Capítulo 12

Al día siguiente, cuando Turner volvió a casa, se encerró en el despacho con una copa de brandy y una mente confusa. La fiesta de campo de lady Chester todavía duraría unos días más, pero él se había inventado una excusa acerca de unos asuntos urgentes que tenía que tratar con sus abogados en la ciudad y se había ido. Estaba seguro de que podía fingir que no había pasado nada, pero no estaba tan convencido de que Miranda pudiera hacerlo. Era una inocente, o al menos lo había sido, y no estaba acostumbrada a fingir. Y, por el bien de su reputación, todo debía parecer escrupulosamente normal.

Se arrepentía de no haberle podido explicar los motivos de su repentina marcha. No creía que se hubiera ofendido; después de todo, le había dicho que necesitaba tiempo para pensar. También le había dicho que se casarían; seguro que ella no dudaría de sus intenciones porque se tomara unos días para reflexionar sobre aquella situación inesperada.

Era consciente de la enormidad de sus actos. Había seducido a una chica joven y soltera. Una chica que apreciaba y respetaba. Una chica que su familia adoraba.

Para ser un hombre que no quería volver a casarse, estaba claro que no había pensado con la cabeza.

Gruñó, se dejó caer en una butaca y recordó las reglas que sus amigos y él habían establecido hacía años cuando salieron de Oxford y se preparaban para los placeres de Londres y las fiestas. Sólo había dos. Nada de mujeres casadas, a menos que fuera obvio que al marido no le importara. Y, sobre todo, nada de vírgenes. Nunca, nunca, nunca seducir a una virgen.

Nunca.

Bebió otro sorbo de brandy. Dios Santo. Si necesitaba una mujer, había decenas que habrían sido más apropiadas. La encantadora condesa viuda hubiera sido perfecta. Katherine habría sido la amante perfecta, y no habría tenido la necesidad de casarse con ella.

Matrimonio.

Lo había hecho una vez, con el corazón enamorado y estrellas en los ojos, y había salido escaldado. En realidad, era gracioso. Las leyes de Inglaterra conferían absoluta autoridad al marido, pero él nunca se había sentido con menos control sobre su vida que cuando estuvo casado.

Leticia le había destrozado el corazón y lo había convertido en un hombre enfadado y desalmado. Estaba contento de que hubiera muerto. «Contento.» ¿En qué clase de hombre lo convertía eso? Cuando el mayordomo entró en el despacho y le informó de que se había producido un accidente y que su mujer estaba muerta, Turner ni siquiera sintió alivio. El alivio, al menos, habría sido una emoción inocente. No, lo primero que pensó fue: «Gracias, Señor».

E, independientemente de lo despreciable que fuera Leticia y de las veces que hubiera deseado no haberse casado con ella, ¿no debería haber sentido algo más compasivo ante su muerte? ¿O, como mínimo, algo que no fuera sólo falta de compasión?

Y ahora… ahora… Bueno, la verdad es que no quería casarse. Es lo que había decidido cuando llevaron el cadáver destrozado de Leticia a casa y es lo que había confirmado cuando estuvo frente a su tumba. Había tenido una esposa y no quería otra. Al menos, no en un periodo breve de tiempo.

Sin embargo, a pesar de los intentos de Leticia, por lo visto no había matado todos sus buenos sentimientos porque ahí estaba, planeando su matrimonio con Miranda.

Sabía que era una buena mujer, y sabía que nunca lo traicionaría, pero podía llegar a ser muy testaruda. Recordó cómo se puso en la librería, atacando al propietario con el bolso. Y ahora iba a ser su esposa. Dependería de él que no se metiera en líos.

Maldijo y bebió otro trago. No quería esa responsabilidad. Era demasiado. Necesitaba un descanso. ¿Era pedir demasiado? Un descanso de la obligación de tener que pensar en otra persona que no fuera él. Un descanso de tener que preocuparse, de tener que protegerse el corazón de otra paliza.

¿Tan egoísta era? Seguramente, pero, después de Leticia, se merecía un poco de egoísmo. Tenía que hacerlo.

Sin embargo, el matrimonio conllevaría algunos beneficios que serían muy bien recibidos. Se le erizó la piel al pensar en Miranda. En la cama. Debajo de él. Y, entonces, empezó a imaginar qué podría depararles el futuro…

Miranda. Otra vez en la cama. Y otra vez en la cama. Y en la cama. Y…

¿Quién lo hubiera dicho? Miranda.

Matrimonio. Con Miranda.

Además, razonó mientras se acababa la bebida; le caía mejor que mucha gente que conocía. Era más interesante y divertida que cualquiera de las otras mujeres. Si tenía que tener una esposa, Miranda era perfecta. Era la mejor opción que había ahí fuera.

Se le ocurrió pensar que no lo estaba examinando desde un punto de vista demasiado romántico. Iba a necesitar más tiempo para pensar. Quizá debería irse a la cama y esperar que, por la mañana, tuviera las ideas más claras. Suspiró, dejó el vaso en la mesa y se levantó, aunque luego se lo pensó mejor y recogió el vaso. Otro brandy quizá le viniera bien.


Por la mañana, le dolía la cabeza y su mente no estaba más predispuesta a tratar el asunto que tenía entre manos que la noche anterior. Por supuesto, seguía decidido a casarse con Miranda; un caballero no comprometía a una dama de buena cuna sin pagar las consecuencias.

Sin embargo, detestaba la sensación de hacerlo con prisas. Daba igual que él lo hubiera provocado todo; necesitaba sentir que lo había solucionado todo a su gusto.

Por eso, cuando bajó a desayunar, la carta de su amigo lord Harry Winthrop supuso un agradable cambio de tema en su mente. Harry estaba pensando comprarse una propiedad en Kent y quería saber si a él le gustaría acompañarlo y darle su opinión.

Turner salió por la puerta en menos de una hora. Sólo serían unos días. Se encargaría de Miranda cuando regresara.


A Miranda no le importó demasiado que Turner se hubiera marchado antes de la fiesta. Si ella hubiera podido, habría hecho lo mismo. Además, podía pensar mejor sin tenerlo cerca y, aunque tampoco había mucho que pensar, porque había ido en contra de todos los principios en los que la habían educado y, si no se casaba con él, quedaría deshonrada para siempre, suponía un ligero alivio tener la sensación de controlar sus emociones.

A los pocos días, cuando regresaron a Londres, Miranda esperaba que Turner apareciera enseguida. No quería obligarlo a casarse con ella, pero un caballero era un caballero y una dama era una dama, y, cuando se unían, lo siguiente solía ser una boda. Y él lo sabía. Le había dicho que se casaría con ella.

Y seguro que quería hacerlo. Ella se había quedado muy emocionada con su encuentro íntimo y seguro que él también había sentido algo. No podía ser sólo por una parte. Al menos, no del todo.

Consiguió hablar en un tono neutro cuando le preguntó a lady Rudland dónde estaba, pero la señora respondió que no tenía ni la menor idea. Que sólo sabía que no estaba en la ciudad. Miranda notó una tensión en el pecho y dijo algo como «Oh», o «Entiendo», o algo así antes de subir hacia su habitación, donde lloró intentando no hacer ruido.

Sin embargo, enseguida afloró su lado optimista y decidió que quizá lo habían necesitado en su finca del campo para un asunto urgente. Northumberland estaba muy lejos. Seguramente, estaría fuera una semana.

Pasó una semana y la frustración se hizo un hueco junto a la desesperación en el corazón de Miranda. No podía preguntar por él, porque nadie en la familia Bevelstoke sabía que se llevaban tan bien. Siempre la habían considerado amiga de Olivia, no de Turner. Y si preguntaba repetidamente dónde estaba, levantaría sospechas. Y sobraba decir que Miranda no podía tener ningún motivo lógico a los ojos de los demás para ir a casa de Turner y preguntar por él ella misma. Aquello arruinaría por completo su reputación. Al menos, ahora su desgracia era algo privado.

Sin embargo, cuando pasó otra semana decidió que no podía quedarse más tiempo en Londres. Se inventó una enfermedad de su padre y explicó a los Bevelstoke que tenía que regresar a Cumberland de inmediato para cuidarlo. Todos se quedaron muy preocupados y Miranda se sintió un poco culpable cuando lady Rudland insistió en que viajara en su carruaje con dos escoltas y una doncella.

Pero tenía que hacerlo. No podía quedarse más tiempo en Londres. Dolía demasiado.

Unos días después, estaba en casa. Su padre se quedó perplejo. No sabía mucho sobre las chicas jóvenes, pero le habían asegurado que todas querían vivir la temporada en Londres. Pero no le importaba; Miranda nunca era una molestia. La mitad del tiempo, ni siquiera sabía que estaba allí. Así que le dio unas palmaditas en la mano y volvió a sus manuscritos.

En cuanto a ella, casi se convenció de que se alegraba de estar en casa. Había añorado los campos verdes y el aire fresco de los Lagos, el ritmo sedante del pueblo, el hecho de levantarse temprano y acostarse temprano. Bueno, lo último quizá no porque, sin obligaciones ni nada que hacer, dormía hasta mediodía y se quedaba despierta hasta altas horas de la madrugada escribiendo en su diario.

Dos días después de su llegada, recibió una carta de Olivia. Miranda sonrió mientras la abría; Olivia era tan impaciente que le había enviado una carta en cuanto había salido por la puerta. Ella pasó la vista por encima de la carta buscando el nombre de Turner, pero no aparecía. Sin decidir si estaba decepcionada o aliviada, regresó al principio y la leyó. Olivia había escrito que Londres era muy aburrido sin ella. Que no se había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba con sus irónicos comentarios acerca de la sociedad hasta que no los tuvo. ¿Cuándo pensaba volver a casa? ¿Su padre estaba mejor? Si no, ¿estaba mejorando? (Subrayado tres veces, muy típico de Olivia.) Miranda leyó esas frases con un peso en la consciencia. Su padre estaba abajo en su despacho trabajando en sus manuscritos sin estar siquiera resfriado.

Suspiró, dejó de lado su conciencia, dobló la carta de Olivia y la guardó en el cajón de su mesa. Decidió que una mentira no siempre era pecado. Seguro que sus acciones para alejarse de Londres estaban justificadas, pues allí sólo podía sentarse, esperar y desear que Turner apareciera.

Por supuesto, en el campo se pasaba el día sentada pensando en él. Una noche, se entretuvo en contar cuántas veces aparecía su nombre en la entrada del diario y, para su mayor disgusto, la cifra ascendía a treinta y siete.

Estaba claro que aquel viaje al campo no le estaba aclarando las ideas.

Y entonces, una semana y media después, Olivia se presentó en una visita sorpresa.

– Livvy, ¿qué estás haciendo aquí? -preguntó Miranda, cuando entró en el salón donde su amiga la esperaba-. ¿Alguien está herido? ¿Ha pasado algo?

– No -respondió la chica, alegremente-. Sólo he venido a buscarte. Alguien te necesita desesperadamente en Londres.

A Miranda se le aceleró el corazón.

– ¿Quién?

– ¡Yo! -Olivia la agarró del brazo y se fueron a una salita-. Madre mía, sin ti soy un absoluto desastre.

– ¿Tu madre te ha dejado que te marcharas de la ciudad en plena temporada? No me lo puedo creer.

– Prácticamente me ha sacado a patadas. Mi comportamiento es espantoso desde que te fuiste.

Miranda se rió, aunque no estaba de humor.

– Seguro que no ha sido tan malo.

– No es broma. Mamá siempre me decía que eras una buena influencia, pero creo que no se dio cuenta de hasta qué punto hasta que te fuiste. -Olivia dibujó una sonrisa de culpabilidad-. Por lo visto, no puedo dominar mi vocabulario.

– Nunca has podido. -Miranda sonrió y la acompañó hasta un sofá-. ¿Te apetece una taza de té?

Olivia asintió.

– No entiendo cómo puedo meterme en tantos líos. Casi todo lo que digo no es ni la mitad de malo que lo que dices tú. Tienes la lengua más afilada de Londres.

Miranda tiró del cordón de la campana para avisar a una doncella.

– No es verdad.

– Sí que lo es. Eres la peor. Y sé que lo sabes. Y tú nunca te metes en ningún lío. Es terriblemente injusto.

– Ya, bueno, quizá no digo las cosas tan a gritos como tú -respondió Miranda, reprimiendo una sonrisa.

– Tienes razón -suspiró Olivia-. Sé que tienes razón, pero, aún así, me molesta mucho. Realmente tienes un sentido del humor muy ácido.

– Venga ya, no soy tan mala.

Olivia se rió.

– Sí que lo eres. Además, no soy la única que lo piensa porque Turner siempre lo dice, también.

Miranda se tragó el nudo que se le había formado en la garganta ante la mención del nombre de Turner.

– ¿Ya ha vuelto a la ciudad? -preguntó, como si nada.

– No. Hace siglos que no lo veo. Está en algún rincón de Kent con sus amigos.

¿Kent? Nadie puede alejarse más de Cumberland sin salir de Inglaterra, pensó Miranda con resquemor.

– Ya hace días que se marchó.

– Sí, ¿verdad? Pero claro, se marchó con lord Harry Winthrop y Harry siempre ha sido un poco salvaje, si sabes lo que quiero decir.

Miranda se temía que sí que lo sabía.

– Estoy segura de que se han dejado llevar por el vino, las mujeres y otros vicios -continuó Olivia-. Estoy segura de que no habrá ninguna dama decente en sus reuniones.

El nudo en la garganta de Miranda reapareció enseguida. La idea de Turner con otra mujer le resultaba violentamente dolorosa, y más ahora que sabía lo cerca que podían estar un hombre y una mujer. Se había inventado todo tipo de razones para justificar su ausencia; de hecho, sus días estaban llenos de razonamientos y excusas en nombre de Turner. En realidad, se dijo con amargura, era su único pasatiempo.

Sin embargo, nunca se le había ocurrido pensar que pudiera estar con otra mujer. Él sabía lo mucho que dolía la traición. ¿Cómo podía hacerle lo mismo a ella?

No la quería. La verdad escocía, golpeaba y le clavaba las afiladas uñas en el corazón.

No la quería, y ella lo seguía queriendo mucho, y le dolía. Era algo físico. Lo notaba, asfixiándola y pellizcándola, y gracias a Dios que Olivia estaba observando el adorado jarrón griego de su padre, porque no creía ser capaz de ocultar la agonía de su rostro.

Con una especie de comentario gruñido que no pretendía que nadie entendiera, Miranda se levantó, se acercó a la ventana y fingió mirar al horizonte.

– Bueno, se lo debe de estar pasando muy bien -consiguió decir.

– ¿Turner? -Oyó a sus espaldas-. Seguro, o no se habría quedado tanto tiempo. Mamá está desesperada, o lo estaría si no estuviera tan ocupada desesperándose conmigo. ¿Te importa que me quede aquí contigo? Haverbreaks es muy grande y frío cuando no hay nadie en casa.

– Claro que no me importa. -Miranda se quedó frente a la ventana unos segundos más, hasta que creyó que podía mirar a Olivia sin echarse a llorar. Últimamente, estaba muy sensible.

– Será un regalo. Me he sentido un poco sola aquí con papá.

– Uy, es verdad. ¿Cómo está? Mejor, espero.

– ¿Papá? -Miranda agradeció la interrupción de la doncella, que acudía por la campana. Le pidió que les preparara el té y luego se volvió hacia Olivia-. Ejem, sí. Está mucho mejor.

– Tendré que ir a verlo y decirle que se mejore. Mamá me ha pedido que le dé recuerdos de su parte.

– Oh, no. No deberías hacerlo -respondió Miranda, enseguida-. No le gusta que le recuerden lo de su enfermedad. Es muy orgulloso.

Olivia, que nunca había tenido pelos en la lengua, dijo:

– Qué extraño.

– Sí, bueno, es que se trata de una dolencia masculina -improvisó Miranda. Siempre había oído hablar de las dolencias femeninas; seguro que también existían dolencias que afectaban exclusivamente a los hombres. Y, si no era así, no imaginaba que Olivia lo supiera.

No obstante, no había contado con la insaciable curiosidad de su amiga.

– ¿De veras? -dijo, en voz baja, mientras se inclinaba hacia delante-. ¿Qué es, exactamente, una dolencia masculina?

– No debería hablar de eso -dijo Miranda, enseguida, disculpándose en silencio con su padre-. Lo avergonzaría mucho.

– Pero…

– Y tu madre se enfurecería conmigo. No es algo apropiado para oídos tiernos como los tuyos.

– ¿Oídos tiernos? -se burló Olivia-. Como si tus oídos fueran menos tiernos que los míos.

Los oídos quizá no, pero el resto de su cuerpo sí, se dijo Miranda, con amargura.

– No se hable más del asunto -dijo, con firmeza-. Lo dejaré en manos de tu magnífica imaginación.

Olivia se quejó un poco pero, al final, suspiró y preguntó:

– ¿Cuándo volverás a casa?

– Ya estoy en casa -le recordó Miranda.

– Sí, sí, claro. Ésta es tu casa oficial, lo sé, pero te aseguro que toda la familia Bevelstoke te echa mucho de menos. ¿Cuándo volverás a Londres?

Miranda se mordió el labio inferior. Obviamente, no toda la familia Bevelstoke la echaba de menos porque, si no, cierto miembro no se habría quedado tanto tiempo en Kent. Sin embargo, regresar a Londres era la única opción que tenía para luchar por su felicidad, ya que quedarse allí sentada en Cumberland, llorando sobre su diario y mirando malhumoradamente por la venta, la hacía sentirse como una imbécil invertebrada.

– Si soy una imbécil -farfulló, para sí misma-, al menos seré una imbécil vertebrada.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que regresaré a Londres -dijo Miranda, con gran determinación-. Papá ya está bien y puede arreglárselas sin mí.

– Magnífico. ¿Cuándo nos vamos?

– Bueno, en dos o tres días, supongo. -Miranda no era tan valiente como para no querer retrasar lo inevitable unos días más-. Tengo que hacer las maletas y seguro que tú estarás cansada después de haber cruzado el país.

– Un poco, sí. Quizá deberíamos quedarnos una semana. Siempre que no nos cansemos de la vida de campo. No me importaría tomarme una pausa del ajetreo de Londres.

– No, no. Perfecto -le aseguró Miranda. Turner podía esperar. Seguro que no se casaría con otra en una semana y ella aprovecharía los días para hacer acopio de valor.

– Perfecto. En tal caso, ¿podemos ir a montar esta tarde? Me muero de ganas de galopar un buen rato.

– Me parece muy buena idea. -Trajeron el té y Miranda lo sirvió-. Creo que una semana es perfecto.


Una semana después, Miranda estaba más que convencida de que no podía volver a Londres. Nunca. El periodo, que en su caso era muy regular, se le había retrasado. Debería haberle venido unos días antes de la llegada de Olivia. Había conseguido aplazar las preocupaciones durante los primeros días intentando convencerse de que estaba muy sensible. Y luego, en medio de la emoción por la llegada de Olivia, se había olvidado por completo. Pero ahora ya acumulaba más de una semana de retraso. Y vomitaba cada mañana. A lo largo de su vida había salido poco del pueblo, pero era una chica de campo y sabía lo que eso significaba.

Dios mío, un bebé. ¿Qué iba a hacer? Tenía que decírselo a Turner; aquello era inevitable. Y, aunque no pretendía aprovecharse de una vida inocente para forzar un matrimonio que no estaba predestinado a suceder, ¿cómo podía negarle a su hijo sus derechos? Sin embargo, la idea de viajar a Londres era una agonía. Y estaba harta de perseguirlo, esperar y rezar para que algún día la quisiera. Por una vez, podría ser él quien acudiera a ella.

Y acudiría, ¿verdad? Era un caballero. Puede que no la quisiera, pero seguro que ella no lo había juzgado tan mal. No ignoraría su deber.

Miranda dibujó una débil sonrisa. De modo que había acabado así. Era un deber. Tendría a Turner; después de tantos años soñando con eso, finalmente se convertiría en lady Turner, pero no sería más que un deber. Se colocó la mano en el estómago. Debería ser un momento de júbilo, pero sólo tenía ganas de llorar.

Alguien llamó a la puerta de su habitación. Miranda levantó la cabeza con expresión de sorpresa y no dijo nada.

– ¡Miranda! -La voz de Olivia era persistente-. Abre la puerta. Sé que estás llorando.

Miranda respiró hondo y fue hacia la puerta. No sería fácil ocultarle el secreto a Olivia, pero tenía que intentarlo. Su amiga era muy leal y jamás traicionaría su confianza, pero, a pesar de todo, Turner era su hermano. Era imposible prever lo que haría. Miranda no descartaba que lo amenazara con una pistola y lo obligara a viajar al norte ella misma.

Se miró en el espejo antes de abrir. Podía secarse las lágrimas, pero no podía esconder la rojez de los ojos. Respiró hondo varias veces, dibujó la sonrisa más amplia que pudo y abrió la puerta.

No engañó a Olivia ni un minuto.

– Cielo santo, Miranda -dijo, mientras la abrazaba enseguida-. ¿Qué te ha pasado?

– Estoy bien -le aseguró Miranda-. En esta época del año, los ojos siempre me pican mucho.

Olivia retrocedió, la miró de arriba abajo y cerró la puerta.

– Pero estás muy pálida.

A Miranda se le revolvió el estómago y tragó saliva de forma compulsiva.

– Creo que he debido de coger algún tipo de… -Agitó la mano en el aire, con la esperanza de que sirviera para terminar la frase-. Quizá debería sentarme.

– No puede haber sido la comida -dijo Olivia, mientras la acompañaba hasta la cama-. Ayer casi no comiste y, en cualquier caso, yo comí lo mismo que tú, y más cantidad. -Le dio un codazo mientras ahuecaba las almohadas-. Y estoy perfecta.

– Seguramente sea un resfriado -farfulló Miranda-. Deberías regresar a Londres sin mí. No querría contagiarte.

– Bobadas. No pienso dejarte sola en estas condiciones.

– No estoy sola. Está mi padre.

Olivia le lanzó una mirada de incredulidad.

– Sabes que nunca se me ocurriría menospreciar a tu padre, pero dudo que sepa qué hacer con una enferma. La mitad del tiempo dudo que sepa que estamos aquí.

Miranda cerró los ojos y se dejó caer en las almohadas. Por supuesto, Olivia tenía razón. Adoraba a su padre, pero, sinceramente, cuando se trataba de interactuar con otros seres humanos, era un caso perdido.

Olivia se sentó al borde de la cama, el colchón gimoteó y Miranda intentó ignorarla, intentó fingir que no sabía, aún teniendo los ojos cerrados, que Olivia la estaba mirando y estaba esperando que reaccionara ante su presencia.

– Miranda, por favor, dime qué te pasa -dijo Olivia, con dulzura-. ¿Es tu padre?

Miranda meneó la cabeza, pero, justo en ese momento, Olivia cambió de postura. El colchón se onduló bajo sus cuerpos y, aunque Miranda nunca se había mareado en los barcos, se le revolvió el estómago y, de repente, era imperativo que…

Saltó de la cama y tiró a Olivia al suelo. Llegó al orinal justo a tiempo.

– Santo Dios -dijo Olivia, a una respetuosa y protectora distancia-. ¿Cuánto tiempo llevas así?

Miranda prefirió no responder. Sin embargo, su estómago respondió con otra arcada.

Olivia retrocedió.

– Eh… ¿Puedo hacer algo por ti?

Miranda meneó la cabeza y dio gracias de llevar el pelo recogido.

Olivia la observó unos instantes más, y luego se acercó al lavamanos y mojó un paño.

– Toma -dijo, estirando el brazo y ofreciéndoselo a su amiga.

Miranda lo aceptó encantada.

– Gracias -susurró, mientras se limpiaba la cara.

– No creo que sea un resfriado -dijo Olivia.

Miranda meneó la cabeza.

– Estoy casi convencida de que el pescado de anoche estaba bueno y no sé qué puede…

A Miranda no le hizo falta ver la cara de Olivia para interpretar su exclamación. Lo sabía. Puede que todavía no se lo creyera, pero lo sabía.

– ¿Miranda?

Miranda permaneció inmóvil, agachada en una posición patética frente al orinal.

– ¿Estás… Has…?

Miranda tragó saliva y asintió.

– Dios mío. Dios mío. Oh, oh, oh, oh, oh.

Quizás era la primera vez en su vida que Miranda veía a Olivia sin palabras. Acabó de limpiarse la boca y, cuando pareció que el estómago se le calmaba un poco, se incorporó.

Olivia la estaba mirando como si hubiera visto una aparición.

– ¿Cómo? -le preguntó, al final.

– De la manera habitual -respondió Miranda-. Te aseguro que no hay motivo para alertar a la Iglesia.

– Lo siento. Lo siento. Lo siento -se apresuró a decir Olivia-. No quería molestarte. Es sólo que… bueno… tienes que saber que… bueno… es una sorpresa.

– Para mí también lo ha sido -respondió Miranda con la voz plana.

– Es lo último que podía imaginarme -dijo Olivia, sin pensar-. Quiero decir que si habías hecho… si habías estado… -Dejó la frase en el aire cuando se dio cuenta de que todavía lo estaba empeorando más.

– Igualmente ha sido una sorpresa, Olivia.

Olivia se quedó en silencio unos minutos mientras absorbía la sorpresa.

– Miranda, tengo que preguntártelo…

– ¡No! -la advirtió Miranda-. Por favor, no me preguntes de quién es.

– ¿Fue Winston?

– ¡No! -respondió, enseguida. Y luego murmuró-. Santo Dios.

– Entonces, ¿quién?

– No puedo decírtelo -dijo Miranda, con la voz rota-. Fue… Fue alguien totalmente inapropiado. No… No sé en qué estaba pensando, pero por favor no vuelvas a preguntármelo. No quiero hablar de eso.

– De acuerdo -dijo Olivia, porque se dio cuenta que no sería sensato seguir insistiendo-. No te lo preguntaré más, te lo prometo. Pero ¿qué vamos a hacer?

Miranda no pudo evitar estar agradecida ante el uso implícito del «nosotras».

– Quiero decir, ¿seguro que estás embarazada? -preguntó Olivia, de repente, con los ojos brillantes de esperanza-. Podría ser un retraso natural. A mí siempre se me retrasa.

Miranda lanzó una elocuente mirada al orinal y luego meneó la cabeza y dijo:

– A mí nunca se me retrasa. Nunca.

– Tendrás que ir a algún sitio -dijo Olivia-. El escándalo será considerable.

Miranda asintió. Tenía la intención de enviar una carta a Turner, pero no podía decírselo a Olivia.

– Probablemente, lo mejor sería sacarte del país. Al continente, quizá. ¿Qué tal tu francés?

– Pésimo.

Olivia suspiró con desaliento.

– Nunca se te han dado demasiado bien los idiomas.

– A ti tampoco -respondió Miranda, irritada.

Olivia decidió no responder y, en lugar de eso, sugirió:

– ¿Por qué no te vas a Escocia?

– ¿Con mis abuelos?

– Sí. No me digas que te echarán por tu estado. Siempre estás hablando de lo amables que son.

Escocia. Sí, era la solución perfecta. Lo notificaría a Turner y él podía reunirse con ella allí. Podrían casarse sin hacer mucho ruido y luego todo estaría, si no bien, al menos arreglado.

– Te acompañaré -dijo Olivia, decidida-. Me quedaré contigo todo lo que pueda.

– ¿Y qué dirá tu madre?

– Ah, le diré que alguien se ha puesto enfermo. La primera vez funcionó, ¿no? -Lanzó una mirada perspicaz a Miranda, con lo que daba a entender que sabía que se había inventado la enfermedad de su padre.

– Eso supone mucha gente enferma.

Olivia se encogió de hombros.

– Es una epidemia. Motivo de más para que ella no se mueva de Londres. ¿Y a tu padre qué le dirás?

– Ah, nada -se limitó a responder Miranda-. No presta demasiada atención a lo que hago.

– Bueno, por una vez es una ventaja. Nos marcharemos hoy mismo.

– ¿Hoy? -repitió Miranda, en voz baja.

– Ya tenemos las maletas hechas, y no tenemos tiempo que perder.

Miranda se miró el estómago plano.

– No, supongo que no.

13 de agosto de 1819

Olivia y yo hemos llegado hoy a Edimburgo. Los abuelos se han sorprendido mucho de verme, aunque todavía se han sorprendido más cuando les he explicado el motivo de mi visita. Se han quedado callados y muy serios, pero en ningún momento me han hecho pensar que estaban decepcionados o avergonzados de mí. Los querré siempre por eso.

Livvy ha enviado una nota a sus padres informándolos de que me había acompañado a Escocia. Cada mañana me pregunta si me ha venido el periodo. Y, como yo suponía, la respuesta es no. Me miro constantemente la barriga. No sé qué espero ver. Seguro que no sale de un día para otro, y menos tan temprano.

Tengo que decírselo a Turner. Sé que tengo que hacerlo, pero, por lo visto, no puedo despistar a Olivia ni escribir la carta en su presencia. Aunque la adoro, tendré que mandarla a casa. Está claro que no puede estar aquí cuando Turner llegue, y llegará en cuanto reciba mi misiva, siempre que pueda enviarla, claro.

Oh, por Dios, ya vuelve Olivia.

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