Capítulo 19

Las semanas que siguieron fueron horribles. Turner hacía que le llevaran la comida al despacho porque sentarse frente a Miranda durante más de una hora cada noche era más de lo que podía soportar. Esta vez la había perdido y era una agonía mirarla a los ojos y verlos vacíos y desprovistos de emoción.

Si Miranda era incapaz de sentir nada más, él sentía demasiado.

Estaba furioso con ella por ponerlo en la situación de obligarlo a admitir unos sentimientos que no estaba seguro de sentir.

Le daba rabia que hubiera decidido sacrificar su matrimonio después de decidir que no había pasado una especie de prueba que le había propuesto.

Se sentía culpable por haberla hecho tan infeliz. Estaba confundido porque no sabía cómo tratarla y le daba miedo no poder volver a ganársela.

Estaba enfadado consigo mismo por ser incapaz de decirle que la quería y le parecía inadecuado que ni siquiera supiera decidir si estaba enamorado.

Pero, sobre todo, se sentía solo. Añoraba a su mujer. La echaba de menos, a ella, sus comentarios divertidos y las expresiones peculiares. De vez en cuando, se cruzaban por el pasillo y él se obligaba a mirarla a la cara, intentando ver un destello de la mujer con quien se había casado. Pero ya no estaba. Miranda era otra mujer. Parecía que ya no le importaba nada.

Su madre, que se había instalado en Rosedale hasta el nacimiento del bebé, lo había buscado una día para decirle que Miranda apenas comía. Él había maldecido entre dientes. Miranda tenía que darse cuenta de que aquello no era bueno. Sin embargo, no se atrevió a buscarla y hacerla entrar en razón. Se limitó a dar órdenes a varias doncellas para que la vigilaran.

Lo informaban a diario, normalmente, a primera hora de la noche, cuando estaba sentado en el despacho, disfrutando del alcohol y los inevitables efectos posteriores. Esa noche no era distinta; iba por el tercer brandy cuando oyó que alguien llamaba a la puerta.

– Adelante.

Para su gran sorpresa, vio que quien entró era su madre.

Asintió con educación.

– Imagino que has venido a sermonearme.

Lady Rudland se cruzó de brazos.

– ¿Y por qué crees que debería sermonearte?

Él sonrió sin ganas.

– ¿Por qué no me lo dices tú? Estoy seguro de que tienes una larga lista.

– ¿Has visto a tu mujer esta semana? -le preguntó.

– No, creo que no la he… Espera un momento. -Se bebió un trago de brandy-. Hace unos días que nos cruzamos por el pasillo. El martes, creo que fue.

– Está embarazada de más de ocho meses, Nigel.

– Te prometo que lo sé.

– Eres un canalla por dejarla sola en estos momentos.

Turner se bebió otro sorbo.

– Para que quede claro, fue ella quien me dejó, no al revés. Y no me llames Nigel.

– Te llamaré como me plazca, maldita sea.

Turner arqueó las cejas ante el primer improperio que él había oído de los labios de su madre.

– Felicidades, ya te has rebajado a mi nivel.

– ¡Dame eso! -Se abalanzó sobre él y le quitó el vaso de las manos. El líquido ámbar cayó sobre la mesa-. Me has decepcionado, Nigel. Eres tan desgraciado como cuando estabas casado con Leticia. Eres odioso, rudo… -Se interrumpió cuando él la agarró con fuerza por la muñeca.

– No cometas el error de comparar a Miranda con Leticia -dijo, amenazante.

– ¡No lo he hecho! -Ella abrió los ojos, sorprendida-. Nunca se me ocurriría hacerlo.

– Perfecto. -La soltó de repente y se dirigió hacia la ventana. El paisaje estaba tan triste y desolado como su humor.

Su madre se quedó callada un buen rato, pero al final le preguntó:

– ¿Cómo pretendes salvar tu matrimonio, Turner?

Él suspiró, cansado.

– ¿Por qué estás tan segura de que soy yo quien tiene que salvarlo?

– Por el amor de Dios, sólo hay que mirarla. Es obvio que está enamorada de ti.

Los dedos de Turner se aferraron al alféizar de la ventana hasta que se le quedaron los nudillos blancos.

– Pues yo no he notado ninguna señal de enamoramiento, últimamente.

– ¿Cómo ibas a notarla? Hace semanas que no la ves. Espero, por tu bien, que no hayas matado lo que esa chica sentía por ti.

Turner no dijo nada. Sólo quería que la conversación terminara.

– No es la misma de hace unos meses -continuó su madre-. Era tan feliz. Habría hecho cualquier cosa por ti.

– Las cosas cambian, madre -dijo él, muy tenso.

– Y pueden volver a cambiar -dijo lady Rudland, con la voz suave aunque insistente-. Ven a cenar con nosotras esta noche. Se me hace muy raro comer sin ti.

– Conmigo será mucho más raro, te lo prometo.

– Deja que sea yo quien lo decida.

Turner se quedó de pie y respiró hondo mientras se estremecía. ¿Su madre tenía razón? ¿Podían Miranda y él resolver sus diferencias?

– Leticia todavía está en esta casa -dijo su madre, con delicadeza-. Déjala ir. Deja que Miranda te cure. Si le das la oportunidad, lo hará.

Notó la mano de su madre en el hombro pero no se volvió, era demasiado orgulloso para dejarle ver la cara de su dolor.


La primera punzada de dolor en la barriga llegó una hora antes de bajar a cenar. Sorprendida, se colocó la mano encima del estómago. El doctor le había dicho que, seguramente, daría a luz dentro de dos semanas.

– Bueno, pues parece que vas a salir antes -dijo, con mucho amor-. Pero aguanta hasta después de la cena, ¿te parece? Tengo hambre. Hace semanas que no tengo apetito y necesito comer.

El bebé le dio una patada a modo de respuesta.

– O sea, que así es como van a ser las cosas, ¿no? -susurró Miranda, dibujando una sonrisa por primera vez en semanas-. Vamos a hacer un trato. Me dejas cenar tranquila y prometo no llamarte Ifigenia.

Otra patada.

– Si eres una niña, claro. Si eres niño, prometo no llamarte… ¡Nigel! -Se rió, y el sonido le resultó desconocido y… agradable-. Prometo no llamarte Nigel.

El bebé se quedó tranquilo.

– Perfecto. Ahora, si te parece, nos vestiremos.

Miranda llamó a la doncella y, una hora después, bajó las escaleras hacia el comedor, agarrándose con fuerza a la baranda. No estaba segura de por qué no quería decirle a nadie que el bebé ya estaba en camino; quizá sólo era su habitual tendencia a evitar protagonismos. Además, excepto por un fuerte dolor cada diez minutos, más o menos, se encontraba bien. No quería que la metieran en la cama y no la dejaran moverse. Sólo esperaba que el bebé se esperara hasta después de la cena. El parto tenía una parte embarazosa y no quería descubrir el porqué encima de la mesa del comedor.

– Ah, ya estás aquí -dijo Olivia-. Íbamos a tomar algo en el salón rosa. ¿Nos acompañas?

Miranda asintió y siguió a su amiga.

– Estás un poco rara, Miranda -añadió Olivia-. ¿Te encuentras bien?

– Sólo enorme, gracias.

– Bueno, dentro de poco ya estarás como siempre.

Antes de lo que todos se imaginaban, se dijo ella con ironía.

Lady Rudland le ofreció un vaso de limonada.

– Gracias -dijo Miranda-. Estoy sedienta. -Olvidándose de cualquier norma de etiqueta, se lo bebió de un trago. Lady Rudland no dijo nada mientras le llenaba el vaso otra vez. Miranda se lo bebió casi igual de deprisa-. ¿Estará lista la cena? -preguntó-. Tengo mucha hambre. -Aunque aquello sólo era la mitad de la historia. Si tardaban mucho más, tendría a su hijo en la mesa del comedor.

– Seguro que sí -respondió lady Rudland, ligeramente sorprendida por la urgencia de Miranda-. Adelante. Al fin y al cabo, es tu casa, Miranda.

– Sí que lo es -ladeó la cabeza, se agarró la barriga con las dos manos, como si así pudiera frenar lo inevitable, y salió al pasillo.

Chocó con Turner.

– Buenas noches, Miranda.

Tenía una voz grave y profunda, y Miranda notó mariposas en el estómago.

– Espero que estés bien -añadió él.

Ella asintió mientras intentaba no mirarlo. Llevaba un mes entrenándose para no derretirse en una piscina de deseo y anhelo cada vez que lo veía. Había aprendido a ponerse una máscara de pasividad fingida. Todos sabían que Turner la había destrozado, pero no quería que lo vieran cada vez que entraba en una sala.

– Disculpa -murmuró ella, mientras pasaba por su lado en dirección al comedor.

Turner la tomó del brazo.

– Permíteme que te acompañe, minina.

El labio inferior de Miranda empezó a temblar. ¿Qué intentaba hacer? Si no estuviera tan confusa, o tan embarazada, seguramente habría intentado soltarse, pero, en su situación, calló y dejó que la acompañara hasta la mesa.

Turner no dijo nada durante los primeros platos, y a Miranda le pareció perfecto, porque estaba encantada de evitar la conversación en favor de la comida. Lady Rudland y Olivia intentaron intercambiar alguna palabra con ella, pero siempre conseguía tener la boca llena. Se evitó tener que responder masticando, tragando y luego, murmuraba:

– Es que estoy hambrienta.

Eso funcionó durante los tres primeros platos, hasta que el bebé dejó de colaborar. Creía que había conseguido no reaccionar a los dolores, pero debió de gimotear, porque Turner se volvió directamente hacia ella y le preguntó:

– ¿Sucede algo?

Ella sonrió lánguidamente, masticó, tragó y murmuró:

– No. Es que estoy hambrienta.

– Ya lo vemos -dijo Olivia, muy seca, con lo que se ganó una mirada de reprobación de su madre.

Miranda se comió otro bocado del pollo con almendras y volvió a gemir. Esta vez, Turner estaba seguro de que lo había visto.

– Has hecho un ruido -dijo, con firmeza-. Te he oído. ¿Qué te pasa?

Ella masticó y tragó.

– Nada. Pero tengo hambre.

– Quizás estás comiendo demasiado deprisa -sugirió Olivia.

Miranda se aferró a la excusa como a un clavo ardiendo.

– Sí, sí, debe ser eso. Iré más despacio. -Por suerte, la conversación cambió de signo cuando lady Rudland le echó en cara a Turner una de las leyes que, recientemente, había apoyado en el parlamento. Miranda estaba encantada de que su marido se concentrara en otra cosa; la había estado observando muy de cerca y cada vez era más difícil mantener el gesto sereno cuando notaba una contracción.

Otra punzada de dolor en la barriga y, esta vez, perdió la paciencia.

– Para ya -susurró, dirigiéndose a su barriga-. O te prometo que te pondré Ifigenia.

– ¿Has dicho algo, Miranda? -preguntó Olivia.

– No, no. No creo.

Pasaron varios minutos y notó otra contracción.

– Que pares, Nigel -susurró-. Hemos hecho un trato.

– Ahora seguro que has dicho algo -dijo Olivia, muy directa.

– ¿Acabas de llamarme Nigel? -preguntó Turner.

Miranda se dijo que era curioso cómo llamarlo Nigel parecía molestarle más que el hecho de que ella ya no durmiera en la misma cama que él.

– Claro que no. Te lo estás imaginando. Pero sí que estoy cansada. Si no os importa, creo que iré a acostarme. -Empezó a levantarse, pero entonces notó cómo un líquido caliente le resbalaba por las piernas y volvió a sentarse-. Bueno, quizá me esperaré al postre.

Lady Rudland se levantó de la mesa, porque dijo que estaba siguiendo un régimen de adelgazamiento y no podía soportar ver cómo todos se comían el pudín. Aquella baja provocó que a Miranda le resultara más difícil evitar la conversación, pero hizo lo que pudo, fingiendo estar muy concentrada en la comida y rezando para que nadie le hiciera una pregunta. Al final, la cena se terminó. Turner se levantó, se acercó hasta ella y le ofreció el brazo para levantarse.

– No, creo que me quedaré aquí sentada un momento. Estoy un poco cansada. -Notó una punzada de dolor que le subía por el cuello. Cielo santo, nadie había escrito jamás un libro de etiqueta para cuando un bebé quería nacer en mitad de una cena formal. Miranda estaba muy nerviosa y tenía tanto miedo que no podía ni levantarse de la silla.

– ¿Quieres otra ración? -El tono de Turner fue muy seco.

– Sí, por favor -respondió ella, con la voz ahogada.

– Miranda, ¿seguro que te encuentras bien? -preguntó Olivia mientras Turner llamaba a un lacayo-. Estás muy rara.

– Ve a buscar a tu madre -dijo, como pudo-. Ahora.

– ¿Es…?

Miranda asintió.

– Madre mía -dijo Olivia, tragando saliva-. Ha llegado la hora.

– ¿Qué hora? -preguntó Turner, irritado. Y luego vio la expresión aterrada de Miranda-. Por los clavos de Cristo. Esa hora. -Cruzó el comedor y levantó a su mujer en brazos, ignorando el hecho de que la falda empapada le estaba manchando la delicada chaqueta.

Miranda se aferró a su poderoso cuerpo, olvidándose de todos sus propósitos de indiferencia. Escondió la cara en el hueco del cuello y dejó que su fuerza se apoderara de ella. Iba a necesitarla en las próximas horas.

– Serás estúpida -murmuró él-. ¿Cuánto rato llevas ahí sentada con dolores?

Miranda no respondió porque sabía que con la verdad sólo conseguiría que la riñera.

Turner la subió por las escaleras hasta una habitación de invitados que se había preparado especialmente para el parto. En cuanto la dejó en la cama, lady Rudland llegó corriendo.

– Muchas gracias, Turner -dijo, apresurada-. Ve a buscar al doctor.

– Ya se ha encargado Brearley -respondió Turner, que estaba mirando a Miranda con preocupación.

– Bueno, entonces, mantente ocupado con algo. Tómate un trago de algo.

– No tengo sed.

Lady Rudland suspiró.

– ¿Tengo que deletreártelo, hijo? Fuera.

– ¿Por qué? -preguntó el, incrédulo.

– Los hombres no tienen sitio en un parto.

– Pues sí que tuve sitio en la concepción -farfulló él.

Miranda se sonrojó.

– Turner, por favor -le suplicó.

Él la miró.

– ¿Quieres que me vaya?

– Sí. No. No lo sé.

Él puso los brazos en jarras y se encaró a su madre.

– Creo que debería quedarme. También es mi hijo.

– Está bien. Vete a ese rincón y no molestes -lady Rudland agitó los brazos para alejarlo de la cama.

Otra contracción sacudió a Miranda.

– Aaahhh -gritó.

– ¿Qué ha sido eso? -Turner corrió a su lado en una milésima de segundo-. ¿Es normal? ¿No debería estar…?

– ¡Turner, cállate! -dijo lady Rudland-. Vas a ponerla nerviosa. -Se volvió hacia Miranda y le presionó la frente con un trapo húmedo-. No le hagas caso. Es perfectamente normal.

– Lo sé. Es que… -Hizo una pausa para recuperar el aliento-. ¿Podríais sacarme el vestido?

– Madre mía, pues claro. Lo siento mucho. Me había olvidado por completo. Debes estar muy incómoda. Turner, ven aquí y échame una mano.

– ¡No! -exclamó Miranda, de repente.

Él se detuvo en seco y se le congeló la sangre.

– Bueno, quiero decir que lo hagas tú o que lo haga él -explicó Miranda a su suegra-, pero no los dos.

– No sabes lo que dices -dijo lady Rudland, tranquilizándola-. No piensas con claridad.

– ¡No! Si quieres, puede hacerlo Turner porque ya… me ha visto antes. O puedes hacerlo tú porque eres una mujer. Pero no quiero que me veas mientras él me ve. ¿No lo entiendes? -Se aferró con todas sus fuerzas al brazo de la mujer mayor.

En la esquina, Turner contuvo una sonrisa.

– Te dejo que hagas los honores, madre -dijo, intentando mantener la voz inflexiva para evitar echarse a reír. Asintió y salió de la habitación. Se obligó a llegar a mitad del pasillo antes de reírse. Menudos escrúpulos más extraños tenía su mujer.

En la habitación, Miranda estaba apretando los dientes durante otra contracción mientras lady Rudland le quitaba el vestido.

– ¿Se ha ido? -preguntó. Lo creía capaz de asomarse por la puerta.

Su suegra asintió.

– Ya no nos molestará.

– No molesta -dijo Miranda, antes de poder pensárselo mejor.

– Por supuesto que sí. Los hombres no pintan nada en un alumbramiento. Es sucio, es doloroso y ninguno sabe cómo ser de utilidad. Es mejor dejar que esperen fuera y reflexionen sobre todas las maneras en que pueden recompensarte por tu trabajo duro.

– Me ha comprado un libro -susurró Miranda.

– ¿Ah, sí? Yo estaba pensando en diamantes.

– Eso también me gustaría -respondió Miranda, debilitada.

– Dejaré caer alguna indirecta. -Lady Rudland terminó de desvestirla y de ponerle el camisón, y ahuecó las almohadas que tenía detrás de la cabeza-. Ya está. ¿Estás cómoda?

Otra contracción.

– No mucho -dijo, entre dientes.

– ¿Ha sido otra contracción? -le preguntó lady Rudland-. Dios mío. Vienen muy seguidas. Quizá sea un parto extraordinariamente rápido. Espero que el doctor Winters llegue a tiempo.

Miranda apretó los dientes durante la ola de dolor y asintió.

Lady Rudland la tomó de la mano y se la apretó, con un gesto de compasión en la cara.

– Si te consuela, con gemelos es mucho peor.

– No -gimió Miranda.

– ¿No te consuela?

– No.

Lady Rudland suspiró.

– Ya me lo imaginaba. Pero no te preocupes -añadió, alegrando la cara-. Habrá terminado muy pronto.


Veintidós horas después, Miranda quería una nueva definición de la palabra «pronto». Su cuerpo entero estaba partido de dolor, respiraba de forma entrecortada y le parecía que no le entraba aire suficiente en el cuerpo. Y las contracciones seguían llegando, cada una peor que la anterior.

– Ya viene otra -gimoteó Miranda.

Lady Rudland le empapó la frente con un trapo húmedo.

– Relájate, cariño.

– No puedo… Estoy demasiado… ¡Maldita sea! -gritó, utilizando el epíteto favorito de su marido.

En el pasillo, Turner se tensó cuando oyó el grito. Después de quitarle el vestido empapado, su madre se lo había llevado a un aparte y lo había convencido de que todos estarían más tranquilos si esperaba en el pasillo. Olivia había acercado dos sillas de un salón próximo y estaba con él, haciéndole compañía e intentando no hacer muecas de dolor cuando Miranda gritaba.

– Ésta ha sido de las fuertes -dijo, nerviosa, intentando entablar conversación.

Turner la miró. Comentario incorrecto.

– Estoy segura de que pronto habrá terminado -añadió Olivia, hablando más con la esperanza que con la certeza-. No creo que pueda empeorar mucho más.

Miranda volvió a gritar, agonizando.

– Al menos, eso creo -añadió, con un hilo de voz.

Turner dejó caer la cabeza entre las manos.

– No volveré a tocarla nunca -gruñó.

– ¡No volverá a tocarme nunca! -oyeron gritar a Miranda.

– Bueno, parece que los dos estáis de acuerdo en eso -comentó Olivia. Le acarició la barbilla con los nudillos-. Anímate, hermano. Estás a punto de convertirte en padre.

– Espero que pronto -farfulló-. No creo que pueda soportarlo mucho más tiempo.

– Si tú tienes ganas de que acabe, imagínate cómo debe estar Miranda.

Él la miró con severidad. Comentario incorrecto, otra vez. Olivia cerró la boca.

En la habitación, Miranda estaba agarrando el brazo de su suegra con mucha fuerza.

– Hazlo parar -gimoteó-. Por favor, hazlo parar.

– Todo habrá terminado muy pronto, te lo aseguro.

Miranda tiró del brazo hasta que la tuvo a escasos centímetros de su cara.

– ¡Dijiste lo mismo ayer!

– Disculpe, lady Rudland -era el doctor Winters, que había llegado una hora después de que empezaran los dolores-. ¿Puedo hablar con usted un momento?

– Sí, por supuesto -dijo lady Rudland, zafándose con cuidado de la mano de Miranda-. Vuelvo enseguida. Te lo prometo.

Miranda asintió y se agarró a las sábanas, porque necesitaba retorcer algo cuando las contracciones la sacudían de dolor. Giraba la cabeza de un lado a otro mientras intentaba respirar una bocanada de aire. ¿Dónde estaba Turner? ¿No se daba cuenta de que lo necesitaba a su lado? Necesitaba su calidez, su sonrisa, pero, sobre todo, necesitaba su fuerza, porque no creía que a ella le quedaran suficientes para superar aquel calvario.

Pero era muy tozuda, y orgullosa, y no quiso preguntar a lady Rudland dónde estaba. En lugar de eso, apretó los dientes e intentó no llorar de dolor.

– ¿Miranda? -lady Rudland la estaba mirando con gesto preocupado-. Miranda, cariño, el doctor dice que tienes que empujar más fuerte. El bebé necesita un poco de ayuda para salir.

– Estoy demasiado cansada -gimoteó ella-. Ya no puedo más.

«Necesito a Turner.» Pero no sabía cómo decir las palabras.

– Sí que puedes. Si empujas más fuerte ahora, todo terminará más deprisa.

– No puedo… No puedo… No… ¡Ooohhh!

– Eso es, lady Turner -dijo enseguida el doctor Winters-. Empuje ahora.

– Oh. Duele. Duele.

– Empuje. Ya le veo la cabeza.

– ¿Sí? -Miranda intentó levantar la cabeza.

– Shhh, no estires el cuello -dijo lady Rudland-. No verás nada, confía en mí.

– Siga empujando -dijo el doctor.

– Lo intento. Lo intento. -Miranda apretó los dientes e hizo un último esfuerzo-. ¿Es…? ¿Puede…? -Tomó varias bocanadas de aire-. ¿Qué es?

– Todavía no lo sé -respondió el doctor-. Espere. Aguante un segundo… Ya está. -Cuando salió la cabeza, el resto del cuerpo resbaló con facilidad-. Es una niña.

– ¿Una niña? -preguntó Miranda. Suspiró agotada-. Claro. Turner siempre se sale con la suya.

Lady Rudland abrió la puerta y se asomó mientras el doctor se encargaba del bebé.

– ¿Turner?

Él levantó la cabeza, con la cara ojerosa.

– Ya está, Turner. Es una niña. Tienes una hija.

– ¿Una niña? -repitió Turner. La larga espera en el pasillo lo había agotado y después de casi un día entero de oír los gritos de dolor de su mujer, no podía creerse que hubiera terminado y que fuera padre.

– Es preciosa -dijo su madre-. Perfecta.

– Una niña -repitió, meneando la cabeza con incredulidad. Se volvió hacia su hermana, que había permanecido a su lado toda la noche-. Una niña. Olivia, ¡tengo una hija! -Y entonces, para sorpresa de ambos, la abrazó.

– Lo sé, lo sé -incluso a Olivia le costó reprimir las lágrimas.

Turner la apretó por última vez y se volvió hacia su madre.

– ¿De qué color tiene los ojos? ¿Son marrones?

Lady Rudland sonrió.

– No lo sé, cariño. No me he fijado. Sin embargo, el color de los ojos de los bebés suele cambiar cuando son pequeños. No lo sabremos con seguridad hasta dentro de un tiempo.

– Serán marrones -respondió él, con firmeza.

Olivia abrió los ojos como platos cuando lo supo.

– La quieres.

– ¿Eh? ¿Qué has dicho, enana?

– La quieres. Quieres a Miranda.

Era curioso, pero el nudo que le aparecía en la garganta ante esa palabra había desaparecido.

– La… -Se detuvo, con la boca abierta por la repentina sorpresa.

– La quieres -repitió Olivia.

– Creo que sí -dijo él, pensativo-. La quiero. Quiero a Miranda.

– Ya iba siendo hora de que te dieras cuenta -dijo su madre, con descaro.

Turner se dejó caer en la silla, sorprendido de lo fácil que parecía todo ahora. ¿Por qué había tardado tanto tiempo en darse cuenta? Debería haberlo visto claro como el agua. Quería a Miranda. Le gustaba todo de ella, desde las delicadas cejas arqueadas hasta sus comentarios sarcásticos y cómo ladeaba la cabeza cuando tenía curiosidad por algo. Le gustaba su ingenio, su calidez y su lealtad. Incluso le gustaba que sus ojos estuvieran ligeramente juntos. Y ahora le había dado una hija. Había estado en aquella cama, sufriendo, durante horas, y todo para darle una hija. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Quiero verla. -Lo dijo tan deprisa que casi se ahoga con las palabras.

– El doctor tendrá a la niña lista enseguida -dijo su madre.

– No. Quiero ver a Miranda.

– Ah, bueno, no creo que haya ningún problema. Espera un momento. ¿Doctor Winters?

Oyeron un improperio susurrado y, enseguida el doctor dejó a la niña en los brazos de su abuela.

Turner abrió la puerta.

– ¿Qué pasa?

– Está perdiendo demasiada sangre -dijo el doctor, muy serio.

Turner miró a su mujer y casi se cae al suelo. Había sangre por todas partes; parecía que brotaba de ella, y estaba muy pálida.

– Oh, Dios -dijo, con la voz ahogada-. Oh, Miranda.


«Te he tenido hoy. Todavía no sé cómo te llamas. Ni siquiera me han dejado tenerte en brazos. Había pensado llamarte como mi madre. Era una mujer encantadora y siempre me abrazaba muy fuerte antes de acostarme. Se llamaba Caroline. Espero que a Turner le guste. No llegamos a hablar de nombres.

¿Estoy dormida? Oigo a todos a mi alrededor, pero parece que no puedo decirles nada. Intento recordar estas palabras para escribirlas después.

Creo que estoy dormida.»

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