William Ireland estaba con su padre en el comedor situado arriba de la librería. Los acompañaba Rosa Ponting, la compañera de Samuel Ireland.
– La perca estaba deliciosa -comentó Rosa-. Con la mantequilla ha quedado muy suave. -Rebañó el pan en lo que quedaba de salsa de mantequilla-. Estoy convencida de que lloverá. Sammy, querido, ¿puedes pasarme esa patata? ¿Sabías que las patatas proceden de Perú?
La mujer vivía en esa casa desde que William tenía memoria; ya había alcanzado la madurez y desarrollado una barbilla adicional, aunque todavía conservaba una actitud jovial. Antaño había sido lo que se conoce como «encantadora» y aún reivindicaba ese título.
– Nunca adivinaríais quién me abordó esta mañana en la calle. ¡Ni más ni menos que la señorita Morrison! Hacía muchísimo que no la veía. Estoy segura de que llevaba el mismo sombrero de siempre. No me cabe la menor duda. -Ensimismado a causa de algo que lo perturbaba, Samuel Ireland miraba hacia delante y su hijo apenas lograba contener la impaciencia-. Me ha invitado a tomar el té el martes que viene. -Rosa habló con tono desafiante; al fin y al cabo, tenía derecho a hablar…, ¿o no?-. William, tengo la sensación de que deseas abandonar la mesa. Por favor, levántate cuando quieras.
William miró a su padre, que no se dio por enterado.
– Padre, ¿puedo irme?
– ¿Cómo dices? Sí, por supuesto, faltaría más.
– Quiero mostrarte algo.
– ¿De qué se trata?
– Es una sorpresa. -William abandonó la mesa-. Está en los estantes. -Con esa expresión se refería a la librería de la planta baja, si bien había aprendido que nunca debía mentar esa palabra en presencia de su padre-. Es un regalo, algo que has deseado profundamente.
– William, el deseo es una bestia. No debemos desear en exceso.
– Supongo que este regalo te resultará aceptable.
– ¿Se trata de un libro? -Samuel Ireland miró a Rosa Ponting, que no se interesaba nunca por esas cuestiones, y musitó-: Rosa, te dejo con la patata.
Siguió a su hijo por la sencilla escalera de pino que separaba la librería de la casa.
William retiró el pergamino de uno de los estantes, lo abrió sobre el mostrador de madera y lo contempló con intenso deleite.
– Padre, ¿ya sabes de qué se trata?
Samuel Ireland tocó el papel con la yema de los dedos.
– Es una escritura. A ojo de buen cubero, diría que de la época de Jacobo I.
– Padre, estúdiala con más atención.
– En concreto, ¿qué es lo que quieres que vea?
– Es posible que los testigos te interesen.
Samuel Ireland sacó las gafas de leer del bolsillo de la chaqueta.
– No, no puede ser.
– Pero lo es.
– ¿Dónde la has encontrado?
– En la tienda de antigüedades próxima a Grosvenor Square. Estaba enrollada con otras escrituras. Al desatar la cinta, ésta cayó al suelo y en cuanto la recogí reparé en la firma.
– ¿Cuánto te costó? -inquirió Samuel Ireland a toda velocidad.
– Un chelín.
– A eso llamo yo un chelín bien gastado.
– Padre, la escritura es tuya. Te la regalo.
– Se trata de algo con lo que he soñado toda mi vida. -Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo-. El nombre y la caligrafía de William Shakespeare… Es el documento más extraordinario que he visto en mi vida.
– ¿No albergas dudas sobre su autoría?
– Absolutamente ninguna. He visto el testamento de Shakespeare en la biblioteca de la Rolls Chapel. ¿Te has fijado en el trazo extendido en la cola de la pe y el rabo añadido como para que parezca que dice «per»? ¿Has visto la ka imperfecta y la e con la curva invertida? El documento es auténtico.
– Tenlo en consideración en su totalidad -había dicho Samuel Ireland a su hijo un día que se pusieron a conversar después del desayuno-. Es nuestro verdadero padre. Chaucer es el progenitor de nuestra poesía y Shakespeare el de nuestras tablas. Nadie se enamoró de verdad antes de Romeo y Julieta. Nadie comprendió los celos antes de Otelo. Hamlet también es un gran original. -Abandonó la silla y se acercó a la repisa de la chimenea del comedor, donde reposaba un pequeño busto de Shakespeare tallado en madera de moral. Lo había comprado hacía seis meses en Stratford-upon-Avon-. Lamentablemente, las personas sin cultivar de su época no llegaron a comprender su genialidad. Las obras completas sólo se publicaron después de su muerte y los textos están tan corruptos, que muchos fragmentos carecen de sentido. Algunas obras han desaparecido.
– ¿Han desaparecido? ¿Dónde están?
– Como diría el bardo, en el inmenso pasado y abismo de los tiempos. Cardenio, Vortigern, Trabajos de amor conseguidos…, todas han desaparecido.
Algunas noches, después de la cena, Samuel Ireland leía textos de Shakespeare a su hijo. William todavía evocaba la sensación de la bruma o de la lluvia que caía al otro lado de la ventana salediza del escaparate de la librería. Su padre se sentaba tras él, con la lámpara de aceite sobre la mesa, por lo que la sombra de su cabeza se reflejaba en el libro abierto mientras recitaba las palabras:
– «Cuando el moribundo se acerca al trance final, suele reanimarse, y a esto lo llaman el último destello.» Will, ¿qué te parece? ¡En mi opinión, es magnífico!
– A menudo se refiere a los relámpagos. Ese verso está en Romeo y Julieta…
Su padre ya no escuchaba porque buscaba otro pasaje con el que impresionarlo. Le encantaba recitar los dramas. Estaba convencido de que tenía una voz potente que, con frecuencia, a William le resultaba más bien hueca e insegura.
Según había dicho el propio Samuel Ireland, una vez habían viajado a Stratford «en pos del bardo». William sabía que su padre acogía de buena gana la más mínima oportunidad de alejarse de casa; en su separación transitoria de la librería y de la presencia vigilante de Rosa Ponting, Samuel Ireland ocupaba una posición más distinguida en el mundo. Un viajero de la diligencia de Stratford se había atrevido a preguntarle a qué oficio se dedicaba. Samuel le había clavado la mirada y finalmente había respondido: «Señor, me dedico al oficio de vivir».
Habían pasado la noche en la Swan Inn de Stratford y a la mañana siguiente habían visitado al señor Hart, el carnicero descendiente de Shakespeare por línea materna y que todavía vivía en Henley Street, en la casa del propio poeta y dramaturgo. El erudito Edmond Malone había entregado una carta de presentación a Samuel Ireland. En el exterior de la vieja morada se leía en un letrero: «William Shakespeare nació en esta casa. Atención: se alquilan un caballo y un carro con los impuestos pagados».
Cuando entraron en el estrecho pasillo de la casa, Hart había dicho:
– Señor, es todo un honor.
– Señor, el honor es mío, el honor de conocer a un miembro de la familia en esta morada. Le presento a mi hijo William.
William estrechó la mano del carnicero, que era firme y estaba calentita, y la imaginó alrededor del pescuezo de una liebre o un pollo. Ralph Hart era un hombre bajo, calvo y de piel muy blanca.
– Señor Ireland, no poseo dotes literarias. Sólo soy un simple comerciante.
– De un oficio honroso. -Samuel Ireland estuvo muy elegante-. ¿Acaso el padre del bardo no era carnicero?
– Todavía se discute. Hay quienes dicen que confeccionaba guantes. De todas maneras, poseía ganado. Pasen a la sala, a la que algunos llaman salón. -William pensó que Hart era un hombre sereno y decidido y llegó a la conclusión de que dirigía un próspero negocio-. ¿Les apetece una taza de té? No estoy casado, pero cuento con una competente criada.
– Señor, estoy seguro de que se trata de una mujer de valor incalculable.
William Ireland experimentó extrañísimas sensaciones al entrar en la casa en la que se suponía que había nacido William Shakespeare, detenerse en una estancia que habría recorrido miles de veces y ver en la cara del carnicero algunas facciones de la ilustre familia. Lo más misterioso fue que una vez en su interior no percibió nada, no experimentó una presencia conocida y le pareció una situación carente de encanto. Lo achacó a su ineptitud. Con toda seguridad, una persona más sensible habría florecido en esa atmósfera evocadora. Un espíritu más sutil se habría conmovido, como si oyese un trompetazo. Él no reparó en nada, ya que la casa le pareció vacía.
– Señor Ireland, ¿está al tanto de los últimos descubrimientos? El testamento del padre estaba escondido tras una viga del tejado de esta casa. Apareció en el desván, donde guardo mis viejas bateas.
William miró hacia arriba y reparó en los ganchos para colgar las piezas de carne que aún había en las vigas transversales del salón.
– Se refiere al testamento papista de John Shakespeare, ¿no? -Samuel Ireland bajó ligeramente la voz al pronunciar la palabra «papista».
– Desde luego.
– En ese caso, es probable que existan algunas dudas, ¿no es verdad, señor Hart? ¿Cabe la posibilidad de que lo haya falsificado un fanático?
– Nuestro amigo, el señor Malone, considera que es auténtico. Se publicará en la Gentleman's Magazine.
William notó un ligero rubor en el carnicero y preguntó a su progenitor:
– Padre, ¿por qué habría de ser una falsificación?
– William, hay quienes prefieren reivindicar como suyo al padre del bardo.
– Me temo que soy demasiado simple. -Ralph Hart ofreció otra taza de té a los visitantes-. Creo en lo que veo.
William Ireland rió.
– Pues yo veo lo que creo -añadió.
El joven se percató de que su padre lo observaba con extrañeza. Había metido la pata y se avergonzó. Haría lo que hiciera falta con tal de satisfacer a su padre. Experimentó la sensación de que, en algún sentido, lo había decepcionado y que debía compensarlo. No sabía con qué lo había desilusionado. Más bien se trataba de un fracaso general. Trabajaba en el negocio de su padre y lo había acompañado en varias expediciones librescas. En varias ocasiones había descubierto que su padre lo miraba sorprendido, tal como había hecho en el salón de la casa del señor Hart, como si acabara de descubrir que formaba parte de aquel hogar. William Ireland no había conocido a su madre. En cierta ocasión, Samuel le explicó que había muerto cuando era muy pequeño, pero no añadió nada más. Se trataba de un tema que no abordaban. Hacía muchos años que Rosa Porting compartía el lecho de su padre, pero William no la trataba con afecto ni intimidad. Reservaba todo el cariño para su padre.
– Padre, ¿el documento es genuino? ¿Es auténtico?
Estudiaban el pequeño pergamino y contemplaban la firma garabateada.
– Se trata de una auténtica escritura de la época. No cabe la menor duda.
– En ese caso, si estás convencido, te ruego que la aceptes como el regalo de un hijo a su padre.
– Will, ¿no quieres nada a cambio? Coge la llave y retira el libro que más te apetezca.
– No, padre. No aceptaré nada porque, si lo hiciera, mancillaría la pureza del regalo.
– Que quede claro que no está a la venta. -A William ni se le había pasado por la cabeza la idea de vender el documento-. Deberías volver a la tienda de antigüedades, rebuscar en los rincones y evocar sus misterios.
Oyeron a Rosa Ponting bajar la escalera.
– Muchachos, ¿qué estáis tramando? Estoy segura de que seré la última en enterarme.
La mujer tenía por costumbre considerar que Samuel Ireland todavía era un «muchacho».
El librero la miró con desconfianza cuando entró en el local.
– Querida, no tramamos nada.
William no soportaba verla entre los libros y los pergaminos.
– Padre, debo entregar Pandosto antes de que se haga demasiado tarde.
El joven ya había explicado a su padre la compra realizada por Charles Lamb.
– William, ¿dejas la casa a estas horas? -preguntó Rosa, y se tocó la nariz-. Espero que esa mujer merezca tanto esfuerzo.
El joven había envuelto el volumen en áspero papel de estraza; en ese momento lo retiró del estante y lo cogió como si le sirviera de escudo para defenderse de Rosa, abandonó la librería a toda velocidad y dio las buenas noches sin dirigirse a nadie en particular.
Laystall Street estaba bastante cerca de la librería de Holborn Passage, por lo que pocos minutos después Mary Lamb le abrió la puerta.
– Tengo una cita con el señor Lamb. -William pensó que se había expresado con demasiado ímpetu y retrocedió un paso-. Le ruego que disculpe mi entrometimiento.
– ¿Se refiere a Charles? No está en casa.
La cara de la muchacha permanecía en sombras, ya que la lámpara de aceite estaba encendida a sus espaldas, pero William se sintió atraído por la dulzura de su voz.
– Le traigo un libro. -De manera impulsiva el joven se lo ofreció-. Lo compró esta mañana.
– ¿Qué libro es?
– Pandosto.
– ¿Se refiere al Pandosto de Greene? Por favor, pase. -William titubeó en el umbral-. Mis padres me acompañan en el salón.
El joven la siguió por el pasillo y reparó en el brillante tono broncíneo de su melena alborotada. Llegaron a una estancia pequeña y demasiado caldeada y William advirtió que un matrimonio mayor lo miraba con expresión de sorpresa. El hombre comía una tostada y tenía el mentón manchado de mantequilla.
– Me llamo Ireland, William Henry Ireland -se presentó.
El matrimonio no dijo nada y lo observó boquiabierto, como si acabase de llegar del Sahara o de las inmensidades antárticas.
– Papá, el señor Ireland ha traído un libro para Charles.
El señor Lamb lo saludó moviendo la tostada y rió. La señora Lamb no se mostró tan encantada. Le desagradaban las sorpresas, sobre todo si se trataba de un joven pelirrojo que se presentaba con libros a las ocho de la noche.
– Señor Ireland, Charles no se encuentra en casa. Está ocupado.
– A pesar de todo, me pidió que trajera este libro.
– Déjeme verlo -solicitó Mary, quien cogió el paquete y lo abrió.
– Señorita, la clave está en la inscripción.
Mary abrió el libro por el frontispicio y repitió mudamente las palabras. En ese instante, William reparó en las cicatrices que surcaban su rostro, ya que la luz de la vela resaltó los hoyuelos y los surcos de sus mejillas. El joven desvió la mirada y fingió que estudiaba las miniaturas y los camafeos colgados en las paredes de la pequeña estancia.
– Vaya, señor Ireland, se trata de un tesoro. Mamá, en el pasado este libro fue propiedad de William Shakespeare.
– Mary, eso ocurrió hace mucho tiempo. -Así fue como William se enteró de que la muchacha se llamaba Mary-. Me gustaría saber por qué tu hermano compra cosas como ésta cuando apenas tiene dinero para adquirir unas botas -se lamentó la señora Lamb antes de volverse hacia la tostada que estaba a punto de quemarse.
– Señor Ireland, ¿mi hermano se comprometió a pagarle esta noche?
Mary habló con tono bajo para que su madre no la oyese y durante unos segundos se creó la complicidad entre ellos.
– No es mucho…
– ¿Cuánto?
– Sólo dejó a deber dos guineas, ya que ha abonado una.
– Señor Ireland, ¿me disculpa un momento?
Cuando Mary abandonó la estancia, la señora Lamb observó con más detalle a William.
– Señor Ireland, ¿Charles le ha comprado este libro? Por favor, señor Lamb, regresa junto al fuego.
El señor Lamb se había acercado a William y le limpiaba el polvo y algunos restos que llevaba en la chaqueta.
– No es exactamente así. -Distraído por las atenciones del señor Lamb, William titubeó-. Acordamos…
– En ese caso, le agradeceré que al salir se lo lleve de nuevo.
– ¡Claro que no! -Mary entró apresuradamente-. Mamá, se trata de un libro sagrado. Shakespeare en persona pasó sus páginas. Señor Ireland, ¿le apetece acompañarnos un rato? -Mary se acercó al joven y depositó en su mano dos monedas de una guinea-. ¿Quiere tomar algo?
– Estoy segura de que el señor Ireland tiene cosas más importantes a las que dedicar su tiempo.
Aunque la señora Lamb no tenía por costumbre ser hospitalaria, las estentóreas carcajadas de su marido parecieron inclinar la balanza en su contra.
– Mamá, en el salón hay oporto y el señor Ireland es nuestro invitado.
William ya no podía dejar de quedarse y, por si eso fuera poco, una extraña tranquilidad lo embargaba en presencia de Mary. Percibió que ésta se hallaba al margen de las convenciones. También era la hermana de Charles Lamb, acaso otra vía para llegar a conocerlo.
– Charles fue muy hábil al encontrar el libro. Pensándolo bien, debería decir que lo fue al dar con usted.
– Suele pasar por allí a menudo. -En varias ocasiones había visto que Charles examinaba los volúmenes expuestos en el escaparate-. Esta mañana entró por primera vez.
– ¡Entonces usted trabaja en la librería de Holborn Passage! Charles suele hablar de ella. No se imagina cuánto lo envidio por estar entre libros. Mamá, el señor Ireland posee una librería.
– Mi padre es el dueño…
– ¿El negocio es próspero? -De pronto la señora Lamb se mostró interesada.
– Prosperar es tomar esposa.
– ¡Venga, señor Lamb, ya está bien! ¿Se trata de una vieja empresa?
– Hace muchos años que mi padre creó el negocio.
Mary Lamb volvió las páginas de Pandosto, se dirigió a William y comentó:
– Éste es un libro para las frías noches de invierno.
– Exacto, señorita Lamb, sobre todo cuando el mundo queda excluido.
Mary permaneció cabizbaja.
– Quizá se trata del mismo libro que el poeta leyó antes de escribir Cuento de invierno.
– Lo leyó como un niño contempla la playa en busca de conchas bonitas.
Asombrada, Mary levantó la cabeza.
– ¿Shakespeare siempre le ha gustado?
– Claro que sí. Solía recitarlo incluso de pequeño. Me enseñó mi padre.
William evocó las noches en las que se encaramaba a una mesa y con voz clara y serena interpretaba los monólogos de Hamlet y de Lear. Los amigos de Samuel Ireland lo habían considerado una especie de niño prodigio.
– Charles y yo también interpretábamos esos papeles. -Mientras sus padres se ocupaban del fuego casi apagado, Mary le contó que con su hermano representaban a Beatriz y Benedicto, de Mucho ruido y pocas nueces; a Rosalinda y Orlando, de Como gustéis, y a Ofelia y Hamlet. Conocían los textos de memoria e incorporaban los actos y actitudes que consideraban apropiados a los personajes. En el papel de Ofelia, Mary se daba la vuelta y lloraba; en tanto Hamlet, Charles daba pataditas en el suelo y fruncía el entrecejo. Para Mary, esas escenas eran más reales y serias que cuanto acontecía en su día a día-. Creo que, para Charles, más bien formaban parte de un juego. Me temo que he hablado demasiado.
– En absoluto. Lo que dice me interesa sobremanera. Señorita Lamb, quizá le agrade saber que he encontrado su firma.
– ¿Qué quiere decir?
– Me refiero a la rúbrica de Shakespeare. Se trata de una vieja escritura del reinado de Jacobo. Mi padre la ha autentificado.
– ¿Tiene la certeza de que se trata de su letra?
– No cabe la menor duda. -William se dio cuenta de que las cicatrices de su rostro eran un tono más claras que su piel sana-. La encontré en una tienda de antigüedades de Grosvenor Square.
– Poseer semejante tesoro…
– Con frecuencia he pensado que en algún lugar tiene que existir un depósito con los papeles de Shakespeare. El contenido de su estudio y de su biblioteca ha desaparecido y no figura en su testamento, pero su familia tuvo que haberlo venerado.
– Por descontado.
– Ellos lo debieron conservar.
– ¿En Stratford?
– Señorita Lamb, ¿quién sabe dónde?
William tuvo la sensación de que entre ambos se creaba cierta intimidad. No supo de dónde había surgido; fue como si hubiese descendido sobre ellos. El padre de Mary comenzó a cantar una vieja canción.
– A menudo me he preguntado cómo era Shakespeare…, quiero decir en vida -añadió Mary con voz tan alta como se atrevió a emplear.
– Sin duda estaba muy sano.
– Eso es incuestionable, gozaba de excelente salud.
– Supongo que fue un hombre abierto, generoso y honrado.
– Caminaba con paso vivo y no había fuerza capaz de retenerlo.
– Desde luego. Lo llevaba dentro de sí… -William elevó el tono de voz, pero enseguida se amilanó-. Señorita Lamb, como acaba de sugerir, él no era un vulgar mortal.
De repente, William tuvo la sensación de que la estancia se hacía más pequeña y se sintió muy próximo a Mary, a sus padres e incluso a las miniaturas colgadas de las paredes.
– Por otro lado, comprendió con claridad lo que significa ser una persona corriente, ¿no le parece, señor Ireland?
– Lo comprendió todo.
– En sus obras aparecen seres normales y corrientes como amas, presos y ciudadanos, seres corrientes hasta la genialidad. -William reparó en la soledad de Mary incluso mientras ésta hablaba; estaba imbuida de tanto fervor porque sin duda no lo manifestaba a menudo-. Piense en el ama de Julieta. Es la esencia de todas las amas que han existido y existirán.
– Para no hablar del portero de Macbeth.
– Sí, claro, lo había olvidado. Deberíamos hacer una lista de los personajes corrientes de Shakespeare. -Ese «deberíamos» le resultó conocido y Mary se dirigió de inmediato a su madre-: Mamá, ¿dónde se ha metido Charles?
– Supongo que donde no debería estar.
La mujer retomó la costura con un satisfactorio suspiro de disgusto. Su marido dormitaba junto al fuego mortecino.
– Señor Ireland, ¿puedo tocar para usted? Así le demostraré una cosa. -Mary se acercó al pequeño piano colocado en el hueco contiguo a la chimenea y levantó la tapa. Cuando la música comenzó a sonar, pareció que sus dedos apenas rozaban las teclas, si bien las notas de Clementi inundaron el salón. Siguió tocando durante un minuto y por último se volvió hacia William-. ¿No le parece bonita esta música? Es elevada, pero carece de significado concreto. Es lo mismo que pienso de Shakespeare. Es estrictamente expresivo. Emplea el blanco y el negro, y eso es todo.
El joven Ireland se dio cuenta de que, si en ese momento se le hubiesen llenado los ojos de lágrimas, no habría sabido a qué se debía.
– Por favor, toque un poco más.
La música se elevó por encima de los padres de Mary sin despertar la menor reacción, pero a William lo entusiasmó. En la librería no había instrumentos de música, por lo que sólo conocía las tonadas de los alegres parques y las tabernas. Eso era algo totalmente distinto y procedía de otra esfera; además, confirmó sus percepciones sobre Mary.
En ese instante, llamaron a la puerta. Mary abandonó el piano a toda velocidad y se dirigió a la entrada. El señor Lamb se despertó y preguntó a su esposa:
– ¿Cuántos sacos quedan por llevar al molino?
De pronto William se sintió como un desconocido, con la sensación de haberse convertido en una visita inoportuna. Oyó voces en la entrada.
– Querida, he perdido las llaves.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me atizaron.
– ¿Te atizaron?
– El muy canalla me quitó el reloj y puso pies en polvorosa. Mírame la cabeza. ¿Todavía sangro?
La señora Lamb miró con turbación a William y abandonó el sillón.
– Charles, ¿qué te ha pasado?
– Nada, mamá, me han asaltado. -Charles se adentró en la estancia y a William le pareció que gastaba una expresión triunfal-. ¡Vaya, señor Ireland! Lo había olvidado. Estoy encantado de volver a verlo. Como ha podido comprobar, me he retrasado.
– Charles, ¿estás herido?
– No, mamá, creo que no. Mary, ¿has visto el libro?
– Charles, ¿qué te han quitado?
– El reloj, mamá, nada más.
Mary se acercó a su madre y comentó:
– No ha sido nada. Charles está bien. Tranquilízate. -La acompañó al sillón-. No lo han herido, sólo ha desaparecido su reloj.
El señor Lamb dormitaba de nuevo.
Charles se sentó junto a William.
– Estuve cenando con unos amigos. De lo contrario, habría recordado nuestra cita. Después pasó lo que pasó. -Existía la posibilidad de que su tono denotase cierta condescendencia.
– Señor Lamb, no se preocupe. Sus padres y su hermana han sido muy hospitalarios. Escuchamos música. ¿Está seguro de que se encuentra en perfectas condiciones?
Con un ademán Charles restó importancia a la pregunta.
– ¿Ha dicho música? No sabe la suerte que ha tenido. Vaya, éste es el libro. -Charles cambió de tema y cogió el ejemplar de Pandosto, que Mary había dejado en la mesilla auxiliar.
– El mismo.
– ¿Me permite?
– Ahora es suyo. Su hermana ha pagado lo que faltaba.
– ¿Cómo lo hizo?
– No tengo ni la menor idea.
– Pues yo sí. Una tía abuela le ha legado una modesta renta vitalicia. La cobra en el West Lothian Bank de Seething Lane. Es un lugar hermoso.
– Charles, has tenido mucha suerte. -Mary había tranquilizado a su madre y se reunió con los hombres-. Podrían haberte hecho daño.
– Mary, en las calles de Londres la fortuna siempre me acompaña. Disfruto de una vida encantadora en la ciudad.
– Señor Ireland, ¿piensa que mi hermano está en su sano juicio?
– Si su experiencia ha sido ésa… A otros les resulta más ardua.
Hacía varios meses, William había ido a caminar por la orilla del Támesis, justo debajo del Strand; eran las tres de la madrugada y había marea alta. A menudo iba a esa hora para disfrutar del sonido y el discurrir del agua con la marea creciente. Le generaba esperanzas. Junto a la orilla había visto a un hombre que se quitó las botas y el pantalón. Sus intenciones eran inequívocas.
– ¡Aguarde un momento! -De forma instintiva William se acercó corriendo al desconocido-. ¡Espere!
Era joven, tenía más o menos la edad de William. Temblaba de frío. Masculló algo que William casi no entendió; le pareció un pasaje del Nuevo Testamento, pero no estuvo del todo seguro. Ireland cogió al joven del brazo, pero éste se apartó con brusquedad y anunció:
– Eche un buen vistazo a mi cara porque no volverá a verla.
Dio la impresión de que el desconocido saltaba hacia atrás. Cayó al agua y flotó unos segundos; mientras flotaba sonrió a William. Desapareció enseguida. Por debajo de la superficie apacible, la poderosa corriente de la marea del Támesis lo absorbió. Fue tan súbito y fácil que William experimentó el extraño deseo de hacer lo mismo.
William volvió a recordar aquella sensación mientras estaba en compañía de Charles y Mary Lamb en Laystall Street.
– Me he quedado más tiempo del que corresponde -reconoció William, y se puso en pie-. Sin duda, mi padre me está esperando.
– ¿Volverá? -preguntó Mary, y se volvió hacia su hermano-. El señor Ireland ha prometido que me mostrará más papeles de Shakespeare, escritos de su puño y letra.
William se retiró en silencio, para no despertar al señor Lamb, y se detuvo con Charles en la puerta.
– ¿Con quién se enfrentó? ¿Con un pilluelo?
– No llegué a verlo.
Como si estuviera muy cansado, Charles se apoyó en la puerta.
– ¿Había bebido?
– Me temo que sí.
– Señor Lamb, debería ser más cuidadoso. -William reparó en que estaba representando el papel de Mary-. De noche las calles no son seguras.
– Señor Ireland, siempre que pienso en la noche me acuerdo de los gatos en los patios.