TERCERA PARTE

20

El aterrizaje

¿Qué piensa una persona que se enfrenta al cañón de un arma? A veces creo que no piensa. Como esa señora de hoy. «No me dispares», dijo. ¿De verdad creía que podía cambiar las cosas con semejante petición? En su tarjeta de identificación ponía DnB y Catherine Schøyen, y cuando le pregunté por qué había tantas ees y haches en su nombre, me miró con cara de vaca boba y repitió las mismas palabras.

– No me dispares.

Estaba apunto de perder el control, mugí y le disparé entre los cuernos.

Veo el tráfico detenido ante mí. Noto el asiento contra la espalda, pegajosa, sudorosa. La radio está sintonizada en la emisora NRK Todo Noticias. Aún no han dicho nada. Miro el reloj. Si todo fuese normal, estaría a salvo en la cabaña dentro de media hora. El coche que me precede tiene un condensador y yo apago el ventilador. Ha empezado el atasco de la tarde, pero el tráfico es más lento que de costumbre, si es que puede ser. ¿Habrá habido un accidente más adelante? ¿O la policía habrá montado los controles? Imposible. La bolsa con el dinero está bajo una chaqueta, en el asiento trasero, junto al rifle AG3. El motor que tengo delante acelera con determinación antes de que el conductor consiga soltar el embrague y hacer avanzar el coche dos metros. Volvemos a estar parados. Sopeso si aburrirme, preocuparme o, simplemente, sentirme decepcionado. Y entonces los veo. Dos personas se acercan a pie por la línea que separa ambos carriles. Una es una mujer de uniforme, la otra un hombre alto con gabardina gris. Escrutan atentos los coches de la derecha y de la izquierda. Una de las dos personas se detiene e intercambia unas palabras amables con un conductor que, al parecer, no lleva puesto el cinturón de seguridad. Será un control rutinario. Se acercan. En el informativo de NRK Todo Noticias, una voz nasal anuncia en inglés que la temperatura ambiente supera los cuarenta grados y recomienda tomar precauciones para evitar la insolación. Automáticamente empiezo a sudar, aunque sé que fuera hace frío. Están justo delante de mi coche. Es el comisario Harry Hole. La mujer se parece a Stine. Me mira al pasar. Respiro aliviado. Estoy a punto de romper a reír cuando alguien golpea la ventanilla. Me giro despacio. Muy despacio. Ella me sonríe y reparo en que la ventanilla ya está bajada. Es raro. Ella dice algo pero sus palabras quedan ahogadas por el motor del coche de delante que está acelerando.

– ¿Cómo? -pregunto y vuelvo a abrir los ojos.

– ¿Could you please put your seat in an upright position?

– ¿El respaldo? -pregunto confuso.

– We'll be landing shortly, sir.

Ella vuelve a sonreír y desaparece.

Me froto los ojos para ahuyentar el sueño y todo se repite. El atraco. La fuga. La maleta, con el billete de avión, preparada en la cabaña. Los SMS del Príncipe avisándome de que hay vía libre. Pero, aun así, esa pequeña punzada de nerviosismo cuando enseñé el pasaporte en el mostrador de facturación de Gardermoen. La salida. Todo fue según lo previsto.

Miro por la ventanilla. Es obvio que aún no me he despertado del todo porque, por un momento, tengo la sensación de que volamos por encima de las estrellas. Pero entonces comprendo que son las luces de la ciudad y empiezo a pensar en el coche de alquiler que he reservado. ¿Sería mejor pasar la noche en un hotel de esa gran ciudad humeante y pestilente, y continuar mañana? No, mañana estaré igual de cansado debido al jet-lag. Mejor llegar a puerto cuanto antes. El lugar al que voy es mejor de lo que dicen, incluso viven allí algunos noruegos con quienes podré hablar. Despertar para ver el sol, el mar y vivir una vida mejor. Ése es el plan. Al menos, el mío.

Me aferró a la copa que conseguí rescatar antes de que la azafata doblase la mesita que tenía delante. Entonces, si ése es mi plan, ¿por qué no confío en él?

El ruido del motor se intensifica y se amortigua. Ahora noto que descendemos. Cierro los ojos y tomo aire automáticamente sabiendo lo que vendrá. Ella. Lleva el mismo vestido que la primera vez que la vi. Dios mío, ya la estoy deseando. El hecho de que sea un deseo imposible de saciar aunque estuviera viva, no cambia nada. Porque todo lo relacionado con ella era imposible. La virtud y el frenesí. El cabello que debía usurpar toda la luz pero que, sin embargo, brillaba como el oro. La risa obstinada mientras las lágrimas descendían por sus mejillas. Esa mirada llena de odio cuando la penetraba. Sus falsas declaraciones de amor y la alegría sincera cuando yo venía con pobres excusas después de haber faltado a alguna cita. Las mismas que repetía cuando permanecía a su lado en la cama con la cabeza hundida en la huella dejada por otra. De eso hace ya mucho tiempo. Millones de años. Cierro los ojos con fuerza para no ver lo que sigue. El disparo que le pegué. Sus pupilas se abrieron lentamente, como una rosa, la sangre fluía lenta, caía y aterrizaba acompañada de débiles suspiros. El ángulo de la cabeza, ésta cayendo hacia atrás. Y ahora la mujer que amo está muerta. Es tan sencillo… Pero sigue sin tener sentido. Por eso es tan bello. Tan sencillo y bello que resulta casi imposible convivir con eso. La presión de la cabina desciende. Oprime. Desde dentro. Una fuerza invisible presiona los tímpanos y el cerebro. Algo me dice que sucederá así: nadie me encontrará, nadie me arrebatará mi secreto. Pero el plan se irá al traste de todas formas. Desde dentro.

21

Monopolio

La alarma de la radio y las noticias despertaron a Harry. El bombardeo se había intensificado. Sonaba como una retransmisión.

Intentaba recordar alguna razón para levantarse.

La voz de la emisora contaba que el peso medio del hombre y de la mujer en Noruega había aumentado trece y nueve kilos, respectivamente, desde 1975. Harry cerró los ojos y pensó en algo que había dicho Aune: que el escapismo tiene una mala reputación inmerecida. Llegó el sueño. La misma sensación dulce y cálida que experimentaba de niño cuando, desde su cama, con la puerta abierta, oía a su padre recorrer la casa apagando una a una las lámparas y él notaba que, a medida que las apagaba, aumentaba la oscuridad.

«Tras los atracos con violencia registrados en Oslo durante las últimas semanas, los empleados de banca de la capital noruega exigen vigilancia armada en las sucursales más vulnerables del centro. El atraco perpetrado ayer en la sucursal de Gjensidige NOR de Grønlandsleiret se suma a la lista de robos que la policía atribuye al llamado Dependiente. La misma persona que disparó y mató a…»

Harry posó la planta de los pies en el frío linóleo. La cara en el espejo del baño se parecía a la de un Picasso del último periodo.

Beate estaba hablando por teléfono. Hizo un gesto de negación al ver a Harry en el umbral de la puerta. Él asintió con la cabeza y ya se marchaba cuando ella le indicó con un gesto que se quedara.

– De todas formas, gracias por la ayuda -dijo ella antes de colgar.

– ¿Molesto? -preguntó Harry mientras le ponía delante una taza de café.

– No, mi gesto era por el resultado: negativo. El tipo con el que acabo de hablar era el último de la lista. De todos los hombres que sabemos que estaban en SATS a la hora en cuestión, sólo uno recuerda vagamente a un hombre que llevase mono. Y ni siquiera estaba seguro de haberlo visto en el vestuario.

– Ya.

Harry se sentó y miró a su alrededor. El despacho de Beate estaba tan ordenado como esperaba. Aparte de una conocida planta cuyo nombre ignoraba, la estancia estaba tan despojada de objetos decorativos como la suya. Sobre la mesa vio el reverso de un marco. Intuía quién aparecía en la foto.

– ¿Sólo has hablado con hombres? -preguntó.

– En teoría, entró en el vestuario masculino para cambiarse, ¿no?

– Para luego andar por las calles de Morristown como un hombre cualquiera. Sí, sí. ¿Alguna novedad sobre el atraco de ayer en Grønlandsleiret?

– Tanto como novedad, no. Más bien una repetición, diría yo. La misma clase de indumentaria y un AG3. Utilizó a un rehén para comunicarse. Se llevó el dinero del cajero, tardó un minuto y cincuenta segundos. Sin pistas. Resumiendo…

– El Dependiente -concluyó Harry.

– ¿Qué es esto?

Beate levantó la taza y miró dentro.

– Capuchino. Halvorsen te manda saludos.

– ¿Café con leche? -preguntó arrugando la nariz.

– A ver si lo adivino -dijo Harry-. Tu padre decía que no se fiaba de la gente que no toma el café solo.

No había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando se arrepintió al ver la sorpresa en el rostro de Beate.

– Perdona -se disculpó quedamente-. No era mi intención… no venía a cuento.

– Bueno, ¿qué hacemos ahora? -preguntó Beate rápidamente mientras toqueteaba el asa de la taza-. Hemos vuelto a la casilla de salida.

Harry se escurrió en la silla mirándose la punta de las botas.

– Directos a la cárcel.

– ¿Qué?

– Vete directamente a la cárcel y, si pasas por la casilla de salida, no cobres las dos mil coronas.

– ¿De qué estás hablando?

– De las tarjetas de la suerte del Monopoly. Es lo único que nos queda. Probar suerte. A la cárcel. ¿Tienes el número de teléfono de Botsen?

– Esto es una pérdida de tiempo -dijo Beate.

Su voz retumbaba en los muros del túnel Kulvert mientras correteaba junto a Harry.

– Puede ser -admitió él-. Como el noventa por ciento de lo que se hace en cualquier investigación.

– He leído todos los informes y los informes de interrogatorios que se han escrito sobre él. Nunca dice nada. Aparte de un montón de tonterías filosóficas que no tienen nada que ver con el caso.

Harry pulsó el interfono que había a un lado de la puerta de hierro gris, al final del túnel.

– ¿Has oído el dicho sobre buscar lo que se ha perdido donde hay luz? Supuestamente, ilustra la vanidad humana. Para mí es sentido común.

– Coloque la tarjeta de identificación delante de la cámara -dijo la voz del interfono.

– ¿Por qué tengo que acompañarte si quieres hablar con él a solas? -quiso saber Beate colándose por la puerta detrás de Harry.

– Es un método que utilizábamos Ellen y yo cuando interrogábamos a los sospechosos. Uno interrogaba y el otro se limitaba a escuchar. Si el interrogatorio se atascaba, hacíamos una pausa. Si yo llevaba el interrogatorio, me iba y Ellen empezaba a hablar de cosas cotidianas. Como dejar de fumar o de que en la tele no dan más que mierda. O de que ella empezaba a notar el pago del alquiler porque había roto con su novio. Después de hablar de esas cosas durante un rato, yo me asomaba y anunciaba que me había surgido algo y que ella debía continuar con el interrogatorio.

– ¿Funcionaba?

– Siempre.

Subieron las escaleras y cruzaron el portón blindado de acceso a la cárcel. El vigilante que había al otro lado del grueso cristal de seguridad los saludó con la cabeza y pulsó un botón.

– El guardia vendrá enseguida -dijo una voz nasal.

El guardia era un hombre de baja estatura con abultados músculos que caminaba con el contoneo propio de un enano. Los condujo hasta el ala de las celdas, donde una galería de tres pisos ribeteados de hileras de puertas de color celeste rodeaba un patio ovalado. Entre los pisos había una red de acero tensada. No se veía ni un alma y el silencio sólo se rompió con el eco de una puerta que se cerró de golpe.

Harry había estado allí en muchas ocasiones, pero cada vez que iba le parecía igual de absurdo que tras aquellas puertas hubiera personas que la sociedad se había visto obligada a encerrar contra su voluntad. Harry no entendía muy bien por qué aquella idea le parecía tan monstruosa. Pero guardaba alguna relación con su visión de aquello como la manifestación física de la venganza oficial, institucionalizada, del crimen.

La balanza y la espada.

El manojo de llaves del guardia sonó cuando abrió la puerta con la palabra «VISITAS» en letras negras.

– Adelante. Llamen cuando quieran salir.

Entraron y la puerta se cerró tras ellos. En el silencio que siguió, Harry percibió el suave murmullo de un tubo fluorescente y las flores de plástico de la pared arrojaban pálidas sombras sobre los desvaídos colores de las acuarelas. Había un hombre sentado en una silla detrás de una mesa, justo en el centro de la pared pintada de amarillo. Tenía los brazos sobre la mesa, a ambos lados de un tablero de ajedrez. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, por encima de las orejas, muy tiesas. Vestía un traje liso y gris, parecido a un mono. Las marcadas cejas y la sombra que caía a un lado de la nariz recta dibujaban una te nítida cada vez que se apagaba el fluorescente. Pero, sobre todo, Harry recordaba la mirada del funeral, con esa mezcla contradictoria de sufrimiento e inexpresión que incitó a Harry a pensar en otra persona.

Harry hizo un gesto a Beate para que se sentara junto a la puerta. Él arrimó una silla a la mesa y se sentó frente a Raskol.

– Gracias por dedicarnos tu tiempo.

– El tiempo aquí es barato -respondió Raskol con una voz sorprendentemente fina y suave.

Hablaba como los europeos del este, con erres fuertes y una dicción clara.

– Ya. Soy Harry Hole y mi colega se llama…

– Beate Lønn. Te pareces a tu padre, Beate.

Harry oyó que Beate se quedaba sin respiración y se dio la vuelta. No se había ruborizado, al contrario, su piel blanca había palidecido aún más y por la dura mueca que perfilaba su boca parecía que la hubieran abofeteado.

Harry carraspeó mirando hacia la mesa y, hasta ese momento, no se había dado cuenta de que la simetría casi tétrica en torno al eje que dividía a Raskol y la habitación en sentido longitudinal, se veía interrumpida por un pequeño detalle. El rey y la reina del tablero de ajedrez.

– ¿Dónde te he visto antes, Hole?

– Paso la mayor parte, del tiempo cerca de personas muertas -dijo Harry.

– Ah, sí, en el funeral. Eras uno de los perros guardianes del comisario jefe, ¿no?

– No.

– Así que no te gusta que te considere su perro guardián. ¿Hay enemistad entre vosotros?

– No -Harry recapacitó-. Pero no nos caemos bien. Tú y él tampoco, por lo que deduje.

Raskol sonrió benigno y el fluorescente se encendió.

– Espero que no se lo tomara como algo personal. Además, parecía un traje muy barato.

– No creo que fuera el traje lo que más le dolió.

– Quería que le contase algo. Así que le conté algo.

– ¿Que los soplones quedan marcados para siempre?

– No está mal, comisario. Pero esa tinta se quita con el tiempo. ¿Juegas al ajedrez?

Harry intentó no darse cuenta de que Raskol había utilizado su graduación. Quizás acertó por casualidad.

– Me pregunto cómo conseguiste esconder después el emisor -dijo Harry-. Oí que pusieron toda esta ala patas arriba.

– ¿Quién dice que escondí algo? ¿Blancas o negras?

– Dicen que aún eres el cerebro de la mayoría de los atracos importantes que se cometen en Noruega, que ésta es tu base de operaciones y que tu parte del botín se ingresa en una cuenta en el extranjero. ¿Por eso te las arreglaste para acabar aquí, en la Brigada A de Botsen, porque es precisamente aquí donde encuentras a quienes cumplen condenas cortas y saldrán pronto para llevar a cabo lo que planeas? ¿Y cómo te comunicas con ellos cuando están fuera? ¿Tienes teléfonos móviles aquí dentro también?

Raskol suspiró.

– Empezaste muy prometedor, comisario, pero ya estás empezando a aburrirme. ¿Jugamos o no?

– Jugar es aburrido -dijo Harry-. A menos que se haga una apuesta.

– Encantado. ¿Qué apostamos?

– Esto.

Harry levantó un llavero con una sola llave y una placa de latón.

– ¿Y qué es eso? -preguntó Raskol.

– Nadie lo sabe. A veces hay que correr un riesgo para comprobar si lo que se apuesta tiene algún valor.

– ¿Por qué iba yo a hacer eso?

Harry se inclinó hacia delante.

– Porque te fías de mí.

Raskol rió con ganas.

– Dame una razón para que me fíe de ti, spiuni.

– Beate -dijo Harry sin apartar la vista de Raskol-. Déjanos solos, por favor.

Escuchó los golpes en la puerta y el ruido de llaves a su espalda. La puerta se abrió y la cerradura emitió un clic al cerrarse.

– Echa un vistazo.

Harry dejó la llave sobre la mesa.

Raskol preguntó, sin apartar la vista de Harry:

– ¿A.A.?

Harry cogió el rey blanco del tablero. Estaba tallado a mano y era de gran belleza.

– Son las iniciales de un hombre que tiene un problema muy delicado. Era rico. Tenía mujer e hijos. Casa y cabaña. Perro y amante. Todo parecía ir sobre ruedas. -Harry le dio la vuelta a la figura-. Pero, con el paso del tiempo, el hombre rico cambió. Los acontecimientos hicieron que un día reconociera que la familia era lo más importante para él. Vendió la empresa, se deshizo de su amante y se prometió a sí mismo y a su familia que a partir de entonces viviría sólo para ellos. El problema fue que la amante empezó a amenazar con desvelar que habían mantenido una relación. Y bueno, quizá también le pidió dinero. No tanto porque fuera grisk sino más bien porque era pobre. Y porque estaba a punto de acabar una obra de arte que consideraba su obra maestra y necesitaba dinero para mostrársela al mundo. Lo presionó más y más, hasta que una noche él decidió hacerle una visita. No era una noche cualquiera; era una noche especial porque ella le había dicho que recibiría la visita de un antiguo amor. ¿Por qué se lo contó? ¿Para ponerlo celoso? ¿O para que viera que había otros hombres que la deseaban? No sintió celos. Se alegró. Aquello era una oportunidad única.

Harry miró a Raskol. Se había cruzado de brazos y observaba a Harry.

– El hombre esperó fuera. Esperó y esperó mientras miraba hacia arriba, a las ventanas iluminadas del apartamento de ella. Justo antes de la medianoche la visita se marchó. Era un hombre cualquiera; en caso necesario, no tendría coartada y, además, se suponía que más tarde alguien sabría que había estado con Anna hasta esa hora. Sin duda, su insomne vecina Astrid Monsen lo habría oído llamar al timbre poco antes. Pero nuestro hombre no llamó al timbre. Nuestro hombre tenía llave. Subió la escalera con sigilo y abrió la puerta del apartamento con la llave.

Harry levantó el rey negro para compararlo con el blanco. Podría creerse que eran iguales, si no se examinaban bien.

– El arma no está registrada. Quizá fuese de Anna, quizá pertenecía al hombre. Yo no sé exactamente qué pasó en el apartamento. Quizás el mundo no lo sepa jamás, porque ella está muerta. Y la policía, por su parte, ha cerrado el caso como suicidio.

– ¿Yo no sé?. ¿La policía, por su parte…? -preguntó Raskol mesándose la barba de chivo-. ¿Por qué no nosotros y por nuestra parte? ¿Simulas ir por libre en esto, comisario?

– ¿A qué te refieres?

– Sabes bien a qué me refiero. Veo que ese truco de mandar fuera a tu colega no tenía otro fin que hacerme creer que esto es un asunto entre tú y yo. Pero… -dijo entrelazando las manos-. Eso no tiene por qué significar que no sea así, después de todo. ¿Sabe alguien más lo que tú sabes?

Harry negó con la cabeza.

– Entonces, ¿qué quieres? ¿Dinero?

– No.

– Yo no respondería tan rápido si fuera tú, comisario. Aún no he tenido tiempo de decirte cuánto vale esa información para mí. Puede que estemos hablando de cantidades de dinero muy sustanciosas. Si puedes probar lo que dices. Y el castigo del culpable se puede llevar a cabo, digamos, en plan privado, sin la intervención innecesaria de las autoridades.

– Ésa no es la cuestión -observó Harry esperando que el sudor de la frente no fuera visible-. La cuestión es cuánto vale para mí la información que tú puedas facilitarme.

– ¿Qué propones, spiuni?

– Lo que propongo -comenzó Harry sosteniendo ambos reyes en la misma mano-… es un trueque. Tú me dices quién es el Dependiente. Yo consigo pruebas contra el hombre que mató a Anna.

Raskol se rió bajito.

– Ya me lo has dicho. Puedes irte, spiuni.

– Piénsalo, Raskol.

– No es necesario. Yo me fío de la gente que persigue el dinero, no de héroes y cruzados.

Se miraron. El fluorescente parpadeó. Harry hizo un gesto afirmativo, dejó las piezas en la mesa, se levantó, se dirigió a la puerta y la golpeó.

– Debes de haberla querido -dijo de espaldas a Raskol-. El apartamento de la calle Sorgenfrigata estaba registrado a tu nombre, y yo sé muy bien que Anna andaba mal de dinero.

– ¿Ah, sí?

– Como el apartamento es tuyo, he avisado al albacea para que te manden la llave. Llegará por mensajero a lo largo del día de hoy. Propongo que la compares con la que yo te he dado.

– ¿Por qué?

– Había tres llaves del apartamento de Anna. Anna tenía una, la segunda la tenía el electricista. Yo encontré ésta en el cajón de una mesilla de noche en la cabaña del hombre del que te hablé. Es la tercera y última llave. La única que pudo usar el asesino de Anna, si fue asesinada.

Oyeron pasos al otro lado de la puerta.

– Y si esto puede avalar mi credibilidad, sólo me interesa salvar mi propio pellejo -terminó Harry.

22

America

La gente bebedora bebe en cualquier parte. Por ejemplo, en el Malik, en la calle Therese. Era una hamburguesería y no tenía nada de lo que convierte al Schrøder en un lugar para, pese a todo, beber con cierta dignidad. Cierto que las hamburguesas que daban en el Malik tenían fama de ser mejores que las de la competencia y, con buena voluntad, se podía decir que la decoración, de inspiración ligeramente india y con fotografías de la familia real noruega, tenía un encanto particular. Pero seguía siendo un local de comida rápida donde a la gente dispuesta a pagar por labrarse cierta reputación de alcohólico jamás se le ocurriría tomarse una cerveza.

Harry nunca había sido uno de ellos.

Hacía mucho que no iba al Malik pero, cuando miró a su alrededor, constató que todo seguía igual. Øystein estaba sentado con varios amigos y una amiga a una mesa de fumadores. Por encima de una gramola de superéxitos de música pop, el Eurosport y el chisporroteo del aceite, mantenía una conversación jovial sobre premios de lotería, el caso Orderud y la escasa moral de un amigo ausente.

– ¡Vaya, Harry, hola! -la voz ronca de Øystein se abrió camino entre la contaminación acústica.

Con un movimiento de cabeza se apartó las greñas largas y grasientas, se frotó la mano en el pantalón y se la ofreció a Harry.

– Éste es el madero del que os hablé, chicos. El que le disparó a aquel tío en Australia. Le diste en la cabeza, ¿no?

– Bien -dijo otro de los dueños, del que Harry no llegó a ver la cara porque estaba inclinado hacia delante con la larga melena como una cortina alrededor del vaso de cerveza-. Saca de aquí esa basura.

Harry señaló hacia una mesa desocupada y Øystein asintió con la cabeza, apagó el cigarrillo, se guardó el sobre de tabaco Petterø en el bolsillo delantero de la camisa vaquera y se concentró en llevar hasta la mesa el nuevo vaso de cerveza sin derramarlo.

– ¡Cuánto tiempo! -exclamó Øystein, que empezó a liarse otro cigarrillo-. Lo mismo me pasa con el resto de los chicos. No los veo nunca. Todos se han mudado, se han casado y han tenido críos. -Øystein se rió con una risa dura y amarga-. Todos sentaron la cabeza, a pesar de todo. ¿Quién lo diría?

– Ya.

– ¿Pasas alguna vez por Oppsal? Tu padre sigue viviendo en la casa, ¿no?

– Sí. Pero no voy mucho por allí. Hablamos por teléfono de vez en cuando.

– ¿Y tu hermana? ¿Está mejor?

Harry sonrió.

– No se mejora del síndrome de Down, Øystein. Pero se las arregla bien. Vive sola en un apartamento en Sogn. Tiene un novio.

– Vaya. Ya es más de lo que tengo yo.

– ¿Qué tal el trabajo en el taxi?

– Acabo de cambiar de jefe, el último me decía que olía mal. Puto loco.

– ¿Y sigues sin estar interesado en volver a dedicarte a la informática?

– ¡Desde luego! ¿Estás loco? -Øystein se sacudía con una risa sincera mientras pasaba la fina punta de la lengua por el papel de liar-. Un millón de sueldo al año y una oficina tranquila, ¡por supuesto que me gustaría! Pero ese tren ya pasó, Harry. En la informática, ya pasó el tiempo de los locos del rock and roll como yo.

– Hablé con un tipo que trabaja en seguridad de datos para el banco DnB. Dijo que te siguen considerando un pionero en descodificación.

– Pionero significa viejo, Harry. Comprenderás que a nadie le interesa un hacker venido a menos que no ha seguido en la brecha durante los últimos diez años. Y, además, todo el jaleo que hubo.

– Ya. ¿Qué es lo que pasó, en realidad?

– ¿Que qué pasó? -Øystein levantó la vista al cielo-. Ya me conoces. Una vez maté un gato… Necesitaba pasta. Me metí con una clave que no tenía que haber tocado. -Encendió el cigarrillo y buscó un cenicero, pero sin éxito-. ¿Y qué pasa contigo? ¿Enroscaste el corcho para siempre, o qué?

– Lo intento. -Harry se estiró para coger el cenicero de la mesa de al lado-. Salgo con una tía.

Le habló de Rakel y de Oleg y del juicio en Moscú. Y de la vida en general. No le llevó mucho tiempo.

Øystein le contó cosas del resto de los amigos de la pandilla que habían crecido juntos en Oppsal. De Siggen, que se había mudado a Harestua con una tía que Øystein encontraba demasiado refinada para él; y de Kristian, que acabó en silla de ruedas después de que un coche lo embistiera al norte de Minnesund, mientras iba en la moto, aunque los médicos opinaban que aún había esperanza.

– ¿Esperanza para qué? -preguntó Harry.

– Para que pueda volver a follar -dijo Øystein apurando el resto del vaso.

Y Tore, que era profesor y se había divorciado de Silje.

– Tiene pocas posibilidades -opinó Øystein-. Ha engordado treinta kilos. Por eso ella se largó. ¡Es verdad! Torkild se la encontró en el centro y ella le dijo que no soportaba toda esa grasa. -Dejó el vaso-. Pero no me habrás llamado para esto, ¿no?

– No, necesito ayuda. Estoy trabajando en un caso.

– ¿Para pescar a los malos? ¿Y acudes a mí? ¡Caramba!

Øystein rompió a reír, pero su risotada se convirtió en tos.

– Es un asunto en el que estoy implicado personalmente -continuó Harry-. Es un poco difícil de explicar con detalle, pero se trata de rastrear a alguien que me escribe correos electrónicos a mi ordenador personal. Creo que los manda desde un servidor con abonados anónimos instalado en algún lugar del extranjero.

Øystein asintió pensativo.

– O sea, ¿tienes problemas?

– Puede ser. ¿Por qué te lo parece?

– Soy un taxista que bebe demasiado y que no está al tanto de las últimas novedades en el campo de la comunicación informática. Y todos los que me conocen saben que no soy de fiar cuando se trata de trabajo. En pocas palabras, la única razón para que vengas a verme es que soy un viejo amigo. Lealtad. Sé mantener la boca cerrada, ¿no es verdad? -Dio otro sorbo del vaso-. Y es verdad que bebo, pero no soy estúpido, Harry. -Se detuvo y dio una honda calada-. Bueno, ¿cuándo empezamos?


La oscuridad de la noche se posaba sobre Slemdal. Se abrió la puerta y aparecieron en la escalera un hombre y una mujer. Se despidieron risueños del anfitrión y descendieron por el camino cubierto de gravilla que crujía bajo los zapatos negros y relucientes mientras, entre susurros, hacían comentarios acerca de la comida, los anfitriones y el resto de los invitados. De ahí que, al salir a la calle Bjørnetråkket, no se fijasen en el taxi que esperaba estacionado un poco más abajo. Harry apagó el cigarrillo, subió el volumen de la radio del coche y escuchó el tema Watching the Detectives de Elvis Costello. En la emisora P4. Se había dado cuenta de que, cuando sus melodías transgresoras favoritas se volvían lo bastante añejas, acababan sonando en emisoras de radio no tan transgresoras. Por supuesto, sabía que eso sólo significaba una cosa, que él también había envejecido. El día anterior, sin ir más lejos, habían puesto a Nick Cave en el programa de las nueve.

Una sugerente voz nocturna anunció Another Day in Paradise y Harry apagó la radio. Bajó la ventanilla y escuchó las atenuadas pulsaciones del bajo que provenía de la casa de Albu, el único sonido que rompía el silencio. Una fiesta para adultos. Conocidos del trabajo, vecinos y antiguos compañeros de estudios del Instituto de Dirección de Empresas. No podía decirse que fuese el baile de los pajaritos, precisamente, pero tampoco una fiesta rave; más bien de gin-tonic, Abba y Rolling Stones. Gente con estudios a punto de cumplir los cuarenta. En otras palabras, de la que se vuelve pronto a casa y tiene canguro. Harry miró el reloj. Pensaba en el nuevo correo que había recibido en su ordenador cuando él y Øystein lo encendieron.

Me aburro. ¿Tienes miedo o es sólo que eres un estúpido?

S#MN

Le había dejado el ordenador a Øystein que, a su vez, le prestó el taxi, un destartalado Mercedes de los años setenta, que fue balanceándose como un viejo colchón de muelles al surcar los badenes de la zona residencial pero, aun así, conducirlo era un sueño. Cuando vio que, de la casa de Albu, salía gente vestida de fiesta, decidió esperar. No había razón para armar un escándalo. Y, de todos modos, debía pensárselo dos veces antes de cometer una estupidez. Harry había intentado mantener la calma pero aquel me aburro se lo impedía.

– Ya lo has pensado -se dijo Harry ante el retrovisor-. Ya puedes cometer una estupidez.

Vigdis Albu abrió la puerta. Había ejecutado ese truco de magia que sólo las malabaristas femeninas dominan y cuyo truco los hombres como Harry nunca consiguen averiguar. Se había convertido en una belleza. Y la única explicación lógica que Harry pudo encontrar fue que llevaba un traje de noche de color turquesa a juego con sus enormes ojos azules, ahora sorprendentemente abiertos.

– Siento molestarla tan tarde, señora Albu. Quisiera hablar con su marido.

– Tenemos invitados -explicó la mujer-. ¿No puede esperar a mañana?

Le sonrió suplicante, pero a Harry no le pasaron inadvertidas sus ganas de cerrar la puerta.

– Lo siento -se lamentó él-. Su marido mintió cuando declaró que no conocía a Anna Bethsen. Y creo que usted también la conocía.

Harry no supo si fue el vestido de noche o lo delicado de la situación lo que lo animó a tratarla de usted. La boca de Vigdis Albu fue a pronunciar una O que enmudeció en sus labios.

– Tengo un testigo que los ha visto juntos -siguió el comisario-. Y ya sé de dónde procede la foto.

Ella parpadeó un par de veces.

– ¿Por qué…? -balbució-. ¿Por qué…?

– Porque eran amantes, señora Albu.

– No, quiero decir, ¿por qué me cuentas esto? ¿Quién te ha dado derecho a contarme tal cosa?

Harry abrió la boca para responder. Iba a decir que, en su opinión, ella tenía derecho a saberlo; que, de todas formas, algún día tendría que salir a la luz, etc. Sin embargo, se quedó mirándola sin pronunciar palabra, pues sabía por qué se lo contaba, pero él mismo no lo había sabido hasta ese momento. Tragó saliva.

– ¿Derecho a qué, querida?

Harry vio a Arne Albu que bajaba la escalera. Le brillaba la frente por el sudor y la pajarita del esmoquin colgaba suelta sobre la pechera de la camisa. Harry oyó que David Bowie afirmaba erróneamente This is not America desde el salón.

– Habla bajito, Arne, vas a despertar a los niños -le advirtió Vigdis sin apartar su mirada implorante de Harry.

– Venga, no se despertarían aunque cayera una bomba atómica -farfulló el marido.

– Creo que es lo que acaba de hacer Hole -observó ella quedamente-. Y por lo que parece, con el deseo de causar el mayor daño posible.

La mirada de Harry se cruzó con la de la mujer.

– ¿Y bien? -sonrió Arne Albu rodeando con el brazo los hombros de su esposa-. ¿Puedo jugar yo también? -Era una sonrisa jocosa y, al mismo tiempo, franca, casi inocente, como la expresión del regocijo irresponsable de un chiquillo que ha tomado prestado el coche de su padre sin permiso.

– Lo siento -dijo Harry-. Pero se acabó el juego. Tenemos las pruebas que necesitamos. Y, en este instante, un experto en informática está rastreando la dirección desde donde has mandado los correos.

– ¿De qué está hablando? -rió Arne-. ¿Pruebas? ¿Correos electrónicos?

Harry lo miró.

– La foto que había en el zapato de Anna la había cogido ella misma de un álbum de fotos el día que ella y tú estuvisteis juntos en la cabaña de Larkollen, hace unas semanas.

– ¿Unas semanas? -preguntó Vigdis mirando a su marido.

– Lo supo cuando le enseñé la foto -le explicó Harry a la mujer-. Y volvió a Larkollen ayer, para dejar una copia en su lugar.

Arne Albu frunció el entrecejo, sin dejar de sonreír.

– ¿Has bebido, agente?

– No debiste decirle que iba a morir -prosiguió Harry, consciente de que estaba a punto de perder el control-. O, al menos, no debiste perderla de vista después. Ella consiguió meter la foto en el zapato, y con ello, consiguió delatarte, Albu.

Harry escuchó la pesada respiración de la señora Albu.

– El zapato…, el zapato… -respondió Albu, mientras le acariciaba la nuca a su mujer-. ¿Sabes por qué los empresarios noruegos no son capaces de hacer negocios en el extranjero? Olvidan el detalle de los zapatos. Usan zapatos comprados en las rebajas de las tiendas de Skoringen, y los combinan con trajes de Prada de quince mil coronas. A los extranjeros les resulta sospechoso. -Albu señaló hacia abajo-. Mira, zapatos italianos hechos a mano. Mil ochocientas coronas. Un precio ridículo cuando pretendes comprar confianza.

– Lo que me gustaría saber es por qué ese empeño tuyo en hacerme saber que existías -continuó Harry-. ¿Por celos?

Arne rompió a reír negando con la cabeza, mientras la señora Albu le apartaba el brazo.

– ¿Creías que yo era su nuevo amante? -insistió Harry-. ¿O quizá que no me atrevería a mover un dedo en un caso en el que podría verme implicado y querías jugar un poco conmigo, acosarme, que me diera cabezazos contra la pared? ¿Era eso?

– ¡Vamos, Arne! ¡Christian quiere pronunciar un discurso!

Un hombre con una copa y un puro en la mano se bamboleaba en lo alto de la escalera.

– Empezad sin mí -respondió Arne-. Voy a despedir a este amable caballero.

El hombre frunció el ceño.

– ¿Hay algún problema? ¿Qué ocurre?

– No, no -lo tranquilizó Vigdis rápidamente-. Vuelve con los demás, Tomas.

El hombre se encogió de hombros y desapareció sin más.

– Siento tener que repetirme, agente -farfulló Albu-. Pero ¿qué correos… electrónicos son ésos?

– Bueno. Mucha gente cree que para enviar un correo anónimo basta con utilizar un servidor que no exija el registro nominal, pero esas personas se equivocan. Un amigo hacker me ha explicado que todo, absolutamente todo lo que se hace en la red, deja una huella electrónica que se puede rastrear, y en este caso se rastreará, hasta el ordenador que lo envió. Sólo es cuestión de saber buscar.

Harry sacó un paquete de tabaco del bolsillo interior de la chaqueta.

– Por favor, no… -comenzó Vigdis, antes de callarse de repente.

– Dime, Albu, ¿dónde estuviste la noche del martes de la semana pasada, entre las once y la una de la madrugada? -preguntó Harry mientras encendía un cigarrillo.

Arne y Vigdis Albu intercambiaron una mirada cómplice.

– Puedes contestar aquí o en la comisaría -añadió Harry.

– Estuvo aquí -dijo Vigdis.

– Como acabo de decir… -Harry exhaló el humo por la nariz, consciente de que estaba exagerando, pero un follón a medias era un follón malogrado, y ya no había vuelta atrás-, puedes contestar aquí o en la comisaría. ¿Queréis que informe a los invitados de que se ha acabado la fiesta?

Vigdis se mordió el labio inferior.

– Pero… te digo que él estaba… -comenzó vacilante.

Ya no quedaba ni rastro de su belleza.

– Está bien, Vigdis -dijo Albu tranquilizándola con unas palmaditas en el hombro-. Vete a atender a los invitados mientras yo acompaño a Hole hasta la verja.

Harry apenas notaba el aire, pero más arriba, por encima de él, debía de soplar el viento con intensidad, pues las nubes avanzaban deprisa por el cielo y de vez en cuando ocultaban la luna. Él y Albu caminaban despacio.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Albu.

– Lo estabas pidiendo.

Albu asintió con la cabeza.

– Sí, es posible. Pero ¿por qué ha tenido que enterarse de esta forma?

Harry se encogió de hombros.

– ¿De qué forma querías que lo supiera?

La música había cesado y desde la casa se oía alguna que otra risa. Christian ya había empezado con sus chistes.

– ¿Puedo pedirte un cigarrillo? -preguntó Albu-. En realidad, lo había dejado.

Harry le dio el paquete.

– Gracias. -Albu se puso el cigarrillo en los labios y se inclinó hacia la llama del mechero que le ofrecía Harry-. ¿Qué quieres? ¿Dinero?

– ¿Por qué todo el mundo me pregunta lo mismo? -murmuró Harry.

– Estás solo. No traes una orden de detención e intentas lanzarme el farol de que me vas a llevar a comisaría. Y si has entrado en la cabaña de Larkollen, tú también tienes problemas.

Harry negó con la cabeza.

– Así que no es dinero, ¿no? -Albu echó la cabeza hacia atrás. Unas estrellas solitarias brillaban en el cielo-. ¿Algo personal, entonces? ¿Erais amantes?

– Creía que lo sabías todo sobre mí -dijo Harry.

– Anna se tomaba el amor muy en serio. Amaba el amor. No, lo adoraba, ésa es la palabra. Ella adoraba el amor. Era lo único que ocupaba un lugar en su vida. Eso, y el odio. -Señaló con la cabeza hacia el cielo-. Esos dos sentimientos eran como estrellas de neutrones en su vida. ¿Sabes qué son las estrellas de neutrones?

Harry negó con la cabeza. Albu alzó el cigarrillo.

– Son residuos estelares tan densos y con tal atracción gravitatoria que si dejara caer este cigarrillo en uno de ellos, impactaría con la misma fuerza que una bomba atómica. Y lo mismo ocurría con Anna. La atracción gravitatoria que sentía hacia el amor y el odio era tan intensa que no cabía nada más en el espacio que quedaba entre ambos sentimientos. Y el más mínimo desencadenante provocaba una explosión nuclear. ¿Entiendes? En realidad, pasó algún tiempo hasta que yo lo comprendí. Era como Júpiter, oculta tras una capa de nubes de azufre. Y humor. Y sexo.

– Venus.

– ¿Cómo dices?

– Nada.

La luna asomó entre dos nubes y el ciervo de bronce emergió de entre las sombras del jardín como un animal fabuloso.

– Anna y yo habíamos quedado en vernos a medianoche -explicó Albu-. Me dijo que conservaba algunos objetos personales que quería devolverme. Yo esperé en el coche, que tenía aparcado en la calle Sorgenfrigata, de doce a doce y cuarto. Habíamos quedado en que la llamaría desde el coche, en lugar de llamar al timbre. Por una vecina muy fisgona, me dijo. Ignoro por qué, pero Anna no contestó a mi llamada, de modo que me fui a casa.

– Así que tu mujer mintió.

– Por supuesto. El mismo día que viniste con la foto quedamos en que me daría una coartada.

– ¿Por qué mencionas esa coartada ahora?

Albu rió relajado.

– ¿Qué importancia tiene eso? Somos dos personas que hablan con la luna por mudo testigo. Después puedo negarlo todo. Si tengo que ser sincero, dudo que puedas utilizar nada en mi contra.

– Entonces, ¿por qué no me cuentas el resto?

– ¿Que la maté, quieres decir? -Volvió a reír, con más fruición que antes-. Tu trabajo es averiguarlo, ¿no?

Había llegado a la verja.

– Sólo pretendías ver cómo íbamos a reaccionar, ¿no es cierto? -Albu aplastó la colilla contra la piedra de mármol-. Y querías vengarte, por eso se lo has contado a ella. Estabas enfadado. Un niño pequeño y enfurruñado que golpea donde puede. ¿Estás satisfecho?

– En cuanto localice la dirección de correo, te tengo -le advirtió Harry.

Ya no estaba enfadado. Sólo cansado.

– No encontrarás una dirección de correo -auguró Albu-. Lo siento, querido amigo. Podemos seguir jugando, pero no vas a ganar.

Y Harry le golpeó. Sus nudillos emitieron un sonido quedo y breve al estrellarse contra la carne. Albu se tambaleó, retrocedió unos pasos y se llevó la mano a la ceja.

Harry vio el vaho gris de su propia respiración en la oscuridad de la noche.

– Tendrán que darte puntos -observó.

Albu vio la sangre que manchaba su mano y volvió a reír.

– Dios mío, Harry, ¡qué mal perdedor eres! ¿Puedo llamarte por tu nombre de pila? Siento que esto nos ha acercado, ¿tú no?

Harry no contestó y Albu rió aún más alto.

– Me pregunto qué vio Anna en ti, Harry. A ella no le gustaban los perdedores. Y mucho menos dejaba que se la follaran.

La risa se intensificaba y se atenuaba a su espalda mientras caminaba en dirección al taxi con la llave tan fuertemente apretada en la mano que sentía los dientes como un mordisco.

23

La nebulosa cabeza de caballo

Cuando sonó el teléfono, Harry se despertó y miró el reloj. Las 7.30. Era Øystein. Hacía sólo tres horas que había salido del apartamento de Harry. Para entonces, había logrado rastrear el servidor hasta Egipto; ahora había llegado más lejos.

– He estado escribiéndome con un viejo conocido. Vive en Malasia y todavía se dedica un poco al pirateo informático. El servidor está en El-Tor, en la península del Sinaí. Tienen varios servidores. Al parecer, aquello es una especie de centro para ese tipo de asuntos. ¿Dormías?

– En cierto modo. ¿Cómo vas a encontrar a nuestro abonado?

– Me temo que sólo hay una forma. Viajar hasta allí con un fajo gordo de americanos verdes.

– ¿Cuánto?

– Lo suficiente para que alguien nos diga con quién hay que hablar. Y para que la persona con la que haya que hablar quiera contar con quién hay que hablar realmente. Y para que la persona con quien haya que hablar realmente quiera…

– Comprendo. ¿Cuánto?

– Mil dólares deberían bastar para un rato.

– ¿Qué me dices?

– Hablo por hablar. ¿Qué coño sabré yo de esas cosas?

– Vale. ¿Te encargas tú?

– Depende.

– Yo quiero pagar lo mínimo. Viajarás con el vuelo más barato y te alojarás en un hotel de mierda.

– Trato hecho.

Eran las doce, y la cantina de la comisaría estaba atestada. Harry apretó los dientes y entró. No era que sus colegas le disgustaran por principio, sólo por instinto. Y la cosa iba a peor a medida que pasaban los años.

Una paranoia completamente normal, a decir de Aune.

– Yo mismo la sufro. Creo que todos los psicólogos van a por mí cuando, en realidad, no serán más de la mitad.

Harry paseó la mirada por el local y vio a Beate con su tartera y la espalda de alguien que estaba con ella. Intentó obviar las miradas de los colegas que ocupaban las mesas por las que pasaba. Algunos murmuraban «hola», pero Harry supuso que lo decían con ironía y siguió sin responder.

– ¿Molesto?

Beate miró a Harry con la expresión de quien se siente descubierto in fraganti.

– En absoluto -dijo la voz familiar del acompañante, que ya se levantaba-. Estaba a punto de irme.

A Harry se le erizó el vello de la nuca, no por principio, sino por instinto.

– Nos vemos esta noche -dijo Tom Waaler dirigiendo con una sonrisa inmaculada al rostro encendido de Beate.

Cogió su bandeja, saludó a Harry y desapareció. Beate clavó la mirada en el queso de cabra que tenía delante mientras intentaba adoptar una expresión facial neutra. Harry se sentó a su lado.

– ¿Y bien?

– ¿Qué? -dijo fingiendo no saber a qué se refería.

– Había un mensaje en mi contestador en el que decías que tenías novedades -dijo Harry-. Supuse que era urgente.

– Ya lo he solucionado. -Beate dio un sorbo del vaso de leche-. Era por los dibujos que realizó el programa de la cara del Dependiente. Estaba nerviosa, porque me recuerdan a alguien.

– ¿Te refieres a las copias que me enseñaste? Pero si no contienen nada que se aproxime siquiera a una cara, no son más que rayas en un folio.

– Aun así.

Harry se encogió de hombros.

– Tú eres la del gyrus fusiforme. Explícate.

– Anoche me di cuenta de quién era.

Ella tomó otro sorbo y se limpió con la servilleta el bigote blanco que le había dejado la leche.

– ¿Sí?

– Trond Grette.

Harry la miró.

– Me tomas el pelo, ¿verdad?

– No -dijo ella-. Sólo digo que existe cierto parecido. Y, al fin y al cabo, Grette estaba cerca de la calle Bogstadveien a la hora del asesinato. Pero, como te dije, ya lo he solucionado.

– ¿Y cómo…?

– Llamé al hospital de Gaustad. Si se trata del mismo atracador que actuó en la sucursal de la calle Kirkeveien, no puede ser Grette. A esa hora, él se encontraba en la sala de televisión con tres enfermeros, como mínimo. Y envié a dos chicos de la científica a casa de Grette para conseguir sus huellas dactilares. Weber acaba de cotejarlas con las huellas de la botella de refresco. Sin lugar a dudas, no son las suyas.

– Es decir, ¿te has equivocado, aunque sólo sea por una vez?

Beate negó con la cabeza.

– Buscamos a una persona con ciertos rasgos físicos idénticos a los de Grette.

– Lamento decirlo, pero Grette no posee ninguna característica física, ni de otro tipo. Es un interventor con aspecto de interventor. Yo ya ni me acuerdo de cómo es.

– Bueno -objetó la joven colega retirando el envoltorio de la siguiente rebanada de pan-. Pero yo no lo he olvidado. Y eso ya es una referencia.

– Ya. Yo tengo una noticia que podría ser buena.

– ¿Sí?

– Voy a ir a Botsen. Raskol quiere hablar conmigo.

– Vaya. Pues suerte.

– Gracias. -Harry se levantó. Vaciló. Se decidió-. Sé que no soy tu padre pero ¿puedo decirte algo?

– Adelante.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía.

– Yo en tu lugar tendría cuidado con Waaler.

– Gracias. -Beate dio un buen mordisco a la rebanada de pan-. En cuanto a lo que dijiste sobre tú y mi padre, es correcto.

– Llevo toda la vida en Noruega -dijo Harry-. Me crié en Oppsal. Mis padres eran maestros. Mi padre está jubilado y, desde la muerte de mi madre, vive como un sonámbulo que sólo visita a los vivos de tarde en tarde. Mi hermana pequeña le echa de menos. Yo también, supongo. Les echo de menos a los dos. Ellos creían que iba a ser profesor. Yo también lo creía. Pero acabé en la Academia de Policía. Con unos cursos de derecho. Si me preguntas por qué elegí ser policía, puedo darte diez razones verosímiles, pero yo mismo no me creo ninguna de ellas. No pienso mucho en ello. Es un trabajo por el que me pagan y a veces creo que hago las cosas bien, con eso basta. Era alcohólico antes de cumplir los treinta. Puede que antes de cumplir los veinte. Según se mire. Dicen que se lleva en los genes. Es posible. De mayor me enteré de que mi abuelo de Åndalsnes se pasó borracho todos y cada uno de sus días, durante cincuenta años. Allí, en Åndalsnes, pasamos todos los veranos hasta que cumplí los quince, y no le noté nada a mi abuelo. Por desgracia, no heredé esa habilidad. He hecho cosas que no han pasado inadvertidas precisamente. Para abreviar diré que es un milagro que aún conserve mi puesto en la policía.

Harry miró el cartel de «no fumar» y encendió un cigarrillo.

– Anna y yo fuimos amantes durante seis semanas. Ella no me amaba. Yo no la amaba a ella. Cuando dejé de verla le hice un favor más grande a ella que a mí mismo, pero ella no lo vio así.

El otro hombre de la habitación hizo un gesto de afirmación.

– He amado a tres mujeres en mi vida -prosiguió Harry-. La primera fue un amor de juventud y estuve a punto de casarme con ella antes de que ambos nos arruináramos la vida. Ella se suicidó mucho después de que yo dejara de verla; aquello no tuvo nada que ver conmigo. La segunda fue asesinada por un hombre al que perseguí hasta la otra punta del mundo. Lo mismo le ocurrió a una colega, Ellen. No sé a qué se debe, pero las mujeres que hay a mi alrededor acaban muriendo. Quizá sean los genes.

– ¿Y qué pasó con la tercera mujer que amaste?

La tercera mujer. La tercera llave. Harry pasó los dedos por las iniciales A.A. y por los dientes de la llave que Raskol le había puesto en la mesa en cuanto entró. Raskol asintió con un gesto cuando Harry le preguntó si era idéntica a la que había recibido por correo.

Luego le pidió a Harry que le contase cosas sobre su vida.

Raskol le escuchaba con los codos apoyados en la mesa y los dedos largos y finos entrelazados, como si rezara. Habían cambiado el fluorescente defectuoso y la luz incidía sobre su rostro como una película de polvo de color azul blanquecino.

– La tercera mujer está en Moscú -dijo Harry-. Creo que es capaz de seguir con vida.

– ¿Es tuya?

– Yo no lo expresaría así.

– ¿Pero sois pareja?

– Sí.

– ¿Y tenéis pensado pasar el resto de la vida juntos?

– Bueno. No hacemos planes. Es un poco pronto para eso.

Raskol sonrió triste.

– Tú no haces planes, quieres decir. Pero las mujeres sí. Las mujeres siempre hacen planes.

– ¿Como tú?

Raskol negó en silencio.

– Yo sólo sé planear atracos de dinero. Cuando se trata de atracar corazones, todos los hombres somos unos aficionados. Creemos que la hemos conquistado, como un mariscal de campo conquista un fuerte y, tarde, o incluso nunca, nos damos cuenta de que nos han embaucado. ¿Has oído hablar de Sun Tzu?

Harry hizo un gesto afirmativo. Un general y estratega chino, autor de El arte de la guerra.

– Dicen que escribió El arte de la guerra. Personalmente, creo que fue obra de una mujer. El arte de la guerra es un libro de tácticas en el campo de batalla pero, en el fondo, describe cómo ganar en conflictos. O, para ser más preciso, el arte de conseguir lo que quieres al menor precio posible. El vencedor no es, necesariamente, el que gana la guerra. Muchos ganaban la corona, pero perdían tantos hombres que sólo podían reinar a expensas del enemigo aparentemente vencido. Las mujeres no son víctimas de la vanidad que aqueja a los hombres en lo que al poder se refiere. Ellas no necesitan que el poder sea visible, sólo quieren el poder para conseguir el resto de las cosas que quieren. Seguridad. Alimento. Gozo. Venganza. Paz. La mujer es el ser humano racional y calculador que piensa más allá de la batalla, más allá de la celebración de la victoria. Y, como posee el don natural de ver las debilidades de su víctima, sabe instintivamente cuándo y dónde debe atacar. Y cuándo no debe hacerlo. Esas cosas no se pueden aprender, spiuni.

– ¿Por eso estás en la cárcel?

Raskol cerró los ojos y se rió en silencio.

– Te puedo responder a eso, pero no creas ni una palabra de lo que diga. Sun Tzu sostiene que el principio fundamental de la guerra es la tromperie, el engaño. Créeme, todos los gitanos mienten.

– Ya. ¿Creerte, como en la paradoja griega?

– Vaya, un policía que conoce algo más que el código penal. Si todos los gitanos mienten y yo soy gitano, no es verdad que todos los gitanos mientan. Si yo digo la verdad y, en efecto, todos los gitanos mienten, entonces, yo miento. Un círculo cerrado lógico del que es imposible salir. Así es mi vida y ésa es la única verdad.

Rió con una risa suave, casi femenina.

– Bueno. Ya has visto mi apertura. Te toca mover.

Raskol miró a Harry. Asintió con la cabeza.

– Me llamo Raskol Baxhet. Es un nombre albano, pero mi padre negaba que fuésemos albanos, decía que Albania era el culo de Europa. Así que a mí y a todos mis hermanos nos contaron que somos nacidos en Rumania, bautizados en Bulgaria y circuncidados en Hungría.

Raskol le contó que su familia era probablemente meckarier, la más numerosa entre los grupos de gitanos albanos. Escaparon de la persecución de gitanos de Enver Hoxha cruzando las montañas hasta Montenegro y emigrando hacia el este.

– Adonde quiera que llegábamos, nos expulsaban a palos. Decían que robábamos. Claro que lo hacíamos, pero ni siquiera se preocupaban por conseguir pruebas. La prueba era que éramos gitanos. Te cuento esto porque para entender a un gitano hay que comprender que ha nacido con una marca de baja ralea en la frente. Nos han perseguido todos y cada uno de los regímenes de Europa. En esto no hay distinción entre fascistas, comunistas o demócratas. Los fascistas sólo fueron un poco más eficaces. Los gitanos no tenemos una visión especial del Holocausto porque no notamos gran diferencia con la persecución a la que ya estábamos habituados. Parece que no me crees.

Harry se encogió de hombros. Raskol cruzó los brazos.

– En 1589, Dinamarca aprobó la pena de muerte para los gitanos -continuó-. Cincuenta años después, los suecos decidieron que había que colgar a todos los hombres gitanos. En Moravia, a las mujeres gitanas les cortaban la oreja izquierda; en Bohemia, la derecha. El arzobispo de Maguncia decretó que todos los gitanos fueran ejecutados sin juicio porque su forma de vida estaba prohibida. En la Prusia de 1725 se decidió que todos los gitanos mayores de dieciocho años fueran ejecutados sin juicio, aunque más tarde se modificó esta ley: se redujo el límite de edad a catorce años. Cuatro de los hermanos de mi padre murieron en cautividad. Sólo uno de ellos durante la guerra. ¿Sigo?

Harry negó con la cabeza.

– Pero eso también es un círculo cerrado lógico -aseguró Raskol-. La razón por la que nos persiguen y por la que sobrevivimos es una y la misma. Somos, y queremos ser, diferentes. Igual que no nos permiten entrar en su mundo, nosotros tampoco permitimos que los gadzos entren en el nuestro. El gitano es ese ser misterioso, extraño y amenazador del que no sabes nada, pero del que oyes toda clase de rumores. Durante muchas generaciones, la gente pensó que los gitanos eran caníbales. Donde yo crecí, en Balteni, a las afueras de Bucarest, decían que somos descendientes de Caín y que estamos condenados a la perdición eterna. Nuestro vecino gadzo nos pagaba para que nos mantuviéramos alejados de ellos.

La mirada de Raskol vagaba por las paredes sin ventanas.

– Mi padre era herrero pero, después de la caída de Chauchescu, en Rumania no había trabajo para los herreros. Tuvimos que mudarnos al vertedero de la periferia de la ciudad, donde vivían los gitanos calderas. En Albania, mi padre fue bulibas, jefe gitano y juez, pero allí, entre los gitanos calderas, no era más que un herrero sin trabajo.

Raskol exhaló un hondo suspiro.

– Nunca olvidaré la expresión de sus ojos el día que llegó a casa arrastrando detrás un pequeño oso pardo domesticado, amarrado a una cuerda. Se lo había comprado a un grupo de domadores de osos con el poco dinero que le quedaba. «Sabe bailar», dijo mi padre. Los comunistas pagaban por ver animales que supiesen bailar. Les hacía sentirse mejor. Stefan, mi hermano, intentó dar de comer al oso, pero el animal no quiso, y mi madre le preguntó a mi padre si estaba enfermo. Él contestó que habían venido andando desde Bucarest y que sólo necesitaba descansar un poco. El oso murió cuatro días después.

Raskol cerró los ojos y exhibió aquella sonrisa suya tan triste.

– Ese mismo otoño, Stefan y yo nos escapamos. Dos bocas menos que alimentar. Nos dirigimos al norte.

– ¿Cuántos años teníais?

– Yo tenía nueve y él, doce. El plan era llegar hasta la Alemania Occidental. Por aquel entonces permitían la entrada a fugitivos de todo el mundo y les daban de comer; quizás una forma de hacer penitencia. Stefan opinaba que cuanto más jóvenes fuéramos, más posibilidades había de que nos dejasen pasar. Pero nos detuvieron en la frontera de Polonia. Conseguimos llegar a Varsovia, donde pasamos la noche bajo un puente, cada uno con su manta, dentro del recinto vallado de Wschodnia, la estación de ferrocarril del este de Varsovia. Sabíamos que allí encontraríamos a un sclepper, un traficante de personas. Después de buscar durante días, dimos con uno que hablaba romani y afirmaba ser guía fronterizo; nos prometió llevarnos a la Alemania Occidental. No teníamos dinero para pagar el precio, pero él dijo que tenía una solución. Conocía a unos hombres que pagaban bien por chicos gitanos jóvenes y guapos. Yo no entendí de qué estaba hablando pero, obviamente, Stefan sí. Se llevó al guía aparte y discutieron mucho mientras el guía señalaba hacia mí. Stefan negó varias veces con la cabeza y, al final, el guía se dio por vencido. Stefan me dijo que esperase hasta que él regresara y se fue en un coche. Yo obedecí, pero pasaron horas. Anocheció, me dormí. Las dos primeras noches que pasamos bajo el puente me había despertado con el chirrido de los frenos al paso de los mercancías, pero mis jóvenes oídos aprendieron rápido que no eran ésos los sonidos que debían preocuparme. Me dormí, pues, y no me desperté hasta escuchar pasos sigilosos en mitad de la noche. Era Stefan. Se metió debajo de la manta y se apretó contra el muro mojado. Lo oí llorar, pero fingí no enterarme y cerré los ojos. Al cabo de un rato, sólo oía los trenes. -Raskol levantó la cabeza-. ¿Te gustan los trenes, spiuni?

Harry hizo un gesto afirmativo.

– El guía volvió al día siguiente. Necesitaba más dinero. Stefan se fue otra vez con él en el coche. Cuatro días más tarde me desperté tempranísimo y vi a Stefan. Había pasado toda la noche fuera. Estaba echado con los ojos entreabiertos, como solía, y vi el vaho de su aliento suspendido en el aire frío de la mañana. Tenía sangre en la frente y un labio hinchado. Cogí la manta y me fui a la Estación Central, ante cuyos servicios se había asentado una familia de gitanos calderas que se dirigían al oeste. Hablé con el mayor de los chicos. Él me contó que la persona que creíamos un schlepper era en realidad un chulo que merodeaba por la estación. A sus padres les había ofrecido treinta zlote si dejaba ir con él a los dos chicos menores. Le enseñé mi manta al chico. Era gruesa y buena, robada de un tendedero de Lublin. Le gustó. Pronto llegaría diciembre. Le pedí que me enseñara su cuchillo. Lo llevaba debajo de la camisa.

– ¿Cómo sabías que tenía una navaja?

– Todos los gitanos llevan navaja. Para comer. Ni siquiera los miembros de una misma familia comparten cubiertos, existe el riesgo de mahrime, de contagio. El chico hizo un buen trueque. Su navaja era pequeña y roma pero, por suerte, pude afilarla en la forja del taller del ferrocarril.

Raskol se pasó la uña del meñique derecho, larga y puntiaguda, por el puente de la nariz.

– Esa misma noche, después de entrar en el coche, Stefan le preguntó al chulo si no tenía un cliente para mí también. Cuando volvió, yo estaba oculto entre las sombras, debajo del puente, mirando los trenes que entraban y salían de la estación. «Ven, sinti -me gritó el chulo-. Tengo un buen cliente. Un hombre rico del partido. ¡Ven, no hay tiempo!» Yo contesté: «Hemos de esperar el tren de Cracovia». Él se me acercó y me agarró del brazo con fuerza. «Tienes que venir ahora, ¿entiendes?» Yo sólo le llegaba al pecho. «Allí viene», dije yo, señalando con la mano. Me soltó y miró hacia arriba. Era una caravana negra de vagones de acero que pasó llena de pálidos rostros que nos miraban. Entonces llegó lo que yo esperaba. El chirrido del acero contra el acero al accionarse los frenos. Un grito que lo encubría todo.

Harry cerró los ojos apretando con fuerza, como si así pudiese dilucidar mejor si Raskol le estaba mintiendo.

– Al paso lento de los últimos vagones, vi un rostro de mujer que me miraba desde una de las ventanillas. Parecía un fantasma. Me recordaba a mi madre. Levanté la navaja ensangrentada y se la enseñé. ¿Y sabes qué, spiuni? Fue el único momento en mi vida en que he sentido auténtica felicidad. -Raskol cerró los ojos como queriendo revivir aquel instante-. Koke per koke. Cabeza por cabeza. Es la expresión albana para aludir a la venganza de sangre. Es la mejor y la más peligrosa embriaguez que Dios ha otorgado al ser humano.

– ¿Qué pasó después?

Raskol volvió a abrir los ojos.

– ¿Sabes lo que significa baxt, spiuni?

– No tengo ni idea.

– El destino. Suerte y karma. Eso es lo que guía nuestras vidas. En la cartera del chulo encontré tres mil zlote. Stefan volvió, cruzamos las vías con el cadáver y lo metimos en uno de los vagones del tren de mercancías que iba rumbo al este. Y nosotros nos encaminamos al norte. Dos semanas más tarde nos colamos en un barco de Danzig que nos llevó a Gotemburgo. Desde allí fuimos a Oslo. Llegamos a Toyen, a un campamento donde había cuatro caravanas, tres de ellas habitadas por gitanos. La cuarta era muy vieja, tenía el eje roto y estaba abandonada. Se convirtió en nuestro hogar durante cinco años. Allí celebramos mi noveno cumpleaños, en Nochebuena, con un vaso de leche y galletas, debajo de la única manta que teníamos. El día de Navidad, cometimos nuestro primer robo en un quiosco y comprendimos que habíamos llegado al lugar adecuado. -Raskol exhibió una amplia sonrisa-. Fue como robar golosinas a unos niños.


Permanecieron un buen rato en silencio.

– Aún tengo la impresión de que no me crees -dijo Raskol al fin.

– ¿Acaso importa? -preguntó Harry.

Raskol sonrió.

– ¿Cómo sabes que Anna no te amaba? -preguntó.

Harry se encogió de hombros.

Cogidos de la mano, atravesaron el Kulvert encadenados por unas esposas.

– No des por hecho que sé quién es el atracador -le advirtió Raskol-. Puede que se trate de uno de fuera.

– Ya lo sé -dijo Harry.

– Bien.

– Entonces, si Anna era hija de Stefan y él vive en Noruega, ¿por qué no vino al funeral?

– Porque está muerto. Hace varios años, cayó de una casa que estaban reformando.

– ¿Y la madre de Anna?

– Ella se fue con su hermana y su hermano a Rumania, después de la muerte de Stefan. Desconozco su dirección. Dudo que tenga.

– Le contaste a Ivarsson que la razón por la que la familia no acudió al funeral fue porque Anna los había deshonrado.

– ¿Eso hice? -Harry vio el regocijo reflejado en los castaños ojos de Raskol-. ¿Me crees si te digo que mentí?

– Sí.

– Pues no mentí. A Anna la habían expulsado de la familia. Ella ya no existía para su padre, que le había prohibido a todo el mundo que pronunciaran su nombre. Para evitar mahrime. ¿Comprendes?

– Creo que no.

Entraron en la Comisaría General y se detuvieron a esperar el ascensor. Raskol murmuró algo para sí antes de decir en voz alta:

– ¿Por qué te fías de mí, spiuni?

– ¿Tengo elección?

– Siempre se tiene elección.

– Es más interesante saber por qué te fías tú de mí. Aunque la llave que te di es igual a la que recibiste del apartamento de Anna, no tiene por qué ser verdad que la encontré en la casa del asesino.

Raskol negó con la cabeza.

– Me malinterpretas. Yo no me fío de nadie. Sólo me fío de mi propio instinto. Y mi instinto me dice que tú no eres un imbécil. Todo el mundo tiene algo por lo que vivir. Algo que se le puede quitar. Tú también. Es así de sencillo.

Se abrieron las puertas del ascensor y entraron los dos hombres.


Harry observó a Raskol en la penumbra mientras éste comprobaba el vídeo del atraco. Estaba sentado con la espalda recta y las palmas de las manos unidas, sin hacer el menor gesto. Ni siquiera cuando el distorsionado sonido del disparo del rifle llenó el aire de House of Pain.

– ¿Quieres verlo otra vez? -preguntó Harry cuando llegaron las últimas imágenes.

– No es necesario -dijo Raskol.

– ¿Y bien? -dijo Harry intentando ocultar su nerviosismo.

– ¿Tienes algo más?

Harry pensó que aquello no tenía buena pinta.

– Bueno. Tengo un vídeo del 7-Eleven que hay al otro lado de la calle, donde estuvo vigilando antes del atraco.

– Pónmelo.

Harry lo pasó dos veces.

– ¿Y bien? -repitió cuando la pantalla se inundó de puntos blancos y negros.

– Tengo entendido que ha cometido varios atracos y también podríamos verlos -dijo Raskol mirando el reloj-. Pero sería una pérdida de tiempo.

– Me pareció que dijiste que tienes todo el tiempo del mundo.

– Una mentira evidente -aclaró antes de ponerse de pie y tenderle la mano-. Tiempo es precisamente lo único que me falta. Tendrás que encadenarme otra vez a ti, spiuni.

Harry maldijo para sus adentros. Esposó a Raskol y caminaron de lado entre la mesa y la pared, hasta llegar a la puerta. Harry asió el tirador.

– La mayoría de los atracadores son almas simples -dijo Raskol-. Por eso se convierten en atracadores.

Harry se detuvo.

– Uno de los atracadores más famosos de la historia fue el estadounidense Willie Sutton -prosiguió Raskol-. Cuando lo atraparon y lo llevaron ante los tribunales, el juez le preguntó por qué atracaba bancos. Sutton respondió: «Because that's where the money is». Se ha convertido en una frase habitual en el lenguaje coloquial estadounidense y, supuestamente, demuestra cómo decir las cosas de forma directa y genial. A mí sólo me demuestra que cogieron a un idiota. Los buenos atracadores no tienen fama ni renombre. Nunca oyes hablar de ellos, porque nunca los han cogido. Porque no son directos ni simples. El que buscáis es de ésos.

Harry esperó.

– Grette -dijo Raskol.


– ¡¿Grette?! -Beate miraba a Harry con los ojos casi desorbitados-. ¿Grette? -repitió con las venas del cuello a punto de estallar-. ¡Grette tiene una coartada! ¡Trond Grette es un interventor que tiene problemas de nervios, no un atracador! Trond Grette es… es… es…

– Inocente -dijo Harry-. Ya lo sé. -Harry había cerrado la puerta del despacho tras de sí y se desplomó en la silla-. Pero no me refería a Trond Grette.

La boca de Beate se cerró con un húmedo chasquido fácilmente perceptible.

– ¿Has oído hablar de Lev Grette? -preguntó Harry-. Raskol dijo que sólo necesitaba ver los treinta primeros segundos, pero quiso ver el resto para asegurarse. Porque nadie ha visto a Lev Grette desde hace varios años. Lo último que sabía Raskol era que Grette vivía en algún lugar del extranjero.

– Lev Grette -repitió Beate con la mirada ausente-. Era uno de esos wonderboys, recuerdo que mi padre me habló de él. He leído informes sobre atracos en los que se sospecha que participó cuando sólo tenía dieciséis años. Se convirtió en una leyenda porque la policía nunca lo atrapó y, cuando desapareció para siempre, ni siquiera teníamos sus huellas digitales. -Miró a Harry-. ¿Cómo pude ser tan estúpida? La misma complexión. La similitud de los rasgos faciales. Es el hermano de Trond Grette, ¿no?

Harry afirmó con un gesto.

Beate frunció el entrecejo.

– Pero… eso significa que Lev Grette asesinó a su propia cuñada.

– Bueno, eso hace que encajen un par de cosas más, ¿no es cierto?

Ella asintió despacio.

– Los veinte centímetros entre ambas caras. Se conocían.

– Y si Lev Grette sabía que le habían reconocido…

– Naturalmente -dijo Beate-. Stine era un testigo y él no podía correr el riesgo de que lo desenmascarase.

Harry se levantó.

– Le pediré a Halvorsen que nos prepare algo muy fuerte. Y ahora, veamos el vídeo.

– Apuesto a que Lev Grette no sabía que Stine Grette trabajaba allí -dijo Harry mirando la pantalla-. Lo interesante es que probablemente la reconociera y, aun así, decidiera utilizarla como rehén. Tenía que saber que ella le reconocería de cerca, al menos, por la voz.

Beate movió la cabeza sin entender mientras observaba las imágenes del banco cuando todo estaba aún en calma y August Schulz, arrastrando los pies, seguía a medio camino de su mostrador.

– Entonces, ¿por qué lo hizo?

– Es un profesional. No deja nada al azar. Stine Grette quedó condenada a muerte desde ese momento. -Harry congeló la imagen donde el atracador había entrado por la puerta y acababa de escanear el local con la mirada-. Cuando vio a Grette y entendió que había alguna posibilidad de que lo identificara, supo que ella tenía que morir. Por eso podía utilizarla como rehén.

– Frío como el hielo.

– Cuarenta bajo cero. Lo único que no acabo de entender es que llegue al extremo de cometer un asesinato para no ser reconocido, cuando ya está en busca y captura por otros atracos.

Weber entró en el salón con la bandeja del café.

– Sí, pero Lev Grette no está en busca y captura por atraco -puntualizó Weber posando la bandeja sobre la mesa con cuidado.

El salón parecía haberse amueblado allá por los años cincuenta y, desde entonces, ninguna mano de hombre lo había modificado. Las sillas de felpa, el piano y las plantas llenas de polvo del alféizar, irradiaban un extraño silencio; hasta el péndulo del reloj de pared de la esquina oscilaba silenciosamente. La mujer canosa y de ojos brillantes cuyo retrato colgaba enmarcado sobre la chimenea sonreía sin emitir sonido alguno; era como si el silencio se hubiera instalado allí cuando Weber enviudó hace ocho años, como si cuanto había a su alrededor hubiese enmudecido; incluso parecía imposible arrancarle una nota al piano. El apartamento estaba en el primer piso de un viejo edificio de Tøyen, pero el ruido de los coches sólo acentuaba el silencio del interior de la casa. Weber se sentó en uno de los dos sillones de orejas, con cuidado, como si fuera una pieza de museo.

– Nunca encontramos la menor prueba concreta de que Grette estuviera implicado en ninguno de los atracos. Ninguna descripción de testigos, ningún soplón del entorno, ninguna huella dactilar ni cualquier otra pista técnica. Los informes sólo lo tomaban por sospechoso.

– Ya. Si Stine Gette no podía delatarlo, era un hombre sin antecedentes.

– Correcto. ¿Una galleta?

Beate negó con la cabeza.

Era el día libre de Weber, pero Harry había insistido por teléfono en que era urgente que hablasen. Notó que a Weber no le gustaba recibir visitas en su casa, pero no dio importancia a ese detalle.

– Hemos hablado con el responsable de guardia en la científica para cotejar las huellas dactilares de la botella de refresco de cola con las de los anteriores atracos que se sospechan cometidos por Lev Grette -afirmó Beate-. Pero no encontró equivalencias.

– Es lo que te digo -insistió Weber comprobando que la tapa de la cafetera estaba bien encajada-, Lev Grette nunca dejó pistas en la escena del crimen.

Beate hojeó sus notas.

– ¿Estás de acuerdo con Raskol en que Lev Grette es el atracador?

– Bueno. ¿Por qué no? -Weber empezó a servir el café.

– Porque nunca se ha recurrido a la violencia en ninguno de los atracos que se le imputan. Y porque ella era su cuñada. Matar por temor a que te reconozcan es un móvil bastante flojo, ¿no crees?

Weber dejó de servir y dedicó una mirada inquisitiva primero a ella y luego a Harry, que se encogió de hombros.

– No -respondió Weber categórico antes de seguir sirviendo las tazas.

Beate se sonrojó hasta las cejas.

– Weber pertenece a la escuela clásica -explicó Harry exculpándolo-. En su opinión, el asesinato excluye por definición un móvil racional. Sólo existen grados de móviles confusos que de vez en cuando parecen sensatos.

– Exacto -confirmó Weber y dejó la cafetera en la mesa.

– Lo que me intriga es por qué Lev Grette se fugó del país si la policía no tenía nada contra él -insistió Harry.

Weber fingió retirar unas motas invisibles del reposabrazos.

– No lo sé con seguridad.

– ¿Con seguridad?

Weber apretó la delgada y fina asa de porcelana de la taza entre el dedo pulgar, grande y grueso, y un dedo índice que amarilleaba de nicotina.

– Por aquel entonces circulaba un rumor. Nada de fiar. Se contaba que no huyó de la policía. Alguien había oído decir que el último atraco no había salido del todo según el plan. Que Grette dejó a su compinche en la estacada.

– ¿En qué sentido? -inquirió Beate.

– Nadie lo sabía. Algunos pensaban que Grette iba de conductor y que escapó del lugar del atraco cuando llegó la policía, aunque el otro aún estaba en el banco. Otros decían que el atraco había salido bien pero que Grette se había largado al extranjero con el dinero de ambos. -Weber tomó un sorbo y dejó la taza sobre la mesa con mucho mimo-. Pero lo interesante para el caso que nos ocupa ahora probablemente no sea cómo pasó, sino quién era la otra persona.

Harry miró a Weber.

– ¿Quieres decir que era…?

El viejo policía de la científica asintió con un gesto.

– Mierda -se lamentó Harry.

Beate puso el intermitente izquierdo y esperó a encontrar un hueco en la hilera de coches que venían desde la derecha, de la calle Tøyengata. La lluvia tamborileaba en el techo. Harry cerró los ojos. Sabía que, si se concentraba, conseguiría que el ruido de los vehículos que pasaban sonase como el de las olas que azotaban la proa del ferry durante aquel vendaval que pasó mirando hacia abajo, a la blanca espuma del mar, cogido de la mano de su abuelo. Pero no tenía tiempo.

– Así que Raskol tiene un asunto pendiente con Lev Grette -dijo Harry antes de abrir los ojos-. Y lo señala a él como el atracador. ¿Es realmente Grette el del vídeo o debemos suponer que Raskol sólo quiere vengarse? ¿O es otra de las jugarretas de Raskol para engañarnos?

– O, como dijo Weber, no es más que un rumor -precisó Beate.

Seguían llegando coches por la derecha mientras ella tamborileaba en el volante con impaciencia.

– A lo mejor tienes razón -admitió Harry-. Si Raskol quisiera vengarse de Grette, no necesitaría la ayuda de la policía. Pero, si sólo es un rumor, ¿por qué señala a Grette si fue él el autor?

– ¿Una ocurrencia?

Harry negó con un gesto.

– Raskol es un estratega. No señala al hombre equivocado sin una buena razón. No es seguro que el Dependiente esté solo en esto.

– ¿Qué quieres decir?

– A lo mejor es otra persona quien planea los atracos. Alguien que está dentro de la red que suministra las armas. El coche para la fuga. El piso franco. Un deaner que después haga desparecer la ropa y las armas del atraco. Y un washer que blanquee el dinero.

– ¿Raskol?

– Si lo que Raskol pretende es desviar nuestra atención del verdadero culpable, ¿qué resulta más ingenioso que enviarnos a buscar a un hombre cuyo paradero todos ignoran, un tipo que esté muerto y enterrado o que viva en el extranjero con otro nombre, un sospechoso al que nunca podríamos eliminar del caso? Al endosarnos un proyecto eterno como ése, nos hará perseguir nuestra propia sombra, en lugar de a su hombre.

– ¿Así que crees que miente?

– Todos los gitanos mienten.

– ¿Ah, sí?

– Cito a Raskol.

– Por lo menos tiene sentido del humor. ¿Y por qué no iba a mentirte a ti si ha mentido a todos los demás?

Harry no contestó.

– Por fin un hueco -dijo Beate pisando ligeramente el acelerador.

– ¡Espera! -dijo Harry-. Gira a la derecha. Hacia la calle Finnmarksgata.

– De acuerdo -respondió Beate sorprendida antes de girar ante el parque de Tøyen.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a casa de Trond Grette, tenemos que verle.

Habían retirado la red de la cancha de tenis. Y no había luz en ninguna de las ventanas de Grette.

– No está en casa -dedujo Beate después de llamar dos veces al timbre.

Se abrió la ventana de la vecina.

– Trond está en casa -les informó un rostro arrugado de mujer que Harry halló más bronceado que la vez anterior-. Pero no quiere abrir. Siga llamando un buen rato y acabará por venir a abrir.

Beate mantuvo pulsado el botón del timbre y, al cabo de un minuto, oyeron un ruido espantoso procedente del interior de la casa. La ventana cercana se cerró y enseguida vieron aparecer un pálido rostro de mirada indiferente enmarcada por dos anillos de color negro azulado. Trond Grette llevaba puesta una bata amarilla. Parecía recién levantado después de dormir una semana entera aunque se veía que no había sido suficiente. Sin mediar palabra, levantó una mano para indicarles que entrasen. La luz del sol le arrancó un destello al anillo de diamantes del dedo meñique.

– Lev era diferente -dijo Trond-. Estuvo a punto de matar a un hombre cuando tenía quince años.

Sonrió al aire como si evocara un recuerdo entrañable.

– Era como si nos hubieran dado una serie completa de genes para repartir entre los dos. Lo que él no tenía, lo tenía yo, y viceversa. Nos criamos aquí, en Diesengrenda, en esta casa. Lev era una leyenda entre el vecindario, pero yo sólo era el hermano pequeño de Lev. Entre mis primeros recuerdos hay uno del colegio, del día que Lev se puso a hacer equilibrios por el canalón durante el recreo. Era un edificio de cuatro pisos y los profesores no se atrevieron a subir a buscarlo. Los demás le animábamos desde abajo, mientras él bailaba en las alturas con los brazos extendidos. Todavía veo su silueta perfilada contra el cielo azul. En ningún momento tuve miedo, ni se me pasó por la cabeza que mi hermano mayor se pudiera caer. Y creo que todo el mundo sintió lo mismo. Lev era el único capaz de dar una paliza a los hermanos Gausten, de los bloques de la calle Traverveien, a pesar de que eran dos años mayores y habían pasado por un reformatorio. Lev le quitó el coche a mi padre cuando tenía catorce años, se fue hasta Lillestrom y volvió con una bolsa de caramelos Twist que había robado en el quiosco de la estación de tren. Mi padre no se dio cuenta de nada. Y la bolsa de Twist me la dio a mí.

Daba la impresión de que Trond Grette intentaba reír. Estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina. Trond había hecho chocolate caliente. Había sacado los polvos de cacao de una lata que se quedó mirando un buen rato. Alguien había escrito «KAKAO» con rotulador en la lata de metal. La letra era esmerada y femenina.

– Lo peor es que Lev pudo haber sido algo grande -dijo Trond-. El problema era que enseguida se cansaba de todo. Todos decían que era el mejor talento futbolístico que Skeid había tenido en muchos años pero, cuando lo llamaron para una concentración del equipo nacional de alevines, no le dio la gana de presentarse. A los quince años pidió prestada una guitarra y, dos meses después, actuó en el colegio con composiciones propias. Más tarde, un tipo llamado Waaktar le ofreció tocar en un conjunto de Grorud, pero él dijo que no porque eran muy malos. A Lev todo se le daba bien. Habría sacado buenas notas en el colegio si hubiera hecho los deberes y no hubiera faltado tanto. -Trond exhibió una sonrisa amarga-. Me pagó con chucherías robadas para que imitara su caligrafía y escribiera por él sus trabajos escolares. Así, por lo menos, sacó buenas notas en noruego. -Trond se rió pero enseguida recobró el aspecto grave-. Luego se cansó de la guitarra y empezó a juntarse con una panda de chicos de Årvoll, todos mayores que él. A Lev nunca le importó dejar lo que tenía entre manos porque siempre había algo más, algo mejor, algo emocionante tras la siguiente curva.

– A lo mejor suena tonto preguntarle esto a un hermano, pero ¿dirías que lo conoces bien? -quiso saber Harry.

Trond se lo pensó un poco.

– No, no es una pregunta tonta. Sí, hemos crecido juntos. Y sí, Lev era extrovertido y divertido y todos, chicos y chicas, querían conocerle. Pero Lev era, en realidad, un lobo solitario. Me dijo una vez que nunca había tenido amigos de verdad, sólo novias y adeptos. Había muchas cosas de Lev que yo no entendía. Como cuando los hermanos Gausten venían a armar bronca. Eran tres, y todos mayores que Lev. Los otros chicos del barrio y yo nos largábamos en cuanto los veíamos. Pero Lev se quedaba. Estuvieron dándole palizas durante cinco años. Hasta que un día vino el mayor solo, Roger. Nosotros nos piramos, como siempre. Cuando asomé la cabeza por la esquina, vi a Roger tumbado en el suelo, debajo de Lev. Le había inmovilizado los brazos con las piernas y sostenía un palo. Me acerqué a mirar. Aparte de la acelerada respiración, no emitían sonido alguno. Fue entonces cuando vi que Lev le había metido el palo en el ojo a Roger.

Beate se revolvió en la silla.

– Lev estaba totalmente concentrado, como si fuera algo que le exigiese gran precisión y cuidado. Como si intentase extraerle el globo ocular. Y Roger lloraba sangre que resbalaba del ojo a la oreja y del lóbulo de la oreja al asfalto. Era tal el silencio, que se oía la sangre contra el suelo. Plop, plop.

– ¿Y qué hiciste tú? -preguntó Beate.

– Vomité. Nunca he soportado la sangre, me marea y me pone mal cuerpo. -Trond hizo un gesto con la cabeza-. Lev soltó a Roger y me llevó a casa. A Roger le curaron el ojo pero después de aquello nunca más volvimos a ver a los hermanos Gausten por el barrio. En momentos así pensaba que mi hermano mayor se trasformaba en otra persona, en un desconocido que, de vez en cuando, nos hacía una visita inesperada. Por desgracia, con el tiempo aquellas visitas cada vez fueron más frecuentes.

– Dijiste que había intentado matar a un hombre.

– Fue una mañana de domingo. Lev cogió un destornillador y un lápiz y se fue en bicicleta hasta uno de los pasos elevados para peatones que hay sobre la calle Ringveien. Habréis pasado por alguno, ¿no? Da un poco de miedo porque vas caminando sobre las cuadrículas del enrejado metálico y ves el asfalto a siete metros por debajo de ti. Como digo, era un domingo por la mañana y había poca gente. Lev soltó los tornillos de una de las rejillas de hierro. Sólo dejó dos tornillos en un lado y puso el lápiz en una esquina para apoyar la rejilla en él. Luego esperó. Primero llegó una mujer que, según Lev, «parecía recién follada». Llevaba ropa de fiesta, estaba despeinada, maldecía y cojeaba porque tenía un tacón roto. -Trond rió bajito-. Lev sabía mucho para tener quince años. -Se llevó la taza a la boca y miró sorprendido por la ventana de la cocina: allí estaba el camión de la basura que se detuvo ante los contenedores situados detrás del tendedero-. ¿Hoy es lunes?

– No -dijo Harry, que no había tocado su taza-. ¿Cómo le fue a la chica?

– Hay dos hileras de rejillas de hierro. Ella pasó sobre la fila de la izquierda. Mala suerte, lo llamó Lev. Dijo que habría preferido que fuese ella en lugar del hombre mayor. Luego vino el viejo, que tomó la hilera derecha. La rejilla suelta estaba un poco más alta que las otras por el lápiz de la esquina y Lev pensó que el viejo se había dado cuenta del peligro, porque fue aminorando el ritmo de su marcha a medida que se acercaba. Cuando iba a dar el paso decisivo, se quedó congelado en el aire.

Trond movía lentamente la cabeza mientras veía cómo el camión de la basura masticaba los desperdicios del vecindario.

– Cuando puso el pie en la rejilla, ésta se abrió como una trampilla, ya sabéis, eso que se usa en los ahorcamientos. El viejo se fracturó ambas piernas por las pantorrillas cuando se dio contra el asfalto. Si no hubiera sido porque era un domingo por la mañana, lo habrían atropellado en el acto. Lev lo llamó mala suerte.

– ¿Eso también se lo contó a la policía? -preguntó Harry.

– Sí… la policía… -dijo Trond mirando el interior de la taza-. Llamaron al timbre dos días más tarde. Y fui a abrir. Preguntaron si la bicicleta que había fuera pertenecía a alguien de la casa. Dije que sí. Al parecer, un testigo había visto a Lev salir del paso elevado y había descrito la bicicleta y a un chico que llevaba una chaqueta roja. Así que les enseñé la chaqueta roja que Lev llevaba puesta.

– ¿Tú delataste a tu hermano? -preguntó Harry asombrado.

Trond suspiró.

– Dije que la bicicleta era mía. Y la chaqueta, también. Y Lev y yo nos parecemos bastante.

– ¿Por qué demonios hiciste eso?

– Sólo tenía catorce años y era demasiado joven para que me hicieran algo. A Lev lo habrían enviado al mismo reformatorio que había ido Roger Gausten.

– Pero ¿qué dijeron tu madre y tu padre?

– ¿Qué iban a decir? Todos los que nos conocían sabían que Lev había sido el autor de aquello. Él era el loco que mangaba chucherías y tiraba piedras, y yo era el niño bueno que hacía los deberes y ayudaba a las señoras mayores a cruzar la calle. Después, nunca más se habló de aquello.

Beate carraspeó.

– ¿Quién propuso que tú asumieses la culpa?

– Yo. Yo quería a Lev a más que nada en el mundo. Pero lo puedo decir ahora que el caso ha prescrito. Y el hecho es que… -Trond sonrió con esa risa ausente tan suya-. Algunas veces deseaba haber sido yo quien se hubiera atrevido a hacerlo.

Harry y Beate removían sus tazas en silencio. Harry se preguntaba quién de ellos acabaría formulando la pregunta. Si hubiera venido con Ellen, lo habrían notado.

– ¿Dónde…? -empezaron al unísono. Trond parpadeó confuso. Harry le hizo un gesto afirmativo a Beate.

– ¿Dónde está tu hermano ahora? -preguntó ella.

– ¿Dónde… está Lev? -Trond la miró sin entender.

– Sí -dijo ella-. Sabemos que ha estado desaparecido.

Grette se volvió hacia Harry.

– No dijisteis que se tratara de Lev… -El tono de voz era acusador.

– Dijimos que hablaríamos de unas cosas y de otras. Y hemos acabado hablando de esto -constató Harry.

Trond se levantó de repente, cogió la taza, se dirigió a la pila y vertió el cacao.

– Pero Lev… está… ¿Qué relación iba a tener él con esto?

– Probablemente nada -dijo Harry-. En tal caso, nos gustaría contar con tu ayuda para eliminarlo del caso.

– Ni siquiera vive en el país -suspiró Trond volviéndose hacia ellos.

Beate y Harry intercambiaron una mirada elocuente.

– ¿Y dónde vive? -preguntó Harry.

Trond titubeó una décima de más antes de contestar.

– No lo sé.

Harry miró el camión de basura amarillo que pasaba por la calle.

– No eres muy bueno mintiendo, ¿verdad?

Trond lo miró fijamente sin contestar.

– Ya -dijo Harry-. A lo mejor no podemos esperar que nos ayudes a encontrar a tu hermano. Pero, por otro lado, es tu mujer quien fue asesinada. Y tenemos un testigo que ha señalado a tu hermano como el asesino.

Levantó la vista hacia Trond al pronunciar la última palabra, y vio saltar su nuez debajo de la piel blanquecina. En el silencio que siguió oyeron una radio encendida en el apartamento contiguo.

Harry carraspeó.

– Así que, si hubiera algo que nos quisieras contar, te lo agradeceríamos mucho.

Trond negó con la cabeza.

Se quedaron un rato más, y luego Harry se levantó.

– Bien. Sabes dónde encontrarnos si recuerdas algo.

De nuevo en la escalera, Trond tenía la misma cara de cansado que cuando llegaron. Harry entrecerró sus ojos enrojecidos a la luz del sol bajo que asomaba por entre las nubes.

– Comprendo que no es fácil, Grette -dijo-. Pero quizá sea hora de quitarse esa chaqueta roja.

Grette no contestó, y lo último que vieron antes de salir del aparcamiento fue a Grette en la escalera tironeando del anillo de diamantes que lucía en el dedo meñique, y una cara morena y arrugada tras la ventana vecina.


Las nubes se disiparon por la tarde. Al final de la calle Dovregata, cuando volvía a casa desde el Schrøder, Harry se detuvo a contemplar las estrellas. Los astros fulguraban en un cielo sin luna. Una de las luces pertenecía a un avión que avanzaba hacia el norte, a Gardermoen. La nebulosa Cabeza de Caballo, en la constelación de Orion. La nebulosa Cabeza de Caballo. Orion. ¿Quién le había hablado de eso? ¿Fue Anna?

Cuando llegó al apartamento, encendió el televisor para ver las noticias de NRK. Más historias heroicas de bomberos estadounidenses. La apagó. En la calle, una voz de hombre gritó un nombre de mujer, parecía borracho. Harry buscó en los bolsillos el papelito con el nuevo número que le había dado Rakel, y descubrió que, en uno de ellos, aún conservaba la llave con las iniciales A.A. La dejó en el fondo del cajón de la mesa del teléfono antes de marcar el número. Nadie contestó. Así que, cuando sonó el teléfono estaba seguro de que sería ella, pero distinguió la voz de Øystein en el carraspeo de la línea.

– ¡Joder, cómo conducen aquí!

– No hace falta que grites, Øystein.

– ¡Parece que intentan cargarse todo lo que circule por la carretera, coño! Cogí un taxi desde Sharm ash-Shaykh. Un viaje tranquilo, pensé, directamente a través del desierto, poco tráfico, carretera recta… ¡Pues estaba equivocado! Te juro que es un milagro que esté vivo. ¡Y hace un calor horrible! ¿Y has escuchado los grillos de aquí, los grillos del desierto? Es el canto de grillos más escandaloso del mundo. Por el tono, quiero decir. Se te mete directamente en el córtex cerebral, una cabronada. Y el agua de aquí es de locos. ¡Terrible! Totalmente turbia, con un tono verdoso. Mantiene la misma temperatura que el cuerpo, así que tampoco la notas. Ayer salí del mar y, ¡joder!, no podría asegurar que había estado dentro…

– Deja las temperaturas del baño, Øystein. ¿Has encontrado algún servidor?

– Sí y no.

– ¿Qué significa eso?

Harry no obtuvo respuesta. Obviamente, los había interrumpido una discusión al otro lado, y Harry oyó fragmentos de «The Boss» y «The Money».

– Harry. Sorry, los chicos de aquí están un poco paranoicos. Yo también. ¡Hace un calor de cojones! Pero he encontrado lo que creo que es el servidor correcto. Es posible que los chicos intenten engañarme, pero mañana voy a ver la máquina y a encontrarme con el jefe. Tres minutos al teclado y sabré si es el correcto. Espero. Te llamo mañana. Tendrías que ver los cuchillos que tienen estos beduinos…

La risa de Øystein resonó cavernosa.

Lo último que hizo Harry antes de apagar la luz del salón fue consultar una enciclopedia. La nebulosa Cabeza de Caballo era una nebulosa oscura de la que no se sabía gran cosa; tampoco de Orion, aparte de que se consideraba una de las constelaciones más hermosas. Pero Orion también era una figura de la mitología griega, un titán y gran cazador, ponía. Fue seducido por Eos, y Artemisa lo mató presa de la ira. Harry se acostó con la sensación de que alguien pensaba en él.

Cuando abrió los ojos a la mañana siguiente, tenía los pensamientos revueltos y a jirones, con una vaga imagen de cosas que recordaba a medias. Era como si alguien hubiera practicado un registro en su cerebro y el contenido, que antes estaba ordenado en cajones y armarios, se hubiera desparramado por todas partes. Seguramente, había soñado algo. El teléfono de la entrada sonaba sin cesar.

Harry se obligó a levantarse. Era Øystein, otra vez; estaba en una oficina de At Tur.

– Tenemos un problema -dijo.

24

São Paulo

La boca y los labios de Raskol dieron forma a una sonrisa afable. Por tanto, resultaba imposible saber si en ese momento sonreía con afabilidad o no. Harry hubiera jurado que no.

– Así que tienes un amigo que está buscando un número de teléfono en una ciudad de Egipto -dijo Raskol sin que Harry fuera capaz de descifrar si el tono de voz era sarcástico o sólo constataba un hecho.

– Sí, en At Tur -explicó Harry frotando la palma de la mano contra el reposabrazos de la silla.

Sentía un intenso malestar. No sólo por hallarse una vez más en la aséptica sala de visitas de la cárcel, sino por todo el asunto. Había sopesado las posibilidades que le quedaban: pedir un préstamo personal; contárselo todo a Bjarne Møller; vender el Ford Escort al taller donde ya se encontraba. Pero ésta era la única posibilidad realista, lo único lógico que podía hacer. Y era una locura.

– El número de teléfono no es sólo un número -dijo Harry-. Nos llevará al abonado que me ha enviado el correo electrónico. Un correo que demuestra que tiene información detallada sobre la muerte de Anna y que no podría tener a menos que hubiese estado con ella justo antes de su muerte.

– Tu amigo dice que el servidor pide sesenta mil libras egipcias. ¿Es eso?

– Alrededor de ciento veinte mil coronas.

– ¿Y pretendes que yo te las dé?

– Yo no pretendo nada, sólo te cuento cómo está la situación. Quieren el dinero, y no lo tengo.

Raskol se pasó un dedo por el labio superior.

– ¿Por qué iba a ser esto un problema mío, Harry? Hemos hecho un trato, y yo he cumplido con mi parte.

– Yo cumpliré con mi parte, pero sin dinero tardaré más.

Raskol negó con la cabeza, estiró los brazos y murmuró algo que Harry supuso romaní. Øystein se había mostrado desesperado por teléfono. Había dicho que no tenía duda de que habían encontrado el servidor correcto. Pero él se había imaginado una antigualla oxidada dentro de una caseta que funcionase a trancas y barrancas, y un tratante con turbante que pidiera tres camellos y un cartón de cigarrillos estadounidenses a cambio de pasarle toda la lista de abonados. Sin embargo, había acabado en una oficina con aire acondicionado donde el joven y trajeado egipcio que atendía desde el otro lado del escritorio lo miró a través de unas gafas con montura de plata diciendo que el precio era «non negotiable», que el pago debía ser en efectivo para que no pudiera rastrearse mediante los sistemas bancarios, y que la oferta sólo se mantendría durante tres días.

– Supongo que has pensado en las consecuencias si se llega saber que has recibido dinero de alguien como yo estando de servicio.

– No estoy de servicio -dijo Harry.

Raskol se frotó ambas orejas con las palmas de las manos.

– Sun Tzu dice que si no controlas los acontecimientos, ellos te controlan a ti. No controlas los acontecimientos, spiuni. Eso quiere decir que has metido la pata. No me fío de las personas que meten la pata. Por lo tanto, tengo una propuesta. Propongo que lo hagamos fácil para ambas partes. Tú me das el nombre de ese hombre, y yo me encargo del resto.

– ¡No! -Harry dio una palmada en la mesa-. No podemos denigrarlo a tercera clase dejándolo en manos de tus gorilas. Lo quiero encerrado.

– Me sorprendes, spiuni. Si te he entendido bien, tu situación a causa de este asunto es ya algo incómoda. ¿Por qué no dejar que se haga justicia de la manera menos dolorosa posible?

– Nada de vendetta. Ése era el trato.

Raskol sonrió.

– Eres duro de pelar, Hole. Me gusta. Y respeto los acuerdos. Pero empiezas a meter la pata, ¿cómo puedo estar seguro de que este hombre es el correcto?

– Tú mismo comprobaste que la llave que encontré en su cabaña era idéntica a la de Anna.

– Y ahora vienes a pedirme ayuda otra vez. Así que tienes que darme algo más.

Harry tragó saliva.

– Cuando encontré a Anna, tenía una foto en el zapato.

– Continúa.

– Creo que tuvo el tiempo justo para meterla allí antes de que el asesino le pegara el tiro. Es una foto de la familia del asesino.

– ¿Eso es todo?

– Sí.

Raskol negó con la cabeza. Miró a Harry y repitió el gesto.

– No sé quién es más tonto en este caso. Tú, que te dejas engañar por tu amigo, o tu amigo, que cree que podrá esconderse después de haberme robado el dinero. -Exhaló un hondo suspiro-. O yo, por daros ese dinero.

Harry pensó que sentiría alegría o, cuando menos, alivio. Pero lo único que experimentó fue que el nudo del estómago se acentuaba.

– ¿Y qué datos necesitas?

– Sólo el nombre de tu amigo y el banco de Egipto de donde quiere retirar el dinero.

– Lo tendrás dentro de una hora.

Harry se levantó.

Raskol se frotó las muñecas como si acabara de quitarse unas esposas.

– Espero que no creas que me entiendes, spiuni -le dijo bajito y sin levantar la vista.

Harry se detuvo.

– ¿Qué quieres decir?

– Soy gitano. Mi mundo podría ser un mundo al revés. ¿Sabes cómo se dice Dios en romani?

– No.

– Devel. Extraño, ¿no? Cuando uno quiere vender su alma, debe saber a quién se la vende, spiuni.

Halvorsen creía que Harry parecía cansado.

– Define cansado -lo retó Harry, inclinándose hacia atrás en la silla-. O bueno, mejor no.

Cuando Halvorsen preguntó qué tal iban las cosas, y Harry respondió que definiera «ir», Halvorsen lanzó un suspiro y salió del despacho para comprobar si tenía más suerte con Elmer.

Harry marcó el número que le había dado Rakel, pero volvió a oír la voz rusa que, según suponía, le comunicaba algún tipo de incidencia. Llamó a Bjarne Møller e intentó transmitirle al jefe la impresión de que no pasaba nada relevante. Møller no quedó muy convencido.

– Quiero buenas noticias, Harry. No informes sobre en qué inviertes tu tiempo.

En ese momento entró Beate y le dijo que había estado mirando el vídeo diez veces más, y que ya no le cabía duda de que el Dependiente y Stine Grette se conocían.

– Creo que lo último que le comunica es que va a morir. Se le nota en la mirada. Como retadora y aterrada a la vez, igual que en las películas de guerra donde la gente de la resistencia aparece junto al pelotón justo antes de ser fusilada.

Pausa.

– ¿Hola? -Beate agitó la mano delante de la cara de Harry-. ¿Estás cansado?

Harry llamó a Aune.

– Soy Harry. ¿Cómo reaccionan las personas cuando las van a fusilar?

Aune cacareó una risotada.

– Se concentran -dijo-. Se concentran en el tiempo.

– ¿Y tienen miedo? ¿Sienten pánico?

– Depende. ¿De qué tipo de ejecución estamos hablando?

– Una ejecución pública. En un banco.

– Comprendo. Déjame que te llame dentro de dos minutos.

Harry miró el reloj mientras esperaba. Tardó ciento diez segundos.

– El trance de la muerte, igual que el trance de un parto, es un acontecimiento muy íntimo -le explicó Aune-. La razón por la que la gente desea esconderse en esos momentos no estriba únicamente en que se siente físicamente vulnerable. Morir en presencia de otras personas, como ocurre en las ejecuciones públicas, es un castigo doble, porque atenta del modo más terrible contra el pudor del condenado. Ésa era una de las razones por las que se creía que, tratándose del pueblo, las ejecuciones públicas resultarían más eficaces para prevenir la criminalidad que los ajusticiamientos en la intimidad de una celda. Aun así, se tenían en cuenta ciertas consideraciones, como ponerle una máscara al verdugo. Al contrario de lo que cree mucha gente, no se hacía así para ocultar su identidad; todo el mundo sabía quién era el matarife local. La máscara se le ponía por consideración hacia el condenado a muerte, para no obligarlo a estar tan cerca de un extraño en el momento de morir.

– Ya. El atracador también llevaba máscara.

– El uso de máscaras forma parte de un pequeño campo de estudio para nosotros, los psicólogos. Por ejemplo, permite darle la vuelta al concepto moderno de que el uso de una máscara nos inhibe. Las máscaras pueden despersonificarnos de modo que, por el contrario, nos sintamos más libres. ¿Por qué crees que eran tan populares los bailes de máscaras en tiempos de la reina Victoria? ¿O el empleo de máscaras en los juegos sexuales? En cambio los atracadores de bancos tienen, por supuesto, razones más prosaicas para utilizar una máscara.

– Puede ser.

– ¿Puede ser?

– No lo sé -suspiró Harry.

– Pareces…

– Sí, cansado. Hasta luego.

La posición de Harry sobre la esfera terrestre giraba lentamente apartándolo del sol, y poco a poco anochecía antes. Los limones que había ante la tienda de Ali lucían como pequeñas estrellas amarillas y una fina lluvia regaba las calles en silencio cuando Harry subió por la calle Sofie. Había pasado toda la tarde organizando la transferencia a At Tur. No fue muy complicado. Habló con Øystein, anotó su número de pasaporte y la dirección del banco situado junto al hotel donde se alojaba, y luego comunicó la información vía telefónica al Gjengangeren, el periódico de los presos, para el que Raskol estaba escribiendo un artículo sobre Sun Tzu… Ahora sólo cabía esperar.

Harry ya había llegado al portal y estaba buscando la llave cuando oyó pasos sigilosos en la acera, a su espalda. No se volvió.

No, hasta que oyó un ligero gruñido.

En realidad, no le sorprendió. Cuando se pone al fuego una olla a presión, se sabe que tarde o temprano algo pasará.

La cara del perro, negra como la noche, ponía la blancura de los dientes al descubierto. La tenue luz de la lámpara que colgaba sobre la puerta se reflejó en una gota de baba suspendida de uno de los terribles colmillos del can.

– ¡Siéntate! -le ordenó una voz familiar desde la penumbra, bajo la entrada al garaje, al otro lado de la estrecha calle tranquila…

El rottweiler posó sus caderas anchas y musculosas en el asfalto mojado de mala gana, pero no dejó de mirar a Harry con sus brillantes ojos marrones, que no inspiraban las asociaciones que solían adscribirse a la mirada dócil de un perro.

La sombra de la visera se proyectó sobre el rostro del hombre que se acercaba.

– Buenas noches, Harry. ¿Te dan miedo los perros?

Harry contempló el interior de las carnosas fauces abiertas que tenía delante. Recordó un fragmento de los conocimientos adquiridos con el Trivial. Los romanos habían utilizado los ancestros de los rottweiler para conquistar Europa.

– No. ¿Qué quieres?

– Hacerte una oferta, nada más. Una oferta que no puedes… ¿cómo se dice?

– Vale, limítate a comunicarme la oferta, Albu.

– Armisticio. -Arne Albu levantó la visera de la gorra de Ready. Intentó dibujar su típica sonrisa de chaval, pero no le salió tan natural como la vez anterior-. Tú me dejas en paz, y yo te dejo en paz.

– Interesante. ¿Y qué ibas a hacer tú contra mí, Albu?

Albu dibujó en el aire un gesto hacia el rottweiler que, más que sentado, estaba listo en posición de saltar.

– Tengo mis métodos. Y no carezco por completo de recursos.

– Ya. -Harry deslizó la mano hacia el paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, pero se detuvo cuando el gruñido aumentó peligrosamente-. Pareces cansado, Albu. ¿Estás cansado de correr?

Albu negó con la cabeza.

– No soy yo quien corre, Harry, sino tú.

– Ah, ¿sí? Acabas de pronunciar una amenaza algo difusa contra un agente de policía, en plena calle. Para mí eso es un signo de agotamiento. ¿Por qué no quieres jugar más?

– ¿Jugar? ¿Así es como lo ves tú? ¿Como una especie de parchís en el que se pone en juego el destino de las personas?

Harry vio aflorar la ira en los ojos de Arne Albu. Pero también apreció otra cosa. Tenía las mandíbulas tensas e hinchadas las venas de las sienes y de la frente. Estaba desesperado.

– ¿Tienes idea de lo que has provocado? -dijo casi en un susurro, sin hacer el menor esfuerzo por sonreír-. Me ha dejado. Se ha… llevado a los niños y se ha marchado. Por una aventura tonta. Anna ya no significaba nada para mí.

Arne Albu se acercó a Harry.

– Anna y yo nos conocimos un día que fui con un amigo a conocer su galería. Casualmente, ella exponía allí. Compré dos de sus cuadros, no sé exactamente por qué. Dije que eran para la oficina. Naturalmente, nunca los colgué. Cuando llegué para recoger los cuadros al día siguiente, Anna se me acercó, empezamos a hablar y, sin saber cómo, la invité a comer. Después quedamos para cenar. Y dos semanas más tarde, pasamos un fin de semana en Berlín. Las cosas fueron demasiado deprisa. Me enganchó y ni siquiera intenté soltarme. Hasta que Vigdis descubrió lo que pasaba y amenazó con dejarme.

Hablaba con voz trémula.

– Le prometí a Vigdis que había sido un desliz aislado, un enamoramiento estúpido como el que sufren alguna vez los hombres de mi edad cuando se encuentran con una mujer joven que les recuerda lo que fueron una vez. Jóvenes, fuertes e independientes. Pero le juré que se había acabado. Bueno, cuando tengas hijos lo entenderás…

Se le apagó la voz y respiraba con dificultad. Hundió las manos en los bolsillos de la gabardina y retomó su discurso.

– Anna amaba con tanta fogosidad… Aquello no era normal. Nunca era capaz de renunciar. Literalmente, tuve que soltarme a la fuerza. Me rompió una chaqueta cuando intenté salir por la puerta. Creo que entiendes a qué me refiero; una vez me contó cómo lo pasó cuando tú te fuiste y me dijo que casi se derrumbó del todo.

Harry estaba demasiado sorprendido para poder contestar.

– Pero supongo que me daba pena -prosiguió Albu-. Si no, no habría aceptado volver a verla. Le había dejado muy claro que lo nuestro se acabó, pero me dijo que sólo quería darme un par de cosas. Y yo no sabía que ibas a llegar tú a sacarlo todo de quicio. A hacer que pareciera que habíamos… vuelto a empezar donde lo habíamos dejado. -Agachó la cabeza-. Vigdis no me cree. Dice que no lo hará jamás. Nunca volverá a creerme.

Levantó la cara y Harry vio la angustia en su mirada.

– Me quitaste lo único que tengo, Hole. Son lo único que tengo. No sé si volverán…

Su cara se contrajo de dolor.

Harry esperaba la reacción de la olla a presión. Ya faltaba poco.

– La única posibilidad que tengo es que tú… que tú no…

Harry reaccionó instintivamente cuando vio que Albu acercaba una mano al bolsillo de la gabardina. Le dio una patada que lo alcanzó en la rodilla, y Albu se desplomó de bruces contra la acera. En ese mismo instante, el rottweiler se lanzó sobre él y se cubrió la cara con el antebrazo; oyó el sonido de la tela al rasgarse y notó cómo los dientes atravesaban la piel y se adentraban en la carne. Esperaba que se quedara sujeto pero el maldito animal logró soltarse. Harry intentó propinarle una patada a aquel conjunto de músculos negro y desnudo, pero falló. Oyó los arañazos de las garras contra el asfalto y vio que las fauces abiertas se le acercaban. Alguien le había dicho que antes de cumplir tres semanas de vida, los rottweiler ya saben que la manera más eficaz de matar consiste en rasgar el cuello, y ahora aquella máquina de músculos de cincuenta kilos de peso se abalanzaba contra él. Harry aprovechó la inercia de la patada para terminar un giro. Cuando las mandíbulas del perro se cerraron no fue sobre su cuello, sino sobre la nuca. Pero eso no acabó con sus problemas. Se llevó las manos atrás, agarró la mandíbula inferior y la superior con cada una de ellas y tiró con todas sus fuerzas. Pero, en vez de soltarse, las mandíbulas se hundieron unos milímetros más en la nuca. Era como si los tendones y los músculos de la boca del animal estuvieran hechos de cable de acero. Harry retrocedió y se lanzó de espaldas contra la pared. Oyó que al perro se le rompían varios huesos de las costillas, pero las mandíbulas no cedieron. Empezaba á dominarle el pánico. Había oído hablar de ello, de cómo las mandíbulas de algunos animales se cerraban herméticamente, de hienas que se quedaban aferradas al cuello del león mucho después de que las leonas las mataran a bocados y dentelladas. Sintió que le corría la sangre por la espalda, por dentro de la camiseta, y se dio cuenta de que había caído de rodillas. ¿Habría empezado a perder el sentido? ¿Dónde estaba todo el mundo? La calle Sofie era una vía tranquila pero, en opinión de Harry, nunca la había visto tan desierta como en aquel momento. Pensó que todo había ocurrido en silencio, sin gritos, ni ladridos, sólo el sonido de la carne contra la carne, desgarrándose. Quiso gritar, pero no consiguió emitir sonido alguno. Empezó a perder la visión periférica y comprendió que tenía la aorta aplastada, que sólo le quedaba la visión tubular porque le llegaba riego suficiente al cerebro. Los relucientes limones del exterior de la tienda de Ali empezaban a apagarse. Algo negro, plano, húmedo y pegajoso se alzó y le estalló en la cara. Notó el sabor de la gravilla del asfalto. A lo lejos oyó la voz de Arne Albu: «¡Suelta!».

Notó que cedía la presión en la nuca. Pero la posición de Harry sobre la esfera terrestre seguía girando lentamente, apartándose del sol, y la noche ya había caído por completo cuando oyó la voz de alguien que, inclinado sobre él, le preguntaba:

– ¿Estás vivo? ¿Me oyes?

Entonces oyó junto a la oreja el clic del acero. Piezas de un arma. El crujido del cargador.

– Jod…

Oyó un ligero suspiro y el chasquido de un vómito contra el asfalto. Más tintineos metálicos. Han soltado el seguro… Dentro de unos segundos todo habrá terminado. Así se sentía. Sin desesperación, miedo, ni siquiera pesadumbre. Sólo alivio. No dejaba atrás gran cosa. Llenó los pulmones de aire. La red de venas succionó el oxígeno y lo trasportó de golpe hasta el cerebro.

– Ahora es… -comenzó la voz, pero calló de repente, cuando el puño de Harry aterrizó en su garganta.

Harry consiguió ponerse de rodillas. No fue capaz de levantarse más. Intentó mantener el conocimiento mientras esperaba el golpe decisivo. Transcurrió un segundo. Dos segundos. Notaba en la nariz el cortante olor a vómito. Volvió a enfocar la visión y a distinguir las farolas, que parecían suspendidas sobre él. La calle seguía desierta. Totalmente desierta, salvo por el hombre que, tumbado a su lado, hacía gárgaras vestido con un plumífero azul y algo que parecía una camisa de pijama que asomaba por el cuello. La luz de la farola le arrancó un destello a un objeto de metal. No era una pistola, sino un encendedor. Fue entonces cuando Harry vio que aquel hombre no era Arne Albu, sino Trond Grette.

Harry dejó una taza de té muy caliente sobre la mesa de la cocina, delante de Trond, que aún respiraba entrecortadamente y con dificultad, con los ojos tan saltones y empañados por el pánico que se le salían de las órbitas. Él mismo se sentía aturdido y mareado, y el dolor le bombeaba la nuca como si de una quemadura se tratase.

– Bebe -le animó Harry-. Le he puesto muchísimo limón, que tiene un efecto anestésico sobre la musculatura y la relaja. Respirarás mejor.

Trond obedeció. Y, para gran sorpresa de Harry, su remedio pareció funcionar. Después de varios sorbos y un par de ataques de tos, las pálidas mejillas de Trond empezaron a recuperar el color.

– Stsss común… -masculló entre dientes.

– ¿Cómo dices?

– Tienes una pinta horrible.

Harry sonrió y palpó la toalla que se había puesto alrededor del cuello. Estaba totalmente empapada de sangre.

– ¿Por eso vomitaste?

– No soporto la sangre -dijo Trond-. Me vuelvo… -se interrumpió y alzó la mirada al cielo.

– Bueno. Podía haber sido peor. Tú me salvaste.

Trond negó con la cabeza.

– Estaba bastante lejos cuando os vi y lo único que hice fue gritar. No estoy seguro de que fuese ésa la razón de que le ordenara al perro que te soltase. Siento no haberme fijado en la matrícula pero, por lo menos, vi que era un Jeep Cherokee.

– Sé quién es -respondió Harry.

– ¿Y eso?

– Un tipo al que estoy investigando. Pero ¿por qué no me cuentas lo que hacías tú por este barrio, Grette?

Trond jugueteaba con la taza de té.

– Decididamente, deberías ir a urgencias con esa herida.

– Lo pensaré. ¿Has reflexionado un poco desde que hablamos la última vez?

Trond asintió despacio.

– ¿Y a qué conclusión has llegado?

– Que ya no puedo ayudarle más.

A Harry le costó determinar si susurró la respuesta sólo por el dolor en la garganta.

– Entonces, ¿dónde está tu hermano?

– Quiero que le contéis que fui yo quien os lo dijo. Él lo entenderá.

– De acuerdo.

– Porto Seguro.

– Bien.

– Es una ciudad de Brasil.

Harry arrugó la nariz.

– Bien. ¿Cómo lo encontramos?

– Sólo me contó que allí tiene una casa. No ha querido darme la dirección, sólo un número de móvil.

– ¿Por qué no? No está en busca y captura.

– No estoy seguro de que esto último sea cierto -observó Trond dando otro sorbo-. De todas formas, él dijo que lo mejor para mí era que no conociera su dirección.

– Ya. ¿Es una ciudad grande?

– Según Lev, ronda el millón de habitantes.

– De acuerdo. ¿No tienes nada más? ¿Alguien que también lo conozca y pueda saber cuál es su dirección?

Trond titubeó antes de negar con un gesto.

– Venga -dijo Harry.

– La última vez que nos vimos en Oslo, Lev y yo tomamos café. Dijo que sabía aún peor que de costumbre, que se había habituado a beber cafezinho en un ahwa local.

– ¿Ahwa? ¿Pero eso no es un local de café árabe?

– Correcto. Por lo visto, el cafezinho es una variante brasileña algo fuerte. Lev dijo que va allí casi todos los días. Toma café, fuma narguile y juega al dominó con el propietario turco que ya es algo así como un amigo. Me acuerdo de su nombre: Muhammed Ali. Como el boxeador.

– Y como cincuenta millones de árabes más. ¿Te dijo tu hermano cómo se llamaba ese café?

– Seguro, pero no me acuerdo. ¿No puede haber tantos ahwas en una ciudad brasileña, ¿no crees?

– A lo mejor no.

Harry reflexionó un instante. Al menos, era algo concreto a partir de lo cual ponerse a trabajar. Quiso llevarse una mano a la frente, pero le dolía la nuca si intentaba extender el brazo.

– Una última pregunta, Grette. ¿Qué te hizo decidirte a contarme esto?

Trond hacía girar la taza entre sus manos.

– Sabía que él estaba en Oslo.

Harry sintió la toalla como una pesada soga alrededor del cuello.

– ¿Cómo?

Trond se rascó el mentón un buen rato antes de contestar.

– Llevábamos dos años sin hablar y de pronto, un día, me llamó diciendo que estaba en la ciudad. Nos vimos en un café y hablamos un buen rato.

– ¿Cuándo fue eso?

– Tres días antes del atraco.

– ¿De qué hablasteis?

– De todo. Y de nada. Cuando te conoces desde hace tanto tiempo como nosotros, lo significativo ha crecido hasta tal punto que prefieres hablar de lo insignificante. De… las rosas para la tumba de papá y de esas cosas.

– ¿A qué clase de cosas significativas te refieres?

– Cosas que no se debían de haber hecho. Ni dicho.

– ¿Así que hablasteis de rosas?

– Yo me encargué de cuidar las rosas de mi padre cuando Stine y yo fuimos a vivir a la casa adosada donde él había vivido. Allí es donde crecimos Lev y yo. Y allí era donde yo quería que crecieran nuestros hijos. -Se mordió el labio inferior. Tenía la mirada fija en el hule marrón y blanco que, por cierto, era lo único que Harry había heredado de su madre.

– ¿No dijo nada del atraco?

Trond negó con la cabeza.

– ¿Eres consciente de que el atraco ya estaría planeado? ¿Que iba a asaltar el banco donde trabajaba tu mujer?

Trond exhaló un hondo suspiro.

– Si hubiera sido como siempre, a lo mejor lo habría sabido y habría podido evitarlo. Lev disfrutaba mucho hablando de sus atracos. Consiguió copias de los vídeos que guardaba en el desván de Diesengrenda, y de vez en cuando insistía en que los viéramos juntos. Para que viera lo bueno que era mi hermano mayor, supongo. Cuando me casé con Stine y empecé a trabajar, le dejé muy claro que no quería saber nada más de sus asuntos, porque podían comprometerme.

– Ya. ¿Así que él no sabía que Stine trabajaba en el banco?

– Le conté que trabajaba en Nordea, pero creo que no le dije en qué sucursal.

– ¿Pero ellos dos se conocían?

– Se habían visto algunas veces. En reuniones familiares. Lev nunca fue muy partidario de esas cosas.

– ¿Y qué tal se llevaban?

– Bien. Lev era un tipo encantador cuando quería -dijo con media sonrisa-. Como os dije a ti y a tu colega, nos repartimos un único paquete de genes. Me alegraba que quisiera mostrarle a ella su lado bueno. Y, como le había comentado el modo en que llegaba a comportarse con quienes no le gustaban, ella se sintió halagada. La primera vez que estuvo en nuestra casa se la llevó por los alrededores para enseñarle todos los lugares donde jugábamos de niños.

– El paso elevado de peatones no, ¿verdad?

– No, ése no. -Trond levantó las manos y se las miró pensativo-. Pero no creas que lo hizo por él. Lev contaba con mucho gusto todo lo malo que había hecho. Lo hizo porque sabía que yo no quería que ella conociera la verdadera naturaleza de mi hermano.

– Ya. ¿Estás seguro de que no le atribuyes a tu hermano un corazón más noble del que tiene?

Trond negó con la cabeza.

– Lev tiene un lado claro y otro oscuro. Igual que el resto del mundo. Moriría por aquellos a quienes ama.

– Pero no en prisión.

Trond abrió la boca, pero no pudo articular respuesta. Harry observó un tic en el párpado inferior del ojo de Grette, suspiró y se levantó con pie vacilante.

– Voy a pedir un taxi para ir a Urgencias.

– Yo tengo coche -respondió Trond.

El motor del coche zumbaba bajito. Harry miró las farolas de la calle que iluminaban el cielo oscuro, el salpicadero y el volante donde el diamante del dedo meñique de Trond brillaba débilmente.

– Mentiste sobre el anillo que llevas puesto -susurró Harry-. El diamante es demasiado pequeño para valer treinta mil. Apuesto a que costó alrededor de cinco y que lo compraste para Stine en una joyería de Oslo. ¿No es así?

Trond hizo un gesto afirmativo.

– Te viste con Lev en São Paulo, ¿verdad? El dinero era para él.

Trond hizo un gesto afirmativo, una vez más.

– Dinero suficiente para una temporada -dijo Harry-. Suficiente para pagarse el billete de avión cuando decidió volver a Oslo -susurró Harry-. Quiero ese número de móvil.

– ¿Sabes qué? -Trond giró despacio a la derecha en la plaza de Alexander Kielland-. Anoche soñé que Stine entraba en el dormitorio y me hablaba. Iba vestida de ángel. No como los ángeles reales, sino con uno de esos trajes de mentira que se usan en carnaval. Me dijo que ella no pertenecía a la esfera de allá arriba. Y cuando me desperté, pensé en Lev. Pensé en cuando se sentó en el borde del tejado de la escuela con las piernas colgando, mientras nosotros entrábamos a la siguiente clase. Parecía un puntito pequeño, pero yo recuerdo lo que pensé. Pensé que él pertenecía a la esfera de allá arriba.

25

Baksheesh

Había tres personas sentadas en el despacho del comisario jefe. El propio Ivarsson, tras su pulcra mesa, y Beate y Harry al otro lado, en sendas sillas algo más bajas. El truco de utilizar sillas más bajas es una técnica de dominación tan conocida que cabía pensar que ya no funcionaba, pero Ivarsson sabía que sí. Su experiencia le decía que las técnicas elementales nunca caducan.

Harry había orientado su silla en diagonal para mirar por la ventana. Las vistas daban al Hotel Plaza. Un enjambre de nubes redondeadas se arrastraba por encima de la torre de cristal y de toda la ciudad sin llegar a descargarse en forma de lluvia. Harry no había dormido a pesar de que en Urgencias le dieron calmantes después de la vacuna del tétanos. La explicación que les dio a los compañeros y la historia de un perro indómito y sin amo era lo bastante insólita como para resultar verosímil, y se acercaba tanto a la verdad que pudo contarla de un modo medianamente convincente. Tenía la nuca hinchada y la venda, muy apretada, le rozaba la piel. Harry sabía exactamente el tipo de dolor que sentiría si intentaba girar la cabeza hacia Ivarsson, que estaba hablando en ese momento. Y sabía que tampoco lo habría hecho aunque no le doliera.

– Así que queréis billetes de avión con destino a Brasil para buscar allí -dijo Ivarsson limpiando con la mano la mesa y simulando reprimir una sonrisa-. Mientras el Dependiente, en realidad, está atracando bancos aquí, en Oslo.

– No sabemos en qué lugar de Oslo está -dijo Beate-. Ni si está en Oslo. Pero esperamos encontrar la casa que tiene en Porto Seguro, según afirma su hermano. Si la localizamos, encontraremos también huellas dactilares. Y, si se corresponden con las que tomamos en la botella de cola, tendremos pruebas contundentes. Eso debería justificar el viaje.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué huellas son esas que nadie más ha encontrado?

Beate intentó en vano establecer contacto visual con Harry. Tragó saliva.

– Como la idea inicial era que investigáramos el caso por separado, lo hemos mantenido en secreto. De momento.

– Querida Beate -comenzó Ivarsson guiñando el ojo derecho-, hablas de nosotros, pero yo sólo oigo a Harry Hole. Aprecio el celo de Hole por acatar mi método, pero no debemos dejar que los principios obstaculicen los resultados que podamos conseguir juntos. Así que, repito: ¿qué huellas dactilares son ésas?

Beate miró a Harry desesperada.

– ¿Hole? -dijo Ivarsson.

– Seguiremos como hasta ahora -dijo Harry-. De momento.

– Como quieras -respondió Ivarsson-. Pero olvídate del viaje, de hablar con la policía brasileña y de pedirle que os ayude a conseguir las huellas dactilares.

Beate carraspeó.

– Me he informado. Hay que enviar una solicitud por escrito a través del jefe de policía del Estado de Bahía para que un fiscal brasileño revise el caso y autorice un registro de la vivienda. El que me informó sostiene que, sin contactos dentro de la burocracia brasileña, sabe por experiencia que se tarda entre dos meses y dos años.

– Hemos reservado billetes de avión para mañana por la noche -dijo Harry escrutándose a fondo una uña-. ¿Qué dices?

Ivarsson se echó a reír.

– ¿Tú qué crees? Venís pidiendo dinero para viajar en avión hasta el otro lado del mundo sin estar dispuestos a fundamentar las razones. Y pensáis efectuar un registro sin permiso de forma que, si realmente encontráis pruebas técnicas, el juez tendrá que rechazarlas por proceder de una actuación ilegal.

– El truco del ladrillo -dijo Harry en voz baja.

– ¿Cómo dices?

– Una persona rompe una ventana con un ladrillo. Por casualidad, la policía pasaba por allí y no necesita una orden de registro para entrar. Les huele a hachís en el salón. Una impresión sujetiva, pero una razón que justifica un registro inmediato. Se aseguran pruebas técnicas, como por ejemplo, huellas dactilares. Todo perfectamente legal.

– Es decir, ya hemos pensado en tus argumentos -se apresuró a añadir Beate-. Si encontramos la casa, intentaremos obtener huellas dactilares de forma legal.

– ¿Ah, sí?

– Esperemos que sin ladrillo.

Ivarsson negó con la cabeza.

– No es suficiente. La respuesta es un no alto y claro. -Miró el reloj para indicar que la reunión había terminado y, con una maliciosa sonrisa de reptil, añadió-: De momento.


– ¿No podías haberle dado algo, al menos? -preguntó Beate cuando recorrían el pasillo desde el despacho de Ivarsson.

– ¿Como qué? -preguntó Harry moviendo el cuello con cuidado-. Ya lo tenía decidido de antemano.

– Ni siquiera le diste la oportunidad de que nos brindara esos billetes.

– Le di la oportunidad de que no se viera atropellado.

– ¿Qué quieres decir?

Se detuvieron delante del ascensor.

– Lo que te conté sobre que nos han concedido ciertas licencias en este caso.

Beate se volvió para mirarlo.

– Creo que lo entiendo -dijo despacio-. ¿Y qué va a pasar ahora?

– Un atropello. Acuérdate de la crema solar.

En ese, preciso momento, se abrieron las puertas del ascensor.

Más tarde, ese mismo día, Bjarne Møller comunicó a Harry que a Ivarsson le había sentado muy mal que el comisario jefe hubiera ordenado personalmente que Harry y Beate se fueran a Brasil, y que los gastos del viaje y la estancia se cargaran a los presupuestos del Grupo de Atracos.

– ¿Ahora estás satisfecho? -preguntó Beate a Harry antes de que éste se fuera a casa.

Sin embargo, cuando Harry pasó ante el hotel Plaza y por fin las nubes abrieron sus compuertas, curiosamente no sintió satisfacción alguna. Sólo vergüenza, falta de sueño y dolor en la nuca.


– ¿Baksheesh? -le gritó Harry al auricular-. ¿Qué cono es Baksheesh?

– Propina -dijo Øystein-. Nadie en este puto país levanta un dedo sin eso.

– ¡Mierda!

Harry le dio una patada a la mesa que había delante del espejo. El aparato cayó y el auricular se le fue de la mano.

– ¿Hola? ¿Estás ahí, Harry? -se oyó entre los chisporroteos procedentes del auricular que estaba en el suelo.

A Harry le entraron ganas de dejarlo allí. De largarse. O de poner un disco de Metallica a todo volumen. Uno de los viejos.

– ¡No te derrumbes ahora, Harry! -lloriqueó Øystein.

Harry se agachó con la nuca tiesa y cogió el auricular.

– Sorry, Øystein. ¿Cuánto más dices que quieren?

– Veinte mil egipcios. Cuarenta mil noruegos. Dicen que con eso me dan los números de abonado al momento.

– Nos están exprimiendo, Øystein.

– Desde luego. Pero ¿queremos a ese abonado o no?

– Tendrás el dinero. Tú sólo procura que te extiendan un recibo, ¿vale?

Harry se echó en la cama mirando al techo mientras esperaba que surtiera efecto la dosis triple de analgésicos. Lo último que vio antes de sumirse en la oscuridad fue a un chico sentado allá arriba que lo observaba moviendo las piernas.

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