SEGUNDA PARTE

12

Freitot

– Albert Camus dijo que el suicidio es el único problema serio de la filosofía -articuló Aune olfateando el cielo gris que se extendía sobre la calle Bogstadveien-. Porque la decisión sobre si vale la pena vivir o no contesta la pregunta básica de la filosofía. Todo lo demás, si el mundo tiene tres dimensiones o el alma nueve o doce categorías, viene después.

– Ya -dijo Harry.

– Muchos de mis colegas han investigado por qué se suicida la gente. ¿Sabes cuál es la causa más frecuente?

– Eso es lo que esperaba que tú me respondieras.

Harry tuvo que practicar eslalon entre la gente que transitaba la estrechez de la acera para mantenerse al lado del rechoncho psicólogo.

– Que ya no quieren vivir más -dijo Aune.

– Suena como para ganarse el premio Nobel.

Harry llamó a Aune la noche anterior para quedar en acercarse a buscarlo a las nueve a su despacho de la calle Sporveisgata. Pasaron por delante de la sucursal de Nordea y Harry reparó en que el contenedor de basura verde todavía estaba delante del 7-Eleven, al otro lado de la calle.

– A menudo olvidamos que la decisión de suicidarse la suelen tomar personas racionales y mentalmente sanas que piensan que la vida ya no tiene nada que ofrecerles -dijo Aune-. Personas mayores que han perdido a su pareja de toda la vida o cuya salud empeora (o ya es mala), por ejemplo.

– Esta mujer era joven y estaba sana. ¿Qué motivos racionales podía tener?

– Primero habría que definir qué entendemos por racional. Cuando una persona deprimida elige escapar del dolor quitándose la vida, hay que suponer que lo ha sopesado. Por otro lado, es difícil ver el suicidio como algo racional en la situación típica en que una persona que intenta salir del bache encuentra fuerzas para ejecutar ese acto planificado que es el suicidio.

– ¿Tú crees que el suicidio puede ser un acto espontáneo?

– Por supuesto que puede serlo. Pero es más normal que se empiece por intentos de suicidio, especialmente entre las mujeres. En EE.UU. se calcula que, entre las mujeres, por cada suicidio consumado, se producen diez casos de lo que llamamos intentos de suicidio.

– ¿Llamamos?

– La ingesta de cinco pastillas de somníferos es una petición de socorro, lo cual también es serio pero no lo considero un intento de suicidio cuando el resto del frasco está medio lleno en la mesilla.

– Ésta se pegó un tiro.

– Un suicidio masculino, entonces.

– ¿Masculino?

– Una de las razones por las que los hombres consiguen suicidarse más a menudo que las mujeres es precisamente que eligen métodos más agresivos y letales que ellas. Armas y edificios altos en lugar de cortes en las muñecas y sobredosis de pastillas. Es muy raro que una mujer se pegue un tiro.

– ¿Raro hasta el punto de que resulte sospechoso?

Aune miró a Harry.

– ¿Tienes razones para pensar que no fue un suicidio?

Harry negó con la cabeza.

– Sólo quiero asegurarme por completo. Tuerce a la derecha, el apartamento está en esta calle.

– ¿La calle Sorgenfri? -Aune lanzó un aullido y miró al cielo cargado de amenazantes nubes-. Por supuesto.

– ¿Por supuesto?

– Sorgenfri. Sans souci. Sin pena. Ése era el nombre del palacio de Christophe, el rey haitiano que se suicidó al ser apresado por los franceses. Fue él quien enfiló sus cañones contra el cielo para vengarse de Dios, ya sabes.

– Bueno…

– Y sabrás lo que dijo el escritor Ola Bauer sobre esta calle, ¿no?: «Me mudé de la calle Sorgenfri, pero eso tampoco me sirvió de ayuda».

Aune se rió tan de buena gana que le temblaba la papada.

Halvorsen los esperaba delante del portal.

– Me encontré con Bjarne Møller al salir de la comisaría -dijo-. Me dio a entender que este asunto ya estaba zanjado.

– Sólo vamos a comprobar los últimos cabos sueltos -explicó Harry mientras abría la puerta con la llave que le había dado el electricista.

Habían retirado las cintas policiales de la puerta del apartamento y ya habían levantado el cadáver; por lo demás, todo estaba como la noche anterior. Entraron en el dormitorio. La sábana blanca de la gran cama destacaba en la penumbra.

– Bueno, ¿qué estamos buscando? -quiso saber Halvorsen mientras Harry retiraba las cortinas.

– Una llave de repuesto del apartamento -aclaró Harry.

– ¿Por qué?

– Hemos supuesto que tenía una sola llave de repuesto, la que le dio al electricista. He investigado un poco.

– No se pueden hacer copias de las llaves maestras en cualquier sitio; hay que encargarlas al fabricante a través de un cerrajero autorizado. Puesto que la llave abre zonas comunes, como el portal y la puerta del sótano, la comunidad quiere llevar un control de las llaves. Por eso los inquilinos necesitan un permiso escrito de la comunidad para encargar llaves nuevas, ¿verdad? Y según un acuerdo con la comunidad, el cerrajero autorizado es responsable de mantener un registro sobre las llaves entregadas a cada apartamento. Ayer por la tarde llamé al cerrajero de la calle Vibe. Anna Bethesen recibió dos llaves de repuesto, de modo que en total son tres llaves. Una la encontramos en el apartamento, y el electricista tenía otra. Pero ¿dónde está la tercera llave? Mientras no se encuentre, no podemos descartar que hubiera alguien aquí cuando ella murió y que después saliera y cerrara con llave tras de sí.

Halvorsen asintió lentamente con la cabeza.

– Así que buscamos la tercera llave.

– La tercera llave. Puedes empezar a buscarla aquí dentro, Halvorsen, mientras tanto le enseño otra cosa a Aune.

– De acuerdo.

– Ah sí, lo olvidaba. No te extrañes si encuentras mi teléfono móvil. Creo que me lo dejé aquí ayer por la tarde.

– ¿No me dijiste que lo habías perdido anteayer?

– Lo encontré. Y lo volví a perder. Ya sabes…

Halvorsen meneó la cabeza. Harry condujo a Aune por el pasillo hasta los salones.

– Te he pedido que vengas porque no conozco a nadie más que sepa pintar.

– Eso es mucho decir.

Aune todavía respiraba con dificultad después de subir las escaleras.

– Vale, pero por lo menos tienes idea de arte y esperaba que pudieras explicarme algo sobre esto.

Harry abrió las puertas correderas del salón del fondo, encendió la luz y señaló. Pero en vez de contemplar los tres cuadros, Aune susurró un suave «oh» y se dirigió hacia la lámpara de pie de tres cabezas. Extrajo las gafas del bolsillo interior de la americana de tweed, se inclinó y leyó el pesado pie.

– ¡Fíjate! Una lámpara auténtica de Grimmer.

– ¿Grimmer?

– Bertol Grimmer. Un diseñador alemán mundialmente famoso. Entre otras cosas, diseñó el monumento de la victoria que Hitler erigió en París en 1941. Podría haberse convertido en uno de los artistas más importantes de nuestros tiempos pero, justo cuando estaba en la cima de su carrera, se supo que era gitano en un setenta y cinco por ciento. Lo enviaron a un campo de concentración y borraron su nombre de todos los edificios y obras de arte en los que había participado. Grimmer sobrevivió, pero sufrió un accidente en la cantera donde trabajaban los gitanos que le aplastó los dedos. Continuó trabajando después de la guerra pero, debido a la lesión, no alcanzó nunca su antiguo nivel. Sin embargo, apostaría a que esta lámpara data de los años posteriores a la guerra.

Aune levantó la pantalla.

Harry carraspeó.

– Yo me refería más bien a estos retratos.

– De aficionado -dijo Aune-. Mejor que contemples esta esbelta figura de mujer. La diosa Némesis, el motivo favorito de Bertol Grimmer. La diosa de la venganza. La venganza es también un motivo habitual de suicidio, ¿sabes? Uno cree que los demás tienen la culpa de que su vida haya sido un fracaso y entonces se suicida para que se sientan culpables. Bertol Grimmer también se suicidó, después de matar a su mujer porque tenía un amante. Venganza, venganza, venganza. ¿Sabías que el ser humano es el único ser vivo que practica la venganza? Lo interesante en relación con la venganza…

– ¿Aune?

– Ya, vale, se trata de estos cuadros. Quieres que intente interpretarlos, ¿verdad? Bueno, se asemejan algo a las impresiones de tinta de Rochach.

– Ya. ¿Esas imágenes que utilizáis para que los pacientes establezcan asociaciones?

– Correcto. Así que el problema en este caso es que si interpreto estos cuadros diré más de mi vida interior que de la de ella. Por otra parte, ya no hay nadie que crea en las impresiones de tinta de Rochach, así que ¿por qué no? Vamos a ver… Estos cuadros son bastante oscuros. Reflejan más enojo que depresión, quizá. Pero es obvio que uno de ellos está inacabado.

– ¿A lo mejor tiene que ser así, a lo mejor forman un todo?

– ¿Qué te hace decir eso?

– No lo sé. Tal vez porque la luz de cada una de las tres lámparas ilumina perfectamente cada uno de los cuadros.

– Ya. -Aune se llevó un brazo al pecho y reflexionó un momento con el dedo índice en los labios-. Tienes razón. Sí que tienes razón. Y, ¿sabes qué, Harry?

– Bueno. No.

– Eso no me dice, perdona la expresión, una mierda. ¿Hemos acabado?

– Sí. Espera, un pequeño detalle, ya que pintas. Como ves, la paleta está a la izquierda del caballete. ¿Eso no es poco práctico?

– Sí, a menos que uno sea zurdo.

– Entiendo. Ayudaré a Halvorsen a buscar. No sé cómo agradecértelo, Aune.

– Ya lo sé. Añadiré una hora en la próxima factura.

Halvorsen había terminado en el dormitorio.

– No poseía gran cosa -dijo-. Casi tengo la sensación de estar buscando en una habitación de hotel. Sólo hay ropa y artículos de aseo, una plancha, toallas, ropa de cama y cosas así. Pero ni un retrato de familia, una carta o documentos personales.

Una hora más tarde Harry entendió a qué se refería Halvorsen. Habían registrado todo el apartamento y estaban de vuelta en el dormitorio sin haber encontrado ni siquiera una factura de teléfono o un extracto bancario.

– Es lo más extraño que he visto nunca -insistió Halvorsen sentándose junto a Harry en el escritorio-. Tiene que haberlo recogido ella. A lo mejor quería llevarse todo lo referente a su persona, o a cualquier persona, al irse, ya me entiendes.

– Comprendo. ¿No viste signos de que hubiera habido un laptop en el escritorio?

– ¿Lap-top?

– Un ordenador portátil.

– ¿De qué hablas?

– ¿No ves este pálido cuadrado en la madera? -Harry señaló el escritorio-. Parece que aquí hubo un lap-top pero que alguien lo ha retirado.

– Ah, ¿sí?

Harry notó la mirada escrutadora de Halvorsen.

Ya en la calle se quedaron observando las ventanas de Anna en la fachada de color amarillo pálido, mientras Harry se fumaba un cigarrillo que, arrugado como un acordeón, había encontrado en el bolsillo interior de la gabardina.

– Es curioso lo de los allegados -dijo Halvorsen.

– ¿El qué?

– ¿Møller no te lo ha contado? No encontraron dirección alguna ni de padres, ni de hermanos, ni nada, sólo de un tío que está en prisión. Møller mismo tuvo que llamar a la funeraria para que se llevasen a la pobre chica. Como si no fuera bastante solitario morirse.

– Ya. ¿A qué funeraria?

– Sandemann -dijo Halvorsen-. El tío quería que la incinerasen.

Harry le dio una calada al cigarrillo y observó el ascenso del humo hasta que desapareció. El fin de un proceso iniciado cuando un agricultor sembró semillas de tabaco en un campo de México. En cuatro meses la semilla se convirtió en una planta de tabaco alta como un hombre y, dos meses más tarde, se recolectó, se prensó, se secó, se clasificó, se empaquetó y se envió a las fábricas de RJ Reynolds en Florida o en Texas, donde se convirtió en un cigarrillo con filtro dentro de miles de cajetillas de Camel, amarillas y envasadas al vacío, apiladas en un fardo que se cargó en un barco rumbo a Europa. Ocho meses después de ser la hoja de una planta verde que germinaba bajo el sol de México, se cae del paquete de cigarrillos alojado en el bolsillo de la gabardina de un hombre borracho cuando éste se precipita por unas escaleras o sale a trompicones de un taxi, o utiliza la gabardina como manta porque no puede, o no se atreve a abrir la puerta del dormitorio con tantos monstruos debajo de la cama. Y entonces, cuando al fin encuentra el cigarrillo, arrugado y lleno de restos del bolsillo, introduce un extremo en su boca maloliente y lo enciende. Y, luego, cuando la hoja de tabaco seca y desmenuzada pasa un breve instante de placer dentro de este cuerpo, sale expulsada de nuevo y finalmente…, finalmente es libre. Libre para deshacerse, para convertirse en nada. Para caer en el olvido.

Halvorsen carraspeó un par de veces.

– ¿Cómo sabías que había encargado las llaves precisamente al cerrajero de la calle Vibe?

Harry dejó caer la colilla y se arrebujó en la gabardina.

– Parece que Aune tenía razón -dijo-. Va a llover. Si vas directamente a la comisaría, me gustaría ir contigo.

– Seguramente, Harry, en Oslo hay cien cerrajeros.

– Ya. Llamé al vicepresidente de la comunidad. Knut Arne Ringnes. Un tipo amable. Llevan veinte años recurriendo a la empresa de cerrajería Låsesmeden. ¿No vamos?

– Me alegro de que hayas venido -dijo Beate Lønn cuando Harry entró en House of Pain-. Anoche descubrí algo. Mira esto. -Rebobinó el vídeo y pulsó el botón de pausa. Una imagen temblorosa del rostro de Stine Grette mirando al atracador encapuchado llenaba la pantalla-. He aumentado un campo del vídeo. Quería ver el rostro de Stine lo más grande posible.

– ¿Por qué? -preguntó Harry dejándose caer en una silla.

– Si miras el contador verás que esto ocurre ocho segundos antes de que el Dependiente dispare…

– ¿El Dependiente?

Ella sonrió incómoda.

– Es un apelativo que le he asignado para entenderme yo. Mi abuelo tenía una granja, así que yo… bueno.

– ¿Dónde?

– Valle, en Setesdal.

– ¿Y allí viste matanzas de animales?

– Sí.

Su tono de voz no invitaba a abundar en el tema. Beate pulsó el botón de slow, y el rostro de Stine recobró vida. Harry la vio parpadear a un cuarto de la velocidad normal y mover los labios. Había empezado a temer el disparo cuando Beate detuvo el vídeo.

– ¿Lo has visto? -preguntó ansiosa.

Pasaron unos segundos antes de que Harry se percatase.

– ¡Stine dijo algo! -exclamó-. Dice algo justo antes de que le dispare pero en la grabación sonora no se oye nada.

– Porque está susurrando.

– ¡Cómo no me he dado cuenta antes! Pero ¿por qué? Y, ¿qué dice?

– Confío en saberlo pronto. He conseguido un especialista del Centro de Sordos que podrá leer los labios. Está en camino.

– Bien.

Beate miró el reloj. Harry se mordió el labio inferior, respiró hondo y dijo:

– Oye, Beate…

Notó que la colega se ponía tensa al llamarla por su nombre de pila.

– Tuve una colega que se llamaba Ellen Gjelten.

– Lo sé -dijo ella, rápidamente-. Fue asesinada junto al río Akerselva.

– Sí. Cuando ella y yo nos estancábamos, solíamos utilizar diferentes técnicas para activar la información que queda registrada en el subconsciente. Juegos de asociación en los que anotábamos palabras en un papel, y cosas así. -Harry sonrió algo incómodo-. A lo mejor suena un poco vago, pero a veces daba resultado. Así que pensé que nosotros podíamos intentar lo mismo.

– ¿Ajá?

Harry se dio cuenta otra vez de que Beate parecía mucho más tranquila cuando se concentraban en un vídeo o en la pantalla de un ordenador. Ahora lo miró como si le hubiera propuesto jugar al póquer pagando prendas.

– Quisiera saber lo que sientes en relación con este caso -dijo.

Ella se rió algo insegura.

– Lo que siento…

– Olvida los hechos por un momento. -Harry se inclinó sobre la silla-. No actúes con corrección. No tienes que demostrar lo que digas. Sólo di lo que te dicte el corazón.

Ella se quedó mirando fijamente a la mesa. Harry esperó. Ella levantó la vista y lo miró a los ojos:

– Creo que es un caso B.

– ¿Un caso B?

– Que gana el contrario. Que es uno de los cincuenta casos de cada cien que no vamos a poder resolver.

– De acuerdo. ¿Por qué no?

– Simple matemática. Si piensas en todos los idiotas que no logramos capturar, un hombre como el Dependiente, que lo tiene todo muy bien pensado y evidentemente sabe cómo trabajamos, tiene prácticamente todas las de ganar.

– Ya. -Harry se frotó la cara-. Así que eso es lo que sientes, o sea, tus entrañas sólo hacen cálculos mentales.

– No solamente. También me guío por la forma en que lo hace. Tan decidido. Como si estuviese empujado por algo…

– ¿Qué es lo que lo empuja, Beate? ¿Codicia?

– No lo sé. En las estadísticas sobre atracos la codicia es el móvil número uno, y la emoción el número dos y…

– Olvida las estadísticas, Beate. Ahora estás investigando, ahora no te limitas a analizar tomas de vídeo sino tus propias interpretaciones subconscientes de lo que has visto. Créeme, es la herramienta más importante con la que cuenta un investigador para guiarse. -Beate lo miró. Harry sabía que estaba a punto de lograr que se lanzara-. ¡Venga! -insistió-. ¿Qué empuja al Dependiente?

– Sentimientos.

– ¿Qué tipo de sentimientos?

– Sentimientos intensos.

– ¿Qué tipo de sentimientos, Beate?

Ella cerró los ojos.

– Amor u odio. Odio. No, amor. No lo sé.

– ¿Por qué le disparó?

– Porque él… no.

– Venga. ¿Por qué le disparó?

Harry había desplazado la silla hasta la de ella, a menos de un palmo de distancia.

– Porque tiene que hacerlo. Porque está decidido… de antemano.

– Bien. ¿Por qué está decidido de antemano?

Y, entonces, llamaron a la puerta.

Harry habría preferido que Fritz Bjelke, del Centro de Sordos, no se hubiera dado tanta prisa en acudir a ayudarles pedaleando por las calles del centro. Pero ya estaba en la puerta, un hombre rechoncho y sonriente con gafas redondas y casco de bicicleta de color rosa. Bjelke no era sordo y, desde luego, tampoco mudo. Para que Bjelke adquiriera toda la información posible sobre las posturas labiales de Stine Grette, pusieron en primer lugar la parte inicial del vídeo, en la que se oía lo que decía. Bjelke no paró de hablar mientras la cinta estuvo en marcha.

– Soy especialista pero, en realidad, todos leemos los labios a pesar de oír lo que dice la persona que habla. Por eso nos resulta tan molesto que el sonido y la imagen no estén sincronizados, aunque sólo se trate de un desfase de centésimas de segundo.

– Bueno -observó Harry-. Yo personalmente no saco nada de los movimientos de sus labios.

– El problema es que sólo un treinta o un cuarenta por ciento de las palabras se puede leer directamente en los labios. Para entender el resto hay que fijarse en la expresión facial y el lenguaje corporal, y utilizar el sentido lingüístico y la lógica adecuados para introducir las palabras que faltan. Pensar es tan importante como ver.

– Aquí empieza a susurrar -dijo Beate.

Bjelke cerró rápidamente la boca, y siguió los imperceptibles movimientos labiales de la pantalla profundamente concentrado. Beate paró la grabación antes de que se produjera el disparo.

– Vale -dijo Bjelke-. Otra vez.

Y a continuación:

– Otra vez.

Y luego:

– Otra vez, por favor.

Después de siete veces hizo un gesto afirmativo indicando que había visto suficiente.

– No entiendo lo que quiere decir -declaró el experto. Harry y Beate intercambiaron una mirada desconcertada-. Pero creo que sé lo que dice.

Beate tuvo que correr un poco para seguir a Harry.

– Está considerado como el mejor experto del país en esto -observó la colega.

– Da igual -sentenció Harry-. Él mismo afirmó que no estaba seguro.

– ¿Y qué pasaría si dijo lo que dice Bjelke?

– No concuerda. Tiene que haber pasado por alto un «no».

– No estoy de acuerdo.

Harry se detuvo de pronto y Beate estuvo a punto de chocar con él. Ella miró con cierto temor los ojos muy abiertos de Harry.

– Bien -dijo él.

Beate estaba confundida.

– ¿Qué quieres decir?

– Los desacuerdos son buenos. El desacuerdo implica que a lo mejor has visto o entendido algo que ni tú misma sabes, de momento. Y yo no he entendido nada. -Él echó a andar, de nuevo-. Así que vamos a suponer que tienes razón. Pensemos adonde nos lleva eso.

Se detuvo ante el ascensor y pulsó el botón de llamada.

– ¿Adónde vas ahora? -preguntó Beate.

– A comprobar un detalle. No tardaré ni una hora en volver.

Las puertas del ascensor se abrieron y de él salió el comisario jefe Ivarsson.

– ¡Vaya! -exclamó con una sonrisa-. ¿Los maestros detectives detrás de la pista? ¿Algo nuevo de lo que informar?

– Supongo que el meollo del asunto de los grupos paralelos está en que no tenemos que andar siempre informando -dijo Harry al tiempo que esquivaba a Ivarsson y entraba en el ascensor-. Si es que os he entendido bien a ti y al FBI.

Ivarsson sonrió ampliamente y consiguió sostenerle la mirada.

– Por supuesto que hay que compartir la información clave.

Harry apretó el botón del primer piso pero Ivarsson se colocó entre las puertas y las bloqueó.

– ¿Y bien?

Harry se encogió de hombros.

– Stine Grette le susurró algo al atracador antes de que éste le disparase.

– ¿Y qué?

– Creemos que le susurró «Es culpa mía».

– ¿Es culpa mía?

– Sí.

Ivarsson frunció el entrecejo.

– Eso no puede ser correcto, ¿no? Sería más lógico que dijera «no es culpa mía», es decir, que no era culpa suya que el jefe de la sucursal tardara seis segundos de más en meter el dinero en la bolsa.

– Estoy en desacuerdo -dijo Harry mirando el reloj con descaro-. Hemos contado con la ayuda de uno de los mejores expertos del país en ese campo. Pero Beate te puede facilitar los detalles.

Ivarsson se apoyó en una de las hojas de la puerta del ascensor que, obcecado, le golpeaba la espalda insistentemente con la otra.

– Así que, con el aturdimiento, se olvida del «no». ¿Es eso todo lo que tenéis, Beate?

Beate se sonrojó.

– Acabo de empezar a ver el vídeo del atraco de la calle Kirkeveien.

– ¿Alguna conclusión?

Su mirada vagó de Ivarsson a Harry.

– Nada, de momento.

– Así que nada-dijo Ivarsson-. Entonces, seguramente os alegrará saber que hemos localizado a diez sospechosos que hemos traído para que presten declaración. Y tenemos un plan para soltar al fin a Raskol.

– ¿Raskol? -preguntó Harry.

– Raskol Baxhet, el mismísimo rey de los ratones -explicó Ivarsson con una sonrisa satisfecha antes de agarrarse las presillas del cinturón, aspirar ufano y subirse los pantalones-. Pero seguramente Beate podrá facilitarte los detalles.

13

Mármol

Harry tenía claro que, respecto a algunas cosas, era un ser mezquino. Con la calle Bogstadveien, por ejemplo. No le gustaba la calle Bogstadveien. No sabía exactamente por qué, a lo mejor era porque en esa calle, adoquinada a base de oro y petróleo, el summum de la felicidad en el país de la Felicidad, nadie sonreía. Él tampoco sonreía, pero él vivía en Bislett, no le pagaban por sonreír, y en este momento tenía un par de buenas razones para no sonreír. Claro que eso no significaba que a Harry, como a la mayoría de los noruegos, no le gustara que le sonrieran a él.

En su fuero interno, Harry intentó disculpar al chico que había detrás del mostrador del 7-Eleven pensando que quizás odiase su trabajo, que tal vez él también viviese en Bislett y que empezaba a llover de nuevo.

Aquel rostro pálido salpicado de acné enrojecido y virulento miró con desinterés la tarjeta de identificación policial de Harry.

– ¿Cómo voy a saber cuánto tiempo lleva ahí ese contenedor?

– Porque es verde y porque te tapa la mitad de la vista de la calle Bogstadveien -dijo Harry.

El chico dejó escapar un suspiro y se apoyó las manos en las caderas que apenas le sujetaban los pantalones.

– Una semana. Más o menos. Oye, hay una cola de gente esperando detrás de ti.

– Ya. He mirado dentro. No contiene casi nada, salvo unas botellas vacías y algunos periódicos. ¿Sabes quién lo encargó?

– No.

– Veo que tienes una cámara de vigilancia encima del mostrador. Por el ángulo, parece cubrir el contenedor situado ante la ventana.

– Si tú lo dices.

– Si aún conservas la grabación del viernes pasado, me gustaría verla.

– Llama mañana, estará Tobben aquí.

– ¿Tobben?

– El jefe comercial.

– Entonces propongo que llames a Tobben ahora mismo para que te autorice a darme la cinta, y no os molestaré más.

– Mira a tu alrededor -insistió el joven con el rostro más encendido aún-. Ahora no tengo tiempo de ponerme a buscar un vídeo.

– ¿Ah, no? -dijo Harry sin volverse-. ¿A lo mejor después de cerrar?

– Tenemos abierto las veinticuatro horas -dijo el chico alzando la vista al cielo.

– Era una broma -dijo Harry.

– Vale, jajá -dijo el chico con voz de sonámbulo-. ¿Vas a comprar algo o qué?

Harry negó con la cabeza y el chico miró por encima del hombro de Harry:

– ¡Caja libre!

Harry suspiró y se volvió hacia la cola que se apiñaba en dirección al mostrador.

– Nada de caja libre. Soy de la policía de Oslo -dijo mostrando la tarjeta de identidad-. Esta persona está detenida por pronunciar mal el noruego.

Como ya se ha dicho, Harry era mezquino en relación con ciertas cosas. Pero ahora se alegró de la reacción conseguida. Le gustaba que le sonrieran.

Aunque no con la sonrisa que parece integrar la formación profesional de predicadores, políticos y agentes funerarios. Sonríen con los ojos mientras hablan y eso confirió al señor Sandemann, de la Funeraria Sandemann, un fervor que, unido a la temperatura de la sala de camillas situada bajo la iglesia de Majorstua, hizo sentir a Harry escalofríos. Miró a su alrededor. Dos féretros, una silla, una corona, un agente funerario, un traje negro y un peluquín.

– Está tan bonita -observó Sandemann-. Llena de paz. Plácida. Digna. ¿Es usted de la familia?

– No exactamente.

Harry le enseñó su identificación policial con la esperanza de que el fervor estuviera reservado para los allegados. No lo estaba.

– Es trágico que una persona se vaya de esa manera -sonrió Sandemann mientras juntaba las palmas de las manos.

Los dedos del agente eran excepcionalmente delgados y torcidos.

– Me gustaría revisar la ropa que llevaba la difunta cuando la encontraron -dijo Harry-. En la agencia dijeron que tú la habías traído aquí.

Sandemann asintió con la cabeza, buscó una bolsa de plástico blanca y explicó que la guardaba por si podía entregársela a los padres o hermanos, si se presentaban. Harry buscó en balde algún bolsillo en la falda negra.

– ¿Busca usted algo en particular? -preguntó Sandemann en un tono inocente, mirando por encima del hombro de Harry.

– Una llave -dijo Harry-. ¿No encontrasteis nada cuando… la desnudasteis?

Sandemann cerró los ojos y negó con la cabeza. Lo único que tenía bajo la ropa era a sí misma. Aparte de la foto que llevaba en el zapato, claro.

– ¿Una foto?

– Sí. Extraño, ¿verdad? Seguramente, una costumbre de ellos. Todavía está en el zapato.

Harry sacó de la bolsa un zapato negro de tacón alto, y al momento la vio en el umbral de la puerta al llegar. Vestido negro, zapatos negros, boca roja. Una boca muy roja.

La imagen era una fotografía arrugada de una mujer y tres niños en una playa, parecía una foto veraniega tomada en algún lugar de Noruega, con rocas vivas y pinos altos en las colinas del fondo.

– ¿Ha venido algún familiar? -preguntó Harry.

– Sólo su tío. Según un colega suyo, claro.

– ¿Claro?

– Sí, entiendo que está cumpliendo condena.

Harry no contestó. Sandemann se inclinó hacia delante encorvando la espalda, la pequeña cabeza se hundió entre los hombros otorgándole el aspecto de un cuervo.

– ¿Qué habrá hecho? -Su voz, susurrante, sonaba también como el grito gutural de un ave-. Para que ni siquiera lo dejen asistir al funeral, quiero decir.

Harry carraspeó.

– ¿Puedo verla?

Sandemann parecía decepcionado, pero señaló cortésmente uno de los féretros.

Como de costumbre, a Harry le impresionó hasta qué punto podía llegar a embellecer un cadáver el trabajo de un profesional. Anna parecía realmente estar en paz. Le tocó la frente. Fue como tocar un bloque de mármol.

– ¿Qué es ese collar? -preguntó Harry.

– Monedas de oro -dijo Sandemann-. Lo trajo el tío.

– ¿Y qué es esto?

Harry levantó un fajo de papel atado con una goma ancha y marrón. Eran billetes de cien.

– Es una costumbre que tienen -explicó Sandemann.

– ¿De quiénes hablas?

– ¿No lo sabía? -Sandemann dibujó una sonrisa con sus labios finos y húmedos-. Era de etnia gitana.


Todas las mesas de la cantina de la comisaría estaban ocupadas por colegas que conversaban animadamente. Menos una. Y a ella se dirigió Harry.

– Con el tiempo conocerás gente -auguró. Beate lo miró sin entender, y él comprendió que tal vez tenían más en común de lo que había pensado. Se sentó y dejó delante de ella la cásete de VHS-. Ésta es de la tienda 7-Eleven que hay frente al banco, del día del atraco. Y esta otra, del jueves anterior. ¿Puedes ver si hay algo interesante

– ¿Ver si el atracador pasó por allí, quieres decir? -murmuró Beate con la boca llena de pan y foie-gras.

Harry contempló las rebanadas de pan preparadas en casa.

– Bueno -dijo-. Siempre cabe abrigar la esperanza.

– Claro -convino ella y se le llenaron los ojos de Jágrimas mientras intentaba tragar-. En el 93 hubo un atraco en el banco Kredittkassen de Frogner y el atracador llevaba bolsas de plástico para el dinero. Las bolsas tenían propaganda de la gasolinera Shell, de modo que supervisamos las grabaciones de vigilancia de la gasolinera de Shell más próxima. Resultó que el atracador había pasado por allí para comprar las bolsas diez minutos antes del atraco. Con la misma ropa, pero sin capucha. Lo detuvimos media hora más tarde.

– ¿Nosotros, hace diez años? -se extrañó Harry.

El rostro de Beate cambió de color como un semáforo. Cogió la rebanada de pan e intentó esconderse detrás de ella.

– Mi padre -murmuró.

– Lo siento, no era mi intención…

– No importa -respondió enseguida.

– Tu padre…

– Falleció -lo atajó ella-. Hace mucho.

Harry permaneció sentado oyéndola masticar y mirándose las manos.

– ¿Por qué has traído una cinta de la semana anterior al atraco? -preguntó Beate.

– Por el contenedor -'dijo Harry.

– ¿Qué pasa con el contenedor?

– Llamé a la empresa encargada del servicio de contenedores para preguntar. Lo solicitó el martes un tal Stein Støbstad, de la calle Industrigata, y se entregó en el lugar acordado el día siguiente, justo delante del 7-Eleven. Hay dos Stein Støbstad en Oslo, y ambos niegan haber encargado un contenedor. Mi teoría es que el atracador lo mandó poner ahí para tapar la visibilidad a través de la ventana, para que la cámara no lo filmase de frente cuando cruzara la calle al salir del banco. Si estuvo comprobando la ubicación del contenedor en el 7-Eleven el mismo día que hizo el encargo, quizá veamos en el vídeo a alguna persona mirando a la cámara y por la ventana para estudiar los ángulos y esas cosas.

– Eso, si tenemos suerte. El testigo que estaba delante del 7-Eleven dice que el atracador seguía enmascarado cuando cruzó la calle. ¿Por qué iba a tomarse entonces tantas molestias con el contenedor?

– A lo mejor el plan era quitarse la capucha mientras cruzaba la calle. -Harry lanzó un suspiro-. No lo sé, sólo sé que pasa algo con ese contenedor verde. Lleva ahí una semana y, aparte de alguna persona que arroja basura dentro al pasar, nadie lo ha utilizado.

– Vale -dijo Beate al tiempo que cogía la película de VHS y se levantaba.

– Otra cosa -dijo Harry-. ¿Qué sabes sobre ese Raskol Baxhet?

– ¿Raskol? -Beate frunció el ceño-. Era una especie de mito hasta que se entregó. Según los rumores, tenía algo que ver en el noventa por ciento de los atracos de Oslo. Apuesto a que es capaz de identificar a todo el que haya cometido un atraco en esta ciudad en los últimos veinte años.

– Así que Ivarsson lo va a utilizar para eso. ¿Dónde se encuentra?

Beate señaló con el dedo pulgar por encima del hombro.

– Brigada A, al otro lado de ese campo de ahí fuera.

– ¿En la cárcel de Botsen?

– Sí. Y en todo el tiempo que lleva ahí, se ha negado a hablar con la policía.

– ¿Y cómo piensa Ivarsson que lo va a conseguir?

– Por fin ha dado con algo que Raskol quiere y con lo que puede negociar. En Botsen dicen que es lo único que Raskol ha pedido desde que llegó. Se trata de un familiar recién fallecido.

– ¿Ah, sí? -dijo Harry, confiando en que no lo delatara la expresión de su rostro.

– La entierran dentro de dos días y Raskol le ha enviado al director de la prisión una petición en la que le ruega encarecidamente que le permitan asistir.

Cuando Beate se marchó, Harry permaneció sentado. Había terminado la hora del almuerzo y la cantina se iba quedando vacía. Era lo que se llama luminosa y acogedora y estaba regentada por Las Cantinas del Estado, así que Harry prefería almorzar fuera. Pero de repente recordó que fue precisamente aquí donde había bailado con Rakel en la fiesta de Navidad, justo en aquel lugar se decidió a abordarla. O al revés. Aún recordaba la sensación de aquella espalda arqueada contra la palma de su mano.

Rakel.

Anna sería enterrada dentro de dos días y no cabía duda de que había muerto por su propia mano. La única persona que había estado allí y que podía contradecirlos a todos era él mismo, pero no recordaba nada. Entonces, ¿por qué no lo dejaba estar? Tenía mucho que perder y nada que ganar. ¿Por qué no se olvidaba de todo el asunto aunque sólo fuera por ellos, por Rakel y él?

Harry se acodó en la mesa y apoyó la cara en las manos.

Si hubiera podido contradecirlos, ¿lo habría hecho?

Los colegas de la mesa contigua se volvieron al oír el decidido arañazo de la silla contra el suelo y vieron que aquel policía de mala reputación, pelo muy corto y piernas largas salía de la cantina a toda prisa.

14

Lotería

La campanilla del estrecho y oscuro quiosco sonó con furia cuando ambos hombres entraron corriendo. Elmers Frukt & Tobakk era uno de los últimos quioscos de este tipo, con revistas especializadas sobre vehículos de motor, caza, deporte y pornografía ligera en una pared, y en la otra, cigarrillos y puros, y tres montoncitos de quinielas en el mostrador entre regaliz y cerditos de mazapán secos y grises con un lazo navideño del año anterior.

– Justo a tiempo -aseguró Elmer, un hombre delgado y calvo que rondaba los sesenta, con bigote y acento norteño.

– Joder, éste ha venido muy deprisa -se lamentó Halvorsen sacudiéndose la lluvia de los hombros.

– El típico otoño de Oslo -dijo el norteño con su forzado acento de Oslo.

– O sequía o lluvia torrencial. ¿Un Camel de veinte?

Harry asintió con la cabeza y sacó la cartera.

– ¿Y dos rascas para el joven agente?

Elmer le entregó a Halvorsen los dos boletos de lotería y el joven sonrió algo incómodo mientras se los guardaba rápidamente en el bolsillo.

– ¿Puedo fumarme un cigarrillo aquí dentro, Elmer? -preguntó Harry mirando el chaparrón que caía en la acera, de pronto vacía de gente, al otro lado de la sucia ventana.

– Por supuesto -dijo Elmer entregándoles el cambio-. Veneno y juego son mi medio de vida.

Inclinó levemente la cabeza y pasó detrás de una cortina marrón que colgaba torcida y tras la cual se oía el borboteo de una cafetera.

– Ésta es la foto -dijo Harry-. Solamente quiero que descubras quién es la mujer.

– ¿Solamente?

Halvorsen miró la foto granulada y arrugada que le entregó Harry.

– Empieza por averiguar dónde la hicieron -dijo Harry en medio de un ataqué de tos que sufrió al intentar retener el humo en los pulmones-. Parece un lugar de vacaciones. Si es así, habrá una pequeña tienda de comestibles, alguien que alquile cabañas, cosas así. Si la familia de la foto va con asiduidad en vacaciones, alguno de los que trabajen allí sabrá quiénes son. Cuando lo sepas, me dejas el resto a mí.

– ¿Todo esto porque la foto estaba en un zapato?

– No es un lugar muy corriente para guardar una foto, ¿no?

Halvorsen se encogió de hombros y miró hacia la calle.

– No para -dijo Harry.

– Lo sé, pero tengo que irme a casa.

– ¿A qué?

– A algo que se llama vida. Nada que te interese.

Harry levantó las comisuras para dar a entender que había captado la broma.

– Pásalo bien.

Resonaron las campanillas y la puerta se cerró detrás de Halvorsen. Harry dio una calada y, mientras estudiaba la selección de lecturas de Elmer, pensó que compartía pocos intereses con los noruegos corrientes. ¿Sería porque ya no tenía ninguno? La música sí, pero nadie había hecho nada bueno en diez años, ni siquiera los viejos héroes. ¿Películas? Hoy día se sentía afortunado cuando salía de ver una película sin sentirse lobotomizado. Por lo demás, nada. En otras palabras, lo único que aún le interesaba era encontrar a la gente y encerrarla. Y ni siquiera eso hacía latir su corazón con tanta rapidez como antaño. Lo que lo asustaba, pensó Harry y puso una mano sobre el mostrador frío y liso de Elmer, era que la situación no lo preocupara. Que se hubiera rendido. Que envejecer sólo le resultara liberador.

Las campanillas volvieron a sonar con furia.

– Se me olvidó contarte lo del joven que detuvimos ayer por posesión ilegal de armas -dijo Halvorsen-. Roy Kvinsvik, uno de esos cabezas rapadas de la pizzeria de Herbert. Estaba en el umbral de la puerta mientras la lluvia le bailaba alrededor de los zapatos mojados.

– ¿Sí?

– Era evidente que tenía miedo así que le dije que me diera algo que me sirviera para dejarlo ir sin más.

– ¿Y?

– Dijo que vio a Sverre Olsen en Grunerløkka la noche que Ellen fue asesinada.

– ¿Y qué? Tenemos varios testigos que lo vieron.

– Sí, pero ese tipo vio a Olsen sentado en un coche hablando con una persona.

A Harry se le cayó el cigarrillo al suelo. No lo recogió.

– ¿Sabía quién era? -preguntó muy despacio.

Halvorsen negó con la cabeza.

– Sólo conocía a Olsen.

– ¿Te lo describió?

– Sólo recuerda que el tío le pareció un agente de policía. Pero dijo que probablemente lo reconocería.

Harry sintió el calor bajo la gabardina y pronunció cada palabra con absoluta claridad.

– ¿Te dijo qué modelo de coche era?

– No, pasó muy deprisa.

Harry asintió con la cabeza, pasando la mano de un lado a otro del mostrador.

Halvorsen carraspeó.

– Pero creía que era un deportivo.

Harry miró el cigarrillo que humeaba en el suelo.

– ¿Color?

Halvorsen hizo un gesto cansino con la mano.

– ¿Era rojo? -preguntó Harry quedamente, con la voz empañada.

– ¿Qué dices?

Harry se enderezó.

– Nada. No olvides su nombre. Y vete a casa y a tu vida. Y volvieron a tintinear las campanillas.

Harry dejó de pasar la mano por el mostrador, la dejó quieta. De repente dio la impresión de que su mano fuese de frío mármol.

Astrid Monsen tenía cuarenta y cinco años y vivía de traducir literatura francesa en la oficina de su casa, en la calle Sorgenfrigata, y no había ningún hombre en su vida, aunque sí una grabación continua del ladrido de un perro que se repetía sin cesar junto a la puerta y que activaba por las noches. Harry oyó sus pasos al otro lado y el ruido de, por lo menos, tres cerraduras, antes de que la puerta se entreabriera dando paso a una cara menuda y pecosa que lo miraba bajo unos rizos negros.

– Huy -profirió aquel rostro al ver la figura voluminosa de Harry.

A pesar de ser una cara desconocida, tuvo la sensación de haberla visto antes. Con total probabilidad, debido a la detallada descripción que Anna le hizo de su temerosa vecina.

– Harry Hole, de la Brigada de Delitos Violentos -se presentó enseñando la tarjeta-. Perdone que la moleste tan tarde. Tengo algunas preguntas que hacerle sobre la noche en que murió Anna Bethsen.

Intentó exhibir una sonrisa tranquilizadora al ver que a la chica le costaba cerrar la boca. Harry vio a lo lejos el movimiento de la cortina que cubría la ventanita de la puerta del vecino.

– ¿Puedo entrar señora Monsen? Sólo será un momento.

Astrid Monsen retrocedió dos pasos y Harry aprovechó la oportunidad para colarse y cerrar la puerta tras de sí. Ahora también pudo examinar todo su peinado afro. Obviamente, estaba teñido de negro y envolvía su pequeña cabeza como un enorme globo terráqueo.

Se quedaron de pie uno frente al otro en la entrada escasamente iluminada, decorada con flores secas y un póster enmarcado del Museo Chagall de Niza.

– ¿Me había visto ya en alguna otra ocasión? -preguntó Harry.

– ¿Qué… quiere decir?

– Sólo si me había visto antes. Ya hablaremos de lo otro.

La boca de ella se abrió y se cerró. Luego negó con la cabeza.

– Bien -dijo Harry-. ¿Estaba en casa el martes por la noche?

Ella afirmó vacilante con la cabeza.

– ¿Vio u oyó algo?

– Nada -respondió la mujer, con demasiada premura, a juicio de Harry.

– Tómese su tiempo y piénselo -dijo intentando sonreír con amabilidad, aunque no era ése el más ensayado de su reducido repertorio de gestos faciales.

– En absoluto -dijo ella mientras buscaba con la mirada la puerta detrás de Harry-. Nada en absoluto.

Harry encendió un cigarrillo en cuanto salió a la calle. Había oído a Astrid Monsen echar el cierre de seguridad tan pronto como él salió por la puerta. Pobrecita. Ella era la última de la ronda y podía concluir que nadie del edificio había visto ni oído nada en la escalera, ni a él ni a nadie más, la noche que murió Anna.

Tiró el cigarrillo después de dos caladas.

Ya en casa pasó un buen rato sentado en el sillón de orejas mirando el ojo rojo del contestador antes de pulsar el botón de reproducción. Eran Rakel, que llamó para darle las buenas noches, y un periodista que quería unas declaraciones sobre ambos atracos. Después rebobinó la cinta y escuchó el mensaje de Anna: «¿Y podrías, por favor, ponerte los vaqueros que sabes que tanto me gustan?».

Se frotó la cara. Sacó la cinta y la tiró a la basura.

Fuera caía la lluvia y, dentro, Harry practicaba un poco de zapping. Balonmano femenino, telenovelas y un concurso para hacerse millonario. Harry se detuvo en SVT, donde un filósofo y un antropólogo social discutían el concepto de venganza. Uno afirmaba que un país como EE.UU., representativo de ciertos valores morales como la libertad y la democracia, tiene la responsabilidad moral de vengar ataques contra su territorio puesto que también representan una agresión a esos valores. Sólo la promesa de venganza -y su materialización- puede proteger un sistema tan vulnerable como una democracia.

– ¿Y si esos mismos valores representados por la democracia se convierten en la víctima de un acto de venganza? -replicó el otro-. ¿Qué pasa si se vulneran los derechos de otro país contemplados en el derecho internacional? ¿Qué clase de valores defendemos cuando civiles inocentes se ven privados de sus derechos por dar caza a los culpables? Y, ¿qué hay de la moral que nos enseña a poner la otra mejilla?

– El problema -dijo el otro sonriendo-, es que sólo tenemos dos mejillas, ¿verdad?

Harry apagó el televisor. Pensó en llamar a Rakel pero resolvió que era demasiado tarde. Intentó leer algo de un libro de Jim Thompson, pero se dio cuenta de que le faltaban las páginas desde la veinticuatro a la treinta y ocho. Se levantó y echó a andar de un lado a otro del salón. Abrió la nevera y miró con desinterés un queso blanco y un tarro de mermelada de fresa. Cerró la puerta de la nevera de golpe. ¿A quién quería engañar? Le apetecía una copa.

A las dos de la madrugada se despertó en el sillón con la ropa puesta. Se levantó, fue al baño y bebió un vaso de agua.

– Mierda -se dijo a sí mismo en el espejo.

Se dirigió al dormitorio y encendió el ordenador. Encontró 104 artículos sobre suicidio en la red, pero ninguno sobre venganza, sólo palabras sueltas y un motón de referencias a motivos de venganza en la literatura y en la mitología griega. Iba a apagarlo cuando reparó en que no había abierto el correo en varias semanas. Tenía dos mensajes. Uno era de su operador, que lo informaba de un corte, de hacía quince días. El otro lo remitía anna.beth@chello.no. Pulsó y leyó el mensaje: «Hola, Harry. Acuérdate de las llaves». Anna. La hora del envío indicaba que lo había mandado dos horas antes de que la viera por última vez. Volvió a leer el mensaje. Tan corto. Tan… simple. Supuso que era el tipo de correo que la gente se manda. «Hola, Harry». Supuso que cualquier extraño los percibiría como viejos amigos, pero sólo se habían conocido durante seis semanas, en el pasado, y él ni siquiera sabía que ella tuviera su dirección de correo electrónico.

Cuando se durmió, soñó de nuevo que estaba en el banco con el rifle. Las personas que había a su alrededor eran de mármol.

15

Gadzo

– ¡Vaya día bueno que hace hoy! -exclamó Bjarne Møller al entrar en el despacho de Harry y Halvorsen a la mañana siguiente.

– Tú lo sabrás porque tienes ventana -dijo Harry levantando la vista de la taza de café-. Y una silla de oficina nueva -añadió cuando Møller se dejó caer en el defectuoso asiento de Halvorsen, que emitió un lamento de dolor.

– Vaya -dijo Møller-. Hoy parece que tienes un mal día, ¿no?

Harry se encogió de hombros.

– Me acerco a los cuarenta y empiezo a volverme un poco cascarrabias, ¿pasa algo?

– En absoluto. Por cierto, me gusta verte con traje.

Harry levantó la solapa sorprendido, como si acabara de darse cuenta del traje oscuro que llevaba puesto.

– Ayer hubo una reunión de la brigada -dijo Møller-. ¿Quieres la versión completa o la abreviada?

Harry removía el café con un lápiz.

– No nos dejan seguir investigando el caso de Ellen. ¿Es eso?

– El caso está resuelto hace mucho, Harry. Y el jefe de la Brigada Científica dice que le estás dando la lata para que comprueben toda clase de antiguas pistas técnicas.

– Hay un testigo nuevo que ayer…

– Siempre hay un testigo nuevo, Harry. Simplemente, no quieren saber nada de todo eso.

– Pero…

– Punto final, Harry. Lo siento.

Møller se dio la vuelta en el umbral.

– Sal al sol. A lo mejor es el último día cálido en una buena temporada.


– Se rumorea que hace sol -dijo Harry cuando entró a ver a Beate en House of Pain-. Sólo para que lo sepas.

– Apaga la luz -dijo ella-. Te voy a enseñar algo.

Sonaba preocupada cuando lo llamó por teléfono, pero no le había dicho por qué. La joven levantó el mando a distancia.

– No encontré nada en la cinta del día que encargaron el contenedor, pero mira ésta, del día del atraco.

Harry vio en la pantalla una imagen general del 7-Eleven. Vio el contenedor verde fuera, delante de la ventana, y dentro, los dulces de luz en el expositor, la nuca y la raja del culo del chico con el que había hablado el día anterior. Estaba atendiendo a una chica que compró leche, la revista Det Nye y unos condones.

– La grabación es de las 15.05, es decir, quince minutos antes del atraco. Mira ahora.

La chica cogió sus cosas y se fue, la cola avanzó, y un hombre con un mono negro, gorra de visera y orejeras bien encajadas señaló algo en el mostrador. Mantuvo la cabeza gacha y no pudieron verle la cara. Debajo del brazo llevaba doblada una bolsa negra.

– Hay que joderse -susurró Harry.

– Es el Dependiente -dijo Beate.

– ¿Seguro? Mucha gente usa monos negros, y el atracador no llevaba gorra.

– Cuando se aleja del mostrador se ve que son los mismos zapatos que los del vídeo del atraco. Y fíjate en el abultamiento que hay en el lado izquierdo del mono. Es el AG3.

– Lo lleva pegado al cuerpo con cinta adhesiva-. Pero ¿qué demonios hace en el 7-Eleven?

– Espera a que llegue el transporte de valores y necesita un punto de observación donde nadie se fije en él. Ha estado en el lugar anteriormente y sabe que Securitas llega entre las 15.15 y 15.20. Mientras tanto no puede andar dando vueltas por ahí vestido con pasamontañas para anunciar que piensa atracar un banco, por eso utiliza una gorra que le cubre la cara al máximo. Cuando llega a la caja se ve, si te fijas muy bien, un pequeño rectángulo de luz que se mueve por el mostrador. Es el reflejo del cristal. Lleva gafas de sol, puto Dependiente.

Ella hablaba bajito, pero rápido y con una excitación que Harry no le había oído antes.

– Obviamente, sabe que hay una cámara de vigilancia también en el 7-Eleven, no nos deja ver nada de su cara. ¡Fíjate cómo está pendiente de los ángulos! Lo hace bastante bien, hay que reconocerle el mérito.

El chico de detrás del mostrador le entregó al hombre del mono un dulce de luz y, al mismo tiempo, cogió la moneda de diez coronas que éste había dejado sobre el mostrador.

– ¡Mira! -exclamó Harry.

– Exacto -dijo Beate-. No lleva guantes. Pero no parece que haya tocado nada en la tienda. Y ahí se ve ese rectángulo de luz del que te hablé.

Harry no vio nada.

El hombre salió de la tienda mientras atendían al último de la cola.

– Ya. Tenemos que volver a buscar testigos -dijo Harry levantándose.

– Yo no sería demasiado optimista -advirtió Beate con la mirada todavía fija en la pantalla-. Acuérdate de que sólo se presentó un único testigo que había visto al Dependiente fugarse en medio de la aglomeración del viernes. La muchedumbre es el mejor escondite del atracador.

– Bien, pero ¿tienes alguna otra idea?

– Que te sientes. Te estás perdiendo el clímax.

Harry la miró ligeramente sorprendido y se volvió hacia la pantalla. El chico del mostrador se había vuelto hacia la cámara con un dedo enterrado en lo más hondo de la nariz.

– Vaya clímax-masculló Harry.

– Fíjate en el contenedor, al otro lado de la ventana.

Había reflejos en el cristal, pero se veía con claridad al hombre del mono negro. Estaba fuera de la acera, entre el contenedor y un coche aparcado. Le daba la espalda a la cámara y miraba hacia el banco mientras se comía el dulce. Había dejado la bolsa sobre el asfalto.

– Ése es su punto de vigilancia -dijo Beate-. Encargó el contenedor y lo mandó poner exactamente ahí. Es una idea simple y genial. Le permite estar al tanto de cuándo llega el transporte de valores al mismo tiempo que lo oculta de las cámaras de vigilancia del banco. Y fíjate en su manera de estar de pie. Primero, la mitad de la gente que pasa por la acera ni siquiera lo ve, por el contenedor. Y luego, la gente que lo consigue, ve a un hombre con mono y gorra al lado de un contenedor, un obrero de la construcción, un empleado de una empresa de mudanzas, un empleado de la limpieza. Resumiendo, nada que se quede grabado en la corteza cerebral. No es extraño que no consigamos testigos.

– Deja unas buenas huellas dactilares en ese contenedor -observó Harry-. Lástima que no haya parado de llover esta última semana.

– Pero ese dulce de luz…

– También se come las huellas dactilares -suspiró Harry.

– … le da sed. Fíjate ahora.

El hombre se inclinó, abrió la cremallera de la bolsa y extrajo una bolsa de plástico blanca de la que sacó una botella.

– Coca-cola -susurró Beate-. Utilicé el zoom en el fotograma antes de que vinieras. Es una botella de vidrio con un corcho de vino.

El hombre del mono sujetó la parte superior de la botella mientras sacaba el corcho. Luego se inclinó hacia atrás, sostuvo la botella en alto y la vertió. Vieron salir del cuello de la botella la última gota, pero la gorra tapaba tanto la boca abierta como la cara. Volvió a meter la botella en la bolsa de plástico, la ató e iba a meterla en la bolsa, pero se detuvo.

– Fíjate, está pensando -susurró Beate quedamente-. ¿Cuánto espacio ocupará el dinero? ¿Cuánto espacio ocupará el dinero?

El protagonista del vídeo miró el interior de la bolsa. Miró el contenedor. Se decidió y, con un rápido movimiento del brazo, lanzó la bolsa con la botella, la cual voló formando un arco hasta aterrizar en el centro del contenedor abierto.

– Canasta de tres puntos -rugió Harry.

– ¡Victoria en casa! -gritó Beate.

– ¡Joder! -exclamó Harry.

– ¡No! -suspiró Beate golpeando el volante con la frente, en plena desesperación.

– Seguro que acaban de estar aquí -dijo Harry-. ¡Espera!

Abrió la puerta de golpe delante de un ciclista que logró esquivarla, cruzó la calle, entró en el 7-Eleven hasta el mostrador.

– ¿Cuándo retiraron el contenedor? -le preguntó al chico que estaba cobrando dos salchichas Big-Bite a un par de chicas culonas.

– Joder, espera tu turno -le replicó el chico sin levantar la vista.

Una de las chicas emitió un gruñido de indignación cuando Harry se inclinó hacia delante bloqueando el acceso a la botella de ketchup para agarrar la pechera verde del chico.

– Hola, soy yo otra vez -dijo Harry-. Atiende bien lo que digo, de lo contrario, te meteré la salchicha por el…

La expresión de miedo del chico hizo que Harry se controlase. Lo soltó y señaló hacia la ventana a través de la cual ahora se veía la sucursal de Nordea, al otro lado de la calle, debido al vacío que había dejado el contenedor verde.

– ¿Cuándo retiraron el contenedor? ¡Responde!

El chico tragó saliva y miró a Harry.

– Ahora. Ahora mismo.

– ¿Cuándo es ahora?

– Hace… dos minutos -respondió con la piel de gallina.

– ¿Adónde fueron?

– ¿Cómo lo voy a saber? Yo no entiendo nada de contenedores.

– ¿Que no entiendes?

– ¿Qué?

Pero Harry ya se había largado.

Harry se apretó el móvil rojo de Beate contra el oído.

– ¿ La Central de Tratamiento de Residuos de Oslo? Llamo de la policía, soy Harry Hole. ¿Dónde vierten sus contenedores? Sí, los privados. ¿Metódica, dónde está…? La calle Verkseier Furulundsvei, en Alnabru. Gracias. ¿Qué? ¿O Grønnmo? ¿Cómo sabré cuál…?

– Mira -dijo Beate-. Hay atasco.

Los coches formaban una pared aparentemente impenetrable en dirección al cruce delante de Lorry, en la calle Hegdehaugsveien.

– Teníamos que haber tomado la calle Uranienborgveien -se lamentó Harry-. O la calle Kirkeveien.

– Lástima que no eres tú quien conduce -dijo Beate subiéndose a la acera con la rueda delantera derecha mientras tocaba el claxon y pisaba el acelerador.

La gente saltó para hacerse a un lado.

– ¿Hola? -dijo Harry al teléfono-. Acabáis de recoger un contenedor verde en la calle Bogstadveien, cerca del cruce con la calle Industrigata. ¿Dónde está ahora ese contenedor? Sí, espero.

– Vamos a Alnabru -propuso Beate metiéndose en el cruce del tranvía.

Las ruedas cayeron sobre los raíles metálicos antes de alcanzar el asfalto y Harry tuvo una vaga sensación de déjà vu.

Habían llegado hasta la calle Pilestredet cuando el hombre de la Central de Tratamiento de Residuos volvió al auricular para comunicarle que no localizaban al conductor, pero que probablemente el contenedor iba camino de Alnabru.

– Bien -dijo Harry-. ¿Podéis llamar a Metódica y pedirles que esperen para vaciar el contenido en el horno hasta que nosotros…? ¿Que tienen la centralita cerrada entre las once y media y las doce? Pero… ¡Ten cuidado! No, no, hablo con el conductor. No, con mi conductor…

Cuando atravesaban el túnel de Ibsen, Harry llamó a la comisaría de Grønland para que mandasen un coche patrulla a Metódica, pero el vehículo más cercano estaba a una distancia de por lo menos quince minutos.

– ¡Mierda!

Harry arrojó el móvil por encima de su hombro y dio un golpe en el salpicadero.

En la rotonda entre Byporten y Plaza, Beate se coló por la línea blanca entre un autobús rojo y una Chevy Van y, cuando bajaron desde el nudo a ciento diez y derrapó haciendo chirriar los neumáticos y manteniendo el control en la cerrada curva que había delante de la estación de ferrocarril de Oslo S, Harry comprendió que aún había esperanza.

– ¿Quién demonios te ha enseñado a conducir? -preguntó agarrándose mientras hacían eses por entre los coches, en la vía de tres carriles que los conduciría al túnel de Ekeberg.

– Yo -respondió Beate.

En medio del túnel de Vålerenga apareció ante ellos un camión grande y feo que escupía diesel. Circulaba despacio por el carril derecho y en la plataforma de carga, sujeto por dos brazos elevadores amarillos a ambos lados, había un contenedor verde con las letras «Oslo Vaktmesterservice».

– Yess! ¡Síííí! -exclamó Harry.

Beate giró para situarse delante del camión, redujo la velocidad y puso el intermitente derecho. Harry bajó la ventanilla y sacó un brazo con la tarjeta de identificación, al mismo tiempo que hacía señales con la otra mano para que el camión se apartara a un lado de la vía.


Al conductor no le importaba que Harry echara un vistazo al interior del contenedor, pero le parecía mejor que esperasen a llegar a Metódica donde podrían verter el contenido en el suelo.

– No queremos que se rompa la botella -gritó Harry desde la plataforma, intentando hacerse oír pese al ruido de los coches que pasaban.

– No, más que nada pensaba en el traje tan bueno que llevas -respondió el conductor.

Pero Harry ya se había subido al contenedor. Un instante después se oyó un estruendo, como un trueno procedente del interior del contenedor, y el conductor y Beate oyeron a Harry maldecir en voz muy alta. Luego lo oyeron escarbar… Y finalmente, un nuevo «yess!» antes de que asomara por el borde del contenedor blandiendo una bolsa de plástico blanca, como un trofeo.

– Dale la botella a Weber enseguida y dile que es urgente -ordenó Harry mientras Beate arrancaba el coche-. Salúdalo de mi parte.

– ¿Eso nos será de ayuda?

Harry se rascó la cabeza.

– No. Di sólo que es urgente.

Ella se rió. Con brevedad y poco entusiasmo, pero Harry se percató de ello.

– ¿Siempre eres tan entusiasta? -preguntó la colega.

– ¿Yo? ¿Y tú qué? Estabas dispuesta a que nos matáramos mientras conducías para conseguir esta prueba, ¿no?

Beate sonrió, pero no contestó. Se limitó a mirar un rato el espejo retrovisor antes de girar. Harry miró el reloj.

– ¡Demonios!

– ¿Llegas tarde a alguna cita?

– ¿Podrías llevarme a la iglesia de Majorstua?

– Por supuesto. ¿Es ésa la razón por la que llevas traje oscuro?

– Sí. Un… amigo mío.

– Entonces, mejor que te quites esa plasta marrón que tienes en el hombro.

Harry volvió la cabeza.

– Del contenedor -dijo y se sacudió-. ¿Ha desaparecido ya?

Beate le dio un pañuelo.

– Inténtalo con un poco de saliva. ¿Era un buen amigo?

– No. Bueno, sí… Por un tiempo lo fue, quizá. Pero hay que ir al funeral, ¿no?

– ¿Hay que ir?

– ¿Tú no vas?

– Sólo he estado en un único funeral en toda mi vida.

Permanecieron en marcha durante un rato en silencio.

– ¿Tu padre?

Ella asintió con la cabeza.

Pasaron el cruce de Sinsen. En Muselunden, el gran descampado que se extendía debajo de Haraldsheimen, un hombre y dos chiquillos habían logrado volar una cometa. Los tres tenían la vista fija en el cielo azul y llegaron a ver que el hombre cedía la seda al mayor de los niños.

– Todavía no hemos encontrado al que lo hizo -observó Beate.

– No, así es -dijo Harry-. Todavía no.

– Dios nos da y Dios nos quita -dijo el pastor mirando hacia los bancos vacíos y al hombre alto de pelo corto que acababa de entrar de puntillas y buscaba un sitio al fondo.

Esperó mientras el eco de un sollozo alto y desgarrador moría bajo la bóveda.

– Aunque a veces nos da la impresión de que sólo quita.

El pastor puso énfasis en quita, y la acústica elevó la palabra y la llevó hacia atrás. El sollozo volvió a aumentar de intensidad. Harry miró a su alrededor. Creía que Anna, tan sociable y vivaracha, tendría muchos amigos pero Harry sólo contó ocho personas, seis en el primer banco y cuatro más atrás. Ocho. Bueno. ¿Cuántas irían a su propio funeral? No estaría tan mal que fueran ocho personas.

El sollozo venía del primer banco, donde Harry distinguió tres cabezas tocadas de pañuelos de vivos colores, y tres hombres con la cabeza descubierta. Las otras dos personas que habían acudido eran un hombre, sentado a la izquierda, y una mujer junto al pasillo central. Reconoció el peinado afro en forma de globo terráqueo de Astrid Monsen.

Entonces crujieron los pedales del órgano y resonó la música. Un salmo. Misericordia de Dios. Harry cerró los ojos y percibió lo cansado que estaba. Los acordes del órgano ascendían y descendían, las notas altas fluían despacio como el agua por un tejado. Las débiles voces entonaban cánticos sobre el perdón y la nada. Tuvo ganas de zambullirse en algo, pero en algo capaz de calentarlo y esconderlo durante un rato. El Señor juzgará a los vivos y a los muertos. La venganza de Dios, Dios como Némesis. Las notas del registro bajo del órgano hicieron vibrar los bancos de madera vacíos. La espada en una mano, la balanza en la otra, venganza y justicia. O ninguna venganza e injusticia. Harry abrió los ojos.

Cuatro hombres portaban el féretro. Harry reconoció al agente Ole Li detrás de unos hombres morenos con trajes de Armani desgastados y camisas blancas con el cuello sin abotonar. La cuarta persona era un hombre tan alto que descompensaba completamente el féretro. Llevaba un traje demasiado grande para su cuerpo escuálido, pero era el único que no parecía oprimido por el peso. Fue sobre todo el rostro de aquel hombre lo que llamó la atención de Harry. Alargado, bien modelado, con grandes ojos marrones que reflejaban el sufrimiento desde las hondas cuencas. Llevaba el pelo negro recogido en una trenza larga que dejaba al descubierto su frente alta y brillante. La boca sensual, en forma de corazón, estaba enmarcada por una barba larga pero cuidada. Se diría que la talla de Jesucristo hubiese descendido del altar situado detrás del sacerdote. Pero había otro detalle. Algo que no se puede decir de muchos semblantes: el de aquel hombre relucía. A medida que los cuatro porteadores se acercaban a Harry por el pasillo central, él se esforzó por ver por qué brillaba. ¿Por el dolor? ¿Por su bondad? ¿Por su maldad?

Sus miradas se cruzaron un instante cuando pasaron de largo.

Los seguía Astrid Monsen con la mirada baja, un hombre de mediana edad con pinta de interventor de banco y tres mujeres, dos mayores y una más joven, vestidas con faldas multicolores. Sollozaban y gritaban lamentos a viva voz, mientras movían los ojos y daban palmadas como un mudo acompañamiento.

Harry permaneció de pie mientras el pequeño séquito salió de la iglesia.

– Interesante lo de esos gitanos, ¿verdad, Hole?

Las palabras resonaron en la nave de la iglesia. Harry se dio la vuelta. Ivarsson sonreía vestido con traje oscuro y corbata.

– Cuando era pequeño teníamos un jardinero gitano. Ursarios. Iban de un lugar a otro con osos que bailaban, ya sabes. Se llamaba Josef. Música y jaleo todo el tiempo. Pero la muerte, ya lo ves… Esta gente tiene una relación con la muerte más difícil aún que la nuestra. Temen a los mule, a los muertos. Creen que se aparecen. Josef solía ir a ver a una mujer que sabía espantarlos; por lo visto, sólo las mujeres saben hacerlo. Ven.

Ivarsson se agarró ligeramente del brazo de Harry, que hubo de hacer un esfuerzo para no zafarse de un tirón. Salieron a la escalinata. El ruido del tráfico de la calle Kirkeveien ahogaba las campanas. Un Cadillac negro con la puerta trasera abierta aguardaba al cortejo fúnebre en la calle Schøning.

– Llevarán el féretro a Vestre Krematorium -explicó Ivarsson-. Incineración, una costumbre hindú. En Inglaterra queman la caravana del difunto, aunque ya no está permitido dejar dentro a la viuda -continuó con una risotada-. Pero sí objetos de valor. Josef contaba que la familia gitana de un dinamitero húngaro metió el resto del lote de dinamita en el féretro e hizo saltar por los aires todo el crematorio.

Harry sacó el paquete de Camel.

– Sé por qué estás aquí, Hole -dijo Ivarsson y dejó de sonreír-. Querías ver si se presentaría la oportunidad de hablar con él, ¿no es verdad?

Ivarsson señaló con la cabeza el cortejo y la alta y delgada figura que avanzaba a zancadas grandes y lentas, mientras los otros tres caminaban a paso ligero para poder seguirlo.

– ¿Es ése el tal Raskol? -preguntó Harry colocándose un cigarrillo entre los labios.

Ivarsson asintió con la cabeza.

– Es su tío.

– ¿Y los demás?

– Dicen que son conocidos.

– ¿Y la familia?

– No reconocen a la difunta.

– ¿Y eso?

– Es la versión de Raskol. Los gitanos tienen fama de mentirosos, pero lo que dice encaja con las historias que contaba Josef sobre su forma de pensar.

– ¿Y cómo es esa forma de pensar?

– Pues una en la que el honor de la familia lo es todo. Ésa es la razón por la que fue expulsada. Según Raskol, la casaron con un gringo-gitano de habla griega en España cuando tenía catorce años pero, antes de que se consumara el matrimonio, ella se fugó con un gadzo.

– ¿Un gadzo?

– Alguien que no es de etnia gitana. Un marinero danés. Lo peor que se puede hacer. Una vergüenza para toda la familia.

– Ya. -El cigarrillo sin prender saltaba en la boca de Harry mientras hablaba-. Parece que has intimado con el tal Raskol, ¿no?

Ivarsson espantaba el humo imaginario del cigarrillo.

– Hemos hablado. Yo lo llamo esgrima de tanteo. Las conversaciones sustanciales llegarán cuando se cumpla nuestra parte del acuerdo. Es decir, después de que haya asistido a este funeral.

– Así que hasta ahora no ha dicho gran cosa.

– No, de momento no ha dicho nada que sea relevante para la investigación. Pero ha habido buen ambiente.

– Tan bueno que, según veo, la policía le ayuda llevando a sus parientes a la tumba.

– El pastor preguntó si Li o yo podíamos prestarnos a portar el féretro porque no eran suficientes. No pasa nada, estamos aquí para vigilarlo, de todas formas. Y vamos a seguir haciéndolo. Vigilarlo, quiero decir.

Harry cerró los ojos al intenso sol otoñal.

Ivarsson se volvió hacia él.

– Seré directo. Nadie tiene permiso para hablar con Raskol hasta que acabemos con él. Nadie. Durante tres años he intentado llegar a un acuerdo con el hombre que lo sabe todo. Y ahora lo he conseguido. Nadie va a estropearlo, ¿entiendes lo que te digo?

– Ivarsson, ya que estamos solos… -comenzó Harry quitándose una brizna de tabaco de la lengua-, dime si este caso se ha vuelto de repente una competición entre tú y yo.

Ivarsson giró la cara hacia el sol con un gorgorito a modo de risa.

– ¿Sabes qué haría en tu lugar? -preguntó con los ojos cerrados.

– ¿Qué? -preguntó a su vez Harry cuando el silencio se volvió insoportable.

– Mandaría ese traje al tinte: parece que has estado tumbado en un vertedero. -Se llevó dos dedos a la frente-. Que tengas un buen día.

Harry se quedó solo fumando en las escaleras mientras seguía el vuelo sesgado del féretro blanco sobre la acera.

Halvorsen giró la silla al oír entrar a Harry.

– Me alegro de que hayas venido, tengo buenas noticias. He… ¡Joder, cómo apestas!

Halvorsen se tapó la nariz con la mano y dijo:

– ¿Qué has hecho con el traje?

– Resbalé en un contenedor de basura. ¿Qué noticias son ésas?

– Ee… sí, pensé que la foto sería de algún lugar de veraneo del sur del país. Así que envié un correo a todas las comisarías en Aust-Agder. Y atiné. Enseguida me llamó un agente de Risør que me aseguró que conocía bien esa playa. Pero ¿sabes qué?

– Pues no, no lo sé.

– ¡No está en el sur del país, sino en Larkollen!

Halvorsen miró a Harry con una sonrisa de expectación y, al ver que Harry no reaccionaba, añadió:

– En Østfold. Al lado de Moss.

– Sé dónde está Larkollen, Halvorsen.

– Sí, pero este agente es de…

– A veces pasa que los del sur también se van de vacaciones. ¿Llamaste a Larkollen?

Halvorsen alzó la vista al cielo con una expresión entre el desánimo y la impaciencia.

– Que sí, que llamé al camping y a dos sitios donde alquilan cabañas. Y a las dos únicas tiendas de comestibles.

– ¿Algo positivo?

– Sí. -El rostro de Halvorsen volvió a iluminarse-. Mandé la foto por fax y el tipo de una de las tiendas de comestibles la reconoció. Tiene una de las mejores cabañas del lugar, de vez en cuando le lleva la compra.

– ¿Y la señora se llama?

– Vigdis Albu.

– ¿Albu? ¿Como codo en noruego?

– Sí. Sólo hay dos personas en Noruega con ese apellido, una nació en 1909. La otra tiene cuarenta y tres años y vive en Bjørnetråkket 12, en Slemdal, con Arne Albu. Y, por arte de birlibirloque, aquí tienes el número de teléfono, jefe.

– No me llames así -protestó Harry mientras buscaba el teléfono.

Halvorsen lanzó un suspiro.

– ¿Qué pasa? ¿Estás enfadado o qué?

– Sí, pero no lo digo por eso. Møller es el jefe. Yo no soy jefe, ¿de acuerdo?

Halvorsen estuvo a punto de replicar, pero Harry levantó una mano conminatoria.

– ¿La señora Albu?

Alguien había invertido mucho dinero, mucho tiempo y mucho espacio para construir la casa de los Albu. Y mucho gusto. En opinión de Harry, mucho mal gusto. Daba la impresión de que el arquitecto, si es que hubo alguno, intentó fusionar el estilo de las cabañas noruegas tradicionales con el de las plantaciones de los estados sureños y cierto toque de rosa, reflejo de la felicidad de los suburbios florecientes. A Harry se le hundían los pies en la gravilla del acceso para coches que atravesaba un jardín bien cuidado con arbustos decorativos y un pequeño ciervo de bronce que bebía de una fuente. En el tejado de la doble plaza de garaje había una placa ovalada de cobre que exhibía una bandera azul con un triángulo amarillo en el centro.

De detrás de la casa llegaba el sonido de graves ladridos. Harry subió la ancha escalinata entre columnas, llamó al timbre y casi esperaba que abriera una sirvienta negra con delantal blanco.

– Hola -pió una voz al mismo tiempo que se abría la puerta.

Vigdis Albu parecía recién salida de uno de esos anuncios para ponerse en forma que Harry veía de vez en cuando en la televisión cuando llegaba a casa por la noche. Tenía la misma sonrisa blanca, el pelo descolorido de la muñeca Barbie, el cuerpo firme y entrenado de la clase alta enfundado en unas mallas y un top corto. Y, si los pechos eran comprados, al menos había tenido el sentido común de no exagerar con el tamaño.

– Harry…

– ¡Adelante! -sonrió con apenas un atisbo de arrugas alrededor de los ojos grandes y azules, discretamente maquillados.

Harry accedió a una entrada habitada por cuatro trolls gordos y feos, tallados en madera, que le llegaban a altura de la cadera.

– Estoy limpiando -explicó Vigdis Albu exhibiendo su blanca sonrisa y retirándose el sudor con el dedo índice con sumo cuidado, a fin de no extender el rímel.

– Entonces me quito los zapatos -dijo Harry que recordó en el acto el agujero que llevaba en el calcetín derecho.

– No, por Dios, no estoy limpiando el suelo, eso tengo quien me lo haga -rió ella-. Pero me gusta lavar mi ropa. Hay que delimitar hasta dónde permitimos que un extraño entre en nuestra vida privada, ¿no te parece?

– Sí, probablemente -murmuró Harry, y se vio obligado a dar grandes zancadas para seguirla escaleras arriba.

Pasaron por una cocina impresionante y entraron en el salón. Había una gran terraza tras unas puertas correderas de cristal. La pared principal aparecía decorada por una construcción de ladrillo enorme, algo intermedio entre el Ayuntamiento de Oslo y un mausoleo.

– Diseñado por Per Hummel cuando Arne cumplió cuarenta años -explicó Vigdis-. Per es buen amigo nuestro.

– Sí. Se ve que Per ha diseñado una buena… chimenea.

– Habrás oído hablar de Per Hummel, el arquitecto, ¿no? Ya sabes, la nueva capilla de Holmenkollen…

– Lo siento -dijo Harry al tiempo que, sin más rodeos, le enseñó la foto-. Quiero que mires esto.

Observó que el rostro de la mujer quedaba dominado por la sorpresa.

– Pero… si es una foto que Arne sacó el año pasado en Larkollen. ¿Cómo la has conseguido?

Harry tardó en contestar para comprobar si ella conseguía mantener la sincera expresión de asombro. Lo logró.

– La encontramos en el zapato de una mujer que se llama Anna Bethsen -explicó.

Harry fue testigo de una reacción en cadena de pensamientos, razonamientos y sentimientos que se perfilaba como una telenovela reproducida a velocidad de rebobinado en el rostro de Vigdis Albu. A la sorpresa inicial siguió el asombro, sucedido por la mayor confusión imaginable. Más tarde, Vidgis pareció abrigar una idea repentina que, si bien rechazó con una risa incrédula en un primer momento, no llegó a desecharla del todo, pues su germen pareció crecer y trasformarse en un incipiente entendimiento. Finalmente un rostro hermético con la leyenda «hay que delimitar hasta dónde permitimos que un extraño entre en nuestra vida privada, ¿no te parece?»

Harry manoseaba el paquete de cigarrillos que había sacado. Un gran cenicero de cristal dominaba el centro de la mesa del salón.

– ¿Conoce a Anna Bethsen, señora Albu?

– No. ¿Debería?

– No lo sé -dijo Harry con toda sinceridad-. Está muerta. Sólo quiero saber qué hacía una foto suya tan personal en el zapato de Anna. ¿Alguna idea?

Vigdis Albu intentó dibujar una sonrisa condescendiente pero la boca pareció no querer obedecerla. Se conformó con negar con un gesto.

Harry aguardó. Inmóvil y relajado. Del mismo modo que los zapatos se habían hundido en la gravilla, ahora sentía que el cuerpo se le hundía en el hondo sofá blanco. La experiencia le había enseñado que de todos los métodos para hacer hablar a la gente, el silencio era el más eficaz. Cuando dos personas extrañas permanecían sentadas una frente a otra, como en esta ocasión, el silencio era como un vacío que succionaba las palabras. Permanecieron así durante diez interminables segundos. Vigdis Albu tragó saliva.

– Puede que la asistenta la encontrara en algún lugar de la casa y se la llevase… Y luego se la diese a esa tal… ¿se llamaba Anna?

– Ya. ¿Le importa que fume, señora Albu?

– Procuramos evitar el humo, ni mi marido ni yo… -Se llevó una mano rápidamente a la trenza del cabello-. Y Alexander, el pequeño, tiene asma.

– Lo siento. ¿A qué se dedica su marido?

– Es inversor. Vendió la empresa hace tres años.

– ¿Qué empresa?

– Albu AS. Importaba toallas y alfombrillas de baño para hoteles y grandes inmuebles.

– Parece que vendió muchas toallas. Y alfombrillas de baño.

– Teníamos la representación de toda Escandinavia.

– Enhorabuena. La bandera del garaje, ¿no es una de esas de los consulados?

Vigdis Albu había recuperado la calma y se quitó la gomilla del pelo. A Harry le pareció que se había hecho algo en la cara. Algo no cuadraba en las proporciones. Es decir, cuadraban demasiado bien, tenían una simetría casi artificial.

– Santa Lucía. Mi marido fue cónsul noruego allí durante once años. Hay una fábrica que cose las alfombrillas de baño. Y también tenemos una pequeña casa allí, ¿usted ha estado…?

– No.

– Una isla fantástica, maravillosa y agradable. Todavía quedan algunos indígenas ancianos que hablan francés. Es verdad que no se les entiende muy bien, pero son encantadores.

– Francés criollo.

– ¿Cómo?

– Nada, algo que he leído. ¿Cree que su marido sabrá por qué la difunta tenía esta foto?

– No lo creo. ¿Por qué lo iba a saber?

– Bueno -Harry sonrió-. Puede que sea tan difícil de responder como la pregunta de por qué alguien guardaba la foto de una desconocida en el zapato. -Se levantó-. ¿Dónde puedo localizarlo, señora Albu?

Mientras anotaba el número de teléfono y la dirección de la oficina de Arne Albu, miró por casualidad el sofá donde había estado sentado.

– Oh -dijo al ver que Vigdis Albu había seguido su mirada-. Resbalé en un contenedor de basura. Naturalmente, lo…

– No importa -interrumpió ella-. La funda irá a la tintorería la semana que viene, de todos modos.

Ya fuera, en la escalinata, ella le preguntó si podía esperar para llamar a su marido hasta después de las cinco.

– Para entonces ya habrá llegado a casa y no estará tan ocupado.

Harry no respondió y esperó mientras las comisuras de Vigdis subían y bajaban.

– Para que entre los dos estudiemos… si podemos facilitarle alguna información.

– Gracias. Muy amable de su parte, pero llevo coche y la oficina está de camino, de modo que pasaré por allí a ver si lo encuentro.

– Bien, muy bien -respondió ella sonriendo con valentía.

Los ladridos de los perros siguieron el descenso de Harry por la larga entrada. Una vez en la verja, volvió la cabeza. Vigdis Albu seguía en las escaleras ante el edificio rosa de plantación sureña. Tenía la cabeza baja y el sol relucía en su cabello arrancándole destellos al chándal. En la distancia, se asemejaba a un pequeñísimo ciervo de bronce

Harry no encontró ni un solo espacio donde estuviera permitido aparcar en la dirección de Vika Atrium, ni tampoco a Arne Albu. Únicamente halló a una recepcionista que le informó de que Albi tenía alquilada allí una oficina junto con tres inversores más, y que había salido a almorzar con los representantes de una «empresa de agentes de bolsa».

Comprobó al salir que los agentes de tráfico habían tenido tiempo de dejarle una multa bajo el limpiaparabrisas. Una multa que Harry se llevó, junto con su mal humor, al DS Louise, que no era un barco de vapor sino un restaurante, en el muelle de Aker Brygge. A diferencia de lo que ocurría en el restaurante Schrøder, servían platos comestibles a clientes solventes cuyas oficinas se hallaban en lo que, con algo de buena voluntad, cabría llamar la Wall Street de Oslo. Harry nunca se había sentido del todo cómodo en Aker Brygge, pero probablemente se debía a que él era de Oslo y no un turista. Intercambió unas palabras con un camarero que le indicó una mesa junto a la ventana.

– Señores, lamento interrumpir -anunció Harry.

– Ah, por fin -exclamó uno de los tres ocupantes de la mesa retirándose el flequillo de la frente.

– ¿Es esto lo que usted llama un vino a temperatura ambiente maître?

– Yo lo llamo vino tinto noruego, embotellado en un envase de Clos des Papes -dijo Harry.

El del flequillo observó atónito a Harry y su traje oscuro de arriba abajo.

– Es broma -dijo Harry sonriendo-. Soy de la policía.

El asombro se transformó en temor.

– No soy de Delitos Económicos.

El alivio se tornó en interrogante. Harry oyó una risa jovial. Tenía decidido cómo proceder, pero ignoraba cuál sería el resultado.

– ¿Arne Albu?

– Soy yo -respondió el que se reía, un hombre delgado de oscuro cabello corto y rizado, con finas arrugas alrededor de los ojos, lo que indicaba que se reía mucho y que probablemente superaba los treinta y cinco años que Harry le había calculado en un principio-. Lamento el malentendido -continuó con voz aún risueña-. ¿En qué puedo ayudarle, agente?

Harry lo miró intentando captar una rápida impresión antes de continuar. Tenía una voz sonora y la mirada firme. Las puntas del cuello de la camisa, blanquísimas detrás de un nudo de corbata perfecto, aunque no demasiado apretado. El hecho de que no se hubiera limitado a decir «soy yo», sino que hubiera añadido una disculpa y un «puedo ayudarle, agente», aunque con cierto énfasis irónico en la palabra «agente», indicaba bien que Arne Albu era una persona muy segura de sí misma, o bien que tenía mucha práctica en causar esa impresión.

Harry se concentró. No en lo que iba a decir, sino en captar la reacción de Albu.

– Sí, puede ayudarme, Albu. ¿Conoce a Anna Bethsen?

Albu observó a Harry con una mirada tan azul como la de su mujer, y respondió alto y claro después de un segundo de reflexión.

– No.

El rostro de Albu no reveló ninguna señal que le indicara a Harry lo que no dijo. Pero Harry tampoco había contado con ello. Hacía mucho que no creía en el mito de que quien trata a diario con la mentira, aprende a reconocerla. Durante un juicio en el que un agente de policía afirmó que por su experiencia notaba que el acusado mentía, Aune había vuelto a favorecer a la defensa cuando, tras ser preguntado, contestó que los estudios indican que ningún colectivo profesional es mejor que otro para desenmascarar una mentira: un empleado de la limpieza es igual de bueno que un psicólogo o un policía. Es decir, igual de malo. Los únicos que habían conseguido mejores resultados que la media en los estudios de investigación eran los agentes del Servicio Secreto. Pero Harry no era un agente del Servicio Secreto. Era un tío de Oppsal que andaba mal de tiempo, estaba de mal humor y que, en aquel momento, daba muestras de tener poco juicio. En efecto, en primer lugar, no resultaba nada eficaz enfrentar a un hombre a hechos probablemente comprometedores sin que existieran motivos de sospecha y, por si fuera poco, en presencia de otros. En segundo lugar, tal argucia no podía llamarse juego limpio. En otras palabras, Harry sabía que no debía hacer lo que estaba haciendo.

– ¿Alguna idea sobre quién pudo darle esta foto?

Los tres hombres miraron la foto que Harry había dejado sobre la mesa.

– No tengo ni idea -confesó Albu-. ¿Mi mujer? ¿Alguno de los niños, quizás?

– Ya.

Harry buscó alguna alteración en las pupilas, signos de aceleración del pulso, como sudor o rubor.

– No sé de qué va esto, agente, pero ya que se ha tomado tantas molestias en encontrarme aquí, supongo que no se trata de ninguna tontería. Y, en ese caso, tal vez podríamos hablar de esto a solas cuando el banco Handelsbanken y yo hayamos terminado. Aguarde, le pediré al camarero que le asigne una mesa en la zona de fumadores.

Harry no pudo determinar si la sonrisa de Albu era burlona o simplemente amable. O ni siquiera eso.

– No tengo tiempo -dijo Harry-. Si pudiéramos sentarnos…

– Me temo que yo tampoco tengo tiempo -lo interrumpió Albu, con voz firme y serena-. Estoy trabajando, así que hablaremos esta tarde… si aún cree que puedo serle de alguna ayuda, claro.

Harry tragó saliva. Se sentía impotente y notó que Albu se había percatado de ello.

– De acuerdo -dijo Harry, consciente de lo indeciso que sonaba.

– Gracias, agente -Albu sonrió y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Harry-. Por cierto, probablemente tenga razón en cuanto al vino. -Se volvió hacia los representantes de Handelsbanken-. ¿Hablabas de Opticon, Stein?

Harry se guardó la foto y atisbo la mal disimulada sonrisa del agente de bolsa antes de salir del restaurante.

Ya en el muelle encendió un cigarrillo, pero no le supo bien y lo tiró, irritado. El sol se reflejaba en una ventana de la fortaleza de Akershus y el mar estaba tan en calma que parecía cubierto por una fina capa de hielo transparente. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué aquel intento de humillar a un hombre al que no conocía para acabar él mismo expulsado con sedosa suavidad?

Expuso la cara al sol, cerró los ojos y pensó que, para variar, debería hacer algo sensato. Como olvidarlo todo, por ejemplo. Porque no había nada raro, aquél era, sencillamente, el habitual estado caótico e incomprensible de las cosas.

Resonó el carillón del Ayuntamiento.

Aún no sabía que habría de darle la razón a Møller: aquél sería el último día cálido del año.

16

Namco G-Com 45

El valiente Oleg.

– Saldrá bien -dijo por teléfono una y otra vez, como si tuviera un plan secreto-. Mamá y yo volveremos pronto.

Harry estaba junto a la ventana del salón mirando el cielo sobre el tejado del otro lado del patio, donde el sol vespertino teñía de rojo y naranja la base de una fina y arrugada capa de nubes. Camino de casa, la temperatura descendió repentina e inexplicablemente, como si alguien hubiera abierto una puerta invisible por la que se escapó todo el calor. El frío ya había empezado a ascender por los listones de madera del suelo de su apartamento. ¿Dónde tendría las zapatillas de fieltro, en el trastero del sótano o el del desván? ¿Tenía zapatillas de fieltro? Ya no se acordaba de nada. Suerte que había anotado el nombre del chisme para la Playstation que había prometido comprarle a Oleg si éste conseguía batir el récord de Harry en el Tetris de la Gameboy. Namco G-Com 45.

En el aparato de catorce pulgadas aparecen a su espalda las noticias. Otra gala benéfica de artistas en favor de las víctimas. Julia Roberts daba muestras de compasión mientras Silvestre Stallone atendía llamadas telefónicas de donaciones. Y luego, la otra cara. Imágenes de laderas bombardeadas salpicadas de humo negro, de piedras. Nada crecía en este paisaje desierto. Sonó el teléfono.

Era Weber. En la comisaría, Weber tenía fama de ser un terco cascarrabias con quien resultaba difícil trabajar. Harry opinaba todo lo contrario. Sólo había que tener en cuenta que si uno le daba la lata o iba de enterado, Weber se cerraba en banda.

– Ya sé que esperas una respuesta -dijo Weber-. No encontramos rastro de ADN en la botella, pero sí una buena huella.

– Bien. Tenía miedo de que se hubieran estropeado, pese a estar dentro de una bolsa.

– Suerte que era una botella de cristal. Una de plástico podría haber absorbido la grasa de la huella después de tantos días.

Harry alcanzó a oír de fondo el repiqueteo del instrumental de laboratorio.

– ¿Todavía estás en el trabajo, Weber?

– Sí.

– ¿Cuándo podremos cotejar la huella con la base de datos?

– ¿Me estás metiendo prisa? -masculló el viejo y desconfiado investigador.

– En absoluto. Tengo un montón de tiempo, Weber.

– Mañana. No estoy muy puesto en ordenadores y los jóvenes ya se han ido.

– ¿Y tú?

– Sólo voy a cotejar la huella con unos cuantos candidatos posibles, pero a la antigua usanza. Que duermas bien, Hole, el patrón de los policías velará por ti.

Harry colgó, entró en el dormitorio y encendió el ordenador. La alegre musiquilla futurista de Microsoft acalló un segundo la retórica vengativa del televisor. Buscó el vídeo del atraco de la calle Kirkeveien. Pasó el fragmento de película una y otra vez sin llegar a ninguna conclusión concreta. Marcó el icono del correo electrónico. Apareció el reloj de arena y la leyenda «recibiendo mensaje 1 de 1». En la entrada volvió a sonar el teléfono. Harry miró el reloj antes de echar mano del auricular y dijo «hola» con la voz suave que reservaba para Rakel.

– Soy Arne Albu, siento llamarlo a su teléfono privado a estas horas, pero mi mujer me dijo su nombre y pensé que me gustaría aclarar este asunto cuanto antes. ¿Llamo en mal momento?

– No, no hay problema -dijo un tanto avergonzado y adoptando un tono de voz normal.

– He hablado con mi esposa y ninguno de los dos conocemos a esa mujer, ni sabemos cómo llegó a sus manos esa foto. Pero el revelado se hizo en un estudio fotográfico y puede que algún empleado se llevara una copia. Además, en nuestra casa entra y sale mucha gente. Así que, caben muchas explicaciones, una cantidad increíble de posibles explicaciones.

– Ya.

Harry se percató de que la voz de Albu no denotaba la misma seguridad de que había hecho gala por la mañana. Tras unos segundos de molesto silencio, fue Albu quien retomó la conversación.

– Si considera necesario volver a abundar en este asunto, quiero que se ponga en contacto conmigo en mi oficina. Tengo entendido que mi mujer le facilitó el número de teléfono.

– Y yo entendí que no quería que lo molestara en horas de oficina, señor Albu.

– Que no quería… Bueno, mi mujer está muy nerviosa. Compréndalo, ¡una mujer muerta con su foto en un zapato, Dios mío! Quiero que hable de esto directamente conmigo.

– Comprendo. Pero la foto es de ella y de los niños.

– ¡Ya he dicho que ella no sabe nada de esto! -Y añadió como arrepentido del tono de voz empleado-. Prometo investigar todas las posibilidades que se me ocurran y que puedan explicar lo sucedido.

– Le agradezco la oferta pero, en cualquier caso, debo reservarme el derecho de hablar con ellos si lo considero oportuno. -Harry escuchó la respiración de Albu antes de añadir-. Espero que lo comprenda.

– Escuche…

– Lo siento, señor Albu, me temo que esto no es discutible. Me pondré en contacto con usted o con su mujer cuando quiera saber algo.

– ¡Espere! No lo entiende. Mi mujer se pone… muy nerviosa.

– Tiene razón, no lo entiendo. ¿Está enferma?

– ¿Enferma? -repitió Albu sorprendido-. No, pero…

– Entonces propongo que pongamos fin a esta conversación ahora mismo. Buenas noches, Albu.

Colgó y volvió a mirar al espejo. Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa mezquina, de la satisfacción por el mal ajeno, de la sordidez, del sadismo. Las cuatro eses de la venganza. Pero había otra cosa. Algo que no concordaba, una carencia. Estudió la imagen del espejo. A lo mejor sólo era la forma en que la luz incidía sobre él.

Harry se sentó al ordenador pensando que tenía que acordarse de comentarle a Aune lo de las cuatro eses de la venganza: él recopilaba cosas así. El correo que había recibido procedía de una dirección que no había visto antes: furie@bolde.com. Lo abrió.

Y así fue como, mientras estaba allí sentado, el frío se apoderó del cuerpo de Harry Hole para el resto del año.

Ocurrió mientras leía lo que ponía en la pantalla. Se le erizó el vello de la nuca y la piel se le encogió como una prenda de vestir cuando se lava a más temperatura de la debida.

¿Jugamos? Imaginemos que cenas en casa de una mujer y al día siguiente la encuentran muerta. ¿Qué harías?

S#MN

Resonó el timbrazo del teléfono. Harry sabía que era Rakel. Lo dejó sonar.

17

Las lágrimas de Arabia

Halvorsen se sorprendió mucho al ver a Harry cuando abrió la puerta del despacho.

– ¿Ya en tu puesto? Sabes que no son más que las…

– No podía dormir -murmuró Harry que, de brazos cruzados, contemplaba la pantalla del ordenador-. ¡Joder, qué lentas son estas máquinas!

Halvorsen miró por encima del hombro de Harry.

– Depende de la velocidad de transferencia cuando se busca en internet. Ahora estás en una línea normal de ISDN, pero alégrate, pronto tendremos banda ancha. ¿Buscas artículos en el periódico Dagens Næringsliv?

– Eh… sí.

– ¿Arne Albu? ¿Conseguiste hablar con Vigdis Albu?

– Pues sí.

– ¿Qué tienen ellos que ver con el atraco al banco?

Harry no levantó la vista. No había dicho que se tratara del atraco, pero tampoco había dicho lo contrario así que era lógico que su compañero lo relacionara. Harry no tuvo que contestar porque en ese momento el rostro de Arne Albu llenó la pantalla que tenían ante sí. Sobre el nudo firme de la corbata apareció la sonrisa más amplia que Harry había visto en su vida. Halvorsen chasqueó la lengua emitiendo un sonido fuerte y leyó en voz alta:

– Treinta millones por la empresa familiar. Hoy, Arne Albu ingresará treinta millones de coronas en su cuenta corriente, después de que la cadena hotelera Choice se hiciera cargo ayer de todas las acciones de Albu AS. Arne Albu ha declarado que la principal razón de que venda la próspera empresa es su deseo de dedicar más tiempo a la familia. «Quiero ver crecer a mis hijos -aseguró Albu-. La familia es mi mayor inversión.»

Harry pulsó «imprimir».

– ¿No vas a mirar el resto del artículo?

– No, sólo quiero la foto -dijo Harry.

– Treinta millones en el banco, ¿y se dedica a atracarlos?

– Te lo explicaré luego -dijo Harry al tiempo que se levantaba-. Entre tanto, me gustaría que me explicaras cómo se puede averiguar quién es el remitente de un correo electrónico.

– La dirección del remitente figura en el correo que recibes.

– Y luego la encuentro en la guía telefónica, ¿no?

– No, pero puedes saber qué servidor lo ha enviado. Eso aparece en la dirección. Y los dueños del servidor guardan un registro con el abonado al que pertenece cada dirección. Muy sencillo. ¿Has recibido algún correo interesante?

Harry negó con la cabeza.

– Dame la dirección y te lo buscaré en un tris -dijo Halvorsen.

– ¿Conoces una dirección de servidor que acabe en «bolde.com»?

– No, pero puedo averiguarlo. ¿Cómo es el resto de la dirección?

Harry titubeó.

– No me acuerdo -mintió.

Pidió un coche en el garaje y condujo despacio a través de Grønland. Un viento desapacible arremolinaba a lo largo del bordillo de las aceras las hojas resecas por el sol del día anterior. La gente llevaba las manos metidas en los bolsillos y la cabeza hundida entre los hombros.

En la calle Pilestredet, Harry se situó detrás de un tranvía y buscó NRK Todo Noticias, de la radio nacional noruega. No dijeron una palabra sobre el asunto de Stine. «Se teme que, durante el crudo invierno afgano, mueran cien mil niños refugiados. Ha muerto un soldado estadounidense. Una entrevista con la familia. La familia clama venganza…» A la altura de Bislett, Harry halló el desvío.

– ¿Sí? -aquel monosílabo pronunciado a través del portero automático bastó para saber que Astrid Monsen sufría un fuerte catarro.

– Harry Hole. Me gustaría hacerte un par de preguntas. ¿Tienes tiempo?

Ella se sonó un par de veces antes de contestar.

– ¿Sobre qué?

– Preferiría no tener que hacerlo desde aquí fuera.

Volvió a sonarse otras dos veces.

– ¿No te viene muy bien? -preguntó Harry.

La cerradura emitió un zumbido y Harry empujó la puerta.

Cuando Harry subió las escaleras, Astrid Monsen aguardaba en el rellano con un chal sobre los hombros y los brazos cruzados.

– Te vi en el funeral -dijo Harry.

– Pensé que al menos uno de los vecinos debía hacer acto de presencia -respondió la traductora como a través de un megáfono.

– Quería saber si conoces a esta persona.

Cogió la arrugada fotografía con un gesto vacilante.

– ¿A cuál de ellas?

– A cualquiera de las dos.

La voz de Harry retumbaba en el rellano.

Astrid Monsen miró la imagen fijamente. Un buen rato.

– ¿Y?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Segura?

La mujer hizo un gesto afirmativo.

– Ya. ¿Sabes si Anna tenía novio?

– ¿Un novio?

Harry respiró hondo.

– ¿Quieres decir que tenía varios?

Ella se encogió de hombros.

– Aquí se oye todo. Digamos que a veces se oían pasos en la escalera.

– ¿Algo serio?

– No lo sé.

Harry esperó. Ella no resistió demasiado.

– Este verano había un papel con un nombre pegado junto al suyo en el buzón. Pero no sé si sería algo muy serio…

– ¿No?

– Parecía escrito por ella. Sólo ponía «Eriksen». -Sus delgados labios apenas insinuaron una sonrisa-. ¿A lo mejor se había olvidado de decirle su nombre de pila? De todas formas, el papelito desapareció a la semana.

Harry miró hacia arriba desde la barandilla. Era una escalera empinada.

– Una semana quizá sea mejor que ninguna, ¿no?

– Para algunas, puede -dijo ella poniendo la mano en el picaporte-. Tengo que irme, he oído que acaba de entrarme un mensaje de correo electrónico.

– Bueno, no se te va a escapar, ¿verdad?

De repente, sufrió un ataque de estornudos.

– No, pero tengo que contestar -dijo con los ojos llorosos-. Es el autor. Estamos discutiendo unos aspectos de la traducción.

– Entonces seré breve -dijo Harry-. Sólo quiero que le eches un vistazo a esto también.

Le entregó una hoja de papel. Ella la cogió, echó una ojeada y miró a Harry con desconfianza.

– Observa bien la foto -le advirtió Harry-. Tómate el tiempo que necesites.

– No hace falta -dijo ella devolviéndole el folio con la foto impresa.


Harry tardó diez minutos en cubrir la distancia existente entre la comisaría y la calle Kjølberggata, número 21A. El viejo edificio de hormigón había sido, a lo largo de los años, una curtiduría, una imprenta, una forja y, seguramente, varias cosas más. Un recordatorio de que Oslo albergó industrias en otro tiempo. Ahora lo ocupaba la Policía Científica. A pesar de la modernidad de la iluminación y del interior, el edificio tenía cierto aire industrial. Harry encontró a Weber en uno de los grandes y fríos habitáculos.

– Mierda -dijo Harry-. ¿Estás completamente seguro?

Weber le dedicó una sonrisa cansina.

– La huella de la botella es tan buena que si estuviera en nuestros archivos, el ordenador la habría identificado. Por supuesto que podríamos buscar manualmente para asegurarnos al cien por cien, pero tardaríamos dos semanas y no encontraríamos nada. Te lo garantizo.

– Sorry -dijo Harry-. Es que estaba tan seguro de que ya lo teníamos… Contaba con que la probabilidad de que un tío así nunca haya estado detenido era microscópica.

– El hecho de que este tipo no figure en nuestros archivos sólo significa que debemos buscar en otro sitio. Ahora, al menos, tenemos pistas concretas. Esta huella y algunas fibras de la calle Kirkeveien. Si encontráis al hombre, tenemos pruebas incriminatorias. ¡Helgesen! -rugió Weber.

Un joven que pasaba se detuvo de repente.

– Recibí este gorro de Akerselva en una bolsa sin sellar -gruñó el criminalista-. Esto no es un establo de ovejas. ¿Entendido?

Helgesen asintió y cruzó con Harry una mirada elocuente.

– Tienes que afrontarlo como un hombre -dijo Weber, dirigiéndose otra vez a Harry-. Por lo menos te libraste de lo que le pasó a Ivarsson hoy.

– ¿A Ivarsson?

– ¿De verdad que no te has enterado de lo que ha pasado hoy en el túnel subterráneo de Kulvert?

Harry negó con la cabeza y Weber emitió una risita de satisfacción y se frotó las manos.

– Pues huellas no, pero una buena historia sí que te vas a llevar, Hole.

El relato de Weber se parecía a sus informes. Frases cortas y rudimentarias que narraban los hechos sin descripciones pintorescas de sentimientos, sin inflexiones de la voz ni expresiones faciales. Pero a Harry no le costó lo más mínimo rellenar los huecos. Visualizó perfectamente al comisario jefe Rune Ivarsson y a Weber entrando en una de las salas de visita de la Brigada A y escuchando el cierre de la puerta con llave tras ellos. Ambas salas estaban en la zona de recepción y se destinaban a visitas de familiares. Allí, el preso podía pasar un rato con sus más allegados sin que nadie lo molestase; era una sala que incluso pretendía ser algo acogedora, con muebles sencillos, flores de plástico y un par de acuarelas en la pared.

Raskol estaba de pie cuando entraron. Llevaba un libro grueso debajo del brazo, y sobre la mesa baja que tenía delante, descansaba un tablero de ajedrez con las fichas ya dispuestas. No dijo ni una palabra, se limitó a mirarlos con sus ojos castaños y afligidos. Vestía una camisa a modo de túnica que casi le llegaba hasta las rodillas. Ivarsson parecía incómodo y, con voz imperiosa, se dirigió al altísimo y escuálido gitano pidiéndole que se sentara. Raskol obedeció con una leve sonrisa.

Ivarsson llevaba consigo a Weber, en lugar de a cualquiera de los jóvenes del grupo de investigación, porque creía que él, como el viejo zorro astuto que era, podría ayudarle a «tomarle el pulso a Raskol», según sus propias palabras. Weber arrimó una silla a la puerta y sacó un bloc de notas, e Ivarsson se sentó frente al mal afamado prisionero.

– Por favor, comisario jefe Ivarsson -dijo Raskol, invitando al agente a iniciar la partida de ajedrez con un gesto de su mano abierta.

– Hemos venido para recabar información, no a jugar -atajó Ivarsson, desabrido, al tiempo que dejaba sobre la mesa una hilera de fotos del atraco de la calle Kirkeveien.

– Queremos saber quién es este sujeto.

Raskol fue cogiendo las fotos una a una y las examinó con sonoros carraspeos.

– ¿Me prestas un bolígrafo? -preguntó después de verlas todas.

Weber e Ivarsson se miraron.

– Toma el mío -dijo Weber, entregándole su pluma.

– Prefiero uno normal y corriente -dijo Raskol sin apartar la vista de Ivarsson.

El comisario jefe se encogió de hombros, sacó un bolígrafo del bolsillo interior, y se lo dio.

– Primero quiero explicaros algo sobre el principio de los cartuchos de tinta -comenzó Raskol mientras desenroscaba el bolígrafo blanco que, casualmente, llevaba el logo del banco DnB-. Como sabéis, los empleados de banca siempre intentan meter un cartucho de tinta junto con el dinero si los atracan. En los cajetines del cajero automático el cartucho ya está montado. Algunos cartuchos de tinta están conectados a un emisor que se activa cuando alguien los mueve, digamos, al meterlos en una bolsa. Otros se activan al pasar por un sensor instalado sobre la puerta del banco, por ejemplo. El cartucho de tinta puede llevar un microemisor conectado a un receptor que lo dispara cuando llega a cierta distancia del receptor, por ejemplo, cien metros. Otros explotan con un sistema de retardo después de haberse activado. El cartucho puede tener muchas y muy variadas formas, pero debe ser tan pequeño que se pueda esconder entre los billetes. Algunos son así de pequeños. -Raskol marcó una distancia de dos centímetros con el pulgar y el índice-. La explosión no es peligrosa para el atracador; el problema es la tinta.

Sacó el cartucho de tinta del bolígrafo.

– Mi abuelo fabricaba tinta. Él me enseñó que, antiguamente, se utilizaba goma arábiga para hacer tinta de hierro. La goma viene de la acacia y se llama «lágrimas de Asia» porque se extrae en gotas amarillentas de este tamaño.

Aquí formó con el pulgar y el índice un círculo del tamaño de una nuez.

– La importancia de la goma es que da cuerpo y hace que la tinta no sea tan fluida. Se necesita también un disolvente. Antiguamente se recomendaba el agua de lluvia o vino blanco. O vinagre. Mi abuelo decía que se debe usar vinagre en la tinta cuando se le escribe a un enemigo, y vino si se le escribe a un amigo.

Ivarsson carraspeó, pero Raskol continuó sin inmutarse.

– La tinta era, en principio, invisible. Cuando se encontraba con el papel se hacía visible. Los cartuchos tienen un polvo de tinta roja que da lugar a una reacción química cuando entra en contacto con el papel de los billetes y hace que no se pueda borrar. El dinero queda marcado para siempre como dinero procedente de un atraco.

– Ya sé cómo funcionan los cartuchos de tinta -interrumpió Ivarsson-. Prefiero saber…

– Paciencia, querido comisario jefe. Lo fascinante de esta tecnología es su simplicidad. Resulta tan simple que yo mismo podría fabricar uno de esos cartuchos de tinta y colocarlo en cualquier sitio para hacerlo explotar cuando el receptor se situara a cierta distancia. Todo el equipo necesario cabría en una fiambrera.

Weber había dejado de tomar notas.

– Pero el principio del cartucho de tinta no consiste en su tecnología, comisario jefe Ivarsson. Sino en que delata. -En este punto, la cara de Raskol se iluminó con una gran sonrisa-. La tinta se adhiere también a la ropa y la piel del atracador. Y es tan potente que si ya te ha manchado las manos, no se puede quitar. Poncio Pilatos y Judas, ¿verdad? Sangre en las manos. Una sangría. El tormento del juez. El castigo del soplón.

A Raskol se le cayó el cartucho de tinta al suelo, al otro lado de la mesa y, mientras se agachaba para recogerla, Ivarsson hizo señales a Weber pidiéndole el bloc de notas.

– Quiero que escribas el nombre de la persona de la foto -dijo Ivarsson, dejando el bloc en la mesa-. No estamos aquí para jugar.

– ¿Jugar? No -dijo Raskol y enroscó el bolígrafo lentamente-. Te prometí que te daría el nombre de quien cogió el dinero, ¿verdad?

– Ése era el trato -convino Ivarsson inclinándose ansioso hacia delante cuando Raskol empezó a escribir.

– Nosotros, los xoraxanos, sabemos lo que es un trato -aseguró el gitano-. Aquí te escribo no sólo su nombre sino también el de la prostituta a la que visita regularmente, y el de la persona con la que contactó para que le rompiera la rodilla al joven que hace poco le rompió el corazón a su hija. Por cierto, que esa persona no aceptó el trabajo.

– Ee… estupendo.

Ivarsson se volvió rápidamente hacia Weber sonriendo entusiasmado.

– Toma -dijo Raskol entregándole a Ivarsson bloc y bolígrafo.

El comisario se apresuró a leer.

Y enseguida se esfumaron su entusiasmo y su sonrisa.

– Pero… -titubeó-. Helge Klementsen. Ése es el director de la sucursal. -De pronto, se le hizo la luz y preguntó-: ¿Está implicado?

– Por supuesto -dijo Raskol-. Fue él quien cogió el dinero, ¿no es verdad?

– Y lo metió en la bolsa del atracador -gruñó Weber bajito, desde la puerta.

La expresión de Ivarsson fue cambiando despacio de inquisitoria a rabiosa.

– ¿Qué clase de bobada es ésta? Prometiste ayudarme.

Raskol estudiaba su larga y puntiaguda uña del dedo meñique derecho. Afirmó seriamente con la cabeza, se inclinó sobre la mesa y le indicó con un gesto a Ivarsson que se acercara.

– Ésa es mi ayuda. Aprende de qué va la vida. Siéntate y observa a tu hijo. No es tan fácil encontrar las cosas que has perdido, pero es posible. -Propinó una palmada en el hombro al comisario jefe, se reclinó hacia atrás, cruzó los brazos e hizo un gesto hacia el tablero de ajedrez-. Te toca a ti, comisario jefe.

Ivarsson iba echando espumarajos de rabia mientras él y Weber correteaban por Kulvert, una galería de trescientos metros que unía la cárcel de Botsen con la Comisaría General.

– ¡Me he fiado de un tipo que ha resultado ser uno de los inventores de la mentira! -resopló Ivarsson-. ¡He confiado en un gitano de mierda!

El eco retumbó en las paredes de hormigón. Weber aceleró la marcha, quería salir del frío y húmedo túnel cuanto antes. El Kulvert se utilizaba para trasladar a los presos cuando había que interrogarlos en la Comisaría General, y no eran pocos los rumores que circulaban sobre las cosas que habían sucedido allí abajo.

Ivarsson se arropaba con la chaqueta y seguía caminando a saltitos.

– Prométeme una cosa Weber. No le cuentes nada de esto a nadie. ¿De acuerdo?

Se volvió hacia Weber arqueando una ceja.

– ¿Estamos?

La respuesta a la pregunta del comisario jefe iba a ser un sí, de hecho; pero, justo entonces, al llegar al punto donde el Kulvert estaba pintado de color naranja, Weber oyó un pequeño paf. Ivarsson dejó escapar un grito de pavor, cayó de rodillas sobre un charco y se llevó una mano al pecho.

Weber se giró rápidamente, miró a uno y otro lado del túnel. No había nadie. Se volvió hacia el comisario jefe que, presa del pánico, se miraba la mano teñida de rojo.

– Estoy sangrando -gimió-. Voy a morir.

Weber observó que los ojos de Ivarsson parecían aumentar de tamaño.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ivarsson con voz inquieta al ver la expresión atolondrada de Weber.

– Tienes que ir al tinte -dijo Weber.

Ivarsson volvió a fijarse en la mancha. El color rojo se había extendido por toda la pechera de la camisa y parte de la americana de color verde lima.

– Es tinta roja -dijo Weber.

Ivarsson extrajo del bolsillo los restos del bolígrafo de DnB. La microexplosión lo había partido en dos mitades. Permaneció sentado con los ojos cerrados hasta que recobró la respiración. Luego fijó la mirada en Weber.

– ¿Sabes cuál fue el mayor pecado de Hitler? -preguntó alargándole la mano limpia. Weber la asió y le ayudó a levantarse. Ivarsson miró con encono hacia el lugar por el que habían venido-. Que no hizo mejor su trabajo con los gitanos.

– Ni una palabra de esto -dijo Weber riendo entre dientes y remedando al jefe-. Ivarsson se fue directo al garaje y se marchó a casa. La piel quedará impregnada de tinta durante tres días, como poco.

Harry meneó incrédulo la cabeza.

– ¿Y qué hicisteis con Raskol?

Weber se encogió de hombros.

– Ivarsson dijo que se encargaría de que lo llevaran a una celda de aislamiento. Pero no creo que vaya a cambiar nada. Ese tío es… diferente. A propósito de diferente, ¿cómo os va a ti y a Beate? ¿Tenéis algo más que la huella dactilar?

Harry negó con la cabeza.

– Esa chica es especial -dijo Weber-. Me recuerda a su padre. Puede llegar a ser muy buena.

– Lo es. ¿Conociste al padre?

Weber afirmó con la cabeza.

– Un buen hombre. Leal. Una pena que acabara así.

– Es extraño que un policía con tanta experiencia metiera la pata de ese modo.

– No creo que fuera una metedura de pata -dijo Weber mientras enjuagaba la taza de café.

– ¿Y eso?

Weber murmuró.

– ¿Qué has dicho, Weber?

– Nada -gruñó-. Sólo digo que estoy convencido de que tenía alguna razón para actuar como lo hizo.


– Puede que «bolde.com» sea un servidor -dijo Halvorsen-. Pero no está registrado en ningún sitio. Por ejemplo, podría encontrarse en un sótano de Kiev y tener abonados anónimos que se intercambian pornografía. ¡Yo qué sé! Cuando alguien tiene mucho interés en que no lo localicen en medio de esa jungla, los simples mortales como nosotros lo tenemos crudo para dar con él. Para eso tienes que recurrir a un sabueso, a un especialista de verdad.

Llamaron a la puerta con un toque tan discreto que Harry no lo oyó, pero Halvorsen gritó:

– Entre.

La puerta se abrió despacio.

– Hola -dijo Halvorsen-. Beate, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza y se dirigió a Harry:

– He intentado localizarte. Ese número tuyo de móvil que está en la lista de teléfonos…

– Ha perdido el móvil -explicó Halvorsen levantándose-. Siéntate mientras yo preparo un expreso a la Halvorsen.

Ella titubeó.

– Gracias pero… hay algo en House of Pain que te quiero enseñar, Harry. ¿Tienes tiempo?

– Todo el tiempo del mundo -aseguró Harry, retrepándose en la silla-. Weber sólo ha podido aportar malas noticias. Ninguna coincidencia con la huella digital. Y Raskol le ha tomado el pelo a Ivarsson hoy mismo.

– ¿Y ésa es una mala noticia? -se le escapó a Beate que, asustada, se tapó la boca con la mano. Harry y Halvorsen rompieron a reír.

– No dudes en volver, Beate -la invitó Halvorsen antes de que ella y Harry salieran. No obtuvo respuesta, sólo una mirada escrutadora de Harry que lo dejó algo avergonzado.

Harry vio una manta arrugada sobre el sofá de IKEA de dos plazas que ocupaba un rincón de House of Pain.

– ¿Has dormido aquí esta noche?

– Sólo un poco -respondió Beate poniendo en marcha el reproductor de vídeo-. Observa al Dependiente y a Stine en esta imagen.

La joven señaló la pantalla, donde había congelado la imagen del atracador y de Stine inclinada hacia él. Harry notó que se le erizaba el vello de la nuca.

– Hay algo extraño en esta imagen, ¿no te parece?

Harry observó al atracador y luego a Stine. Y enseguida lo supo: esa imagen fue la causante de que hubiera estado estudiando el vídeo una y otra vez. Buscaba algo que estaba allí pero que a él se le escapaba… y seguía escapándosele.

– Dime qué es -le rogó-. ¿Qué es lo que no veo?

– Inténtalo.

– Ya lo he intentado.

– Fija el fotograma en la retina, cierra los ojos y reflexiona sobre lo que sientes…

– Sinceramente…

– Venga, Harry-le sonrió Beate-. En eso consiste la investigación, ¿no es así?

Harry la miró con cierta sorpresa, se encogió de hombros e hizo lo que ella le pedía.

– ¿Qué ves, Harry?

– El interior de mis párpados.

– Concéntrate. ¿Qué es lo que no encaja?

– Es algo entre ellos dos. Algo sobre… la posición de los dos cuerpos.

– Bien. ¿Qué pasa con la posición?

– Están… no lo sé, sólo sé que no cuadra.

– ¿Qué no cuadra?

Harry experimentó la misma sensación de estar hundiéndose que en la casa de Vigdis Albu. Vio a Stine Grette inclinada hacia delante. Como para oír bien las palabras del atracador. Y éste, a través de los orificios de la capucha, miraba directamente a la cara de la persona a la que no tardaría en matar. ¿Qué pensaba? ¿Y qué pensaba ella? ¿Acaso intentaba, en ese instante congelado, averiguar quién era el hombre que se escondía bajo la capucha?

– ¿Qué no cuadra? -insistió Beate.

– Están… están demasiado cerca el uno del otro.

– ¡Muy bien, Harry!

Él abrió los ojos. Su campo de visión se llenó de estrellas y fragmentos de algo que identificó como amebas.

– ¿Muy bien? -repitió en un murmullo-. ¿Podrías ser más explícita?

– Has conseguido expresar en palabras lo que hemos tenido ante las narices todo el tiempo. Porque es eso, Harry, están demasiado cerca.

– Sí, ya sé lo que he dicho, pero ¿demasiado cerca en relación con qué?

– En relación con la distancia que mantienen dos personas que no se han visto nunca.

– ¿Ah, sí?

– ¿Has oído hablar de Edward Hall?

– No mucho.

– Antropólogo. Fue el primero en demostrar la correspondencia que hay entre la distancia que mantienen las personas cuando hablan, y la relación que existe entre ellas. Es bastante concreto.

– Sigue.

– La distancia social que media entre las personas que no se conocen va de uno a tres metros y medio. Ésa es la distancia que mantenemos cuando las circunstancias lo permiten; piensa en la cola de un autobús o de un aseo. En Tokio se sienten cómodos aunque estén más cerca, pero las variaciones de una cultura a otra son, en realidad, mínimas.

– El atracador no habría podido susurrarle nada a más de un metro de distancia.

– No, pero no le habría costado hacerlo a lo que se denomina una distancia personal, que varía entre un metro y cuarenta y cinco centímetros. Ésa es la distancia que mantenemos con amigos y con lo que llamamos conocidos. Pero, como ves, el Dependiente y Stine rebasan ese límite. He medido el espacio que los separa: es de veinte centímetros. Eso quiere decir que se encuentran a una distancia propia de una relación de intimidad. En tal situación se está tan cerca, que no alcanzas a ver enfocado el rostro de la otra persona y resulta inevitable sentir su olor y su calor corporal. Es una distancia que se reserva a la pareja y a familiares cercanos.

– Ya -dijo Harry-. Me impresionan tus conocimientos, pero estamos ante dos personas que se hallan en una situación extrema.

– Pues claro, ¡eso, precisamente, es lo fascinante! -exclamó Beate agarrándose a los reposabrazos de la silla, como para no salir disparada-. Si nadie nos obliga, no rebasamos los límites de los que habla Edward Hall. Y a Stine y al Dependiente no los obliga nadie.

Harry se frotó el mentón.

– Vale, vamos a llevar ese razonamiento a sus últimas consecuencias.

– Yo creo que el Dependiente conocía a Stine Grette -declaró Beate-. Y que la conocía bien.

– Vale, vale. -Harry apoyó la cara en las palmas abiertas y continuó hablando a través de los dedos-. Así que Stine conoce a un atracador de bancos profesional que comete el atraco perfecto antes de dispararle. Ya sabes adonde nos conducirá esa hipótesis, ¿no?

Beate asintió con la cabeza.

– Iré enseguida a indagar cuanto pueda sobre Stine Grette.

– Estupendo. Después nos pondremos en contacto con alguien que haya frecuentado su compañía.

18

Un buen día

– Este sitio me da escalofríos -se lamentó Beate.

– Aquí tuvieron ingresado a un paciente famoso, Arnold Juklerød -dijo Harry-. Según él, esto era el cerebro mismo del monstruo aquejado de patologías psiquiátricas. Bueno, entonces, ¿no encontraste nada sobre Stine Grette?

– No. Siempre observó una conducta intachable. Y sus cuentas bancarias indican que no tenía problemas económicos. Ningún uso desmesurado de tarjetas en tiendas de ropa ni en restaurantes. Ningún pago en el hipódromo de Bjerke Travbane ni otros indicios de que jugara. Lo más extravagante que encontré fue un viaje a São Paulo que hizo este verano.

– ¿Y su marido?

– Más de lo mismo. Solvente y poco gastoso.

Pasaron por debajo del pórtico del Hospital de Gaustad y entraron en una plaza rodeada por grandes edificios de ladrillo rojo.

– Parece una cárcel -observó Beate.

– Obra de Heinrich Schirmer -dijo Harry-. Arquitecto alemán del siglo xix. El mismo que diseñó la cárcel de Botsen.

Un enfermero acudió a buscarlos a la recepción. Llevaba el pelo teñido de negro y tenía pinta de ser miembro de una banda de música, o quizá diseñador. Como así era, en efecto.

– Grette se pasa casi todo el tiempo mirando por la ventana -les explicó mientras caminaban por el pasillo hacia la Brigada G 2.

– ¿Está lo bastante lúcido como para hablar? -preguntó Harry.

– Sí, hablar sí que habla…

El enfermero, que había pagado seiscientas coronas para que aquel flequillo negro pareciese naturalmente descuidado, desplazó ahora uno de los mechones y miró a Harry a través de sus gafas negras de pasta, que le conferían el aspecto de un empollón, para que su auditorio comprendiera que nada más lejos.

– Mi colega se refiere a si Grette está lo bastante bien como para hablar de su mujer -aclaró Beate.

– Podéis intentarlo -dijo el enfermero, volviendo a colocar el mechón delante de las gafas-. Si presenta una reacción sicótica, es que no está en sus cabales.

Harry no preguntó cómo se sabe si una persona presenta una reacción sicótica. Una vez al final del pasillo, el enfermero usó una llave para abrir una puerta con ojo de buey en la parte superior.

– ¿Es preciso tenerlo encerrado? -quiso saber Beate echando un vistazo a la acogedora sala de estar.

– No -respondió el enfermero sin más explicaciones y señalando hacia la figura solitaria que, envuelta en un batín, ocupaba la silla más próxima a la ventana-. Yo estaré en el puesto de guardia que hay en el lado izquierdo del pasillo cuando os vayáis.

Se acercaron al hombre de la silla que, vuelto hacia la ventana, sólo movía la mano derecha, con la que desplazaba lentamente un bolígrafo sobre un bloc de dibujo, a trazos cortos y mecánicos, como si de la garra de un robot se tratara.

– ¿Trond Grette? -preguntó Harry.

No reconoció a la persona que se dio la vuelta. Grette se había rapado el pelo, tenía la cara escuálida y la expresión feroz de la noche que lo vieron en la pista de tenis había dado paso a una mirada abismal, serena y vacía, que los atravesaba. Harry ya lo había visto antes, en las personas que cumplían condena por primera vez, después de las primeras semanas de prisión. E intuía que así, precisamente, se sentía el hombre de la silla, como quien cumple condena.

– Somos de la policía -se presentó Harry.

Grette dirigió la mirada hacia donde se encontraban.

– Veníamos por lo del atraco y queríamos hablar de tu mujer.

Grette entrecerró los ojos, como si tuviera que concentrarse para entender lo que le decía Harry.

– ¿Podríamos hacerte unas preguntas? -dijo Beate alzando un poco la voz.

Grette asintió despacio con la cabeza y Beate acercó una silla y se sentó a su lado.

– ¿Podrías contarnos algo de ella? -preguntó.

– ¿Contaros algo?

Su voz chirriaba, como una puerta mal engrasada.

– Sí -dijo Beate sonriendo con dulzura-. Queremos saber quién era Stine. Qué hacía. Qué le gustaba. Cuáles eran vuestros planes comunes. Esas cosas.

– ¿Esas cosas? -Grette miró a Beate y dejó el bolígrafo-. Íbamos a tener un hijo. Ése era el plan. Inseminación artificial. Ella esperaba que fueran gemelos. Dos más dos, decía siempre. Dos más dos. Estábamos a punto de empezar. Justo ahora -precisó cuando ya las lágrimas acudían a sus ojos.

– ¿Justo ahora?

– Hoy, creo. O mañana. ¿Qué fecha es hoy?

– Diecisiete -dijo Harry-. Llevabais un tiempo casados, ¿no?

– Diez años -dijo Grette-. No me habría importado que no quisieran jugar al tenis. No se puede obligar a los hijos a que les guste lo mismo que a sus padres, ¿verdad? A lo mejor habrían preferido montar a caballo. Montar a caballo está muy bien.

– ¿Qué clase de persona era?

– Diez años -repitió Grette, volviéndose de nuevo hacia la ventana-. Nos conocimos en 1988. Yo ya había empezado mis estudios de economía y ella estaba en el último curso de la escuela de secundaria de Nissen. Era la chica más guapa que había visto en mi vida. Claro que eso es lo que dice todo el mundo, la más guapa es siempre la que no conseguiste y seguramente has olvidado. Pero, en el caso de Stine, era verdad. Y nunca dejaré de pensar que era la más guapa. Empezarnos a vivir juntos al mes de conocernos y permanecimos juntos día y noche durante tres años. Aun así, no me lo podía creer cuando aceptó convertirse en Stine Grette. Es extraño, ¿verdad? Cuando se ama tanto a alguien no entiendes que te pueda querer a ti. Debería ser al revés, ¿no?

Una lágrima fue a estrellarse contra el reposabrazos.

– Era una buena persona. No hay mucha gente que sepa apreciar esa cualidad, hoy día. Era de fiar, fiel y siempre estaba de buen humor. Y era valiente. Aunque yo durmiera, ella se levantaba y bajaba al salón cuando le parecía oír algún ruido. Yo le decía que debía despertarme porque, ¿qué pasaría el día que de verdad hubiera ladrones allí abajo? Pero ella se reía diciendo «pues lo invito a gofres, así te despertarás tú». Yo me despertaba con el olor de los gofres cuando los preparaba… sí.

Respiró con fuerza por la nariz. Las ramas desnudas del abedul los saludaban con las ráfagas de viento.

– Deberías haber preparado gofres -dijo en un susurro.

Intentó reír, pero sonó como un llanto.

– ¿Qué tipo de amigos tenía? -preguntó Beate.

Grette no había terminado de sollozar y Beate tuvo que repetir la pregunta.

– Le gustaba estar sola -explicó Grette-. Quizá porque era hija única. Se llevaba bien con sus padres. Y nos teníamos el uno al otro. No necesitábamos a nadie más.

– Bueno, podía relacionarse con otras personas sin que tú lo supieras, ¿no? -sugirió Beate.

Grette la miró.

– ¿Qué quieres decir?

Beate se sonrojó y, con una sonrisa, precisó:

– Quiero decir que a lo mejor no te contaba cada conversación que mantenía con todas las personas con las que hablaba.

– ¿Por qué no? ¿Adónde queréis llegar?

Beate tragó saliva e intercambió una mirada con Harry, que aprovechó para relevarla.

– Hay ciertas circunstancias que siempre investigamos en relación con un atraco, no importa lo improbables que parezcan. Y una de ellas es que puede darse el caso de que algún empleado del banco haya sido cómplice del atracador. A veces ocurre que el atracador cuenta con la ayuda de alguien de dentro, tanto para planificar el atraco como para llevarlo a cabo. Por ejemplo, no cabe duda de que el atracador sabía la hora en que se reponía el dinero del cajero automático. -Harry estudiaba la cara de Grette por si veía alguna reacción. Pero su mirada indicaba que los había abandonado, otra vez-. Hemos hablado de esto con todos los demás empleados -mintió Harry.

Fuera se oyó el graznido de una urraca. Quejumbroso, solitario. Grette asintió. Primero lentamente, luego más afanoso.

– Ya -dijo-. Comprendo. Creéis que mató a Stine por eso. Creéis que Stine conocía al atracador. Y cuando ya no le era útil, la mató para borrar posibles conexiones. ¿No es verdad?

– Cuando menos, es una posibilidad teórica -puntualizó Harry.

Grette negó con la cabeza y rió con una risa cavernosa y triste.

– Es obvio que no conocíais a mi Stine. Ella nunca haría algo así. ¿Y por qué lo iba a hacer? Si llega a vivir un poco más, habría sido millonaria.

– ¿Y eso?

– Walle Bødtker, su abuelo. Ochenta y cinco años y dueño de tres edificios en el centro de la ciudad. Le confirmaron cáncer de pulmón este verano y desde entonces sólo ha ido a peor. Cada uno de sus nietos heredará un edificio.

La pregunta de Harry salió como un acto reflejo.

– ¿Quién heredará ahora el edificio de Stine?

– Los otros nietos -aclaró Grette, dejando traslucir la repulsa que le producía la insinuación implícita en la pregunta-. Y ahora investigaréis si tienen coartada, ¿no?

– ¿Crees que no deberíamos hacerlo, Grette? -preguntó Harry.

Grette estaba a punto de responder pero se calló cuando su mirada se cruzó con la de Harry. Se mordió el labio inferior.

– Lo siento -se disculpó pasándose la mano por el corto cabello-. Por supuesto que debería alegrarme de que investiguéis todas las posibilidades. Sólo que se me antoja tan imposible. Y absurdo. Aunque lo atrapéis, nunca podré vengar lo que me ha hecho. Ni siquiera una pena de muerte puede hacerlo. Perder la vida no es lo peor que le puede pasar a una persona. -Harry ya sabía lo que venía a continuación-. Lo peor es perder la razón de vivir.

– Bueno -dijo Harry levantándose-. Aquí tienes mi tarjeta. Llámame si te acuerdas de algo. También puedes preguntar por Beate Lønn.

Grette se había vuelto otra vez hacia la ventana y no vio la tarjeta que Harry le tendía, así que éste la dejó sobre la mesa. Fuera ya era casi de noche y la luz arrancaba reflejos transparentes, casi fantasmagóricos, a los vidrios de las ventanas.

– Tengo la sensación de que lo vi -dijo Grette-. Los viernes suelo ir directamente del trabajo a jugar a squash en las instalaciones de SATS, en la calle Sporveisgata. No tenía pareja, así que me quedé entrenando en el gimnasio. Levantando algunas pesas, haciendo bicicleta, y esas cosas. Pero hay tanta gente a esas horas que te pasas la mayor parte del tiempo haciendo cola.

– Lo sé -dijo Harry.

– Estaba allí cuando mataron a Stine. A trescientos metros del banco. Deseando darme una ducha e ir a casa para empezar a preparar la cena. Yo siempre hacía la cena los viernes. Me gustaba esperarla. Me gustaba… esperar. No a todos los hombres les gusta.

– ¿Qué quieres decir con que lo viste? -preguntó Beate.

– Vi pasar a una persona que entró en el vestuario. Llevaba ropa ancha y negra. Un mono o algo así.

– ¿Y capucha?

Grette negó con la cabeza.

– ¿Gorra con visera, a lo mejor? -preguntó Harry.

– Llevaba la gorra en la mano. Podía ser una capucha. O una gorra con visera.

– ¿Le viste la ca…? -comenzó Harry, pero Beate lo interrumpió.

– ¿Estatura?

– No sé -dijo Grette-. Estatura normal. ¿Qué es normal? Uno ochenta, a lo mejor.

– ¿Por qué no nos has contado esto antes? -preguntó Harry.

– Porque…, como digo, fue una sensación. Sé que no era él -terminó Grette, apretando los dedos contra el cristal de la ventana.

– ¿Cómo estás tan seguro? -preguntó Harry.

– Porque dos colegas vuestros vinieron hace unos días. Ambos se llamaban Li. -Se volvió bruscamente hacia Harry-. ¿Son familia?

– No. ¿Qué querían?

Grette retiró la mano. Las marcas de grasa de la ventana aparecían rodeadas de rocío.

– Querían comprobar si Stine fue cómplice del atracador. Y me enseñaron fotos del atraco.

– ¿Y?

– El mono de la foto era negro y sin etiquetas. El que yo vi en SATS tenía unas letras grandes y blancas en la espalda.

– ¿Qué letras eran? -preguntó Beate.

– P-O-L-I-C-I-A -explicó Grette mientras borraba las marcas de los dedos sobre el cristal-. Luego, cuando salí a la calle, oí las sirenas de la policía en Majorstua. Lo primero que pensé fue que era extraño que los ladrones escaparan con tanta presencia policial.

– De acuerdo. ¿Por qué crees que pensaste eso en aquel momento?

– No lo sé. A lo mejor porque alguien me había robado la raqueta de squash en el vestuario mientras entrenaba. Lo siguiente que pensé fue que estaban atracando el banco de Stine. Son cosas que se te ocurren cuando dejas que el cerebro fantasee libremente, ¿no? Luego me fui a casa y preparé lasaña. A Stine le encantaba la lasaña.

Grette intentó sonreír, y las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos.

Harry desvió la vista hacia la hoja donde había estado escribiendo Grette para evitar ver llorar a aquel hombre adulto.

– Según tu cuenta corriente, has retirado una suma importante en los últimos seis meses. -La voz de Beate sonó dura y metálica-. Treinta mil coronas en São Paulo. ¿En qué las gastaste?

Harry la miró, sorprendido. La joven colega no parecía afectada por la situación.

Grette sonrió entre lágrimas.

– Stine y yo celebramos allí nuestro décimo aniversario de boda. A ella le quedaba una semana de vacaciones y se fue una semana antes que yo. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo.

– Te pregunté en qué gastasteis treinta mil coronas en moneda brasileña -insistió Beate.

Grette miró por la ventana.

– Es un tema privado.

– Y un tema que trata de un asesinato, señor Grette.

Grette se volvió hacia Beate y la miró durante un buen rato.

– Nunca has tenido el amor de nadie, ¿verdad?

El rostro de Beate se ensombreció de pronto.

– Los joyeros alemanes de São Paulo se cuentan entre los mejores del mundo -dijo Grette-. Allí compré el anillo de diamantes que Stine llevaba cuando murió.

Dos enfermeros acudieron a buscar a Grette. Hora de comer. Harry y Beate se quedaron observándolo junto a la ventana mientras esperaban al enfermero que los acompañaría hasta la salida.

– Lo siento -se excusó Beate-. Metí la pata… yo…

– No pasa nada -dijo Harry.

– Siempre comprobamos la situación económica de los sospechosos en casos de asesinato, pero en éste creo que me he…

– Te digo que no pasa nada, Beate. Nunca pidas perdón por lo que has preguntado, sólo por lo que no hayas preguntado.

El enfermero vino y les abrió la puerta.

– ¿Cuánto tiempo pasará aquí? -quiso saber Harry.

– Lo mandan a casa el miércoles -respondió el enfermero.

En el coche, camino del centro, Harry le preguntó a Beate por qué los enfermeros siempre «mandan a casa» a los pacientes.

– ¿Por qué no «los dejan ir», simplemente? ¿Acaso los pacientes no deciden por sí mismos si quieren ir a casa o a cualquier otro lugar? Entonces, ¿por qué no dicen «se va», o le «damos el alta»?

Beate no manifestó ninguna opinión al respecto y Harry se concentró en contemplar el cielo gris pensando que ya empezaba a parecer un viejo malhumorado. Antes sólo estaba malhumorado.

– Ha cambiado de peinado -dijo Beate-. Y se ha puesto gafas.

– ¿Quién?

– El enfermero.

– Ah, ¿sí? No pensé que os conocierais.

– No nos conocemos. Lo vi una vez en la playa de Huk. Y en el cine Eldorado. Y en la calle Stortingsgata, creo que era… De eso hará unos cinco años.

Harry la miró.

– No sabía que fuera tu tipo de hombre.

– Y no lo es -le aseguró la joven.

– Ah, ya -dijo Harry-. Olvidaba que tienes un problema cerebral.

Ella sonrió.

– Oslo es una ciudad pequeña.

– ¿Ah, sí? ¿Cuántas veces me habías visto a mí antes de entrar en la Comisaría General?

– Una vez. Hace seis años.

– ¿Dónde?

– En la tele. Acababas de resolver aquel caso de Sidney.

– Ya. Entiendo que aquello te impresionara.

– Sólo recuerdo que te presentaron como a un héroe, a pesar de haber fracasado.

– No me digas…

– Nunca llevaste al culpable ante los tribunales, le disparaste.

Harry cerró los ojos y pensó en cómo iba a saborear la primera calada del próximo cigarrillo y se palpó el bolsillo interior para asegurarse de que llevaba el paquete. Sacó un papel doblado y se lo mostró a Beate.

– ¿Qué es esto?-preguntó la colega.

– La hoja donde Grette hacía garabatos.

– «Un buen día» -leyó.

– Lo ha escrito trece veces. Como El resplandor, ¿no?

– ¿El resplandor?

– Ya sabes, esa película de terror. Stanley Kubrick. -La miró de reojo-. En la que Jack Nicolson escribe la misma frase una y otra vez, desde un hotel.

– No me gustan las películas de miedo -dijo ella quedamente.

Harry se volvió a mirarla. Iba a decir algo, pero decidió que era mejor dejarlo.

– ¿Dónde vives? -le preguntó Beate.

– En Bislett.

– Está de camino.

– Ya. ¿Adónde?

– A Oppsal.

– ¡Vaya! ¿Qué parte de Oppsal?

– La calle Vestlandsveien. Cerca de la estación. ¿Sabes dónde está la calle Jørnsløkkveien?

– Sí, hay una casa de madera grande y amarilla haciendo esquina.

– Eso es. Ahí vivo yo. En el segundo piso. Mi madre vive en el primero. Es la casa donde me crié.

– Yo me crié en Oppsal -dijo Harry-. Puede que tengamos conocidos comunes.

– Puede -dijo Beate mirando por la ventanilla.

– Bueno, es poco probable -dijo Harry.

Recorrieron el resto del camino en silencio.

Llegó la noche y arreció el viento. La previsión del tiempo anunciaba vendaval al sur de Stadt y aumento de la nubosidad en el norte. Harry tosía. Buscó el jersey que su madre le había tejido a su padre, y que éste le había regalado a él en Navidad unos años después de que ella muriera. A Harry le pareció un gesto muy extraño. Preparó pasta y albóndigas y luego llamó a Rakel para hablarle de la casa donde había crecido.

Ella no decía gran cosa, pero él notó que le gustaba oírlo hablar de su habitación. De los juguetes y la pequeña cómoda. Que inventaba historias con los motivos del papel pintado, como si fuesen cuentos en clave. Y de aquel cajón de la cómoda que su madre y él acordaron que sería sólo suyo y que ella jamás lo tocaría.

– Allí guardaba todos mis cromos de fútbol-confesó Harry-. El autógrafo de Tom Lund. Y una carta de Sølvi, una chica que conocí durante mis veraneos en Åndalsnes. Y, más tarde, mi primer paquete de tabaco. Y el de condones. Se quedó sin abrir hasta que caducó. Estaban tan secos que reventaron cuando mi hermana y yo los inflamos.

Rakel se rió. Harry seguía contando, sólo para oírla reír.

Después deambuló de un lado a otro, sin un objetivo concreto. Las noticias parecían la repetición del día anterior. Tormentas crecientes sobre Jalalabad.

Entró en el dormitorio y encendió el ordenador. Mientras el aparato traqueteaba y se ponía en marcha vio que había recibido otro correo. Notó que se le aceleraba el pulso. Lo abrió.

Hola Harry.

El juego ha empezado. La autopsia confirmó que tú pudiste estar presente cuando ella murió. ¿Por eso te lo guardas para ti? Seguramente, no es mala idea. A pesar de que, en apariencia, fue un suicidio. Porque hay un par de cosas que no encajan, ¿verdad? La próxima jugada es tuya.

S#MN

Harry se sobresaltó al oír un estruendo y entonces se dio cuenta de que había golpeado la mesa con todas sus fuerzas con la palma de la mano. Miró a su alrededor en la oscura habitación. Estaba enfadado y tenía miedo, pero lo más frustrante era la sensación de que el remitente estaba muy… cerca. Extendió el brazo y apoyó la mano aún dolorida en la pantalla del ordenador. El frío cristal le refrescó la piel en un primer momento, pero enseguida sintió que el calor, como el de un cuerpo vivo, aumentaba desde el interior de la máquina.

19

Los zapatos en el cable de acero

Elmer caminaba deprisa por Grønlandsleiret saludando sonriente, aunque fugaz, a clientes y empleados de las tiendas vecinas. Estaba enfadado consigo mismo, había vuelto a quedarse sin cambio y había tenido que colgar un cartel en la puerta cerrada del quiosco con la leyenda «Vuelvo enseguida» para ir al banco a toda prisa.

Abrió la puerta, entró pronunciando su acostumbrado «buenos días» y se apresuró hacia el dispensador de números de turno. Nadie correspondió al saludo, pero ya estaba acostumbrado, allí sólo trabajaban noruegos blancos. Había un hombre reparando el cajero automático y los dos únicos clientes que pudo ver estaban junto a la ventana, mirando hacia la calle. Reinaba un silencio insólito. ¿Estaría pasando fuera algo de lo que no se dio cuenta?

– Veinte -gritó una voz de mujer.

Elmer miró su número. Ponía cincuenta y uno pero, como todos los mostradores estaban libres, se acercó a la ventanilla de donde provino la voz.

– Hola Cathrine, guapa -le dijo sin dejar de mirar por la ventana lleno de curiosidad-. Cinco paquetes de monedas, de cinco y de una.

– Veintiuno.

Entonces se volvió sorprendido hacia Cathrine y, al hacerlo, se dio cuenta de que había un hombre a su lado. En un primer momento, le pareció que era negro, pero luego vio que llevaba un pasamontañas negro. El cañón del rifle AG3 que sostenía giró y se detuvo ante Elmer.

– Veintidós -gritó Cathrine con voz hueca.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Halvorsen mirando con los ojos entrecerrados hacia el fiordo de Oslo, que fluía a sus pies.

El viento le alborotó el flequillo que aleteaba de un lado a otro de la frente. Habían tardado menos de cinco minutos en conducir desde el contaminado barrio de Grønland hasta Ekeberg, que sobresalía como una torre de vigilancia verde en la esquina sudeste de la ciudad. Bajo los árboles hallaron un banco con vistas al viejo y bello edificio que Harry seguía llamando la Academia de Marineros, a pesar de que ahora formaba a empresarios.

– En primer lugar, porque aquí se está muy bien -aseguró Harry-. Segundo, porque es buen sitio para enseñarle a un forastero algo de la historia de la ciudad. La silaba Os de Oslo significa colina y se refiere a la que tenemos aquí, Ekebergåsen, «la colina de Ekeberg». Y la sílaba lo alude a esa planicie que ves allí abajo -explicó señalando con el dedo-. La tercera razón es que contemplamos esta colina a diario y, por eso, es importante ver también lo que hay detrás, ¿no crees?

Halvorsen no respondió.

– No quería hablar de esto en la oficina -dijo Harry-. Ni en la tienda de Elmer. Tengo que contarte algo.

A pesar de la distancia que los separaba del mar, a Harry le parecía notar cierto olor a agua salada en las fuertes ráfagas de viento.

– Yo conocía a Anna Bethsen -confesó.

Halvorsen asintió con la cabeza.

– No pareces muy sorprendido -dijo Harry.

– Me lo imaginaba.

– Pero hay más.

– ¿Sí?

Harry se llevó a la boca un cigarrillo aún sin encender.

– Antes de seguir, debo advertirte que esto debe quedar entre nosotros, lo cual puede plantearte un dilema. ¿Comprendes? Así que si no quieres verte implicado, no te digo nada más y lo dejamos aquí. ¿Quieres que siga o no?

Halvorsen miró a Harry. Si se lo pensó, no invirtió mucho tiempo, pues asintió enseguida.

– Alguien me está mandando correos electrónicos a casa -dijo Harry-. En relación con esa muerte.

– ¿Alguien que conoces?

– No tengo ni idea. La dirección no me dice nada.

– ¿Así que por eso me preguntaste ayer sobre el rastreo de direcciones electrónicas?

– No tengo ni puta idea sobre estas cosas, pero tú sí. -Harry hizo un intento fallido de encender el cigarrillo entre las ráfagas de viento-. Necesito ayuda. Creo que Anna fue asesinada.

Mientras el aire del noroeste arrancaba las últimas hojas de los árboles de Ekeberg, Harry le habló de los extraños correos recibidos de un remitente que parecía estar al corriente de cuanto ellos sabían, e incluso de más. No aludió al hecho de que el contenido de los mensajes lo situaba a él en la escena del crimen la noche que Anna murió, pero mencionó la pistola que ella tenía en la mano derecha, a pesar de que la paleta, la fotografía del zapato y la conversación con Astrid Monsen revelaban que era zurda.

– Astrid Monsen me aseguró que nunca había visto a Vigdis Albu ni a los niños de la foto, pero cuando le enseñé la imagen de su marido, Arne Albu, en el periódico Dagens Næringsliv le bastó con una simple ojeada. Lo había visto varias veces recogiendo el correo. Venía por la tarde y se iba entrada la noche.

– Eso se llama hacer horas extras.

– Le pregunté a Monsen si sólo se veían entre semana, y me dijo que a veces venía a buscarla en coche algún que otro fin de semana.

– A lo mejor les gustaba variar un poco con excursiones a la verde campiña.

– Puede, salvo que el campo no estaría verde. Astrid Monsen es una mujer muy meticulosa y observadora. Me contó que nunca venía en verano. Eso fue lo que me hizo pensar.

– ¿Pensar sobre qué? ¿La posibilidad de mirar en hoteles?

– Quizá, pero uno también puede hospedarse en un hotel en verano. Piensa, Halvorsen. Piensa en lo más natural.

Halvorsen hizo una mueca acompañada de un gesto con el que indicó que no tenía sugerencia alguna. Harry sonrió y expulsó el humo con vehemencia.

– Tú mismo encontraste el sitio.

Halvorsen enarcó las cejas, sorprendido.

– ¡La cabaña! Por supuesto.

– ¿Verdad? Un nido de amor lujoso y discreto cuando la familia ha vuelto a casa, y los vecinos curiosos han cerrado las contraventanas. Y sólo a una hora de Oslo en coche.

– Y ¿qué? -preguntó Halvorsen-. Eso no nos dice gran cosa.

– No digas eso. Si podemos probar que Anna ha estado en esa cabaña, Albu, como poco, tendrá que dar explicaciones. No necesitamos mucho. Una pequeña huella dactilar. Un cabello. Un comerciante observador que de vez en cuando les llevara pedidos.

Halvorsen se frotó el mentón.

– Pero ¿por qué no ir directamente al grano y buscar huellas dactilares de Albu en el apartamento de Anna? Tiene que estar lleno.

– Porque dudo que quede alguna. Según Astrid Monsen, hará un año que, repentinamente, dejó de aparecer por allí. Hasta un sábado del mes pasado en que fue a buscarla en coche. Monsen lo recuerda muy bien porque Anna llamó a su puerta para pedirle que estuviera al tanto durante su ausencia, por si oía a algún ladrón.

– ¿Y tú crees que se fueron a la cabaña?

– Yo creo -dijo Harry arrojando a un charco la colilla humeante, que chisporroteó un instante antes de extinguirse- que existe una razón para que Anna tuviera esa foto en el zapato. ¿Te acuerdas de lo que aprendiste en la Academia de Policía sobre cómo asegurar pruebas técnicas?

– Sí, bueno, lo poco que nos enseñaron. ¿Y tú?

– No. Hay un maletín con el equipo estipulado en tres de los coches patrulla. Polvos, pincel y láminas de plástico para las huellas dactilares. Cinta métrica, linterna, tenazas, cosas así. Quiero que reserves uno de esos coches para mañana.

– Harry…

– Y llama antes a ese comerciante para que te indique cómo llegar hasta allí. Pregunta con amabilidad, para no levantar sospechas. Di que estás construyéndote una cabaña y que el arquitecto con el que trabajas te ha mencionado la de Albu como referencia. Que sólo quieres verla.

– Harry, ¿no podemos simplemente…?

– Tráete también una palanca.

– ¡Escúchame!

La subida de tono de Halvorsen espantó a dos gaviotas que, lanzando roncos chillidos, alzaron el vuelo rumbo al fiordo. Halvorsen fue contando con los dedos.

– No tenemos la hoja azul con la orden de registro, no tenemos pruebas que nos la faciliten, no tenemos… nada. Y lo más importante, nosotros, es decir, yo, no tengo toda la información. Porque no me lo has contado todo, ¿verdad, Harry?

– ¿Qué te hace…?

– Muy simple. No tienes un móvil lo bastante bueno. Conocer a la tía no es un móvil suficiente para que de repente infrinjas todas las normas y entres ilegalmente en la cabaña arriesgando tu puesto de trabajo. Y el mío. Sé que quizás estés un poco loco, Harry, pero no eres idiota.

Harry miró la colilla tnojada que flotaba en el charco.

– ¿Desde cuándo nos conocemos, Halvorsen?

– Hace casi dos años.

– ¿Te he mentido alguna vez en todo este tiempo?

– Dos años no es mucho.

– ¿Te he mentido alguna vez? Te pregunto.

– Seguramente.

– ¿He mentido alguna vez sobre algo realmente importante?

– No, que yo sepa.

– De acuerdo. Tampoco pienso mentirte ahora. Tienes razón, no te lo he contado todo. Y sí, estás poniendo en peligro tu trabajo ayudándome. Lo único que puedo decirte es que te meterías en problemas mucho más graves si te lo contara todo. Tal como están las cosas, tienes que confiar en mí. O no. Todavía estás a tiempo de dejarlo.

Permanecieron sentados mirando al fiordo. Las gaviotas se habían convertido en dos pequeños puntos allá a lo lejos.

– ¿Tú qué harías? -dijo Halvorsen.

– Dejarlo.

Los puntos empezaron a crecer: las gaviotas emprendían el regreso.


De vuelta en la Comisaría General, se encontró un mensaje telefónico de Møller.

– Vamos a dar una vuelta -le dijo el jefe cuando Harry le devolvió la llamada.

– A donde sea -añadió Møller, ya en la calle.

– A la tienda de Elmer -dijo Harry-. Tengo que comprar tabaco.

Møller siguió a Harry por un sendero fangoso que atravesaba el césped entre la comisaría y la entrada adoquinada de Botsen. Harry se dio cuenta de que los de planificación no parecen entender que la gente siempre encontrará el camino más corto entre dos puntos, independientemente de dónde construyan las calles. Al final del camino había una señal medio tumbada que decía: «Prohibido pisar el césped».

– ¿Te has enterado del atraco que se ha producido esta mañana en Grønlandsleiret? -preguntó Møller.

Harry asintió con la cabeza.

– Es curioso que elija hacerlo a unos cientos de metros de la comisaría.

– Tuvo la suerte de que la alarma del banco se estaba reparando.

– No creo en la suerte -dijo Harry.

– ¿Ah, no? ¿Crees que tenía información de alguien del banco?

Harry se encogió de hombros.

– O de alguna otra persona que supiera lo de la reparación.

– Sólo el banco y el técnico saben esas cosas. Bueno, y nosotros, claro.

– Pero no querías hablarme del atraco de hoy, ¿verdad, jefe?

– No -admitió Møller bordeando el charco de puntillas-. El comisario jefe ha mantenido una conversación con el alcalde. Todos estos atracos le preocupan.

Por el camino se pararon para dejar pasar a una mujer que llevaba tres niños a rastras. Les reñía con voz cansada e irritada, y evitó mirar a Harry a los ojos. Era la hora de las visitas en la cárcel de Botsen.

– Ivarsson es competente, nadie lo duda -dijo Møller-. Pero este Dependiente parece ser de una pasta distinta a la habitual. Puede que el comisario jefe piense que, en esta ocasión, no bastarán los métodos convencionales.

– A lo mejor no. ¿Y qué? Una victoria más o menos en campo contrario; no es tan grave.

– ¿Victoria en campo contrario?

– Un caso sin resolver. Es una jerga habitual, jefe.

– Nos jugamos más que eso, Harry. Los periodistas llevan todo el día dándonos la lata, es una absoluta locura. Le llaman el nuevo Martin Pedersen. Y la edición digital del periódico VG se ha enterado de que le llamamos el Dependiente.

– Así que estamos con la misma historia de siempre -observó Harry cruzando la calle en rojo con Møller pisándole los talones-. Son los periodistas quienes deciden a qué debemos dar prioridad.

– Bueno, al fin y al cabo, ha matado a una persona.

– Sí, pero los asesinatos de los que no se habla se archivan.

– ¡Ah no! -exclamó Møller-. No estoy dispuesto a discutir ese asunto una vez más.

Harry se encogió de hombros mientras pasaba por encima de un expositor de periódicos que había volcado en el suelo. En la acera yacía un periódico, cuyas páginas pasaban a una velocidad de vértigo.

– Entonces, ¿qué es lo que quieres? -preguntó Harry.

– Como es natural, al comisario jefe le preocupa el prestigio en este asunto. Un atraco aislado a una oficina de correos se olvida mucho antes de que se archive; nadie se da cuenta de que el atracador no ha sido detenido. Y cuanto más se habla del atraco a un banco, más curiosidad despierta. Martin Pedersen no fue más que un hombre corriente que hizo lo que muchos sueñan con hacer, un Jesse James moderno, un fugitivo de la justicia. Estos sucesos crean mitos y héroes y generan empatía. Y así aparecen nuevos aspirantes para el gremio de los atracadores de bancos. El número de atracos aumentó sensiblemente en todo el país mientras la prensa escribía sobre Martin Pedersen.

– Teméis el efecto de contagio. Vale. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– Ivarsson es competente, nadie lo duda -dijo Møller-. Pero este Dependiente no es un atracador convencional. El comisario jefe no está satisfecho con los resultados obtenidos hasta ahora. -Møller señaló hacia la cárcel con un gesto-. Se ha enterado del episodio con Raskol.

– Ya.

– Estuve en el despacho del comisario jefe antes del almuerzo y se mencionó tu nombre. Varias veces, por cierto.

– Vaya, ¿debo sentirme halagado?

– Al menos eres un investigador que en otras ocasiones ha obtenido resultados con métodos poco convencionales.

Harry torció la boca en un intento por sonreír.

– El rasgo atractivo de un kamikaze…

– El mensaje es el siguiente, Harry. Deja todo lo que tengas entre manos y avísame si necesitas más gente. Ivarsson continuará como antes con su equipo. Pero apostamos por ti. Y… otra cosa… -Møller se acercó más a Harry-. Te damos rienda suelta. Estamos dispuestos a aceptar que te saltes algunas reglas. Siempre y cuando no salga del cuerpo, por supuesto.

– Ya. Me parece que lo he entendido. ¿Y si no es así?

– Te apoyaremos hasta donde sea posible. Pero, por supuesto, hay un límite.


Elmer se dio la vuelta cuando sonaron las campanillas que colgaban sobre el umbral de la puerta y señaló con la cabeza hacia la pequeña radio portátil que tenía enfrente.

– Y yo que creía que Kandahar era una marca de sujeción de esquíes. ¿Un paquete de Camel de veinte?

Harry asintió con la cabeza. Elmer subió el volumen de la radio y la voz del reportero que daba las noticias se mezcló con el zumbido de los sonidos del exterior: los coches, el viento que se afanaba por aferrarse a la marquesina, las hojas que crujían sobre el asfalto…

– ¿Y qué quiere tu colega?

Elmer señaló con la cabeza hacia la puerta, donde se había quedado Møller.

– Quiere un kamikaze -dijo Harry abriendo el paquete.

– ¿Ah, sí?

– Pero se ha olvidado de preguntar el precio -añadió Harry, que no tuvo que volverse para darse cuenta de la sonrisa maliciosa que exhibía Møller en su cara.

– ¿Y cuánto se le paga a un kamikaze en los tiempos que corren? -preguntó el quiosquero al tiempo que le devolvía el cambio a Harry.

– Si sobrevive, suele pedir permiso para hacer después lo que quiera -respondió Harry-. Es su única condición. Y la única que acepta.

– Es razonable -opinó Elmer-. Que tengan un buen día, señores.

Durante el camino de vuelta, Møller dijo que hablaría con el comisario jefe de la posibilidad de que Harry trabajara tres meses más en el caso de Ellen. Por supuesto, suponiendo que se atrapara al Dependiente. Harry asintió con la cabeza. Møller vaciló ante la señal de «Prohibido pisar el césped».

– Es el camino más corto, jefe.

– Sí -convino Møller-. Pero se le ensucian a uno los zapatos.

– Haz lo que quieras -dijo Harry y echó a andar por el sendero-. Los míos ya están sucios.

El atasco se disolvió justo después del desvío de Ulvøya. Había parado de llover y, en Llan, el asfalto ya estaba seco. Luego la carretera se ampliaba a cuatro carriles y era como si, al llegar la primavera y tras haberlos tenido encerrados durante el invierno, soltaran todos los coches que, ansiosos de velocidad, circulaban como el rayo. Harry miró a Halvorsen pensando cuándo oiría también él los desgarradores chirridos del limpiaparabrisas, pero Halvorsen no oía nada porque se había tomado al pie de la letra la invitación de la canción que sonaba en la radio:

– ¡Sing, sing, siiing!

– Halvorsen…

– For the love you bring…

Harry bajó el volumen de la radio, y Halvorsen le miró sin entender.

– Los limpiaparabrisas -observó Harry-. Ya los puedes apagar.

– Oh, sí. Sorry.

Continuaron en silencio. Dejaron atrás el desvío de Drøbak.

– ¿Qué le dijiste al tipo de la tienda de comestibles? -preguntó Harry.

– No creo que quieras saberlo.

– Pero dime, ¿llevó algún pedido de comida a la cabaña de Albu el jueves de hace cinco semanas?

– Eso dijo.

– ¿Antes de que llegase Albu?

– Dijo que solía abrir la puerta con la llave, entrar y dejar la comida sin más.

– Así que tiene llave.

– Harry, con un pretexto tan endeble no podía preguntar demasiado.

– ¿Y cuál era el pretexto?

Halvorsen suspiró.

– Le dije que era agrimensor provincial.

– ¿Agrimen…?

– … sor provincial.

– ¿Qué es eso?

– No lo sé.

Larkollen se encontraba en un desvío, a trece kilómetros interminables y catorce curvas, bastante cerradas, de la carretera principal.

– A la derecha, donde la casa roja, después de la gasolinera -iba repitiendo Halvorsen de memoria antes de girar por un camino de gravilla.

– Vaya, esto son muchísimas alfombrillas de ducha -murmuró Harry cinco minutos más tarde, cuando Halvorsen detuvo el coche y señaló hacia la gigantesca cabaña de madera que se atisbaba entre los árboles.

Parecía un refugio de montaña aquejado de gigantismo que, por algún malentendido, había ido a parar al lado del mar.

– Parece que no hay nadie -observó Halvorsen mirando hacia las cabañas vecinas-. Sólo gaviotas. Una cantidad horrible de gaviotas. A lo mejor cerca hay un vertedero.

– Ya. -Harry miró el reloj-. De todos modos, vamos a aparcar un poco más arriba.

El camino desembocaba en una rotonda para cambiar de sentido. Halvorsen detuvo el motor y Harry abrió la puerta y salió del coche. Se desentumeció la espalda y prestó atención a los chillidos de las gaviotas y al lejano rumor del embestir de las olas contra las rocas de la playa.

– ¡Ah! -exclamó Halvorsen llenando los pulmones con deleite-. Esto es otra cosa, y no el aire de Oslo, ¿no?

– Desde luego -dijo Harry buscando el paquete de tabaco-. ¿Has traído el maletín?

Camino de la cabaña, Harry se fijó en una gaviota grande, de color blanco amarillento, que se había posado sobre un poste de la valla y que fue girando la cabeza despacio mientras pasaban. Harry creyó sentir en la espalda la penetrante mirada del ave durante todo el trecho, hasta llegar arriba.

– Esto no va a ser fácil -auguró Halvorsen tras examinar la sólida cerradura.

Había colgado la gorra en una lámpara de hierro forjado que había encima de la robusta puerta de roble.

– Ya. Empieza tú, yo echaré un vistazo por los alrededores.

– ¿A qué se debe que de repente fumes más que antes? -preguntó Halvorsen mientras abría el maletín con herrajes y refuerzos metálicos.

Harry se detuvo un instante. Miró hacia el bosque.

– Es para que tengas una oportunidad de ganarme corriendo en bicicleta.

Troncos de madera negros como el carbón, ventanas sólidas. Todos los detalles de la cabaña parecían sólidos e impenetrables. Harry pensó que podían entrar por la impresionante chimenea de piedra, pero descartó la idea. Bajó por el sendero, lleno de oscuro fango por la lluvia de los últimos días. Le resultó fácil imaginar pequeños pies desnudos de niño en verano, bajando a la carrera por un sendero ardiente por el sol, camino de la playa que se ocultaba tras los montes pelados. Se detuvo y cerró los ojos. Permaneció así hasta que logró evocar aquellos sonidos. El zumbido de los insectos, el rumor de la alta hierba meciéndose al amor de la brisa, una radio lejana con una canción que llevaba el viento, y los gritos complacidos de niños desde la playa. Él tenía diez años, y se había acercado a la tienda para comprar leche y pan. La gravilla se le clavaba en la planta de los pies, pero apretaba los dientes, porque estaba decidido a curtirse los pies ese verano para correr descalzo con Øystein cuando volviese a casa. Durante el camino de vuelta, la pesada bolsa de la compra parecía querer hundirlo en la gravilla del sendero y sentía como si pisara carbón incandescente. Pero entonces fijaba la vista en algo que había ante él en el camino, una piedra más grande o una hoja, y se proponía como meta llegar hasta allí, cubrir sólo esa corta distancia. Cuando, hora y media más tarde, por fin llegó a casa, la leche se había estropeado con el sol y su madre estaba enfadada. Harry abrió los ojos. Bandadas de nubes grisáceas surcaban el cielo muy deprisa.

Miró a su alrededor y pensó que no hay nada tan solitario como una casa de verano en otoño. Saludó a la gaviota al subir hacia la cabaña.

Halvorsen estaba inclinado resoplando sobre la cerradura con una ganzúa eléctrica en la mano.

– ¿Qué tal va eso?

– Mal.

Halvorsen se enderezó y se secó el sudor.

– No es una cerradura para aficionados. A menos que quieras usar una palanca, habrá que rendirse.

– Nada de palancas. -Harry se frotó el mentón-. ¿Has mirado debajo del felpudo?

Halvorsen suspiró.

– No. Y tampoco lo voy a hacer.

– ¿Por qué no?

– Porque hemos cambiado de milenio y la gente ya no deja la llave de su cabaña debajo del felpudo. Sobre todo, tratándose de cabañas millonarias. A no ser que estés dispuesto a jugarte cien coronas. Simplemente no me apetece. ¿Te parece bien?

Harry asintió con la cabeza.

– Bien -dijo Halvorsen y se puso en cuclillas para guardar las herramientas en el maletín.

– Quería decir que acepto lo de las cien coronas -dijo Harry.

Halvorsen lo miró.

– ¿Te cachondeas de mí?

Harry negó con la cabeza.

Halvorsen levantó el borde del felpudo de fibra sintética verde.

– Come seven -murmuró retirando la alfombra de un tirón.

Tres hormigas, dos piojos de mar y una tijereta reaccionaron arrastrándose por la piedra gris, pero no vieron la llave.

– A veces eres increíblemente ingenuo, Harry -dijo Halvorsen y le tendió la mano-. ¿Por qué iban a dejar una llave?

– Porque… -dijo Harry, que no vio la mano, pues se había concentrado en la lámpara de hierro forjado que colgaba junto a la puerta-… la leche se agria si se queda al sol.

Se acercó a la lámpara y empezó a desenroscar la parte superior.

– ¿Qué quieres decir?

– La comida se trajo el día antes de que llegara Albu, ¿verdad? Es obvio que la dejaron dentro de la casa.

– ¿Y qué? ¿Crees que puede haber una llave en la tienda de comestibles…?

– No lo creo. Pienso que Albu quería estar totalmente seguro de que nadie pudiera entrar de repente, cuando él y Anna estuvieran en la casa. -Volcó la parte superior y miró dentro-. Y ahora ya estoy seguro.

Halvorsen retiró la mano mascullando una protesta.

– Fíjate en el olor -dijo Harry cuando entraron en el salón.

– Huele a detergente para suelos -dijo Halvorsen-. Alguien ha estado fregando hace poco.

La robustez de los muebles, las antigüedades rústicas y la gran chimenea de esteatita, todo reforzaba la impresión de estar en un ambiente de montaña. Harry avanzó hasta una librería de pino que había al otro lado del salón y cuyos estantes aparecían poblados de libros viejos. Ojeó los títulos que figuraban en los lomos desgastados, pero tuvo la impresión de que nunca se habían leído. Al menos no en aquella cabaña. Quizás hubiesen comprado un lote en algún anticuario de Majorstua. Viejos álbumes. Cajones. Y en los cajones había cajas de puros de Cohiba y Bolívar. Uno de ellos estaba cerrado con llave.

– Mira lo que ha durado la limpieza-dijo Halvorsen.

Harry se dio la vuelta y vio a su colega señalando hacia las huellas húmedas y marrones que afeaban el suelo. Dejaron los zapatos en la entrada, buscaron una bayeta en la cocina y, después de limpiar el suelo, acordaron que Halvorsen se ocuparía del salón, mientras Harry se dedicaba a los dormitorios y el baño.

Lo que Harry sabía sobre registros lo había aprendido en una calurosa aula de la Academia de Policía, un viernes después de comer, cuando todos querían irse a casa, ducharse y salir de juerga. No tenían libro de texto, sino las enseñanzas de un inspector jefe llamado Røkke. Y aquel viernes, precisamente, le dio a Harry un consejo que luego habría de servirle como única guía a la hora de efectuar un registro: «No pienses en lo que buscas, piensa en lo que encuentras. ¿Por qué está ahí? Si debe estar ahí. ¿Qué significa? Es como leer, si piensas en una l mientras miras una k, no ves bien las palabras».

Lo primero que vio Harry al entrar en el primer dormitorio fue la gran cama doble y la fotografía en la mesilla del señor y señora Albu. La foto no era muy grande, pero sí llamativa, porque era la única que había y estaba colocada de forma que miraba hacia la puerta. Se veía desde la entrada.

Harry abrió uno de los armarios. El olor a ropa de otras personas le abofeteó la cara. No era ropa deportiva, sino vestidos de fiesta, blusas y un par de trajes. Y, además, unos zapatos de golf con la suela de clavos.

Harry realizó un registro sistemático de los tres armarios. Llevaba como investigador el tiempo suficiente como para que no le molestara ver y palpar las pertenencias de otras personas.

Se sentó en la cama y observó la foto de la mesilla. Al fondo sólo se distinguían el cielo y el mar, pero la forma en que la luz incidía sobre los retratados le sugirió a Harry que se había tomado en algún rincón del sur. Arne Albu estaba bronceado y tenía en la mirada la misma expresión burlona y jovial que Harry detectó en el restaurante de Aker Brygge. Cogía a su esposa por la cintura con tal fuerza que el torso de Vigdis Albu parecía sobresalir.

Harry levantó la colcha y el edredón. Si Anna había dormido en aquellas sábanas, encontraría algún cabello, restos de piel, saliva o residuos de flujos sexuales. O quizás incluso un poco de todo. Pero fue tal como suponía. Pasó una mano por la tiesa sábana, acercó la cara a la almohada para olerla de cerca. Recién lavado. Mierda.

Abrió el cajón de la mesilla. Un paquete de chicles Extra, una caja sin abrir de Paralgin, un llavero con una llave y una placa de latón con las iniciales A.A., la fotografía de un bebé encogido como una larva en un cambiador, y una navaja suiza.

Estaba apunto de coger la navaja cuando se oyó el grito solitario y gélido de una gaviota. Inconscientemente se estremeció y miró por la ventana. La gaviota había desaparecido. Iba a reanudar la búsqueda, pero volvió a verse interrumpido por el agudo ladrido de un perro.

Al mismo tiempo apareció Halvorsen por la puerta.

– Sube gente por el sendero.

El corazón se le aceleró como si fuese un motor turbo.

– Yo cojo los zapatos -dijo Harry-. Tú trae el maletín y el equipo.

– Pero…

– Saltaremos por la ventana cuando entren. ¡Rápido!

Los ladridos se volvieron más audibles e intensos. Harry echó a correr hacia la entrada mientras Halvorsen se acuclilló ante la estantería para guardar en el maletín los polvos, el cepillo y el papel de contacto. El perro ya estaba tan cerca que se oía el profundo gruñido entre un ladrido y el siguiente. Pasos en la escalera. La puerta no estaba cerrada con llave; demasiado tarde. ¡Lo iban a pillar con las manos en la masa! Harry tomó aire y se quedó de pie. Era mejor enfrentarse a la situación en aquel momento y tal vez Halvorsen pudiera escapar. De este modo no tendría que cargar con la culpa del despido de su colega.

¡Gregor! -gritó una voz de hombre desde el otro lado de la puerta-. ¡Ven aquí!

Los ladridos se alejaron y oyó que el hombre bajaba las escaleras.

– ¡Gregor! ¡Deja en paz a los ciervos!

Harry se adelantó dos pasos y dio una vuelta a la cerradura. Recogió los dos pares de zapatos y se dirigió de puntillas hasta el salón, mientras oía el sonido de unas llaves al otro lado de la puerta. Cerró la del dormitorio tras de sí, al tiempo que oía abrirse la puerta de la entrada. Halvorsen estaba sentado en el suelo, bajo la ventana, mirando a Harry con los ojos como platos.

– ¿Qué pasa? -susurró Harry.

– Estaba intentando salir por la ventana cuando llegó ese perro loco -susurró Halvorsen-. Es un rottweiler enorme.

Harry asomó la cabeza por la ventana y se encontró con las fauces del animal, que daba dentelladas en el aire, y sus patas delanteras apoyadas en la pared. Al ver a Harry, el perro empezó a dar saltos sobre la pared, ladrando y babeando como un poseso. Desde el salón se oían unas pisadas decididas. Harry se dejó caer en el suelo junto a Halvorsen.

– Máximo setenta kilos -susurró-. Pan comido.

– Para ti. Yo he visto un ataque de rottweiler en Victor, la unidad canina.

– Ya.

– Perdieron el control del perro durante el entrenamiento. Al agente que hacía de malo tuvieron que coserle la mano al brazo en Rikshospitalet.

– Creía que llevaban un buen acolchado.

– Y lo llevan.

Se quedaron sentados escuchando los ladridos. Ya habían dejado de oírse los pasos en el salón.

– ¿Salimos a saludar? -susurró Halvorsen-. Sólo es cuestión de tiempo que…

– ¡Calla!

De nuevo se oyeron los pasos, que ahora se acercaban a la puerta del dormitorio. Halvorsen cerró los ojos, como si quisiera guardar fuerzas ante la inminente humillación. Cuando volvió a abrirlos, vio que Harry mantenía el índice contra los labios.

Oyeron una voz al otro lado de la ventana del dormitorio.

– ¡¡Gregor!! ¡Ven! ¡Vamos a casa!

Tras unos ladridos más, se hizo un repentino silencio. Harry sólo oía una respiración bronca y entrecortada, aunque ignoraba si era la suya o la de Halvorsen.

– Muy obedientes, esos rottweilers -susurró Halvorsen.

Aguardaron hasta oír que el coche arrancaba y entonces salieron corriendo hasta el salón. Harry tuvo tiempo de ver desaparecer carretera abajo la parte trasera de un Jeep Cherokee azul marino. Halvorsen se desplomó en el sofá y echó la cabeza hacia atrás.

– Dios mío -suspiró-. Ya me imaginaba una deshonrosa retirada hasta Steinkjer. ¿Qué coño quería ése? Apenas ha estado aquí dos minutos.

Halvorsen se levantó de un salto.

– ¿Crees que volverá? A lo mejor sólo van a la tienda…

Harry negó con la cabeza.

– Se han ido a casa. Esa gente no miente a sus perros.

– ¿Estás seguro?

– Claro que sí. Un día le gritará: «A tu sitio, Gregor, vamos al veterinario a sacrificarte».

Harry echó una mirada a su alrededor. Avanzó hasta la librería, donde pasó un dedo por los lomos de los libros que tenía delante, desde el estante superior hasta el de más bajo.

Halvorsen hizo un gesto afirmativo y sombrío, y miró al infinito.

– Y Gregor obedecerá moviendo la cola. Esto de los perros es curioso.

Harry se detuvo y se echó a reír.

– ¿Te arrepientes, Halvorsen?

– Bueno. No me arrepiento más de esto que de otras cosas.

– Empiezas a hablar como yo.

– Es que estaba citándote. Es lo que dijiste cuando compramos la máquina de café. ¿Qué buscas?

– No lo sé -admitió Harry al tiempo que sacaba y abría un volumen grueso y de gran formato-. Veamos. Un álbum de fotos. Interesante.

– ¿Ah, sí? Me he vuelto a perder.

Harry señaló hacia abajo, a su espalda. Halvorsen se levantó y miró. Y comprendió, pues el suelo aparecía surcado por una serie de huellas húmedas de un par de botas que describían una línea recta desde el umbral de la puerta hasta la librería, justo hasta el lugar donde se encontraba Harry.

Dejó el álbum en su sitio, extrajo otro, y empezó a hojearlo.

– Exacto -dijo después de transcurridos unos segundos.

Se apretó el álbum contra la cara.

– Eso es.

– ¿El qué?

Dejó el álbum sobre la mesa, delante de Halvorsen, y señaló una de las seis fotos que cubrían la página de color negro. Una mujer y tres niños les sonreían desde una playa.

– Es la misma foto que encontré en el zapato de Anna -explicó-. Huélela.

– No es necesario, huele a pegamento desde aquí.

– Correcto. Acaba de pegar la foto; si tiras un poco de ella se nota que el pegamento aún está blando. Pero huele la foto también.

– Vale. -Halvorsen pegó la nariz a las caras sonrientes de la instantánea-. Huele a… sustancias químicas.

– ¿Qué sustancias químicas?

– Como huelen las fotos recién reveladas.

– Correcto otra vez. ¿Y qué podemos deducir de eso?

– ¿Que… le gusta pegar fotos?

Harry miró el reloj. Si Albu se fue directo a su casa, llegaría en una hora.

– Te lo explicaré en el coche -le dijo-. Ya tenemos la prueba que necesitamos.

Cuando salieron a la E 6, comenzó a llover. Las luces de los coches que venían de frente se reflejaban en el asfalto mojado.

– Ya sabemos de dónde procedía la foto que Anna llevaba en el zapato -dijo Harry.

– Apuesto a que Anna se las ingenió para cogerla del álbum la última vez que estuvieron en la cabaña.

– Pero ¿para qué querría ella esa foto?

– Quién sabe. Para ver lo que se interponía entre ella y Arne Albu, quizá. Para entender algo. O para tener algún objeto con el que practicar vudú.

– Y cuando le enseñaste la foto, ¿sabía de dónde procedía?

– Por supuesto. Las huellas de los neumáticos del Cherokee de la cabaña son las mismas que las que vimos al llegar, lo que indica que estuvo en la cabaña hace un par de días, como mucho, puede que incluso ayer.

– ¿Para limpiar la cabaña y borrar todas las huellas?

– Y para comprobar su sospecha de que faltaba esa foto en el álbum. De modo que, cuando llegó a casa, buscó el negativo de la foto y lo llevó a una tienda de revelado.

– Seguramente a uno de esos sitios donde revelan en el acto. Y hoy ha vuelto a la cabaña para ponerla en lugar de la otra.

– Ajá.

Las ruedas traseras del camión que circulaba delante de ellos dejaron en el parabrisas una película de agua sucia y oleosa y los limpiaparabrisas iban a toda velocidad.

– Albu se ha esforzado mucho por eliminar cualquier rastro de su aventura amorosa -dijo Halvorsen-. Pero ¿crees realmente que mató a Anna Bethsen?

Harry miró fijamente la leyenda de la puerta trasera del camión: «AMOROMA-tuyo para siempre».

– ¿Por qué no?

– No me parece un asesino. Un tío normal, con estudios, buen padre de familia sin antecedentes penales y que ha levantado su propia empresa.

– Ha sido infiel.

– ¿Y quién no?

– Sí, quién no -repitió Harry despacio cuando, de forma súbita e inesperada, exclamó irritado-: ¿Es que vamos a quedarnos comiendo mierda detrás de este camión hasta Oslo o qué?

Halvorsen miró el espejo retrovisor y se deslizó al carril izquierdo.

– ¿Y cuál sería su móvil, según tú?

– Se lo preguntaremos -dijo Harry.

– ¿Qué quieres decir? ¿Insinúas que vamos a ir a su casa a interrogarle? ¿A decirle que conseguimos pruebas de forma ilegal y que de paso nos despidan?

– Tú no tienes que ir; lo haré solo.

– ¿Y qué crees que conseguirás con eso? Si se sabe que hemos entrado en la cabaña sin orden de registro, no habrá un juez en todo el país que no rechace la prueba.

– Precisamente por eso.

– Precisamente… Perdona, pero empiezo a cansarme de tanto acertijo, Harry.

– Porque no tenemos nada que pueda usarse en un juicio, tenemos que provocarlo para que nos proporcione algo que sí podamos utilizar.

– Entonces deberíamos llevarlo a una sala de interrogatorios, ofrecerle una silla cómoda, servirle café y poner en marcha una cinta.

– No. No necesitamos un montón de mentiras en una cinta cuando lo que sabemos no puede utilizarse para probar que miente. Lo que necesitamos es un aliado. Alguien que lo desenmascare por nosotros.

– ¿Y quién será ese aliado?

– Vigdis Albu.

– Ah. ¿Y cómo…?

– Si Arne Albu le ha sido infiel, cabe la posibilidad de que Vigdis quiera llegar al fondo del asunto. Y también hay bastantes probabilidades de que ella tenga la información que necesitamos. Y nosotros sabemos un par de cosas que le ayudarán a saber aún más.

Halvorsen bajó el espejo para que no lo deslumhraran las luces del camión que se les colocó justo detrás.

– ¿Estás seguro de que es una buena idea, Harry?

– No. ¿Sabes qué es un anagrama?

– No tengo ni idea.

– Un juego de letras. Palabras que se leen igual hacia delante y hacia atrás. Mira el camión por el retrovisor. AMOROMA. Resulta la misma palabra, da igual por dónde empieces a leer.

Halvorsen estuvo a punto de decir algo, pero cambió de idea y se limitó a hacer un gesto de desesperación.

– Llévame al Schrøder -le pidió Harry.

El aire del Schrøder estaba viciado de sudor, humo de tabaco y ropa empapada por la lluvia y por los pedidos de cerveza que los clientes exigían a gritos desde las mesas. Beate Lønn aguardaba sentada a la misma mesa que había ocupado Aune. Resultaba tan difícil de distinguir como una cebra en una vaquería.

– ¿Llevas mucho esperando? -preguntó Harry.

– No -mintió la joven.

Delante de ella, sobre la mesa, había un vaso de cerveza intacto y ya sin espuma. Beate observó que Harry se fijaba en la bebida y echó mano del vaso, para disimular.

– Aquí no te obligan a beber -aseguró Harry buscando a Maja con la mirada-. Sólo lo parece.

– No sabe tan mal -respondió ella dando un sorbo brevísimo-. Mi padre solía decir que no se fiaba de quienes beben cerveza.

En ese momento aterrizaron en la mesa, delante de Harry, una cafetera y una taza. Beate se sonrojó.

– Yo solía tomar cerveza -dijo Harry-. Tuve que dejarlo.

Beate clavó la mirada en el mantel.

– Pero es el único vicio del que me he quitado -continuó Harry-. Fumo, miento y soy vengativo. -Alzó la taza, como para brindar-. ¿Cuáles son tus vicios, Beate? ¿Aparte de estar enganchada a las cintas de vídeo y de recordar todas las caras que has visto en tu vida?

– No tengo muchos más -dijo mientras levantaba el vaso de cerveza-. Bueno, aparte de sufrir el mal de Setesdal.

– ¿Es grave?

– Bastante. En realidad se conoce como enfermedad de Huntington. Es hereditaria y muy común en el valle de Setesdal.

– Y ¿por qué allí?

– Es… es un valle angosto entre montañas altas. Y alejado del resto del mundo.

– Comprendo.

– Tanto mi padre como mi madre son de Setesdal y, al principio, ella no quería relacionarse con él porque creía que una tía suya padecía la enfermedad. Aquella tía de mi padre, decían, iba por ahí estirando los brazos de repente, de modo que la gente solía guardar las distancias con ella.

– ¿Y tú tienes esa enfermedad?

Beate sonrió.

– Mi padre solía tomarle el pelo a mi madre con eso cuando yo era pequeña. Cuando papá y yo jugábamos a darnos puñetazos, yo era tan rápida y pegaba tan fuerte que él decía que seguro que se debía al mal de Setesdal. A mí me parecía divertido, yo… quería tener la enfermedad de Setesdal. Pero un día mi madre me contó que te puedes morir de la enfermedad de Huntington. -Beate se quedó manoseando el vaso-. Y ese mismo verano aprendí lo que significa la muerte.

Harry saludó con la cabeza a un marinero veterano de guerra que ocupaba la mesa vecina, pero el marinero no le devolvió el saludo. Harry carraspeó y retomó la conversación.

– ¿Y qué hay de las ansias de venganza, también padeces de eso?

Ella lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira a tu alrededor. La humanidad no consigue funcionar sin ese impulso. Venganza y revancha, ésa es la fuerza motriz del pequeñajo acosado en el colegio que luego se convierte en multimillonario; y del atracador que piensa que la sociedad lo ha tratado injustamente. Y míranos a nosotros. La venganza acalorada de la sociedad disfrazada de revancha fría y racional, ésa es nuestra profesión.

– Así ha de ser -dijo ella sin mirarlo a los ojos-. Sin castigo, la sociedad no funcionaría.

– Sí, pero hay algo más, ¿verdad? La catarsis. La venganza conlleva una suerte de purificación. Aristóteles escribió que el alma del ser humano se purifica con el miedo y la compasión que le infunde la tragedia. Es una idea aterradora, ¿no? A través de la tragedia de la venganza satisfacemos el deseo más íntimo del alma.

– No he leído mucha filosofía.

Levantó el vaso y tomó un buen trago.

Harry inclinó la cabeza.

– Yo tampoco. Sólo intento impresionarte. ¿Seguimos con el asunto?

– En primer lugar, la mala noticia -dijo Beate-. La reconstrucción de la cara que habría debajo de la máscara no funcionó. Sólo tenemos la nariz y el contorno de la cabeza.

– ¿Y la buena noticia?

– La mujer que utilizaron de rehén en el atraco de Grønlandsleiret cree que reconocería la voz del atracador. Dijo que era una voz tan excepcionalmente clara que casi pensó que se trataba de una mujer.

– Ya. ¿Algo más?

– Sí. He hablado con los empleados del gimnasio SATS y he averiguado un par de cosas. Trond Grette llegó a las dos y media, y se fue sobre las cuatro.

– ¿Cómo puedes estar segura de eso?

– Porque cuando llegó pagó la hora de squash con tarjeta. El banco BBS registró el pago a las 14.34. Y ¿recuerdas la raqueta de squash que le robaron? Pues, como es natural, se lo dijo a los empleados. La chica que trabajaba ese viernes anotó el tiempo que Grette pasó allí en el informe del día. Se fue del gimnasio a las 16.02.

– ¿Y ésa era la buena noticia?

– No, la buena viene ahora. ¿Te acuerdas del hombre con el mono que Grette vio pasar por delante de la sala de entrenamiento?

– ¿El que llevaba el letrero de «policía» en la espalda?

– Ése. He visto el vídeo. Podría ser una cinta adhesiva que el Dependiente hubiese pegado en la espalda y el pecho del mono.

– ¿Y?

– Si era el Dependiente, quizá tuviera distintivos policiales en cinta adhesiva que pegó en el mono cuando ya no lo captaban las cámaras.

– Ya.

Harry sorbió ruidosamente el café.

– Eso explicaría que nadie reparase en una persona con un mono negro: después del atraco, el lugar estaba infestado de uniformes policiales negros.

– ¿Qué dijeron los de SATS?

– Eso es lo más interesante. La empleada de turno se acuerda de un hombre con mono y que ella creyó que era agente de policía. Pasó a la carrera y la joven pensó que no querría llegar tarde a su hora de squash o algo así.

– ¿De modo que no tienen el nombre del individuo?

– No.

– Esto no es muy halagüeño…

– No, pero ahora viene lo mejor. La razón por la que se acuerda del tipo es que pensó que sería un GEO o algo así, porque el resto de su vestimenta era muy hortera. Bueno yo… -Beate guardó silencio y lo miró temerosa-. Yo no quería…

– No importa -la tranquilizó Harry-. Continúa.

Beate movió el vaso, y Harry creyó ver una minúscula sonrisa triunfal en aquella boca pequeña.

– Llevaba un pasamontañas bajado hasta la mitad. Y unas grandes gafas de sol le tapaban el resto de la cara. Y, según la empleada, iba cargado con una gran bolsa negra que parecía muy pesada.

Harry se atragantó con el café.

Unos zapatos viejos colgados por los cordones pendían del cable que había tendido entre los edificios de ambos lados de la calle Dovregata. La farola a la que estaba conectado el cable hacía lo que podía para iluminar el camino de adoquines, pero era como si la oscuridad del otoño ya hubiera vampirizado toda la luz de la ciudad. A Harry no le importaba, conocía a ciegas el camino al Schrøder desde la calle Sofie. Lo había comprobado en varias ocasiones.

Beate había conseguido la lista de las personas que tenían reservada hora para un partido de squash o una sesión de aeróbic en el gimnasio SATS a la hora en que estuvo allí el hombre del mono, y empezaría a llamarlos al día siguiente. Si no conseguía localizar al tipo, al menos cabía la posibilidad de que alguien que hubiese estado en los vestuarios cuando se cambió pudiera describirlo.

Harry pasó por debajo del par de zapatos del cable. Llevaba años viéndolos allí colgados y tenía la convicción de que nunca sabría cómo habían acabado allí.

Cuando entró, Ali estaba fregando la escalera.

– Supongo que odiarás el otoño noruego -comentó Harry limpiándose los zapatos-. No trae más que mierda y agua embarrada.

– En la ciudad donde vivía en Pakistán, la visibilidad era de cincuenta metros por la contaminación -sonrió Ali-. Todo el año.

Harry oyó un sonido lejano pero familiar. Hay una ley que dice que los teléfonos siempre suenan cuando puedes oírlos pero no llegar a tiempo para cogerlos. Miró el reloj. Las diez. Rakel le dijo que llamaría a las nueve.

– El trastero que tienes en el sótano… -comenzó Ali.

Pero Harry ya corría escaleras arriba e iba dejando una huella de sus Doctor Martens cada cuatro peldaños. En cuanto abrió la puerta, el teléfono dejó de sonar.

Se quitó las botas, se pasó las manos por la cara, se acercó hasta el teléfono y levantó el auricular. El número de teléfono del hotel estaba pegado en el espejo con un post-it. Lo cogió y vio reflejado en el espejo el primer correo de S#MN. Lo había impreso y lo tenía colgado en la pared. Una vieja costumbre: en la Brigada de Delitos Violentos solían decorar las paredes con fotografías, cartas y otras pistas de utilidad, a fin de inspirarse y encontrarles una relación o activar de alguna manera el subconsciente. Harry no conseguía leer la carta invertida, pero tampoco lo necesitaba:

Imaginemos que cenas en casa de una mujer y al día siguiente la encuentran muerta. ¿Qué haces?

S#MN

Cambió de idea, se fue al salón, encendió la tele y se desplomó en el sillón de orejas. Al rato se levantó de golpe, volvió a salir al pasillo y marcó el número.

Rakel sonaba cansada.

– En el Schrøder -dijo Harry-. Acabo de volver.

– Te he llamado al menos diez veces.

– ¿Pasa algo?

– Tengo miedo, Harry.

– Ya. ¿Tienes mucho miedo?

Harry se colocó en el umbral de la puerta del salón, sujetando el auricular entre el hombro y la oreja mientras bajaba el volumen del televisor con el mando a distancia.

– Mucho no -dijo ella-. Un poco.

– Tener un poco de miedo no es peligroso. Uno se hace fuerte con un poco de miedo.

– ¿Y si me entra mucho miedo?

– Sabes que iré enseguida. Sólo tienes que pedírmelo.

– Ya te he dicho que no puedes, Harry.

– En este momento te concedo el derecho a cambiar de opinión.

Harry observó al hombre que aparecía en la pantalla de la tele con turbante y uniforme de camuflaje. Su cara le resultó extrañamente familiar, se parecía a alguien.

– El mundo se está derrumbando -dijo ella-. Sólo necesitaba saber que hay alguien ahí.

– Pues hay alguien aquí.

– Pero suenas ausente.

Harry dejó de mirar la tele y se apoyó en el umbral.

– Lo siento. Pero estoy aquí y pienso en ti, a pesar de sonar ausente.

Ella empezó a llorar.

– Perdona, Harry. Pensarás que soy una llorona empedernida. Ya sé que estás ahí -susurró ella-. Sé que puedo confiar en ti.

Harry tomó aire. El dolor de cabeza llegó lento pero implacable, como una cinta de hierro ciñéndose despacio alrededor de su frente. Cuando colgaron, notaba cada pulsación en la sien.

Apagó el televisor y puso un disco de Radiohead, pero no soportó la voz de Thom Yorke. Fue al baño y se lavó la cara. Luego fue a la cocina y echó una mirada frívola al interior de la nevera. Ya no podía retrasarlo más. Entró en el dormitorio. La pantalla del ordenador cobró vida y lanzó su luz fría y azul a la habitación. Estableció contacto con el resto del mundo. Informó de que había recibido un mensaje de correo electrónico. Ahora era perfectamente consciente.

La sed. Tiraba de las cadenas como una jauría de perros queriendo soltarse. Pulsó sobre el icono del correo.

Debí mirar en sus zapatos. La foto estaría encima de la mesilla de noche y ella la cogió mientras yo cargaba el arma. Está claro que esto añade emoción al juego. Un poco más.

S#MN

PD: Anna pasó miedo. Sólo quiero que lo sepas.

Harry se metió la mano en el bolsillo y sacó el llavero. Tenía una placa de latón con las iniciales A.A.

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