CUARTA PARTE

26

D'Ajuda

Fred Baugstad tenía resaca. Treinta y un años, divorciado y operario de perforación de la plataforma petrolífera Statfjord B. Era un trabajo duro sin probar un trago de cerveza mientras duraba la jornada, pero el salario era estupendo, había televisión en las habitaciones, comida de gourmet y, lo mejor de todo, al cabo de tres semanas de trabajo correspondían cuatro semanas libres. Algunos se iban a casa con la mujer y se limitaban a mirar las paredes, otros trabajaban de taxistas o reformaban la casa para no enloquecer de aburrimiento y otros hacían lo que Fred: irse a un país cálido para matarse a copas. De vez en cuando escribía una tarjeta postal a Karmoy, su hija, o su bebé, como seguía llamándola a pesar de que ya había cumplido diez años. ¿O eran once? De todos modos, era el único contacto que mantenía con tierra firme, por suerte. La última vez que habló con su padre, éste se le quejó de que su madre lo había vuelto a pillar robando galletas Kaptein en la tienda de Rimi.

– Rezo por ella -le dijo su padre antes de preguntarle si, cuando viajaba al extranjero, se llevaba una Biblia en noruego.

– Es un libro tan imprescindible para mí como el desayuno -le respondió Fred.

Lo cual no era sino la pura verdad, pues Fred nunca tomaba nada antes del almuerzo cuando estaba en D'Ajuda, a menos que la caipirinha pudiera considerarse un alimento. Era una cuestión de definición, claro, ya que, a cada copa, le añadía como mínimo cuatro cucharadas de azúcar. Fred Baugstad bebía caipirinha porque sabía realmente mal. En Europa, aquel cóctel gozaba de una inmerecida buena fama porque se preparaba con ron o con vodka en lugar de con cachaza, ese aguardiente crudo y amargo, extraído de la caña de azúcar brasileña que convertía la ingesta de caipirinha en el ejercicio de penitencia para el que Fred la consideraba inventada. Los dos abuelos de Fred habían sido alcohólicos y, con una herencia genética como aquélla, él prefería prevenir y beber algo que supiera tan mal que nunca le creara adicción.

Aquel día había ido a ver a Muhammed a las doce y se había tomado un café solo y un brandy para, bajo el intenso calor estival, coger después el estrecho camino de gravilla que, lleno de baches, discurría entre el sinfín de casitas de ladrillo bajas y más o menos blancas. La casa que alquilaban él y Roger era de las menos blancas. El enlucido se había caído a trozos y, en el interior, las paredes grises sin pintar estaban tan empapadas por el viento húmedo procedente del Atlántico que, al sacar la lengua, se notaba el amargo sabor a cemento. Pese a todo, la casa no estaba tan mal. Tres dormitorios, dos colchones, una nevera, una cocina. Además de un sofá y una tabla de aglomerado apoyada sobre dos piedras, el mobiliario de la habitación que definían como salón, y que tenía en la pared un agujero casi cuadrado que llamaban ventana. Cierto que habrían debido limpiar un poco más a menudo. En la cocina había montones de hormigas rojas o lava pés como las llaman los brasileños, cuyos mordiscos son temibles, pero Fred no entraba en ella muy a menudo desde que trasladaron la nevera al salón. Cuando entró Roger, él estaba tumbado en el sofá, planeando su próxima ofensiva del día.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Fred.

– En la farmacia de Porto -respondió Roger con una sonrisa que abarcaba toda su cabeza rojiza-. Ni de coña te creerías lo que venden allí sin preguntar. Despachan material que en Noruega no te dan ni con receta.

Vació el contenido de la bolsa de plástico y empezó a leer en voz alta el texto de los prospectos.

– Tres miligramos de benzodiazepina. Dos miligramos de flunitrazepam.

– ¡Joder, Fred, eso es casi Rohypnol!

Fred no contestó.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Roger con voz cantarina-. ¿No has comido nada todavía?

– Nao. Sólo un café donde Muhammed. Un tipo misterioso le preguntó a Muhammed por Lev.

Roger levantó rápidamente la vista de los medicamentos.

– ¿Por Lev? ¿Qué pinta tenía?

– Alto, rubio, ojos azules. Parecía noruego.

– Joder, Fred, no me asustes.

Roger prosiguió con la lectura.

– ¿Qué quieres decir?

– Digamos que si fuera alto, delgado y moreno habría llegado la hora de largarse de D'Ajuda. Y del hemisferio occidental también. ¿Tenía pinta de madero?

– ¿Qué pinta tiene un madero?

– Son… olvídalo.

– Parecía bebedor. Por lo menos sé qué pinta tiene un bebedor.

– Vale. A lo mejor es un amigo de Lev. ¿Le ayudamos?

Fred negó con la cabeza.

– Lev ha dicho que vive aquí completamente in… in…, bueno, no sé qué palabra latina que significa «en secreto». Muhammed fingió que nunca había oído hablar de Lev. El tipo dará con Lev si Lev quiere.

– Era broma. ¿Por cierto, dónde está Lev? Llevo varias semanas sin verlo.

– Lo último que supe de él es que se iba a Noruega -respondió Fred haciendo un esfuerzo por levantar la cabeza.

– Puede que haya atracado un banco y le hayan echado el guante -sugirió Roger. La mera idea lo hizo sonreír. No porque quisiera que atraparan a Lev, sino porque la idea de atracar bancos siempre le hacía sonreír.

Él mismo lo había hecho, en tres ocasiones, y todas habían sido un subidón. Las dos primeras lo cogieron. La última, en cambio, todo salió perfecto. Cuando contaba cómo dio el golpe solía olvidarse de mencionar la afortunada circunstancia de que la cámara de vigilancia estuviera temporalmente fuera de servicio pero, de todas formas, el botín le permitió dedicarse al ocio y, de vez en cuando, al opio, allí en D'Ajuda. La bella y pequeña localidad quedaba justo al sur de Porto Seguro y, hasta hacía poco, había dado cobijo a la mayor concentración de individuos en busca y captura en el continente, localizada al sur de Bogotá. Esta moda se inició en los años setenta, cuando D'Ajuda se convirtió en punto de encuentro de hippies y viajeros que se ganaban la vida tocando en verano por las calles de diversos países de Europa y vendiendo allí abalorios artesanales u otros adornos. Constituían unos ingresos extra muy bienvenidos en D'Ajuda y, por lo común, no molestaban a nadie, de modo que las dos familias brasileñas que, en principio, poseían todo el comercio de la localidad, llegaron a un acuerdo con el jefe de la policía local para que hiciese la vista gorda con el hecho de que se fumase hachís en la playa, en los cafés, cada vez en más bares y, con el tiempo, también en la calle y en cualquier otro lugar.

Sin embargo, había un problema: una importante fuente de ingresos para los agentes de policía, que recibían un salario estatal mísero, consistía aquí, como en otros sitios, en «multar» a los turistas por fumar marihuana e infringir otras leyes más o menos desconocidas. Para que la policía y los turistas que generaban aquellos ingresos pudieran coexistir pacíficamente, las familias tuvieron que facilitar a la policía otros ingresos alternativos. Comenzaron imponiendo a un sociólogo estadounidense y su compañero sentimental argentino, que se encargaba de la producción local y venta de marihuana, el pago de una comisión al jefe de policía a cambio de protección y garantía del monopolio, lo que se traducía en que los competidores potenciales eran detenidos, y su entrega a la policía federal se divulgaba a bombo y platillo. El dinero se filtraba hacia abajo en el seno de la pequeña y nada oscura estructura funcionarial, y todo marchaba estupendamente hasta que llegaron tres mexicanos que ofrecieron pagar una comisión más alta, de modo que, una mañana de domingo, en la plaza situada delante del edificio de correos, se anunció a bombo y platillo la entrega del estadounidense y el argentino a la policía federal. El eficaz sistema regulador del mercado de compraventa de protección siguió desarrollándose y, muy pronto, un sinnúmero de delincuentes buscados en todo el mundo invadieron D'Ajuda, donde podían asegurarse una vida bastante fiable por un precio muy inferior al que exige la policía de Pattaya y otros muchos lugares. Y así siguieron las cosas hasta que en los ochenta, aquella hermosa y, hasta entonces, casi intacta joya de la naturaleza, de playas infinitas, arreboladas puestas de sol y extraordinaria marihuana, fue descubierta por los buitres del turismo, los mochileros. Acudieron a D'Ajuda en manadas y con unas ansias de consumo que obligaron a las dos familias del lugar a replantearse la rentabilidad de D'Ajuda como refugio para los que viven al margen de la ley. A medida que los acogedores y oscuros bares se fueron convirtiendo en tiendas para alquilar equipos de buceo, y que los cafés donde los lugareños bailaban la lambada al estilo tradicional empezaron a organizar Wild West Moonparties, la policía local iba aumentando la frecuencia de sus redadas relámpago en las casas menos blancas, donde acababa deteniendo a los que protestaban más enérgicamente. En cualquier caso, D'Ajuda seguía siendo, de momento, un lugar más seguro para un delincuente que la mayoría de los lugares del resto del mundo, a pesar de que todos, no sólo Roger, fuesen ya víctimas de la psicosis.

Ésa es la explicación de que un hombre como Muhammed Ali hallase un lugar en la cadena alimenticia de D'Ajuda. La justificación de su existencia dependía principalmente de ocupar un lugar estratégico en la plaza donde los autobuses de Porto Seguro efectuaban su parada final. Desde detrás del mostrador del ahwa, Muhammed observaba todo lo que sucedía en la calurosa, adoquinada y única plaza de D'Ajuda. Cuando llegaban los autobuses, él dejaba de servir café y de rellenar narguiles con tabaco brasileño, un mal sustituto del m'aasil original de su tierra, para revisar a los recién llegados, y desenmascarar a posibles policías o cazarrecompensas. Si su olfato infalible clasificaba a alguno en dichas categorías, enseguida daba la voz de alarma. La alarma era una especie de suscripción casera cuyo funcionamiento consistía en que, quienes pagaban la cuota mensual, recibían una llamada telefónica o un mensaje en casa del pequeño y veloz Paulino. Pero Muhammed también tenía una razón personal para supervisar los autobuses que llegaban. Cuando él y Rosalía huyeron de Río y del esposo de ella, Muhammed sabía a ciencia cierta qué les esperaba si el cónyuge abandonado llegaba a enterarse de su paradero. En las favelas de Río o de São Paulo podían encargarse asesinatos sencillos por unos doscientos dólares, pero incluso un asesino a sueldo profesional y destacado no cobraba más de dos o tres mil dólares, más los gastos, por un encargo de find-and-destroy. Y durante los últimos años, el mercado había sido favorable al comprador. Además, a los encargos dobles se les aplicaba un descuento.

Solía ocurrir que las personas que Muhammed señalaba como cazadores acudían directas a su ahwa. Normalmente pedían un café para despistar y, cuando llevaban un rato bebiendo, llegaba la pregunta inevitable: «¿Sabes dónde vive mi amigo tal y tal?». O bien: «¿Conoces al hombre de la foto? Es que le debo dinero…». En esos casos, Muhammed cobraba extra si, con su respuesta típica de «Lo vi tomar el autobús a Porto Seguro hace dos días, señor, con una maleta grande», lograba que el cazador se marchara en el primer autobús.

Cuando el tipo alto y rubio con traje de lino arrugado y una venda blanca en la nuca dejó una bolsa y una funda de Playstation sobre el mostrador, se secó el sudor de la frente y pidió un café en inglés, Muhammed se olió la posibilidad de obtener unos reais adicionales a la aportación fija. Sin embargo, no fue el hombre quien despertó su instinto, sino la mujer que lo acompañaba, que bien podía haber llevado escrita en la frente la palabra «policía».

Harry miró a su alrededor. Además de él, Beate y el árabe que se hallaba al otro lado del mostrador, había tres personas en el local. Dos mochileros y un turista bastante hecho polvo que parecía estar recuperándose de una resaca importante. Harry casi se moría del dolor en la nuca. Miró el reloj. Hacía veinte horas que salieron de Oslo. Oleg le había llamado para anunciarle que había logrado batir el récord del Tetris, y Harry tuvo el tiempo justo de comprar un Namco G-Com 45 en la tienda de videojuegos de Heathrow antes de tomar el vuelo a Recife, donde cogieron un avión hasta Porto Seguro. En el aeropuerto acordó un precio, probablemente de locos, con un taxista que les llevó hasta un ferry que a su vez les dejó en la costa de D'Ajuda, donde subieron a un autobús que no paró de dar botes hasta que llegaron a su destino.

Hacía veinticuatro horas que había estado en la sala de visitas explicándole a Raskol que necesitaba cuarenta mil coronas para los egipcios, y que Raskol le había aclarado que el ahwa de Muhammed Ali no estaba en Porto Seguro, sino en una localidad cercana.

– D'Ajuda -le había precisado Raskol con una gran sonrisa-. Conozco a un par de muchachos que viven allí.

El árabe miró a Beate y ésta negó con la cabeza antes de que el árabe colocara delante de Harry una taza de café fuerte y amargo.

– Muhammed -dijo Harry, que se percató de que el otro se ponía muy tenso-. You are Muhammed, right?

El árabe tragó saliva.

– Who's asking?

– A friend.

Harry metió la mano derecha en el interior de la chaqueta y vio el pánico reflejado en la tez oscura del individuo.

– El hermano pequeño de Lev está intentando dar con él.

Harry sacó una de las fotos que Beate había conseguido en casa de Trond, y la dejó en el mostrador.

Muhammed cerró los ojos un instante, mientras los labios parecieron recitar una muda oración de agradecimiento.

En la foto aparecían dos chavales. El mayor llevaba un plumón rojo. Reía y, con gesto amistoso, rodeaba con su brazo los hombros del otro, que sonreía incómodo a la cámara.

– No sé si Lev te habrá hablado de su hermano pequeño -continuó Harry-. Se llama Trond.

Muhammed cogió la foto y la estudió detenidamente.

– Ya -respondió el árabe rascándose la barba-. Nunca he visto a ninguno de los dos. Nunca he oído hablar de ningún Lev que viva aquí, en D'Ajuda. Y eso que conozco a la mayoría de los que viven aquí.

Dicho esto, le devolvió la foto a Harry, que se la guardó de nuevo en el bolsillo interior antes de apurar la taza de café.

– Tenemos que encontrar un sitio para pasar la noche, Muhammed. Luego volveremos. Mientras, reflexiona un poco.

Muhammed negó con la cabeza, cogió el billete de veinte dólares que Harry había deslizado bajo la taza de café, y se lo devolvió.

– No acepto billetes grandes -dijo.

Harry se encogió de hombros.

– Volveremos de todas formas, Muhammed.

Estaban en temporada baja, de modo que en el pequeño hotel Victoria les dieron una habitación doble a cada uno. Harry recibió una llave con el número 69, a pesar de que el hotel sólo constaba de dos pisos con una veintena de habitaciones. Supuso que le habían asignado la suite nupcial cuando, al abrir el cajón de la mesilla de noche que había junto a la cama roja en forma de corazón, encontró dos condones y una bienvenida del hotel. La puerta del baño estaba cubierta por un espejo en el que uno podía verse desde la cama. En el armario exageradamente grande y profundo, el único mueble de la habitación aparte de la cama, colgaban dos albornoces cortos y un tanto desgastados, con motivos orientales en la espalda.

La recepcionista no hacía sino sonreír y, cuando le enseñaron las fotografías de Lev Grette, negó con la cabeza sin añadir comentario alguno. Otro tanto sucedió en el restaurante contiguo y en el ciber-café situado más arriba, en la extrañamente silenciosa calle principal. Tal como manda la tradición, ésta discurría desde la iglesia hasta el cementerio, pero su nombre, Broadway, era reciente. En la pequeña tienda de comestibles donde vendían agua y adornos navideños y sobre cuya puerta colgaba un letrero con la leyenda «SUPERMARKET», encontraron al fin a una mujer que, sentada tras una caja registradora y con la mirada perdida, respondió «yes» a cuantas preguntas le hicieron hasta que decidieron dejarlo y marcharse. Durante el camino de vuelta sólo vieron a una persona, un joven policía apoyado en un jeep con los brazos cruzados y la funda del arma colgada muy por debajo de las caderas que, bostezando, los siguió con la mirada.

En el ahwa de Muhammed, el chico delgado de la barra les explicó que el jefe, de repente, había decidido tomarse un rato libre para dar una vuelta. Beate preguntó cuándo estaría de vuelta, pero el chico negó con la cabeza sin entender, señaló al sol con el dedo y dijo «Trancoso».

De vuelta al hotel, la recepcionista les contó que la caminata de trece kilómetros por la playa de blanca arena que conducía hasta Trancoso era una las atracciones turísticas más importantes de D'Ajuda. Y, aparte de la iglesia católica de la plaza, la única.

– Ya. ¿A qué se debe que haya tan poca gente aquí, señora? -preguntó Harry.

Ella sonrió y señaló hacia el mar.

Allí estaban. En la ardiente arena que se extendía en ambas direcciones hasta donde permitía ver la calina. Se veía a gente tomando el sol en lit de parade, vendedores ambulantes que se pateaban la playa vencidos por el peso de sus neveras portátiles y de sacos cargados de fruta, camareros sonrientes de bares provisionales por cuyos altavoces, instalados bajo techumbres de paja, resonaba la samba sin cesar, surfistas enfundados en trajes amarillos del equipo nacional y con los labios blancos por el óxido de zinc. Y también a dos personas que caminaban hacia el sur con los zapatos en la mano. Una con pantalón corto, un pequeño top y un sombrero de paja del hotel, la otra aún con la cabeza descubierta y un traje de lino arrugado.

– ¿Dijo trece kilómetros? -preguntó Harry apartando entre resoplidos las gotas de sudor que le caían por la punta de la nariz.

– Se hará de noche antes de que estemos de vuelta -dijo Beate señalando con la mano-. Mira, todos los demás ya vuelven.

Una negra línea se dibujaba a lo largo de la playa, una procesión aparentemente interminable de gente que regresaba a casa de espaldas al sol de la tarde.

– Ni que lo hubiésemos contratado de antemano -dijo Harry poniéndose bien las gafas de sol-. Una rueda de reconocimiento de todo D'Ajuda. Hay que abrir los ojos: si no vemos a Muhammed, puede que tengamos suerte y nos topemos con el mismísimo Lev.

Beate sonrió.

– Apuesto un billete de cien.

Las caras pasaban reverberando veloces en medio del calor. Negras, blancas, jóvenes, viejas, guapas, feas, impasibles, sobrias, sonrientes, desconfiadas. Desaparecieron los bares y los puntos de alquiler de tablas de surf y sólo quedaron ante sus ojos mar y arena a la izquierda y una densa vegetación selvática a la derecha. También había aquí y allá algún grupo de gente del que emanaba el inconfundible olor de la marihuana.

– He reflexionado algo más acerca de las distancias de intimidad y de esa teoría nuestra sobre las relaciones personales -dijo Harry-. ¿Crees que Lev y Stine Grette se conocían más que como cuñados?

– ¿Sugieres que ella participó en la planificación y luego él le pegó un tiro para eliminar pistas? -Beate entrecerró los ojos por la intensa luz del sol-. Bueno, ¿por qué no?

Aunque eran más de las cuatro, el calor no había disminuido de forma sensible. Se calzaron para pasar por unas rocas, al otro lado de las cuales Harry encontró una rama gruesa y seca arrastrada hasta allí por el mar. Enterró la rama en la arena y sacó el pasaporte y la cartera de la chaqueta antes de colgarla en el improvisado perchero. Ya avistaban Trancoso en la distancia cuando pasó un hombre al que, según dijo Beate, ella había visto en algún vídeo. En un principio, Harry creyó que se refería a algún actor más o menos conocido pero ella le dijo que se llamaba Roger Person y que, aparte de varias condenas por tráfico de estupefacientes, había cumplido condena por un atraco en Gamlebyen y Veitvet, y se sospechaba que era el responsable del atraco a la oficina de correos de Ullevål.

Fred se había tomado tres caipirinhas en el restaurante de la playa de Trancoso, pero seguía pensando que era estúpido recorrer trece kilómetros sólo para, como dijo Roger, «airear la piel antes de que se viese afectada por los hongos domésticos, como todo lo demás».

– Lo que pasa es que, con esas pastillas nuevas, no eres capaz de estarte quieto -le reprochó Fred a su amigo, que lo precedía en la marcha a paso ligero y levantando mucho las rodillas.

– ¿Y qué? -atajó Roger-. Te vendrá bien quemar algunas calorías antes de volver al bufete sueco del mar del Norte. Mejor me cuentas lo que dijo Muhammed por teléfono sobre los dos policías.

Fred suspiró e intentó recordarlo en su limitada memoria.

– Habló de una tía pequeña y tan pálida que era casi transparente. Y un alemán enorme con nariz de bebedor.

– ¿Alemán?

– Muhammed cree que sí. Puede que sea ruso. O un indio inca o…

– Muy divertido. ¿Estaba seguro de que era un madero?

– ¿Qué quieres decir?

Fred estuvo a punto de chocar con Roger, que se había parado en seco.

– Como mínimo no me gusta -dijo Roger-. Por lo que yo sé, Lev no ha atracado bancos en ningún sitio más que en Noruega. Y la policía noruega no viaja a Brasil para pescar a un miserable atracador de bancos. Seguramente, serán rusos. Mierda. En ese caso, sabemos quién los envía. Y, en ese caso, no buscan únicamente a Lev.

Fred suspiró.

– No empieces con el puto gitano otra vez, por favor.

– Tú crees que estoy paranoico, pero es el mismísimo diablo. No le cuesta ni una caloría cargarse a alguien que le haya timado una corona. Creí que ni siquiera se daría cuenta; sólo cogí un par de billetes de mil para gastos de una de las bolsas, ¿no? Pero es una cuestión de principios, ya sabes. Cuando eres jefe en esos ambientes, tienes que infundir respeto, si no…

– ¡Roger! Si me entran ganas de oír esa mierda mafiosa, prefiero alquilar un vídeo.

Roger no contestó.

– ¿Hola? ¿Roger?

– Cierra la boca -masculló Roger-. No te gires, sigue andando.

– ¿Qué?

– Si no estuvieras borracho como una cuba, habrías visto que acabamos de pasar junto a dos piezas, una transparente y otra con nariz de bebedor.

– ¿De verdad? -Fred se dio la vuelta-. Roger…

– ¿Qué?

– Creo que tienes razón. Han dado la vuelta.

Roger siguió caminando sin girarse.

– ¡Mierdamierdamierda!

– ¿Qué hacemos?

Fred se giró al no obtener respuesta y descubrió que Roger había desaparecido. Presa del mayor asombro, vio las huellas profundas que Roger había dejado al girar repentinamente hacia la izquierda. Levantó la vista otra vez y vio las plantas de los pies de Roger corriendo a toda velocidad. Fred también echó a correr hacia la densa y verde vegetación.

Harry se rindió casi enseguida.

– ¡No puede ser! -le gritó a Beate, que se detuvo vacilante.

Se hallaban a sólo unos metros de la playa, pero parecían encontrarse en otro mundo. Un calor sofocante y estancado llenaba el espacio existente entre los troncos en penumbra bajo la verde techumbre del follaje. Los posibles ruidos procedentes de los dos hombres que huían quedaron ahogados por los gritos de los pájaros y el rumor del mar que se extendía a su espalda.

– El segundo no parecía precisamente un esprínter -comentó Beate.

– Conocen estos caminos mejor que nosotros -refutó Harry-. Y nosotros no tenemos armas, pero puede que ellos sí.

– Si antes no habían advertido a Lev, lo harán ahora, seguro. O sea, ¿qué hacemos?

Harry se frotó el vendaje de la nuca, que ya estaba empapado de sudor. Los mosquitos habían logrado atravesarlo y darle un par de picotazos.

– Pasemos al plan B.

– ¿Ah, sí? ¿Y en qué consiste?

Harry miró a Beate y se preguntó cómo era posible que no tuviera ni una gota de sudor en la frente, cuando él hacía aguas como un canalón carcomido.

– Iremos de pesca -dijo.

La puesta de sol fue breve, pero les brindó un magnífico espectáculo que incluía todos los matices de rojo existentes en el espectro de ese color.

– Aparte de alguno más -precisó Muhammed señalando hacia el astro ardiente que se deshacía en el horizonte cual mantequilla en una sartén al rojo vivo.

Pero al alemán que tenía ante la barra no le interesaba la puesta de sol. Acababa de decir que pagaría mil dólares a quien le ayudara a localizar a Lev Grette o a Roger Person. ¿Quizá Muhammed tendría la amabilidad de difundir la oferta? Los informantes interesados podían dirigirse a la habitación 69 del hotel Victoria, dijo el alemán antes de dejar el ahwa en compañía de la rubia.

Las golondrinas enloquecieron con el baile nocturno, tan breve como el ocaso, ejecutado por los insectos. El sol se convirtió en una mancha roja reflejada en la superficie del mar y, diez minutos después, ya era noche cerrada.

Una hora más tarde apareció Roger maldiciendo, pálido bajo el intenso bronceado.

– Puto gitano -murmuró a Muhammed que, por su parte, le contó a Roger que ya había oído los rumores sobre la suculenta recompensa en el bar de Fredo, de donde se largó enseguida.

Por el camino, le dijo, entró en el supermercado para ver a Petra, según la cual el alemán y la rubia habían pasado por allí dos veces aquel día. La última vez, le dijo Petra, no hicieron preguntas, sólo compraron un sedal.

– ¿Y para qué querrán un sedal? -se preguntó echando un rápido vistazo a su alrededor, mientras Muhammed le servía el café-. ¿Van a pescar o qué?

– Toma -dijo Muhammed señalando con la cabeza la taza de café-. Es bueno para la paranoia.

– ¡¿Paranoia?! -gritó Roger-. Es sentido común. ¡Putos mil dólares! La gente de por aquí vendería a su madre por la décima parte.

– Entonces, ¿qué piensas hacer?

– Lo que tengo que hacer. Adelantarme al alemán.

– Ah, ¿sí? ¿Cómo?

Roger probó el café al mismo tiempo que sacaba un arma corta de color negro y marrón rojizo de la cintura del pantalón.

– Saluda a la Taurus PT-92 C, de São Paulo.

– No gracias -respondió el árabe en un susurro-. Guarda eso inmediatamente. Estás majara. ¿Piensas enfrentarte al alemán tú solo?

Roger se encogió de hombros y se guardó el arma en la cintura del pantalón.

– Fred está en casa temblando como un flan. Dice que no piensa estar sobrio nunca más.

– Ese tío es un profesional, Roger.

Roger preguntó gimoteando:

– ¿Y yo no? Yo también lo soy, tengo experiencia como atracador de bancos. ¿Y sabes qué es lo más importante, Muhammed? El factor sorpresa. Eso lo es todo. -Roger apuró el café-. Y ya me sé yo lo profesional que es, cuando va por ahí diciéndole a todo el mundo en qué habitación se aloja.

Muhammed alzó los ojos al cielo y se santiguó.

– Alá te ve, Muhammed -murmuró Roger con acritud antes de levantarse.

Roger vio a la rubia tal como entró en la recepción. Estaba sentada con un grupo de hombres que veían un partido de fútbol en el televisor que había colgado sobre la barra. «Es verdad, esta noche hay flaflu, el tradicional derbi local entre el Flamengo y el Fluminense de Río», se dijo. Por eso estaba tan lleno el bar de Fredo.

Pasó deprisa con la intención de que nadie reparase en él. Subió corriendo la escalera enmoquetada y siguió por el pasillo. Sabía perfectamente dónde se encontraba la habitación pues, cuando el marido de Petra se ausentaba de la ciudad, pasaba por allí a reservar la 69.

Roger acercó la oreja a la puerta, aunque no oyó nada. Miró por el ojo de la cerradura, pero dentro estaba oscuro. El alemán habría salido, o estaría durmiendo. Roger tragó saliva. El corazón le latía acelerado, pero el medio Rohypnol que había tomado lo mantenía sereno. Comprobó que la pistola estaba cargada y que tenía el seguro quitado antes de bajar cuidadosamente el picaporte. ¡La puerta no estaba cerrada! Roger entró raudo en la habitación y cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido. Se quedó inmóvil en la oscuridad, aguantando la respiración. Ni se veía ni se oía a nadie. Ningún movimiento, ninguna respiración. Sólo el débil zumbido del ventilador del techo. Suerte que Roger conocía la habitación al dedillo. Apuntó la pistola hacia lo que sabía era la cama en forma de corazón mientras la vista se le adaptaba paulatinamente a la oscuridad. Un delgado rayo de luna arrojaba una luz pálida sobre la cama. Se veía el edredón doblado a un lado y la cama vacía. Pensó febrilmente. ¿El alemán se había olvidado de cerrar con llave al salir? En ese caso, Roger podía ponerse cómodo y esperar a que volviera y le sirviera de diana en el umbral de la puerta. Sin embargo, aquello parecía demasiado bueno para ser verdad, como si en un banco se olvidaran de activar el cierre retardado. Esas cosas no pasan. El ventilador de techo.

La confirmación le llegó ese preciso instante.

Roger se sobresaltó al oír un chorro de agua en el baño. ¡El tío estaba sentado en el trono! Roger cogió la pistola con ambas manos y apuntó con los brazos extendidos hacia donde sabía que estaba la puerta del baño. Transcurrieron cinco segundos. Ocho segundos. Roger ya no podía contener la respiración por más tiempo. ¿A qué coño estaba esperando aquel tío? ¡Ya había tirado de la cadena! Doce segundos. ¿Y si había oído algo? Y ahora intentaba huir… Roger recordó que allí dentro había una pequeña ventana en la parte superior de la pared. ¡Mierda! Ésta era su oportunidad, no podía dejar que el alemán se le escapara ahora. Roger pasó de puntillas junto al armario donde se guardaba el albornoz que tan bien le sentaba a Petra, se detuvo ante la puerta del baño y puso una mano en el picaporte. Respiró hondo. Iba a darse la vuelta cuando notó un levísimo movimiento de aire. No como el de un ventilador de techo o una ventana abierta. De otro tipo.

– Freeze -dijo una voz justo detrás de él.

Y eso exactamente fue lo que hizo Roger después de levantar la cabeza y mirar el espejo de la puerta del baño. Sintió tanto frío que le castañetearon los dientes. Las puertas del armario se habían abierto, y allí dentro, entre los albornoces blancos, vislumbró una figura gigantesca. Pero no fue eso lo que le provocó los repentinos ataques de frío. El efecto psicológico de descubrir que alguien te está apuntando con un arma mucho más grande que la tuya no es menor por poseer ciertos conocimientos sobre armas. Todo lo contrario, ya que uno sabe que las balas de gran calibre destrozan un cuerpo humano con más eficacia. Y la Taurus PT-92 C de Roger era un lanzador de guisantes comparado con el enorme y negro monstruo que vislumbró a su espalda gracias a la luz de la luna. Un crujido le hizo levantar la vista. Algo que parecía un sedal aparecía extendido entre el armario y la ranura superior de la puerta del baño.

– Guten Abend -susurró Roger.

Quiso el azar que, seis años más tarde, a Roger lo invitaran a entrar en un bar de Pattaya, donde se encontró con la cara de Fred oculta detrás de una poblada barba. Al principio se quedó tan perplejo que no reaccionó cuando Fred le ofreció una silla.

Fred pidió varias copas y le contó que ya no trabajaba en el mar del Norte. Cobraba una pensión por incapacidad laboral. Roger se sentó titubeando y le comentó, sin entrar en detalles, que durante los últimos seis años había ejercido como correo desde Chiang Rai. Después de dos copas, Fred carraspeó y le preguntó qué había pasado la noche que desapareció de repente de D'Ajuda.

Roger miró el interior de su vaso, respiró hondo y le confesó que no tuvo elección. Que el alemán, que, por cierto, no era alemán, le tendió una encerrona y estuvo a punto de mandarlo al otro barrio aquella misma noche. Pero que, en el último momento, él le propuso un trato que el tipo aceptó. Si le daba treinta minutos de ventaja para salir de D'Ajuda, le diría dónde se escondía Lev Grette.

– ¿Qué tipo de arma dices que tenía aquel tío? -quiso saber Fred.

– Estaba demasiado oscuro para verla, pero no era una marca conocida. Pero te puedo asegurar una cosa, de haberme disparado, me habría mandado la cabeza hasta el bar de Fredo.

Roger echó otra mirada rápida hacia la puerta.

– Por cierto, yo he conseguido casa aquí. ¿Tú tienes donde quedarte o qué?

Roger miró a Fred haciéndole saber que no se le había pasado por la cabeza semejante cuestión. Se frotó la barba durante un buen rato antes de responder.

– No, en realidad no.

27

Edvard Grieg

La casa de Lev estaba aislada al final de una calle sin salida. Era, como la mayoría de las casas del vecindario, un edificio sencillo de ladrillo, con la salvedad de que la suya tenía cristales en las ventanas. Una farola solitaria arrojaba un dorado fulgor sobre un lugar en que una impresionante y variada fauna de insectos pugnaba por hacerse un hueco, mientras que los murciélagos entraban y salían raudos de la densa oscuridad.

– Parece que no hay nadie en casa -susurró Beate.

– A ver si lo que pasa es que ahorra electricidad -dijo Harry.

Se detuvieron ante una verja de hierro bastante oxidada.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Beate-. ¿Escalamos y llamas a la puerta?

– No. Tú conectas el móvil y te quedas esperando aquí. Cuando me veas debajo de la ventana, llamas a este número.

Le dio la página que había arrancado de su bloc de notas.

– ¿Para qué?

– Si oigo que suena un móvil dentro de la casa, es de suponer que Lev está dentro.

– De acuerdo. Y ¿cómo piensas detenerlo? ¿Con eso? -preguntó señalando la aparatosa cosa negra que Harry sostenía en la mano derecha.

– ¿Por qué no? -dijo Harry-. Funcionó con Roger Person.

– Él estaba en una habitación en penumbra y lo vio reflejado en un espejo de feria, Harry.

– Bueno. Como no nos dejan introducir armas en Brasil, hay que usar lo que se tiene.

– ¿Como un sedal amarrado a la cisterna del váter y un juguete?

– Pero no es un juguete cualquiera, Beate. Es un Namco G-Com 45 -dijo dando unas palmaditas a la gigantesca pistola de plástico.

– Por lo menos quítale la pegatina de Playstation -le advirtió Beate meneando la cabeza.

Harry se quitó los zapatos y corrió agazapado por el tramo de tierra seca y agrietada que antes le había parecido césped. Al llegar, se sentó bajo la ventana con la espalda pegada a la pared y le hizo a Beate una señal con la mano. No la veía, pero sabía que ella distinguía su figura recortada contra la pared blanca. Miró al cielo, estaba cuajado de estrellas. Segundos más tarde se oyeron tonos débiles, aunque nítidos, procedentes de un móvil en el interior de la casa. «En el salón del Rey de la Montaña.» Peer Gynt. En otras palabras, el hombre tenía sentido del humor.

Harry fijó la vista en una de las estrellas intentando eliminar de la cabeza cualquier pensamiento que no guardara relación con lo que iba a hacer ahora. No lo logró. Aune le dijo una vez que, si sabemos que sólo en nuestra galaxia hay más soles que granos de arena en una playa mediana, ¿por qué no nos preguntamos si hay vida ahí fuera? Deberíamos preguntarnos qué posibilidades hay de que todos tengan buenas intenciones antes de plantearnos si vale la pena arriesgarse a establecer contacto con ellos. Harry apretó la mano contra la pistola. Era la misma pregunta que él se hacía ahora.

El teléfono dejó de emitir la música de Grieg. Harry esperó. Tomó aire, se levantó y avanzó de puntillas hasta la puerta. Escuchó con atención, pero sólo se oían los grillos. Posó la mano con sumo cuidado en el pomo de la puerta, que imaginaba cerrada.

No lo estaba.

Maldijo en voz baja. Si estuviera cerrada, y eso los privara del factor sorpresa, había decidido de antemano que esperarían al día siguiente para comprar algo de «metal» antes de volver. Dudaba que fuera complicado comprar dos armas cortas decentes en un lugar como aquél. Pero también tenía la sensación de que no tardarían en informar a Lev de los acontecimientos del día, de modo que Beate y él no disponían de mucho tiempo.

Harry dio un respingo al sentir un dolor en la planta del pie derecho. Retiró automáticamente el pie y miró debajo. A la escasa luz de las estrellas consiguió vislumbrar una raya negra en la pared blanca. La raya partía de la puerta, atravesaba el escalón donde había tenido el pie, y seguía bajando los peldaños hasta perderse de vista. Sacó una linterna Mini Maglite del bolsillo y la encendió. Eran hormigas. Hormigas grandes y rojizas, semitransparentes, que desfilaban en dos columnas, una que bajaba la escalera y otra que se adentraba por debajo de la puerta. Se trataba, obviamente, de otra variedad de las familiares hormigas negras de jardín. Era imposible ver qué transportaban pero, por lo que Harry sabía de hormigas, rojas o no, algo sería.

Harry apagó la linterna. Meditó. Y se fue. Bajó la escalera y avanzó hacia la verja. A medio camino se detuvo, se dio la vuelta y echó a correr. La sencilla puerta de madera medio corroída se salió de sus goznes al recibir los noventa y cinco kilos de Hole, a algo menos de treinta kilómetros por hora. Junto con los restos de la puerta, cayó al suelo de cemento sobre uno de los codos y el dolor le subió por el brazo hasta la nuca. Permaneció tumbado en la oscuridad esperando el claro chasquido del percutor del arma pero, como no se producía, se levantó y volvió a encender la linterna. Siguió los brillantes cuerpos de las hormigas sobre una alfombra mugrienta hasta la siguiente habitación, donde la fila giraba bruscamente a la izquierda y seguía subiendo por la pared. El cono de luz captó el borde de una ilustración del Kama Sutra en su ascenso. La caravana de hormigas giraba y seguía por el techo. Harry miró hacia arriba. La nuca le dolía más que nunca. Ahora estaban justo sobre él. Tuvo que volverse. El cono de luz se movió un poco antes de encontrar de nuevo a las hormigas. ¿Era ése realmente el camino más corto hasta donde querían llegar? Harry no tuvo tiempo de pensar en otra cosa antes de encontrarse cara a cara con Lev Grette. Su cuerpo estaba a más altura que Harry, que soltó la linterna y retrocedió. Y aunque el cerebro le decía que ya era demasiado tarde, las manos, con una mezcla de horror y desvarío, buscaron un Namco G-Com 45 que agarrar.

28

Lava pés

Beate no soportó el hedor más de un par de minutos, transcurridos los cuales se vio obligada a salir de allí corriendo. Harry la encontró doblada en la oscuridad cuando llegó caminando despacio por la parte trasera. Se sentó en un peldaño de la escalera y encendió un cigarrillo.

– ¿No notaste el olor? -se lamentó Beate mientras, le caía saliva de la boca y la nariz.

– Disosmia -respondió Harry escrutando el ascua del cigarrillo-. Pérdida parcial del olfato. Hay algunas cosas que ya no puedo olerlas. Aune dice que es porque he olido demasiados cadáveres. Traumas emocionales y esas cosas.

Beate vomitaba.

– Lo siento -volvió a gimotear-. Fueron las hormigas. Es decir, ¿por qué esos asquerosos bichos utilizan precisamente las fosas nasales como una especie de autovía de dos carriles?

– Bueno. Si insistes te puedo contar dónde se encuentran las partes más ricas en proteínas del cuerpo humano.

– ¡No, gracias!

– Perdón. -Harry tiró el cigarrillo al árido suelo-. Lo hiciste muy bien ahí dentro, Lønn. No es lo mismo que en un vídeo.

Se levantó y entró de nuevo.

Lev Grette colgaba de un trozo corto de cuerda sujeta al gancho de la lámpara. Flotaba a más de medio metro por encima del suelo y la silla estaba volcada, por eso ahora las moscas tenían el monopolio del cadáver junto con las hormigas amarillas que seguían desfilando arriba y abajo por la cuerda.

Beate había encontrado el móvil con el cargador en el suelo, al lado del sofá, y dijo que averiguaría cuándo había mantenido la última conversación. Harry se fue a la cocina y encendió la luz. En la encimera, sobre un papel de tamaño A4, había una cucaracha de color azul metálico que agitó las antenas antes de emprender una rápida retirada de vuelta a los fogones. Harry levantó la hoja. Estaba escrita a mano. Había leído todo tipo de notas de suicidas y sólo una minoría tenía cierta calidad literaria. Las célebres últimas palabras solían consistir en rumores confusos, llamadas desesperadas de socorro o instrucciones prosaicas sobre quién heredaría la tostadora y el cortacésped. Una de las más sensatas, en su opinión, fue la del agricultor de Maridalen que había dejado escrito con tiza en la pared: «Aquí dentro hay colgado un hombre muerto. Por favor, llame a la policía. Lo siento». De ahí que la carta de Lev Grette se le antojase, si no única, sí poco habitual.

Querido Trond:

Siempre me he preguntado qué sentiría aquel hombre cuando el paso elevado desapareció de repente. Cuando el abismo se abrió bajo sus pies y entendió que estaba a punto de pasar algo totalmente absurdo, que iba a morir para nada. Quizás aún le quedasen cosas por hacer. Quizá le esperase alguien aquella mañana. Quizá creyese que, justo aquel día, comenzaría algo nuevo. En esto último, hasta cierto punto habría tenido razón…

Nunca te conté que lo visité en el hospital. Le llevé un ramo de rosas y le dije que lo había visto todo desde la ventana del bloque, que llamé a la ambulancia y que le di a la policía la descripción del chico y de la bicicleta. Estaba en cama, menudo y gris, y me dio las gracias. Así que le pregunté, como un puto comentarista deportivo: «¿Qué sentiste?».

No me respondió. Estaba allí lleno de tubos y de botellas que goteaban lentamente y me miró. Me volvió a dar las gracias, y un enfermero me dijo que tenía que irme.

Así que nunca supe qué se siente. Hasta que un día el abismo también se abrió de repente bajo mis pies. No pasó mientras corría por la calle Industrigata después del atraco. Ni después, cuando conté el dinero. Ni mientras lo vi en las noticias. Me pasó exactamente como al hombre mayor, una mañana mientras caminaba despreocupado. El sol brillaba, yo había vuelto sano y salvo a D'Ajuda, podía relajarme y permitirme pensar otra vez. Así que pensé. Pensé que le había quitado a la persona que más quiero en el mundo lo que él más quería. Que tenía dos millones de coronas para vivir, pero nada por lo que vivir. Fue esta mañana.

No espero que entiendas lo que hice, Trond. Que atraqué un banco, que ella vio que era yo, que uno está aprisionado en un juego que tiene sus propias reglas, nada de esto tiene cabida en tu mundo. Y tampoco espero que entiendas lo que voy a hacer ahora. Pero creo que tal vez entiendas que uno también se puede cansar de eso, de vivir.

Lev


PD: Entonces no le di importancia al hecho de que el hombre mayor no sonriera al darme las gracias. Pero hoy he pensado en ello, Trond. A lo mejor no lo esperaba nada ni nadie. A lo mejor había sentido alivio cuando el abismo se abrió y creyó que ya no tendría que hacerlo él mismo.

Beate estaba subida a una silla al lado del cuerpo de Lev cuando Harry entró en el salón. Intentaba doblar uno de los dedos tiesos de Lev para comprimirlo contra el interior de una pequeña caja metálica.

– Vaya -dijo-. La almohadilla de tinta se ha quedado al sol en la habitación del hotel y se ha secado.

– Si no consigues una huella buena, recurriremos al método de los bomberos -dijo Harry.

– ¿Que es cuál?

– Cuando nos quemamos, cerramos automáticamente las manos. Incluso en cadáveres calcinados, la piel de la yema de los dedos queda intacta y se pueden obtener identificaciones con las huellas dactilares. Por razones prácticas, los bomberos a veces tienen que cortar un dedo y llevárselo a la científica.

– Eso se llama profanar a los muertos.

Harry se encogió de hombros.

– Si miras la otra mano verás que le falta un dedo.

– Ya lo vi -dijo ella-. Parece que se lo han cortado. ¿Qué significará eso?

Harry se acercó e iluminó con la linterna.

– La herida no ha cicatrizado y, aun así, casi no hay sangre. Eso indica que cortaron el dedo mucho después de que se colgara. Vinieron y vieron que él mismo había hecho el trabajo por ellos.

– ¿Quiénes?

– Bueno. En algunos países, los gitanos castigan a los ladrones cortándoles un dedo -dijo Harry-. Si le han robado a un gitano, claro.

– Creo que he conseguido una huella buena -dijo Beate secándose el sudor de la frente-. ¿Lo bajamos?

– No -dijo Harry-. En cuanto echemos un vistazo, lo ordenamos todo otra vez y nos largamos. Vi una cabina telefónica en la calle principal, haré una llamada anónima a la policía desde allí, y les informaré de lo sucedido. Cuando lleguemos a Oslo, tú llamas y solicitas el informe del forense. No dudo que muriera por estrangulamiento, pero quiero saber la hora de la muerte.

– ¿Y qué hacemos con la puerta?

– Poco se puede hacer con ella.

– ¿Y tu nuca? La venda está roja.

– Olvídalo. Me duele más el brazo que me aplasté al derribar la puerta.

– ¿Cuánto te duele?

Harry levantó el brazo con cuidado e hizo una mueca.

– Va bien mientras no lo mueva.

– Entonces, alégrate de no padecer el mal de Setesdal.

Dos de los tres que estaban en la habitación se rieron, pero acallaron las risas enseguida.


Camino del hotel, Beate le preguntó a Harry si le parecía que ya cuadraba todo.

– Desde un punto de vista técnico, sí. Aparte de eso, los suicidios nunca me cuadran.

Tiró el cigarrillo, cuyas ascuas dibujaron parábolas chispeantes contra una oscuridad que casi parecía de tela.

– Pero yo soy así.

29

Habitación 316

La ventana se abrió de golpe.

– Trond no está -dijo una voz que pronunció la erre a la francesa.

Obviamente, el cabello teñido había sido víctima de otra dosis de productos químicos desde la última vez, y el cuero cabelludo relucía por entre la exhausta melena.

– ¿Habéis estado en algún país mediterráneo?

Harry levantó una cara tostada por el sol y la miró.

– En cierto modo. ¿Sabes dónde podemos encontrarlo?

– Está metiendo cosas en el coche -dijo ella y señaló hacia el otro lado de las casas-. Creo que se va de viaje, pobrecito.

– Ya.

Beate hizo amago de irse, pero Harry no se movió.

– ¿Llevas viviendo aquí mucho tiempo? -preguntó.

– Pues sí. Treinta y dos años.

– Entonces, supongo que te acuerdas de Lev y de Trond cuando eran pequeños.

– Naturalmente. Sí, ellos dejaron huella en este barrio. -Sonrió y se apoyó en el marco de la ventana-. Especialmente, Lev. Todo un galán. Enseguida comprendimos que podía ser peligroso para las chicas.

– Peligroso… ya. Probablemente conoces la historia del hombre mayor que se cayó desde el paso peatonal, ¿no?

Su rostro se ensombreció, y ella susurró con voz trágica:

– Ah, sí. Fue horrible. He oído que nunca más consiguió andar bien del todo; pobre viejo. Se le anquilosaron las rodillas. Resulta increíble que un niño haga algo tan perverso.

– Ya. Parece que era un bala perdida.

– ¿Un bala perdida? -repitió la vecina haciéndose sombra con la mano-. Yo no diría exactamente eso. Era un chico atento y muy educado. Por eso era tan extraño.

– ¿Y todo el barrio sabía que lo había hecho él?

– Todos. Yo misma lo vi desde esta ventana con una chaqueta roja en una bicicleta a toda prisa. Y debí comprender que algo pasaba cuando volvió: venía totalmente pálido.

La mujer se estremeció al sentir una ráfaga de aire frío y luego señaló la calle.

Trond se acercaba caminando con los brazos caídos. Fue aminorando el paso hasta que, al fin, se detuvo ante ellos.

– Es Lev, ¿verdad? -dijo cuando llegó hasta donde se hallaban.

– Sí -respondió Harry.

– ¿Ha muerto?

Harry vio de soslayo el rostro asomado a la ventana.

– Sí. Ha muerto.

– Vale -dijo Trond.

Se inclinó hacia delante y ocultó la cara entre las manos.

Bjarne Møller estaba junto a la ventana mirando a la calle con aire de preocupación cuando Harry asomó por la puerta entreabierta antes de llamar con unos golpecitos discretos.

Møller se dio la vuelta y, al verlo, se le iluminó la cara.

– Hola.

– Aquí está el informe, jefe.

Harry arrojó sobre el escritorio un par de carpetas de cartón verde.

Møller se dejó caer en la silla, le costó un poco acomodar sus largas piernas debajo del escritorio, y se puso las gafas.

– Muy bien -murmuró al abrir la carpeta titulada «DOCUMENTOS».Dentro había un único folio tamaño A4.

– Pensé que no querríais conocer todos los detalles -dijo Harry.

– Si eso es lo que piensas, seguro que tienes razón -convino Møller paseando la vista por las líneas generosamente espaciadas.

Harry miró por la ventana que quedaba a la espalda de su jefe. No había nada que ver allí fuera, sólo una densa niebla que cubría la ciudad como un pañal usado. Møller dejó el folio.

– ¿Así que llegasteis allí, alguien os dijo dónde vivía el tipo y encontrasteis al Dependiente colgado de una soga?

– En resumen, sí.

Møller se encogió de hombros.

– Más que suficiente para mí si hay pruebas sólidas de que éste es realmente el hombre que buscábamos.

– Weber cotejó las huellas dactilares esta mañana.

– ¿Y?

Harry se sentó en la silla.

– Se corresponden con las que encontramos en la botella de cola que el atracador había tenido en las manos justo antes del atraco.

– ¿Estamos seguros de que es la misma botella que…?

– Relájate, jefe, tenemos la botella y el hombre en el vídeo. Y acabas de leer en el informe que tenemos una carta manuscrita del suicida en la que el propio Lev Grette se confiesa autor del robo, ¿no? Estuvimos en Diesengrenda esta mañana y se lo comunicamos a Trond Grette. Nos prestó algunos libros escolares viejos que guardaba en el desván y Beate los llevó al grafólogo de la Judicial KRIPOS. Afirma que no hay duda de que la carta del suicida la escribió la misma persona.

– Bueno, bueno, sólo quiero estar totalmente seguro antes de informar sobre esto, Harry. Sabes que todos los periódicos lo sacarán en primera página.

– Deberías estar un poco más contento, jefe -dijo Harry poniéndose de pie-. Acabamos de resolver el caso más importante que se nos ha presentado en mucho tiempo… así que esto debería estar engalanado con globos y serpentinas.

– Seguramente tienes razón -suspiró Møller, que titubeó antes de preguntar-: Entonces, ¿por qué no se te ve contento?

– No lo estaré hasta que hayamos resuelto el otro asunto, ya sabes. -Harry se dirigió hacia la puerta-. Halvorsen y yo ordenaremos las mesas hoy y empezaremos con el caso de Ellen mañana.

Ya se marchaba, pero se detuvo en la puerta cuando Møller carraspeó.

– ¿Sí, jefe?

– Sólo una pregunta: ¿cómo averiguaste que Lev Grette tenía que ser el Dependiente?

– Bueno. La versión oficial es que Beate lo reconoció en el vídeo. ¿Quieres oír la extraoficial?

Møller se frotó la rodilla, que se le había dormido. Adoptó una expresión de preocupación.

– Creo que no.

– Bueno, bueno -dijo Harry en el umbral de House of Pain.

– Bueno, bueno -repitió Beate girándose en la silla y mirando las fotos que pasaban por la pantalla.

– Supongo que debo agradecerte tu colaboración -dijo Harry.

– Lo mismo digo.

Harry se quedó manoseando el llavero.

– De todas formas, Ivarsson no estará molesto mucho tiempo, recibirá parte de los honores porque fue idea suya que formáramos equipo.

Beate sonrió sutilmente.

– Mientras lo fuimos.

– Y acuérdate de lo que te dije de ya sabes quién.

– No -respondió la colega con un destello de rebeldía en los ojos.

Harry se encogió de hombros.

– Es un cerdo. Mi conciencia no me permite ocultártelo.

– Me alegro de haberte conocido, Harry.

Harry dejó que la puerta se cerrase lentamente a su espalda.

Abrió la puerta del apartamento, dejó la bolsa de viaje y de la Playstation en el suelo de la entrada y se fue a dormir. Tres horas más tarde, después de un sueño vacío de ensoñaciones, le despertó el timbre del teléfono. Se dio la vuelta y vio que en el despertador lucían las cifras 19.03. Bajó los pies de la cama, se fue a la entrada, cogió el auricular y dijo «Hola, Øystein», antes de que el otro tuviera tiempo de presentarse.

– Lo mismo digo. Estoy en el aeropuerto de El Cairo -le explicó Øystein-. Teníamos que llamarnos a esta hora, ¿no?

– Eres la puntualidad en persona -dijo Harry con un bostezo-. Y estás borracho.

– Borracho, no -gangueó Øystein contrariado-. Sólo me he tomado dos cervezas Stella. O tres. Hay que vigilar el nivel del líquido aquí en el desierto, ya sabes. Tu chico está lúcido y sobrio, Harry.

– Me parece muy bien. Espero que tengas más buenas noticias.

– Tengo, como dice el médico, una buena y otra mala. Te cuento la buena primero…

– Vale.

Se produjo un largo silencio durante el cual Harry sólo escuchó el chisporroteo de algo que parecían respiraciones profundas.

– ¿Øystein?

– ¿Sí?

– Estoy aquí esperando más ilusionado que un niño.

– ¿Qué?

– La buena noticia…

– Ah, sí. Bueno, ya… tengo el número de abonado, Harry. No problemo, como dicen aquí. Es de un móvil noruego.

– ¿Un móvil? ¿Eso se puede hacer?

– Se pueden mandar correos por vía inalámbrica desde cualquier sitio del mundo, sólo hay que conectar un ordenador al teléfono móvil y llamar al servidor. Esta noticia es supervieja, Harry.

– Vale, pero ¿tiene algún nombre ese abonado?

– Eh… claro que sí. Pero no lo tienen los chicos aquí en At Tur; ellos se limitan a pasarle el cargo al operador noruego, en este caso Telenor, que a su vez envía la factura al cliente final. Así que llamé a la información telefónica de Noruega. Y conseguí la respuesta.

– ¿Sí?

Harry ya se había despabilado del todo.

– Y… ésa es la noticia menos buena.

– ¿Por?

– ¿Has revisado tus facturas telefónicas durante las últimas semanas, Harry?

Pasaron un par de segundos antes de que Harry empezara a entenderlo.

– ¿Mi móvil? ¿Ese cabrón está utilizando mi móvil?

– Tengo entendido que ya no lo tienes.

– No, lo perdí aquella noche en casa de… de Anna. ¡Joder!

– ¿Y no se te ocurrió que sería buena idea darlo de baja cuando viste que había desparecido?

– ¿Si se me ocurrió darlo de baja? -Harry dejó escapar un suspiro-. ¡No se me ha ocurrido nada sensato desde que empezó esta mierda, Øystein! Perdona que me ponga así: ¡es de una simpleza tan obvia! Por eso no encontré el teléfono en casa de Anna. Y por eso él se siente tan superior.

– Siento haberte dado el día.

– Espera un poco -dijo Harry con súbito entusiasmo-. Si conseguimos probar que tiene mi móvil, también podremos demostrar que estuvo en casa de Anna después de que yo me marchara de allí.

– ¡Bien! -se oyó gritar por el auricular. Y luego con más cautela-: ¿Significa eso que estás contento, al fin y al cabo? ¿Hola? ¿Harry?

– Sí, sí, sigo aquí. Estoy pensando.

– Pensar es bueno. Tú sigue pensando, yo tengo una cita con una tal Stella. Bueno, con varias, en realidad. A ver si llego a tiempo de coger el avión para Oslo…

– Adiós, Øystein.

Harry se quedó con el auricular en la mano sopesando si estrellarlo contra la imagen de sí mismo que le devolvía el espejo. Cuando despertó al día siguiente, abrigaba la esperanza de que la conversación con Øystein hubiera sido un sueño. Y así era, efectivamente, una de las seis o siete versiones de la misma conversación.

Raskol estaba sentado, con la cabeza gacha y apoyada en ambas manos, mientras Harry le hablaba. No se movió ni lo interrumpió mientras Harry le relataba cómo habían encontrado a Lev Grette, y que el móvil de Harry era la razón de que aún no tuvieran pruebas contra el asesino de Anna. Cuando Harry acabó, Raskol entrelazó las manos y levantó la cabeza poco a poco.

– Así que has resuelto tu asunto. Pero el mío sigue pendiente.

– Yo no veo un asunto mío y otro tuyo, Raskol. Mi responsabilidad…

– Pero yo sí lo veo así, spiuni -lo interrumpió Raskol-. Y yo dirijo una organización bélica.

– Ya. ¿Y qué quieres decir exactamente con eso?

Raskol cerró los ojos.

– ¿Te he contado lo que ocurrió cuando el rey de Wu invitó a Sun Tzu a su corte para que enseñara a sus concubinas el arte de la guerra, spiuni?

– Pues no.

Raskol sonrió.

– Sun Tzu era un intelectual y empezó por explicar a las mujeres las órdenes de mando de forma detallada y pedagógica. Pero cuando sonaron los tambores, ellas no se pusieron a desfilar, tal como debían hacer, sino que rompieron a reír. «Si los oficiales no entienden la orden, la culpa es del general», declaró Sun Tzu y volvió a explicárselo todo desde el principio. Pero cuando les ordenó por segunda vez que desfilasen, se repitió la escena. «Si los oficiales no cumplen una orden que han entendido, la culpa es de los oficiales», dijo, y ordenó a dos de sus hombres que apartasen del grupo a las dos concubinas que había designado como oficiales. Fueron decapitadas ante la aterrada mirada de las demás mujeres. Cuando el rey se enteró de que habían ejecutado a sus dos concubinas favoritas, enfermó y tuvo que guardar cama durante varios días. Una vez repuesto, puso a Sun Tzu al mando de sus fuerzas armadas. -Raskol volvió a abrir los ojos-. ¿Qué nos enseña esta historia, spiuni?

Harry no contestó.

– Pues verás, nos enseña que en una organización bélica la lógica ha de ser total y la coherencia absoluta. Si cedes ante las consecuencias, te quedas con una corte de risueñas concubinas. Cuando viniste a pedir otras cuarenta mil coronas, te las di porque creí tu historia sobre la foto que hallaste en el zapato de Anna. Porque Anna era gitana. Cuando viajamos, los gitanos vamos dejando patrin en los cruces de los caminos. Un pañuelo rojo atado a una rama, un hueso con una muesca, cada indicio tiene un significado distinto. Una foto significa que alguien ha muerto. O va a morir. Tú no podías saber eso, así que me fié de que decías la verdad. -Raskol puso las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba-. Pero el hombre que mató a la hija de mi hermano sigue libre, y cuando te miro ahora veo a una concubina china que se ríe, spiuni. Absolutamente consecuentes. Dime su nombre, spiuni.

Harry tomó aire. Dos palabras. Si delataba a Albu, ¿qué tipo de sentencia recibiría? ¿Asesinato involuntario sin premeditación y por celos? ¿Le caerían nueve años, quedaría libre después de seis? ¿Y las consecuencias para él? La investigación desvelaría necesariamente que él, como agente de policía, había ocultado la verdad para evitar que la sospecha recayera sobre él. Sería un claro ejemplo de lo que se llama tirar piedras contra el tejado propio. Arne Albu. Dos palabras. Cuatro sílabas. Y todos sus problemas quedarían resueltos. Y Albu sufriría las últimas consecuencias.

Harry contestó con un monosílabo.

Raskol asintió con la cabeza y miró a Harry con tristeza en los ojos.

– Temía que ésa fuera tu respuesta. Así que no me dejas alternativa, spiuni. ¿Te acuerdas de lo que te respondí cuando me preguntaste por qué me fiaba de ti?

Harry asintió con la cabeza.

– Todo el mundo tiene algo por lo que vivir, ¿no es verdad, spiuni? Algo que se le puede arrebatar. Bien, si te digo «316», ¿te suena?

Harry no contestó.

– Pues te diré que «316» es un número de habitación del hotel International de Moscú. La encargada de la planta donde está esa habitación se llama Olga. Se va a jubilar pronto y su mayor deseo es tomarse unas largas vacaciones a orillas del mar Negro. Dos escaleras y un ascensor dan acceso a la planta, aparte del ascensor del personal. La habitación tiene dos camas individuales.

Harry tragó saliva.

Raskol apoyó la frente en las manos entrelazadas.

– El pequeño duerme cerca de la ventana.

Harry se levantó, se dirigió hacia la puerta y le asestó un fuerte golpe, cuyo eco se propagó a lo largo del pasillo. Siguió golpeando hasta que oyó la llave en la cerradura.

30

Modo de vibración

– Sorry; he venido tan pronto como he podido -dijo Øystein antes de retirar el taxi del bordillo de la acera que discurría delante de Elmer Frukt & Tobakk.

– Bienvenido -dijo Harry, preguntándose si el autobús que venía por la derecha había entendido que Øystein no tenía intención de parar.

– ¿Dices que vamos a Slemdal? -preguntó Øystein sin hacerse eco de los airados toques de claxon del autobús.

– A Bjørnetråkket. ¿Sabes que ahí tenías un ceda el paso?

– He preferido no aprovecharlo.

Harry miró a su amigo. Tras las dos finísimas ranuras de los ojos vislumbró dos globos oculares inyectados en sangre.

– ¿Estás cansado?

– El jet-lag.

– La diferencia horaria con Egipto es de una hora, Øystein.

– Como mínimo…

Puesto que ni los amortiguadores del coche ni los muelles del asiento daban más de sí, Harry fue notando cada uno de los adoquines y de las juntas del asfalto mientras iban sorteando las curvas hasta el chalé de Albu, pero nada le preocupaba menos en aquellos momentos. Øystein le prestó su móvil, llamó al número del hotel International y le pusieron con la habitación 316. Oleg cogió el teléfono. Captó la alegría en su voz cuando el pequeño le preguntó dónde estaba.

– En un coche. ¿Dónde está mamá?

– Ha salido.

– Creía que no iba al juzgado hasta mañana.

– Tiene una reunión con todos los abogados en Kuznetski Most -le respondió Oleg en un tono precoz-. Volverá dentro de una hora.

– Escucha, Oleg, ¿puedes darle un recado a mamá? Dile que tenéis que cambiar de hotel. Inmediatamente.

– ¿Por qué?

– Porque… ya se lo diré yo. Tú díselo, ¿vale? Llamaré más tarde.

– De acuerdo.

– Buen chico. Tengo que irme.

– Oye…

– ¿Qué?

– Nada.

– Vale. No olvides decirle a mamá lo que te he dicho.

Øystein frenó y pegó el coche al bordillo de la acera.

– Espérame aquí -le pidió Harry antes de salir-. Si no he vuelto dentro de veinte minutos, llamas al número que te di de la Central de Operaciones. Y di que…

– «El comisario Hole, de la Brigada de Delitos Violentos quiere que venga una patrulla armada enseguida.» Sí, ya lo sé.

– Bien. Y si oyes disparos, llamas enseguida.

– Eso es. ¿De qué película me dijiste que era?

Harry miró hacia la casa. No se oían ladridos de perro. Un BMW azul oscuro pasó despacio y aparcó calle abajo; aparte de eso, reinaba la calma más absoluta.

– De casi todas.

Øystein sonrió.

– Guay. -De pronto, la preocupación afloró a su rostro y, con el ceño fruncido, añadió-: Porque es guay, ¿verdad? No sólo arriesgado a más no poder, ¿no?

Fue Vigdis Albu quien abrió la puerta. Llevaba una blusa blanca recién planchada y una falda corta, pero a juzgar por la hinchazón de sus ojos, se diría que acababa de levantarse.

– Llamé al trabajo de tu marido -comenzó Harry-. Me dijeron que hoy se había quedado en casa.

– Es posible -dijo ella-. Pero ya no vive aquí -se rió-. No pongas cara de sorprendido, comisario. Fuiste tú quien vino con la historia de esa… esa… -gesticuló como si buscase otra palabra pero se resignó con una sonrisa forzada, como si no existiera otra para nombrarla-: puta.

– ¿Puedo entrar, señora Albu?

Ella se encogió de hombros y los agitó como estremeciéndose.

– Llámame Vigdis o lo que sea, menos eso.

– Vigdis -dijo Harry haciendo una inclinación a modo de saludo-. ¿Puedo entrar ahora?

Ella enarcó las cejas, finas y bien depiladas. Titubeó. Y, finalmente, hizo un gesto de resignación, antes de rendirse:

– ¿Por qué no?

Harry creyó notar un leve olor a ginebra, pero también podría tratarse de su perfume. No había nada en la casa que indicase algún tipo de anomalía: estaba limpia y ordenada, olía bien y había flores frescas en un florero, sobre el aparador. Harry vio que la funda del sofá estaba un poco más blanca que el blanco sucio que lucía la última vez que estuvo sentado en él. Los suaves acordes de una pieza clásica surgían de unos altavoces que no alcanzaba a ver.

– ¿Mahler? -preguntó Harry.

– Greatest hits -confirmó Vigdis-. Arne sólo compraba álbumes recopilatorios. Todo lo que no sea lo mejor carece de interés, solía decir.

– Pues qué bien que no se llevara todos los álbumes. Por cierto, ¿dónde está ahora?

– En primer lugar, nada de lo que ves aquí es suyo. Y en cuanto a dónde está, ni lo sé ni quiero saberlo. ¿Tienes un cigarrillo, comisario?

Harry le ofreció el paquete y la observó mientras luchaba con un voluminoso mechero de mesa de teca y plata. Harry estiró el brazo por encima de la mesa para darle su mechero de usar y tirar.

– Gracias. Estará en el extranjero, supongo. En algún lugar donde haga calor, aunque me temo que no tanto como el que yo le desearía.

– Ya. ¿Qué quieres decir con que nada de lo que hay aquí es suyo?

– Exactamente eso. La casa, los muebles, el coche, todo es mío. -Exhaló el humo con fuerza-. Pregúntale a mi abogado.

– Yo pensaba que era tu marido quien tenía el dinero…

– ¡No lo llames así! -Daba la sensación de que Vigdis Albu se empeñaba en succionar todo el tabaco del cigarrillo-. Sí, el dinero era de Arne. Tenía suficiente dinero para comprar esta casa y estos muebles, los coches, los trajes y la cabaña; y las joyas que me regalaba sólo para que las luciera ante nuestras supuestas amistades. Lo único que significaba algo para Arne era precisamente la opinión de los demás. De su familia, de mi familia, de los colegas, los vecinos, los amigos de la facultad… -La ira confería a su voz un tono duro y metálico, como si hablara por un megáfono-. Todos eran espectadores de la fabulosa vida de Arne Albu; debían aplaudir cuando las cosas iban bien. Si Arne hubiese empleado la misma energía en dirigir la empresa que en cosechar aplausos, tal vez «Albu AS» no se habría ido al garete como lo hizo.

– Ya. Según el periódico Dagens Næringsliv, Albu AS era una empresa modélica.

– Albu AS era una empresa familiar, no una empresa que cotizara en bolsa y que debiera hacer pública su contabilidad. Arne hizo que pareciera que tenía superávit vendiendo activos de la empresa. -Vidgis Albu aplastó en el cenicero el cigarrillo a medio fumar-. Hace un par de años, la empresa atravesó una crisis seria por falta de liquidez y, como Arne respondía personalmente por las deudas, puso la casa y otros bienes a mi nombre y al de los niños.

– Ya. Pero los que compraron la empresa pagaron bastante. Treinta millones, según la prensa.

Vigdis rió con amargura.

– ¿Así que te creíste la historia del exitoso hombre de negocios tque reduce su actividad para dedicarse a la familia? Arne es muy bueno para esas cosas, eso es cierto. Déjame que te lo diga de esta manera: Arne tuvo que elegir entre renunciar voluntariamente a la empresa o ir a la quiebra. Naturalmente, eligió lo primero.

– ¿Y los treinta millones?

– Arne puede ser encantador cuando quiere. La gente tiende a creerle cuando se comporta así. Eso fue lo que hizo que el banco y el proveedor mantuvieran la empresa a flote tanto tiempo. En el acuerdo con el proveedor que se hizo cargo y que, más que un acuerdo, debió de ser una capitulación incondicional, Arne consiguió dos cosas. Le permitieron quedarse con la cabaña, que siguió estando a su nombre. Y convenció al comprador para fijar el precio de compra en treinta millones. Esto último significaba poco para ellos, pues podían descontar toda esa cantidad de los beneficios de Albu AS. Pero, por supuesto, lo significaba todo para la fachada de Arne Albu. Hizo que la quiebra pareciera un chollo de venta. No está nada mal, ¿verdad?

Vidgis Albu echó la cabeza hacia atrás y se rió. Harry alcanzó a ver la pequeña cicatriz de la intervención estética debajo del mentón.

– ¿Qué pasó con Anna Bethsen? -quiso saber Harry.

– ¿Su puta? -La mujer cruzó sus bien torneadas piernas, se apartó el cabello de la cara con un dedo y miró al infinito con expresión indiferente-. Ella no fue más que un juguete. Su error fue que no pudo resistirse a la tentación de jactarse de su amante gitana delante de sus amigos. Y no todos los que Arne consideraba amigos sentían que le debían especial lealtad, por expresarlo educadamente. Resumiendo, acabé enterándome.

– ¿Y?

– Le di otra oportunidad. Por los niños. Soy una mujer razonable.

Sus ojos hinchados por el agotamiento le dedicaron a Harry una mirada cansina.

– Pero no la aprovechó.

– ¿A lo mejor descubrió que se había convertido en algo más que un juguete?

Ella no respondió, pero sus finos labios se afilaron más aún.

– ¿No tenía un despacho en casa, o algo así?

Vigdis Albu hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Subió la escalera delante de él.

– A veces cerraba la puerta con llave y se pasaba ahí casi toda la noche.

Abrió la puerta de una habitación del desván con vistas a los tejados vecinos.

– ¿Trabajaba?

– Navegaba por internet. Estaba totalmente enganchado a eso. Decía que miraba coches y esas cosas, pero vete a saber.

Harry se adelantó hasta el escritorio y abrió uno de los cajones.

– ¿Por qué está vacío?

– Se llevó lo que había aquí. Cabía en una bolsa de plástico.

– ¿El ordenador también?

– Sólo había un portátil.

– ¿Que de vez en cuando conectaba al móvil?

Ella enarcó una ceja.

– No sé nada de eso.

– Sólo preguntaba.

– ¿Quieres ver alguna otra cosa?

Harry se dio la vuelta. Vigdis Albu estaba apoyada en el quicio de la puerta con un brazo en la cabeza y el otro en la cadera. La sensación de déjà vu fue abrumadora.

– Tengo una última pregunta, señora… Vigdis.

– ¿Ah sí? ¿Tienes prisa, comisario?

– Tengo un taxímetro en marcha. La pregunta es sencilla. ¿Crees que pudo matarla?

Ella miró pensativa a Harry mientras daba leves patadas a la puerta con el tacón del zapato.

Harry esperó.

– ¿Sabes lo primero que me dijo cuando le conté que sabía lo de su puta? «Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, Vigdis.» Yo no debía decírselo a nadie! Para Arne, la apariencia de felicidad de cara a la galería era más importante que la felicidad misma. Mi respuesta, comisario, es que no tengo ni idea de qué sería capaz de hacer. No conozco a ese hombre.

Harry sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior.

– Quiero que me llames si se pone en contacto contigo, o si te enteras de dónde está. Enseguida.

Vigdis miró la tarjeta de visita con una levísima sonrisa en los labios, de color rosa pálido.

– ¿Sólo en ese caso, comisario?

Harry no contestó.

Fuera, en la escalera, se volvió hacia ella.

– ¿Se lo contaste alguna vez a alguien?

– ¿Que mi marido me era infiel? ¿Tú qué crees?

– Bueno. Creo que eres una mujer pragmática.

Ella sonrió ampliamente.

– Dieciocho minutos -anunció Øystein-. Joder, empiezo a recuperar el pulso.

– ¿Llamaste a mi antiguo número de móvil mientras estaba dentro?

– Sí. Daba señal de llamada sin parar.

– No oí nada. Ya no está ahí dentro.

– Perdona, pero ¿has oído hablar del modo de vibración?

– ¿Qué?

Øystein simuló un ataque de epilepsia.

– Así. Modo de vibración. Silent phone.

– El mío sólo costó una corona, y sólo funcionaba con sonido. Se lo ha llevado, Øystein. ¿Qué ha pasado con el BMW azul que estaba allí abajo?

– ¿Qué?

Harry suspiró.

– Vámonos.

31

La linterna Maglite

– ¿Me estás diciendo que a nosotros nos persigue un chalado porque tú no encuentras a la persona que asesinó a un familiar suyo?

La voz de Rakel parecía muy desagradable desde el auricular.

Harry cerró los ojos. Halvorsen se había ido a la tienda de Elmer, y tenía la oficina para él solo.

– En resumen, sí. Hicimos un trato. Él cumplió su parte.

– ¿Y eso significa que ahora nos persiguen a nosotros? ¿Y por eso tengo que huir del hotel con mi hijo, que en un par de días sabrá si le dejarán seguir o no con su madre? Por eso… por eso… -Su voz era cada vez más alta, entrecortada y furiosa. Él la dejó continuar, sin interrumpirla-. ¿Por qué, Harry?

– Por la razón más vieja del mundo -le contestó-. Venganza de sangre. Vendetta.

– ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

– Como te dije, nada. Tú y Oleg no sois el objetivo final, sólo sois el medio. Este hombre se siente en la obligación de vengar el asesinato.

– ¡¿Obligación?! -Su grito se le incrustó en los tímpanos-. ¡La venganza es uno de esos territorios frecuentados por los hombres, no tiene nada que ver con las obligaciones, sino con instintos del hombre de Neanderthal!

Él esperó hasta que supuso que había acabado.

– Lo siento. Pero ahora no puedo hacer nada.

Ella no respondió.

– ¿Rakel?

– Sí.

– ¿Dónde estáis?

– Si lo que dices es cierto, que nos encontraron con tanta facilidad, no sé si atreverme a decírtelo por teléfono.

– De acuerdo. ¿Es un sitio seguro?

– Eso creo.

– Ya.

Una voz rusa de fondo entraba y salía de la línea como en una emisora de onda corta.

– ¿Por qué no puedes simplemente asegurarme que estamos a salvo, Harry? Dime que te lo has inventado todo, que nos están tomando el pelo. -Su voz sonaba abatida-. Cualquier cosa.

Harry se tomó su tiempo antes de contestar con voz clara y serena:

– Porque es preciso que tengas miedo, Rakel. El miedo suficiente como para que hagas lo que es preciso.

– ¿Como qué?

Harry respiró hondo.

– Yo lo arreglaré, Rakel. Te lo prometo. Yo lo arreglaré.


Inmediatamente después de hablar con Rakel, Harry llamó a Vigdis Albu, que respondió al primer tono de llamada.

– Hola. ¿Estás al lado del teléfono esperando a que llame alguien, señora Albu?

– Pero ¿qué te has creído, comisario?

Harry percibió en la voz que se habría tomado al menos un par de copas después de que él se marchara.

– No tengo ni idea, pero quiero que denuncies la desaparición de tu marido.

– ¿Por qué? Yo no lo echo en falta -dijo con una risita breve y triste.

– Bueno. Necesito un motivo para poner en marcha un dispositivo de búsqueda. Puedes elegir entre denunciarlo como desaparecido o que lo busque yo. Por asesinato.

Siguió un largo silencio.

– No entiendo, agente.

– No hay mucho que entender, señora Albu. ¿Informo de que has denunciado su desaparición?

– ¡Espera! -gritó ella. Harry oyó que se rompía un vaso al otro lado-. ¿De qué estás hablando? Sobre Arne ya hay una orden de búsqueda y captura.

– Por mi parte sí. Pero aún no he informado a nadie más.

– ¿Ah, sí? Y, ¿qué hay de tres investigadores que estuvieron aquí cuando tú te fuiste?

A Harry le pareció que un dedo gélido le recorría la espina dorsal. ¿Qué tres investigadores?

– ¿No os habláis en la policía? No querían irse, casi me entró miedo.

Harry se levantó de la silla de oficina.

– ¿Llegaron en un BMW azul, señora Albu?

– ¿Recuerdas lo que te dije sobre lo de «señora», Harry?

– ¿Qué les contaste?

– Contarles, no les conté nada que no te dijera a ti. Vieron unas fotos y… no es que fueran maleducados, pero…

– ¿Qué les dijiste para que se marcharan?

– ¿Para que se marcharan?

– No se habrían ido si no hubieran conseguido lo que buscaban. Créeme, señora Albu.

– Harry, me estoy cansando de recordarte…

– ¡Piensa! Esto es importante.

– Pero, santo cielo, no les dije nada. Yo… bueno, les dejé escuchar un mensaje que Arne había dejado en el contestador hace dos días. Y luego se fueron.

– Dijiste que no habías hablado con él.

– Y no lo he hecho. Sólo me informaba de que había recogido a Gregor. Y era verdad, de fondo se oía ladrar a Gregor.

– ¿Desde dónde llamaba?

– ¿Cómo lo voy a saber?

– Los que te visitaron lo entendieron. ¿Puedes ponerme la grabación?

– Pero sólo dice que…

– Por favor, haz lo que te digo. Se trata de… -quería expresarlo de otro modo, pero no lo encontró-: Es cuestión de vida o muerte.

Era mucho lo que Harry ignoraba sobre el tema de las comunicaciones. No sabía que los cálculos habían demostrado que la construcción de dos carriles de túnel en Vinterbro y la prolongación de la autovía eliminarían las colas de las horas punta en la E 6 al sur de Oslo. No sabía que los argumentos más importantes para esta inversión multimillonaria no se basaban en los votantes que venían de Moss y Drobak, sino en la seguridad vial, ni que, en la fórmula que utilizaban las autoridades para calcular la rentabilidad de la sociedad, una vida humana estaba valorada en 20,4 millones de coronas, lo que incluía gastos de ambulancia y de redistribución del tráfico y la pérdida de futuros ingresos tributarios. Porque Harry, que sufría el atasco hacia el sur en la E 6 dentro del Mercedes de Øystein, ni siquiera sabía en cuánto valoraba él la vida de Arne Albu. Y, sobre todo, ignoraba qué ganaría si la salvaba. Sólo sabía que sería incapaz de afrontar lo que perdería. Totalmente incapaz. Así que más le valía no pensar demasiado.

La grabación que le reprodujo Vigdis Albu por teléfono sólo duraba cinco segundos y contenía una sola información importante. Pero era suficiente. No había nada en las nueve breves palabras que Arne Albu dijo antes de colgar: «Me he llevado a Gregor. Para que lo sepas».

Lo revelador no eran los ladridos frenéticos de Gregor que se oían de fondo.

Eran los chillidos. Los fríos chillidos de las gaviotas.

Cuando vieron la señal del desvío hacia Larkollen, ya había anochecido.

Delante de la cabaña había un Jeep Cherokee. Harry continuó hasta la rotonda de cambio de sentido, pero allí tampoco vio el BMW azul. Aparcó justo debajo de la cabaña. No tenía sentido intentar aproximarse a hurtadillas pues, cuando bajó la ventanilla por la cuesta, ya se oían los ladridos.

Harry era consciente de que debería haber ido armado. No porque hubiese razón alguna para pensar que Arne Albu lo estuviera, pues él no podía saber que alguien deseara cobrarse su vida, o su muerte; sino porque ya no eran los únicos actores en aquella función.

Harry salió del coche. No se veían ni se oían gaviotas y pensó que tal vez sólo manifestasen su presencia durante el día.

Gregor estaba atado a la barandilla de la escalinata de acceso a la entrada principal. Los dientes del can relucían a la luz de la luna y emitían frías ondas a lo largo de la aún dolorida nuca de Harry, pero éste se obligó a continuar avanzando hacia el animal con pasos largos y sosegados.

– ¿Me recuerdas? -le susurró cuando estuvo tan cerca que podía sentir el aliento del perro.

La cadena vibraba tensa detrás de Gregor. Harry se puso en cuclillas y, para su sorpresa, los ladridos se apaciguaron. Debía de llevar tiempo ladrando, a juzgar por lo ronco que sonaba. Gregor estiró las patas delanteras, bajó la cabeza y dejó de ladrar. Harry llamó a la puerta. Estaba cerrada. Acercó el oído. Le pareció oír voces dentro. Había luz en el salón.

– ¿Arne Albu?

No obtuvo respuesta.

Harry esperó y volvió a probar suerte.

La llave no estaba en el farol, así que cogió una buena piedra, trepó por la barandilla de la terraza, rompió el cristal de uno de los pequeños vanos de la puerta, metió la mano y abrió.

No había signos de lucha en el salón. Sólo de una salida precipitada. Vio sobre la mesa un libro abierto. Harry lo cogió para mirarlo. Macbeth, de Shakespeare. Con una pluma y tinta de color azul habían marcado una línea del texto. «No tengo palabras; mi voz está en mi espada…» Miró a su alrededor pero no vio pluma alguna.

Sólo la cama de la habitación más pequeña parecía usada. En la mesilla de noche había un ejemplar de la revista Vi Menn.

De la cocina se oía el leve murmullo de una pequeña radio mal sintonizada en la emisora P4. Harry la apagó. En la encimera había un entrecot ya descongelado, y tallos de brécol todavía envueltos en el plástico. Harry se llevó el entrecot y se dirigió al recibidor. Algo rascaba la puerta. Harry abrió. Unos dóciles ojos castaños de perro lo miraban atentos. O, mejor dicho, miraban el entrecot, que apenas llegó a aterrizar en la escalera con un chasquido húmedo antes de ser devorado.

Harry observó al perro hambriento mientras se preguntaba qué hacer. Si es que había algo que hacer. Arne Albu no leía a William Shakespeare, de eso estaba seguro.

Cuando desapareció el último resto de carne, Gregor empezó a ladrar en dirección a la calle con renovadas fuerzas. Harry se encaminó a la barandilla, soltó la cadena y a duras penas logró mantenerse de pie sobre el suelo mojado cuando Gregor intentó soltarse. El perro lo llevó a rastras por el camino, cruzó la carretera y bajó la empinada cuesta desde donde Harry vislumbró olas negras rompiendo contra el monte pelado que se veía blanco bajo una luna en cuarto creciente. Atravesaron altas hierbas empapadas que se adherían a las pantorrillas de Harry como si quisieran retenerlas, pero Gregor no se detuvo hasta que se oyó el crujir de los guijarros bajo las Martens de Harry. La corta cola del animal se quedó tensa. Estaban en la playa. Había marea alta. Las olas llegaban casi hasta la enhiesta hierba y el rumor del mar sonaba como si la espuma blanca que se quedaba en la arena al retirarse el agua fuese cargada de anhídrido carbónico. Gregor volvió a ladrar con fuerza.

– ¿Salió de aquí en barco? -preguntó Harry en parte a Gregor y en parte a sí mismo-. ¿Solo o acompañado?

Nadie respondió. En cualquier caso, era evidente que allí las huellas terminaban pero, al tirar de la correa, el gran rottweiler no quiso moverse, de modo que Harry encendió la Maglite y la enfocó hacia el mar. No vio más que hileras blancas de olas como rayas de cocaína sobre un espejo negro. Obviamente, la profundidad era escasa muchos metros adentro. Harry tiró de la correa otra vez, pero entonces Gregor empezó a escarbar en la arena, entre aullidos de desesperación.

Harry suspiró, apagó la linterna y subió hasta la cabaña. Se preparó una taza de café en la cocina, mientras escuchaba los ladridos a lo lejos. Después de enjuagar la taza, regresó de nuevo a la playa, encontró en el árido monte una cavidad escondida, y se sentó allí. Encendió un cigarrillo e intentó pensar. Se ajustó un poco más el abrigo y cerró los ojos.

Una de las noches que pasaron en la cama de Anna, ella le dijo algo. Debió de ser hacia el final de aquellas seis semanas y él estaría más sobrio que de costumbre, porque lo recordaba. Ella fantaseó con que aquella cama era un barco y que ellos eran dos náufragos solitarios, que iban a la deriva y que tenían pánico de avistar tierra. ¿Fue eso lo que les ocurrió, que avistaron tierra? Él no lo recordaba así, más bien diría que él abandonó el barco saltando por la borda. Pero tal vez estaba equivocado.

Cerró los ojos e intentó recuperar su imagen. No la de cuando eran náufragos, sino la de la última vez que la vio. Cenaron. Evidentemente. Ella le sirvió… ¿vino? ¿Y él bebió? Evidentemente. Ella le volvió a llenar la copa. Él perdió la noción de las cosas. Se sirvió vino él mismo. Ella se rió de él. Lo besó. Bailó para él. Le susurró al oído las locuras de siempre. Cayó en la cama y soltó amarras. ¿De verdad fue tan fácil para ella? ¿Y para él?

No, no pudo ser así.

Pero Harry no lo sabía, claro. No podía negar rotundamente y con una sonrisa tonta en los labios que se hubiera acostado en una cama de la calle Sorgenfri porque se había reencontrado con una antigua amante, mientras Rakel, con el sueño perdido, miraba el techo de un hotel de Moscú porque podía perder a su hijo.

Harry se encogió de frío. El viento húmedo y helado lo traspasaba como un fantasma. Hasta ahora había podido mantener a raya aquellas reflexiones, pero en este momento se le agolparon en la mente. Ante la duda de si había sido o no capaz de engañar a quien más quería en la vida, ¿cómo podía estar seguro de nada de lo que hubiese hecho? Aune afirmaba que las intoxicaciones sólo refuerzan o debilitan lo que cada persona lleva dentro. Pero ¿quién sabía a ciencia cierta lo que él llevaba dentro? El ser humano no es un robot y la química del cerebro se transforma con el paso del tiempo. ¿Quién tiene un inventario completo de lo que puede llegar a hacer en un momento determinado y con la medicación incorrecta?

Harry tiritaba entre maldiciones. Ahora lo sabía. Sabía por qué necesitaba encontrar a Arne Albu y arrancarle una confesión antes de que otros lo silenciaran. No era porque llevase en la sangre su condición de policía ni porque el Estado de Derecho se hubiera convertido para él en una cuestión personal. Era porque necesitaba saber. Y Arne Albu era la única persona que podía contárselo.

Harry apretó los ojos mientras el viento silbaba débilmente contra el granito sobre el vaivén monótono y pausado de las olas.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no estaba tan oscuro. El viento había barrido las nubes del cielo y las estrellas brillaban tenues sobre su cabeza. La luna se había desplazado. Harry miró el reloj. Llevaba allí casi una hora. Gregor, frenético, ladraba al mar. Harry se levantó entumecido y renqueó hasta donde estaba el perro. La fuerza gravitatoria de la luna actuaba en una nueva dirección, la marea había bajado y Harry descendió por lo que ahora se había convertido en una extensa playa de arena.

– Ven Gregor, aquí no hay nada.

Cuando quiso coger la correa, el perro resopló y Harry retrocedió automáticamente. Miró hacia el mar. La luz de la luna resplandecía en la noche, pero él vislumbró algo que no había visto cuando el agua estaba en su nivel más alto. Parecían los extremos de dos troncos de amarre que apenas sobresalían del agua. Harry avanzó hasta la orilla y encendió la linterna.

– Dios mío -susurró.

Gregor saltó al agua y Harry se adentró tras él. Los separaban unos diez metros de los troncos, pero el agua sólo le llegaba por la mitad de la pantorrilla. Miró hacia abajo, un par de zapatos. Italianos, hechos a mano. Harry dirigió la linterna hacia el agua, cuya luz se reflejó en unas piernas blancas y desnudas que sobresalían como dos lápidas macilentas.

El grito de Harry se lo llevó el viento y quedó ahogado de inmediato en el fragor de las olas. Pero la linterna, que él dejó caer y que el agua terminaría por apagar más tarde, estuvo unas veinticuatro horas más iluminando el fondo arenoso. Y, el verano siguiente, cuando el niño que la encontró se la llevó corriendo a su padre, la sal del mar había corroído la cubierta negra y nadie asoció la Mini Maglite con la noticia que apareció en los periódicos el año anterior sobre el grotesco descubrimiento de un cadáver, una noticia que, a aquellas alturas, al ardiente sol del estío, parecía infinitamente remoto.

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