CAPÍTULO VI

– ¿Qué significa «la madre»? -Era el primer día de primavera. Charles Lamb estaba con Tom Coates y Benjamin Milton en la Billiter Inn-. No sé dónde leí que Julio César sufría «la madre». No tengo ni la más remota idea de lo que quiere decir.

– Ben, ¿has tenido la madre? ¡Caramba! -preguntó Tom, que bebía Stingo y no pudo evitar estornudar sobre la manga.

Benjamin le palmeó la espalda.

– Mi querido amigo, que Dios te bendiga. Charles, me has dejado de piedra. Sin duda recuerdas que «la madre» aparece en El rey Lear. Se trata de la «pasión histérica». En pleno frenesí, el útero asciende cada vez más y acaba por ahogar el corazón. El útero representa la madre.

– Pero los hombres no tienen útero.

– Tienen entrañas, ¿no? También sangran.

– Mi madre está siempre histérica. -Tom terminó su bebida y levantó el brazo para indicar que quería más-. Llora cada vez que se le escapa un punto.

– Las pasiones crean humores corporales. -Benjamin estaba empeñado en seguir la concatenación de sus pensamientos en medio de los efluvios del alcohol-. Los vapores inferiores suben hasta el cerebro. Eso es la histeria.

Charles pensó en su hermana.


***

Una semana antes, Mary estaba en la cocina y preparaba riñones para la cena.

– Nunca entenderé por qué hay quienes insisten en preparar los riñones sazonados con mucho picante -protestó la señora Lamb, que se había sentado junto a su hija-. ¿Qué tiene de malo freírlos?

Mary lanzó un grito de dolor. Se había rebanado la yema del pulgar y la sangre goteaba sobre la tabla de picar. Charles la había estado contemplando mientras cortaba los riñones, mejor dicho, la había mirado de un modo ocioso porque no tenía nada mejor que hacer, por lo que habría jurado que se había lastimado aposta. Con movimientos serenos, Mary había pasado el filo del riñón al pulgar. La señora Lamb chilló al ver la sangre y se puso de pie de un salto. Estaba a punto de coger la mano de su hija cuando ésta se apartó, abrió un cajón y retiró un paño de hilo. Se vendó con rapidez el dedo y miró a Charles. Su hermano tuvo la sensación de que su expresión era de triunfo.

Más tarde Mary había entrado en la habitación de Charles con el pretexto de que necesitaba que le tradujese una frase difícil de Lucrecio. Se sentó al pie de la cama y declaró:

– Charles, por si no lo sabes, debo abandonar esta casa.

– Querida, ¿por qué lo dices?

– ¿No te das cuenta? Me está matando. -Charles se quedó anonadado. Mary reparó en su sorpresa y se echó a llorar. El joven se inclinó hacia su hermana, pero no la tocó. Ella dejó de llorar con la misma presteza con la que había empezado y se enjugó las lágrimas con el vendaje que le rodeaba el pulgar-. Charles, lo digo totalmente en serio. Debo marcharme o me voy a volver loca.

– ¿Qué harás? ¿Adónde irás?

– Eso no tiene importancia.

Hasta entonces Mary no le había revelado sus sentimientos; Charles quedó conmocionado y alterado. No supo qué responder. Se planteó la posibilidad de que Mary estuviese dispuesta a dejarlo, a abandonarlo, pero la descartó de inmediato. Era impensable. No consiguió entrever el origen de la cólera y la frustración de su hermana. Había dado por sentado que vivía satisfecha, casi plácida, en compañía de sus padres y con el consuelo del entorno conocido. Disponía de tiempo para leer y coser. ¿Acaso no había afirmado siempre que aguardaba deseosa las conversaciones que sostenían al final del día? Charles no estaba dispuesto a tomarse en serio esa amenaza. Se limitó a preguntar:

– ¿Qué será de papá?

Mary lo miró con los ojos desorbitados y abandonó la alcoba. Charles oyó sus pasos en la escalera, así como la apertura y el cierre de la puerta de entrada. Mary salió sin chal ni sombrero.


***

Aunque la noche era apacible, un fuerte viento recorría las calles. Mary Lamb no tenía rumbo ni propósito: necesitaba escapar para tomar aire. Recorrió deprisa el adoquinado. Vio que una rata se colaba por una tubería de agua, pero no se sobresaltó. El mundo era así. A causa de la fuerza del viento, restos de mondas de naranja y de periódicos se deslizaban sobre los adoquines; como no lo llevaba recogido, su cabello se le arremolinó alrededor del cuello y la frente. Pensó que parecía una bruja, una arpía nocturna. Se dijo que estaba condenada. Echó a correr y giró en una esquina penumbrosa. Su prisa era tal que chocó con alguien.

– ¿Señorita Lamb?

Al principio Mary no lo reconoció.

– ¡Vaya, señor Ireland! Lo lamento. Supongo que lo he alarmado.

– En absoluto, no he sufrido daño alguno. -Durante unos segundos se contemplaron-. ¿Hay algún problema?

– ¿Un problema? Los problemas no existen. -Dada su ansiedad y su zozobra, Mary no supo bien lo que decía-. ¿Le gustaría caminar un rato conmigo?

– Encantado.

Descendieron por la calle y el joven Ireland se adelantó ligeramente, como si la guiara.

– Me temo que, sin chal, parezco una cualquiera. Además, tengo el pelo revuelto.

– Claro que no, en absoluto.

Deambularon en silencio mientras Mary recobraba poco a poco la compostura.

– Me gusta observar la forma y la presión del viento -comentó ella por fin-. ¿Ha visto cómo ondula en aquellas ventanas? -Se sintió protegida al amparo de la noche de la ciudad y reconfortada por el aire ceniciento-. Señor Ireland, usted también es un enamorado de Londres.

– ¿Por qué lo dice?

– Bueno, porque ha sobrevivido.

– He sobrevivido.

– Y porque camina de noche.

– No puedo dormir, estoy demasiado nervioso.

– ¿Puedo preguntarle el motivo?

– Pensaba visitarla mañana y revelarle mi descubrimiento. Ahora no hay tiempo de…

– Siempre hay tiempo.

– Lo plantearé de forma sencilla. -William levantó la cara para disfrutar del viento-. He encontrado un poema de Shakespeare. Se trata de un poema nuevo que nadie ha visto ni leído.

– ¿Lo que dice es verdad?

– Señorita Lamb, todo es verdad. Lo encontré anoche, mezclado con otros papeles.

– Me encantaría verlo ahora mismo.

– ¿Estás segura?

– Sí, por supuesto.

Era una forma de escapar de su desdicha. Sumirse en otra época, aunque sólo fuese durante unos instantes, daba testimonio de que no tenía por qué estar encerrada ni oprimida. Tal vez ése era el motivo por el que había huido hacia la noche.

– No lo llevo encima -explicó William como si se disculpara-. Lo tengo en casa.

– Por favor, ¿podemos ir?

– Es tarde, pero si no se ofende…

– Por nada del mundo.

Recorrieron la poca distancia que los separaba de Holborn Passage.

– No sabía de qué se trataba hasta que lo estudié a fondo. Estaba escrito en el fragmento de un original, un fragmento recortado de una hoja de mayor tamaño. -William habló a toda velocidad-. La letra es muy pequeña y, al principio, no la reconocí. Verá, no estaba redactado como un poema, sino en versos largos, para ahorrar espacio. Fue entonces cuando reparé en el peculiar trazo de las eses y recordé dónde lo había visto con anterioridad. Estaba claro, sin el menor atisbo de dudas, que era de su puño y letra.

– ¿A qué alude el poema?

– Es una breve queja, como las que hacen los enamorados. Señorita Lamb, le ruego que espere un momento.

Habían llegado a la librería, que estaba a oscuras. El joven Ireland abrió la puerta y regresó poco después con una lámpara.

– Reunidos al amparo de la lámpara de aceite… -susurró Mary.

– Así es. Se trata de una aventura. -Iluminado por el círculo difuso de la llama, William parecía ansioso y confundido-. Mi cuarto está en el segundo piso. Le ruego encarecidamente que no haga ruido, pues mi padre duerme encima.

Ireland la condujo por la escalera de paneles de pino, cruzaron el comedor y subieron a la planta superior. La casa era vieja, como una caja de resonancia de madera, con suelos irregulares y vigas combadas. Utilizó dos llaves para abrir la puerta de su cuarto. Cuando William dejó la lámpara, Mary observó que las paredes estaban cubiertas de grabados. Ahí estaban las cabezas de Shakespeare, Mil ton, Spenser, Tasso, Virgilio y Dante.

– ¿Quién es ése?

– Se trata de John Dryden, el padre de la prosa inglesa.

– Una posición encumbrada…

– Al menos es lo que dice mi padre. Por favor, señorita Lamb, siéntese.

Con sumo cuidado, William extrajo de un cajón el fragmento de papel del original. Mary reparó en que había varias cajas y baúles en la pequeña alcoba que ocupaban casi todo el suelo. Tomó asiento en un baúl mientras, con voz asordinada y a la luz de la lámpara, William comenzaba a leer el texto. La joven tuvo conciencia de que el señor Ireland dormía sobre de sus cabezas.


Ni una doncella que a su ámbito llegó

la fuerza de su puntería infalible esquivó.

La antaño salvaje no tardó en ser domada

y él aprovechó lo que antes mutilar deseaba.

Así, de inmediato, su virtud clausura,

con el tono y la tintura de las rosas puras.


William dejó la lámpara sobre su escritorio.

– Suena a Shakespeare, ¿no le parece?

– ¿Quién anda por ahí? -preguntó el señor Ireland desde arriba.

– Padre, soy yo. Estoy leyendo.

– No te olvides de apagar la lámpara.

– No te preocupes, padre. -William aguardó unos instantes con los ojos cerrados, como si no quisiera que Mary reparase en el ardor de su mirada-. ¿Cree que los versos son en verdad de Shakespeare?

– Vaya, claro que sí. Es imposible que sean obra de otro.

Mary deseaba reforzar el entusiasmo de William y dejarse arrastrar por su regocijo a fin de olvidar su propia existencia.

– Todavía no le he dicho nada. -El movimiento ascendente de la cabeza dio a entender a quién se refería-. Se alzaría con los laureles. Si yo escribiera un texto sobre este descubrimiento y se lo entregase a su hermano, ¿cree que se encargaría de publicarlo?

– No me cabe la menor duda. Charles estaría encantado. Lo consideraría un privilegio.

– En ese caso, ¿le dirá de mi parte que he comenzado a redactarlo? Le entregaré el artículo dentro de una semana. -De repente, William pareció reparar en lo comprometido de la situación, sentados ambos en medio de su alcoba-. Señorita Lamb, creo que debería acompañarla a su casa. -Su voz sonó muy baja y firme-. Espero no haberla ofendido.

– En absoluto, señor Ireland. Me temo que me he aprovechado de su hospitalidad.

– El viento y la noche se colaron en nuestras mentes. Nos iremos con la mayor discreción que podamos.

William la acompañó por Holborn Passage y luego caminaron por Laystall Street. Permaneció junto a la joven hasta que llegaron a la puerta de la casa, donde Mary se volvió, sonrió y comentó:

– Ha sido una velada extraordinaria.

– Lo mismo digo.


***

Cuando Mary entró, Charles estaba en el vestíbulo y tenía el pelo completamente revuelto.

– Mary, ¿dónde te has metido? Te he buscado por las calles.

– Estuve escuchando a Shakespeare.

– No te entiendo.

– William Ireland ha descubierto un poema y acaba de leérmelo.

– ¿Te lo leyó en la calle?

– No, regresé con él a la librería.

– ¿En plena noche? ¿Te has vuelto loca?

Mary lo miró como si fuera un desconocido, alguien con quien no tuviera relación alguna.

– ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Crees que me podría haber pasado algo malo?

– Mary, no se trata de algo malo.

– En ese caso, ¿de qué se trata? ¿Del decoro? ¿De las buenas costumbres? ¿Tienes tan mala opinión de mí que serías capaz de imponerme condiciones?

– Sé que Ireland es honrado, pero…

– Pero no conoces a tu hermana. Cuando me ves en esta casa soy una sonámbula. Aquí no tengo vida real ni auténtica. ¿Por qué crees que cada noche ansío tu regreso? La verdad es que sólo quiero verte cuando no estás borracho como una cuba. -Charles guardó silencio-. ¿A quién veo? ¿Con quién hablo? ¿A quién corresponde ese decoro como para que se me imponga hasta la muerte? ¿Qué convención es ésa por la que ya reposo en el sepulcro familiar?

– Calla, Mary, los despertarás.

La muchacha alzó la voz un poco más:

– ¡Jamás despertarán! ¡Aquí me estoy muriendo!

William agarró a su hermana del brazo y la arrastró escaleras arriba hasta su dormitorio.

– Mary, ¿quieres que el mundo entero te oiga?

Extenuada, la joven se sentó en el lecho de Charles.

– El señor Ireland me leyó su último descubrimiento. Lo escuché, eso es todo. Luego me acompañó a casa. Nos despedimos en la puerta. Tal como has dicho, es un hombre honrado. Le he hecho una promesa.

– ¿De qué se trata?

– Le prometí que te ocuparías de que publicasen su artículo.

– Francamente, no entiendo nada. ¿A qué artículo te refieres? -Era evidente que la ira y la aflicción de su hermana lo habían descolocado. Charles llegó a la conclusión de que, dadas las circunstancias, lo mejor era mostrarse neutral e indiferente-. Querida, vuelve a empezar. ¿Qué pretende Ireland?

– Ireland, no. El señor Ireland ha encontrado un breve poema de Shakespeare de no más de seis o siete versos. Como ya te he explicado, me lo ha leído. Por otro lado, se trata del primer poema descubierto en dos siglos, algo extraordinario y maravilloso.

– He leído el artículo del padre en la Gentleman's Magazine. Únicamente menciona a un benefactor anónimo. ¿El hijo te ha contado alguna otra cosa?

– Nada de nada.

Mary se percató de que le había resultado muy fácil mentir.

– ¿No puede tratarse de una equivocación?

– Imposible.

Charles, sorprendido por la súbita firmeza y seguridad del tono de su hermana, decidió colaborar.

– ¿Qué es lo que quiere el señor Ireland?

– Se trata de un gran descubrimiento y, como es lógico, le gustaría ser él quien se lo presentara al mundo. Si escribe un artículo, ¿te encargarás de que se lo publiquen?

A decir verdad, Charles Lamb no tenía el menor deseo de que lo relacionasen con William Ireland. Al fin y al cabo, se trataba de un comerciante, de un dependiente que había realizado un descubrimiento afortunado…, pero eso no lo dotaba de la capacidad para la composición o la invención.

– Querida, ¿estás segura de que es ese el camino más adecuado?

– ¿Existe otra opción? Se trata de un descubrimiento excepcional…, pasmoso…

– Ni más ni menos. Por eso debe ser correctamente descrito y documentado.

– Comprendo. Piensas que el señor Ireland no es capaz de mostrar un estilo adecuado.

– Verás, seguro del todo no estoy, pero me parece improbable, yo diría que hasta imposible. Tal y como nos explicó, no ha recibido una educación como Dios manda. Sólo lo ha formado su padre.

– ¿Tuvo Shakespeare una educación como Dios manda? Charles, tus palabras me sorprenden.

– Ireland no es Shakespeare.

– ¿Debo entender que sólo tú eres poseedor de la capacidad para crear textos literarios? Charles, sospecho que tienes un elevado concepto de ti mismo.

Parecía que Mary había recuperado la furia. Se mordió el labio inferior y volvió la espalda a su hermano.

Charles se mostró cauteloso. Nunca antes había visto esos repentinos cambios de humor y se dijo que lo mejor sería tranquilizarla.

– Querida, te ruego que me perdones. Es muy tarde. Ireland no es Shakespeare, pero podría acabar convirtiéndose en otro Lamb. Lo ayudaré en todo aquello que pueda.

– Charles, ¿te parece correcto que nos visite para contarnos lo que se propone escribir? Me encantaría.

– Desde luego. Que venga cuando quiera.


***

Una breve nota de Mary condujo a William a Laystall Street el domingo siguiente por la mañana. Se mostró nervioso en compañía de Charles y, mientras leía los versos shakespearianos, miró a Mary en busca de gestos tranquilizadores.

– Son muy elegantes -comentó Charles.

– Ésa es la definición exacta: elegantes. -William se aferró al vocablo-. Señor Lamb, ¿puedo leerle lo que estoy escribiendo? -Estaban en la sala y Mary reparó en la infinidad de motas de polvo que flotaban y giraban al trasluz de los rayos del sol primaveral. William se llevó la mano al bolsillo y sacó un fajo de papeles-. De momento he descuidado el principio. ¿Me permite leer in medias res?

– Por supuesto.

Así fue como William Ireland tomó la palabra:

– «Otra excelencia de Shakespeare, en la cual nadie ha estado jamás a su altura, radica en su uso del lenguaje de la naturaleza. Es tan correcto que nos vemos reflejados en cada uno de sus escritos; su estilo y su manera poseen idéntica perfección, por lo que es imposible leer una frase sin deducir su origen shakespeariano.»

Charles Lamb escuchó con atención y la intensidad de las palabras de Ireland lo sorprendió. El joven describió la índole del poema que había encontrado, comparó sus analogías con fragmentos reconocidos de la poesía de Shakespeare y concluyó con un floreo:

– «Tras conceder a Shakespeare las cualidades superiores que despiertan nuestra admiración, a partir de este ejemplo nos sentimos obligados a concederle el título miltoniano de "nuestro bardo más dulce".»

Mary aplaudió.

Charles esperaba la torpe expresión del novato y se encontró con una lograda pieza creativa.

– Estoy en verdad impresionado -admitió-. Me costaba creer…

– ¿Le costaba creer que fuera capaz de escribir algo así?

– No sé si exactamente eso, pero debo reconocer que el artículo es muy bueno.

– Charles, déjate de tonterías. A la edad de William, Milton ya escribía odas.

– ¡Yo también he compuesto odas! -Ireland se contuvo-. Señor Lamb, en parte se lo debo a usted. Admiro los artículos que publica en Westminster Words. No me atrevo a afirmar que me haya contagiado de su estilo, aunque lo cierto es que me sirvió de fuente de inspiración.

– Charles, acaban de brindarte un gran cumplido. Deberías dar las gracias a William.

Charles extendió la mano y William la estrechó con ademán amistoso.

– Señor, ¿opina que es posible presentarlo?

– Por descontado. Estoy seguro de que el señor Law lo aceptará. ¿Podemos citar el poema íntegro?

– En caso contrario, no tendría sentido.

Mary tomó asiento en el diván, junto a su hermano, y lo abrazó antes de declarar:

– Éste es un día soleado en nuestras vidas.

El empleo de tan peculiar frase llevó a Charles a mirarla. La expresión de Mary era serena, casi embelesada, y contemplaba a William con extraordinario fervor.


***

Fue esa imagen la que se le apareció en la Billiter Inn, donde se encontraba en compañía de Tom Coates y Benjamin Milton. Estaba más preocupado que nunca por la salud de Mary, que en los últimos días sufría unos ataques de tos que la dejaban extenuada y sin aliento. También estaba febril, con los ojos brillantes y la cara ardiente y seca. Charles lo atribuyó al inminente cambio de estación.

Acababan de servirles tres picheles de Stingo.

– ¡Vaya, vaya, señora caballa! -exclamó Tom Coates, levantó su jarra y brindó con Benjamin Milton.

– Caballeros, va por vosotros. -Charles también levantó el pichel-. Decidme una cosa, ¿cómo vamos a pasar nuestro tiempo libre?

– Podemos hablar.

– No, no me refiero al aquí y al ahora, sino a los relajados meses del estío, a la canícula. Como afirma Horacio, a los días de vino y rosas.

– Acabas de decirlo. Beberemos vino, comeremos rosas y aspiraremos el perfumado aliento de Arabia.

– Podríamos alquilar un globo aerostático.

– Podríamos decorar vajillas Wedgwood.

Tom y Benjamin estaban empeñados en superarse mutuamente.

– Podríamos pedorrear gas inflamable.

– Podríamos montar un teatro de títeres.

– No necesitamos títeres -terció Charles, que vislumbró el esbozo de un plan-. ¿Recordáis que el año pasado los de la oficina de depósitos internos representaron Every Man In His Humour? Fue un exitazo; por si eso fuera poco, cobraron la entrada.

– Y se bebieron las ganancias. El dinero se trocó en alcohol.

– No, lo destinaron a los huérfanos de la ciudad. Recuerdo la carta que les envió sir Alfred Lunn. -Charles bebió un generoso trago de Stingo-. Mi plan es el siguiente: montaremos una función de teatro.

– ¿De dónde has sacado esa idea? -preguntó Tom Coates con tono de incredulidad.

– De Dios.

– Charles, no puedo caminar por el escenario con peluca y barba postiza. Lisa y llanamente, me resulta imposible. -Benjamin Milton se repeinó-. Quedaría ridículo. Además, no sé actuar.

– Ben, reconozco que ése sí que es un problema. -Charles seguía entusiasmado con su idea-. Claro que, por otro lado, podríamos convertirlo en algo positivo.

– ¿Qué dices?

– La respuesta está a punto de llegarme, ten un poco de paciencia. -Lamb miró el techo, como si esperara que en la moldura apareciese un hada madrina-. ¡Ya lo tengo! Me pregunto por qué no se me ocurrió antes.

– Ah, ¿ya habías pensado en ello antes?

– Píramo, Tisbe y Muro.

– Mi querido amigo, explícate.

– Son como Cartabón y Lanzadera, los artesanos de Sueño de una noche de verano. -Charles miró a Benjamin-. Pensándolo bien, serías un excelente Hocico. Los artesanos son la base de una mala actuación precisamente por ser aficionados. Interpretaremos su entremés. Será fantástico.

– Sí, claro. Sin duda se trata de una fantasía. -Benjamin se frotó la nariz-. No me cabe la menor duda.

– ¿No le ves el lado divertido? -preguntó Charles, que adoraba las representaciones de aficionados. Con frecuencia asistía a las funciones de compañías ambulantes y a los dramas interpretados en casas de amigos; él mismo había interpretado en el pasado los papeles de Volpone y Barba Azul.

– Yo sí se lo veo -confirmó Tom-. Pero ¿cómo lo llevaremos a cabo? Soy incapaz de actuar.

– ¿Me has escuchado o no? -quiso saber Charles.

– No. Probablemente, no.

– Querido Tom, ése es el quid de la cuestión. Cartabón y Lanzadera tampoco escuchaban.

– Pero ellos son personajes y nosotros, seres reales. ¿O no?

– Ben, ¿qué importancia tiene eso? Las palabras son las mismas, ¿no te parece? Incorporaremos a Siegfried y a Selwin. -Siegfried Drinkwater y Selwin Onions también trabajaban en la oficina de dividendos-. Serán unos atenienses perfectos. Interpretaremos la obra en Transaction Hall una noche de verano, la del solsticio, ¿no estáis de acuerdo? Tom Coates y Benjamin Milton se miraron con solemnidad y luego se partieron de risa.

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