Mary se recuperó de la fiebre después de pasar en cama las dos semanas posteriores a su remojón en el Támesis. En esos días ardió, tiritó, suplicó que le diesen algo fuerte de beber e insistió en que necesitaba aire fresco. Sudó copiosamente, lo que, para contrariedad de la señora Lamb, llevó a Tizzy a afirmar que no podía entender que alguien guardase tanta grasa en su interior. También masculló palabras y frases incomprensibles mientras dormía.
William Ireland visitó la casa durante la enfermedad de Mary, aunque se le advirtió de que no debía agitarla ni perturbarla y que el médico había recetado reposo y descanso. Al cabo de la segunda semana, permitieron que William hablase con Mary, quien, envuelta en un chal, permanecía sentada junto a la ventana del salón.
– Espero que se encuentre mejor -inquirió William sin más preámbulos.
– No ha sido nada. Cogí un poco de frío. No cabía esperar otra cosa.
– Le he traído algo.
– ¿La obra? -preguntó Mary. William movió afirmativamente la cabeza-. Estaba medio convencida de que había sido un sueño. William, aquel día fue en verdad tan peculiar para mí. Ahora me parece todo muy lejano e irreal…
– Pues aquí está. -Ireland le entregó una carpeta marrón encuadernada-. Yo diría que esto es del todo real.
Mary apoyó la carpeta en su regazo y miró por la ventana.
– Casi me da miedo tocarla. Es como si fuera un objeto sagrado, ¿no? -El joven sonrió y continuó en silencio-. Me ayudará a vivir.
– El señor Malone ha confirmado su autenticidad. Por si eso fuera poco, mi padre ha tanteado al empresario del Drury Lane.
– ¿La representarán?
– Eso espero.
– William, le confesaré una cosa. No sé por qué, pero habría preferido que siguiese siendo un secreto.
– ¿Nuestro secreto? Imposible, no puede ser…
La señora Lamb entró en el salón para anunciar:
– Mary, has de descansar. Nada debe agitarte.
– Mamá, no estoy agitada. -Miró a William-. Me siento arrebatada.
– Sea lo que sea, ya es suficiente por hoy. Señor Ireland, le deseamos que pase un buen día.
Mary leyó la obra a lo largo de la tarde. Abundaba en grandes palabras, sentimientos ambiciosos, cadencias maravillosas y mágicas y extrañas conjunciones de sonido y sensibilidad. Se trataba de un drama tejido alrededor de envidias y violencia desenfrenada, que apelaba al antiguo dios britano de la venganza, «cuyo poder pone morado al verde Neptuno» y «corre más veloz que el viento sobre el trigal». Mary dedujo que debía tratarse de una de las obras iniciales de Shakespeare y la comparó con Tito Andrónico y con la primera parte de Enrique VI. Cuando terminó, la releyó y se maravilló del ingenio del joven Shakespeare. ¿Quién más podía evocar la imagen de una golondrina que emprende el vuelo sobre el escenario de la batalla para librarse «de los estragos de los inmensos campos que se extienden por debajo suyo»? La sensación predominante fue de agradecimiento por haber tenido la posibilidad de leerla. Mary pasó por alto con toda tranquilidad algún que otro defectillo y ambigüedad de la obra. Era una de las contadas personas que había leído ese texto en los últimos siglos.
Por la noche, sin hacer el más mínimo comentario, entregó la pieza a Charles. Con la esperanza de que su hermano llegara a sus propias conclusiones sobre la autoría, no le reveló la historia del hallazgo. Después de cenar, Charles se la llevó a su alcoba y no volvió a aparecer. Antes de retirarse a su aposento, Mary llamó con suavidad a la puerta de la habitación de su hermano.
– Pasa, querida. -Charles, sentado ante el escritorio, redactaba una carta-. ¿Es eso lo que quieres? -preguntó al tiempo que señalaba la carpeta con la obra, que había dejado sobre la cama.
– ¿Has terminado de leerla?
– Claro está. No es demasiado larga.
– ¿Cuál es tu impresión?
– ¿Te refieres a quién la escribió? Simplemente se trata de un título.
– ¿Te lo imaginas?
– Cuando se trata de estas cuestiones, prefiero no imaginar. Se parece mucho a Kyd, pero también podría tratarse de uno de los dramaturgos clásicos, con la salvedad de que no está en latín.
– ¿No se te ocurre nadie más?
– Querida, tu pregunta es demasiado amplia.
– Es de Shakespeare.
– Imposible.
– Charles, te lo aseguro.
– Es el texto menos shakespeariano que he leído en mi vida.
– ¿Cómo dices tamaño disparate? Para mí resulta evidente.
– ¿Por qué?
– Por la majestuosidad.
– La majestuosidad puede fingirse.
– Por la puntuación, la cadencia y la dicción. Por todo.
Charles tuvo la sensación de que su hermana se ponía nerviosa, así que intentó tranquilizarla.
– Mary, sólo es una obra de teatro.
– ¿Y nada más? ¡Es la vida de la mente! -La mujer se calmó y recobró la compostura-. ¿Recuerdas las palabras de Vortigern a su esposa? «Ahora se desliza la copa que no puedo apurar hasta que uno de los dos expire.» ¿No te parecen excelsas?
– Reconozco que lo son. -Charles abandonó el escritorio y abrazó a su hermana-. Querida Mary, se trata de uno de los descubrimientos del señor Ireland. Lo supe enseguida. Sin embargo, piensa un poco. ¿No es posible que esté equivocado?
– En un tema tan importante, no.
– ¿Estás del todo segura? ¿El propio Ireland tiene las mismas certezas?
– Charles, te muestras deliberadamente ciego. Cada verso es de Shakespeare. Mientras la leía lo sentí a mi lado.
– ¿Te refieres al bardo o a alguien más?
– Supongo que estás aludiendo a William.
– Después de todo, te gustaría estar cerca de él.
Charles se arrepintió de esas palabras en cuanto las pronunció. Su hermana se puso muy pálida.
– ¡Ese comentario es imperdonable! -Mary se apartó-. ¿Cómo te atreves a decir semejante disparate?
La mujer abandonó la alcoba.
Pocos días después de ese tenso diálogo entre hermanos, William Ireland estaba en pie ante el público del Mercers' Hall de Milk Street. La Sociedad Shakespeariana de la Ciudad lo había invitado a dar una charla sobre «Las fuentes de las tragedias de Shakespeare». Matthew Touchstone, presidente y fundador de dicha sociedad, había leído los dos artículos de Ireland en Westminster Words y quedó impresionado por su dominio del estilo isabelino. Por ejemplo, fue Ireland quien le comentó que «sombra» era sinónimo de «actor».
Al principio, William se mostró nervioso; le costó pronunciar sus primeras palabras y sacó un pañuelo para enjugarse la frente. Miró a Mary Lamb y sonrió; allí estaba junto a su padre, que asintió enérgicamente y, con profunda satisfacción, agitó las manos en el aire.
– Existen otras fuentes muy prometedoras -aseguró William-. El señor Malone, afamado erudito y editor… -Edmond Malone también formaba parte del público, ya que Samuel Ireland lo había invitado-. El señor Malone ha encontrado un documento crucial en la oficina de antiguas acusaciones de la corporación de Stratford. Se trata del informe de una investigación que el once de febrero de 1580 tuvo lugar en Stratford-upon-Avon. Es la fecha en la que suponemos que el bardo trabajó en el bufete de un abogado de Stratford. En efecto, como la mayoría de los mortales, de joven se vio obligado a ganarse la vida. -Esperaba ligeras risas, pero el público guardó silencio, si exceptuamos varias toses y algún que otro chirrido de botas-. El documento hace referencia a la defunción de una joven que responde al nombre de Katherine Hamnet o Hamlet. -Tal como esperaba, logró llamar la atención de su auditorio-. La mujer murió ahogada. -William se tomó su tiempo-. No estaba casada. Bajó hasta el río Avon, donde la encontraron con posterioridad. Según la familia, se dirigió al río a buscar un cubo de agua. La investigación arribó a las siguientes conclusiones. -Dirigió una rápida mirada a Mary, que tenía la cabeza inclinada. Edmond Malone se encontraba en la fila de atrás y sonreía de oreja a oreja-. El oficial de justicia lo expresó con los siguientes términos: «De pie en la orilla del mentado río, la susodicha Katherine tropezó súbita y accidentalmente y cayó en dicho río, en cuyas aguas se ahogó; su muerte no se produjo de otra forma o manera». -William dejó a un lado el papel del cual había leído-. Se trata de una explicación muy clara que, como es evidente, se anticipa a la acusación de suicidio. Si Katherine se hubiera quitado la vida, no habrían enterrado su cuerpo en campo santo y lo habrían trasladado a terreno no consagrado. -Samuel Ireland cuchicheó con Edmond Malone-. Con probabilidad corrieron comentarios acerca de aquel suicidio en la pequeña población y esas habladurías llegaron a oídos del joven Shakespeare, que trabajaba en el despacho del abogado. Damas y caballeros, aquí acaba la historia. Una joven flota en el río y se apellida Hamlet. ¿Es posible que sea el origen de Ofelia? -William ya no sentía la turbación y la ansiedad que había experimentado al inicio de la charla-. Cabe, pues, la posibilidad de que Katherine flotara por el Avon rumbo a la inmortalidad.
Muchos asistentes conocían la muerte prematura; dadas las condiciones imperantes en Londres, no se trataba de algo inesperado. En Londres también eran habituales los suicidios en el río. El público lo escuchó en silencio y hubo quienes evocaron imágenes de algún niño perdido o de parientes ahogados.
Entre los presentes en la sala se hallaba el joven Thomas de Quincey, que un año antes se había trasladado de Manchester a Londres. Thomas se acordó de Anne. Sólo sabía de ella como Anne. Cuando llegó a la ciudad, De Quincey no conocía a nadie; puesto que disponía de pocos medios, recabó la ayuda de un pariente lejano, un primo segundo o tercero. Ese familiar era dueño de varias propiedades en la ciudad, entre ellas una casa abandonada y en mal estado de Berners Street; entregó las llaves a De Quincey y le dijo que podría vivir allí hasta que encontrase alojamiento. Thomas aceptó de buena gana y de inmediato se dirigió a Berners Street. Con sus escasas pertenencias se instaló en la planta baja, donde una pequeña alfombra y una vieja funda de sofá le servirían de cama. Le quedaba media guinea para comestibles y estaba convencido de que esa cantidad le alcanzaría hasta que encontrase trabajo como calígrafo o recadero. La primera noche que pasó en la casa descubrió que tenía compañía. Se trataba de una muchacha de no más de doce o trece años, que había entrado allí para cobijarse de las inclemencias del tiempo. «El viento y la lluvia no me gustan. En las calles son muy duros de sobrellevar», había explicado. Thomas le preguntó cómo había encontrado la casa, pero la joven malinterpretó la pregunta, ya que respondió: «Las ratas no me molestan, pero los fantasmas sí».
La muchacha explicó cómo había llegado a esa situación. Se trataba de la habitual historia londinense de carencias, abandono y dificultades, que la habían llevado a parecer mayor de lo que realmente era. Se hicieron amigos o, mejor dicho, aliados contra el frío y la oscuridad. Solían deambular juntos. Recorrían Berners Street hasta Oxford Street y se detenían en la esquina de la joyería antes de cruzar; pasaban junto al fabricante de carros de Wardour Street y giraban por Dean Street. Una vez allí, siempre hacían un alto ante la pastelería. De Quincey apenas tenía dinero para lo imprescindible y ambos se dedicaban a mirar el escaparate de bordes dorados en el que se exponían a la venta diversos pasteles, pastelillos y buñuelos.
Poco después, De Quincey enfermó a causa de unas fiebres intermitentes y desconocidas; sólo dormía a ratos y pasó los días y las noches tiritando bajo las mantas que Anne consiguió. Por un milagro de decisión o de perspicacia, la joven obtuvo unos cuencos de gachas con los que alimentarlo. Anne se pegó a su cuerpo, según dijo para «extraerle los vapores», y le secó la frente con un paño de muselina. Al cabo de una semana, Thomas se recuperó y se prometió a sí mismo recompensar a la muchacha de la mejor manera posible.
Fue entonces cuando su primo lo llamó y le propuso un modesto encargo; De Quincey lo aceptó de buena gana porque eso le permitía hacerse con un poco de dinero. El encargo lo obligaba a desplazarse a Winchester, pero aseguró a Anne que regresaría en cuatro días. Sin embargo, retornó a Berners Street cinco días más tarde y encontró la casa vacía. Pasó allí toda la noche y la mayor parte del día que vino a continuación, pero permaneció en soledad. La noche siguiente recorrió aquellas conocidas calles por las que ambos habían deambulado en tanto compañeros de desdichas, pero regresó a Berners Street decepcionado y descorazonado.
No volvió a ver a Anne, que desapareció de la faz de Londres tan súbito y radical como si se hubiera ahogado en el mar. De Quincey lloró esa pérdida. No tenía idea de lo que le había ocurrido a la joven. Se había perdido. Hasta el mundo parecía respirar con tristeza.
Volvió a pensar en ella mientras William Ireland evocaba el espíritu de Katherine Hamlet.
William levantó la mirada de sus notas y percibió los cambios en el estado de ánimo de los presentes. Se percató de lo importante que tuvo que ser para Shakespeare esgrimir semejante poder ante sus oyentes.
– Quisiera exponer otro tema interesante que quizá les interese. Si me permiten decirlo, se trata de una cuestión trascendental. Atañe al descubrimiento de una obra hallada tras dos siglos de olvido. -Reparó en la calidad particular del silencio y la expectación. Mary alzó la cabeza y sonrió-. Se titula Vortigern y narra en forma de drama la trayectoria de un traidor y sangriento soberano de Britania. Un personaje que nos recuerda a Lear y a Macbeth. Un Shakespeare en estado puro. El señor Malone, célebre estudioso al que ya he aludido, ha dado fe de su autenticidad. ¿Puedo citar sus palabras sobre este inesperado descubrimiento tan importante para nosotros? En su comunicación, el señor Malone afirma que «ese documento maravilloso posee un interés inigualable para los admiradores de Shakespeare. Su autenticidad está fuera de toda duda».
Repentinos e interminables aplausos pusieron fin al silencio del público. Tras las expresiones de agradecimiento al uso, William dio por concluida la charla.
Samuel Ireland se acercó a su hijo cuando éste se apartó del pequeño escritorio tras el cual había permanecido en pie.
– Ha sido magnífico -declaró el padre-. Yo mismo no lo habría hecho mejor. Has heredado la magia de los Ireland.
Malone se acercó por detrás.
– Ha estado usted excelente, señor Ireland. Lo mejor es que no ha confundido elocuencia con locuacidad.
Mary fue empujada hacia delante por el señor Lamb, y empezó a decir:
– Mi padre insiste en que…
– ¡Berzas y más berzas! -exclamó el señor Lamb, y estrechó la mano a todos, incluida su hija.
– Señor, estoy encantado de conocerlo -se presentó Samuel Ireland mirando con cautela al señor Lamb-. Su hija es una de nuestras amistades predilectas.
– Que se divierta mucho con el gusanillo.
– Algo muy sabio de su parte, señor.
– Y dese un atracón en Navidad.
– La verdad…
– Papá, tenemos que irnos. -Mary lo cogió del brazo-. No debemos entretener a estos caballeros.
– ¡Barco a la vista! -El señor Lamb sonrió abiertamente a Samuel Ireland y, cuando se volvió hacia su hija, de pronto se mostró confuso y deshecho.
– Papá, es por aquí. Cuidado con el borde de la alfombra.
– Un caballero extraordinario -comentó Samuel Ireland-, todo un personaje.
En el mismo instante en el que Mary ayudaba a su padre a salir, Thomas de Quincey se acercó a William y preguntó:
– Señor, ¿puedo estrechar su mano?
– Por supuesto.
– Se trata de la mano que ha tocado los papeles de Shakespeare.
– Me alegro de que haya venido.
– Shakespeare me ha interesado desde que era pequeño. Me crié en Manchester donde, como puede imaginar, no compartí ese deleite con nadie.
De Quincey parecía deseoso de hablar, pero para William no era el momento más adecuado. Le pasó las señas de la librería y corrió tras Mary, quien, sin éxito, intentaba detener un coche en la esquina de Milk Street con Cheapside.
– Mary, estoy encantado de haberla visto, lo mismo que a su padre. Gracias por asistir.
– No me lo habría perdido por nada del mundo. Además, me gusta salir con mi padre. Los paseos lo animan.
El señor Lamb miraba el cielo y mantenía el equilibrio con los talones.
– ¿Puedo visitarla la semana que viene?
– Me encantaría. Tengo muchos deseos de saber más detalles sobre la obra.
– ¿Ya se ha recuperado?
– William, me alegra afirmar que gozo de una salud de hierro.
Hacía tres noches, Charles Lamb había encontrado a su hermana en medio de la cocina. Mary iba en camisa de dormir, había depositado sobre la mesa todos los cuchillos de la casa y se afanaba en ordenarlos por su tamaño. Charles había preguntado con tono bajo:
– Mary, Mary, ¿qué estás haciendo?
La mujer lo miró sin verlo. Charles reconoció en el acto que estaba dormida, en pleno estado de sonambulismo. Su hermana se incorporó, se acercó a la ventana, dejó escapar un profundo suspiro, levantó los brazos y masculló:
– Todavía no está terminado, todavía no está terminado.
Mary se giró, pasó junto a su hermano sin decir esta boca es mía y subió a su cuarto. Charles guardó los cuchillos en los cajones y regresó a la cama.
Al día siguiente Charles no vio a su hermana, que permaneció encerrada en su cuarto porque se encontraba cansada. Y al otro día, el domingo reservado para ensayar los artesanos de Sueño de una noche de verano, Charles se preguntó si Mary se ausentaría. No obstante, allí estaba en la mesa del desayuno, con un ejemplar de la obra a su lado. Cuando Charles se presentó, su hermana comentó:
– Tom Coates será un buen Berbiquí. De lo que no estoy tan segura es del señor Milton en el papel de Cartabón. -La mujer habló muy rápido.
– Mary, no te preocupes, ya lo conseguirá. Acabará por bordar el personaje. ¿Cómo te sientes?
– ¿Cómo me siento?
– Ayer permaneciste en la cama todo el día.
– Dormí mal, eso fue todo.
– ¿Has descansado?
– Claro. ¿Sabes tu papel de memoria? Lanzadera es muy importante.
– Querida, no lo sé de memoria, sino de cabeza, lo cual es si cabe más satisfactorio.
– Es lo mismo. -Por algún motivo la joven titubeó antes de servir el té-. Mamá y papá han ido a la capilla. Esperarlos no tiene sentido.
A lo largo de la hora siguiente, Tom Coates, Benjamin Milton y los demás se fueron presentando en la casa. Tizzy los condujo de inmediato al jardín porque no quería aquellas «sucias botas» en sus impolutos suelos. Hacía buen día y, muy orondos, tomaron asiento en la destartalada pagoda.
– No es más que una cuestión de escenificación -explicaba Benjamin a Tom-. A Berbiquí se lo describe como alguien de voz muy aguda. ¿A quién interpretas?
– A León.
– A eso iba. Sólo ruge. ¿Alguna vez has oído a un león con un rugido de tiple?
– ¿Y qué me dices de Lanzadera?
Selwyn Onions no pudo contenerse y añadió un dato:
– Es tejedor, ¿no? ¿Sabías que «lanzadera» hace referencia al corazón de porcelana en el que se enrolla el hilo?
– ¿Estás diciendo que en realidad Shakespeare no quería aludir al trasero? -Benjamin se mostró incrédulo-. ¿No tiene nada que ver con las posaderas, con el punto en el que la espalda pierde su nombre? [2]
– Eso no tiene nada que ver.
– Selwyn, es absurdo. ¿Qué me dices del verso «Provocaré tormentas»? Nunca hubo un apunte más claro para tirarse un pedo.
Mary se acercó y comentó:
– Están todos muy serios.
– Señorita Lamb, hemos analizado nuestros papeles -le informó Benjamin, que sentía un poco de miedo hacia la hermana de Charles.
– Bueno, han de ser osados y briosos.
– Es exactamente lo que he explicado. Tienen que pasarlo de maravilla.
– Así me gusta, señor Milton. Caballeros, hoy ensayaremos la escena del muro. Tengan la amabilidad de ocupar sus sitios.
Selwyn Onions, que interpretaba al calderero Hocico, que a su vez hacía de Muro, permaneció de pie en el fondo del jardín, con los dedos de las manos totalmente separados.
– Recuerde que debemos ver a través de sus dedos -acotó Mary-. Tiene que abrirse una grieta. Charles se situará a su lado y el señor Drinkwater se pondrá del otro.
– Señorita Lamb, ¿se trata de una cita?
– Sí, es una cita. ¿No es lo que hacen los enamorados?
– Es un comentario sobre la obra propiamente dicha -anunció Alfred Jowett a quien estuviese dispuesto a escucharlo-. Se trata de una obra dentro de otra. ¿Qué es real y qué falso? Si nos referimos a una ilusión, ¿es la obra mayor más verdadera o ambas son, sin más, dramas?
Mary recordó un sueño reciente. Estaba en un huerto de hierbas aromáticas y disfrutaba de la dulce fragancia que despedían los arbustos cuando alguien se acercó y comentó: «Si se hiciera monja, la recibiríamos con los brazos abiertos».
Alfred Jowett seguía con su parloteo:
– Creo que Shakespeare sabía que sus obras eran fantasías y ficciones. No las confundió nunca con el mundo real.
– Señor Jowett, ¿considera que el bardo intentó comunicarnos algo?
– No, su propósito se limitó a entretenernos.
En los papeles de Píramo y Tisbe, Charles Lamb y Siegfried Drinkwater se situaron a sendos lados de Muro. Tisbe tomó la palabra con tono agudo:
¡Oh, muro! ¡Cuántas veces has oído mis lamentos
por tenerme separada de mi hermoso Píramo!
Mis labios de cereza han besado tus piedras a menudo,
tus piedras con cal y pelo entretejidas…
– En aquellos tiempos, «piedras» era la palabra con la que se referían a los testículos -susurró Tom a Benjamin.
– ¿De modo que Shakespeare está diciendo una obscenidad?
– Claro. Está diciendo «beso tus huevos».
Charles respondió a la entrada:
Veo una voz. Ahora voy a la abertura
a espiar para poder oír el rostro de mi Tisbe.
¡Tisbe!
¡Amor mío! Eres mi amor, presumo.
Mary dio un paso al frente.
– Señor Drinkwater, ¿no debería decir «¡Eres mi amor! Amor mío, presumo»? Tisbe reconocería la voz de su amado. Charles, como amante te muestras demasiado contenido. Un enamorado debe exhalar pasión.
– ¿Y cómo sabe ella eso? -preguntó Benjamin a Tom con tono bajísimo.
– ¿No te has enterado? Tiene un admirador.
– ¿Mary Lamb tiene un admirador?
– Sí, me lo contó Charles.
– Es francamente extraño.
– Y eso no es todo.
Reanudaron el tema pocas horas después cuando, terminados los ensayos, se reunieron en la Salutation and Cat. Charles y los demás estaban de pie junto a la barra; Tom y Benjamin se habían apiñado en un rincón y se reían al recordar los acontecimientos de la mañana.
– Si Mary Lamb tiene un pretendiente, el hombre tendrá que andarse con mucho cuidado -opinó Tom-. Esa mujer muerde. ¿Te fijaste en cómo riñó a Charles por hacer payasadas? Es muy severa.
– Sólo fue un juego.
– Yo no estaría tan seguro. En tanto Lanzadera, él se rió, pero en su condición de Charles, puso mala cara.
– ¿Cómo se llama?
– El admirador responde al nombre de William Ireland. Por lo que comentó Charles, es un librero del barrio. -Hizo un alto en el camino para llenar su jarra con la voluminosa botella de cerveza negra que tenía al lado-. Según parece, se trata de un gran amante de Shakespeare, y ha llevado a cabo varios descubrimientos que los estudiosos aplauden.
– Beso sus huevos.
– Lo que me gustaría saber es si ella también.
– Horribile dictu.
Apoyado en la barra, Charles escuchaba el disparatado diálogo que Siegfried y Selwyn sostenían sobre la Royal Academy cuando vio que William Ireland entraba en la taberna en compañía de un joven excéntricamente vestido con una chaqueta verde y sombrero de piel de castor del mismo tono.
Ireland reparó en el acto en la presencia de Charles y se acercó a la barra. El joven de verde permaneció a sus espaldas mientras saludaba a Lamb.
– Te presento a De Quincey. -El joven se quitó el sombrero y saludó-. De Quincey está de visita.
– Señor, ¿dónde se hospeda?
– Me alojo en Berners Street.
– Tengo un amigo en Berners Street -aseguró Charles-. Se llama John Hope. ¿Lo conoce?
– Señor, Londres es una ciudad muy grande y salvaje. No conozco a nadie de esa calle.
– Pues ahora nos conoce a nosotros. Aquí están Selwyn y Siegfried. -Palmeó las espaldas de sus amigos-. Y allí, en el rincón, se encuentran Rosencrantz y Guildenstern. ¿Cómo conoció a William?
– Asistí a su charla.
– ¿A su charla? ¿De qué charla habla?
– ¿Mary no le dijo nada?
– Que yo recuerde, no. -Charles había aprendido a ser cauteloso en todo lo referente a su hermana.
– La semana pasada ofrecí una charla sobre Shakespeare. De Quincey tuvo la amabilidad de asistir y al día siguiente me visitó.
– ¿Y se han hecho amigos con tanta rapidez? -Charles estaba pasmado porque Mary había asistido a la charla sin comunicarle que se celebraría-. Caballeros, ¿quieren sentarse conmigo? -Lamb se apartó de Selwyn y de Siegfried, que siguieron en la barra hablando del suicidio del pugilista Fred Jackson, y ocupó una mesa pegada a la pared del estrecho local-. Me habría gustado escuchar su charla.
– Le aseguro que no se ha perdido nada. Al fin y al cabo, no soy actor.
– ¿No?
– Es el don imprescindible…, el don imprescindible para hablar con seguridad y entusiasmo. Soy incapaz de hacerlo.
– William, usted posee esas virtudes.
– Es fácil tenerlas y harto difícil transmitirlas.
Charles no supo si mencionar el texto de Vortigern: tal vez Mary le había dejado la obra en secreto. William pareció adivinarle el pensamiento.
– ¿Cómo está Mary? La noté algo cansada durante la charla. Después de su caída…
– Se ha recuperado del todo. Está resplandeciente. -Charles seguía sin conocer la profundidad del afecto de William hacia su hermana-. Usted le ha proporcionado un nuevo interés.
– ¿Está seguro?
– Por supuesto, el interés por Shakespeare.
– Ya estaba medio enamorada de él.
– Mi hermana jamás se enamora a medias. Con ella no hay medias tintas, siempre la verá en los extremos.
– Lo comprendo. -Ireland se volvió hacia su acompañante-. No se quejará, De Quincey, está usted en buena compañía. Charles también es escritor.
De Quincey miró con renovado interés a Charles e inquirió:
– ¿Ha publicado algo?
– Sólo pequeñas cosas, nada más que artículos en Westminster Words.
– Ya es bastante.
– Charles, De Quincey también redacta artículos, pero todavía no ha encontrado editor. Aún está a la espera de su nacimiento.
– Procuro no pensar en el tema. -De Quincey se ruborizó y bebió con premura-. No me hago demasiadas ilusiones.
Bebieron hasta bien entrada la noche y con cada jarra que se echaron al coleto se mostraron más gritones y animados. Los demás se fueron y sólo quedaron ellos tres. Durante su conversación, Charles informó a William del entremés de los artesanos, olvidando el consejo de Mary de que evitase el tema. También le confesó que deseaba renunciar a su puesto en la East India House para convertirse en novelista, en poeta o en cualquier cosa menos lo que ahora era.
– Me repugna que cada uno de nosotros tenga un centro del ser tan reducido: yo, mis pensamientos, mis placeres, mis actos -opinó De Quincey-. Sólo cuento yo. Parece una cárcel. El mundo se compone de seres por completo egoístas. El resto nos importa un bledo. -Echó otro trago-. Me gustaría trascender mi yo.
– Shakespeare logró convertirse en otros seres, pero es la excepción que confirma la regla -aseguró Ireland-. Habitó sus almas, miró con sus ojos y habló a través de sus bocas.
Charles había bebido tanto que le resultó imposible seguir el hilo de la conversación.
– ¿Cree que es de Shakespeare? Me refiero a la obra. Mary me la mostró.
– ¿Se refiere a Vortigern? La obra es suya, no cabe la menor duda.
– Mi querido amigo, no puede ser -insistió Charles.
– ¿Por qué? -Ireland lo observó con actitud desafiante-. Se trata de su estilo, de su cadencia, ¿no?
– Me cuesta creer…
– ¿Por qué? ¿Quién más pudo escribirla? Deme un nombre. -Charles permaneció en silencio y bebió con gran lentitud-. Ya lo ve, no se le ocurre nada.
– Debe tener cuidado con mi hermana.
– ¿Cuidado?
– Mary es muy extraña. Muy extraña. Y le ha tomado un gran cariño.
– Tanto como yo a ella, aunque entre nosotros no existe…, no existe interés alguno. No tengo motivos para ser cuidadoso.
– En ese caso, me dará su palabra de caballero de que no ha puesto sus miras en ella.
Charles Lamb se puso en pie y se tambaleó.
– ¿Poner mis miras en ella? ¿Qué quiere decir?
Charles ya no supo de qué hablaba.
– A que no tiene intenciones.
– ¿Con qué derecho me interroga? -Ireland también estaba muy borracho-. No he puesto las miras y no tengo intenciones ni nada en absoluto que se le parezca.
– En ese caso, deme su palabra.
– No pienso hacer nada por el estilo. Lo que ha dicho me ha ofendido y lo rebato. -William se puso asimismo de pie y se enfrentó cara a cara con Charles-. No puedo considerarlo mi amigo y compadezco a su hermana por tener semejante hermano.
– ¿Ha dicho que la compadece? Yo también.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Quiero decir lo que me da la gana. -Lamb agitó la mano y, sin querer, arrojó su botella al suelo-. Quiero a mi hermana y la compadezco.
– La obra es de Shakespeare -terció De Quincey.