SEXTA PARTE

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S#MN

No había nubes en el cielo, pero el viento soplaba frío y el pálido sol irradiaba tan poco calor que Harry y Aune se habían levantado la solapa y bajaban pegados el uno al otro por la avenida de abedules ya despojada del ropaje del invierno.

– Le conté a mi mujer lo feliz que se te veía cuando contaste que Rakel y Oleg habían vuelto -dijo Aune-. Me preguntó si eso significa que no tardaréis en iros a vivir juntos.

Harry sólo respondió con una sonrisa.

– Desde luego, en su casa hay espacio suficiente -continuó Aune para presionarlo.

– Sí, en la casa hay espacio suficiente -corroboró Harry-. Saluda a tu Karoline de mi parte con una cita de Ola Bauer: «Me mudé a la calle Sorgenfrigata».

– «Pero eso tampoco resolvió nada» -completó Aune.

Ambos se echaron a reír.

– Además, ahora mismo estoy demasiado ocupado con este caso -se excusó Harry.

– Eso, el caso -dijo Aune-. He leído todos los informes, como me pediste. Extraño. Realmente extraño. Despiertas en tu propia casa, no te acuerdas de nada, y de repente te ves atrapado en el juego de ese tal Alf Gunnerud. Por supuesto, es difícil emitir un diagnóstico psicológico post mortem, pero se trata de un caso realmente interesante. Sin duda, muy inteligente e ingenioso. Sí, casi artístico, el plan que tramó es una obra maestra. Pero hay un par de detalles que me inquietan. Leí las copias de los correos que te envió. Al principio jugaba con que no te acordabas de nada. ¿Significaría eso que te vio salir del apartamento en estado de embriaguez y se arriesgó a que lo recordaras al día siguiente?

– No suele ocurrir si estás en un estado en el que tienen que ayudarte a entrar en el taxi. Apuesto a que estaba en la calle, espiando, tal como describió en el correo cuando me hizo creer que quien estuvo allí fue Arne Albu. Lo más probable es que hubiese mantenido algún contacto con Anna y supiese que aquella noche yo iría a su casa. El hecho de que yo saliera tan ebrio de la casa… supongo no había contado con ese punto a su favor.

– Así que después entró en el apartamento con una llave que había conseguido del fabricante a través de Låsesmeden AS. Y le pegó un tiro. ¿Con su propia arma?

– Probablemente. El número de serie estaba limado, igual que el del arma que llevaba Gunnerud en el puerto. Weber dice que la forma en que están limadas indica que las armas proceden del mismo proveedor. Parece que alguien se dedica a la importación masiva de armas ilegales. La pistola Glock que encontramos en casa de Sverre Olsen, el que mató a Ellen, tenía exactamente las mismas marcas de pulido.

– Así que puso la pistola en la mano derecha de ella. A pesar de que era zurda.

– Un cebo -dijo Harry-. Naturalmente sabía que en algún momento yo intervendría en el caso, aunque sólo fuera para asegurarme de que no se me implicaba de una forma comprometedora. Y que, al contrario que los investigadores que no la conocían, yo descubriría lo de la mano equivocada. Y luego lo de la foto de la señora Albu y los niños. Que me llevaría hasta Arne Albu, su último ligue.

– Y antes de salir se llevó el portátil de Anna y el móvil que se te cayó en el apartamento a lo largo de la velada.

– Otro punto inesperado a su favor.

– Así que este cerebro traza de antemano un plan complejo e impermeable para fastidiar a su amante infiel, al hombre con quien le fue infiel mientras él estaba encarcelado y a su viejo nuevo proyecto, el policía rubio. Pero, además, empieza a improvisar. Vuelve a aprovechar que trabaja en la empresa Låsesmeden AS para conseguir la llave de tu apartamento y tu trastero. Instala allí el portátil de Anna conectado a tu propio móvil, para el cual ya ha solicitado una cuenta anónima de correo por medio de un servidor que no se puede rastrear.

– Casi.

– Sí, ese amigo tuyo, genio desconocido de la informática, lo logró, pero lo que no consiguió averiguar fue que los correos que recibiste se habían escrito de antemano y se enviaron en fechas programadas desde el ordenador de tu sótano; que el remitente, en otras palabras, lo había preparado todo antes de instalar el ordenador portátil y el móvil en tu trastero. ¿Correcto?

– Sí. ¿Has repasado el contenido de los correos, como te pedí?

– Sí. Cuando se leen a posteriori se nota que, al mismo tiempo que procura otorgar cierto orden a los acontecimientos, los correos son imprecisos. Pero eso no se aprecia cuando se está metido en el ajo, claro, entonces da la impresión de que el remitente está muy bien informado y on line en todo momento. Pero para él era fácil conseguirlo porque, hasta cierto punto, era él quien lo dirigía todo.

– Bueno. Todavía no sabemos si fue Gunnerud quien orquestó la muerte de Arne Albu. Un compañero de trabajo en Låsesmeden AS dice que él y Gunnerud estaban tomando una cerveza a la hora en que se supone que se cometió el asesinato.

Aune se frotó las manos. Harry no sabía si era por el gélido viento o porque se alegraba de las numerosas posibilidades lógicas e ilógicas que se desplegaban ante él.

– ¿Qué destino había planeado para Albu cuando te conducía tras él? ¿Que Albu fuera condenado? Pero en ese caso, tú quedarías libre. Y al contrario, dos hombres no pueden ser condenados por el mismo asesinato.

– Correcto -dijo Harry-. Aquí cabe preguntarse qué es lo más importante de este mundo para Arne Albu.

– Excelente -dijo Aune-. Un padre de familia con tres hijos que, de forma voluntaria o no, ha rebajado sus aspiraciones laborales. La familia, supongo.

– ¿Y qué habría conseguido Gunnerud destapando, o mejor dicho, haciendo que yo destapase, que Arne Albu siguió viendo a Anna?

– Que su mujer lo dejase y se llevase los niños.

– «Porque, lo peor que le puede suceder a una persona no es perder la vida, sino perder la razón de vivir.»

– Buena cita. -Aune hizo un gesto de reconocimiento-. ¿Quién lo dijo?

– Lo he olvidado -respondió Harry.

– Pero la siguiente pregunta que hay que formular es: ¿Qué es lo que te quería arrebatar a ti, Harry? ¿Qué hace que tu vida valga la pena?

Habían llegado al edificio de Anna. Harry manoseó las llaves durante un rato.

– ¿Y bien? -lo instó Aune.

– Gunnerud sólo me conocía por lo que Anna le hubiera contado de mí. Y ella me conoció cuando yo no tenía… bueno, mucho más que el trabajo.

– ¿El trabajo?

– Lo que quería era que me encerraran. Pero, sobre todo, que me echaran de la policía.

No hablaron mientras subían las escaleras.

Weber y su gente ya habían terminado el trabajo en el interior del apartamento. Weber estaba satisfecho y comentó que habían encontrado las huellas dactilares de Gunnerud en varios lugares, entre ellos, en el cabecero de la cama.

– No puso mucho cuidado -dijo Weber.

– Ha estado aquí tantas veces que, de todos modos, alguna huella encontrarías -dijo Harry-. Además estaba convencido de que nadie sospecharía de él.

– Es realmente interesante la forma en que Albu fue asesinado -dijo Aune mientras Harry abría la puerta corredera de la habitación donde estaban los retratos y la lámpara de Grimmer-. Enterrado boca abajo. En una playa. Recuerda mucho a un ritual, como si el asesino quisiera contarnos algo de sí mismo. ¿Has pensado en eso?

– Yo no trabajo en ese caso.

– No es eso lo que te he preguntado, Harry.

– Bueno. El asesino quería, supongo, contar algo acerca de la víctima.

– ¿Qué quieres decir?

Harry encendió la lámpara de Grimmer y la luz iluminó los tres cuadros.

– Recuerdo, de cuando estudiaba derecho, un pasaje de la ley de Gulating, que data del año 1100. Dice que la gente que muere debe ser enterrada en tierra santa, con excepción de los hombres que cometen canalladas, que asesinan o traicionan al rey. Ésos deben ser enterrados donde se sitúa la línea de la marea, donde se encuentran el mar y las algas. El lugar donde Arne Albu fue enterrado no indica que se tratara de un crimen pasional por celos, tal como ocurriría si Gunnerud lo hubiera matado. Alguien quería mostrar que Arne Albu era un delincuente.

– Interesante -dijo Aune-. ¿Por qué tengo que ver estos retratos otra vez? Son horribles.

– ¿Estás completamente seguro de que no ves nada en esos retratos?

– Sí, veo a una artista joven y pretenciosa con un sentido histriónico exagerado y sin sentido del arte pictórico.

– Tengo una colega que se llama Beate Lønn. No ha podido venir hoy porque tenía que acudir a una conferencia para investigadores en Alemania y hablar sobre cómo reconocer a delincuentes enmascarados con la ayuda de un poco de manipulación de fotografías y un poco de gyrus fusiforme. Ella ha nacido con una capacidad especial: reconoce cualquier rostro que haya visto alguna vez en su vida.

Aune hizo un gesto afirmativo.

– Sí, sé que existe algo así.

– Cuando le enseñé los retratos, reconoció a las personas representadas.

– ¿Ah, sí? -Aune enarcó las cejas-. Cuéntame.

Harry señaló.

– El de la izquierda es Arne Albu, el del centro soy yo y el último es Alf Gunnerud.

Aune entrecerró los ojos, se ajustó las gafas e intentó ver los retratos desde diferentes distancias.

– Interesante -murmuró-. Muy interesante. Sólo veo formas craneales.

– Sólo quería saber si tú, como perito, puedes confirmar que esta clase de reconocimiento es posible. Nos ayudaría a establecer una relación más estrecha entre Gunnerud y Anna.

Aune sacudió la mano.

– Si lo que dices sobre la señorita Lønn es correcto, puede reconocer un rostro basándose en una información mínima.

Ya en la calle, Aune le dijo que, por interés profesional, le gustaría conocer a Beate Lønn.

– Supongo que es investigadora.

– En el Grupo de Atracos. Trabajé con ella en el caso del Dependiente.

– A propósito, ¿qué tal va ese asunto?

– Bueno. Hay pocas pistas. Esperaban que actuase un día de éstos, pero no ha ocurrido. Curioso, en realidad.

Harry descubrió los primeros copos de nieve del otoño revoloteando en el aire de la calle Bogstadveien.

– ¡El invierno! -le gritó Ali a Harry desde el otro lado de la calle, señalando al cielo. Le dijo algo en urdu a su hermano, que enseguida siguió metiendo cajas de fruta en la tienda. Ali cruzó la calle hasta que llegó a donde se encontraba Harry-. ¿No es estupendo que todo haya acabado? -preguntó sonriente.

– Sí -respondió Harry.

– El otoño es una mierda. Por fin un poco de nieve.

– Ah, sí. Creí que te referías al caso.

– ¿Lo del ordenador en tu trastero? ¿Se ha acabado?

– ¿Nadie te lo ha contado? Han encontrado al hombre que lo instaló.

– Bien. Quizá por eso le dijeron a mi mujer que no hacía falta que me presentase en la comisaría para que me interrogaran. ¿De qué iba el caso, en realidad?

– Resumiendo, te diría que iba de un tipo que intentaba que yo pareciera implicado en un delito grave. Invítame un día a cenar y te contaré los detalles.

– ¡Te he invitado ya, Harry!

– Pero no me has dicho cuándo.

Ali alzó la vista al cielo.

– ¿Por qué necesitáis una fecha y una hora para atreveros a visitar a alguien? Llama a la puerta y te abriré, siempre tenemos suficiente comida.

– Gracias, Ali. Llamaré alto y claro.

Harry abrió la verja.

– ¿Averiguasteis quién era la señora? ¿Si tenía algún cómplice?

– ¿A qué te refieres?

– La desconocida que vi delante de la puerta del sótano aquel día. Se lo dije a ese que se llama Tom algo.

Harry se quedó de piedra, con la mano en el picaporte.

– ¿Qué le dijiste exactamente, Ali?

– Me preguntó si había visto algo fuera de lo normal dentro o cerca del sótano, y entonces me acordé de que había visto una mujer desconocida que estaba de espaldas a mí junto a la puerta del sótano cuando entré en el portal. Lo recuerdo porque iba a preguntarle quién era pero, entonces, oí abrirse la cerradura y pensé que, si tenía llave, no pasaba nada.

– ¿Cuándo sucedió eso que me cuentas y qué pinta tenía esa mujer?

Ali abrió los brazos como excusándose.

– Tenía prisa y sólo le vi la espalda un momento. ¿Hará tres semanas? ¿Cinco semanas? ¿Pelo rubio? ¿Pelo oscuro? No tengo ni idea.

– ¿Pero estás seguro de que era una mujer?

– Por lo menos debí de pensar que era una mujer.

– Alf Gunnerud tenía una estatura media, era estrecho de hombros y tenía el pelo castaño oscuro y cortado en media melena. ¿Pudo ser eso lo que te hizo pensar en una mujer?

Ali reflexionó.

– Sí. Por supuesto que es posible. Y también podía ser la hija de la señora Melkersen, que estaba de visita. Por ejemplo.

– Hasta luego, Ali.

Harry decidió darse una ducha rápida antes de cambiarse e ir a ver a Rakel y a Oleg, que lo habían invitado a tortitas y Tetris. Rakel se trajo de Moscú un precioso juego de ajedrez con piezas talladas y un tablero de madera y nácar. Por desgracia, a Rakel no le gustó la pistola Namco G-Com 45 que Harry le había comprado a Oleg y se la confiscó de inmediato, aduciendo que había dicho con claridad que no permitiría que Oleg jugase con armas hasta que hubiera cumplido como mínimo doce años. Harry y Oleg lo aceptaron sin discusión, algo avergonzados. Pero sabían que Rakel aprovecharía para salir a correr esa noche mientras Harry se quedaba al cuidado de Oleg. Y Oleg le susurró a Harry que sabía dónde había escondido Rakel la Namco G-Com 45.

El chorro de agua caliente de la ducha ahuyentó el frío de su cuerpo mientras intentaba olvidar lo que dijo Ali. Siempre había lugar para las dudas en un caso, con independencia de lo evidente que pareciera todo. Y Harry era un escéptico nato. Pero en algún momento había que empezar a creer para otorgar contornos y sentido a la existencia.

Se secó, se afeitó y se puso una camisa limpia. Se miró en el espejo y sonrió ampliamente. Oleg le había dicho que tenía los dientes amarillos y Rakel se rió de buena gana, incluso más de lo normal. Vio en el espejo el primer correo impreso de S#MN, que seguía clavado en la pared de enfrente. Lo retiraría al día siguiente, o colgaría otra vez la foto en la que aparecían él y Søs. Mañana, se dijo. Estudió el correo del espejo. Resultaba un tanto extraño que no lo hubiera notado la noche que, en la misma posición que ahora, experimentó la sensación de que faltaba algo. Harry y su hermana pequeña. Sería porque cuando miramos una cosa muchas veces dejamos de verla. Una vez más, se fijó en el correo del espejo. Pidió un taxi, se puso los zapatos y esperó. Miró el reloj. Seguramente habría llegado el taxi. Estaría esperando en marcha. De pronto, allí estaba, echando mano del auricular una vez más y a punto de marcar un número.

– Aune -respondió el psicólogo.

– Quiero que leas esos correos otra vez. Y que me digas si crees que los ha escrito un hombre o una mujer.

42

RE

Esa misma noche se derritió la nieve. Astrid Monsen acababa de salir del edificio y caminaba sobre el oscuro asfalto mojado hacia la calle Bogstadveien, cuando vio al policía rubio en la otra acera de la calle. La frecuencia de sus pasos y su pulso aumentó considerablemente. Avanzaba con la vista al frente, confiando en que no la viera. Las fotos de Alf Gunnerud habían salido en los periódicos y, durante días, los investigadores anduvieron subiendo y bajando las escaleras, impidiéndole trabajar a gusto. Pero pensó que todo había terminado.

Avanzó deprisa hacia el paso de peatones. La panadería de Baker Hansen. Si consiguiera llegar hasta allí, estaría a salvo. Una taza de té y un bollo berlinés en la mesa del fondo del pasillo, detrás del mostrador. Cada día a las diez y media en punto.

– ¿Té y bollo berlinés?

– Sí, gracias.

– Son 38.

– Tenga.

– Gracias.

Aquélla era la conversación más larga que mantenía con alguien la mayoría de los días.

En las últimas semanas le había ocurrido en alguna ocasión que, cuando ella llegaba, había un señor mayor sentado a esa mesa y, aunque hubiese varias mesas libres, ésa era la única donde podía sentarse porque… no, no quería pensar en esas cosas, ahora no. Como quiera que fuese, tuvo que empezar a acudir a la cafetería a las diez y cuarto para ser la primera en ocupar la mesa y pensó que, precisamente aquel día, le venía muy bien porque, de lo contrario, habría estado en casa cuando él llamara al timbre. Y entonces habría tenido que abrir, porque se lo había prometido a su madre. Después de aquella ocasión en que se pasó dos meses sin contestar al teléfono ni al timbre y la policía dejó de ir a su casa, su madre la amenazó con internarla otra vez.

Y a su madre no le mentía.

A otros, sí. A otros les mentía todo el tiempo. Cuando hablaba por teléfono con la editorial, en las tiendas, y cuando chateaba por internet. Sobre todo eso. En internet podía hacerse pasar por otra persona, por algún personaje de los libros que traducía o por Ramona, la decadente y promiscua, aunque intrépida mujer que fue en una vida anterior. Astrid descubrió a Ramona cuando era pequeña. Era bailarina, tenía el pelo largo y negro y los ojos castaños y almendrados. Astrid solía dibujar a Ramona y, muy en particular, sus ojos, pero lo tenía que hacer a escondidas porque su madre rompía los dibujos diciendo que no quería ver esa clase de mujerzuelas en casa. Ramona llevaba muchos años ausente, pero ahora había vuelto y Astrid se dio cuenta de que, poco a poco, se fue apoderando de ella, sobre todo cuando se escribía con los autores masculinos de los libros que traducía. Después de las consultas iniciales sobre lengua y documentación, solía enviarles correos más informales y, después de un par de ellos, los escritores franceses insistían en verla cuando venían a Oslo a presentar el libro y le decía que, en fin, que sólo el hecho de verla ya era suficiente razón para que realizaran el viaje. Ella siempre declinaba la propuesta, sin que ello desalentara a los entusiasmados pretendientes, más bien lo contrario. Y en eso se había convertido ahora su misión como escritora, después de que, hacía ya unos años, hubiese abandonado su sueño de publicar sus propias obras, el día en que un asesor editorial estalló gritándole por teléfono que ya no soportaba «su histérica insistencia» y que ningún lector pagaría jamás por compartir sus reflexiones, aunque un psicólogo sí lo haría, previo pago.

¡Astrid Monsen!

Notó que se le cerraba herméticamente la garganta y, por un momento, fue presa del pánico. No podía sufrir un ataque de disnea en mitad de la calle. Iba a cruzar pero, en ese momento, cambió el semáforo y apareció el muñeco rojo.

– Hola, iba camino de tu casa. -Harry Hole se colocó a su lado. Todavía tenía esa mirada de acosado, los mismos ojos enrojecidos-. Antes de nada quiero decirte que leí el informe de Waaler sobre la conversación que mantuvo contigo. Y comprendo que mintieras al hablar conmigo porque tenías miedo.

Ella sabía que no tardaría en empezar a hiperventilar.

– Fue muy poco acertado por mi parte no revelarte enseguida todo lo relacionado con mi papel en el asunto -admitió el policía.

Ella lo miró sorprendida. Sonaba realmente afligido.

– Y yo he leído en los periódicos que por fin han cogido al culpable -se oyó decir a sí misma.

Se quedaron mirando.

– O que lo han matado -añadió quedamente.

– Bueno -dijo él esforzándose por sonreír-. A lo mejor puedes ayudarme con un par de preguntas, de todos modos…

Era la primera vez que no se sentaba sola a su mesa de Baker Hansen. La chica de la barra la miró con una sonrisa cómplice de amiga, como si el hombre alto con el que venía fuera un pretendiente. Y, como tenía pinta de recién salida de la cama, puede que la chica hasta creyera que… no, no quería pensar en eso, ahora no.

Se sentaron y él le mostró unas copias de varios correos electrónicos a los que quería que echara un vistazo. Si ella, como escritora, los consideraba redactados por un hombre o por una mujer. Ella los miró. «Escritora», le dijo. ¿Debería decirle la verdad? Alzó la taza de té para que no viera la sonrisa que le provocaba esa idea. Por supuesto que no. Debía mentir.

– Es difícil decirlo -respondió ella-. ¿Es ficción?

– Sí y no -dijo Harry-. Creemos que la persona que lo ha escrito es la que asesinó a Anna Bethsen.

– Supongo que entonces será un hombre.

Harry miró la mesa y ella le echó una rápida ojeada. No era guapo, pero tenía algo. Ya lo había notado… por improbable que sonara, en cuanto lo vio tumbado en el rellano delante de su puerta. A lo mejor porque había tomado un Cointreau de más, pero lo percibió con pinta de pacífico, casi guapo, mientras lo contempló allí tumbado, como un príncipe durmiente que alguien hubiera dejado ante su puerta. El contenido de sus bolsillos estaba desperdigado por los peldaños de la escalera y ella recogió los objetos uno a uno. Incluso ojeó su cartera para encontrar nombre y dirección.

Harry levantó la vista y ella apartó la suya de inmediato. ¿Podría haberle gustado? Seguramente. El problema era que a él no le gustaría ella. Insistencias histéricas. Miedos infundados. Ataques de llanto. A él no le gustaría. Él querría mujeres como Anna Bethsen. Como Ramona.

– ¿Estás segura de que no la reconoces? -preguntó despacio.

Lo miró asustada. Hasta ese momento, no se había percatado de que le estaba enseñando una foto. La misma que le enseñó ya en otra ocasión. Una mujer y dos niños en una playa.

– ¿No la has visto nunca? La noche del asesinato, por ejemplo -preguntó Harry.

– No la he visto en mi vida -declaró Astrid Monsen con voz firme.

Otra vez caía la nieve. Copos de nieve grandes y húmedos teñidos de color gris sucio incluso antes de posarse en el campo marrón que había entre la comisaría y Botsen. En el despacho le esperaba un mensaje de Weber. Un mensaje que confirmaba la sospecha de Harry, la misma sospecha que le había hecho ver los correos de otra forma. Aun así, el breve y conciso mensaje de Weber le impresionó, aunque en cierto modo se lo esperaba.

Harry se pasó el resto del día hablando por teléfono y yendo y viniendo al aparato de fax. Mientras meditaba, fue colocando piedra sobre piedra, procurando no pensar en qué buscaba. Pero ya era demasiado evidente. Esta montaña rusa podía subir, bajar y retorcerse todo lo que quisiera, era como cualquier otra montaña rusa, debía terminar donde había empezado.

Cuando Harry acabó y lo vio casi todo claro, se retrepó en la silla. No experimentó una sensación de triunfo, sólo de vacío.

Rakel no le hizo preguntas cuando la llamó para decirle que no lo esperase. Luego subió las escaleras hasta el comedor y salió a la terraza, donde tiritaba un grupo de fumadores. Las luces de la ciudad ya fulguraban en el prematuro crepúsculo. Harry encendió un cigarrillo, pasó la mano por el borde del muro e hizo una bola de nieve. La amasó. Cada vez con más fuerza, le dio palmadas con la mano, la apretó hasta que el agua fundida fluyó entre los dedos. La arrojó hacia la ciudad, hacia el campo. Siguió la bola de nieve blanca con los ojos mientras caía cada vez más rápido, hasta que desapareció contra el fondo blanco y gris.

– En mi clase había un chico llamado Ludwig Alexander -dijo Harry en voz alta.

Los fumadores miraron al comisario pateando el suelo para mantenerse en calor.

– Tocaba el piano y nosotros lo llamábamos Re porque una vez, en clase de música, cometió la estupidez de decirle en voz alta a la profesora que re sostenido menor era su tonalidad favorita. Cuando nevaba nos pasábamos los recreos jugando a guerras de bolas de nieve entre las diferentes clases. Re no quería participar, pero lo obligábamos. Era lo único en lo que lo dejábamos participar…, como carne de cañón. Lanzaba con tan poca fuerza que sólo conseguía hacer unas bolas penosas. La otra clase contaba con Roar, un tío gordo que jugaba al balonmano en Oppsal. Solía parar las bolas con la cabeza, por diversión, y luego ponía a caldo a Re con sus lanzamientos de antebrazo. Un día, Re metió una piedra grande dentro de su bola de nieve y la lanzó lo más alto que pudo. Roar saltó riendo y le dio un cabezazo. Sonó como cuando cae una piedra en aguas poco profundas; duro y suave al mismo tiempo. Fue la única vez que vi una ambulancia en el patio del colegio.

Harry le dio una honda calada al cigarrillo, antes de proseguir.

– En la sala de profesores discutieron durante días si había que castigar a Re. Él no le había tirado la bola de nieve a nadie en particular, de modo que la cuestión era si había que castigar a una persona por no tener en cuenta que un idiota se comportará como tal.


Eran más de las tres y media. El frío viento había tomado carrerilla en el espacio abierto que quedaba entre el río Akerselva y la estación de metro de la plaza de Grønland, cuyos usuarios, hasta entonces estudiantes y jubilados, se veían ya reemplazados por hombres y mujeres con corbata y gesto serio que salían de la oficina para volver a sus hogares. Harry empujó ligeramente a uno de ellos al bajar las escaleras a toda velocidad, lo que le valió un improperio que retumbó en las paredes de hormigón. Se detuvo ante la ventanilla de los lavabos, donde se encontró a la misma señora mayor de la otra vez.

– Tengo que hablar con Simon cuanto antes.

Lo miró con ojos castaños y tranquilos.

– No está en Tøyen -añadió Harry-. Se han marchado todos.

La mujer se encogió de hombros sin comprender.

– Dígale que soy Harry.

Ella negó con la cabeza y lo espantó con la mano.

Harry se apoyó contra el cristal que los separaba.

– Dígale que soy el spiuni gjerman.

Simon tomó la calle Enebakkveien, en lugar del largo túnel de Ekeberg.

– No me gustan los túneles, ¿sabes? -le explicó mientras ascendían por la ladera a paso de tortuga, ralentizados por el tráfico de la hora punta vespertina.

– Así que los dos hermanos huyeron a Noruega, crecieron juntos en una caravana y se pelearon porque estaban enamorados de la misma chica -dijo Harry.

– Maria procedía de una familia lovarra con prestigio. Se quedaron en Suecia, donde su padre era bulibas. Se casó con Stefan y se mudó a Oslo cuando ella sólo tenía catorce años y él dieciocho. Stefan estaba totalmente enamorado. Por aquella época, Raskol se escondía en Rusia, ¿sabes? No de la policía, sino de unos albano-kosovares de Alemania que le acusaban de haberlos estafado en un negocio.

– ¿Un negocio?

– Se encontraron con un trailer vacío en la autopista, cerca de Hamburgo -sonrió Simon.

– ¿Pero Raskol volvió?

– Un buen día de mayo regresó a Tøyen de improviso. Y entonces Maria y él se vieron por primera vez. -Simon se rió-. Dios mío, y cómo se miraron. Tuve que desviar la vista al cielo para comprobar si se acercaba alguna tormenta de lo cargado que estaba el ambiente.

– Así que se gustaron, ¿no?

– Desde el primer instante. Delante de todo el mundo. A algunas mujeres les dio hasta vergüenza.

– Pero, si fue tan evidente, los familiares reaccionarían, ¿no?

– Pensaron que no era importante. Tienes que recordar que nos casamos más jóvenes que vosotros, ¿sabes? Es imposible parar a la juventud. Se enamoraron. Trece años, te puedes imaginar…

– Puedo -aseguró Harry frotándose la nuca.

– Pero esto era serio, ¿sabes? Ella estaba casada con Stefan, pero amó a Raskol desde el día en que lo vio. Y a pesar de que ella y Stefan vivían en su propia caravana, se encontraba con Raskol, que pasaba allí todo el tiempo. Y pasó lo que tenía que pasar. Cuando nació Anna, los únicos que no entendieron que Raskol era el padre fueron Stefan y el propio Raskol.

– Pobre chica.

– Y pobre Raskol. Sólo Stefan estaba feliz. Andaba por ahí como si midiera tres metros. Decía que Anna era tan guapa como su padre.

Simon sonrió con los ojos empañados de tristeza.

– Quién sabe si no podrían haber seguido así. Si Stefan y Raskol no hubiesen decidido atracar un banco…

– ¿Y no salió bien?

La hilera de coches llegaba hasta el cruce de Ryen.

– Éramos tres. Stefan era el mayor, así que él entraría y saldría en primer lugar. Mientras los otros dos corrían a buscar el coche para darse a la fuga, Stefan se quedó armado dentro del banco para que no accionaran la alarma. Eran aficionados, ni siquiera sabían que el banco tenía alarma insonora. Cuando llegaron con el coche para recoger a Stefan, lo encontraron con la cara pegada al capó de un coche de policía. Un agente lo estaba esposando. Raskol conducía. Sólo tenía diecisiete años y ni siquiera se había sacado el carné de conducir. Bajó la ventanilla. Con trescientas mil en el asiento trasero, avanzó despacio hacia el coche de policía sobre cuyo capó pataleaba su hermano. Raskol y el policía establecieron contacto visual. Ay, Señor, el ambiente estaba tan cargado como cuando se conocieron él y Maria. Y se miraron fijamente unos segundos que duraron una eternidad. Yo tenía miedo de que Raskol gritara, pero no dijo ni media palabra. Sólo siguió conduciendo. Fue la primera vez que se vieron.

– ¿Raskol y Jørgen Lønn?

Simon asintió con la cabeza. Salieron de la rotonda y entraron en la curva de Ryen. Simon frenó junto a una gasolinera y puso el intermitente. Pararon delante de un edificio de doce plantas. En el bloque contiguo relucía el logotipo de DnB desde un rótulo azul fluorescente, sobre la entrada.

– A Stefan le cayeron cuatro años por disparar la pistola al techo -explicó Simon-. Pero después del juicio, ocurre algo extraño, ¿sabes? Raskol visita a Stefan en Botsen y, al día siguiente, uno de los carceleros comunica que el nuevo recluso parece haber cambiado de aspecto. Su jefe le dice que es normal en los que entran en la cárcel por primera vez. Y le cuenta que se da el caso de que las propias esposas no reconocen a su marido cuando vienen a visitarlo a la cárcel por primera vez. El carcelero se conforma con eso pero, varios días más tarde, una mujer llama a la cárcel. Dice que tienen preso al hombre equivocado, que el hermano menor de Stefan Baxhet lo ha suplantado y que tienen que soltar al recluso.

– ¿Es eso verdad? -pregunta Harry sacando el mechero y acercándolo al extremo del cigarrillo.

– Claro -le confirma Simon-. Entre los gitanos del sur de Europa es bastante normal que los hermanos menores o los hijos cumplan condena en lugar del condenado, si éste tiene una familia que mantener. Como la tenía Stefan. Para nosotros es un honor, ¿sabes?

– Pero las autoridades descubrirán el error, ¿no?

– ¡Ah! -Simon abrió los brazos, como abatido-. Para ellos un gitano es un gitano. Si cumple condena por algo que no ha hecho, seguro que es culpable de alguna otra cosa.

– ¿Quién llamó por teléfono?

– Nunca lo averiguaron, pero Maria desapareció aquella misma noche. Nunca volvieron a verla. La policía llevó a Raskol a Tøyen en mitad de la noche y sacó a Stefan pataleando y maldiciendo de la caravana. Anna tenía dos años, estaba en la cama llamando a su mamá y nadie, ni hombre ni mujer, consiguió acallar sus gritos. Hasta que Raskol entró y la cogió en brazos.

Miraron hacia la entrada del banco. Harry se fijó en la hora. Sólo faltaban unos minutos para que cerrara.

– Y, entonces, ¿qué pasó?

– Cuando Stefan cumplió la sentencia, enseguida se fue del país. Yo hablaba con él por teléfono de vez en cuando. Viajaba mucho.

– ¿Y Anna?

– Ya sabes, creció en la caravana. Raskol la envió al colegio. Tuvo amigos gadzo. Costumbres de gadzo. Ella no quería vivir como nosotros, quería hacer lo que hacían sus amigos, decidir sobre su propia vida, ganar su propio dinero y vivir en su propia casa. Desde que heredó el apartamento de su abuela y se mudó a la calle Sorgenfrigata, no hemos sabido nada de ella. Ella… bueno. Ella misma eligió mudarse. Raskol era el único con el que mantenía algún contacto.

– ¿Crees que sabía que era su padre?

Simon se encogió de hombros.

– Por lo que yo sé, nadie le dijo nada, pero estoy seguro de que lo sabía.

Se quedaron en silencio.

– Aquí fue donde sucedió -dijo Simon cuando llegaron al lugar.

– Justo antes de la hora de cierre -dijo Harry-. Igual que ahora.

– No le habría disparado a Lønn si no hubiera sido necesario -dijo Simon-. Pero hace lo que tiene que hacer. Es un guerrero, ya sabes.

– Nada de concubinas risueñas.

– ¿Cómo?

– Nada. ¿Dónde está, Simon?

– No lo sé.

Harry esperó. Vieron que un empleado del banco cerraba la puerta por dentro. Harry siguió esperando.

– La última vez que hablé con él llamaba desde una ciudad de Suecia -dijo Simon-. Gotemburgo. Es todo lo que te puedo decir para ayudarte.

– No me estás ayudando a mí.

– Ya lo sé -suspiró Simon-. Lo sé.

Harry dio con la casa amarilla de la calle Vetlandsveien. Tenía las luces encendidas en ambas plantas. Aparcó, salió del coche y se quedó mirando hacia la estación de metro. Allí era donde solían reunirse las primeras tardes oscuras de otoño para ir a robar manzanas. Siggen, Tore, Kristian, Torkild, Øystein y Harry. Ésa era la alineación fija del equipo. Iban en bici hasta Nordstrand, porque allí las manzanas eran más grandes y la probabilidad de que alguien conociera a tu padre, más pequeña. Siggen era el primero que saltaba la valla, y Øystein hacía guardia. Y Harry, que era el más alto, llegaba hasta las manzanas más hermosas. Pero una tarde no tuvieron ganas de ir tan lejos e hicieron una incursión por el vecindario.

Harry vio el jardín situado al otro lado de la calle.

Ya se habían llenado los bolsillos cuando descubrió que una cara los miraba desde la ventana iluminada del segundo piso. Sin decir una palabra. Era Re.

Harry abrió la verja y se dirigió a la puerta. Las palabras Jørgen y Kristin Lønn figuraban en una placa de porcelana encima de los dos timbres. Harry llamó al de más arriba.

Beate contestó al segundo timbrazo.

Le preguntó si le apetecía un té, pero Harry le dijo que no y ella se fue a la cocina mientras él se quitaba las botas en la entrada.

– ¿Por qué está todavía el nombre de tu padre en la placa de la puerta? -preguntó cuando la vio entrar en el salón con una taza-. ¿Para que los extraños crean que vive un hombre en la casa?

Ella se encogió de hombros y se sentó en un sillón hondo.

– Nunca hemos pensado en cambiarlo. Supongo que su nombre lleva tanto tiempo ahí que ya no lo vemos.

– Ya. -Harry juntó las palmas de las manos-. De eso precisamente es de lo que quiero hablar.

– ¿De la placa de la puerta?

– No. De disosmia, de oler cadáveres.

– ¿A qué te refieres?

– Ayer estuve en la entrada de mi casa mirando el primer correo que recibí del asesino de Anna. Me pasaba como con vuestra placa. Los sentidos lo registran, pero el cerebro no. Eso es la disosmia. La copia del correo lleva tanto tiempo colgada allí que he dejado de verla, como la foto mía y de Søs. Cuando desapareció la foto, sólo me di cuenta de que algo había cambiado, pero no podía decir qué. ¿Y sabes por qué?

Beate negó con la cabeza.

– Porque no había pasado nada que me hiciera ver las cosas de otra manera. Sólo veía lo que se suponía que había allí. Pero ayer pasó algo. Ali dijo que había visto a una desconocida de espaldas delante de la puerta del sótano. Y me di cuenta de que, sin saberlo, siempre he pensado que tenía que ser un hombre quien asesinó a Anna. Cuando uno comete el error de imaginarse lo que cree que busca, no ve el resto de las cosas que va encontrando. Y eso me hizo ver el correo con otros ojos.

Beate lo miró sin comprender.

– ¿Quieres decir que no fue Alf Gunnerud quien asesinó a Anna Bethsen?

– ¿Sabes lo que es un anagrama? -preguntó Harry.

– Un juego de palabras…

– El asesino de Anna me había dejado un patrin. Un anagrama. Lo vi en el espejo. El correo está firmado con un nombre de mujer. Invertido. Así que le envié el correo a Aune, que se puso en contacto con un experto en psicología cognitiva y lenguaje. Se ha dado el caso de que él, a partir de una sola frase en una carta anónima con amenazas, ha podido determinar el sexo, la edad y la procedencia de la persona. Esta vez llegó a la conclusión de que los correos estaban escritos por una persona entre veinte y setenta años procedente de cualquier punto del país y de cualquier sexo. En otras palabras, no fue de mucha ayuda. Con la salvedad de que dijo que probablemente se trataba de una mujer. Por una sola palabra. Escribe «los tíos policías», en lugar de «la policía». El experto dice que el remitente pudo elegir esa expresión de forma inconsciente porque diferencia entre el sexo del destinatario y el del remitente.

Harry se retrepó en el sillón.

Beate dejó la taza.

– No puedo decir que esté muy convencida, Harry. Una mujer sin identificar en el portal, una clave que al revés se convierte en un nombre de mujer y un psicólogo que opina que Alf Gunnerud eligió una palabra femenina.

– Ya. -Harry asintió con la cabeza-. Estoy de acuerdo. Sólo quería contarte qué me puso sobre la pista. Pero antes de decirte quién mató a Anna, te quería preguntar si me puedes ayudar a encontrar a una persona desaparecida.

– Por supuesto. Pero ¿por qué me preguntas a mí? Las desapariciones no son exactamente…

– Sí -Harry sonrió con tristeza-. Las desapariciones son tu campo.

43

Ramona

Harry encontró a Vigdis Albu en la playa. Estaba sentada en el mismo monte pelado donde él había dormido, abrazándose las rodillas y contemplando al fiordo. En la bruma matutina, el sol parecía una copia descolorida de sí mismo. Gregor acudió corriendo y moviendo el rabo al encuentro de Harry. Había marea baja y olía a algas ya petróleo. Harry se sentó en una roca detrás de ella y sacó un cigarrillo.

– ¿Fuiste tú quien lo encontró? -preguntó ella sin volverse.

Harry se preguntó cuánto tiempo llevaría esperándolo.

– A Arne Albu lo encontró mucha gente -dijo-. Yo fui uno más.

Ella apartó un mechón de pelo que le bailaba al viento delante de los ojos.

– Yo también, pero hace mucho, mucho tiempo. Puede que no me creas, pero le amé, una vez.

Harry hizo clic con el mechero.

– ¿Por qué no iba a creerte?

– Cree lo que quieras, no todo el mundo es capaz de amar. Nosotros, y ellos, creemos que sí, quizá, pero no es cierto. Aprendemos los gestos, las frases y los pasos, eso es todo. Algunos tienen tal dominio que llegan a engañarnos durante mucho tiempo. Lo que me sorprende no es que lo consigan, sino que les apetezca hacerlo. ¿Por qué esforzarse tanto para ser correspondidos con un sentimiento cuya naturaleza ignoran? ¿Tú lo entiendes, agente?

Harry no contestó.

– Quizá sólo tengan miedo -explicó ella volviéndose hacia Harry-. De mirarse en el espejo y descubrir que son unos discapacitados.

– ¿De quién estás hablando, señora Albu?

Ella se volvió otra vez hacia el agua.

– ¿Quién sabe? Anna Bethsen. Arne. Yo misma. En lo que me he convertido.

Gregor lamía la mano de Harry.

– Sé cómo mataron a Anna Bethsen -dijo Harry. Observó su espalda, pero no vio reacción alguna. Logró encender el cigarrillo al segundo intento-. Ayer por la tarde recibí respuesta de la Policía Científica sobre un análisis de uno de los cuatro vasos que había en la encimera de la cocina de Anna Bethsen. Tenía mis huellas. Parece ser que bebí cola. No se me ocurriría jamás beberla junto con vino. Resulta que uno de los vasos de vino estaba sin usar. Lo interesante es que en los restos de cola había clorhidrato de morfina. Mejor dicho, morfina. Ya conoces su efecto en dosis grandes, ¿no es así, señora Albu?

Ella lo miró. Hizo un gesto lento de negación con la cabeza.

– ¿No? -dijo Harry-. Síncope y amnesia durante el período en que se está dopado, seguido de fuertes náuseas y dolor de cabeza cuando uno vuelve en sí. En otras palabras, se puede confundir fácilmente con una buena borrachera. Por eso, como el Rohypnol, funciona bien como droga para cometer una violación. Y eso es lo que ha pasado, nos han violado. A todos. ¿No es verdad, señora Albu?

Una gaviota planeó sobre sus cabezas profiriendo una especie de risa estridente.

– Otra vez tú -dijo Astrid Monsen invitándolo a entrar con una risa breve y nerviosa.

Se sentaron en la cocina. Ella trajinaba preparando té y abriendo un pastel que había comprado en Baker Hansen «por si venía alguna visita». Harry murmuraba nimiedades sobre la nieve caída el día anterior y sobre el mundo que no había cambiado demasiado, pese a que todos auguraban que se derrumbaría junto con los altos edificios derribados de la televisión. Astrid se sirvió el té y, cuando se sentó, Harry le preguntó qué le parecía Anna.

La dejó boquiabierta.

– Tú la odiabas, ¿verdad?

En el silencio que siguió se oyó un pequeño clic electrónico desde otra habitación.

– No. No la odiaba. -Astrid agarró con fuerza la enorme taza de té verde-. Sólo que era… diferente.

– ¿En qué sentido era diferente?

– La vida que llevaba. Cómo era. Ella consiguió ser como… como quería ser.

– ¿Y eso no te gustaba?

– Ya… no sé. No, puede que no me gustara.

– ¿Por qué no?

Astrid Monsen lo miró. Un buen rato. La sonrisa revoloteaba aflorando y huyendo de sus ojos como una mariposa inquieta.

– No es lo que crees -dijo Astrid-. Yo envidiaba a Anna. La admiraba. Había días que deseaba ser ella. Era lo contrario de mí. Yo siempre estoy sentada aquí dentro, pero ella…

Su mirada se fue por la ventana.

– Anna parecía vestirse desnuda y salir a la vida. Los hombres venían y se iban y, aunque sabía que no se quedarían con ella, amaba de todas formas. No sabía pintar, pero exponía sus cuadros para que el resto del mundo los viera. Hablaba con todo el mundo como si tuviera razones para creer que gustaba a los demás. A mí también. Algunos días sentía que Anna me había robado la persona que yo era en realidad, que no había sitio para las dos y que tenía que esperar mi turno. -Volvió a soltar su risita nerviosa-. Pero entonces murió. Y descubrí que no era así. Que no puedo ser ella. Ahora nadie puede ser ella. ¿No es triste? -preguntó mirando a Harry-. No, yo no la odiaba. Yo la amaba.

Harry notó un cosquilleo en la nuca.

– ¿Puedes contarme lo que pasó esa noche que me encontraste en el rellano?

La sonrisa iba y venía como la luz de un fluorescente estropeado. Como si, de repente, apareciera una persona feliz que pudiera mirar a través de sus ojos. Harry tuvo la sensación de estar ante un dique a punto de romperse.

– Estabas horrible -susurró-. Pero de una manera hermosa.

Harry enarcó una ceja.

– Ya. ¿Notaste si olía a alcohol cuando me levantaste?

Ella pareció sorprendida, como si no hubiera reparado antes en ese detalle.

– No. En realidad, no. No olías a nada.

– ¿A nada?

Ella se sonrojó mucho.

– A nada… en especial.

– ¿Perdí algo en las escaleras?

– ¿A qué te refieres?

– Un teléfono móvil. Y llaves.

– ¿Qué llaves?

– Eso es lo que me tienes que decir tú.

Ella negó con la cabeza.

– Ningún teléfono móvil. Y las llaves las volví a meter en tu bolsillo. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque sé quién mató a Anna. Sólo quería volver a comprobar los detalles.

44

Patrin

Al día siguiente habían desaparecido los últimos restos de la nieve caída las últimas cuarenta y ocho horas. En la reunión matinal del Grupo de Atracos, Ivarsson declaró que, si querían avanzar en el caso del Dependiente, lo mejor que podría pasarles era que se cometiese un nuevo atraco; pero que, por desgracia, los presagios de Beate sobre la probabilidad de que el Dependiente actuara a intervalos cada vez más breves no se habían hecho realidad. Para sorpresa de todos, a Beate no pareció importarle la crítica indirecta, sólo se encogió de hombros y repitió con voz firme que era cuestión de tiempo que el Dependiente cometiera un error.

Esa misma tarde, un coche patrulla entró en el aparcamiento delante del Museo de Munch, y se detuvo. Salieron de él cuatro hombres, dos agentes uniformados y dos vestidos de civil que, a cierta distancia, parecían caminar cogidos de la mano.

– Siento las medidas de seguridad -dijo Harry señalando las esposas con la cabeza-. Era la única forma de que me diesen permiso para hacer esto.

Raskol se encogió de hombros.

– Creo que te molesta más a ti que a mí que estemos encadenados, Harry.

La comitiva atravesó el aparcamiento en dirección al campo de fútbol y las caravanas. Harry indicó a los agentes que esperasen fuera, antes de que él y Raskol entraran en la pequeña caravana.

Simon los esperaba dentro. Había sacado una botella de Calvados y tres vasos pequeños. Harry declinó con la cabeza, abrió las esposas y se sentó en el banco.

– ¿Te resulta raro estar aquí? -preguntó Harry.

Raskol no contestó y Harry esperó mientras los negros ojos del gitano inspeccionaban la caravana. Harry se percató de que se detenía en la foto de los dos hermanos que colgaba encima de la cama y creyó ver que la dulce expresión de su boca se torcía levemente.

– Prometí que estaríamos de vuelta en Botsen antes de las doce, así que vamos al grano -dijo Harry-. No fue Alf Gunnerud quien mató a Anna.

Simon miró a Raskol, que clavó en Harry una mirada inquisitiva.

– Y tampoco fue Arne Albu.

En la pausa que siguió a sus palabras pareció aumentar el volumen del zumbido de los coches por la calle Finnmarksgata. ¿Acaso Raskol echaba de menos aquel zumbido cuando se acostaba en su celda? ¿Echaba de menos la voz procedente de la otra cama, el olor, el sonido de la respiración de su hermano? Harry se volvió hacia Simon.

– ¿Nos dejas solos?

Simon miró a Raskol y éste asintió. Cerró la puerta tras de sí. Harry entrelazó las manos y levantó la mirada. Los ojos de Raskol aparecían ahora brillantes, como si tuviera fiebre.

– Hace tiempo que lo sabes, ¿verdad? -dijo Harry en voz baja.

Raskol unió las palmas de las manos, en señal de aparente calma, pero las yemas de sus dedos revelaban otra cosa.

– Quizás Anna hubiese leído a Sun Tzu -dijo Harry-. Sabía que el principio fundamental en cualquier guerra es engañar. Aun así me dio la solución, sólo que yo no conseguí descifrar el código. Ese, almohadilla, eme y ene. Incluso me dijo que la retina invierte los objetos, de modo que hay que mirarlos en un espejo para verlos tal como son.

Raskol tenía los ojos cerrados, como si rezara.

– Su madre era guapa y alocada -susurró-. Anna heredó ambas cualidades.

– Deduzco que hace mucho que has resuelto el anagrama-dijo Harry-. Su firma era una S seguida de una almohadilla, como el signo de la nota si sostenido. Luego una M y una N. Si se lee la firma de esa manera, resultaría sisemen. Escríbelo y míralo invertido en un espejo: Né-me-sis. La diosa de la venganza. Lo dijo abiertamente. Aquélla sería su obra maestra, por la que se la recordaría.

Harry lo dijo sin un tono triunfal en la voz. Sólo afirmaba. Y parecía que la angosta caravana se estrechase aún más a su alrededor.

– Cuéntame el resto -susurró Raskol.

– Supongo que te lo puedes imaginar.

– ¡Cuéntalo! -musitó.

Harry observó el pequeño ventanuco circular que había en la pared, encima de la mesa, y comprobó que ya estaba cubierto de vaho. Un ojo de buey. Una nave espacial. De repente, se le ocurrió la idea de que, si limpiaba el vaho, descubriría que se encontraban en el espacio; dos astronautas solitarios en la nebulosa Cabeza de Caballo, a bordo de una caravana voladora. Eso sería, seguramente, más fantástico que lo que se disponía a contar ahora.

45

El arte de la guerra

Raskol se enderezó en el asiento y Harry comenzó el relato:

– Mi vecino Ali Niazi recibió este verano una carta de una persona que creía deber los gastos de comunidad de cuando vivió en el edificio, hace varios años. Ali no pudo encontrar su nombre en la lista de inquilinos, así que le envió una carta diciéndole que se olvidara del asunto. El nombre era Eriksen. Ayer llamé a Ali para pedirle que buscara aquella carta. Resultó que la dirección del remitente era calle Sorgenfrigata 17. Astrid me contó que, el verano pasado, en el buzón de Anna se pegó durante unos días, una etiqueta con el nombre de Eriksen. ¿Para qué querría ella aquella carta? Llamé a la empresa Låsesmeden AS. En efecto, habían recibido un encargo de copias de las llaves de mi apartamento. Me enviaron los documentos por fax. Lo primero que vi fue que el encargo se había efectuado una semana antes de la muerte de Anna. Iba firmado por Ali, presidente y responsable de las llaves de nuestra comunidad. La falsificación de la firma del encargo no era más que pasable, como hecha por una pintora sólo pasable, que la hubiese copiado de una carta, por ejemplo. Pero fue más que suficiente para que Låsesmeden encargara enseguida a Trioving una llave del apartamento de Harry Hole. En cualquier caso, Harry Hole tenía que presentarse personalmente, enseñar su documentación y firmar la entrega de la llave. Y eso hizo. En la creencia de que firmaba la entrega de una llave de repuesto para Anna. Para morirse de risa, ¿verdad?

Raskol no parecía tener problemas para reprimirla.

– Lo organizó todo entre aquel encuentro y la cena de la última noche. Dio de alta el número de mi móvil en un servidor en Egipto, y guardó los correos con fechas de envío programadas desde el ordenador portátil. Entró en nuestro sótano durante el día y averiguó cuál de los trasteros era el mío. Utilizó la misma llave para entrar en mi apartamento con la intención de hallar algún objeto personal fácilmente reconocible que pudiera dejar en casa de Alf Gunnerud. Eligió la foto donde estamos Søs y yo. El siguiente punto del plan consistía en hacerle una visita a su antiguo amante y camello. Puede que a Alf Gunnerud le extrañara volver a verla. ¿Y qué quería? Tal vez que le prestara o le vendiera una pistola, pues sabía que él tenía una de esas armas que tanto circulan ahora por Oslo, esas que tienen limado el número de serie. Buscó la pistola, una Beretta M92F, mientras ella entró en el baño. Quizá le pareció que tardaba mucho. Y que, de repente, cuando salió, tenía prisa y dijo que tenía que irse. Al menos, podemos imaginar que ocurrió de esa forma.

Raskol apretó las mandíbulas con tanta fuerza que Harry vio cómo le desaparecían los labios de la cara. Harry se retrepó y prosiguió.

– El siguiente trabajo fue entrar y dejar la llave de repuesto de su propio apartamento en la cabaña de Albu. No le resultó difícil, ella sabía que la llave de la puerta estaba en la farola. Mientras estuvo allí arrancó del álbum una foto de Vigdis y los niños y se la llevó a casa. Ya lo tenía todo listo. Sólo quedaba esperar a que Harry acudiese a la cena. El menú: torn yam con guindilla japonesa y cola con clorhidrato de morfina. Este último ingrediente es especialmente conocido como droga para cometer violaciones porque es líquido, bastante insípido, la dosificación es sencilla y el efecto predecible. La víctima despertará con un agujero negro en la memoria que atribuirá al alcohol, ya que sufrirá todos los síntomas de una resaca. Y, en cierto modo, puede decirse que me violaron. Me quedé tan aturdido que ella no tuvo ningún problema para quitarme el móvil de la chaqueta antes de empujarme por la puerta. Cuando me marché, ella hizo lo propio, entró en mi trastero del sótano y conectó el móvil al ordenador portátil. De nuevo en su casa, subió las escaleras de puntillas. Astrid Monsen la oyó, pero creyó que se trataba de la señora Gundersen, la vecina del cuarto.

»Luego se preparó para su última actuación y dejó que la trama siguiese su curso. Naturalmente, ella sabía que yo estudiaría el caso tanto si me tocaba investigarlo como si no, así que me dio dos patrin. Sujetó la pistola con la mano derecha, puesto que yo sabía que era zurda. Y metió la foto en el zapato.

Los labios de Raskol se movieron como para decir algo, pero no emitió sonido alguno.

Harry se pasó una mano por la cara.

– Su última pincelada en la obra maestra fue apretar el gatillo de una pistola.

– Pero ¿por qué? -susurró Raskol.

Harry se encogió de hombros.

– Anna era una persona extrema. Quiso vengarse de las personas que, en su opinión, le habían arrebatado su razón de vivir. El amor. Los culpables eran Albu, Gunnerud y yo. Y vosotros, la familia. En resumen, ganó el odio.

– Bullshit -dijo Raskol.

Harry se giró, cogió la foto de Raskol y Stefan y la puso encima de la mesa, entre los dos.

– ¿No es cierto que en tu familia siempre ha ganado el odio, Raskol?

Raskol echó la cabeza hacia atrás y apuró el contenido del vaso. Luego sonrió ampliamente.

Más tarde, Harry recordaría los segundos siguientes como una secuencia de vídeo en avance rápido y, una vez transcurridos, se vio en el suelo, Raskol lo sujetaba con fuerza por el cogote, tenía los ojos inundados de alcohol, olor a Calvados en la nariz y los picos de vidrio de la botella rota contra el cuello.

– Sólo hay una cosa más peligrosa que tener la tensión alta, spiuni -le susurró Raskol-. Tenerla demasiado baja. Así que no te muevas.

Harry tragó saliva e intentó hablar, pero Raskol apretó más fuerte y sólo logró emitir un suspiro.

– Sun Tzu es muy claro en cuanto al odio y el amor, spiuni. Tanto el odio como el amor ganan en la guerra, son inseparables como hermanos siameses. Los que pierden son la ira y la compasión.

– Entonces, ambos estamos a punto de perder -musitó Harry.

Raskol apretó con firmeza.

– Mi Anna nunca habría escogido la muerte. -Le temblaba la voz-. Ella amaba la vida.

Harry apenas logró resoplar al formular la pregunta:

– ¿Igual que… tú… amas… la… libertad?

Raskol aflojó un poco y Harry logró introducir aire en sus doloridos pulmones. Sentía en la cabeza el latir del corazón, pero volvió a oír el ruido de los coches.

– Elegiste -resopló Harry-. Te entregaste para cumplir condena. Incomprensible para los demás, pero fue lo que elegiste. Lo mismo hizo Anna.

Raskol apretó la botella contra el cuello de Harry cuando éste intentó moverse.

– Tenía mis razones.

– Ya lo sé -dijo Harry-. Expiar las culpas es un instinto casi tan intenso como la sed de venganza.

Raskol no contestó.

– ¿Sabías que Beate Lønn también ha elegido? Ha comprendido que nada le va a devolver a su padre. Ya no le queda rabia. Así que me pidió que te dijera que te perdona. -Uno de los afilados bordes del vidrio le arañó la piel. Parecía la punta de una pluma sobre un papel grueso… escribiendo la última palabra a regañadientes. Sólo faltaba poner el punto final. Harry tragó saliva-. Ahora te toca a ti elegir, Raskol.

– ¿Elegir qué, spiuni? ¿Si te dejo vivir?

Harry tomó aire mientras intentaba mantener el pánico bajo control.

– Si quieres liberar a Beate Lønn. Si le quieres contar lo que pasó el día que le disparaste a su padre. Y si quieres liberarte a ti mismo.

– ¿A mí mismo?

Raskol rió esa risa suya tan suave.

– Lo he encontrado -dijo Harry-. Quiero decir, Beate Lønn lo ha encontrado.

– ¿A quién?

– Vive en Gotemburgo.

La risa de Raskol cesó súbitamente.

– Lleva diecinueve años viviendo allí -continuó Harry-. Desde que se enteró de quién era el verdadero padre de Anna.

– ¡Mientes! -rugió Raskol alzando la mano con la botella por encima de la cabeza.

Harry notó que se le secaba la boca y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Raskol tenía la mirada vidriosa. Respiraban al unísono, los torsos jadeantes el uno contra el otro.

Raskol susurró.

– ¿Y… Maria?

Harry tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir que resonaran las cuerdas vocales.

– Nadie sabe nada de ella. Alguien le dijo a Stefan que hace unos años la vieron con un grupo nómada en Normandía.

– ¿Stefan? ¿Has hablado con él?

Harry asintió.

– ¿Y por qué iba a querer hablar él con un spiuni como tú?

Harry intentó encogerse de hombros, pero no podía moverse.

– Pregúntaselo tú mismo…

– Preguntar… -Raskol miró incrédulo a Harry.

– Simon fue ayer a por él. Está en la caravana de al lado. Tiene un par de asuntos pendientes con la policía, pero los agentes tienen orden de no tocarlo. Quiere hablar contigo. Lo demás depende de ti.

Harry metió la mano entre el cuello y los filos del vidrio. Raskol no intentó detenerlo cuando se levantó. Sólo preguntó:

– ¿Por qué has hecho esto, spiuni?

Harry se encogió de hombros.

– Tú procuraste que los jueces de Moscú dejasen que Oleg se quedara con Rakel. Yo te brindo la oportunidad de quedarte con el único que tienes de los tuyos. -Sacó las esposas del bolsillo y las puso encima de la mesa-. No importa lo que elijas, considero que estamos en paz.

– ¿En paz?

– Tú te encargaste de que los míos volvieran. Yo me encargué de los tuyos.

– Oigo lo que dices, Harry. ¿Pero qué significa?

– Significa que contaré todo lo que sé sobre el asesinato de Arne Albu. Y vamos a ir a por ti con todo lo que tenemos.

Raskol arqueó una ceja.

– Sería más fácil para ti que lo olvidaras, spiuni. Sabes que no podéis acusarme de nada así que, ¿por qué intentarlo?

– Porque somos policías -dijo Harry-. Y no concubinas risueñas.

Raskol lo miró un buen rato. Luego le hizo una breve reverencia.

Ya en la puerta, Harry se volvió. El hombre delgado estaba inclinado sobre la pequeña mesa de formica y las sombras le ocultaban el rostro.

– Tenéis hasta medianoche, Raskol. A esa hora los agentes te llevarán de vuelta.

Una sirena de ambulancia rasgó el ruido de la calle Finnmarksgata, subiendo y bajando, como en busca de la nota perfecta.

46

Medea

Harry abrió la puerta del dormitorio con cuidado. Casi podía oler su perfume, pero el aroma era tan vago que no estaba seguro de si procedía de la habitación o de su recuerdo. La gran cama ocupaba el centro de la habitación como un galeón romano. Se sentó sobre el colchón, puso los dedos en la fría y blanca ropa de cama, cerró los ojos y sintió que flotaba. Olas grandes y perezosas. ¿Fue allí, así, como Anna le estuvo esperando aquella noche? Un ruido irascible resonó de pronto. Harry miró el reloj. Las siete en punto. Era Beate. Aune llamó al timbre unos minutos más tarde, con la papada enrojecida a causa del esfuerzo exigido por las escaleras. Saludó a Beate respirando con dificultad y los tres entraron en el salón.

– ¿Así que eres capaz de decir quién aparece en estos retratos? -le preguntó Aune.

– Arne Albu -dijo Beate, señalando el retrato de la izquierda-. Alf Gunnerud, en el centro, y Harry a la derecha.

– Impresionante -admitió Aune.

– Bueno -dijo Beate-. Una hormiga es capaz de distinguir entre millones de caras de hormigas en el hormiguero. En relación con su peso corporal, tiene un gyrus fusiforme mucho más desarrollado que el mío.

– Me temo que mi relación numérica en ese contexto es extremadamente baja -dijo Aune-. ¿Tú ves algo, Harry?

– Al menos, veo algo más que la primera vez, cuando Anna me los enseñó. Ahora sé que son los tres acusados por ella. -Harry hizo un gesto hacia la figura femenina que sostenía las tres luces-. Némesis, la diosa de la venganza y de la justicia.

– Que los romanos birlaron a los griegos -observó Aune-. Conservaron la balanza, sustituyeron el látigo por la espada, le vendaron los ojos y la llamaron Justicia. -Se acercó hasta la lámpara-. Seiscientos años antes de Cristo, cuando se empezó a entender que el sistema de la venganza de sangre no funcionaba y decidieron despojar de ella a los individuos y convertirla en un asunto público, fue precisamente esta mujer la que se convirtió en el símbolo del moderno Estado de Derecho -explicó mientras pasaba la mano por la fría mujer de bronce-. La justicia ciega. La venganza fría. Nuestra civilización descansa en sus manos. ¿No es hermosa?

– Hermosa como una silla eléctrica -dijo Harry-. La venganza de Anna no fue precisamente fría.

– Fue caliente y fría -dijo Aune-. Premeditada y apasionada al mismo tiempo. Sería muy sensible. Obviamente, tenía el alma herida, pero eso nos pasa a todos. En realidad, todo depende de la intensidad de la herida.

– ¿Y qué tipo de herida crees tú que presentaba Anna?

– Yo no la conocí, así que me limitaré a adivinar.

– Adivina, pues -lo animó Harry.

– Puesto que hablamos de los dioses de la antigüedad, supongo que habéis oído hablar de Narciso, el dios griego que se enamoró tan perdidamente de su propia imagen reflejada en el espejo que no fue capaz de apartarse de ella. Fue Freud quien introdujo el concepto de narcisismo en la psicología para aludir a personas que se creen exageradamente únicas y que están poseídas por el sueño de un éxito ilimitado. Para los narcisistas, la necesidad de vengarse de las personas que los ofenden es a menudo superior al resto de las necesidades. Se llama ira narcisista. El psicoanalista estadounidense Heiz Kohut ha descrito un tipo de personas que, sin reparar en los medios, buscan la forma de vengar una ofensa que al resto puede parecemos insignificante. Por ejemplo, un aparente rechazo cotidiano la llevaría a comportarse con una terquedad obsesiva y sin tregua para restablecer el equilibrio, si es necesario, hasta la muerte.

– ¿La muerte de quién?

– De todos.

– Eso es de locos -exclamó Beate.

– Sí, eso es lo que quiero decir -corroboró Aune tajante.

Entraron en el comedor. Aune probó una de las viejas sillas rectas situadas alrededor de la larga y estrecha mesa de roble.

– Ya no las hacen así.

Beate suspiró.

– Pero que se quitase la vida sólo para… vengarse… Deberían existir otras formas.

– Por supuesto -convino Aune-. Pero el suicidio suele ser una venganza en uno mismo. Se aspira a infligir un sentido de culpabilidad en quien uno considera que le ha fallado. Anna sólo lo llevó unos pasos más allá. Además, hay razones para suponer que, en el fondo, no quería seguir viviendo. Se sentía sola, expulsada de su propia familia y rechazada en su vida amorosa. Había fracasado como artista y se había refugiado en las drogas sin hallar solución alguna. Era una persona profundamente decepcionada y desgraciada que, de un modo frío y deliberado, escogió el suicidio. Y la venganza.

– ¿Sin consideraciones morales? -preguntó Harry.

– La cuestión moral es, por supuesto, interesante. -Aune se cruzó de brazos-. Nuestra sociedad nos impone una obligación moral que nos exige vivir y, por tanto, condenar el suicidio. Pero, con su clara admiración por la antigüedad, Anna probablemente se apoyó en los filósofos griegos que opinaban que el propio ser humano debe decidir cuándo morir. Nietzsche opinaba también que cada uno tiene pleno derecho moral de quitarse la vida. Incluso utilizó la palabra Freitod o «muerte voluntaria». -Aune levantó el dedo índice-. Pero ella también se enfrentaba a otro dilema moral. La venganza. No sé en qué medida ella creía en la ética cristiana, pero ésta rechaza la venganza. La paradoja es, claro está, que los cristianos creen en un Dios que representa la mayor de todas las venganzas. Si lo desafías, arderás eternamente en el infierno, una venganza por completo desmedida, casi una causa digna de Amnistía Internacional, en mi opinión. Y si…

– ¿A lo mejor sólo sentía odio?

Aune y Harry se volvieron hacia Beate. Los miró asustada, como si las palabras se le hubiesen escapado por equivocación.

– Moral -susurró-. Deseo de vivir. Amor. Y, pese a todo…, el odio es más fuerte.

47

Fluorescencias del mar

Harry se encontraba ante la ventana abierta, escuchando la sirena lejana de una ambulancia que fue ahogándose despacio en el estruendo de los ruidos de la ciudad. La casa que Rakel había heredado de su padre estaba situada en alto, por encima de cuanto sucedía allá abajo, en el manto de luz que se vislumbraba entre los esbeltos pinos del jardín. Le gustaba mirar desde allí. Contemplar los árboles, pensar en el tiempo que llevaban en aquella casa y sentir que ese pensamiento le tranquilizaba. Y las luces de la ciudad, que recordaban a fluorescencias del mar. Sólo las había visto una vez, una noche que el abuelo lo llevó en barca a coger cangrejos cerca de Svartholmen. Sólo fue una noche, pero nunca lo olvidaría. Era uno de los recuerdos que más nítidos y reales se volvía a medida que pasaban los años. No ocurría lo mismo con todo. ¿Cuántas noches había pasado con Anna, cuántas veces se habían hecho a la mar en el barco del capitán danés, en cuántas ocasiones perdieron el rumbo? No lo recordaba. Y pronto habría olvidado también el resto. ¿Triste? Sí. Triste y necesario.

A pesar de todo, había dos momentos que llevaban el nombre de Anna y que, lo sabía, jamás llegarían a borrarse del todo. Dos imágenes casi idénticas, ambas con su pelo vigoroso esparcido sobre la almohada, como un gran abanico negro, los ojos muy abiertos y una mano sujeta a la blanca, blanquísima sábana. La diferencia estribaba en la otra mano. En una de las imágenes tenía los dedos entrelazados a los suyos. En la otra, sujetaban una pistola.

– ¿No vas a cerrar la ventana? -preguntó Rakel a su espalda.

Estaba sentada en el sofá, con las piernas bien recogidas debajo del cuerpo y un vaso de vino tinto. Oleg se había ido contento a la cama después de haberle dado a Harry una buena paliza al Tetris por primera vez, y Harry sospechaba que una etapa llegaba a su irrevocable final.

Los informativos no dieron noticias nuevas. Sólo antiguas cantinelas: cruzadas en Oriente, represalias contra Occidente… Apagaron el televisor y pusieron un disco de Stone Roses que, para su sorpresa, encontró en la colección de música de Rakel. La juventud. Hubo un tiempo en que nada lo ponía de mejor humor que aquellos niñatos ingleses, gilipollas y arrogantes, con sus guitarras y sus militancias. Ahora le gustaban Kings of Convenience, porque cantaban con esmero y sonaban un pelín menos cursis que Donovan. Y los Stone Roses tenían un tono lánguido. Triste, pero auténtico. Y, probablemente, necesario. Los acontecimientos siguen ciclos. Cerró la ventana y se prometió que llevaría a Oleg al mar para coger cangrejos en cuanto pudiera.

– «Down, down, down» -susurraba Stone Roses desde los altavoces.

Rakel se inclinó y tomó un sorbo de vino.

– Es una historia primitiva -susurró-. Dos hermanos que aman a la misma mujer es como la receta ancestral de la tragedia.

Permanecieron en silencio, con los dedos entrelazados y escuchando la respiración del otro.

– ¿La amabas? -preguntó ella.

Harry se lo pensó antes de contestar.

– No me acuerdo. Fue una época de mi vida muy… difusa.

Ella le acarició la mejilla.

– ¿Sabes qué me resulta extraño? Que esa mujer, que nunca he conocido, se paseara por tu apartamento y contemplara la foto donde estamos nosotros tres en Frognerseteren, que tenías colgada en el espejo, sabiendo que iba a destruirlo todo. Y que puede que vosotros dos os amarais.

– Ya. Lo había planeado todo hasta el último detalle antes de saber de ti y de Oleg. Consiguió la firma de Ali el verano pasado.

– Lo que le costaría imitar esa firma siendo zurda…

– No lo había pensado.-Giró la cabeza en su regazo y la miró-. ¿Hablamos de otra cosa? ¿Qué te parece si llamo a mi padre y le pregunto si puede prestarnos la casa de Åndalsnes este verano? Normalmente hace un tiempo de perros, pero hay un cobertizo donde guarda la barca del abuelo.

Rakel se rió. Harry cerró los ojos. Amaba esa risa. Pensó que, si no cometía errores, podría seguir escuchándola durante bastante tiempo.

Harry se despertó de repente. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para incorporarse en la cama y le costaba respirar. Había soñado, pero no recordaba qué. El corazón le latía desbocado y resonaba como un tambor. ¿Estaría otra vez hundido en el agua de la piscina de Bangkok? ¿O delante del terrorista de la suite del hotel de SAS? Le dolía la cabeza.

– ¿Qué pasa? -murmuró Rakel en la oscuridad.

– Nada -susurró Harry-. Vuelve a dormirte.

Se levantó, fue al baño y bebió un vaso de agua. Su cara lo miraba muy pálida y cansada desde el espejo. Fuera soplaba el viento. Las ramas del gran roble del jardín arañaban la fachada. Le daban en el hombro. Le hacían cosquillas en el cogote y se le erizó el vello de la nuca. Volvió a llenar el vaso y bebió despacio. Ahora lo recordaba. Lo que había soñado. Un chico sentado sobre el tejado del colegio con las piernas colgando. Que no entró en clase. Que le pedía a su hermano pequeño que le escribiera las redacciones. Que le enseñaba a la novia de su hermano todos los lugares donde jugaron de pequeños. Harry había soñado con la receta para una nueva tragedia.

Cuando volvió a meterse bajo el edredón, Rakel ya se había dormido. Fijó la mirada en el techo y aguardó la llegada del alba.

El reloj de la mesilla de noche marcaba las 05.03 cuando no aguantó más. Se levantó y llamó al servicio de información telefónica, donde le facilitaron el número de la casa de Jean Hue.

4

Heinrich Schirmer

La tercera vez que aporrearon la puerta, Beate se despertó.

Se dio media vuelta y miró el reloj. Las cinco y cuarto. Se quedó tumbada pensando qué sería lo mejor, si levantarse y mandar a la mierda a quien fuera o simular que no estaba en casa. Llamaron otra vez y comprendió que, quien fuera, no pensaba rendirse.

Suspiró y se puso la bata. Levantó el auricular del portero automático.

– ¿Sí?

– Siento llamar tan tarde, Beate. O tan pronto.

– Vete al infierno, Tom.

Se hizo una larga pausa.

– No soy Tom -dijo la voz-. Soy yo. Harry.

Beate masculló una maldición y pulsó el botón de abrir.

– No aguantaba seguir en la cama sin dormir -se excusó Harry al entrar-. Se trata del Dependiente.

Se sentó en el sofá y Beate se fue al dormitorio.

– Como te dije, lo de Waaler no es asunto mío -gritó hacia la puerta abierta del dormitorio.

– Y, como tú mismo acabas de decir, ya me lo dijiste -respondió ella a gritos desde la habitación-. Además, está suspendido.

– Ya lo sé. Asuntos Internos me ha llamado para interrogarme sobre mi relación con Alf Gunnerud.

Ella volvió vestida con una camiseta blanca y unos vaqueros y se quedó de pie delante de él. Harry la miró.

– Quiero decir que yo lo he suspendido -dijo ella-. Es un gilipollas. Pero que tengas razón no quiere decir que puedas decirle lo que quieras a cualquiera.

Harry ladeó la cabeza y cerró un ojo.

– ¿Te lo repito? -preguntó ella.

– No -dijo él-. Creo que ya lo he entendido. ¿Y si en lugar de cualquiera es un amigo?

– ¿Café? -le preguntó Beate, pero no le dio tiempo a volverse hacia la cocina cuando ya se había sonrojado.

Harry se levantó y la siguió. Sólo había una silla al lado de la pequeña mesa. En la pared había una placa de madera con una antigua poesía nórdica adornada con unas rosas dibujadas: «Usa los ojos antes de entrar en armarios y rincones, en armarios y rincones. Pues es difícil saber dónde están tus enemigos».

– Rakel dijo anoche dos cosas que me hicieron pensar -confesó Harry apoyándose en la encimera de la cocina-. Lo primero fue que la historia de dos hermanos que aman a la misma mujer es la receta para una tragedia. Lo segundo fue que Anna tuvo que esforzarse mucho para imitar la firma de Ali, ya que era zurda.

Beate vació la cucharilla dosificadora del café en la cafetera.

– Los cuadernos de Lev, los que te dio Trond Grette para cotejarlos con la letra de la nota suicida, ¿recuerdas de qué asignatura eran?

– No me fijé muy bien, sólo sé que miré el interior y comprobé que realmente fuesen suyos. -Echó agua en la cafetera.

– Eran de lengua noruega -dijo Harry.

– Puede ser -dijo ella volviéndose hacia él.

– Lo sé -dijo Harry-. Vengo de la KRIPOS, de ver a Jean Hue.

– ¿El grafólogo? ¿Ahora, en plena noche?

– Trabaja en su casa y fue comprensivo. Cotejó el cuaderno y la nota suicida con esto. -Harry desdobló una hoja de papel y la dejó en la encimera-. ¿Tarda mucho ese café?

– ¿Es una urgencia? -preguntó Beate inclinándose sobre la hoja.

– Todo es urgente -aseguró Harry-. Lo primero que tienes que hacer es comprobar otra vez esas cuentas bancarias.

A Else Lund, la encargada y una de las empleadas de la agencia de viajes Brastour, la despertaba a veces en plena noche algún cliente al que le habían robado la cartera, o que había perdido el pasaporte y el billete en Brasil y que, en su desesperación, llamaba a su móvil sin reparar en la diferencia horaria. Por eso dormía con el móvil apagado. Y por eso se enfadó bastante cuando le sonó el teléfono fijo a las cinco y media de la madrugada y la voz del otro lado le preguntó si podía presentarse en su trabajo lo antes posible. El enfado se le pasó ligeramente cuando la voz añadió que era la policía quien llamaba.

– Espero que sea un asunto de vida y muerte -dijo Else Lund.

– Lo es -afirmó la voz-. Sobre todo, de muerte.

Como de costumbre, Rune Ivarsson fue el primero en llegar al trabajo. Miró por la ventana. Le gustaba el silencio, tener toda la planta para él, pero no lo hacía por eso. Cuando llegaban los demás, Ivarsson ya había leído todos los faxes, los informes de la tarde anterior y todos los periódicos, y contaba con la ventaja que necesitaba. Era necesario para funcionar bien como jefe. Cobrar altura, tender un puente desde el que disponer de un buen panorama. Cuando sus subordinados de la sección expresaban de vez en cuando su malestar porque la dirección retenía información, no comprendían que saber es poder y que la dirección ha de tener poder para marcar el rumbo que los llevará a puerto. Sí, sencillamente, redundaba en su propio beneficio que dejaran la información en manos de la dirección. Cuando ahora había ordenado que todos los que trabajaban en el caso del Dependiente le informaran directamente a él, fue precisamente para reunir la información donde debía estar, en lugar de perder el tiempo en interminables reuniones que sólo se celebraban para transmitir a los subordinados cierta sensación de participación. Ahora mismo era más importante que él fuera efectivo como jefe, mostrando iniciativa y energía. A pesar de haber hecho lo que pudo para que la revelación de Lev Grette pareciera obra suya, sabía que la forma en que había sucedido contribuía a mermar su autoridad. Se dijo que la autoridad de la dirección no sólo era cuestión de prestigio personal, sino que era algo que repercutía en todos.

Llamaron a la puerta.

– No sabía que fueras una persona del tipo A, Hole -le dijo Ivarsson a la pálida cara que asomó por la puerta, antes de seguir leyendo el fax que tenía delante. Había solicitado que le enviaran las declaraciones de un diario que lo entrevistó en relación con la búsqueda del Dependiente. No le gustaba la entrevista. En realidad, no encontró declaraciones erróneas pero, en cierto modo, conseguían hacerle parecer esquivo e indeciso. Por suerte, las fotos estaban bien-. ¿Qué quieres, Hole?

– Sólo quería decirte que he convocado a algunas personas en la sala de reuniones del sexto piso. Pensé que a lo mejor te interesaría asistir. Se trata del presunto atraco al banco de la calle Bogstadveien. Empezamos ahora mismo.

Ivarsson dejó de leer y levantó la vista.

– ¿Así que has convocado una reunión? Interesante. ¿Puedo preguntar quién ha autorizado esa reunión, Hole?

– Nadie.

– Nadie. -Ivarsson soltó una risa entrecortada y repiqueteante, como de gaviota-. Entonces mejor subes y dices que la reunión se ha aplazado hasta después del almuerzo. Ahora mismo tengo que leer un montón de informes. ¿Comprendes?

Harry asintió lentamente con la cabeza como si lo hubiera meditado muy bien.

– Comprendo. Pero el caso depende de la Brigada de Delitos Violentos y empezamos ahora. Suerte con la lectura de los informes.

Se dio la vuelta y, en ese preciso instante, la mano de Ivarsson se estrelló contundente contra la mesa.

– ¡Hole! ¡Ni se te ocurra darme la espalda de esa manera, joder! Aquí soy yo quien convoca las reuniones. Especialmente, si se trata de atracos. ¿Comprendido?

El labio inferior le temblaba rojo y húmedo en medio del blanco rostro del jefe de sección.

– Habrás oído que me he referido al presunto atraco de la calle Bogstadveien, Ivarsson.

– ¿Qué coño quieres decir con eso? -chilló más que preguntó.

– Con eso quiero decir que lo de Bogstadveien nunca fue un atraco -explicó Harry-. Fue un asesinato muy bien planeado.

Harry estaba ante la ventana mirando hacia la prisión de Botsen. Fuera, el día comenzaba a regañadientes, como un carro chirriante. Nubes de lluvia sobre Ekeberg y paraguas negros en Grønlandsleiret. Todos habían acudido a la reunión. Bjarne Møller bostezaba hundido al máximo en el sillón. El jefe de la Policía Judicial, que conversaba sonriente con Ivarsson. Weber, mudo e impaciente, con los brazos cruzados. Halvorsen con el bloc de notas. Y Beate Lønn con la mirada errante y nerviosa.

49

Stone roses

A medida que avanzaba el día fueron cesando los chaparrones. El sol asomó vacilante entre la masa gris plomiza y las nubes se abrieron de repente, como un telón antes del último acto. Serían las últimas horas de cielo despejado de aquel año, antes de que la ciudad se cubriera finalmente con el manto gris del invierno, y Disengrenda aparecía bañada por el sol cuando Harry pulsó el timbre por tercera vez.

El timbre se oyó como un murmullo en el interior de la casa adosada. La ventana vecina se abrió de golpe.

– Trond no está en casa -anunció la voz. La cara de la vecina tenía esta vez otro tono marrón, una especie de marrón amarillento que recordó a Harry la piel teñida por la nicotina-. Pobre hombre -añadió.

– ¿Dónde está? -preguntó Harry.

Ella levantó los ojos al cielo por toda respuesta. Luego señaló con el pulgar por encima del hombro.

– ¿La cancha de tenis?

Beate echó a andar hacia la pista, pero Harry se quedó.

– He pensado en lo que hablamos la última vez -dijo Harry-. Sobre el paso elevado de peatones. Dijiste que todo el mundo se sorprendió mucho porque era un chico muy tranquilo y educado.

– ¿Sí?

– Pero todo el mundo aquí en Grenda sabía que fue él quien lo hizo.

– Es que lo vimos salir de aquí en su bicicleta por la mañana.

– ¿Con la chaqueta roja puesta?

– Sí.

– ¿A Lev?

– ¿Lev? -Se echó a reír y negó con la cabeza-. No me refería a Lev. Él hacía muchas cosas raras, pero no tenía maldad.

– Entonces, ¿quién era?

– Trond, me refería a él todo el tiempo. Ya dije que estaba totalmente pálido cuando volvió. Trond no puede ver sangre.


Estaba a punto de levantarse viento. Al oeste, unas nubes como palomitas empezaban a tomar posesión del cielo azul. Las ráfagas de viento erizaban los charcos de lodo en la arena rojiza de la pista de tenis y desdibujaban el reflejo de Trond Grette que, en ese momento, lanzaba la pelota al aire para efectuar un nuevo saque.

– Hola -dijo Trond dándole a la pelota que giraba lentamente en el aire. Se levantó una pequeña nube de tiza blanca que se esfumó enseguida cuando la pelota dio en la esquina del cuadro de saque, y botó muy alta, inalcanzable, para pasar al contrincante imaginario al otro lado de la red.

Trond se volvió hacia Harry y Beate, que estaban al otro lado de la malla de acero. Llevaba camiseta de tenis blanca, pantalones cortos de tenis blancos, calcetines blancos, zapatos blancos.

– ¿Perfecto, verdad? -sonrió.

– Casi -dijo Harry.

Trond le brindó una sonrisa aún más amplia, se hizo sombra con la mano y miró al cielo.

– Parece que se va a nublar. ¿En qué puedo ayudaros?

– Puedes acompañarnos a la Comisaría Central -dijo Harry.

– ¿ La Comisaría Central? -Los miró sorprendido, o más bien intentando aparentar sorpresa. Abrió mucho los ojos de una forma demasiado teatral y percibieron un tono casi amanerado en su voz que no notaron al hablar con él en ocasiones anteriores. Ahora era exageradamente bajo, con un brusco ascenso en su cadencia final-: ¿ La Comisaría central?

Harry notó que se le erizaba el vello de la nuca.

– Ahora mismo -dijo Beate.

– Eso es. -Trond asintió con la cabeza como si se acabara de dar cuenta de algo, y sonrió otra vez-. Por supuesto.

Echó a andar hacia el banco, sobre el que asomaban unas raquetas bajo la gabardina gris. Caminaba arrastrando los zapatos por la gravilla.

– Está descontrolado -susurró Beate-. Le pondré las esposas.

– No… -comenzó Harry intentando cogerla del brazo, pero ella ya había empujado la puerta de malla y estaba dentro. Fue como si el tiempo se expandiera de repente, como si se inflara igual que un airbag reteniendo a Harry e impidiéndole el menor movimiento. A través de la malla vio que Beate iba a coger las esposas que llevaba colgadas del cinturón. Oyó las zapatillas de Trond arrastrándose contra la gravilla. A pasos cortos. Como un astronauta. Automáticamente, Harry se llevó la mano a la pistola que tenía en la funda, bajo la chaqueta.

– Grette, lo siento… -le dio tiempo a decir a Beate antes de que Trond llegase al banco y metiera la mano debajo de la gabardina. El tiempo empezó a respirar otra vez, se encogía y se expandía en un único movimiento. Harry notó que su mano se cerraba en torno a la empuñadura de la pistola, pero sabía que entre ese momento y aquel en que ya tuviese fuera el arma, la cargara, soltara el seguro y apuntara, existía una eternidad. Debajo del brazo alzado de Beate vislumbró un jirón de luz solar.

– Yo también -dijo Trond levantando hasta el hombro el fusil AG3 de color gris acero y verde oliva. Ella retrocedió un paso-. Querida -dijo Trond en voz baja-. Quédate totalmente quieta si quieres vivir unos segundos más.


– Nos hemos equivocado -dijo Harry abandonando la ventana y volviéndose hacia los congregados-. Stine Grette no fue asesinada por Lev, sino por su propio marido, Trond Grette.

La conversación entre el jefe de la Policía Judicial e Ivarsson cesó, Møller dio un respingo en la silla, Halvorsen y Waaler se olvidaron de tomar notas e incluso Weber perdió por un instante su expresión de desgana.

Al final fue Møller quien rompió el silencio.

– ¿El contable?

Harry hizo un gesto de asentimiento hacia el grupo de rostros incrédulos.

– No es posible -dijo Weber-. Tenemos el vídeo del 7-Eleven y las huellas dactilares de la botella de cola, que no dejan lugar a dudas sobre la autoría de Lev Grette.

– Tenemos la caligrafía de la nota de suicidio -añadió Ivarsson.

– Y si no recuerdo mal el atracador fue identificado como Lev Grette por el propio Raskol -apuntó Waaler.

– Parece un caso bastante obvio -terció Møller-. Y bastante resuelto.

– Dejad que os cuente -dijo Harry.

– Sí, si tienes la bondad -intervino el jefe de la Policía Judicial.

Las nubes se movían aceleradas y entraron planeando sobre el hospital de Aker como una tenebrosa armada.

– No cometas una estupidez -dijo Trond con la boca del fusil apoyada en la frente de Beate-. Suelta el arma que sé que tienes en la mano.

– ¿Y qué si no lo hago? -preguntó Harry sacando la pistola.

Trond rió suavemente.

– Elemental. Le pego un tiro a tu compañera.

– ¿Igual que le disparaste a tu mujer?

– Se lo merecía.

– ¿Ah, sí? ¿Porque Lev le gustaba más que tú?

– ¡Porque era mi mujer!

Harry tomó aire. Beate estaba entre Trond y él, pero de espaldas a él, de modo que le era imposible verle la cara. A partir de aquel momento, tenía varias opciones. La primera era decirle a Trond que estaba cometiendo una estupidez y que se estaba precipitando, con la esperanza de que lo comprendiera. La segunda, obedecer a Trond, soltar la pistola y esperar a que lo sacrificara. Y la tercera, presionarlo, forzar la situación para que pasara algo que le hiciera cambiar de plan o explotar y apretar el gatillo.

La primera alternativa era absurda, la segunda le daría el peor resultado posible y la tercera provocaría que Beate acabara como Ellen. Y Harry sabía que sería incapaz de vivir con ello, si lograba sobrevivir.

– Ya, pero quizá ya no quería ser tu esposa -dijo Harry-. ¿Fue eso lo que pasó?

Trond apretó los dedos alrededor del gatillo y su mirada se cruzó con la de Harry por encima del hombro de Beate. Harry empezó automáticamente a contar por dentro. Mil uno, mil…

– Creía que podía dejarme así cómo así -dijo Trond quedamente-. A mí, que se lo di todo. -Se rió-. A cambio de un tío que nunca hizo nada por nadie, que creía que la vida era una fiesta de cumpleaños y que todos los regalos eran para él. Lev no robaba. Sólo que no sabía leer las tarjetas de «para» y «de».

El viento se llevó su risa como se llevaría las migajas de una galleta.

– Como por ejemplo, «para Stine, de Trond» -dijo Harry.

Trond cerró los ojos con fuerza.

– Stine me dijo que lo amaba. Lo amaba. No utilizó esas palabras el día que nos casamos. A mí me quería, dijo, me quería. Porque yo era bueno con ella. Pero a él lo amaba. A Lev, que se limitaba a esperar la salva de aplausos sentado en un tejado con las piernas colgando de un canalón. Para él todo consistía en eso, en una salva de aplausos.

Los separaban menos de seis metros y Harry podía ver que los nudillos de la mano izquierda de Trond palidecían cuando apretaba el cañón del fusil.

– Pero no para ti, Trond, tú no necesitabas aplausos, ¿verdad? Tú disfrutabas de tus triunfos en silencio. En solitario. Como aquella vez en el paso elevado.

Trond hizo una mueca.

– Reconoce que me creísteis.

– Sí, te creímos, Trond. Creímos cada palabra que dijiste.

– Entonces, ¿qué fue lo que falló?

– Beate ha comprobado los movimientos bancarios de Trond y Stine Grette de los últimos seis meses -comenzó Harry.

Beate levantó un montón de papeles para que los vieran los que estaban en la habitación.

– Ambos ordenaron sendas transferencias a la agencia de viajes Brastour -explicó Beate-. La agencia nos confirmó que Stine Grette reservó un viaje a São Paulo en junio y que Trond Grette se marchó una semana más tarde.

– Eso concuerda con lo que nos dijo Trond Grette -intervino Harry-. Lo extraño es que Stine le comentó a Klementsen, el director de la sucursal, que se iba de vacaciones a Tenerife. Y no es menos raro que Trond Grette reservara y comprara su billete el mismo día que se marchó. Una planificación bastante deficiente, si querían pasar las vacaciones juntos y celebrar el décimo aniversario de boda, ¿no?

Era tal el silencio que se adueñó de la sala de reuniones que hasta el motor de la nevera que había al otro lado del pasillo se oía cada vez que se ponía en marcha.

– Todo lo cual hace pensar en una esposa que le ha mentido a todo el mundo sobre el destino de su viaje y en un marido que, desconfiado, comprueba todos los movimientos de su cuenta bancaria y concluye que Brastour no cuadra con Tenerife. Ese marido llama a Brastour, consigue el nombre del hotel donde se hospeda su mujer y se va a por ella para traerla a casa.

– ¿Y después? -preguntó Ivarsson-. ¿La encontró con un negro?

Harry negó con la cabeza.

– Creo que no la encontró.

– Lo hemos revisado y no se alojó en el hotel que había reservado -dijo Beate-. Y Trond volvió en un vuelo anterior al de ella. Además, Trond sacó treinta mil coronas con la tarjeta del banco en São Paulo. Primero dijo que había comprado un anillo de diamantes, luego que había visto a Lev y le había dado dinero porque estaba sin blanca. Pero estoy seguro de que ni lo uno ni lo otro es cierto, creo que el dinero le sirvió para pagar una mercancía por la que São Paulo es más renombrado aún que por las gemas.

– ¿Que es? -preguntó Ivarsson claramente irritado cuando la pausa se prolongó hasta un extremo insoportable.

– Un asesinato por encargo.

A Harry le apetecía esperar aún más, pero vio en la mirada de Beate que estaba a punto de caer en lo melodramático.

– Lev se pagó el viaje a Oslo de este otoño con su propio dinero. No estaba sin blanca y no tenía intención de atracar un banco. Había vuelto a casa para llevarse a Stine a Brasil.

– ¿A Stine? -exclamó Møller-. ¿La mujer de su propio hermano?

Harry asintió. Los congregados se miraron sin comprender.

– ¿Y Stine se iba a mudar a Brasil sin contárselo a nadie? -continuó Møller-. ¿Ni a sus padres, ni a sus amigos? ¿Sin despedirse del trabajo?

– Bueno -dijo Harry-. Cuando decides compartir tu vida con un atracador buscado tanto por la policía como por tus compañeros de trabajo, no vas por ahí anunciando tus planes y tu nueva dirección. Sólo se lo había contado a una persona: a Trond.

– La última persona a quien debió contárselo -añadió Beate.

– Supongo que pensó que lo conocía bien, después de trece años de convivencia. -Harry se acercó a la ventana-. El contable sensible, pero bueno y fiable, que tanto la amaba. Especularé un poco sobre lo que ocurrió a continuación.

Ivarsson resopló.

– ¿Y lo que has hecho hasta ahora no era especular? ¿Cómo lo llamas?

– Cuando Lev llega a Oslo, Trond se pone en contacto con él. Dice que, como adultos y hermanos, tendrían que ser capaces de hablar tranquilamente del asunto. Lev se siente contento y aliviado. Pero no quiere que lo vean por ahí, es demasiado arriesgado, así que acuerdan verse en Disengrenda mientras Stine está trabajando. Aparece Lev y Trond lo recibe bien y le dice que al principio le dolió mucho, pero que ya se le ha pasado y que se alegra por ellos. Abre una botella de cola para cada uno, los dos beben y comentan los detalles de tipo práctico. Lev le da a Trond su dirección secreta en D'Ajuda para que pueda mandarle el correo a Stine, el sueldo que le deben y cosas así. Cuando Lev se marcha, no sabe que acaba de darle a Trond los últimos datos que necesitaba para llevar a cabo el plan que comenzó cuando su hermano visitó São Paulo.

Harry nota que Weber empieza a asentir lentamente con la cabeza.

– El viernes, el Día D, Stine volará a Londres con Lev por la tarde, y desde allí a Brasil a la mañana siguiente. El viaje se reserva a través de Brastour, donde su compañero de viaje figura como Petter Berntsen. Dejan las maletas preparadas en casa, pero ella y Trond salen a trabajar como de costumbre. A las dos, Trond sale del trabajo y se va al gimnasio SATS de la calle Sporveisgata. Una vez allí, paga con tarjeta una hora de squash que ha reservado, pero dice que no encuentra con quién jugar. Con eso ya se ha procurado la primera coartada. Un pago registrado del BBS, la central de cobro bancario automático, a las 14.34. Luego dice que, en vez de jugar, entrenará un rato, y entra en el vestuario. A esa hora hay mucha gente y mucho movimiento. Se encierra en los servicios con la bolsa, se pone un mono y probablemente una gabardina larga para ocultarlo, espera el tiempo suficiente como para que los que le vieron entrar se hayan marchado, se pone unas gafas de sol, coge la bolsa y sale rápido e inadvertido del vestuario cruzando la recepción. Apuesto a que entonces se dirige al parque Stensparken y sube por Pilestredet, donde hay un edificio en obras cuyos operarios acaban la jornada a las tres. Entra, se quita la gabardina y se pone un pasamontañas que dobla y disimula bajo una gorra de visera. Luego sube la cuesta y gira a la izquierda bajando por la calle Industrigata. Cuando llega al cruce con la calle Bogstadveien, entra en el 7-Eleven. Ya estuvo allí, unos quince días antes, para controlar los ángulos de la cámara. Y el contenedor que encargó sigue en su sitio. El escenario está listo para que los entregados investigadores controlen, como sabe que harán, cuanto encuentren en las grabaciones de la hora del atraco registradas en comercios y gasolineras de los alrededores. Luego lleva a cabo esa pequeña representación en la que no le vemos la cara, pero nos muestra con mucha claridad que, desprovisto de guantes, bebe de una botella de cola que mete en una bolsa de plástico: de este modo, se asegura, y nos asegura, que las huellas dactilares no se estropearán, por ejemplo, con la lluvia. Deposita la bolsa en el contendor verde que aún seguirá allí durante un tiempo. En realidad, sobreestimó nuestra eficacia y poco faltó para que esa prueba se fastidiase, pero tuvo suerte, Beate condujo como una loca y llegamos a tiempo de darle a Trond Grette esa sólida coartada, pues conseguimos una prueba definitiva e indiscutible contra Lev.

Harry guardó silencio. Los rostros que tenía delante reflejaban una ligera confusión.

– La botella de cola era la misma de la que Lev había bebido en Disengrenda -aclaró Harry-. O en algún otro lugar. Trond la había guardado para darle ese uso.

– Me temo que te olvidas de una cosa, Hole -objetó Ivarsson riendo entre dientes-. Vosotros mismos visteis que el atracador tocó la botella sin guantes. Si era Trond Grette, sus huellas también deberían estar en la botella.

Harry señaló a Weber con la cabeza.

– Pegamento -dijo el viejo policía escuetamente.

– ¿Perdón? -el jefe de la judicial se volvió hacia Weber.

– Conocido truco entre los atracadores de bancos. Te pones un poco de pegamento de Carlson en la yema de los dedos, lo dejas secar y, voilá, no dejas huellas.

El jefe de la judicial negó con la cabeza.

– Pero ¿no decís que es un contable? ¿Dónde ha aprendido estos trucos?

– Era el hermano pequeño de uno de los atracadores más profesionales de Noruega -dijo Beate-. Conocía muy bien los métodos y el estilo de Lev. Lev guardaba, entre otras cosas, grabaciones de vídeo de sus propios atracos en la casa de Disengrenda. Trond se había aprendido tan detalladamente la forma de operar de su hermano que hasta Raskol pensó que vio a Lev Grette. Además, la similitud física entre los dos hermanos permitió que la reconstrucción por ordenador mostrara que podía tratarse de Lev.

– ¡Joder! -profirió Halvorsen.

Se agachó y miró atemorizado a Bjarne Møller, pero el jefe miraba al vacío boquiabierto, como si una bala le hubiera atravesado la cabeza.

– No has soltado la pistola, Harry. ¿Me lo puedes explicar?

Harry intentaba respirar pausadamente a pesar de que hacía rato que tenía el corazón desbocado. Oxígeno para el cerebro, eso era lo más importante. Intentó no mirar a Beate, cuyo rubio y fino cabello se agitaba al viento. Vio que se le tensaban los músculos del cuello y que le temblaban los hombros.

– Elemental -replicó Harry-. Nos pegarás un tiro a los dos. Tienes que ofrecerme un trato mejor, Trond.

Trond se rió y apoyó la mejilla contra el cañón verde del fusil.

– Veamos qué te parece este trato, Harry: tienes veinticinco segundos para pensar en tus opciones y soltar el arma.

– ¿Los veinticinco segundos de rigor?

– Eso es. Supongo que te acuerdas de la rapidez con que pasaron. Así que piensa con rapidez, Harry.

Trond dio un paso hacia atrás.

– ¿Sabes qué fue lo que nos dio la idea de que Stine conocía al atracador? -gritó Harry-. Que estabais demasiado cerca el uno del otro. Mucho más cerca que tú y Beate ahora. Es curioso, pero hasta en situaciones de vida o muerte las personas respetan las zonas de intimidad, a ser posible. ¿No es llamativo?

Trond puso el cañón debajo de la barbilla de Beate y le levantó la cara.

– Beate, ¿puedes contar, por favor? -le pidió recurriendo de nuevo a un tono de voz melodramático-. Del uno al veinte. Ni demasiado rápido, ni demasiado despacio.

– Me pregunto una cosa -continuó Harry-. ¿Qué fue lo que te dijo justo antes de que disparases?

– ¿Te gustaría saberlo, Harry?

– Sí, me gustaría.

– Entonces, Beate tiene dos segundos para empezar a contar. Uno… ¡Cuenta Beate!

– Uno -obedeció ella con un sordo susurro-. Dos.

– Stine firmó su propia sentencia de muerte. Y la de Lev -aseguró Trond.

– Tres.

– Dijo que le disparara, pero que salvara a Lev.

Harry notó que se le bloqueaba la garganta y que su mano aflojaba la presión sobre la pistola.

– Cuatro.

– En otras palabras, ¿habría asesinado a Stine independientemente del tiempo que el director de la sucursal hubiera tardado en meter el dinero en la bolsa? -preguntó Halvorsen.

Harry asintió con la cabeza.

– Como el sabelotodo que eres, supongo que también conoces el itinerario de la fuga -dijo Ivarsson.

Intentó conseguir un tono de voz algo agrio y jocoso, pero la irritación se traslucía con claridad incuestionable.

– No, pero supongo que volvió por donde vino. Subió por la calle Industrigata, bajó por la calle Pilestredet, entró en la obra donde se quitó el pasamontañas y pegó la palabra POLICÍA en la espalda del mono. Cuando volvió a entrar en SATS llevaba una gorra y gafas de sol, y no hizo nada para que los empleados no se fijaran en él, ya que no lo podían reconocer. Se fue derecho a los vestuarios, se puso otra vez la ropa deportiva que llevaba cuando llegó del trabajo, se mezcló con la gente que había en la sala de gimnasia, hizo un poco de bicicleta y quizás incluso levantó algunas pesas. Se duchó y salió a la recepción, donde denunció que alguien le había robado la raqueta de squash. Y la chica que recibió la denuncia anotó la hora exacta, 16.02. La coartada ya estaba lista. Luego salió a la calle, oyó el concierto de sirenas y se fue a casa. Por ejemplo.

– No sé si he entendido el porqué de que se pusiera las letras de POLICÍA -dijo el jefe de la judicial-. La policía ni siquiera usa monos.

– Psicología elemental -intervino Beate, cuyas mejillas se encendieron al ver que el jefe de la judicial enarcaba una ceja-. Quiero decir… no elemental en el sentido de que sea… obvia.

– Continúa -la animó el jefe.

– Trond Grette sabía que la policía buscaría a todas las personas con mono que hubieran sido vistas en la zona. Por eso tenía que llevar en el mono algo que hiciera que la policía descartara automáticamente a la persona sin identificar del gimnasio SATS. Pocas cosas llaman tanto la atención de la gente como el letrero de «POLICÍA».

– Interesante afirmación -dijo Ivarsson con una sonrisa agria y llevándose las puntas de dos dedos debajo del mentón.

– Tiene razón -dijo el jefe de la judicial-. Todo el mundo siente cierto miedo a la autoridad. Continúa, Lønn.

– Pero, para estar totalmente, seguro se utilizó a sí mismo como testigo y nos habló del hombre que había visto pasar desde la sala de ejercicios vistiendo un mono que ponía «POLICÍA».

– Desde luego, sólo eso ya era una idea genial -dijo Harry-. Grette lo contó como si ignorase que la palabra «POLICÍA» descalificaba a aquel hombre. Sin embargo, reforzaba la credibilidad de Trond Grette a nuestros ojos, ya que confesaba voluntariamente algo que podía situarlo a él en la ruta de fuga del asesino.

– ¿Qué? -estalló Møller-. Repite eso último otra vez, Harry. Despacio.

Harry tomó aire.

– Bueno, mejor déjalo -dijo Møller-. Me duele la cabeza.

– Siete.

– Pero no hiciste lo que ella te pidió -dijo Harry-. No salvaste a tu hermano.

– Por supuesto que no -afirmó Trond.

– ¿Sabía él que tú la mataste?

– Tuve el placer de contárselo yo mismo. Por el móvil. Él estaba esperándola en el aeropuerto de Gardermoen. Le dije que si no cogía ese avión iría a por él también.

– ¿Y te creyó cuando le dijiste que habías matado a Stine?

Trond se rió.

– Lev me conocía. No lo dudó ni un segundo. Estaba leyendo sobre el atraco al banco en el teletexto de la «sala business» mientras yo le contaba los detalles. Colgó cuando oí que lo llamaban a su vuelo. El suyo y el de Stine. ¡Oye, tú! -gritó aplicando el cañón contra la frente de Beate.

– Ocho.

– Pensaría que su refugio era seguro -dijo Harry-. No sabía nada del contrato que habías cerrado en São Paulo.

– Lev era un ladrón, pero un tío ingenuo. No debería haberme dado esa dirección secreta de D'Ajuda.

– Nueve.

Harry intentaba prestar atención a la monótona voz mecánica de Beate.

– Así que le mandaste instrucciones al asesino a sueldo. Junto con la nota de suicidio. Que escribiste tú mismo. La escribiste con la letra que utilizabas para escribir las redacciones de Lev.

– Vaya -dijo Trond-. Buen trabajo, Harry. Con la salvedad de que la envié antes del atraco.

– Diez.

– Bueno -dijo Harry-. El asesino a sueldo también hizo un buen trabajo. Realmente, parecía que Lev se había ahorcado. Aunque resultaba un tanto extraño que le faltase el dedo meñique. ¿Fue el recibo?

– Digamos que un dedo meñique cabe en un sobre normal.

– Creía que no te gustaba ver sangre, Trond.

– Once.

Harry oyó a lo lejos resonar un trueno por encima del silbido del viento que no dejaba de arreciar. Los campos y las calles aparecían desiertos a su alrededor, como si todo el mundo se hubiera refugiado a la espera de lo que se avecinaba.

– Doce.

– ¿Por qué no te rindes? -gritó Harry-. Comprenderás que no hay esperanza.

Trond se rió.

– Por supuesto que no hay esperanza. Ésa es la cuestión. No hay esperanza. Nada que perder.

– Trece.

– Así que, ¿cuál es el plan, Trond?

– ¿El plan? Tengo dos millones procedentes de un atraco y proyectos para una larga, aunque ignoro si feliz, vida en el exilio. Tendré que adelantar el viaje un poco pero ya contaba con eso. El coche lleva listo para el viaje desde el atraco. Podéis elegir entre recibir un tiro y quedaros enganchados a la valla con las esposas.

– Catorce.

– Sabes que no saldrá bien -le advirtió Harry.

– Créeme, sé mucho sobre cómo puede desaparecer una persona. Lev no hacía otra cosa. Sólo necesito veinte minutos de ventaja y ya habré cambiado dos veces de identidad y medio de transporte. Dispongo de cuatro coches y cuatro pasaportes para la ruta de fuga, y cuento con buenos contactos. En São Paulo, por ejemplo. Veinte millones de habitantes, ya puedes ponerte a buscar.

– Quince.

– A tu compañera le falta poco para morir, Harry. Así que, ¿qué va a ser?

– Nos has contado demasiado -dijo Harry-. Nos matarás de todas formas.

– Tendrás la oportunidad de averiguarlo. ¿Cuáles son tus opciones?

– Que tú mueras antes que yo -dijo Harry cargando la pistola.

– Dieciséis -susurró Beate.

Harry había acabado.

– Una teoría muy entretenida, Hole -dijo Ivarsson-. Sobre todo la del asesino a sueldo en Brasil. Muy… -dejó ver sus dientecillos a través de una sonrisa minúscula- exótica. ¿Tienes algo más? ¿Pruebas, por ejemplo?

– La letra de la nota de suicidio -dijo Harry.

– Acabas de decir que no se corresponde con la letra de Trond Grette.

– No con su forma habitual de escribir, pero en las redacciones escolares…

– ¿Tienes algún testigo de que fue Trond quien las escribió?

– No -admitió Harry.

Ivarsson dejó escapar un suspiro.

– En otras palabras, no tienes pruebas concluyentes en este caso de homicidio.

– Asesinato -precisó Harry en voz baja mirando a Ivarsson.

Luego observó que Møller, algo molesto, apartaba la vista y que Beate se retorcía las manos de desesperación. El jefe de la Judicial carraspeó.

Harry soltó el seguro.

– ¿Qué haces? -Trond entrecerró los ojos y empujó el fusil contra la frente de Beate, cuya cabeza se desplazó hacia atrás.

– Veintiuno -suspiró ella.

– Es liberador, ¿verdad? -dijo Harry-. Cuando por fin comprendes que no tienes nada que perder. Facilita mucho cualquier elección.

– Te estás marcando un farol.

– ¿De verdad? -Harry apuntó a su propio antebrazo izquierdo con la pistola y disparó. La detonación resonó penetrante. Pasaron unas décimas de segundo antes de que los muros de los bloques devolvieran el eco. Trond lo miró fijamente. En torno al agujero de la chaqueta de cuero del policía se perfilaba un borde deshilachado y el viento se llevó un trocito del forro de lana. Empezaron a caer gotas. Unas gotas densas y rojas que caían al suelo con un sonido sordo como el de tictac de un reloj, para desaparecer absorbidas por la tierra en la mezcla de gravilla y de hierba podrida.

– Veintidós.

Las gotas crecían y caían cada vez más deprisa, sonaban como un metrónomo en aceleración. Harry levantó la pistola, apoyó el cañón en uno de los cuadrados de la malla y apuntó:

– Así es mi sangre, Trond -dijo en un tono apenas audible-. ¿Quieres que echemos un vistazo a la tuya?

En ese momento, las nubes le dieron alcance al sol.

– Veintitrés.

Una negra sombra se proyectó como una pared desde el oeste, primero sobre los campos y luego sobre las casas adosadas, los edificios, la gravilla roja y las tres personas que allí había. También la temperatura cayó súbitamente, como si la persona que interceptaba la luz no sólo impidiera que les llegase el calor sino que, además, ella misma irradiara frío. Pero Trond no lo notaba. Lo único que notaba y veía era la respiración entrecortada y acelerada de la agente, su rostro pálido e inexpresivo y el cañón de la pistola del policía, que lo miraba como un ojo negro que hubiese encontrado su objetivo y que, finalmente, lo penetraba, lo desecaba, lo abría en canal. Un trueno resonó a lo lejos, pero Trond sólo oía el ruido de la sangre. El agente de policía estaba abierto y su contenido se derramaba. Su sangre, su obra, su vida. Chasqueaba contra la hierba no como si la hierba lo engullese, sino como si él mismo fuese algo cáustico y fuese quemando la tierra. Y Trond sabía que, aunque cerrara los ojos y se tapara los oídos, seguiría oyendo su propia sangre, cantando y empujando, como si quisiera salir.

Ya notaba las náuseas, como un suave dolor de parto, como un feto que fuese a nacerle por la boca. Tragó saliva, pero el líquido fluía fresco desde todas las glándulas, lubricaba su interior, lo ponía a punto. Los campos, los bloques y la pista de tenis empezaron a balancearse despacio. Se agachó, intentaba esconderse tras la agente de policía, pero era demasiado pequeña, demasiado transparente, una finísima cortina de vida que temblaba a cada ráfaga de viento. Se agarró con fuerza al fusil como si el arma lo sostuviera a él y no al revés, apretó los dedos alrededor del gatillo, pero esperó. Tenía que esperar. ¿A qué? ¿A que el miedo lo dejara ir? ¿A que las cosas hallasen su equilibrio? Pero no lo encontrarían, seguirían dando vueltas sin descanso hasta estrellarse contra el fondo. Todo había sido una pura caída libre desde el segundo en que Stine le dijo que se marchaba y el zumbido de la sangre en los oídos le recordó que la velocidad de la caída iba en aumento. Cada mañana se despertaba pensando que tendría que haberse acostumbrado a caer, que el miedo debería haber cedido porque el final estaba escrito. Él ya había vivido el dolor, pero no era así. Y ya empezaba a añorar el final, el día en que por lo menos pudiera dejar de sentir miedo… Y cuando por fin vio el fondo, aún sintió más miedo. El paisaje del otro lado de la malla se le acercaba zumbando amenazante.

– Veinticuatro.

Beate estaba punto de llegar. El sol le daba en los ojos, se encontraba en una sucursal bancaria en Ryen y la luz de fuera la cegaba, endurecía y blanqueaba el interior. Su padre estaba a su lado, en silencio, como siempre. Su madre gritaba desde algún sitio, pero lejos, como siempre. Beate contaba imágenes, veranos, besos, derrotas. Había muchas, le sorprendía que hubiese tal cantidad. Recordaba rostros, París, Praga, una sonrisa bajo un flequillo negro, una declaración de amor torpemente formulada, un jadeante y preocupado «¿te duele?» y un restaurante en San Sebastián que se pasaba de su presupuesto pero donde, de todas formas, había reservado una mesa. ¿Quizá debería estar agradecida, después de todo?

La boca del fusil contra su frente la arrancó de sus recuerdos. Las imágenes desaparecieron y en la pantalla no quedó más que el crepitar de una ventisca blanca. Y pensó: ¿por qué se limitaba mi padre a estar a mi lado, por qué no me pedía nada? Nunca lo hizo. Y le odiaba por ello. ¿Acaso no sabía que era lo único que ella quería, hacer algo por él, cualquier cosa? Ella caminó en su dirección pero, cuando daba con el atracador, el asesino, el hacedor de viudas, y quería vengar a su padre con una venganza conjunta, él permanecía en silencio a su lado, como siempre, y rechazaba su ayuda.

Y ahora la propia Beate se hallaba en la misma situación que su padre, en la misma situación en que se encontraron todas las personas que ella había visto en los vídeos de atracos de todo el mundo durante noches enteras, pasadas en House of Pain, preguntándose qué se les pasaría por la cabeza en esos instantes. Ahora ella se encontraba en la misma situación, pero seguía sin saberlo.

Alguien apagó la luz, el sol desapareció y ella se dejó engullir por el frío. Y fue en esa oscuridad donde volvió a despertar. Como si el primer despertar hubiera sido a un nuevo sueño. Y volvía a contar. Pero ahora contaba lugares donde no había estado, personas que no había conocido, lágrimas que no había llorado, palabras aún por oír.

– Sí -dijo Harry-. Lo puedo probar. Sacó una hoja de papel y la dejó en la mesa.

Ivarssón y Møller se inclinaron al mismo tiempo y estuvieron a punto de darse un cabezazo.

– ¿Qué es esto? -ladró más que preguntó Ivarssón-. ¿Qué es «Un buen día»?

– Son garabatos -dijo Harry-. Escritos en un bloc de dibujo en el hospital psiquiátrico de Gaustad. Dos testigos, además de Lønn y yo, estábamos presentes y pueden testificar que el que escribía era Trond Grette.

– ¿Y qué?

Harry los miró. Les dio la espalda y volvió despacio a la ventana.

– ¿Os habéis fijado en los garabatos que hacéis cuando estáis pensando en otra cosa? Pueden ser bastante reveladores. Por eso me traje la hoja de papel, para ver si tenía algún sentido. Al principio no lo tenía. Quiero decir, cuando acaban de asesinar a tu mujer, te ves encerrado en la sección de psiquiatría y escribes «Un buen día» una y otra vez, o estás loco de remate o escribes exactamente lo contrario de lo que piensas. Pero, de repente, se me ocurrió algo.

La ciudad aparecía pálida y gris, como la cara de un hombre mayor y cansado, pero hoy, al sol, resplandecían los pocos colores que aún lucía. Como una última sonrisa antes del adiós, pensó Harry.

– «Un buen día» no es una idea, ni un comentario ni una afirmación. Es el título de una redacción que se suele hacer en la escuela primaria.

Un acentor común pasó volando ante la ventana.

– Aquel día, Trond Grette no pensaba, sólo hacía garabatos de forma mecánica. Igual que cuando iba al colegio y practicaba su nueva letra. Jean Hue, el grafólogo de KRIPOS ya ha confirmado que la misma persona escribió las redacciones y la nota de suicidio.

Era como si la película se hubiera atascado y la imagen hubiese quedado congelada. Ni un movimiento, ni una palabra, sólo los repetitivos sonidos de una copiadora fuera, en el pasillo.

Finalmente, Harry se dio la vuelta y rompió el silencio:

– Me da la impresión de que estáis de acuerdo en que Lønn y yo vayamos a buscar a Trond Grette para someterlo a un pequeño interrogatorio.

¡Joder, joder! Harry intentaba sujetar bien la pistola, pero los dolores lo mareaban y las ráfagas de viento lo sacudían y tiraban de él. Trond había reaccionado a la sangre, tal como Harry esperaba, y por un instante tuvo una línea directa de tiro. Pero Harry vaciló y Trond logró colocar a Beate de forma que Harry sólo le veía el hombro y parte de la cabeza. ¡Se parecía tanto, Dios mío, cómo se parecía! Harry parpadeó con fuerza para volver a tenerlos enfocados. La siguiente ráfaga de viento fue tan intensa que se llevó la gabardina gris del banco y, durante un momento, pareció que un hombre invisible, vestido únicamente con una gabardina, corriese de un lado a otro por la pista de tenis. Harry sabía que iba a caer una tromba de agua, que aquéllas eran las masas de aire que enviaba la intensa lluvia como preludio de su llegada. Oscureció de repente, como si hubiera caído la noche. Los dos cuerpos que tenía delante se fundieron y, entonces, empezó a llover. Grandes y pesadas gotas que caían con violencia.

– Veinticinco.

La voz de Beate resonó esta vez alta y clara.

En la ráfaga de luz, Harry vio la sombra de los cuerpos en la gravilla roja. El ruido que siguió fue tan estridente que se desplegó como una capa sobre los oídos. Uno de los cuerpos se separó del otro y cayó al suelo.

Harry se puso de rodillas y se oyó gritar:

– ¡Ellen!

Vio que la figura se daba la vuelta y echaba a andar hacia él fusil en mano. Harry apuntó, pero la lluvia caía como un riachuelo por encima de su cara y lo cegaba. Parpadeó y apuntó. No sentía nada, ni dolor, ni frío, ni triunfo, sólo un gran vacío. Las cosas no estaban destinadas a tener sentido, sólo se repetían como un mantra eterno que se explicaba a sí mismo: vivir, morir, resucitar, vivir, morir. Apretó el gatillo hasta la mitad. Apuntó.

– ¿Beate? -susurró.

Ella dio una patada a la puerta de malla y le lanzó el AG3 a Harry, que lo agarró al vuelo.

– ¿Qué… pasó?

– El mal de Setesdal -dijo ella.

– ¿El mal de Setesdal?

– Cayó fulminado, pobrecito. -Le enseñó la mano derecha. La lluvia aguaba y limpiaba la sangre que caía de dos heridas en los nudillos-. Yo sólo esperaba que algo llamase su atención. Ese trueno lo asustó muchísimo. Y a ti también, por lo que parece.

Contemplaron el cuerpo que yacía inmóvil en el cuadro de saque izquierdo.

– ¿Me ayudas con las esposas, Harry?

El pelo se le pegaba a la cara en rubios mechones, pero ella no parecía notarlo. Le sonreía.

Harry cerró los ojos y miró al cielo.

– Dios que estás en los cielos -murmuró-. Esta pobre alma no debe quedar en libertad hasta el doce de julio del año 2020. Ten piedad.

– ¿Harry?

Abrió los ojos.

– ¿Sí?

– Si lo tienen que soltar en el 2020, hay que llevarlo a comisaría enseguida.

– No lo digo por él -dijo Harry levantándose-. Es por mí. Para entonces me jubilaré.

Ella le rodeó los hombros con el brazo y sonrió.

– Vaya con el mal de Setesdal…

50

La colina de Ekeberg

Volvió a nevar la segunda semana de diciembre. Y esta vez en serio. La nieve se amontonaba en torno a las casas y se anunciaban más precipitaciones. El miércoles por la tarde llegó la confesión. Asesorado por su abogado, Trond Grette contó cómo primero planeó y luego llevó a cabo el asesinato de su mujer.

Estuvo nevando toda la noche y al día siguiente confesó también su implicación en el asesinato de su hermano. El tipo al que pagó para que hiciera el trabajo respondía al apodo de El Ojo, no tenía dirección y cambiaba de nombre artístico y de número de móvil todas las semanas. Trond se había visto con él una sola vez, en un aparcamiento de São Paulo, donde acordaron los detalles. Le pagó quince mil dólares por adelantado y metió el resto dentro de una bolsa de papel en una taquilla de la consigna de la Terminal Tietè. El acuerdo consistía en que enviaría la nota de suicidio a una oficina de correos de Campo Belo, un barrio situado al sur del centro, adonde también remitiría la llave en cuanto recibiera el dedo meñique de Lev.

El único atisbo de alegría que observaron en el semblante de Trond durante los largos interrogatorios se produjo cuando, en respuesta a una pregunta sobre cómo él, siendo turista, consiguió contactar con un asesino profesional a sueldo, contestó que le había resultado bastante más fácil que contactar con un fontanero en Noruega. Desde luego, no era un símil gratuito.

– Fue Lev quien me lo contó -explicó Trond-. Figuran como plomeros al lado de los anuncios de sexo en el periódico Folha de São Paulo.

– ¿Plum qué?

– Plomero. Fontanero.

Halvorsen envió un fax con la escasa información a la embajada de Brasil, donde se abstuvieron de burlarse y le prometieron educadamente que se encargarían del asunto.

El fusil AG3 utilizado por Trond en el atraco había pertenecido a Lev y estuvo varios años olvidado en el desván en Disengrenda. Fue imposible averiguar su procedencia, ya que el número de serie estaba limado.

La Nochebuena se presentó anticipadamente para el consorcio de aseguradoras de Nordea, ya que el dinero del atraco de la calle Bogstadveien se encontró en el maletero del coche de Trond, y no faltaba ni una corona.

Pasaron los días, llegó la nieve y siguieron los interrogatorios. Un viernes por la tarde, cuando ya todos estaban cansados, Harry le preguntó a Trond cómo es que no vomitó cuando disparó a su mujer en la cabeza, si no soportaba ver sangre. La sala de interrogatorios se quedó en silencio. Trond miró un buen rato a la cámara de vídeo de la esquina. Luego negó con la cabeza, sin más.

Pero, cuando hubieron acabado y mientras atravesaban el Kulvert para regresar a la celda de prisión preventiva, se volvió de repente hacia Harry.

– Hay sangre y sangre.

Harry se pasó el fin de semana sentado en una silla al lado de la ventana viendo cómo Oleg y los niños del vecindario construían un castillo de nieve en el jardín de la casa de gruesas vigas. Rakel le preguntó qué pensaba y él estuvo a punto de soltarlo, pero cambió de idea y le propuso que dieran un paseo. Ella se fue a buscar el gorro y las manoplas. Pasaron por el salto de esquí de Holmenkollen y, justo allí, Rakel le preguntó si no quería que invitasen a su padre y a su hermana Søs a pasar la Nochebuena en la casa de ella.

– Sólo estamos nosotros tres -dijo ella apretándole la mano.

El lunes, Harry y Halvorsen comenzaron con el caso de Ellen. Lo hicieron desde el principio. Interrogaron a testigos que ya habían declarado anteriormente, leyeron antiguos informes, supervisaron información que había quedado sin procesar y siguieron viejas pistas que resultaron ser falsas.

– ¿Tienes la dirección del tipo que dijo que había visto a Sverre Olsen en compañía de un tío en un coche rojo en Grunerløkka? -preguntó Harry.

– Kvinsvik. Está registrado con la dirección de sus padres, pero dudo que lo encontremos allí.

Harry no esperaba mucha cooperación cuando entró en la pizzeria de Herbert y preguntó por Roy Kvinsvik. Pero después de pagarle una cerveza a un tipo joven con el logo de la Alianza Nacionalista en la camiseta, le dijeron que Roy ya no estaba sujeto al secreto profesional, pues había cortado recientemente todo vínculo con sus antiguos amigos. Al parecer, conoció a una chica muy creyente y perdió la fe en el nazismo. Nadie sabía quién era Roy o dónde vivía, pero alguien lo había visto cantando ante el edificio de la Congregación de Filadelfia.

La nieve se acumulaba en pequeños montículos mientras las quitanieves iban y venían por las calles del centro.

La mujer a la que pegaron un tiro en la sucursal del DnB de Grensen recibió el alta hospitalaria. En una foto del diario Dagbladet mostraba con un dedo por dónde había entrado la bala, y con dos dedos lo cerca que había estado la bala de darle en el corazón. Ahora se iba a casa a preparar la Navidad con su marido y sus hijos, decía el diario. El miércoles de esa misma semana, a las diez de la mañana, Harry se sacudió la nieve de las botas ante la sala de reuniones número tres de la comisaría, antes de llamar a la puerta.

– Entra, Hole -dijo la estruendosa voz del juez Valderhaug, el responsable de la investigación de Asuntos Internos sobre el episodio del tiroteo en el almacén del puerto.

A Harry lo sentaron en una silla frente a un comité formado por cinco personas. Además del juez Valderhaug, había un fiscal, una investigadora, un investigador y el abogado defensor Ole Lunde, a quien Harry conocía como un tipo duro, pero competente y honrado.

– Nos gustaría terminar el informe del fiscal antes de Navidad -comenzó Valderhaug-. ¿Puedes contarnos de la manera más escueta y detallada posible tu relación con este caso?

Harry les habló del breve encuentro que mantuvo con Alf Gunnerud, con el repiqueteo del teclado del investigador como música de fondo. Cuando concluyó, el juez Valderhaug le dio las gracias y revolvió entre sus papeles durante un rato, hasta que encontró lo que buscaba. Miró a Harry por encima de las gafas.

– Nos gustaría saber si a ti, basándote en la impresión que tuviste durante tu breve rendez-vous con Gunnerud, te sorprendió que hubiera sacado un arma contra un policía.

Harry recordaba lo que pensó cuando vio a Gunnerud en las escaleras: que era un chico temeroso de recibir otra paliza, no un asesino experimentado. Harry le devolvió la mirada al juez y dijo:

– No.

Valderhaug se quitó las gafas.

– Pero, cuando Gunnerud se encontró contigo, optó por escapar, en lugar de sacar un arma. ¿Por qué cambiaría de táctica cuando se encontró con Waaler?

– No lo sé -dijo Harry-. Yo no estaba allí.

– Ya, bueno, pero ¿no te resulta extraño?

– Sí.

– Pero ¡si acabas de contestar que no te sorprendió!

Harry echó la silla un poco hacia atrás.

– Soy policía desde hace mucho tiempo, señor juez. Ya no me sorprende que la gente haga cosas extrañas. Ni siquiera los asesinos.

Valderhaug volvió a encajarse las gafas y a Harry le pareció ver un amago de sonrisa en su cara surcada de arrugas.

Ola Lunde carraspeó.

– Como sabes, el comisario Tom Waaler fue suspendido de sus funciones el año pasado, durante un breve periodo, debido a un episodio similar relacionado con la detención de un joven neonazi.

– Sverre Olsen -dijo Harry.

– En aquella ocasión, Asuntos Internos llegó a la conclusión de que no había razones para que el fiscal presentase una acusación.

– Tardasteis sólo una semana -dijo Harry.

Ola Lunde miró inquisitivamente a Valderhaug, que asintió con la cabeza.

– Eso no importa -dijo Lunde-. Naturalmente, nos resulta extraño que el mismo hombre se encuentre de nuevo en idéntica situación. Sabemos que existe una gran unión dentro del cuerpo y que nadie quiere contribuir a poner a un colega en una situación difícil y… eh…

– Chivarse -dijo Harry.

– ¿Perdón?

– Creo que la palabra que buscas es chivarse.

Lunde volvió a intercambiar una mirada con Valderhaug.

– Comprendo lo que quieres decir, pero preferimos llamarlo facilitar información relevante, lo cual permite cumplir las reglas del juego. ¿Estás de acuerdo, Hole?

La silla de Harry aterrizó en las patas delanteras con un golpe seco.

– Sí, lo estoy. Sólo que no soy tan bueno como tú con las palabras.

Valderhaug ya no podía disimular la sonrisa.

– Pues yo no estoy tan seguro de eso, Hole -observó Lunde, que también empezaba a sonreír-. Me alegro de que estemos de acuerdo; ya que tú y Waaler habéis trabajado juntos durante muchos años, nos gustaría utilizarte como testigo para que des fe de su carácter. Otras personas que han pasado por aquí han hablado de la intransigencia con que Waaler trata a los delincuentes y, en parte, también a los no delincuentes. ¿Podría ser que Waaler disparase a Alf Gunnerud de forma irreflexiva?

Harry se quedó un buen rato mirando por la ventana. Apenas distinguía el contorno de la colina de Ekebergåsen bajo las capas de nieve. Pero sabía que se alzaba exactamente allí. Llevaba años viéndolo desde su despacho de la comisaría, siempre había estado allí y siempre lo estaría, verde en verano, negra y blanca de nieve en invierno, nadie podía llevársela a otro lugar, seguiría allí como un hecho inalterable. Lo bueno de los hechos es que uno no tiene por qué reflexionar sobre si son o no deseables.

– No -respondió Harry-. No cabe dentro de lo imaginable que Tom Waaler disparase a Alf Gunnerud de forma irreflexiva.

Si alguien de Asuntos Internos se percató del minúsculo énfasis que Harry puso en la palabra irreflexiva, nada dijo.

Cuando Harry salió al pasillo, Weber se levantó de la silla en la que estaba sentado.

– Lo siguiente -dijo Harry-. ¿Qué tienes ahí?

Weber le mostró una bolsa de plástico.

– La pistola de Gunnerud. Tendré que entrar y terminar con esto.

– Ya. -Harry sacó un cigarrillo del paquete-. Una pistola muy poco común.

– Israeli -aclaró Weber-. Una Jericho 941.

Harry se quedó de pie mirando la puerta que se cerró tras Weber hasta que Møller pasó y le informó de que llevaba un cigarrillo sin encender en la boca.

En el Grupo de Atracos imperaba un silencio inusual. Los investigadores bromearon un tiempo asegurando que el Dependiente se había ido a hibernar, pero ahora decían que se había dejado pegar un tiro y enterrar en un lugar secreto para convertirse en una leyenda eterna. La nieve se posaba en los tejados de la ciudad, caía al suelo, volvían a caer nuevos copos mientras el humo subía lentamente por las chimeneas.

Las secciones de Atracos y de Delitos Violentos y Sexuales organizaban una comida navideña en la cantina. Los asientos estaban asignados de antemano y a Bjarne Møller, Beate Lønn y Halvorsen les tocó sentarse juntos. Entre ellos había una silla vacía y un plato con un papel en el que se leía el nombre de Harry.

– ¿Dónde está? -preguntó Møller mientras le servía vino a Beate.

– Por ahí, buscando a uno de los amigos de Sverre Olsen que dice que lo vio con otro tío la noche del asesinato -dijo Halvorsen intentando abrir una botella de cerveza con el encendedor.

– Esas cosas son frustrantes -dijo Møller-. Pero dile que no se mate trabajando. Después de todo, tenemos todo el derecho a disfrutar de una comida navideña.

– Díselo tú -dijo Halvorsen.

– Puede que, sencillamente, no tenga ganas de estar aquí -apuntó Beate.

Los dos hombres la miraron y sonrieron.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella riendo-. ¿Creéis que no conozco a Harry?

Brindaron. Halvorsen no dejaba de sonreír. Sólo la miraba. Beate tenía algo diferente, no sabía decir qué. La última vez que la vio fue en la sala de reuniones, pero entonces no apreció esa vida en sus ojos. La sangre en los labios. La postura, el arco de la espalda.

– Harry prefiere la cárcel a eventos como éste -declaró Møller antes de contar la anécdota del día que Linda, la recepcionista del CNI, le obligó a bailar.

Beate lloró de risa. Se volvió hacia Halvorsen y ladeó un poco la cabeza.

– ¿Y tú, Halvorsen, no haces más que mirar?

Halvorsen notó que el rubor le quemaba las mejillas y encontró el momento de balbucear un vacilante «no» antes de que Beate y Møller estallaran en nuevas carcajadas.

Más tarde se armó de valor y le preguntó si le apetecía darse una vuelta por la pista de baile. Møller se quedó solo hasta que Ivarsson vino a sentarse en la silla de Beate. Estaba borracho, farfullaba y quería hablar de la vez que pasó tanto miedo en el asiento trasero de un coche, ante la sucursal de un banco de Ryen.

– De eso hace mucho, Rune -dijo Møller-. Acababas de salir de la academia. Y de todos modos no habrías podido cambiar el desenlace.

Ivarsson echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando a Møller un buen rato. Luego se levantó y se fue. Møller pensó que Ivarsson pertenecía a esa clase de personas que, sin saberlo, están solas.

Cuando los pinchadiscos Li y Li pusieron Purple Rain, Beate y Halvorsen chocaron con otra pareja. Halvorsen notó que todo el cuerpo de Beate se tensó en un segundo. Miró a la otra pareja.

– Lo siento -dijo una voz grave.

Unos dientes blancos y poderosos plantados en un rostro al estilo David Hasselhoff brillaron en la oscuridad.

Al final de la fiesta era imposible conseguir un taxi y Halvorsen se ofreció a acompañar a Beate. Se fueron cruzando la nieve hacia el este y tardaron más de una hora en llegar a la puerta de su casa en Oppsal.

Beate sonrió y se volvió hacia Halvorsen.

– Si quieres, eres bienvenido -dijo.

– Me gustaría -dijo él-. Muchas gracias.

– Entonces, tenemos una cita -dijo ella-. Mañana se lo diré a mi madre.

Él le dio las buenas noches, la besó en la mejilla y emprendió un viaje polar hacia el oeste.

El 17 de diciembre, la agencia de noticias NTB comunicó que estaba a punto de batirse el récord de precipitaciones registradas en el mes de diciembre: hacía veinte años que no nevaba tanto.

El mismo día se terminó el informe de Asunto Internos sobre el caso Waaler.

Según dicho informe, no se había descubierto nada que contraviniese el reglamento, al contrario, felicitaban a Tom Waaler por haber actuado correctamente en una situación extrema. El jefe de la Policía Judicial llamó al comisario jefe para preguntarle discretamente si consideraba adecuado proponer a Tom Waaler para una distinción pero, como la familia de Alf Gunnerud era una de las más respetables de la ciudad y su tío era miembro de la corporación municipal, consideraron que podría interpretarse como algo impropio.

Harry reaccionó con un breve gesto de asentimiento cuando Halvorsen le comunicó la noticia de que Waaler había vuelto a su puesto.

Llegó la Nochebuena y la paz navideña descendió, cuando menos, sobre la pequeña Noruega.

Rakel echó a Harry y Oleg para quedarse sola a preparar la cena de Navidad. Cuando volvieron, olía a asado de cerdo en toda la casa. Olav Hole, el padre de Harry, llegó en un taxi acompañado por Søs.

A Søs le encantó la casa, la comida, Oleg, todo. Durante la cena estuvo charlando con Rakel como si fueran íntimas amigas, mientras el viejo Olav y el joven Oleg pasaron la velada sentados uno enfrente del otro intercambiando sobre todo monosílabos. Pero se animaron cuando llegó la hora de los regalos y Oleg abrió el paquete grande en el que ponía «De Olav para Oleg». Eran las obras completas de Julio Verne. Oleg pasó boquiabierto las páginas de uno de los libros.

– Es el mismo que escribió la historia del viaje a la Luna, la que Harry te leyó -le recordó Rakel.

– Son las ilustraciones originales -dijo Harry, señalando el dibujo del capitán Nemo junto a la bandera, en el polo sur, y leyendo en voz alta-: «¡Adiós, sol! ¡Desaparece, astro refulgente! ¡Deja envuelto mi nuevo dominio en la sombra de una noche de seis meses…!».

– Estos libros estaban en la biblioteca de mi padre -dijo Olav, tan entusiasmado como Oleg.

– ¡No importa! -exclamó Oleg.

Olav recibió el abrazo de agradecimiento con una tímida pero calurosa sonrisa.

Después de acostarse, cuando Rakel ya se había dormido, Harry se levantó y se acercó a la ventana. Pensó en todos los que ya no estaban. En su madre, en Birgitta, el padre de Rakel, Ellen y Anna. Y en los que estaban. En Øystein, de Oppsal, al que Harry le había regalado unos zapatos nuevos, en Raskol, recluido en Botsen, y en las dos mujeres de Oppsal que habían tenido la amabilidad de invitar a Halvorsen a una cena de Navidad, porque este año le había tocado guardia y no podía irse a Steinkjer, con su familia.

Algo ocurrió aquella noche. No sabía qué, pero se había producido un cambio. Se quedó un buen rato contemplando las luces de la ciudad, antes de darse cuenta de que había dejado de nevar. Huellas. Quienes caminaran esa noche junto al río Akerselva, dejarían huellas.

– ¿Conseguiste lo que deseabas? -le susurró Rakel cuando Harry volvió a la cama.

– ¿Lo que deseaba?

La abrazó.

– Cuando estabas ahí, junto a la ventana, parecías estar deseando algo. ¿Qué era?

– Tengo todo lo que puedo desear -dijo Harry y la besó en la frente.

– Cuéntame qué es -le pidió ella en un susurro, apartándose para verlo.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Sí -le dijo acercándose más otra vez.

Él cerró los ojos y la película empezó a pasar despacio, tan despacio que veía cada imagen como una foto fija. Huellas en la nieve.

– Paz -mintió.

51

Sans Souci

Harry contempló la foto, la sonrisa blanca y cálida, las mandíbulas poderosas y los ojos azules como el acero. Tom Waaler. Le pasó la foto por encima del escritorio.

– Tómate tu tiempo -dijo-. Y observa detenidamente.

Roy Kvinsvik parecía nervioso. Harry se inclinó hacia atrás y miró a su alrededor. Halvorsen había colgado un calendario navideño en la pared, encima del archivador. El primer día de las vacaciones de Navidad. Harry tenía casi toda la planta para él solo. Eso era lo mejor de las vacaciones. Dudaba que se le brindase la oportunidad de oír las revelaciones de Kvinsvik mientras éste parloteaba como un poseído, igual que el día que Harry lo encontró en la primera fila de la Congregación de Filadelfia, pero le quedaba esa esperanza.

Kvinsvik carraspeó y Harry se enderezó en la silla.

Fuera, en las calles vacías, caían leves copos de nieve sobre el asfalto.

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