envié la carta, claro. Tardé un día entero en escribirla y, cuando la tuve lista para enviarla, ya no era necesario.

No sabía si llorar de pena o de alegría.

Y ahora Turner está aquí. Seguro que le sonsacó la verdad a la fuerza a Olivia. O, bueno, lo que había sido la verdad. Si no, Olivia no me habría traicionado. Pobre Livvy. Turner puede ser aterrador cuando está furioso.

Y, por lo visto, todavía lo está. Me ha tirado un bollo. ¡Un bollo! Un gesto difícil de interpretar.

Загрузка...