PRIMERA PARTE

1

El plan

Voy a morir. Y no tiene sentido. No era éste el plan, por lo menos, no era el mío. Puede que siempre haya estado de camino hacia ese punto sin saberlo. Pero no era éste mi plan. Mi plan era mejor. Mi plan tenía sentido.

Estoy mirando al cañón de un arma y sé que de ahí saldrá él. El mensajero. El barquero. El momento para una última carcajada. Si ves luz al final del túnel, puede que sea una llamarada. El momento para una última lágrima. Tú y yo podríamos haber hecho algo mejor de esta vida. Si hubiéramos seguido el plan. Un último pensamiento. Todos se preguntan cuál es el sentido de la vida, pero nadie indaga cuál es el sentido de la muerte.

2

Astronauta

Harry pensó en un astronauta al ver a aquel hombre mayor. Sus pasos cortos tan cómicos, la rigidez de sus movimientos, la mirada muerta y sombría, y el arrastrar de las suelas de los zapatos por el parqué. Como si tuviese miedo de perder el contacto con el suelo y salir flotando por el espacio.

Harry miró el reloj de la porción de pared de hormigón blanco que había sobre la puerta de salida. Las 15.16 horas. Al otro lado de la ventana, en la calle Bogstadveien, la gente pasaba con las prisas propias de un viernes. El sol bajo de octubre se reflejaba en el espejo retrovisor de un coche atrapado en el tráfico de la hora punta.

Harry se fijó en el hombre mayor. Llevaba sombrero y una elegante gabardina gris que, a decir verdad, necesitaba pasar por la tintorería. Debajo de la gabardina vestía una chaqueta de tweed, corbata y unos pantalones grises raídos con la raya muy marcada. Zapatos bien lustrados con tacones desgastados. Era uno de esos jubilados que parecían abundar en el barrio de Majorstua. No era una suposición. Harry sabía que August Schultz tenía ochenta y un años, que había sido comerciante de confección y que había vivido en Majorstua toda su vida, salvo durante la guerra, que pasó en un barracón de Auschwitz. Y la rigidez de sus rodillas se debía a una caída de un puente peatonal de la calle Ringveien, cuando cruzaba para acudir a una de las habituales visitas a casa de su hija. La posición de los brazos, doblados en ángulo recto por el codo, reforzaba la impresión de muñeco mecánico. Del antebrazo derecho colgaba un bastón marrón, y en la mano izquierda sostenía un giro bancario que estaba a punto de entregar al joven de pelo corto que había al otro lado del mostrador número dos. Harry no podía verle la cara, pero sabía que miraba al hombre mayor con una mezcla de compasión y de enfado.

Eran ya las 15.17 horas y August Schultz había llegado, por fin. Harry suspiró.

Stine Grette, del mostrador número uno, contaba las setecientas treinta coronas del chico de gorro azul que acababa de entregarle un cheque nominal. El diamante que lucía en su anular izquierdo centellaba cada vez que dejaba un billete en el mostrador.

Harry tampoco podía verlo pero sabía que, a la derecha del chico, delante del mostrador número tres, había una mujer que mecía un cochecito por pura distracción, seguramente, ya que el pequeño estaba dormido. La mujer estaba esperando que la atendiera la señora Brænne la cual, a su vez, se afanaba ruidosamente en explicarle por teléfono a un señor que podía pagar mediante un autogiro aunque el destinatario no hubiese firmado nada, y que la que trabajaba en el banco era ella, no él. De modo que, ¿por qué no dar por concluida la discusión?

En ese instante se abrió la puerta de la sucursal bancaria y dos hombres, uno alto y otro de baja estatura, vestidos con monos oscuros idénticos, entraron rápidamente en el local. Stine Grette levantó la cabeza. Harry miró su reloj y empezó a contar. Los hombres se dirigieron a la esquina donde estaba Stine. El alto se movía como si sortease pequeños charcos a zancadas, y el pequeño se contoneaba al caminar como quien ha adquirido más músculos de los que su cuerpo es capaz de alojar. El chico del gorro azul se dio la vuelta lentamente y empezó a caminar hacia la puerta, tan concentrado en contar su dinero que no se percató de ellos.

– Hola -le dijo el alto a Stine, adelantándose para soltar de golpe un maletín negro en el mostrador. El pequeño se ajustó unas gafas de sol de cristal reflectante, se acercó y colocó al lado un maletín idéntico-. ¡El dinero! -exclamó con voz clara-. ¡Abre la puerta!

Fue como pulsar el botón de «pausa» y todos los movimientos que se estaban produciendo en la sucursal se congelaron en el acto. Tan sólo el tráfico que discurría al otro lado de la ventana confirmaba que el tiempo no se había detenido, así como el segundero del reloj de Harry, que ahora indicaba que habían pasado diez segundos. Stine pulsó un botón que tenía debajo de su mesa. Se oyó un zumbido y el más bajo empujó con la rodilla la pequeña puerta giratoria del fondo, junto a la pared.

– ¿Quién tiene la llave? -preguntó-. ¡Rápido, no tenemos todo el día!

– ¡Helge! -gritó Stine, por encima del hombro.

– ¿Qué? -respondió una voz procedente del único despacho del banco que, además, tenía la puerta abierta.

– ¡Tenemos visita, Helge!

Asomó entonces un hombre con pajarita y gafas para leer.

– Estos señores quieren que les abras el cajero automático, Helge -dijo Stine.

Helge Klementsen miró impasible a los dos hombres, que ya habían pasado al otro lado del mostrador. El más alto oteaba la puerta visiblemente nervioso, pero el bajito no apartaba la vista del director de la sucursal.

– Ah, sí, por supuesto -jadeó Klementsen, como si acabara de recordar una cita olvidada, y estalló en una risa ansiosa y estentórea.

Entre tanto, Harry no movió ni un músculo, concentrado en absorber con la vista los detalles de sus gestos y movimientos. Veinticinco segundos. Continuó mirando el reloj que colgaba sobre la puerta, pero en el límite de su campo de visión observó que el director de la sucursal abría desde dentro el cajero automático, extraía dos cajas metálicas alargadas llenas de billetes y se las entregaba a los dos hombres. Todo ocurrió con suma rapidez y en silencio.

– ¡Éstas son para ti, viejo!

El hombre bajito había sacado dos cajas idénticas del maletín, que ahora le entregó a Helge Klementsen. El director de la sucursal tragó saliva, asintió, las cogió y las colocó en el cajero.

– ¡Buen fin de semana! -exclamó el bajito, irguiéndose después de coger el maletín.

Un minuto y medio.

– Un momento, no tan deprisa-advirtió Helge.

El pequeño se detuvo.

Harry apretó las mejillas, intentando concentrarse.

– El recibo… -dijo Helge.

Los dos hombres se quedaron mirando un instante al menudo hombre canoso y el más bajito rompió a reír. Era una risa chillona y aguda, con un punto de histeria, como se ríe la gente que se ha tomado un chute de speed.

– No creerás que íbamos a largarnos sin tu autógrafo, ¿no? Y entregar dos millones sin recibo, ¡vamos!

– Ya, claro -dijo Helge Klementsen-. Pero a un compañero vuestro casi se le olvida la semana pasada.

– Hay mucha gente nueva en el trasporte de valores estos días -admitió el bajito mientras él y Klementsen firmaban y se repartían las copias amarilla y rosa.

Harry esperó a que la puerta de salida se cerrase tras ellos antes de mirar el reloj otra vez. Dos minutos y diez segundos.

A través del cristal de la puerta marrón vio alejarse la furgoneta blanca con el logotipo del banco Nordea.

Entonces se reanudaron las conversaciones entre las personas que había en el local. Harry no necesitaba contarlas, pero lo hizo de todas formas. Eran siete. Tres detrás del mostrador y tres delante, incluidos el bebé y el tío de los pantalones de peto que se había detenido ante la mesa del centro del local, para apuntar el número de cuenta en un formulario de ingreso a favor de Saga Solreiser, cosa que Harry sabía.

– Adiós -dijo August Schultz, arrastrando los pies en dirección a la puerta.

Eran exactamente las 15.21.10, el instante en que todo empezó.

Cuando se abrió la puerta, Harry vio que Stine Grette levantaba la vista de sus documentos un segundo para volver a ellos enseguida. Pero pronto volvió a levantar la cabeza, muy despacio esta vez. Harry miró hacia la entrada. El hombre que acababa de acceder al local ya se había bajado la cremallera del mono y estaba sacando un fusil AG3 de color negro y verde aceituna. Un pasamontañas azul oscuro le cubría toda la cara, a excepción de los ojos. Harry empezó a contar de cero otra vez.

El pasamontañas empezó a moverse como una muñeca de Henderson justo en el lugar donde debería estar la boca:

– This is a robbery. Nobody moves.

No lo dijo muy alto, pero el silencio que se hizo en el pequeño local del banco podría haber sucedido al disparo de una salva de cañón. Harry miró a Stine. El hombre cargó el fusil y, al ruido del tráfico, se impuso con claridad el deslizante chasquido de las piezas de un arma bien lubricada. El hombro izquierdo de Stine descendió imperceptiblemente.

«Una chica valiente -se dijo Harry-. O quizá muerta de miedo.» Aune, el profesor de psicología de la Academia de Policía, decía que la gente, cuando está lo bastante aterrada, deja de pensar y actúa según se espera de ella. La mayoría de los empleados de la banca pulsan el botón de alarma silenciosa que avisa de un atraco en un estado rayano a la parálisis. En estado de conmoción, sostenía Aune, refiriéndose a que después, cuando han de dar cuenta de lo sucedido, muchos no recuerdan si activaron o no la alarma. Funcionaron con el piloto automático. «Igual que un atracador de bancos que se ha programado a sí mismo para dispararle a todo aquel que intente detenerle -explicaba Aune-. Cuanto más miedo tenga, menos probable es que nadie lo haga cambiar de idea.» Harry no se movió, sólo intentaba ver los ojos del atracador. Eran azules.

El atracador se quitó la mochila negra y la dejó caer en el suelo, entre el cajero y el hombre del peto, que seguía con la punta del bolígrafo en el último círculo del número ocho que tenía a medias. El hombre de negro recorrió los seis pasos que lo separaban de la pequeña puerta del mostrador, se sentó en el borde, pasó las piernas por encima y se quedó de pie justo detrás de Stine, que permanecía inmóvil con la vista al frente. «Bien hecho -pensó Harry-. Se sabe las instrucciones y no provocará al atracador mirándolo a la cara.»

El hombre encañonó el arma contra la nuca de Stine, se inclinó y le susurró algo al oído.

La joven aún no había caído presa del pánico, pero Harry veía palpitar su pecho, como si su cuerpo menudo no pudiese inspirar el aire suficiente bajo la blusa blanca que, súbitamente, parecía demasiado estrecha. Quince segundos.

Stine carraspeó. Una vez. Dos veces. Hasta que sus cuerdas vocales respondieron por fin.

– Helge. Las llaves del cajero -pidió en voz baja y ronca, totalmente distinta de aquella con la que había pronunciado casi las mismas palabras hacía tan sólo tres minutos.

Harry no lo veía, pero sabía que Helge Klementsen había oído la frase inicial del atracador y que ya estaba en la puerta de su despacho.

– Rápido -lo acució Stine-. De lo contrario… -su voz era apenas audible y, en la pausa que siguió, sólo se oyeron las suelas de los zapatos de August Schultz contra el parqué, como un par de palillos que se arrastran despacio sobre la piel seca de un tambor- me pega un tiro.

Harry miró por la ventana. Seguramente habría allí fuera un coche con el motor en marcha, pero desde donde se encontraba no podía avistar más que vehículos que iban y venían y personas que caminaban con paso más o menos despreocupado.

– Helge… -repitió Stine en tono suplicante.

«Vamos, Helge», pensó Harry animando mentalmente al director de la sucursal, al que también conocía bastante. Sabía que tenía dos caniches gigantes, una esposa y una hija embarazada y recién abandonada por su novio, que lo esperaban en casa. Sabía que tenían ya listas las maletas para irse a la cabaña de la montaña en cuanto Helge Klementsen llegara a casa. Sin embargo, Klementsen tenía ahora la sensación de estar sumergido bajo las aguas en uno de esos sueños en que todos los movimientos son lentos por más que uno intente apresurarse. El director de la sucursal entró en el campo de visión de Harry. El atracador había girado la silla de Stine de manera que seguía detrás de ella, pero mirando a Helge Klementsen. Como un niño temeroso que va a alimentar a un caballo, Klementsen asomaba con el cuerpo hacia atrás y sosteniendo las llaves en la mano, lo más lejos posible. El atracador volvió a susurrarle algo a Stine y giró el arma para apuntarle a Klementsen, que reculó trastabillando unos pasos.

Stine carraspeó.

– Dice que abras el cajero y metas las cajas nuevas en esa mochila negra.

Helge Klementsen miró como hipnotizado el fusil con que le apuntaba el atracador.

– Tienes veinticinco segundos antes de que dispare. A mí. No a ti.

Klementsen abrió la boca, como para decir algo, y la cerró enseguida.

– Ahora, Helge -lo apremió Stine.

El mecanismo de apertura de la puerta emitió un zumbido y Helge Klementsen salió del despacho y pasó al local.

Habían transcurrido treinta segundos desde que comenzó el atraco. August Schultz casi había alcanzado la puerta de salida. El director de la sucursal cayó de rodillas delante del cajero, mirando fijamente las cuatro llaves del llavero.

– Quedan veinte segundos -avisó la voz de Stine.

«La comisaría de policía de Majorstua -pensó Harry-. Sus coches están en camino. Ocho manzanas. Los atascos de los viernes.»

Helge Klementsen seleccionó una de las llaves con mano temblorosa y la introdujo por el ojo de la cerradura. A mitad de camino, se detuvo. Helge Klementsen empujó más fuerte.

– Diecisiete segundos.

– Pero…-balbució.

– Quince segundos.

Helge Klementsen sacó la llave y probó con una de las otras, que entró, pero no giró.

– Pero por Dios…

– Trece segundos. Usa la del adhesivo verde, Helge.

Helge Klementsen miró el llavero como si lo viera por primera vez.

– Once segundos.

La tercera llave entró. Y giró. Helge Klementsen abrió la puerta y se volvió hacia Stine y el atracador.

– Tengo que abrir otra cerradura para poder sacar las caj…

– ¡Nueve segundos! -gritó Stine.

A Helge Klementsen se le escapó un sollozo mientras apretaba los dedos contra los dientes de las llaves como si estuviera ciego y los dientes pudiesen revelarle cuál era la llave adecuada.

– Siete segundos.

Harry se concentraba en escuchar. Aún no se oían las sirenas de la policía. August Schultz agarró el picaporte de la puerta de salida.

Las llaves cayeron sobre el parqué y se oyó un tintineo metálico.

– Cinco -susurró Stine.

Entonces se abrió la puerta y los sonidos de la calle llenaron el local. A Harry le pareció oír a lo lejos el aullido lastimero y familiar subiendo y bajando y volviendo a subir. Las sirenas de la policía. La puerta se cerró.

– ¡Dos, Helge!

Harry cerró los ojos y contó hasta dos.

– ¡Ya! -gritó Helge Klementsen. Había logrado abrir la segunda cerradura y forcejeaba en cuclillas tironeando de las cajas, que parecían haberse atascado-. ¡Espera, ya sólo tengo que sacar el dinero! Yo…

Y entonces lo interrumpió un grito estridente. Harry miró hacia el otro lado del local, donde una clienta muerta de miedo miraba al atracador que, inmóvil, sostenía el arma contra la nuca de Stine. La mujer parpadeó y señaló con la cabeza el cochecito del bebé, mientras el pequeño iba subiendo el tono de su llanto.

Helge Klementsen estuvo a punto de caer de espaldas cuando logró sacar de la guía la primera caja. Cogió la mochila negra. En seis segundos, metió las cajas en la mochila. Klementsen siguió la orden de cerrar la cremallera y de colocarse contra el mostrador, todo expresado por la voz de Stine, que ahora sonaba sorprendentemente firme y serena.

Un minuto y tres segundos. El atraco había concluido. El dinero estaba en la mochila, en el suelo. Dentro de unos segundos, llegaría el primer coche patrulla. Dentro de cuatro minutos, otros coches patrulla habrían cerrado las rutas de fuga más próximas al lugar del atraco. Todas las células del cuerpo del atracador deberían estar gritándole que era hora de largarse de una puta vez. Pero entonces ocurrió algo que Harry no podía entender. Simplemente, no tenía sentido. En lugar de echar a correr, el atracador le dio la vuelta a la silla de Stine de modo que él y la joven quedaron cara a cara. El tipo se inclinó para susurrarle algo al oído. Harry entrecerró los ojos. Tendría que ir a revisarse la vista un día de éstos. En cualquier caso, no cabía duda de lo que estaba viendo. Stine miraba fijamente a aquel atracador sin rostro mientras que el de la joven sufría una lenta transformación a medida que iba entendiendo lo que el sujeto le susurraba. Sus cejas, finas y bien cuidadas, dibujaron sendas eses sobre los ojos que, por su parte, parecían querer salirse de las órbitas; torció hacia arriba el labio superior al tiempo que las comisuras descendían, dando lugar a una grotesca mueca. El pequeño dejó de llorar tan súbitamente como había empezado. Harry inspiró aire. Porque él sabía que aquello era una foto fija, una foto maestra. La imagen de dos personas capturadas en el instante en que la una acaba de comunicarle a la otra su sentencia de muerte, el rostro enmascarado a dos palmos de distancia del rostro desnudo. El verdugo y su víctima. El cañón del fusil apunta a la garganta, adornada con un pequeño corazón de oro que cuelga de una fina cadena. Harry no lo ve, pero siente latir el pulso debajo de la delicada piel de la joven.

Un sonido tenue y quejumbroso. Harry afina el oído. Pero no son las sirenas de la policía, sino un teléfono que resuena en la habitación contigua.

El atracador se vuelve y mira a la cámara de vigilancia que hay en el techo, detrás del mostrador. Levanta una mano y separa los cinco dedos enfundados en un guante negro, cierra la otra mano y enseña el dedo índice. Seis dedos. Han sobrepasado en seis segundos el tiempo estipulado. Se vuelve otra vez hacia Stine, agarra el fusil con ambas manos, lo sostiene a la altura de la cadera y levanta la boca hasta que le apunta a la cabeza, separa un poco las piernas para amortiguar la fuerza de retroceso. El teléfono suena sin cesar. Un minuto y doce segundos. El anillo de diamantes brilla en la mano de Stine cuando la joven la levanta un poco, como para despedirse de alguien.

El disparo se produce a las 15.22.22 horas exactamente. Una detonación corta y sorda. La silla de Stine sale despedida hacia atrás, su cabeza cuelga del cuello bailando, como si de una muñeca rota se tratase. La silla se vuelca. Su cabeza retumba contra el borde del escritorio y desaparece de la vista de Harry, que tampoco puede ver el anuncio del nuevo plan de pensiones de Nordea, pegado en el exterior del cristal, encima del mostrador cuyo fondo, de pronto, aparece rojo. Lo único que Harry percibe es el teléfono que no para de emitir su timbre persistente e irritado. El atracador pasa al otro lado del mostrador, corre hacia la mochila que está en el suelo. Harry tiene que tomar una decisión. El atracador coge la mochila. Harry se decide. Se levanta de la silla de un salto. Seis largos pasos. Llega al teléfono. Y levanta el auricular.

– Háblame.

Durante la pausa que sigue oye el sonido de las sirenas de la policía procedente de la tele del salón, una canción de moda paquistaní de la casa de los vecinos y unos pasos rotundos en el rellano de la escalera que se parecen a los de la señora Madsen. Oye entonces una dulce risa al otro lado del hilo telefónico. Una risa de un pasado remoto. No medido en tiempo, pero remoto al fin y al cabo. Como el setenta por ciento del pasado de Harry, que le sobreviene a intervalos irregulares, como rumores difusos o como pura invención suya. Sin embargo, ésta era una historia que podía confirmar.

– ¿De verdad sigues utilizando ese método machista, Harry?

– ¿Anna?

– Vaya, me impresionas.

Harry notó un calor dulce que se le extendía por el estómago, casi como el whisky. Casi. Vio en el espejo una foto que había colgado en la pared de enfrente. Eran él y Søs durante unas lejanas vacaciones de verano en Hvisten, cuando eran pequeños. Ambos sonríen como lo hacen los niños, cuando todavía creen que nada malo puede ocurrirles.

– Y dime, Harry, ¿qué haces una noche de domingo?

– Bueno -Harry notó que su voz automáticamente imitaba la de ella. Más profunda y titubeante que de costumbre. Pero eso no era lo que quería. Ahora no. Carraspeó hasta encontrar otro tono más neutral-. Lo que la mayoría de la gente.

– ¿O sea?

– Ver un vídeo.

3

House of pain

– ¿Has estado viendo un vídeo?

La silla desportillada chirrió sonoramente cuando el agente Halvorsen se inclinó hacia atrás para mirar a su colega, el comisario Harry Hole, nueve años mayor que él. Ostentaba en su joven y candorosa cara una expresión de incredulidad.

– Eso es -confirmó Harry pasándose el índice y el pulgar por la fina piel de las ojeras bajo sus ojos enrojecidos.

– ¿Todo el fin de semana?

– Desde la mañana del sábado hasta el domingo por la noche.

– Entonces, lo pasaste bien el viernes por la noche, por lo menos -concluyó Halvorsen.

– Sí. -Harry sacó del bolsillo de la gabardina una libreta azul y la dejó sobre el escritorio que había enfrente del de Halvorsen-. Leí la trascripción de los interrogatorios.

Del otro bolsillo sacó una bolsa gris con café de la marca French Colonial. Él y Halvorsen compartían un despacho casi al final del pasillo, en la zona roja de la sexta planta de la Comisaría de Policía de Grønland, y hacía dos meses que habían comprado una máquina de café expreso Rancilio Silvio, a la que habían asignado un lugar de honor sobre el archivador, debajo de una fotografía enmarcada que representaba a una chica sentada con los pies apoyados encima de un escritorio. Su cara pecosa parecía esforzarse por hacer un mohín, pero la risa había podido con ella. Las paredes del despacho le servían de fondo.

– ¿Sabías que tres de cuatro agentes de policía no son capaces de deletrear correctamente la expresión «carente de interés»? -preguntó Harry mientras colgaba la gabardina en el perchero-. O lo escriben sin la e entre la te y la erre y dicen intresante o…

– Interesante.

– ¿Qué hiciste este fin de semana?

– El viernes me lo pasé en un coche frente a la residencia del embajador norteamericano, debido a una amenaza anónima de coche bomba que algún loco había anunciado por teléfono. Falsa alarma, por supuesto, pero se pusieron tan nerviosos que tuvimos que quedarnos hasta bastante tarde. El sábado intenté encontrar a la mujer de mi vida. El domingo llegué a la conclusión de que no existe. ¿Qué decían los interrogatorios sobre el atracador? -preguntó Halvorsen mientras dosificaba el café en un filtro doble.

– Nada -dijo Harry, quitándose el jersey. Debajo llevaba una camiseta gris marengo que fue negra en su día y de la que casi había desaparecido la leyenda «Violent Femmes». Se desplomó en la silla con un suspiro-. No tenemos a nadie que viera al ladrón en las inmediaciones del banco antes del atraco. Un tipo salió del 7-Eleven de enfrente, en la calle Bogstadveien, y vio al atracador subir la calle Industrigata a la carrera. Se fijó en él por la capucha. La cámara de vigilancia del exterior del banco los grabó cuando el atracador rebasó al testigo a la altura de un contenedor de hierro situado enfrente del 7-Eleven. Lo único interesante que pudo contarnos, y que no se aprecia en el vídeo, es que varios metros más arriba el atracador cruza dos veces la calle Industrigata, de la acera derecha a la izquierda.

– Un tío al que le cuesta decidirse por una acera. A mí me suena poco interesante -Halvorsen puso el filtro doble en el portafiltros-. Con su e entre la te y la erre, vaya.

– De verdad que no sabes mucho de atracos a bancos, Halvorsen.

– ¿Y por qué iba a saber? Nosotros trincamos a asesinos, los ladrones son cosa de los de Hedmark.

– ¿Los de Hedmark?

– ¿No te has fijado al pasar por el Grupo de Atracos? Se oyen sus dialectalismos y se ven jerséis típicos por todas, partes. Pero dime, ¿cuál es la clave?

– La clave es Victor.

– ¿Los guías caninos?

– Por lo general, ellos son de los primeros en acudir a la escena del crimen y eso lo sabe cualquier atracador experto. Un buen perro puede seguir a un atracador que huya a pie por la ciudad, pero si cruza la calle y circulan coches por donde ha pasado, el perro pierde el rastro.

– ¿Y qué?

Halvorsen apretó el café con la cucharilla hasta torcerla. Luego se puso a alisar la superficie, lo que, según él, permitía distinguir a los profesionales de los aficionados.

– Eso refuerza la sospecha de que se trata de un atracador bien entrenado. Lo que a su vez nos permite reducir el número de personas en las que centrarnos mucho más drásticamente que si no hubiéramos tenido esa información. El jefe del Grupo de Atracos me dijo…

– ¿Ivarsson? Creía que no erais muy amigos, precisamente.

– No lo somos, habló para el grupo de investigación del que formo parte. Y dijo que los que se dedican a cometer atracos en Oslo son menos de cien personas. De ellos, cincuenta son tan estúpidos, están tan drogados o tan mentalmente idos que se los atrapa casi siempre. La mitad de ellos están en prisión, de modo que quedan excluidos. Otros cuarenta son buenos artesanos que logran escapar si alguien les ha ayudado antes con la planificación. Y luego están los diez que son profesionales, los que se dedican a los transportes de valores y a las centrales de cómputo, y para atraparlos necesitamos un poco de suerte. Intentamos mantenernos al tanto de dónde se encuentran esos diez en cada momento. Hoy están comprobando sus coartadas.

Harry le echó una mirada a Silvia, que resopló desde el archivador.

– Y el sábado hablé con Weber, de la científica.

– Yo creía que Weber se jubilaba este mes.

– Alguien debe de haber calculado mal. No es hasta el verano.

Halvorsen se echó a reír.

– Entonces me figuro que estará más malhumorado que de costumbre, ¿no?

– Sí, pero no es por eso -aseguró Harry-. Él y su grupo no han encontrado una mierda.

– ¿Nada?

– Ni una sola huella. Ni un pelo. Ni siquiera una fibra de ropa. Y las huellas de los zapatos indican que eran completamente nuevos.

– Así que no podrán cotejar el desgaste con otros zapatos, ¿no es eso?

– Correcto -confirmó Harry, poniendo énfasis en la o.

– ¿Y el arma utilizada en el atraco? -preguntó Halvorsen mientras llevaba una de las tazas de café hasta la mesa de Harry. Cuando lo miró, vio que Harry había enarcado una ceja hasta el mismo nacimiento de su cabello rubio peinado de punta-. Perdón, quiero decir, ¿el arma del crimen?

– Gracias. No se ha encontrado.

Halvorsen se sentó a su lado de la mesa, bebiendo a sorbitos el café.

– Así que, resumiendo, un hombre entra en un banco lleno de gente, a plena luz del día, coge dos millones de coronas y mata a una mujer, sale caminando y luego sube por una calle del centro de la capital de Noruega, una calle poco transitada de gente pero con bastante tráfico, situada a unos cien metros de la comisaría de policía. Y resulta que nosotros, profesionales remunerados, miembros de la real autoridad policial, no tenemos nada, ¿no es eso?

Harry asintió despacio con la cabeza.

– Casi. Tenemos el vídeo.

– Que tú te sabes ya de memoria segundo a segundo, si no te conozco mal.

– Bueno. Cada décima de segundo, supongo.

– ¿Y puedes citar de memoria los informes de los testigos?

– Sólo el de August Schultz. Nos contó muchas cosas interesantes sobre la guerra. Mencionó los nombres de sus rivales en el gremio de la confección, hombres que fueron lo que se llamaba buenos noruegos, y que participaron durante la guerra en la confiscación de propiedades a su familia. Sabía exactamente a qué se dedicaban hoy todos y cada uno. Pero no te lo pierdas, no se enteró de que se había cometido un atraco.

Se terminaron el café en silencio. Las gotas de lluvia repiqueteaban contra la ventana.

– A ti te gusta esta vida -declaró Halvorsen de pronto-. Pasarte el fin de semana solo persiguiendo fantasmas.

Harry sonrió, pero no contestó.

– Creía que habías abandonado tu faceta de hombre solitario ahora que tienes compromisos familiares.

Harry reconvino con la mirada a su joven colega.

– No sé si yo lo veo así -dijo despacio-. Ya sabes que ni siquiera vivimos juntos.

– No, pero Rakel tiene un hijo pequeño y eso cambia las cosas, ¿no es verdad?

– Sí, Oleg -dijo Harry empujando la taza hasta el archivador-. Se fueron a Moscú el viernes.

– ¿Y eso?

– Un juicio. El padre del niño quiere la custodia.

– Es verdad. ¿Cómo es ese tipo? ¿Qué clase de persona es?

– Bueno. -Harry miró la cafetera, que se había quedado un poco torcida-. Es profesor. Rakel lo conoció cuando trabajaba allí y se casó con él. Pertenece a una familia muy rica e influyente y, según Rakel, tiene mucha mano en la esfera política.

– En ese caso, me figuro que también conocerá a algún juez.

– Seguramente, pero pensamos que todo va a salir bien. El tipo está loco de remate y todo el mundo lo sabe. Un alcohólico listo con escaso control de sus impulsos, ya sabes.

– Sí, creo que sí.

Harry levantó la vista súbitamente, justo a tiempo de ver que Halvorsen borraba una sonrisa burlona.

En efecto, los problemas de Harry con el alcohol eran de sobra conocidos en la comisaría. Ser alcohólico no es, en sí, una razón de despido para un funcionario público, pero acudir al trabajo en estado de embriaguez sí lo es. La última vez que Harry recayó, fueron los de los pisos superiores quienes sugirieron que se le apartara del cuerpo pero, como de costumbre, el comisario jefe Bjarne Møller, jefe de la Brigada de Delitos Violentos, le echó a Harry una mano protectora argumentando que existían circunstancias atenuantes de carácter especial. Dichas circunstancias se llamaban Ellen Gjelten, la chica de la foto que tenía colgada encima de la máquina de café, compañera de trabajo y buena amiga de Harry, que había sido asesinada con un bate de béisbol en un camino junto al río Akerselva. Harry se había recuperado, pero la herida aún dolía. Sobre todo porque, en opinión de Harry, el caso no estaba resuelto. Cuando Harry y Halvorsen encontraron las pruebas técnicas que inculpaban al neonazi Sverre Olsen, el comisario Tom Waaler se presentó rápidamente en el domicilio de Olsen para llevar a cabo la detención. Pero Olsen le disparó a Waaler que, a su vez, mató a Olsen de un tiro en defensa propia. Todo ello según el informe de Waaler. Y ni los hallazgos del lugar del crimen, ni la investigación de Asuntos Internos indicaban otra cosa. Sin embargo, tampoco se llegó a aclarar el motivo que pudiera haber tenido Olsen para asesinar a Ellen, salvo que la policía hubiese descubierto algún indicio de su posible implicación en la venta ilegal de armas que, en los últimos años, había sembrado Oslo de armas cortas.

Harry solicitó volver a la Brigada de Delitos Violentos para poder seguir investigando el caso de Ellen, después de haber trabajado un breve periodo en el Servicio de Información, en la última planta. Allí se alegraron de perderlo de vista. Y Møller se alegró de que volviera a la sexta planta.

– Le llevaré esto a Ivarsson, al Grupo de Atracos -dijo Harry blandiendo en la mano la cinta de VHS.

– Quería echarle un vistazo junto con la nueva niña prodigio que tiene allí arriba.

– Ah sí. ¿Quién es?

– Una que terminó la Academia de Policía este verano y que, por lo visto, ha resuelto ya tres casos de atraco sólo mirando los vídeos.

– Vaya. ¿Y está buena, o qué?

Harry suspiró.

– Los jóvenes sois demasiado predecibles. Sólo espero que sea buena, lo demás no me interesa.

– ¿Estás seguro de que es una chica?

– Seguro que al señor y la señora Lønn les pareció muy divertido llamar Beate a su hijo.

– Presiento que está buena.

– Espero que no -dijo Harry antes de, por instinto, agacharse para hacer pasar sus ciento noventa y cinco centímetros por debajo del dintel.

– ¿Y eso?

– Los policías competentes son feos -respondió desde el pasillo.

A primera vista, el aspecto de Beate Lønn no daba ninguna indicación ni de lo uno ni de lo otro. No era fea, habría incluso quien dijese que era bonita como una muñeca. Principalmente, porque todo en ella era pequeño, la cara, las orejas, el cuerpo. Beate era, ante todo, pálida. Su piel y su cabello eran tan incoloros que a Harry le recordó el cadáver de una mujer que él y Ellen izaron una vez del fiordo Bunnefjorden. Pero al contrario de lo sucedido con el cadáver, Harry tenía la sensación de que olvidaría el aspecto de Beate Lønn en cuanto la perdiese de vista. Algo que a Beate Lønn no pareció importarle mientras se presentaba con un susurro y dejaba que Harry estrechase su pequeña mano húmeda.

– Hole es una especie de leyenda en esta casa, ¿sabes? -dijo el comisario jefe Rune Ivarsson que, de espaldas a ellos, manoseaba un llavero. Encima de la puerta metálica de color gris que tenían delante se veía escrito en caracteres góticos «House of Pain». Y debajo: Habitación del grupo 508-. ¿No es así, Hole?

Harry no contestó. No había razón para dudar de a qué categoría de leyenda se refería Ivarsson. Nunca se había esforzado mucho en ocultar que, en su opinión, Harry Hole era una vergüenza para el cuerpo, y que debía haber sido expulsado hacía tiempo.

Finalmente Ivarsson logró abrir la puerta y pudieron entrar. House of Pain era una habitación especial que el Grupo de Atracos utilizaba para estudiar, redactar y copiar grabaciones de vídeo. En el centro había una mesa grande y tres puestos de trabajo y no tenía ventanas. Las paredes estaban cubiertas por una estantería repleta de cintas de vídeo, una docena de notas con fotos de atracadores buscados, una gran pantalla, un mapa de Oslo y diferentes trofeos de caza de malos con final feliz. Por ejemplo, el que colgaba al lado de la puerta, dos mangas de jersey con agujeros para ojos y boca. Por lo demás, la decoración se componía de ordenadores grises, televisiones negras, reproductores de VHS y DVD, y de un montón de máquinas de diversas clases cuya utilidad Harry ignoraba.

– ¿Qué ha sacado en claro del vídeo la Brigada de Delitos Violentos? -preguntó Ivarsson, dejándose caer en una de las sillas.

Había pronunciado la palabra «delitos» con una i exageradamente larga.

– Alguna cosa -dijo Harry dejando la casete en la estantería.

– ¿Alguna cosa?

– No mucho.

– Es una pena que no vinierais a las conferencias que di en la cantina en septiembre. Todos los grupos acudieron, menos vosotros, si no recuerdo mal.

Ivarsson era alto, tenía las extremidades largas y un flequillo rubio que ondeaba encima de sus ojos azules. Su cara presentaba unos rasgos muy masculinos, como los de los modelos de ropa de marca alemana del estilo de Boss, y aún conservaba el bronceado de tantas tardes de verano como había pasado en la pista de tenis, o quizá, de alguna que otra hora en el solario del gimnasio. Rune Ivarsson era lo que la mayoría llamaría un hombre guapo y, bien mirado, confirmaba la teoría de Harry sobre la relación entre aspecto físico y competencia policial. Pero Rune Ivarsson sabía compensar su falta de talento para la investigación con su olfato para el politiqueo y las alianzas dentro de la jerarquía de la comisaría. Ivarsson tenía, además, esa confianza en sí mismo que mucha gente confunde con las dotes de mando. En el caso de Ivarsson, dicha seguridad se debía únicamente a que había sido bendecido con una ceguera total para sus propias limitaciones, lo que, indefectiblemente, lo llevaría a ascender hasta el día en que se convirtiese en jefe directo o indirecto de Harry. A priori, Harry no veía razón alguna para lamentar que se recurriese al ascenso con objeto de apartar de la investigación a los mediocres, pero el peligro con personas como Ivarsson era que fácilmente podía ocurrírseles que debían dirigir el trabajo de los que sí entendían de investigación.

– ¿Nos perdimos algo? -preguntó Harry, pasando un dedo por las pequeñas etiquetas manuscritas que ilustraban el dorso de las casetes.

– Puede que no -dijo Ivarsson-. A no ser que uno se interese por los pequeños detalles decisivos para la resolución de los casos criminales.

Harry logró resistir la tentación de decir que no había asistido porque sabía por anteriores oyentes que se trataba de una conferencia fanfarrona, cuya única finalidad era contarle al mundo que desde que él, Ivarsson, ocupaba el puesto de jefe del Grupo de Atracos, el porcentaje de casos resueltos había ascendido del 36% al 50%. Sin mencionar, claro está, que su traslado a ese puesto había coincidido con la fecha en la que se dobló la plantilla del grupo, con una ampliación generalizada de las autorizaciones de métodos de seguimiento, y sin mencionar que el grupo se vio libre de su peor investigador: Rune Ivarsson.

– Me considero bastante interesado -dijo Harry-. Así que cuéntame cómo resolvisteis éste. -Sacó una de las casetes y leyó en voz alta lo que decía la etiqueta-: «20.11.94, Caja de ahorros NOR, Manglerud.»

Ivarsson sonrió.

– Con mucho gusto. Los cogimos como se ha hecho siempre. Cambiaron de coche en el vertedero de Alnabru y le prendieron fuego al que dejaron. Pero no se quemó del todo. Encontramos los guantes de uno de los atracadores y dentro había un rastro con ADN. Lo cotejamos con las personas que nuestros hombres habían señalado como posibles autores después de haber visto el vídeo. A aquel idiota le cayeron cuatro años por disparar contra el techo. ¿Quieres saber algo más, Hole?

– Bueno -Harry manoseaba la cásete-. ¿Qué clase de rastro de ADN era?

– Ya te digo, uno que coincidía. -La comisura del ojo izquierdo de Ivarsson se encogió en un tic.

– Bien, pero ¿qué era? ¿Piel muerta? ¿Una uña? ¿Sangre?

– ¿Acaso importa? -la voz de Ivarsson sonaba ahora incisiva e impaciente.

Harry se dijo a sí mismo que debería callar. Que debería abandonar ese tipo de proyectos quijotescos. Que la gente como Ivarsson no aprendía nunca, de todos modos.

– Puede que no -se oyó decir-. A no ser que uno se interese por los pequeños detalles decisivos para la resolución de los casos criminales.

Ivarsson miró fijamente a Harry. En aquella sala especialmente insonorizada, podía sentirse el silencio como una presión física en los oídos. Ivarsson abrió la boca para responder.

– Pelos de nudillo.

Harry e Ivarsson se volvieron hacia Beate Lønn. Harry casi había olvidado que estaba allí. Ella los miró alternativamente y repitió casi en un susurro:

– Pelos de nudillo… Esos pelos que crecen encima del dedo… no se llaman…

Ivarsson carraspeó.

– Cierto que era un pelo. Aunque era un pelo de la mano, pero no creo que debamos dedicarle mucho tiempo. ¿No es verdad, Beate? -Sin esperar la respuesta, dio un golpecito con el índice en la esfera de su gran reloj-. Yo tengo que irme a toda prisa. Pasadlo bien con el vídeo.

Tan pronto como la puerta se cerró tras Ivarsson, Beate cogió la casete que Harry tenía en la mano y la insertó enseguida en el reproductor de VHS, que la absorbió con un zumbido.

– Dos pelos -explicó la joven-. En el guante izquierdo. Pelos del nudillo. Y el vertedero era el de Karihaugen, no el de Alnabru. Pero lo de los cuatro años es correcto.

Harry la miró asombrado.

– Pero, ¿eso no pasó bastante antes de que tú llegases aquí?

Ella se encogió de hombros y pulsó el botón de reproducir del mando a distancia.

– No hay más que leer los informes.

– Ya -dijo Harry observándola de soslayo con mucho interés. Se acomodó bien en la silla.

– Vamos a ver si éste ha dejado algún pelo de nudillo.

El reproductor emitió un leve chirrido y Beate apagó la luz. Un segundo después, mientras aún brillaba la imagen azul de pausa en la pantalla, en la cabeza de Harry daba comienzo otra película. Una película breve, de tan sólo un par de segundos, una escena bañada en la luz azul de Waterfront, un club de Aker Brygge cerrado hacía ya mucho. Entonces no sabía cómo se llamaba la mujer de ojos castaños y risueños que intentaba decirle algo y hacerse oír a pesar de la música. Ponían música punk. Green On Red. Jason and The Scorchers. Le puso Jim Bean a la Coca-Cola y le importó un bledo cómo se llamaba. Pero la noche siguiente lo supo: en la cama soltaron todas las riendas del caballo sin cabeza del cabecero, y empezaron su viaje inaugural. Harry sintió en el estómago el calor de la noche anterior cuando oyó su voz al teléfono.

Entonces, prosiguió la otra película.

El hombre mayor había empezado su marcha para cruzar el local en dirección al mostrador mientras la cámara iba cambiando el ángulo de la toma cada cinco segundos.

– Thorkildsen, el de TV2 -explicó Beate Lønn.

– No, August Schultz -dijo Harry.

– Me refiero al montaje -dijo ella-. Parece un trabajo de Thorkildsen, el de TV2. Faltan unas décimas de segundo aquí y allá…

– ¿Que faltan? ¿Cómo ves…?

– Por varias razones. Fíjate en el fondo. El Mazda rojo que se ve en la calle estaba en el centro de la imagen en dos cámaras cuando cambió. Un objeto no puede estar en dos sitios a la vez.

– ¿Quieres decir que alguien ha manipulado la grabación?

– No, hombre. Todo el material de las seis cámaras del interior del local y de la exterior se ha grabado en una sola cinta. En la cinta original, la imagen cambia muy rápidamente de una cámara a otra, de forma que sólo se ve una película. Por eso hay que montar la película de forma que obtengamos secuencias continuas más largas. A veces recurrimos a gente de las cadenas de televisión, si nosotros no somos capaces de hacerlo. Ya sabes, la gente de la tele, como Thorkildsen, hace alguna trampa con la sincronización para que resulte más bonito, no tan intermitente. Una neurosis laboral, supongo.

– Neurosis de trabajo -repitió Harry, extrañado de que una chica tan joven utilizara una expresión tan anticuada como aquélla.

¿O no sería tan joven como él creyó en un principio? Algo pasó en cuanto se apagó la luz, el lenguaje corporal de su silueta se relajó, la voz se volvió más firme.

El atracador entró en el banco y gritó en inglés. Su voz resonó lejana y sorda, como a través de un edredón.

– ¿Qué opinas de esto? -preguntó Harry.

– Es noruego. Habla inglés para que no reconozcamos su dialecto, su acento o palabras típicas que podamos relacionar con algún atraco anterior. Lleva ropa lisa que no deja fibras que luego podamos encontrar en el coche de la fuga, en un apartamento de tapadera o en su propia casa.

– Ya, ¿alguna otra cosa?

– Todas las aberturas de la ropa estaban tapadas con cinta adhesiva para no dejar rastros de ADN. Como pelos o sudor. Puedes ver que las perneras están sujetas con cinta alrededor de las botas, y las mangas, a los guantes. Apuesto a que llevaba cinta adhesiva alrededor de toda la cabeza y cera en las cejas.

– Es decir, ¿se trata de un profesional?

Ella alzó los hombros.

– El ochenta por ciento de los atracos a bancos se preparan con menos de una semana de antelación y los llevan a cabo personas que actúan bajo los efectos del alcohol o de las drogas. Este atraco estaba planificado y el atracador parece estar sobrio.

– ¿Y eso cómo lo ves?

– Si contásemos con mejor iluminación y mejores cámaras, podríamos ampliar las imágenes y ver las pupilas, pero aquí no tenemos nada de eso, así que estudio su lenguaje corporal. Movimientos pausados y pensados, ¿lo ves? Si ha consumido algo, lo más probable es que no sea ni speed ni nada que lleve anfetamina. Rohypnol, quizás. Es la droga favorita.

– ¿Por qué?

– Un atraco a un banco es una experiencia extrema. No necesitas speed, sino todo lo contrario. El año pasado hubo un tipo que entró en el banco DnB, el de la plaza de Solli, con un arma automática, pegando tiros al techo y a las paredes y al final salió corriendo sin el dinero. Le dijo al juez que había tomado tantas anfetaminas que tenía que soltarlas de algún modo. A mí me gustan más los atracadores que toman Rohypnol, no sé si me entiendes.

Harry señaló la pantalla con la cabeza.

– Mira los hombros de Stine Grette en el mostrador uno, ahí pulsa la alarma. Y, de pronto, el sonido, de la reproducción se vuelve mucho mejor. ¿Por qué?

– La alarma está conectada a una máquina de vídeo, y cuando se dispara, la película empieza a pasar mucho más deprisa. Eso mejora bastante las imágenes y el sonido. Tanto, que podemos efectuar un análisis de la voz del atracador. Y entonces no le sirve de nada haber hablado en inglés.

– ¿De verdad que es tan eficaz como dicen?

– El sonido de nuestras cuerdas vocales es como las huellas dactilares. Si al analista de voces de la Universidad Politécnica de Trondheim le damos diez palabras en una cinta, él puede cotejar dos voces con un acierto del noventa y cinco por ciento de fiabilidad.

– Ya. Pero no podría hacerlo con la calidad de sonido que se obtiene antes de que salte la alarma.

– No, entonces no es tan fiable.

– Así que por eso grita primero en inglés y luego, cuando calcula que se ha disparado la alarma, utiliza a Stine Grette para que hable por él.

– Eso es.

Estudiaron en silencio al atracador vestido de negro mientras lo veían saltar por encima del mostrador y ponerle a Stine Grette el cañón del arma en la cabeza antes de susurrarle sus órdenes al oído.

– ¿Qué te parece la reacción de ella? -preguntó Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– La expresión de su cara. Parece bastante tranquila, ¿no crees?

– A mí no me llama la atención. Por lo general, se puede sacar poca información de una expresión. Apuesto a que rondaba las 180 pulsaciones.

Apareció después Helge Klementsen, trajinando en el suelo delante del cajero.

– Espero que a ése le ofrezcan una buena terapia -observó Beate meneando la cabeza-. Conozco casos de personas que han quedado como auténticas inválidas psíquicas después de pasar por ese tipo de atracos.

Harry no hizo ningún comentario, pero pensó que sería una afirmación que habría oído de cualquier colega de más edad.

El atracador se dio la vuelta y les enseñó seis dedos.

– Interesante -murmuró Beate al tiempo que anotaba algo en el bloc que tenía delante, sin bajar la vista.

Harry seguía de reojo los movimientos de la joven agente y vio que, cuando se produjo el disparo, Beate brincó literalmente en la silla. Mientras el atracador, en la pantalla, saltaba por encima del mostrador, cogía la mochila y se dirigía a la puerta, Beate se quedó boquiabierta y hasta se le cayó el bolígrafo de la mano.

– El último fragmento no lo hemos colgado en internet, ni se lo hemos dado a las cadenas de televisión -dijo Harry-. Mira, ahora aparece en la cámara situada en el exterior del banco.

Vieron al atracador que, con el semáforo en verde, cruzaba deprisa el paso de peatones de la calle Bogstadveien antes de subir por la calle Industrigata y desaparecer de la imagen.

– ¿Y la policía? -preguntó Beate.

– La comisaría más próxima está en la calle Sørkedalsveien, justo después de pasar la estación de peaje, a tan sólo ochocientos metros del banco. Aun así, transcurrieron tres minutos desde que se activó la alarma hasta su llegada. Por lo tanto, el atracador tuvo unos dos minutos para escapar.

Beate miró pensativa a la pantalla donde los coches y las personas desfilaban como si nada hubiese ocurrido.

– La huida estaba tan bien planeada como el atraco. Tendría el coche para la fuga a la vuelta de la esquina, a fin de que las cámaras del exterior del banco no lo captasen. Ha tenido suerte.

– Puede -dijo Harry-. Por otro lado, no da la impresión de que sea un individuo que se confíe a la suerte, ¿no?

Beate se encogió de hombros.

– La mayoría de los atracos parecen bien planeados si salen bien.

– De acuerdo pero, en este caso, la probabilidad de que la policía tardara, era bastante alta, ya que el viernes a esa hora todas las patrullas estaban ocupadas en otro sitio, es decir…

– …frente a la residencia del embajador estadounidense -exclamó Beate dándose una palmada en la frente-. La llamada anónima sobre el coche bomba. Yo libré el viernes, pero lo vi todo en las noticias de lá tele. Y con la histeria general reinante, todos acudieron allí, claro.

– No encontraron ninguna bomba.

– Por supuesto que no. Es un truco clásico, inventar algo que mantenga a la policía ocupada en otro sitio, justo antes de un atraco.

Se quedaron sentados en silencio viendo la última parte de la grabación. August Schultz, que esperaba delante del paso de peatones. El hombrecito verde cambió a rojo y otra vez a verde sin que el anciano se moviese. ¿A qué esperaba?, se preguntó Harry. Una anomalía, una secuencia de hombrecito verde de longitud superior a la normal. ¿Una especie de año bisiesto de los semáforos? Bueno. No tardaría en llegar. Oyó a lo lejos las sirenas de la policía.

– Hay algo que no encaja -observó Harry.

Beate Lønn respondió suspirando cansadamente como una anciana.

– Siempre hay algo que no encaja.

Entonces terminó la película y una violenta nevada asoló la pantalla.

4

Eco

– ¿Nieve?

Harry gritaba por el móvil mientras subía a la acera.

– Vaya que sí -confirmó Rakel a través de la mala conexión de Moscú, que prolongó su respuesta en un eco vibrante-:… ííí.

– ¿Hola?

– Aquí hace un frío horrible… ble-ble-ble. Tanto dentro como fuera… era-era-era.

– ¿Y en la sala de vistas?

– Allí también estamos bajo cero. Cuando vivíamos aquí, hasta su madre decía que debería mudarme con Oleg. Ahora se ha sumado a los demás y me lanza miradas llenas de odio… dio.

– ¿Cómo va el asunto?

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Bueno. En primer lugar, porque eres abogada y, en segundo lugar, porque hablas ruso.

– Harry, al igual que otros ciento cincuenta millones de rusos, no entiendo una palabra del sistema judicial de aquí, ¿vale?… le?

– Vale. ¿Qué tal lo lleva Oleg?

Harry repitió la pregunta una vez más, pero no obtuvo respuesta, y apartó el móvil para comprobar si se había cortado la conexión, pero en la pantalla pasaban los segundos de la llamada en curso, de modo que volvió a llevarse el aparato a la oreja.

– ¿Hola?

– Hola, Harry, te oigo… go. Te echo de menos… nos. ¿Por qué te ríes?… es?

– Te repites, es el eco.

Harry ya había llegado a la puerta, sacó las llaves y entró en el portal.

– ¿Te parezco una pesada, Harry?

– Por supuesto que no.

Harry saludó con la cabeza a Ali, que estaba intentando pasar el trineo por la puerta del sótano.

– Te quiero. ¿Estás ahí? ¡Te quiero! ¿Hola?

Decepcionado, Harry apartó la vista del teléfono muerto y se encontró con la sonrisa radiante de su vecina paquistaní.

– Sí, a ti también, Ali -murmuró mientras intentaba marcar el número de Rakel otra vez.

– El botón de rellamada -advirtió Ali.

– ¿Qué?

– Nada. Oye, avísame si quieres alquilar el trastero del sótano. No lo utilizas mucho, ¿no?

– Ah, pero ¿tengo un trastero en el sótano?

Ali alzó la vista al cielo.

– ¿Cuánto hace que vives aquí, Harry?

– Te decía que te quiero.

Ali miró inquisitivo a Harry que, por señas, le explicó que había recuperado la conexión. Subió corriendo las escaleras empuñando la llave como si fuera la vara de un zahori.

– Por fin, ya podemos hablar -dijo Harry una vez en el interior de su espartano pero pulcro apartamento de dos habitaciones, que a tan buen precio había adquirido a finales de los años ochenta, cuando el mercado inmobiliario estaba en su momento de mayor corrupción. Harry había pensado en más de una ocasión, que, con aquella compra, había agotado su porción de buena suerte para el resto de su vida.

– Me habría gustado que estuvieras aquí con nosotros, Harry. Oleg también te echa de menos.

– ¿Lo ha dicho?

– No hace falta que lo diga. En eso os parecéis.

– Oye, acabo de decir que te quiero. Tres veces. Con el vecino escuchando. ¿Sabes lo que cuesta eso?

Rakel se echó a reír. Harry amaba esa risa desde la primera vez que la oyó. E, instintivamente, sabía que haría cualquier cosa para poder escucharla a menudo. A ser posible, todos los días.

Se quitó los zapatos y sonrió al ver que el contestador de la entrada parpadeaba, avisándole de que había un mensaje. No le hacía falta ser adivino para saber que era de Rakel, de aquella mañana. Sólo ella lo llamaba a su casa.

– ¿Cómo sabes que me quieres? -preguntó Rakel con voz melosa. El eco había desaparecido.

– Noto cierto calor en… ¿cómo se llama?

– ¿El corazón?

– No, no, está un poco más abajo y por detrás del corazón. ¿Serán los ríñones? ¿El hígado? ¿El bazo? Sí, eso es, noto cierto calor en el bazo.

Harry no estaba seguro de si lo que se oyó al otro lado fue llanto o risa. Pulsó el botón para reproducir los mensajes del contestador.

– Espero que podamos estar de vuelta dentro de catorce días -oyó decir a Rakel en el móvil, antes de que su voz quedase ahogada por la del contestador.

«Hola, soy yo otra vez…»

A Harry le dio un vuelco el corazón y reaccionó sin pensar siquiera. Pulsó el botón de parada, pero se diría que el eco de las palabras pronunciadas por aquella voz de mujer, algo ronca e insinuante, seguía flotando en el aire.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Rakel.

Harry tomó aire. Una idea intentó abrirse camino hasta su cerebro antes de que pudiera responder, pero llegó demasiado tarde.

– Nada, la radio. -Carraspeó ligeramente-. Cuando lo sepas, dime en qué vuelo llegáis para que vaya a buscaros.

– Claro que sí -aseguró Rakel, extrañada.

Se hizo un silencio algo incómodo.

– Harry, tengo que irme ya -dijo Rakel-. Nos llamamos esta tarde sobre las ocho, ¿vale?

– Sí. Bueno, no, a esa hora estaré ocupado.

– ¿Ah, sí? Espero que esta vez sea algo divertido.

– Bueno -dijo Harry respirando hondo-. Al menos voy a salir con una mujer.

– Vaya. ¿Quién es la afortunada?

– Beate Lønn. Una agente nueva del Grupo de Atracos.

– ¿Y cuál es el motivo de la cita?

– Una conversación con el marido de Stine Grette, la empleada de banco a la que mataron durante el atraco de la calle Bogstadveien, ya sabes. También hablaremos con el director de la sucursal.

– Bueno, que lo pases bien. Nos llamamos mañana. Oleg quiere darte las buenas noches.

Harry oyó unos pasitos acelerados y, enseguida, la respiración agitada del pequeño en el auricular.

Después de colgar, Harry se quedó un rato en la entrada, mirando fijamente el espejo que había sobre la mesa del teléfono. Si su teoría era correcta, el agente de policía al que ahora observaba tenía que ser bastante eficiente. Un par de ojos enrojecidos emplazados a ambos lados de una narizota surcada de una red de venillas azuladas, todo ello plantado en una cara pálida y huesuda hollada de profundos poros. Las arrugas parecían muescas de cuchillo grabadas al azar en una viga de madera. ¿Cómo se produjo el cambio?

Vio en el espejo la pared que tenía a su espalda, donde colgaba la foto de un niño risueño y bronceado, con su hermana. Pero Harry no buscaba la belleza o la juventud perdida. En efecto, la idea de hacía unos minutos había logrado abrirse camino, por fin. Buscaba en su fisonomía ese rasgo traicionero, esquivo y cobarde que acababa de incitarlo a romper una de las promesas que se había hecho a sí mismo: que nunca, jamás, fuese como fuese, le mentiría a Rakel. De todas las piedras que pudiesen hallar en el camino, y no eran pocas, su relación con Rakel nunca tropezaría con la de la mentira.

Entonces, ¿por qué lo hizo? Era cierto que él y Beate iban a interrogar al marido de Stine Grette, pero ¿por qué no le contó que había quedado con Anna después? Una vieja historia, ¿y qué?

Fue una aventura breve y tormentosa que dejó cicatrices, pero ninguna lesión permanente. Hablarían, tomarían un café, se contarían cómo les iban las cosas. Y luego se marcharían cada uno por su lado.

Harry pulsó el botón para escuchar el resto del mensaje del contestador. La voz de Anna inundó el vestíbulo.

«Me alegro de que vayamos a vernos esta noche en M. Sólo quería decirte dos cosas. ¿Podrías pasarte por el cerrajero de la calle Vibe y recoger unas llaves que encargué? Está abierto hasta las siete, y he dejado tu nombre para retirarlas. Y, por favor, ¿podrías ponerte los vaqueros que sabes que tanto me gustaban?»

Una risa profunda y algo ronca.

Era la misma, sin duda.

5

Némesis

En medio de la oscuridad prematura del cielo de octubre, la lluvia describía líneas veloces a contraluz del farolillo suspendido sobre la placa de cerámica en la que Harry leyó «Aquí viven Espen, Stine y Trond Grette». «Aquí» era una casa adosada de Disengrenda. Tocó el timbre y miró a su alrededor. Disengrenda consistía en cuatro hileras de casas adosadas en medio de un extenso descampado llano, rodeado por bloques de viviendas que a Harry le recordaron a los intentos de los colonizadores por protegerse de los ataques de los indios. Y quizá fuese ésa la intención. Aquellas casas adosadas se construyeron en los años sesenta con la idea de alojar a la creciente clase media. La mermada población obrera autóctona de los edificios de Disenveien y Traverveien habría comprendido ya por aquel entonces que ésos eran los nuevos vencedores, los que asumirían la hegemonía del país en construcción.

– Parece que no está en casa -observó Harry llamando al timbre una vez más-. ¿Estás segura de que entendió que veníamos esta tarde?

– No.

– ¿Cómo que no?

Harry se volvió hacia Beate Lønn, que tiritaba debajo del paraguas. Llevaba falda y zapatos de tacón y, cuando la recogió delante del Schrøder, tuvo la impresión de que se había vestido para ir de visita.

– Grette confirmó la cita dos veces cuando llamé -aseguró la joven-. Pero parecía bastante… alterado.

Harry se asomó por la barandilla de la escalinata y pegó la nariz a la ventana de la cocina. Dentro estaba oscuro y no vio más que un calendario blanco con el logo de Nordea colgado en la pared.

– Pues nos vamos -declaró.

En ese momento, se abrió de golpe la ventana de la cocina de la casa vecina.

– ¿Buscáis a Trond?

La pregunta resonó con el acento de Bergen, con un deje tan marcado que todas las erres sonaban como el descarrilamiento de un tren de cercanías. Harry se dio la vuelta y vio la cara de una mujer morena y arrugada que parecía querer sonreír y adoptar un aspecto grave al mismo tiempo.

– Sí -dijo Harry.

– ¿Sois parientes?

– Policías.

– Ya -respondió la señora, borrando enseguida de su cara la expresión de funeral-. Creí que veníais a presentarle vuestras condolencias. El pobre está en la pista de tenis.

– ¿En la pista de tenis?

La mujer señaló con el dedo.

– Al otro lado del descampado. Lleva ahí desde las cuatro.

– Pero si es de noche -observó Beate-. Y está lloviendo.

La señora se encogió de hombros.

– Será el dolor -concluyó la mujer.

Arrastraba tanto las erres, que Harry recordó su infancia en Oppsal y los trozos de papel que solían colocar en las ruedas de las bicicletas para que golpeasen los radios.

– Ya veo que tú también eres de la parte este de la ciudad -le dijo Harry a Beate mientras caminaban en la dirección indicada por la vecina-. ¿O me equivoco?

– No -respondió Beate.

La pista de tenis estaba en el descampado, a medio camino entre los bloques de pisos y las casas adosadas. Se oían los golpes sordos de la pelota mojada contra las cuerdas de la raqueta y, al otro lado de una malla muy elevada, divisaron la silueta de un hombre que se disponía a hacer un saque en el repentino ocaso otoñal.

– ¡Hola! -gritó Harry al llegar a la malla.

El hombre que estaba al otro lado no contestó. Hasta entonces no habían visto que llevaba chaqueta, camisa y corbata.

– ¿Trond Grette?

El hombre lanzó una pelota que dio en un charco negro, rebotó en la malla y arrojó contra ellos una fina ducha de agua de lluvia que Beate paró con el paraguas.

Beate tironeó de la puerta.

– Ha cerrado por dentro -susurró.

– ¡Somos Hole y Lønn, de la policía! -gritó Harry-. Teníamos una cita, ¿podemos…? ¡Joder!

Harry no vio la pelota hasta que ésta fue a estrellarse contra la malla, donde se quedó incrustada a un palmo de su cara. Se secó el agua de los ojos y se miró la ropa. Parecía recién pintada a pistola, con agua sucia de color marrón rojizo. Al ver que el hombre lanzaba al aire la siguiente pelota, Harry se puso de espaldas.

– ¡Trond Grette! -el grito de Harry resonó haciendo eco entre los bloques.

Una pelota dibujó una parábola en el resplandor de las luces del bloque, antes de quedar engullida por la oscuridad y aterrizar en algún lugar del descampado. Harry se dio la vuelta, mirando otra vez a la pista, justo a tiempo de escuchar un grito salvaje y ver que una persona salía de la negrura y se le abalanzaba a toda velocidad. La malla acogió con un chirrido al jugador. Éste cayó a cuatro patas en la gravilla, se levantó, tomó impulso y se lanzó contra la malla una vez más. Volvió a caer, se levantó y reemprendió la embestida.

– Dios mío, se ha vuelto majareta -murmuró Harry.

De pronto aparecieron ante él una cara pálida y un par de ojos desencajados y Harry, de forma instintiva, retrocedió un paso. Era Beate que, tras encender la linterna, la apuntaba ahora hacia Grette, que se había quedado colgado de la malla. Tenía el cabello oscuro empapado y pegado a la frente blanca, y la mirada como si buscase un objetivo en el que fijar su atención mientras se deslizaba hacia abajo por la malla, igual que chorrea la nieve sucia por la ventanilla de un coche, hasta quedar inmóvil en el suelo.

– ¿Qué hacemos ahora? -musitó Beate.

Harry notó que algo le crujía entre los dientes, se escupió en la mano y, a la luz de la linterna, vio que era gravilla roja de la pista de tenis.

– Tú llamas a una ambulancia mientras yo busco unos alicates en el coche -respondió.

– ¿Y le administraron algún tranquilizante? -preguntó Anna.

Harry asintió con la cabeza al tiempo que le daba un trago a la Coca-Cola.

Los clientes del local, todos pijos y apenas adultos, ocupaban los taburetes que había a su alrededor, bebían vino en copas relucientes o tomaban cola light. M era, como la mayoría de los bares de Oslo, un establecimiento urbano un tanto provinciano y naiff pero, al mismo tiempo, despertaba una simpatía que a Harry le recordaba a Re, aquel chico de su clase de secundaria, educado y empollón, al que pillaron con un librito donde iba anotando las expresiones de la jerga que utilizaban los chicos más populares de la clase.

– Llevaron al pobre hombre al hospital. Luego hablamos otro ratito con la vecina y ella nos contó que se había pasado las noches haciendo saques desde que le asesinaron a la mujer.

– Jo, ¿por qué haría tal cosa?

Harry se encogió de hombros.

– No es de extrañar que la gente se vuelva sicótica cuando pierde de esa forma a un ser querido. Hay quienes, simplemente, lo niegan todo y fingen que el muerto sigue vivo. Según la vecina, Stine y Trond Grette hacían muy buena pareja en dobles mixtos y, en verano, se pasaban casi todas las tardes entrenando.

– ¿Así que era como si esperara que la mujer le devolviera el saque?

– Podría ser.

– ¡Qué barbaridad! ¿Me pides una cerveza mientras voy al baño?

Anna bajó del asiento contoneándose y desapareció hacia el fondo del local. Harry intentó no mirarla cuando se alejaba. No tenía por qué, ya había visto lo que necesitaba ver. Anna tenía ahora algunas arrugas alrededor de los ojos y un par de canas en su melena negra; por lo demás, era la misma. Los mismos ojos negros de mirada como acosada bajo unas cejas muy juntas, la misma nariz fina sobre unos labios carnosos y vulgares, y las mejillas hundidas que a veces le otorgaban una expresión hambrienta. Quizá no pudiera decirse que era guapa, tenía unas facciones demasiado duras y grandes, pero su cuerpo esbelto conservaba aún suficientes curvas como para que al menos dos hombres, según contó Harry, perdieran el hilo al verla pasar hacia los servicios.

Harry encendió otro cigarrillo. Después de visitar a Grette fueron a ver a Helge Klementsen, el director de la sucursal, que tampoco les proporcionó gran cosa con la que trabajar. El hombre seguía en una especie de estado de shock, y lo encontraron sentado en un sillón de su casa, en la calle Kjelsås, con la mirada fija en el caniche gigante que correteaba entre sus piernas, y en su mujer, que correteaba entre la cocina y el salón para servirles un café y las pastas más secas que Harry había probado en su vida. La indumentaria elegida por Beate armonizaba más con el hogar burgués de la familia Klementsen que los Levis raídos y las botas Doctor Martens de Harry. Aun así, fue sobre todo Harry quien conversó con la señora Klementsen, que no detenía su nervioso deambular, sobre la cantidad inusual de precipitaciones de este otoño y sobre el arte de hacer galletas, interrumpidos de vez en cuando por el sonido de pasos y sollozos procedentes del piso de arriba. La señora Klementsen les explicó que su hija Ina, pobrecita, estaba embarazada de seis meses de un hombre que acababa de largarse; a la isla de Kos, porqué el tipo era griego. Harry estuvo a punto de escupir sobre la mesa la galleta que tenía en la boca cuando por fin Beate tomó la palabra. Con total serenidad se dirigió a Helge Klementsen, quien ya no tenía por qué seguir al perro con la mirada puesto que el animal acababa de salir por la puerta del salón, y le preguntó:

– ¿Qué estatura diría que tenía el atracador?

Helge Klementsen la miró y se llevó la taza de café casi hasta la boca donde, necesariamente, tuvo que mantenerla en el aire, pues no podía beber y hablar al mismo tiempo.

– Era alto. Dos metros, quizá. Stine siempre llegaba puntual al trabajo.

– Tan alto no era, señor Klementsen.

– Bueno, uno noventa. Y siempre iba bien vestida.

– ¿Y cómo iba vestido el atracador?

– Llevaba algo negro, como de goma. Este verano se tomó unas vacaciones de verdad por primera vez. Se fue a Kos.

La señora Klementsen resopló.

– ¿Cómo que de goma? -preguntó Beate.

– Sí, como de goma. Y llevaba capucha.

– ¿De qué color, señor Klementsen?

– Roja.

Beate dejó de tomar notas. Minutos después, ya estaban sentados en el coche camino del centro.

– Si los jueces y los jurados supieran lo poco fiables que son los testimonios de los testigos en relación con atracos de este tipo, no nos permitirían utilizarlos como pruebas -aseguró Beate-. Es fascinante el margen de error de las reconstrucciones mentales de los testigos; es como si el miedo les pusiera una lente a través de la cual los atracadores parecen más altos y más negros, las armas, más numerosas y los segundos, más largos. El atracador tardó poco más de un minuto, pero la señora Brænne, la mujer que estaba en el mostrador más próximo a la entrada, dijo que estuvo en el banco cinco minutos como mínimo. Y no mide dos metros, sino 1,78 cm. A no ser que utilizase plantillas, lo que tampoco es inusual entre los profesionales.

– ¿Cómo puedes estar tan segura de su estatura?

– Por el vídeo. Mides la altura en el marco de la puerta cuando el atracador entra. Estuve en el banco esta mañana, tracé unas marcas con tiza, saqué nuevas fotos y medí.

– Ya. En la Brigada de Delitos Violentos encomendamos ese tipo de trabajos de medición a la científica.

– La medición de la estatura a partir de un vídeo es algo más complicada de lo que parece. La científica se equivocó en tres centímetros en la estatura del atracador del banco DnB de Kaldbakken en 1989, así que prefiero hacer mis propias mediciones.

Harry la miró pensando si debía preguntarle por qué se había hecho policía, pero optó por preguntarle si podía dejarlo delante del cerrajero de la calle Vibe. Antes de bajarse del coche, le preguntó también si se había fijado en que Klementsen no derramó una sola gota de la taza de café que sostenía en el aire mientras ella lo interrogaba, pero Beate no se había percatado de ese detalle.

– ¿Te gusta esto? -preguntó Anna, sentándose otra vez en el taburete.

– Bueno -Harry miró a su alrededor-. No es mi tipo de bar.

– El mío tampoco -respondió Anna al tiempo que cogía el bolso y se levantaba-. Vamos a mi casa.

– Acabo de pedirte una cerveza -observó Harry, señalando con la cabeza la pinta de líquido espumoso.

– Es tan aburrido beber sola -se lamentó Anna con un mohín-. Relájate, Harry. Ven.

Fuera había dejado de llover y el aire fresco y recién purificado olía bien.

– ¿Recuerdas aquel día de otoño en que nos dirigimos en coche al valle de Maridalen? -preguntó Anna al tiempo que echaba a andar cogida de su brazo.

– No -dijo Harry.

– ¡Claro que te acuerdas! En ese lamentable Ford Escort tuyo al que no se le pueden bajar los asientos.

Harry exhibió media sonrisa.

– Te estás ruborizando -exclamó ella entusiasmada-. Entonces, seguramente recordarás también que aparcamos y nos adentramos en el bosque. Y todas aquellas hojas amarillas eran como un… -Anna le apretó el brazo- un lecho. Un lecho robusto y dorado. -Se echó a reír y le dio una palmadita-. Y después tuve que ayudarte a empujar aquel cadáver de coche. Supongo que ya te habrás deshecho de él, ¿no?

– Bueno -dijo Harry-. Está en el taller. Ya veremos…

– Vaya, cualquiera diría que tienes un amigo en el hospital con un tumor o algo así. -Y añadió, suavemente-: No deberías haberte rendido tan fácilmente, Harry.

Él no contestó.

– Es aquí -dijo ella-. De eso sí que te acuerdas, ¿no?

Se habían detenido delante de una puerta azul en la calle Sorgenfrigata.

Harry se liberó con delicadeza.

– Escucha, Anna -comenzó intentando ignorar su mirada de advertencia-. Tengo una reunión mañana muy temprano con la unidad de vigilancia personal del Grupo de Atracos.

– Ni lo intentes -dijo ella abriendo la puerta.

De pronto, Harry recordó el encargo, metió la mano en el bolsillo interior de la gabardina y le entregó a Anna un sobre amarillo.

– Toma, es del cerrajero.

– Ah, la llave. ¿Algún problema para retirarla?

– El tío de la cerrajería estudió mi identificación con detenimiento. Y tuve que firmar. Un tipo muy raro.

Harry miró el reloj y bostezó.

– Son muy estrictos a la hora de entregar esas llaves especiales -dijo Anna rápidamente-. Valen para todo el edificio, la puerta de entrada, la del sótano, la del apartamento, para todo. -Dejó escapar una risa repentina y nerviosa-. Para admitir el encargo de esta copia, pidieron una autorización escrita de la comunidad.

– Comprendo -dijo Harry, que se balanceó sobre los talones y tomó aire dispuesto a darle las buenas noches.

Ella se le adelantó y, con voz casi suplicante, le propuso:

– Sólo un café, Harry…


La misma araña colgaba sobre los mismos muebles antiguos del comedor del gran salón. Harry creía recordar que las paredes eran claras, de color blanco o quizás amarillo pálido, pero no estaba seguro. En cualquier caso, ahora eran azules y la habitación parecía más pequeña. Tal vez Anna hubiese querido reducir el vacío. No debe de ser fácil, para una persona sola, llenar un piso de tres salones y dos dormitorios enormes con techos de tres metros y medio de altura. Según recordaba Harry, Anna le había contado que también su abuela había vivido sola allí, aunque no pasaba mucho tiempo en el apartamento pues era una célebre soprano y, mientras pudo cantar, viajó incansablemente por todo el mundo.

Anna se fue a la cocina y Harry echó una mirada al salón contiguo. No había muebles ni decoración alguna, pero sí un potro con dos aros en la parte superior. Estaba en el centro de la habitación, era tan alto como un poni islandés y descansaba sobre cuatro patas de madera. Harry se acercó al potro y pasó la mano por la piel marrón y lisa.

– ¿Has empezado a hacer gimnasia? -le preguntó a Anna alzando la voz.

– ¿Te refieres al potro? -respondió Anna desde la cocina.

– Creía que era un aparato para hombres.

– Y lo es. ¿Estás seguro de que no te apetece una cerveza, Harry?

– Totalmente seguro -confirmó-. Pero dime, en serio, ¿por qué lo tienes aquí?

Harry se sobresaltó cuando, de repente, oyó la voz de Anna justo a su espalda.

– Porque me gusta hacer cosas de hombres.

Harry se dio la vuelta. Anna se había quitado el jersey y permaneció en el umbral de la puerta. En el último instante, Harry logró no mirarla como en el ascensor.

– Se lo compré a la Asociación de Gimnasia de Oslo. Se convertirá en una obra de arte. Un montaje. Como el que llamé «Contacto», que seguramente recordarás.

– ¿Te refieres a aquella caja que colocaste sobre una mesa cubierta por una cortina y en la que había que meter la mano? Tenía un montón de manos artificiales dentro y se suponía que había que estrecharlas, ¿no?

– O acariciarlas. O flirtear con ellas. O rechazarlas. Dentro había unos radiadores que mantenían las manos artificiales a la temperatura del cuerpo humano, y así daban el pego, ¿no es cierto? La gente creía que había alguien escondido debajo de la mesa. Ven, deja que te enseñe otra cosa.

Harry la siguió hacia el salón del fondo. Anna abrió unas puertas correderas, cogió a Harry de la mano y lo condujo hacia el interior a oscuras. Cuando encendió la luz, Harry se quedó mirando la lámpara. Era una lámpara de pie dorada con forma de mujer, que sostenía una balanza en una mano y una espada en la otra. Tenía tres focos que coronaban la punta de la espada, la balanza y la cabeza de la mujer, respectivamente, y cuando Harry se dio la vuelta vio que los focos iluminaban sendas pinturas al óleo. Dos de ellas estaban colgadas de la pared y la tercera, que parecía inacabada, descansaba en un caballete de cuya esquina izquierda pendía una paleta con manchas ocres y amarillas.

– ¿Qué son estos cuadros? -quiso saber Harry.

– Son retratos, ¿no lo ves?

– Ya. ¿Esto de aquí son los ojos? -preguntó señalando con el dedo-. ¿Y eso, la boca?

Anna ladeó la cabeza.

– Si a ti te lo parece. Son tres hombres.

– ¿Alguno que yo conozca?

Anna se quedó pensativa y miró a Harry un buen rato antes de contestar.

– No, creo que no conoces a ninguno de ellos. Pero puedes llegar a conocerlos. Si lo deseas de verdad.

Harry estudió detenidamente los cuadros.

– Dime lo que ves.

– Veo a mi vecino en un trineo. Veo a un tío saliendo al mismo tiempo que yo de la trastienda del cerrajero. Y veo al camarero del M. ¡Ah!, y al presentador Per Ståle Lønning.

Anna rompió a reír.

– ¿Sabías que la retina invierte los objetos y que el cerebro primero los percibe invertidos? Para ver las cosas como son realmente, hay que observarlas en un espejo. Si lo hicieras, verías en los cuadros a otras personas totalmente distintas. -Anna hablaba con el brillo del entusiasmo en la mirada y Harry no tuvo valor para contradecirla y decirle que la retina invierte las imágenes en vertical y no en horizontal-. Ésta será mi obra maestra, Harry. La obra por la que se me recordará.

– ¿Estos retratos?

– No, ellos sólo constituyen una parte del conjunto de la obra. Aún no está terminada. Pero ya la verás.

– Ya. ¿Cómo piensas llamarla?

– Némesis -declaró en voz baja.

Harry la miró inquisitivo y sus miradas quedaron en suspenso un instante.

– Por la diosa, ya sabes.

Una mitad de su rostro estaba en sombras. Harry desvió la mirada. Ya había visto bastante. Tenía la espalda arqueada, como esperando una pareja de baile, un pie un poco adelantado, como indeciso sobre si ir o venir, el pecho jadeante y el cuello, esbelto y surcado por una vena donde Harry creyó distinguir sus latidos. Se sentía acalorado, como aquejado por cierto mareo. ¿Qué fue lo que le dijo Anna? «No deberías haberte rendido tan fácilmente.» ¿Fue eso lo que hizo?

– Harry…

– Tengo que irme -dijo él.

Le quitó el vestido; ella cayó de espaldas, entre risas, sobre la sábana blanca. Soltó la hebilla del cinturón mientras la luz turquesa que se filtraba desde las palmeras ondeantes del salvapantallas del portátil que había sobre el escritorio, recorría los diablillos y demonios que gruñían boquiabiertos desde las imponentes tallas del cabecero.

Anna le había contado que la cama perteneció a su abuela y que llevaba allí cerca de ochenta años. Le mordió la oreja y le susurró al oído palabras en un idioma desconocido. Luego dejó de susurrar y se tumbó sobre él gimiendo, riendo, murmurando e invocando a los dioses mientras él deseaba que aquello durase siempre. Y justo antes de que se corriera, ella se detuvo de repente, le sujetó la cara entre las manos y le preguntó en un susurro:

– ¿Mío para siempre?

– Ni de coña -respondió él riéndose antes de darse la vuelta para quedar encima de ella.

Los demonios de madera se reían.

– ¿Mío para siempre?

– Sí -gimió. Y se corrió.

Ya calmadas las risas, sudorosos y abrazados sobre el edredón, Anna le contó que la cama se la había regalado a su abuela un noble español.

– Después de un concierto que dio en Sevilla en 1911 -dijo levantando un poco la cabeza para coger con los labios el cigarrillo que Harry le ofrecía-. La cama llegó a Oslo tres meses después, en el vapor Elenora. El azar y algo más quiso que Jesper Nosecuántos, el capitán danés del barco, se convirtiera en el primer amante de la abuela, que no el primer amor, en visitar esta cama. Al parecer, Jesper era un hombre muy apasionado y por eso, según la abuela, le faltaba la cabeza al caballo de la parte superior del cabecero. El capitán Jesper lo arrancó de un mordisco en pleno éxtasis.

Anna reía y Harry sonrió. El cigarrillo se había consumido y volvieron a hacer el amor mecidos por el crujir y el vaivén de la madera española, lo que inspiró a Harry a imaginar que se hallaban a bordo de un barco y que nadie llevaba el timón, pero que no importaba.

Hacía ya mucho de aquello y fue la primera y la última noche que Harry se durmió sobrio en la cama de la abuela de Anna.

Se dio la vuelta en la estrecha cama de hierro. La pantalla del reloj que tenía en la mesilla indicaba las 03.21 horas. Lanzó una maldición. Cerró los ojos y su pensamiento regresó poco a poco al recuerdo de Anna y del verano que pasaron sobre las sábanas blancas de la cama de su abuela. Estuvo borracho la mayor parte del tiempo, pero las noches que recordaba fueron rosas y maravillosas, cual tarjetas eróticas. Hasta las últimas palabras que pronunció al finalizar aquel estío fueron una frase hecha dicha con calor y mucho sentimiento por su parte: «Te mereces a alguien mejor que yo».

Por aquel entonces bebía tanto que se abocaba a un único final posible. Y en uno de sus momentos de lucidez decidió no arrastrarla a ella en la caída. Anna lo maldijo en su lengua extranjera y le juró que algún día le pagaría con la misma moneda: le arrebataría lo único que había amado.

Habían pasado ya siete años y aquello no duró más que seis semanas. Después, sólo la había visto en dos ocasiones. La primera en un bar: ella se le acercó y le rogó llorando que se fuera a otro sitio, cosa que hizo. Y la segunda en una exposición a la que Harry había llevado a Søs, su hermana pequeña. Él le dijo que la llamaría, pero no lo hizo.

Harry se giró otra vez a mirar el reloj. Las 3.32. La besó. Ahora, aquella noche. Después de cruzar la puerta de cristal rugoso de su apartamento y ya sintiéndose seguro, se inclinó para darle un abrazo de buenas noches que se convirtió en un beso. Fácil e inocuo. O al menos, fácil. Las 3.33. ¡Mierda! ¿Desde cuándo era tan sensible como para sentir remordimientos por darle a una vieja amiga un beso de buenas nqches? Harry intentó respirar hondo ya un ritmo acompasado, y concentrarse en las posibles rutas para escapar desde la calle Bogstadveien pasando por la calle Industrigata. Aspirar. Espirar. Aspirar otra vez. Aún era capaz de recordar su olor. El dulce peso de su cuerpo. Los sonidos ásperos y acuciantes del músculo de su lengua.

6

Guindilla

Los primeros rayos de sol despuntaban apenas por la cima de la colina de Ekebergåsen, por debajo de la persiana a medio subir de la sala de reuniones de la Brigada de Delitos Violentos, y fueron a dar en los pliegues del contorno de los ojos entrecerrados de Harry. Al otro lado de la larga mesa estaba Rune Ivarsson balanceándose sobre los talones, con las piernas ligeramente separadas y las manos a la espalda. En un bloc gigante que colgaba detrás de Ivarsson se leía en letras mayúsculas, grandes y rojas la palabra «BIENVENIDO». Harry imaginaba que lo habría aprendido en algún seminario de presentación, e hizo un leve intento de ahogar un bostezo en cuanto el jefe de brigada empezó a hablar.

– Buenos días a todos. Los ocho agentes congregados hoy alrededor de esta mesa formamos el grupo de investigación responsable del atraco cometido el viernes en la calle Bogstadveien.

– El asesinato -murmuró Harry.

– ¿Perdón?

Harry se irguió un poco en la silla. Fuera cual fuese la postura adoptada los dichosos rayos del sol lo cegaban por completo.

– Lo correcto sería considerarlo un asesinato y llevar a cabo la investigación de acuerdo con ese presupuesto.

Ivarsson exhibió media sonrisa que no dedicó a Harry, sino a los demás participantes de la reunión, a quienes fue mirando de uno en uno.

– Había pensado comenzar por las presentaciones, pero parece que nuestro amigo de la Brigada de Delitos Violentos ya ha empezado. Bjarne Møller, el jefe de dicha brigada, nos ha cedido amablemente al comisario Harry Hole, especialista en homicidios.

– Asesinatos -puntualizó Harry.

– Asesinatos. A la izquierda de Hole tenemos a Torleif Weber, de la científica, responsable de examinar el lugar de los hechos. Weber es, como algunos de vosotros ya sabéis, nuestro rastreador más experto. Conocido por sus dotes analíticas y su infalible intuición. El comisario jefe llegó a decir en una ocasión que le gustaría incorporar a Weber en su grupo de cacería de Trysil… como perro.

Estallaron las risas en torno a la mesa, pero Harry no tuvo que mirar a Weber para saber que él no sonreía. Weber no sonreía casi nunca y, desde luego, no le sonreía a quien no le gustaba, y a Weber no le gustaba casi nadie. Y mucho menos le gustaba el grupo de jefes jóvenes constituido, en su opinión, por trepas incompetentes, sin interés alguno por el trabajo ni por el cuerpo, pero con una afición desmesurada al poder y la influencia burocrática a la que accederían representando el papel de actor invitado en la Comisaría Central.

Ivarsson sonrió balanceándose satisfecho, como un capitán en medio del oleaje, a la espera de que cesaran las risas.

– Beate Lønn, nuestra especialista en análisis de audiovisuales, es novata en este contexto.

Beate se puso como un tomate.

– Beate es la hija de Jørgen Lønn, que durante más de veinte años trabajó en la Brigada de Robos y Delitos Violentos, como se llamaba entonces. Por ahora, parece que no defraudará la memoria legendaria de su padre, pues ya ha contribuido de forma decisiva al esclarecimiento de varios casos. No sé si lo he mencionado antes, pero en el Grupo de Atracos hemos incrementado el porcentaje de resolución de casos cerca de un cincuenta por ciento, lo que en un contexto internacional se considera…

– Sí, Ivarsson, ya lo has mencionado.

– Gracias.

Esta vez Ivarsson miró directamente a Harry al lanzar esa tiesa sonrisa suya de reptil que dejaba al aire parte de la dentadura. Y, con ella pintada en la cara, siguió hasta terminar las presentaciones. Harry conocía a dos de los colegas. Magnus Risan, un chico joven de Tomrefjorden que pasó seis meses en la Brigada de Delitos Violentos y dejó una buena impresión. El otro era Didrik Gudmundson, el investigador más experto de los allí congregados y el segundo de a bordo de la brigada. Un policía de talante sereno que trabajaba metódicamente y con el que Harry jamás había tenido problemas. Los dos últimos, apellidados Li, también pertenecían al Grupo de Atracos, pero Harry constató enseguida que no eran gemelos precisamente. Toril Li era una mujer alta y rubia de boca fina y rostro hermético, y Ola Li era un hombre bajo y pelirrojo con cara de gnomo y ojos risueños. Harry se había cruzado con ellos por los pasillos lo bastante como para considerar natural saludarlos, pero nunca se le había ocurrido hacerlo.

– Me imagino que a mí ya me conocéis -dijo Ivarsson para terminar la ronda-. Pero sólo para dejarlo dicho, soy el jefe del Grupo de Atracos, y se me ha encomendado la dirección de esta investigación. Y, en respuesta a tu observación del principio, Hole, no es la primera vez que investigamos un atraco que haya derivado en homicidio.

Harry intentó no hacerlo. Se esforzó de verdad. Pero la sonrisa de cocodrilo se lo impidió.

– ¿Con un porcentaje de esclarecimiento justo por debajo del cincuenta por ciento también en esos casos?

Sólo se rió uno de los presentes, pero lo hizo con ganas. Y fue Weber.

– Perdón, creo que se me olvidó deciros algo sobre Hole -intervino Ivarsson, ya sin sonreír-. Tiene grandes dotes cómicas. He oído decir que es casi tan bueno como el gran Rene Arve Opsahl.

Se hizo un incómodo silencio, seguido de la risita breve y ruidosa de Ivarsson y de un aciago rumor que se extendió por toda la mesa.

– Vale, empecemos con una síntesis.

Ivarsson pasó la primera hoja del gran bloc. La siguiente estaba en blanco, salvo por el titular «CIENTÍFICA». Retiró el tapón del rotulador y se dispuso a escribir.

– Adelante, Weber.

Karl Weber se levantó. Era un hombre de baja estatura, con barba y una cabellera leonada y cenicienta. Su voz resonaba como un murmullo ominoso de baja frecuencia, pero lo bastante claró.

– Seré breve.

– No te preocupes -lo tranquilizó Ivarsson poniendo el rotulador en la hoja-. Tómate el tiempo que necesites, Karl.

– Seré breve porque no necesito mucho tiempo para decir lo que tengo que decir -gruñó Weber-. No tenemos nada.

– Entiendo -dijo Ivarsson y bajó el rotulador-. Cuando dices nada, ¿a qué te refieres exactamente?

– Tenemos una huella de una zapatilla Nike, totalmente nueva, del cuarenta y cinco. Casi todo lo relativo a este atraco es de lo más profesional, de modo que lo único que me indica este dato es que probablemente no sea ése el número real del atracador. Los chicos de balística ya han analizado el proyectil. Munición estándar de 7,62 milímetros para AG3, la munición más corriente de las utilizadas en todo el reino de Noruega, pues es la habitual en cualquier barracón militar, en todos los arsenales de armamento y en los hogares de los oficiales del ejército o de los miembros de la milicia local de este país. En otras palabras, es imposible de rastrear. Aparte de eso, es como si nunca hubiera estado allí dentro. O fuera, por cierto, pues también hemos buscado rastros en el exterior.

Weber se sentó.

– Gracias, Weber, ha sido… esclarecedor.

Ivarsson pasó a la siguiente página, titulada «TESTIGOS».

– ¿Hole?

Harry se hundió un poco más en la silla.

– Todos los que estaban en el banco durante el atraco prestaron declaración inmediatamente después, y ninguno puede contarnos nada que no se vea en la grabación de vídeo. Bueno, recuerdan un par de cosas que sabemos positivamente que no son ciertas. Un testigo vio al atracador desaparecer subiendo por la calle Industrigata. No disponemos de más testimonios.

– Lo cual nos lleva al siguiente punto, que son los coches de fuga -explicó Ivarsson-. ¿Toril?

Torn Li se acercó y encendió el proyector, donde ya había una transparencia con la lista de los coches robados durante los últimos tres meses. En su duro acento de Sunnmøre, señaló los cuatro coches más probables, en su opinión, para efectuar la fuga, basándose en que pertenecían a marcas y modelos muy comunes, tenían colores neutrales y claros y eran lo bastante nuevos como para que el atracador confiara en que no iban a fallar. Uno de los coches, un Volkswagen Golf GTI aparcado en la calle Maridalsveien, resultaba especialmente interesante, ya que había sido robado la noche anterior al atraco.

– Los atracadores suelen robar el coche de la huida lo más cerca posible del momento del atraco, de modo que no figuren aún en los listados de los policías que patrullan las calles -explicó Toril Li, apagando el proyector y sacando la transparencia antes de volver a su sitio.

Ivarsson asintió con la cabeza.

– Gracias.

– De nada -susurró Harry a Weber.

El titular de la siguiente hoja era «ANÁLISIS DE VÍDEO». Ivarsson había vuelto a tapar el rotulador. Beate tragó saliva, carraspeó, tomó un sorbo del vaso que tenía delante y volvió a carraspear antes de empezar, con la mirada clavada en la mesa.

– He medido la estatura…

– Por favor, habla un poco más alto, Beate. -Dijo Ivarsson con su sonrisa de reptil.

Beate carraspeaba una y otra vez.

– He medido la estatura del atracador a partir de la imagen del vídeo. Mide 1,79 m. Lo he consultado con Weber, que está de acuerdo.

Weber asintió con la cabeza.

– ¡Estupendo! -gritó Ivarsson con forzado entusiasmo en la voz, quitó el tapón del rotulador y anotó: «ESTATURA 179 cm».

Beate continuó con su exposición.

– Acabo de hablar con Aslaksen, de la Politécnica de Oslo, nuestro analista de voces. Ha estudiado las cinco palabras que el atracador dice en inglés. Dijo que… -Beate lanzó una mirada angustiada en dirección a Ivarsson, ahora de espaldas, listo para anotar- dijo que la grabación era de muy mala calidad, inservible.

Ivarsson bajó el brazo al mismo tiempo que el sol desaparecía detrás de una nube y el gran rectángulo de luz que se reflejaba en la pared posterior pareció desaparecer al mismo tiempo. Se hizo un silencio total en la sala de reuniones. Ivarsson tomó aire y se puso de puntillas, a la ofensiva.

– Menos mal que hemos guardado el triunfo para el final.

El jefe del Grupo de Atracos pasó a la hoja final del bloc: «VIGILANCIA DE PERSONAS».

– Probablemente debamos explicar a los que no hayáis trabajado en el Grupo de Atracos que los primeros a los que implicamos cuando disponemos de una grabación de un atraco es a los compañeros de vigilancia. En siete de cada diez casos, una buena grabación revela quién es el atracador, siempre que se trate de un viejo conocido nuestro.

– ¿Aunque estén enmascarados? -preguntó Weber.

Ivarsson hizo un gesto afirmativo.

– Un observador atento detectará a un viejo conocido por la constitución, el lenguaje gestual, la voz, la forma en que habla durante el atraco, todos esos detalles que no puedes ocultar tras una máscara.

– Pero no basta con saber quién es -intercaló, Didrik Gudmundson, el segundo de Ivarsson-. Necesitamos…

– Exacto -lo interrumpió Ivarsson-. Necesitamos pruebas. Un atracador puede deletrearle su nombre a la cámara de vigilancia pero, mientras permanezca enmascarado y no deje pruebas técnicas, estamos en las mismas, desde un punto de vista jurídico.

– ¿Y cuántos de los siete que reconocéis por las grabaciones son condenados por robo?-intervino Weber

– Algunos -respondió Gudmundson-. En cualquier caso, es mejor saber quién es el autor de un atraco aunque luego no lleguen a condenarlo porque así adquirimos información sobre sus pautas y métodos. Y la próxima vez que lo intentan, los atrapamos.

– ¿Y si no hay una próxima vez? -preguntó Harry, a quien no pasó inadvertido el modo en que se dilataban las venas que pasaban justo por encima de las orejas de Ivarsson cuando éste se reía.

– Querido experto en asesinatos -respondió Ivarsson, aún risueño-. Si miras a tu alrededor, verás que la mayoría de los aquí presentes se ríe en tu cara de lo que acabas de preguntar. Y la razón es muy sencilla: un atracador que lleva a cabo un buen golpe siempre, siempre lo intentará otra vez. Es la ley de la gravedad del atraco.

Ivarsson miró por la ventana y se permitió otra risa más antes de girarse bruscamente sobre los talones.

– Si estamos de acuerdo en dar por finalizada la sesión de educación de adultos, quizá podamos pasar a comprobar si tenemos a alguien en el punto de mira. ¿Ola?

Ola Li miró a Ivarsson, no estaba seguro de si debía levantarse o no, y al final optó por permanecer sentado.

– Sí, resulta que yo estaba de guardia el fin de semana. A las ocho de la tarde del viernes teníamos un vídeo preparado, así que llamé a los de vigilancia que estaban de guardia para repasarlo en House of Pain. A los que no estaban de guardia se les pidió que lo estudiaran el sábado. Un total de trece personas de vigilancia estuvieron presentes, el primer grupo, el viernes a las ocho, y el segundo…

– Muy bien, Ola -atajó Ivarsson-. Sólo cuéntanos lo que encontrasteis.

Ola soltó una risita nerviosa que sonó como un intento de graznido de gaviota.

– ¿Y bien?

– Espen Vaaland está de baja -explicó Ola-. Él conoce a la mayoría de los delincuentes del mundillo del robo. Internaré qué venga mañana.

– ¿Qué es lo que intentas decir?

Los ojos de Ola recorrieron fugaces las caras de los reunidos en torno a la mesa.

– No mucho -confesó en voz muy baja.

– Ola es todavía bastante nuevo en esto -aclaró Ivarsson, mientras Harry observaba que se le tensaba la mandíbula-. Ola persigue una identificación al cien por cien segura, y eso es muy loable pero demasiado pedir. El atracador…

– El asesino.

– … va enmascarado de arriba abajo, es de mediana estatura, no abre la boca, intenta moverse atípicamente y lleva unos zapatos demasiado grandes. -Ivarsson elevó el volumen de su voz-. Así que será mejor que nos des tu lista, Ola. ¿Quiénes son los posibles culpables?

– No hay posibles…

– ¡Tiene que haberlos!

– No -reiteró Ola tragando saliva.

– ¿Estás intentando decirnos que nadie tenía ninguna propuesta, que ninguna de nuestras ratas de alcantarilla voluntarias que se enorgullecen de codearse a diario con los peores delincuentes de Oslo, de todos esos celosos maderos que en nueve de cada diez casos de atraco se enteran oficiosamente de quién conducía el coche, quién llevaba las sacas con el dinero y quién vigilaba la puerta… de repente, ninguno se atreve a especular siquiera?

– Sí, especular sí especularon. Mencionaron seis nombres.

– ¡Pues desembucha de una vez, hombre!

– He comprobado todos los nombres. Tres están en la cárcel. A otro lo vio un colega de vigilancia en el bar Plata, justo a la hora en que se cometió el atraco. Otro está en Pattaya, Tailandia, lo he confirmado. Y luego… había uno en el que coincidieron todos por tener una constitución parecida y por la ejecución tan profesional, me refiero a Bjørn Johansen, de la banda de Tveita.

– ¿Sí?

Se diría que Ola deseaba meterse debajo de la mesa más que nada en el mundo.

– Pues que estaba en el hospital de Ullevål. Lo operaron el viernes, de aures alatae.

– ¿Aures alatae?

– Orejas prominentes -suspiró Harry secándose una gota de sudor de la ceja-. Te aseguro que Ivarsson estaba a punto de estallar. ¿Hasta dónde has llegado?

– Acabo de pasar veintiuno. -La voz de Halvorsen resonó chillona entre las paredes de hormigón. A esa hora tan temprana de la tarde, tenían el gimnasio de la comisaría prácticamente para ellos solos.

– ¿Has cogido un atajo o qué? -Harry apretó los dientes y consiguió aumentar un poco la frecuencia del pedaleo. Ya se había formado un charco de sudor alrededor de la bicicleta ergométrica, en tanto que Halvorsen apenas tenía la frente húmeda.

– Así que estáis totalmente en blanco, ¿no? -preguntó Halvorsen con una respiración regular y tranquila.

– A no ser que haya algo relacionado con lo que Beate Lønn dijo al final, es verdad que no tenemos mucho.

– ¿Y qué dijo?

– Está trabajando en un programa de ordenador que compone una imagen tridimensional de la cabeza y las facciones del atracador a partir de las imágenes del vídeo.

– ¿Con máscara?

– El programa utiliza la información que recibe de las imágenes. Luz, sombra, concavidades, protuberancias. Cuanto más apretada esté la máscara, más fácil es componer una imagen que se parezca a la persona que se esconde debajo. De todos modos sólo será un boceto, pero Beate dice que puede utilizarlo para cotejarlo con fotos de sospechosos.

– Pero, ¿con qué lo hace? ¿Con el programa de identificación del FBI? -Halvorsen se volvió hacia Harry y constató con cierta fascinación que la mancha de sudor que empezó en el pecho, a la altura del logo de Jokke & Valentinerne, se había extendido ya a toda la camiseta.

– No, Beate tiene un programa mejor -aseguró Harry-. ¿A qué frecuencia vas?

– Veintidós. ¿Qué programa es?

– Gyrus fusiforme.

– ¿De Microsoft o de Apple?

Harry se señaló con el dedo la frente, enrojecida por el esfuerzo.

– Aplicaciones conjuntas. Se encuentra en la región temporal del cerebro y su única función es reconocer rostros. No hace otra cosa. Esa pequeña porción nos capacita para diferenciar cientos de miles de rostros humanos, pero apenas una docena de hipopótamos.

– ¿Hipopótamos?

Harry apretó bien los ojos en un intento por liberarse de las ardientes gotas de sudor.

– Era un ejemplo, Halvorsen. Pero, por lo visto, Beate Lønn es un caso muy especial. Su giro fusiforme tiene un par de vueltas adicionales que le permiten recordar casi todos los rostros que ha visto durante toda su vida. Y no estoy hablando sólo de personas que conoce o con las que haya hablado, sino hasta de una cara encubierta por un par de gafas de sol que haya pasado a su lado por la calle, entre la multitud y hace quince años.

– Estás de coña.

– No. -Harry relajó el cuello para recuperar la respiración y poder continuar-. Sólo se conocen unos doscientos casos de personas como ella. Didrik Gudmundson dijo que en la Academia de Policía superó una prueba que la reveló muy superior a todos los programas de identificación conocidos. Esa mujer es un fichero de rostros ambulante. Si te pregunta dónde te ha visto antes, seguro que no es sólo un truco para ligar.

– ¡Madre mía! ¿Qué hace en la policía? Con ese talento, quiero decir.

Harry se encogió de hombros.

– ¿Recuerdas al investigador que sufrió un tiroteo durante aquel atraco en Ryen, en los años ochenta?

– Yo aún no era policía entonces.

– El hombre se encontraba en los alrededores por casualidad cuando se emitió el aviso, fue el primero en llegar y entró en el banco dispuesto a negociar, pese a no estar armado. Lo ametrallaron con un arma automática y nunca atraparon a los atracadores. Después, su caso se utilizó en la Academia de Policía como ejemplo de lo que no se debe hacer cuando se llega al lugar de un atraco.

– Hay que esperar a que acudan los refuerzos y no hay que enfrentarse a los atracadores, para evitar exponer a peligros innecesarios tanto a uno mismo, como a los empleados del banco y a los propios delincuentes.

– Correcto, eso dicen los manuales. Lo extraño es que aquel policía era uno de los mejores y más expertos investigadores con que contaban entonces. Jørgen Lønn. El padre de Beate.

– Ya. ¿Y tú crees que ésa es la razón por la que ella se hizo policía?

– Puede ser.

– ¿Está buena?

– Es muy capaz. ¿Por dónde vas?

– Acabo de pasar veinticuatro, faltan seis.

– Veintidós. Sabes que te alcanzaré, ¿verdad?

– Esta vez no -aseguró Halvorsen, y aumentó la frecuencia.

– Sí, porque ahora vienen las cuestas y a mí se me dan mejor, mientras que tú te pondrás nervioso y tenso. Como siempre.

– Esta vez no -reiteró Halvorsen apretando el ritmo. Una gota de sudor se abrió paso por su tupida cabellera. Hárry sonrió y se inclinó sobre el manillar.

Bjarne Møller miró alternativamente la lista de la compra que le había dado su mujer y la estantería donde se hallaba lo que él creía era cilantro. Margrete se había vuelto una entusiasta de la comida tailandesa desde las vacaciones pasadas en Puket el invierno anterior, pero el jefe de la Brigada de Delitos Violentos no estaba aún familiarizado del todo con las diferentes verduras que volaban a diario desde Bangkok hasta la tienda de comestibles de Grønlandsleiret.

– Es guindilla verde, jefe -resonó una voz justo a su lado. Bjarne Møller dio un respingo y, al volverse, vio la cara sudorosa y acalorada de Harry-. Con dos de ésos y unas rodajas de jengibre se hace una sopa torn yam con la que echas humo por las orejas, pero el sudor ayuda a eliminar muchas toxinas.

– Vaya, Harry, pues se diría que es lo que acabas de comer tú.

– No, vengo de un pequeño duelo en bicicleta con Halvorsen.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué es eso que llevas en la mano?

– Japonesa. Un tipo de guindilla roja.

– No sabía que guisaras.

Harry miró la bolsa de guindillas con cierta sorpresa, como si también fuera una novedad para él.

– Jefe, me alegro mucho de que nos hayamos encontrado. Tenemos un problema.

Møller empezó a sentir un molesto picor en el cuero cabelludo.

– No sé quién habrá decidido poner a Ivarsson al frente de la investigación del asesinato de la calle Bogstadveien, pero no funciona.

Møller dejó la lista de la compra en la cesta.

– ¿Cuánto tiempo lleváis trabajando juntos? ¿Dos días enteros?

– Ésa no es la cuestión, jefe.

– Sólo por una vez, Harry, ¿no podrías dedicarte exclusivamente a la investigación y dejar que otros decidan cómo se organiza? No tienes que llevar siempre la contraria y, en cualquier caso, no sufrirás daños irreparables por probar, ¿no?

– Yo sólo quiero que el caso se resuelva pronto, para continuar con el otro asunto, ya sabes.

– Sí, lo sé. Pero llevas trabajando en ese asunto más de los seis meses que te concedí y no puedo justificar el empleo prolongado de tiempo y de recursos basándome en consideraciones personales y sentimentales, Harry.

– Era nuestra colega, jefe.

– ¡Lo sé! -estalló Møller con brusquedad. Luego miró a su alrededor y continuó en voz más baja-. ¿Cuál es el problema, Harry?

– Ellos están acostumbrados a trabajar sólo con atracos y, además, Ivarsson no tiene el menor interés por las ideas constructivas.

Bjarne Møller no pudo evitar sonreír al pensar en «las ideas constructivas» de Harry. Éste se le acercó un poco más y, con la mayor soltura y vehemencia, le explicó:

– ¿Qué es lo primero que nos preguntamos cuando se comete un homicidio, jefe? El porqué. Cuál es el móvil, ¿no es cierto? En el Grupo de Atracos están tan seguros de que el móvil es el dinero que ni siquiera se plantean la pregunta.

– ¿Y cuál crees tú que es el móvil?

– Yo no creo nada, la cuestión es que están aplicando un método equivocado.

– Otro método, Harry, están aplicando otro método. Tengo que terminar la compra e irme a casa, Harry, así que cuéntame qué quieres.

– Quiero que hables con quien tienes que hablar para que pueda llevarme a uno de los otros colegas y trabajar en solitario.

– ¿Desligarte del grupo de investigación?

– Llevar una investigación paralela.

– Harry…

– Así fue como atrapamos al Petirrojo, ¿lo recuerdas?

– Harry, no puedo inmiscuirme…

– Quiero llevarme a Beate Lønn. Los dos empezaremos desde el principio. Ivarsson ya está a punto de quedarse en punto muerto y…

– ¡Harry!

– ¿Sí?

– ¿Cuál es la verdadera razón?

Harry cambió de postura para descansar el peso del cuerpo sobre otro pie.

– No puedo trabajar con ese cocodrilo.

– ¿Ivarsson?

– Si sigo ahí, no tardaré en cometer alguna puta estupidez.

Bjarne Møller frunció el entrecejo con expresión displicente.

– ¿Es una amenaza?

Harry le puso la mano en el hombro.

– Sólo este favor, jefe. Y nunca más te pediré nada. Nunca.

Møller gruñó descontento. A lo largo de los últimos años, ¿cuántas veces había puesto la mano en el fuego por Harry, en lugar de seguir el bienintencionado consejo de colegas de más edad y experiencia y mantener a una distancia prudencial a Harry y sus caprichos? Una cosa era segura con respecto a Harry Hole: algún día las cosas se pondrían realmente feas. Sin embargo, nadie había podido tomar cartas en el asunto de forma terminante, puesto que, hasta ahora, Harry y él siempre habían salido airosos de un modo u otro. Hasta ahora. En cualquier caso, la cuestión más interesante era, en realidad, ¿por qué le hacía caso? Miró a Harry. Un alcohólico. Un liante. Un cabezota insoportable y arrogante a veces. Y su mejor investigador junto con Waaler.

– No hagas tonterías, Harry. De lo contrario, te mando de una patada a un despacho y cierro con llave, ¿comprendes?

– Recibido, jefe.

Møller suspiró.

– Mañana me reúno con el comisario jefe y con el comisario jefe principal de la Policía Judicial. Ya veremos. Pero no te prometo nada, ¿me oyes?

– Sí, señor. Recuerdos a su señora.

Antes de salir, Harry se dio la vuelta.

– El cilantro está al fondo a la izquierda, jefe, en la estantería de abajo.

Cuando Harry salió del establecimiento, Bjarne Møller se quedó mirando la cesta de la compra. Sí, ya había caído en cuál era el porqué: le gustaba aquel cabezota liante y alcoholizado.

7

Rey blanco

Harry saludó a uno de los clientes habituales y fue a sentarse a una mesa situada bajo los estrechos ventanales de cristal esmerilado que daban a la calle de Waldemar Thrane. En la pared a su espalda colgaba un cuadro grande que representaba a unos señores con chistera. Los elegantes caballeros saludaban joviales a unas damas provistas de parasol en la plaza de Youngstorget. El contraste no podía ser mayor con la perenne y mortecina luz otoñal y con el silencio vespertino casi piadoso que reinaba en el restaurante Schrøder.

– Me alegro de que hayas podido venir -le dijo Harry al hombre corpulento que tomó asiento a su misma mesa.

Saltaba a la vista que no era cliente asiduo, no por la elegante chaqueta de tweed ni por la pajarita de lunares rojos que lucía, sino por cómo removía el té en la taza blanca, sobre un mantel perfumado de cerveza y perforado de renegridas marcas de cigarrillos. El insólito cliente no era otro que el psicólogo Ståle Aune, uno de los mejores del país en su campo, cuyos servicios periciales habían proporcionado muchas alegrías a la policía de Oslo, aunque también algunos sinsabores, pues era hombre extremadamente honrado y celoso de su integridad, que nunca se pronunciaba en un juicio a menos que pudiese esgrimir un fundamento científico al cien por cien. Y, dado que en psicología no existe fundamento para casi nada, a menudo sucedía que, durante su actuación como testigo de la fiscalía, se convertía en el mejor amigo de la defensa, pues las dudas que sembraba solían favorecer al acusado.

Harry llevaba tantos años recurriendo a la pericia de Aune para esclarecer casos de asesinato que había empezado a considerarlo más bien un colega. Por otro lado, Aune tenía algo de tierna arrogancia, pero era un hombre bueno y sabio, y Harry le había confiado su condición de alcohólico hasta tal punto que, en un momento de debilidad, podría incluso considerarlo un amigo.

– ¿Así que éste es tu refugio? -preguntó Aune.

– Así es -dijo Harry haciéndole una seña a Maja.

La camarera, que estaba junto a la barra, reaccionó enseguida y desapareció por la puerta batiente de la cocina.

– ¿Y eso qué es?

– Guindilla japonesa.

Una gota de sudor se deslizó por el tabique nasal de Harry, agarrándose un momento a la punta de la nariz, antes de caer y dar contra el mantel. Aune miró sorprendido la mancha.

– Termostato lento -dijo Harry-. He estado entrenando.

Aune frunció la nariz.

– Como terapeuta supongo que debería aplaudir, pero como filósofo cuestiono la exposición del cuerpo a ese tipo de tensión.

Ante Harry aterrizaron una jarra de acero y una taza.

– Gracias, Maja.

– Sentimiento de culpa -dijo Aune-. Algunos sólo consiguen afrontarlo castigándose. Como cuando tú recaes, Harry. En tu caso el alcohol no es una escapatoria, sino una forma sublime de flagelarte.

– Gracias, ya te había oído ese diagnóstico.

– ¿Por eso entrenas tan duramente? ¿Cargo de conciencia?

Harry se encogió de hombros. Aune bajó la voz.

– ¿Estás pensando en Ellen?

La mirada de Harry se disparó hacia arriba para encontrarse con la de Aune. Se acercó lentamente la taza de café a los labios y bebió un buen rato antes de dejarla otra vez en la mesa con una mueca.

– No, no es el caso de Ellen. No avanzamos nada, pero no es porque hayamos hecho un mal trabajo. Algo aparecerá, hemos de ser pacientes.

– Bien -dijo Aune-. No es culpa tuya que asesinaran a Ellen, quédate con este pensamiento. Y no olvides que todos tus colegas creen que cogieron al verdadero culpable.

– Puede ser. Y puede que no. Está muerto y no puede responder.

– No dejes que se convierta en una obsesión, Harry. -Aune metió dos dedos en el bolsillo del chaleco de tweed y sacó un reloj de plata, al que echó una rápida ojeada-. Pero, supongo que no querías hablar de sentimientos de culpa.

– No -Harry sacó un taco de fotos del bolsillo interior-. Quiero saber qué opinas de esto.

Aune cogió las fotos y empezó a ojearlas.

– Parece un atraco a un banco. No sabía que éste fuera un asunto de la Brigada de Delitos Violentos.

– La siguiente foto te dará la explicación.

– Ah, ¿sí? Le enseña el dedo a la cámara.

– Perdón, la siguiente.

– Vaya. ¿La matan…?

– Sí, casi no se ve salir fuego del cañón porque es un AG3, pero acaba de disparar. Como ves, la bala entra en la frente de la mujer. En la siguiente foto ha salido por la nuca y se ha incrustado en la madera contigua a la ventanilla de cristal.

Aune dejó las fotos en la mesa.

– ¿Por qué tenéis que enseñarme siempre estas fotos horribles, Harry?

– Para que sepas de qué estamos hablando. Mira la siguiente foto.

Aune suspiró.

– El atracador acaba de recibir el dinero -dijo Harry, señalando-. Lo único que falta es la fuga. Es un profesional, está tranquilo y decidido, y ya no hay razón para asustar u obligar a nadie a hacer nada. Aun así opta por retrasar la huida todavía unos segundos para dispararle a la empleada del banco. Solamente porque el jefe de la sucursal tardó seis segundos de más en vaciar el cajero.

Aune movió la cucharilla lentamente haciendo odios en el té.

– ¿Y ahora te preguntas cuál era su móvil?

– Bueno. Siempre hay un móvil, pero es difícil saber en qué lugar de la sensatez hay que buscarlo. ¿Alguna idea?

– Graves trastornos de personalidad.

– Pero parece tan racional en todo lo que hace.

– Padecer trastornos de personalidad no implica ser tonto. Las personas con estos trastornos son buenas, a menudo mejores, a la hora de conseguir lo que quieren. Lo que las diferencia de nosotros es que quieren otras cosas.

– ¿Qué me dices de los estupefacientes? ¿Hay alguna sustancia que vuelva a una persona normal tan agresiva como para que llegue a matar?

Aune negó con la cabeza.

– Un estupefaciente sólo intensifica o atenúa inclinaciones que ya están ahí. Quien pega a su mujer cuando está borracho, también ha sentido ganas de pegarle estando sobrio. La gente que comete homicidios planeados como éste, está dispuesta a ejecutarlos casi siempre.

– Entonces, lo que dices es que este tipo está loco de remate.

– O programado.

– ¿Programado?

Aune hizo un gesto afirmativo.

– ¿Te acuerdas del atracador al que nunca pillaron, Raskol Baxhet?

Harry negó con la cabeza.

– Gitano -explicó Aune-. Durante muchos años circularon rumores sobre esta misteriosa figura considerada el cerebro de todos los atracos importantes a transportes de valores y centrales de cómputo de Oslo en los años ochenta. Pasaron muchos años antes de que la policía se convenciera de su existencia real y, aun así, no se consiguieron pruebas contra él.

– Ahora empiezo a recordar -dijo Harry-. Pero creo que lo cogieron.

– No es correcto. Lo máximo que consiguieron fue que dos atracadores prometieran testificar contra Raskol a cambio de una reducción de pena, pero desaparecieron de repente en extrañas circunstancias.

– No es inusual -dijo Harry sacando un paquete de Camel.

– Lo es, si están en la cárcel -observó Aune.

Harry silbó bajito.

– Sigo pensando que acabó en la trena.

– Y es correcto -dijo Aune-. Pero no lo cogieron. Raskol se entregó voluntariamente. De repente, un día se presenta en la recepción de la Comisaría General y dice que quiere confesar un montón de viejos atracos. Naturalmente, se arma un gran revuelo. Nadie entiende nada, y el mismo Raskol se niega a explicar por qué ha acudido allí. Antes de la vista de la causa, me llaman a mí para que averigüe si está bien de la cabeza, si las confesiones valdrán ante un juez. Raskol consiente en hablar conmigo con dos condiciones. Que juguemos una partida de ajedrez; no me preguntes cómo sabía que yo lo practico con asiduidad. Y que acuda con una traducción al francés de El arte de la guerra, un antiquísimo libro chino sobre tácticas de guerra.

Aune abrió la caja de puritos Nobel Petit.

– Pedí que me enviaran el libro desde París y me llevé un tablero de ajedrez. Entré en su celda y saludé a un hombre que más que nada parecía un monje. Me pidió prestada mi pluma, empezó a hojear el libro y me indicó con un movimiento de cabeza que podía iniciar la partida de ajedrez. Coloco las piezas, elijo la apertura Reti, una apertura que no ataca al contrario hasta que se ocupan las posiciones centrales, a menudo efectiva contra jugadores de nivel medio. Tras un solo movimiento, es imposible que conozca mi intención, pero este gitano fija la vista en el tablero por encima del libro, se tira de la perilla, me mira con una sonrisa sabihonda, anota en el libro…

La llama de un mechero de plata toca la punta del purito.

– … y prosigue la lectura. Entonces le digo: «¿No vas a mover pieza?». Veo que su mano sigue escribiendo en el libro con mi pluma, y me contesta: «No es necesario. Estoy anotando cómo transcurrirá la partida, jugada tras jugada. Acaba cuando tú tumbas a tu rey». Le explico que es imposible saber cómo se sucederá la partida tras un solo movimiento. «¿Apostamos algo?», me pregunta. Intento tomarlo a risa, pero insiste. Consiento en apostar un billete de cien para que se sienta más cómodo durante la entrevista. Quiere ver el billete de cien, debo dejarlo junto al tablero, donde él lo vea. Entonces levanta una mano, como para mover pieza, y todo pasa muy deprisa.

– ¿Ajedrez rápido?

Aune sonrió mientras aventaba un anillo de humo azul hacia el techo.

– Un instante después me vi fuertemente sujeto, con la cabeza forzada hacia atrás y mirando al techo, mientras una voz me susurraba al oído. «¿Sientes la hoja de la navaja, gadzo?» Ya lo creo que la sentía; el acero afilado y fino como una cuchilla de afeitar me oprimía la laringe, como deseoso de penetrarme la piel. ¿Lo has sentido alguna vez, Harry?

El cerebro de Harry recorrió rápidamente el registro de vivencias semejantes, pero no encontró ninguna que se pareciera del todo. Negó con la cabeza.

– Era una sensación fuerte, como dicen algunos de mis pacientes. Tenía tanto miedo que pensé que me mearía en los pantalones. Entonces me susurró al oído: «Tumba el rey, Aune». Aflojó un poco y pude levantar el brazo y tumbar mis piezas. Entonces, con la misma brusquedad, me soltó. Se situó a mi lado de la mesa y esperó a que yo me levantara y recobrara el aliento. «¿Qué coño es esto?», suspiré. «Esto es un atraco», contestó. «Primero planeado y luego llevado a cabo.» Volvió el libro donde había anotado la evolución del juego. Lo único que estaba escrito era mi primera jugada y «rey blanco capitula». Entonces preguntó: «¿Responde esto las preguntas que tenías para mí, Aune?».

– Y tú, ¿qué dijiste?

– Nada. Llamé al guardia a gritos. Pero, antes de que abriera la puerta, le hice a Raskol una última pregunta, porque sabía que me iba a volver loco pensando si no obtenía una respuesta en ese momento. Pregunté: «¿Lo habrías hecho? ¿Me habías cortado el cuello si no hubiera tumbado al rey? ¿Sólo por ganar una estúpida apuesta?»

– ¿Y él qué contestó?

– Sonrió y me preguntó si sabía lo que es la programación.

– ¿Y?

– Eso fue todo. Abrieron la puerta y salí.

– Pero, ¿qué quiso decir con lo de la programación?

Aune apartó la taza de té.

– Uno puede programar el cerebro para seguir cierta pauta de conducta. El cerebro se esfuerza por dominar otros impulsos y sigue las reglas programadas de antemano, pase lo que pase. Resulta útil en situaciones donde la tendencia natural del cerebro consistiría en sentir pánico. Como, por ejemplo, cuando el paracaídas no se abre. En ese caso es de esperar que el paracaidista tenga programado un protocolo de emergencia.

– ¿O soldados en combate?

– Eso es. Pero existen métodos para programar a una persona tan a fondo que la hacen entrar en un trance del que no la saca ni una influencia externa extrema, la convierten en un robot viviente. La verdad es que esto, que es el sueño frustrado de todos los generales, es muy fácil de conseguir si se conocen las técnicas necesarias.

– ¿Estás hablando de hipnosis?

– A mí me gusta llamarlo programación, no suena tan misterioso. Se trata solamente de abrir y cerrar vías para impulsos. Los buenos consiguen programarse a sí mismos con facilidad, es la llamada autohipnosis. Si Raskol se había autoprogramado para matarme en caso de que no tumbara al rey, se habría impedido a sí mismo cambiar de opinión.

– Pero no te mató.

– Toda clase de programación tiene un botón de cancelación, una clave que interrumpe el trance. En este caso podía consistir en que se tumbara al rey blanco.

– Ya. Fascinante.

– Y con esto llego a la cuestión.

– Creo que entiendo -dijo Harry-. El atracador de la foto pudo programarse para disparar si el jefe de sucursal no conseguía reaccionar a tiempo.

– Las reglas de una programación tienen que ser sencillas -dijo Aune, que dejó caer el purito en la taza del té y colocó el plato encima-. Para conseguir que alguien entre en trance hay que crear un pequeño sistema lógicamente cerrado que impida el acceso a otros pensamientos.

Harry puso el billete de cincuenta coronas junto a la taza de café, y se levantó; Aune lo observó en silencio mientras recogía las fotos, antes de preguntar:

– No te crees nada de lo que digo, ¿verdad?

– No.

Aune se levantó también y se abotonó la chaqueta por encima del estómago.

– Entonces, ¿qué crees?

– Creo lo que me ha enseñado la experiencia -dijo Harry-. Que los malos en general son tan estúpidos como yo, que eligen soluciones fáciles, que tienen móviles poco complicados. Resumiendo, que las cosas suelen ser lo que parecen. Apuesto a que este atracador estaba totalmente colocado o que le entró pánico. Lo que hizo fue una gilipollez y, por lo tanto, concluyo que es un gilipollas. Fíjate en ese gitano que tú obviamente consideras tan listo. ¿Cuánto le echaron, por ejemplo, por aquella agresión con navaja?

– Nada -respondió Aune con una sonrisa sardónica.

– Ah, ¿sí?

– Nunca encontraron la navaja.

– Me pareció oír que estabais encerrados bajo llave en su celda.

– ¿Te ha pasado alguna vez que, mientras estás tumbado boca abajo en la playa, tus amigos te dicen que te quedes completamente quieto porque sostienen carbón incandescente justo encima de tu espalda, y entonces alguien dice «¡vaya!» y, un instante después, sientes que te caen trozos de carbón y te achicharran la espalda?

El cerebro de Harry repasó los recuerdos de las vacaciones de verano. Fue rápido.

– No.

– ¿Pero luego resulta que era una broma y que no eran más que cubitos de hielo…?

– ¿Y?

Aune lanzó un suspiro.

– A veces me pregunto dónde has pasado los últimos treinta y cinco años que dices que has vivido, Harry.

Harry se pasó la mano por la cara. Estaba cansado.

– Vale, pero, ¿qué quieres decir, Aune?

– Que un buen manipulador puede hacerte creer que el borde de un billete de cien coronas es el filo de una navaja.

La mujer rubia miró a Harry directamente a los ojos y le prometió sol, aunque se nublaría según fuera avanzando el día. Harry pulsó el botón de off y la imagen se encogió hasta formar un pequeño punto luminoso en el centro de la pantalla de catorce pulgadas. Pero, cuando cerró los ojos, fue la imagen de Stine Grette la que se le quedó en la retina, junto al eco de la voz del reportero «… todavía no hay sospechosos en el caso».

Harry volvió a abrirlos y estudió el reflejo en la pantalla negra. Él, el viejo sillón verde de orejas de Elevator y la desnuda mesa de salón, sólo decorada con marcas de vasos y botellas. Todo seguía igual que siempre. El televisor portátil había permanecido en aquel estante, entre la guía de Tailandia de Lonely Planet y el mapa de carreteras de NAF, durante todo el tiempo que él había vivido allí, y no se había desplazado ni un metro en aquellos siete años escasos. Había leído algo acerca del picor sieteñal, consistente en que cada siete años era típico que la gente empezara a tener ganas de cambiar de lugar de residencia. O de pareja. Él no lo había sentido. Y llevaba casi diez años en el mismo trabajo. Harry miró el reloj. Anna le dijo a las ocho.

En cuanto a pareja, nunca le habían durado lo suficiente como para confirmar esa teoría. Aparte de las dos relaciones que quizás habrían podido perdurar, sus romances finalizaron debido a lo que Harry llamaba el picor de las seis semanas. Ignoraba si su reticencia a implicarse se debía al hecho de haber sido agraciado con una tragedia las dos veces que había amado a una mujer, o si la culpa la tenían sus fieles amantes, investigación de asesinatos y el alcohol. Sin embargo, antes de conocer a Rakel hace un año, había empezado a pensar que no estaba hecho para mantener una relación estable. Recordó su dormitorio grande y fresco, en Holmenkollen. Sus gruñidos codificados en la mesa del desayuno. El dibujo de Oleg en la puerta de la nevera con tres personas tomadas de la mano y donde la figura que portaba las letras HARRY debajo aparecía tan alta como el sol amarillo en el cielo sin nubes.

Harry se levantó del sillón, encontró el papelito con el número al lado del contestador y lo marcó en el móvil. Sonó cuatro veces antes de que alguien levantase el auricular al otro lado.

– Hola, Harry.

– Hola. ¿Cómo sabías que era yo?

Una risa baja y profunda.

– ¿Dónde has estado los últimos años, Harry?

– Aquí. Y allá. ¿He metido la pata?

Ella se rió más alto.

– Ya, ves el número desde el que llamo en la pantalla. Soy tonto.

Harry se dio cuenta de lo bobo que sonaba, pero no le pesó, lo más importante ahora era pronunciar lo que quería decir y colgar. Colorín, colorado.

– Escucha Anna, en cuanto a la cita de esta noche…

– ¡No seas infantil, Harry!

– ¿Infantil?

– Estoy preparando el mejor curry del siglo. Y, si temes que te seduzca, debo defraudarte. Sólo pienso que nos debemos el uno al otro más horas disfrutando de una cena y charlando un poco. Recordar viejos tiempos. ¿Te acuerdas de la guindilla verde?

– Bueno. Sí.

– ¡Bien! A las ocho en punto. ¿De acuerdo?

– Bueno…

– Bien.

Harry se quedó mirando el teléfono después de que ella colgara.

8

Jalalabad

– Te mataré muy pronto -dijo Harry agarrando fuertemente el frío metal del rifle-. Sólo quiero que lo sepas. Que lo pienses un momento. Abre la boca.

La gente que había a su alrededor eran figuras de cera. Inmóviles, sin alma, deshumanizadas. Harry sudaba ya tras la máscara, y la sangre le latía en las sienes; cada latido dejaba un dolor sordo. No quería mirar a la gente que lo rodeaba, no quería toparse con sus ojos acusadores.

– Mete el dinero en una bolsa -le dijo a la persona sin rostro que tenía ante sí-. Y ponte la bolsa en la cabeza.

El personaje sin rostro se echó a reír y Harry volvió el rifle para pegarle en la cabeza con la culata, pero falló. Entonces también el resto de las personas del local estallaron en risas, y Harry las miró a través del corte irregular de los agujeros de la capucha. De repente le parecieron conocidos. La chica del otro mostrador se parecía a Birgitta. Y juraría que el hombre de color situado junto al dispensador de números para la cola era Andrew. Y la mujer canosa que llevaba un cochecito de niño…

– ¿Madre? -susurró.

– ¿Quieres el dinero, o no? -preguntó la persona sin rostro-. Quedan veinticinco segundos.

– ¡Yo decido el tiempo que va a durar esto! -gritó Harry introduciendo el cañón del rifle en la negrura de su boca abierta-. Eras tú, lo he sabido siempre. Morirás, en seis segundos vas a morir. ¡Siente miedo!

Un diente pendía de un hilo de carne y la sangre manaba de la boca de la persona sin rostro, pero ella hablaba como si no le importara:

– No puedo defender que dediquemos tiempo y recursos basándonos en consideraciones personales.

En algún lugar, un teléfono empezó a sonar frenéticamente.

– ¡Siente miedo! ¡Siente tanto miedo como el que sintió ella!

– Cuidado, Harry, no dejes que se convierta en una obsesión.

Harry notaba cómo la boca amasaba el cañón del rifle.

– ¡Ella era una colega, cabrón! Era mi mejor… -La máscara se pegaba a la boca de Harry y le dificultaba la respiración. Pero la voz de la persona sin rostro continuó sin inmutarse.

– Vete a la mierda.

– … amiga.

Harry apretó el gatillo hasta el fondo. No pasó nada. Abrió los ojos.

Lo primero que se le ocurrió fue que sólo se había echado una cabezada. Estaba sentado en el mismo sillón verde de orejas, mirando la negra pantalla del televisor. Pero la gabardina era un elemento nuevo. Lo tapaba y le cubría la mitad de la cara, tenía el sabor de la tela mojada en la boca. Y la luz del día inundaba el salón. Entonces notó el mazo. Golpeaba contra un nervio situado justo detrás de los ojos, una y otra vez, con precisión implacable. El resultado fue un dolor a la vez sorprendente y bien conocido. Intentó recapitular. ¿Había terminado en el Schrøder? ¿Había empezado a beber en casa de Anna? Pero su memoria estaba tal como se temía: a oscuras. Recordaba haberse sentado en el salón tras hablar con Anna por teléfono, pero después de eso, todo estaba en blanco. En ese momento afloró el contenido de su estómago. Harry se inclinó fuera del sillón y escuchó el chasquido del vómito en el parqué. Suspiró, cerró los ojos e intentó obviar el timbre del teléfono, que no paraba de sonar. Cuando saltó el contestador, se había dormido.

Era como si alguien cortase su tiempo con unas tijeras y dejara caer los trozos. Harry despertó de nuevo, pero esperó un momento antes de abrir los ojos para averiguar si sentía alguna mejoría. No notaba nada. La única diferencia era que los mazazos se habían extendido a un área algo mayor, que apestaba a vómito, y que sabía que no iba a poder dormirse otra vez. Contó hasta tres, se levantó, se tambaleó encorvado los ocho pasos que lo separaban del baño y dejó que el estómago volviera a vaciarse. Permaneció en pie agarrado a la taza del retrete mientras recuperaba la respiración y, para su sorpresa, vio que la materia amarilla que caía en la blanca porcelana contenía partículas microscópicas rojas y verdes. Consiguió atrapar uno de los trozos rojos entre el dedo índice y el pulgar y lo llevó hasta el lavabo, donde lo lavó y lo alzó a la luz. Colocó el trozo cuidadosamente entre los dientes y masticó. Hizo una mueca cuando notó el jugo picante de guindilla verde. Se lavó la cara y se incorporó. Entonces vio el enorme moratón en el espejo. La claridad del salón le molestaba en los ojos cuando activó el contestador.

– Aquí Beate Lønn. Espero no molestar, pero Ivarsson dijo que tenía que llamar a todos enseguida. Se ha producido otro atraco. En el banco DnB en la calle Kirkeveien, entre el parque Frognerparken y el cruce de Majorstua.

9

La niebla

El sol había desaparecido tras una capa de nubes de color gris acero que se habían venido acercando lentamente a baja altura desde el fiordo de Oslo y, como un preludio a la anunciada lluvia, el viento del sur acudió en coléricas ráfagas. Los canalones silbaban, y las marquesinas que ribeteaban la calle Kirkeveien emitían un persistente traqueteo. Los árboles estaban ahora totalmente desnudos, como si le hubieran arrebatado a la ciudad sus últimos colores y Oslo se hubiera quedado en blanco y negro. Harry se encogió contra el viento y sujetó la gabardina con las manos en los bolsillos. Comprobó que el último botón le había dicho adiós, probablemente en algún momento a lo largo de la tarde o la noche, y no era lo único que le faltaba. Cuando se dispuso a llamar a Anna para que lo ayudase a reconstruir la noche, reparó en que también había perdido el teléfono móvil. Y al llamarla desde el fijo, una voz que Harry creyó reconocer vagamente como la de una antigua locutora le respondió que la persona a la que llamaba no estaba disponible en ese momento, pero que podía dejar su número o un mensaje. Entonces desistió.

Se había recuperado bastante rápido y venció con una facilidad sorprendente las ganas de seguir, de enfilar el camino, demasiado corto, hasta el Vinmonopolet, el comercio estatal del alcohol, o de ir directamente al Schrøder. Se duchó y se vistió y caminó desde la calle Sofie pasando por el estadio de Bislett y la calle Pilestredet, bordeó luego el parque Stensparken y continuó por Majorstua. Le habría gustado saber qué había bebido. En lugar de los obligados dolores de estómago con los que solía firmar el Jim Bean, todos sus sentidos se hallaban envueltos en un manto de niebla que ni las frescas ráfagas de viento lograban despejar.

Ante la sucursal de DnB había dos coches patrulla con la luz azul encendida. Harry mostró la tarjeta de identificación a uno de los agentes uniformados, se agachó para pasar la cinta policial y se dirigió a la puerta de entrada donde Weber hablaba con uno de los colegas de la científica.

– Buenas tardes, comisario -dijo Weber poniendo el énfasis en tardes. Enarcó una ceja al ver el moratón de Harry.

– ¿Ha empezado a pegarte tu mujer?

A Harry no se le ocurría ninguna respuesta ocurrente y optó por sacar un cigarrillo del paquete:

– ¿Qué tenemos aquí?

– Un tipo enmascarado con un rifle AG3.

– ¿Y el pájaro ha volado?

– Más que volado.

– ¿Alguien ha hablado con los testigos?

– Sí, Li y Li están en ello en la comisaría.

– ¿Ya tenemos algunos detalles sobre lo que pasó?

– El atracador le dio a la jefa de la sucursal veinticinco segundos para abrir el cajero mientras él mantenía el rifle contra la cabeza de una de las mujeres que había tras el mostrador.

– E hizo que la mujer hablase por él.

– Sí. Y cuando entró en el banco dijo lo mismo en inglés.

– This is a robbery, don't move -dijo una voz detrás de ellos, seguida de una risa corta y balbuciente-. Me alegro de que pudieses venir, Hole. Vaya, ¿resbalaste en el baño?

Harry encendió el cigarrillo con una mano al tiempo que ofrecía el paquete a Ivarsson, que declinó con la cabeza.

– Ésa es una mala costumbre, Hole.

– Tienes razón. -Harry metió el paquete en el bolsillo interior-. Uno no debe ofrecer sus cigarrillos sino dar por sentado que un caballero compra los suyos propios. Benjamín Franklin dijo eso.

– ¿De verdad? -preguntó Ivarsson ignorando la sonrisa burlona de Weber-. Te has dado cuenta de muchas cosas, Hole. A lo mejor te has dado cuenta también de que el atracador ha atacado de nuevo, tal como dijimos que haría, ¿no?

– ¿Cómo sabes que era él?

– Como habrás notado, es una copia exacta del caso del banco Nordea de la calle Bogstadveien.

– Ah, ¿sí? -dijo Harry inhalando con fuerza-. ¿Dónde está el cadáver?

Ivarsson y Harry se midieron con la mirada. Apareció un destello en los dientes de reptil. Weber terció con una aclaración.

– La jefa de la sucursal fue rápida. Logró vaciar el cajero en veintitrés segundos.

– Ninguna víctima mortal -añadió Ivarsson-. ¿Desilusionado?

– No -dijo Harry y dejó salir el humo por la nariz.

Una ráfaga de aire se llevó el humo, pero la niebla de la cabeza no levantaba.

Halvorsen apartó la vista de Silvia cuando se abrió la puerta.

– ¿Puedes hacer un expreso con muchos octanos, pronto? -preguntó Harry desplomándose en la silla.

– Yo también te deseo buenos días -ironizó Halvorsen-. Tienes una pinta horrible.

Harry apoyó la cara entre las manos:

– No recuerdo una mierda de lo que pasó anoche. No tengo ni idea de lo que bebí, pero no voy a probar ni una gota de eso nunca más.

Miró entre los dedos y vio que el colega tenía una honda arruga de preocupación en la frente.

– Relájate, Halvorsen, son cosas que pasan, ahora estoy sobrio como un mueble.

– ¿Qué pasó?

Harry emitió una risita forzada.

– El contenido del estómago indica que estuve cenando con una vieja amistad. He llamado varias veces para confirmarlo, pero ella no contesta.

– ¿Ella?

– Sí. Ella.

– Te comportaste como un policía poco bueno, ¿quizá? -preguntó Halvorsen con cierto tiento.

– Concéntrate en el café -gruñó Harry-. Sólo una antigua amiga. Todo muy inocente.

– ¿Cómo lo sabes si no te acuerdas de nada?

Harry se frotó el mentón sin afeitar con el dorso de la mano. Teniendo en cuenta que, según Aune, la ebriedad sólo incide en las inclinaciones que ya se tienen, no sabía si sentirse tranquilo. Algunos detalles ya habían empezado a aflorar. Un vestido negro. Anna llevaba puesto un vestido negro. Y él estuvo tumbado en unas escaleras. Le ayudó una mujer. Con media cara. Igual que en los retratos de Anna.

– Siempre me causa pérdidas de memoria -explicó Harry-. Esta vez no es peor que las demás.

– ¿Y ese ojo?

– Supongo que me di contra un armario de la cocina al llegar a casa, o algo así.

– No quiero fastidiarte, Harry, pero tiene pinta de que fue algo más pesado que un armario de cocina.

– Bueno -dijo Harry cogiendo con las dos manos la taza de café-. ¿Doy la impresión de estar arrepentido? Las veces que he tenido peleas estando borracho ha sido con gente que tampoco me caía bien estando sobrio.

– Tengo un recado de Møller. Me pidió que te dijera que parece que se arreglará, pero no dijo qué.

Harry saboreó el café en la boca antes de tragar.

– Vas mejorando, Halvorsen, vas mejorando.


Aquella misma tarde, el grupo de investigación repasó los detalles del atraco durante la reunión de puesta al día celebrada en la comisaría. Didrik Gudmundson explicó que transcurrieron tres minutos desde que sonó la alarma hasta que la policía llegó al banco, pero el atracador ya se había ido del lugar de los hechos. Además de la hilera interior de coches patrulla que enseguida acordonó las calles circundantes, durante los diez minutos siguientes se estableció un cordón exterior en las vías más importantes: la E 18 de Fornebu, la circunvalación 3 de Ullevål, la calle Trondheimsveien que pasaba por el hospital de Aker, la calle Griniveien que pasaba por Bærum, y la intersección de la plaza de Carl Berner.

– Me gustaría poder llamarlo un cordón de hierro, pero ya sabéis cómo son las cosas con el personal del que disponemos hoy día.

Toril Li le había tomado declaración a un testigo que había visto a un hombre con una capucha sentarse en el asiento del copiloto en un Opel Ascona blanco que aguardaba con el motor en marcha en la calle de Majorstuveien. El coche giró a la izquierda para subir por la calle Jacob Aal. Magnus Rian contó que otro testigo había visto un coche blanco, posiblemente un Opel, entrar en un garaje de Vindern y justo después vio salir del mismo lugar un Volvo azul. Ivarsson miró el mapa que colgaba de la pizarra digital.

– No suena del todo improbable. Ola, inicia también una búsqueda de Volvos azules. ¿Weber?

– Hebras de tela -dijo Weber-. Dos tras el mostrador por el que saltó, una en la puerta.

– Yess! -Ivarsson agitó un puño cerrado. Había empezado a caminar alrededor de la mesa por detrás de Harry, cosa que a éste le resultaba muy enervante-. Entonces sólo hay que empezar a buscar candidatos. Colgaremos el vídeo del atraco en internet en cuanto Beate termine de redactarlo.

– ¿Estás seguro de que es buena idea? -preguntó Harry inclinando las silla hacia la pared de forma que interrumpía el paso a Ivarsson.

El jefe de brigada lo miró sorprendido.

– No sé si es buena idea o no, pero no nos importaría que alguien llamara diciendo quién es la persona del vídeo.

Ola interrumpió:

– ¿Alguien recuerda a aquella madre que llamó diciendo que había visto a su hijo en el vídeo de un atraco en internet y que luego resultó que ya estaba en la cárcel por otro atraco?

Risas. Ivarsson sonrió.

– Nunca decimos «no, gracias» a un testigo nuevo, Hole.

– ¿Y a un nuevo imitador?

Harry colocó las manos detrás de la cabeza.

– ¿Un imitador? No te pases, Hole.

– ¿Ah, sí? Si yo fuera a atracar un banco ahora, sin duda imitaría al atracador más buscado de Noruega en estos momentos para que las sospechas recayesen sobre él. Todos los detalles del atraco de la calle Bogstadveien se pueden ver en internet.

Ivarsson negó con la cabeza.

– Me temo que el atracador medio no es tan sofisticado en la vida real, Hole. ¿Alguien más tiene ganas de explicarnos cuál es el rasgo más típico de un atracador en serie? No, pero es que siempre, y con una precisión minuciosa, repite lo que hizo en el último atraco que le salió bien. Hasta que el atraco fracasa, porque no consiga llevarse el dinero o porque lo pillen, el atracador no cambia su forma de actuar.

– Eso convierte tu teoría en probable, pero no descarta la mía -puntualizó Harry.

Ivarsson echó una mirada alrededor de la mesa, como pidiendo ayuda.

– De acuerdo, Hole. Podrás comprobar tus teorías. Acabo de decidir que vamos a introducir un método de trabajo nuevo. Se trata de que una pequeña unidad opere de forma independiente pero paralelamente al grupo de investigación. He tomado la idea del FBI, y la razón es evitar que nos estanquemos en una sola forma de enfocar el caso, algo que ocurre a menudo con grupos grandes donde consceente e inconscientemente se crea un consenso en torno a las líneas generales. La unidad pequeña aporta nuevos puntos de vista porque trabaja con independencia sin recibir influencias del otro grupo. El método ha resultado efectivo en casos complicados. Creo que la mayoría de vosotros estará de acuerdo en que Harry Hole tiene dotes naturales para participar en una unidad así.

Risas dispersas. Ivarsson se detuvo detrás de la silla de Beate.

– Beate, tú estarás con Harry en esa unidad.

Beate se sonrojó e Ivarsson apoyó una mano paternal en su hombro.

– Si resulta que no funciona, avísame.

– Lo haré -dijo Harry.

Harry iba a abrir el portal cuando decidió caminar los diez pasos que lo separaban de la tienda de comestibles a la que Ali acarreaba cajas de fruta y verdura desde la acera.

– ¡Hola, Harry! ¿Estás mejor?

Ali le dedicó una amplia sonrisa y Harry cerró los ojos un instante. En efecto, tal como se temía.

– ¿Me ayudaste, Ali?

– Sólo a subir las escaleras. Cuando abrimos la puerta me dijiste que ya podías solo.

– ¿Cómo llegué? ¿Andando o…?

– En taxi. Me debes ciento veinte.

Harry suspiró y siguió a Ali hasta el interior de la tienda.

– Lo siento, Ali. De verdad. ¿Puedes ofrecerme una versión abreviada sin demasiados detalles desagradables?

– Tú y el taxista discutisteis en la calle. Y, como sabes, nuestro dormitorio mira en esa dirección. -Con una sonrisa amable añadió-: Es una mierda tener una ventana que da a la calle.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Muy entrada la noche.

– Tú te levantas a las cinco, Ali; no sé qué significa «muy entrada la noche» para una persona como tú.

– Las once y media. Por lo menos.

Harry prometió que aquello nunca volvería a suceder mientras Ali asentía con la cabeza una y otra vez, como cuando se escuchan historias que ya nos sabemos de memoria desde hace mucho tiempo. Harry le preguntó cómo podía agradecérselo, y Ali contestó que le alquilara el trastero vacío del sótano. Harry dijo que lo pensaría más aún de lo que ya lo había hecho, y le pagó a Ali una cola y una bolsa de pasta y albóndigas.

– Entonces estamos en paz -dijo Harry.

Ali negó con la cabeza.

– Los gastos de comunidad de tres meses -dijo el presidente, tesorero y señor manitas de la comunidad.

– Mierda, lo había olvidado.

– Eriksen -sonrió Ali.

– ¿Quién es?

– Uno que me mandó una carta este verano. Me pidió que le enviase el número de cuenta para pagar los gastos de comunidad de mayo y junio de 1972. Según él, era la razón por la que no había dormido bien los últimos treinta años. Le escribí diciendo que nadie en la casa lo recordaba, así que no hacía falta que pagase. -Ali señaló a Harry con un dedo-. Pero eso no te va a pasar a ti.

Harry levantó los brazos.

– Rellenaré un giro, mañana.

Lo primero que hizo al entrar en el apartamento fue marcar otra vez el número de Anna. Le contestó la misma locutora. Pero no había acabado de vaciar la bolsa de pasta y albóndigas en la sartén, cuando oyó el timbre del teléfono por encima del chisporroteo. Acudió corriendo a la entrada y descolgó el auricular.

– ¡Diga! -gritó.

– Hola -lo saludó una voz muy familiar de mujer ligeramente sobresaltada.

– Ah, ¿eres tú?

– Sí. ¿Quién creías que era?

Harry cerró fuertemente los ojos.

– Un, colega. Ha habido otro atraco.

Sus palabras le sabían a bilis y a guindilla. Y allí estaba de nuevo, ese dolor sordo que se alojaba detrás de los ojos.

– Intenté llamarte al móvil -dijo Rakel.

– Lo he perdido.

– ¿Perdido?

– Me lo he dejado, o me lo han robado, no lo sé, Rakel.

– ¿Pasa algo malo, Harry?

– ¿Malo?

– Se te oye tan… estresado.

– ¿A mí…?

– ¿Sí?

Harry inspiró aire con vehemencia.

– ¿Cómo va el juicio?

Harry escuchaba, pero no lograba barajar las palabras para construir frases que tuvieran sentido. Atinó a oír «situación económica», «lo mejor para el niño» y «conciliación», y comprendió que no había nada nuevo, que la próxima vista había quedado aplazada hasta el viernes y que Oleg se encontraba bien, pero harto de vivir en un hotel.

– Dile que tengo ganas de que volváis -dijo.

Después de colgar, Harry se quedó pensando si debía volver a llamarla. Pero ¿para qué? ¿Para decirle que había cenado con una vieja amiga y que no tenía ni idea de lo que había pasado? Harry puso la mano sobre el teléfono, pero en ese mismo momento pitó el detector de humos de la cocina. Y, tras retirar la sartén y abrir la ventana, el teléfono sonó de nuevo.

Más tarde, Harry pensaría que todo podía haber sido muy distinto si Bjarne Møller no hubiera llamado justo esa noche.

– Ya sé que acabas de terminar tu guardia -dijo Møller-. Pero andamos un poco escasos de gente y han encontrado a una mujer muerta en su apartamento. Parece que se ha pegado un tiro. ¿Puedes darte una vuelta a ver?

– Por supuesto, jefe -dijo Harry-. Te debo una. A propósito, Ivarsson presentó lo de la investigación parálela como una idea suya.

– ¿Qué harías tú si fueras el jefe y hubieras recibido esa orden desde arriba?

– La sola idea de que yo fuera jefe deja fuera de juego a la razón, jefe. ¿Cómo entro en ese apartamento?

– Espera en casa, irán a buscarte.

Veinte minutos más tarde zumbó el timbre; oía aquel sonido tan pocas veces que se sobresaltó. La voz que dijo que el taxi había llegado se percibía metálicamente distorsionada a través del portero automático pero, aun así, Harry notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Y cuando bajó y vio el deportivo rojo y bajo, un Toyota MR2, sus sospechas se confirmaron.

– Buenas noches, Hole.

La voz salió de la ventanilla abierta, pero ésta quedaba tan baja que Harry no podía ver a quien hablaba. Harry abrió la puertezuela y lo recibieron los acordes de un bajo funky, de un órgano sintético como un caramelo azul y una conocida voz en falsete:

– You sexy mother fucka!

Harry se sentó con esfuerzo en el estrecho asiento.

– Así que esta noche seremos tú y yo -constató Tom Waaler abriendo apenas su mandíbula teutónica y enseñando una impresionante hilera de dientes perfectos en un rostro tostado por el sol, aunque los ojos, de color azul polar, permanecían fríos.

Harry sólo conocía una persona que lo odiara de verdad. Harry sabía que a ojos de Waaler él era un representante indigno del Cuerpo de Policía, y por lo tanto, un insulto hacia su persona. Harry había expresado en varias ocasiones que no compartía los puntos de vista de Waaler y algunos otros colegas sobre maricas, comunistas, defraudadores de la Seguridad Social, paquistaníes, asiáticos, negros, gitanos y sudacas, y Waaler, a su vez, lo había llamado «borracho periodista de rock». Pero Harry sospechaba que la verdadera razón de su odio radicaba en que bebía. Porque Waaler no soportaba la debilidad. Y a ello atribuía Harry la razón de que pasara tantas horas en el gimnasio dando patadas y golpes contra sacos de arena y aporreando al nuevo sparring de turno. En la cantina, Harry había escuchado a uno de los agentes jóvenes describir con entusiasmo en la voz cómo Waaler había utilizado ambos brazos con uno de los chicos de karate de la banda de los vietnamitas en la estación de Oslo S. Dadas las ideas de Waaler sobre el color de la piel, para Harry era una paradoja que aquel colega se pasara tanto tiempo en el solario del gimnasio, aunque tal vez fuera verdad lo que afirmaban algunas mentes ocurrentes: que Waaler en el fondo no era racista. Repartía tundas entre neonazis y negros por igual. Aparte de lo que todo el mundo sabía, faltaba añadir lo que nadie sabía y algunos intuían. Hacía un año que Sverre Olsen, la única persona capaz de contar por qué Ellen Gjelten fue asesinada, apareció en la cama con una pistola detonada en la mano, y la bala de Waaler entre los ojos.

– Ten cuidado, Waaler.

– ¿Cómo dices?

Harry estiró la mano y atenuó el volumen de los suspiros amorosos.

– Esta noche está resbaladiza. Por la lluvia.

El motor traqueteaba como una máquina de coser, pero era un sonido engañoso porque la aceleración hizo que Harry sintiera la dureza del respaldo. Subieron la cuesta volando, pasaron por el parque Stensparken y continuaron por la calle Suhm.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Harry.

– Aquí -dijo Waaler, torciendo bruscamente a la izquierda justo ante un coche que venía a su encuentro.

La ventanilla seguía abierta y Harry percibía el sonido chasqueante de las hojas que lamían los desgastados neumáticos.

– Bienvenido de nuevo a la Brigada de Delitos Violentos -dijo Harry-. ¿No te querían en el CNI?

– Reestructuración -explicó Waaler-. Además, el jefe de la policía judicial y Møller querían que volviese. No sé si te acuerdas de que logré resultados bastante buenos en esta brigada.

– ¿Cómo iba a olvidarlo?

– Bueno, se dicen tantas cosas sobre los efectos a largo plazo del consumo de alcohol.

Harry tuvo el tiempo justo para apoyar un brazo en el salpicadero antes de que el brusco frenazo lo desplazara hasta el parabrisas. La puerta de la guantera se abrió y algo pesado golpeó la rodilla de Harry antes de caer al suelo.

– ¿Qué coño era eso? -suspiró.

– Jericho 941, una pistola de la policía israelí -dijo Waaler apagando el motor-. No está cargada. Déjala, hemos llegado.

– ¿Por qué no? -preguntó Harry sorprendido, al tiempo que se agachaba para contemplar el edificio amarillo que tenía delante.

Harry notaba que el corazón le empezaba a latir con violencia. Y, mientras buscaba la manilla de la puerta, uno de los muchos pensamientos que le pasaron por la cabeza permaneció: debía llamar a Rakel.

Había vuelto la niebla. Llegó muy despacio desde la calle, desde las rendijas que rodeaban las ventanas cerradas, desde detrás de los árboles de la avenida de la ciudad; salía por la puerta azul que se abrió después de que oyeran el breve ladrido que lanzó Weber a través del portero automático; surgía de las cerraduras de las puertas que iban dejando atrás al subir las escaleras. Envolvió a Harry como un edredón de algodón y, cuando cruzaron la puerta del apartamento, Harry tuvo la sensación de ir caminando sobre nubes y de que todo en su derredor, las personas, las voces, el chisporroteo de los intercomunicadores, la luz parpadeante del flash, habían adquirido un aura de ensueño, un baño de indolencia, porque aquello no era, no podía ser, real. Pero, al llegar ante la cama en la que yacía la muerta con una pistola en la mano derecha y un agujero en la sien, no soportó ver la sangre en la almohada, ni fijar la vista en la de ella, vacía y acusadora, y optó por mirar hacia ese lugar del cabecero hacia el caballo de la cabeza arrancada a mordiscos, a la espera de que la niebla se disipara pronto y él despertase.

10

Sorgenfri

Las voces iban y venían a su alrededor.

– Soy el comisario Tom Waaler. ¿Alguien me puede dar una versión abreviada de los hechos?

– Llegamos hace tres cuartos de hora. Fue este electricista quien la encontró.

– ¿A qué hora?

– A las cinco. Llamó a la policía enseguida. Su nombre es… vamos a ver… Rene Jensen. Aquí tengo su número de identidad y también su dirección.

– Bien. Llama para que te den sus antecedentes.

– Vale.

– ¿Rene Jensen?

– Soy yo.

– ¿Puedes acercarte? Me llamo Waaler. ¿Cómo entraste?

– Como le dije al otro policía, con esta llave de repuesto, ella se pasó por la tienda el martes porque no iba a estar en casa cuando viniera a hacerle un trabajo.

– ¿Porque estaría trabajando?

– No tengo ni idea. No creo que trabajase. Me refiero a un trabajo normal. Dijo que iba a organizar una exposición grande de no sé qué cosas.

– Artista, supongo. ¿Alguien de aquí ha oído hablar de ella?

Silencio.

– ¿Qué hacías en el dormitorio, Jensen?

– Buscaba el baño.

Otra voz.

– El baño está detrás de esa puerta.

– Vale. ¿Te pareció notar algo extraño cuando llegaste al apartamento, Jensen?

– Pues… extraño, ¿cómo qué?

– ¿Estaba cerrada la puerta? ¿Había alguna ventana abierta? ¿Algún olor o sonido fuera de lo normal? Lo que sea.

– La puerta estaba cerrada. No vi ninguna ventana abierta, pero tampoco me fijé mucho. El único olor era como a disolventes…

– ¿Trementina?

La otra voz:

– Hay útiles de pintura en uno de los salones.

– Gracias. ¿Te fijaste en alguna otra cosa, Jensen?

– ¿Qué fue lo último que preguntaste?

– Por algún sonido.

– ¡Eso, sonido! No, no oí ningún ruido, un silencio sepulcral. Bueno…, ja, ja, no era mi intención…

– No pasa nada, Jensen. ¿Conocías a la difunta?

– Nunca la había visto antes de que viniera a la tienda. Parecía muy segura de sí misma.

– ¿Qué clase de trabajo te encargó?

– Arreglar los cables del termostato de la calefacción, en el baño.

– ¿Puedes hacernos el favor de mirar si realmente hay algún problema? Si es verdad que el termostato está estropeado, vamos.

– Por qué… ya entiendo, por si lo había planeado todo para que la encontrásemos, ¿no es eso?

– Algo así.

– Vale, pero el termostato está kaputt.

– ¿Kaputt?

– Estropeado.

– ¿Cómo lo sabes?

Pausa.

– Te dijeron que no tocases nada, ¿verdad, Jensen?

– Sí, pero tardasteis tanto en llegar que me puse un poco nervioso; necesitaba hacer algo.

– ¿De modo que ahora la difunta tiene un termostato que funciona?

– Bueno…, je, je… sí.

Harry intentó salir de la cama, pero los pies no querían moverse. El médico había cerrado los ojos de Anna, y ahora parecía dormida. Tom Waaler había mandado al electricista a su casa con la advertencia de que permaneciera localizable durante los días siguientes, y despachó a los agentes de guardia que se habían presentado. Harry no creía que pudiera llegar a sentirlo alguna vez, pero se alegraba de que Tom Waaler estuviese presente. De no ser por la presencia de aquel colega experimentado, no se habría planteado ninguna pregunta racional, ni tampoco habría tomado ninguna decisión sensata.

Waaler le preguntó al médico si podía emitir alguna conclusión preliminar.

– Obviamente, la bala ha entrado por el cráneo, ha destruido el cerebro y, por lo tanto, paralizó todas las funciones vitales. Si damos por supuesto que la temperatura ambiente ha permanecido constante, la temperatura corporal indica que lleva por lo menos dieciséis horas muerta. No hay señales de otro tipo de violencia. Pero… -El médico hizo una pausa calculada-. Las cicatrices de las muñecas indican que ha intentado hacer esto anteriormente. Una conjetura meramente especulativa, pero cualificada, es que era maníaca depresiva o únicamente depresiva y suicida. Apuesto a que hallaremos algún expediente sobre ella en la consulta de algún psicólogo.

Harry intentó decir algo, pero la lengua tampoco obedecía.

– Lo sabré con más seguridad cuando la estudie más a fondo.

– Gracias, doctor.

– ¿Quieres decir algo, Weber?

– El arma es una Beretta M92F, un arma muy común. Encontramos sólo una serie de huellas dactilares localizadas en la empuñadura y que, necesariamente, tienen que ser de ella. El proyectil estaba alojado en uno de los listones de la cama, y el tipo de munición se corresponde con el del arma, así que el análisis balístico indica que el proyectil se disparó con esta pistola. Pero tendréis el informe completo mañana.

– Muy bien, Weber. Una cosa más. Entiendo que el apartamento estaba cerrado cuando llegó el electricista. Me fijé en que la cerradura era de pestillo y no de resorte, lo cual descarta que alguien pudiera haber estado dentro del apartamento y luego saliera por la puerta. A no ser que tal persona se llevase la llave de la difunta para abrir, claro. Si encontramos su llave podemos acercarnos a una conclusión rápida.

Weber asintió con la cabeza y levantó un lápiz amarillo del que colgaba un manojo de llaves.

– Estaba encima de la cómoda de la entrada. Es una llave que no se puede copiar, de esas que sirven para el portal y todos los cuartos comunes. Lo he comprobado, y abre la cerradura de este apartamento.

– Estupendo. Entonces sólo nos falta una carta de suicidio firmada. ¿Alguna objeción a que lo consideremos un caso claro?

Waaler miró a Weber, al médico y a Harry.

– Vale. Entonces podemos comunicar la triste noticia a los allegados y éstos podrán venir a identificarla.

Salió al pasillo y Harry permaneció en pie junto a la cama. Al momento, Waaler volvió a asomarse.

– ¿A que es cojonudo cuando el solitario sale enseguida? ¿Hola?

El cerebro de Harry mandó un mensaje a la cabeza para que emitiera un gesto de asentimiento, pero no tenía ni idea de si obedeció.

11

La ilusión

Pongo el primer vídeo. Al pasarlo fotograma a fotograma veo la llamarada. Las partículas de pólvora que aún no se han trasformado en energía pura, cual enjambre candente de asteroides que ha seguido al cometa grande hasta el interior de la atmósfera, y allí se consume mientras el cometa continúa adentrándose inmutable. Y no hay nada que hacer porque ésa es la órbita que se decidió hace millones de años, antes de la humanidad, antes de los sentimientos, antes de que nacieran el odio y la misericordia. La bala penetra en la cabeza, cercena el pensamiento, da una vuelta en torno a los sueños. Y en el núcleo de la esfera craneal se astilla la última reflexión, que es un impulso nervioso del centro del dolor, un último SOS contradictorio para uno mismo antes de que todo enmudezca. Hago clic en el vídeo con el otro título. Miro por la ventana mientras el ordenador ronronea y busca en la noche cibernética de internet. Hay estrellas en el cielo, y pienso que cada una de ellas es una prueba de la inmovilidad del destino. No tienen ningún sentido, se elevan por encima de la necesidad humana de lógica y coherencia. De ahí su belleza, pienso.

Ya está listo el otro vídeo. Pulso play. Play a play. Es como un teatro ambulante que representa la misma obra, pero en un escenario nuevo. Los mismos diálogos y movimientos, la misma indumentaria, la misma escenografía. Sólo los extras han cambiado. Y la escena final. No hubo tragedia esta noche.

Estoy contento de mí mismo. He encontrado la esencia del personaje que represento: el frío antagonista que sabe lo que quiere y mata si debe hacerlo. Nadie intenta prolongar el tiempo, nadie se atreve a hacerlo después de lo de Bogstadveien. Por eso soy Dios durante esos dos minutos, ciento veinte segundos que me he concedido a mi mismo. Y la ilusión funciona. La gruesa ropa debajo del mono, las plantillas dobles, las lentes de contacto de color, y los estudiados movimientos.

Apago el ordenador y la habitación se queda a oscuras. Lo único que me llega del exterior es un lejano zumbido urbano. Hoy he visto al Príncipe. Un tío raro; me da la sensación ambivalente de un Pluvianus aegytius, el chorlito egipcio, ese pequeño pájaro que se dedica a limpiar la boca del cocodrilo. Me dijo que todo está bajo control; el Grupo de Atracos no ha encontrado ninguna pista. Le entregué su parte y él me dio la pistola Israeli que me había prometido.

Debería estar contento, pero no hay nada que me pueda volver íntegro otra vez.

Después llamé a la Comisaría General desde una cabina pero no quisieron transmitirme ninguna información hasta que dije que era un familiar. Me comunicaron que había sido un suicidio, que Anna se había pegado un tiro. El caso se ha archivado. Tuve el tiempo justo de colgar antes de echarme a reír.

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