10 "Sanctus, sanctus, sanctus!"

Si deseamos proceder de forma segura en todas las cosas, debemos agarrarnos con fuerza al siguiente principio: lo que me parece blanco lo creeré negro si la Iglesia jerárquica así lo determina.

San Ignacio de Loyola, "Ejercicios Espirituales"


Es propio de Dios Nuestro Señor ser inmutable, y del enemigo, mutable y variable.

San Ignacio de Loyola, "Deliberación sobre la pobreza"


– Un papa Medicis. Un hijo de Lorenzo el Magnífico. ¿Creéis que me mandará su bendición especial? Pietro. Hablad con Pietro Bembo, es su secretario particular.

Lucrecia de dos colores, cera en la piel y el rojo de la fiebre en los pómulos y en los ojos.

– ¡Me duele tanto la cabeza cuando la muevo!

Ni siquiera ve a quien dialoga con ella desde las sombras. Unas veces una voz de mujer, otras de hombre.

– Estoy perdiendo la vista y apenas os oigo.

– Es pasajero. Hace una semana también perdió la vista y el oído.

– ¿Y los médicos?

Aparecen gachos y huidizos del fondo de una oscuridad blanquecina.

– Aquí estamos, señora.

– Siempre tan juntos, maestro Palmario, maestro Bonaciolo.

No quiero morirme. Quitadme el cilicio que llevo en la ingle.

Me hace daño y es ya inútil.

– ¿Un cilicio, señora?

– Lo he llevado casi toda mi vida. ¿Y mi niña?

– Lucha por la vida, duquesa.

– Alfonso. ¿Y el duque, no está aquí?

– Aquí estoy.

¿Por qué tiene Alfonso ese color tan blanco? ¿Por qué a Lucrecia le parece que un blanco lechoso baña a todos los que van saliendo de la oscuridad para asegurarle su presencia?

– ¿Estás asustado, Alfonso?

Está asustado Alfonso y diríase que llora.

– Tú eres el duque. Tuyo es el poder. Que me den un día más, una hora, un minuto.

Traga saliva Alfonso sin otra capacidad de respuesta.

– ¿Y el papa Medicis? ¿No puede darme una hora, una hora más de vida? Mi padre me la habría


dado. Una hora. Tal vez un minuto. ¿Voy a vivir el próximo minuto? Strozzi. Bembo. Francesco.

¿Por qué me matasteis a Strozzi?

Tú, fuisteis tú y tu hermano el cardenal quienes ordenasteis matar a Strozzi.

– Strozzi murió hace más de diez años, señora.

El pánico se ha acentuado en las facciones de Alfonso, que definitivamente escoge retirarse a un segundo plano, pero de pronto, nítidamente, en su lugar, con los colores más hermosos de su juventud, emergen Alejandro Vi, Vannozza, Joan de Gandía, César, Jofre, Sancha, Giulia Farnesio, Adriana del Milá, alegres, sonrientes, inclinados hacia ella, protectores.

– "Pobreta, pobreta meua… com patix. Com patix la mes bonica flor de Roma"

César de perfil, cariñosamente desafiante, Joan sin saber dónde ponerse, Vannozza vindicativa.

– ¿Por qué te has dejado preñar si sabías que podía costarte la vida?

La pregunta rompe el encanto y los seres queridos se esfuman.

Otra vez el fondo blanquecino y de él brota el clérigo, el brazo que se cierne sobre los ojos de Lucrecia, mientras los labios decretan:

– Ha muerto.

Los dedos del clérigo corren los párpados dóciles, como dócil es la expresión de la mujer desde la muerte.


María Enríquez termina de rezar el santo rosario. Fuera, la luminosidad de Gandía le duele en los ojos, como si a pesar de los años sus ojos siguieran rebelándose, pero por donde pasa la dama vestida con el hábito de las monjas clarisas, el tenebrismo tiñe su mundo emocional de beata y viuda desde la adolescencia. Vuelve a herirle el sol cuando a través de la ventana ve a su hijo hablando con el nieto y escucha la conversación.

– "Ha mort quan esperava una xiqueta? Per qué es moren les mares quan neixen los xiquets?"

– "Es la voluntat de Deu, Francesc. La teva tia ávia, Lucrécia Borja, duquessa de Ferrara, ha mort reconfortada amb els Sants Sagraments i assistida per una especial benedicció del papa Lleo X"

– "L.ávia diu que Lucrécia Borja era una criatura del diable.

Diu que tots els Borja son criaturas del diable"

– "Van haver pecadors entre els Borja, peró van pagar els seus pecats. La meua mare, cosina del Rei Católic i filla del Gran Almirall de Castella, ha reeixit que la branca dels Borja de Gandia visqui en el sant temor de Deu, pero jo soc un Borja, tu ets un Borja i un dia sentirás parlar de les gestes de César, un gran guerrer, César era germá de Lucrécia i tenia un lema que demostrava el seu valor: "O César o res"

– "Era molt valent?"

– "Massa. Era un temerari.

Els homes han de tenir temen amp;a, temen amp;a de Deu i respecte a l.emperador. No ho oblidis mai"

Va a continuar el duque de Gandía pero de pronto ve la enlutada campana que compone su madre sobre la terraza. Avanza airada María Enríquez, casi rodante por los pies ocultos por la falda, y se enfrenta a su hijo.

– ¿Cómo te atreves a inculcar a este niño un respeto por aquella partida de concupiscentes y asesinos? ¿Cómo te atreves a valorar a quienes mataron a tu padre?

No hay respuesta y María Enríquez se crece.

– ¿No recuerdas el día en que te señalé la galera que llevaba


al cautiverio al maldito César Borja?

Enfría el duque su indignación pero no rebaja su dignidad con una disculpa, antes bien sostiene la mirada de su madre, y María Enríquez lo deja por imposible, coge a su nieto por una mano y le ordena:

– Francisco, ven conmigo.

Retornan María y su nieto a la oscuridad y avanzan por pasillos hasta alcanzar la capilla. Una luz se concentra en el cuadro que reproduce la intercesión de la Virgen a favor de una víctima, flanqueada por dos santos.

– No olvides este cuadro. La Virgen María, Nuestra Señora, acompañada de santa Catalina de Siena y santo Domingo, interceden por una víctima. Fíjate en esos cuatro hombres. El coronado de rosas es Joan de Gandía, la víctima, tu abuelo, mi marido, y le tiende la Virgen la rosa roja del martirio, de su martirio. Detrás de él fíjate en ese personaje sucio y oscuro, es el asesino, Miquel de Corella, en la mano lleva la cuchilla del crimen. Ese otro es Jofre Borja, un comparsa sin importancia. El que no es un comparsa es ése. Fíjate bien. Ése fue el inductor del asesinato de tu abuelo. En su rostro está el mal del alma y el mal de la concupiscencia. ¡César Borja! ¡El pagano! ¡El fratricida! El hombre que se creyó tan poderoso e indestructible que proclamaba "¡O César o nada!". Ésos eran los Borja. Mira cómo César tiende la espada con la empuñadura hacia abajo. Está pidiendo perdón, perdón por su crimen. Criminales. Los Borja. Y Lucrecia una pecadora que tenía las entrañas siempre abiertas al mismísimo Satanás. No lo olvides nunca. ¡Esos Borja fueron los instrumentos del Anticristo! Hazme caso. La abuela quiere tu bien.

Anda. Predícame. Predicas muy bien.

Se arrodilla la clarisa en un reclinatorio y se sube el niño a un pequeño púlpito a su medida.

Reflexiona y finalmente declama con voz de tiple:

– Hay que vivir como quien está para morir y hay que poner ceniza en las potencias y en los sentidos, porque se volverá ceniza el viejo hombre. Nada mejor que tener siempre el corazón sin apetecer sino a Dios.

Dulcificadas las facciones de María Enríquez mientras sus labios recitan secretas plegarias y los ojos cerrados no pueden ver cómo el niño sermoneador no quita la vista del personaje de César Borja del cuadro, como si el sermón le saliera mecánicamente y la fascinación hubiera quedado para siempre dentro del aura del Valentino.

"¿Qué hubiera hecho César en estas circunstancias?", se repetirá Francesc cada vez que una realidad excesiva penetra en su mundo de heredero de dinastías, como cuando los burgueses de Valencia se alzaron contra los señores feudales, en


busca de confirmar su poder en las ciudades y en el campo. El duque de Gandía siguió la huida y la suerte del virrey Hurtado de Mendoza, y el joven Francesc, junto a su padre, supo lo que era huir ante el desorden, primero a caballo, luego en barco hacia Peñíscola, mientras el movimiento de la Germanía se apoderaba del palacio ducal de Gandía y su dirigente Vicente Peris se proclamaba "señor de la tierra". Pobre señor de la tierra, finalmente vencido y descuartizado para escarmiento de los burgueses que aún sostenían una resistencia impotente. Pero había conseguido que huyeran el virrey y el duque y toda la nobleza.

"¿Cómo se hubiera comportado César?", recordará Francesc años después ante el cuadro de la Virgen María, leyéndolo expresión por expresión, como si tratara de descodificar la clave del pintor, hasta que sus labios musitan:


– "O César o res." Una mujer se acerca para observar el cuadro y Francesc le toma una mano.

– Ése es César. Y ése mi abuelo, asesinado por César, según la versión de mi abuela.

Se persigna la mujer y la secunda Francesc de Borja.

– Muchas veces he pensado hacerlo retirar, pero vuelvo una y otra vez hacia él, como si recibiera una llamada.

– Toda la cristiandad condena la memoria dejada por Alejandro Vi y sus bastardos.

– Yo desciendo de uno de sus bastardos.

– Pero tu rama está dignificada por la Gracia de Dios y por los servicios que tu familia ha prestado a España.

Conduce a su mujer hacia la terraza frente al mar.

– ¿Te gusta Gandía?

– Me aturde tanto sol, tantos colores.

– Apenas si hemos podido gozar del que será nuestro ducado. Siempre al servicio del emperador. Ha sido una suerte que el emperador haya aceptado la invitación de mi padre para conocer las tierras del ducado de Gandía.

– A la emperatriz le aturde el sol y el calor. Todo es luz aquí.

A veces temo quedarme ciega.

Del otro extremo de la terraza procede otra pareja y un breve séquito. Se adelanta Carlos Quinto, saluda a Leonor de Castro y se pone a la altura de Francesc de Borja, tras rechazar su sumisión protocolaria, mientras Leonor e Isabel, la emperatriz, departen en portugués.

– Primo, te tengo preparado un destino interesante. Seguro que te va a gustar. Deja que nuestras portuguesas hablen de sus cosas.

Preparo una campaña contra Francisco I y quiero llevar a mi lado a lo más granado de la nobleza española. Hay que dar la batalla en Francia, y si ganamos nadie podrá


oponerse a nuestra capitanía en Europa.

– Hacía tiempo que quería comentar ese desgraciado episodio del saqueo de Roma a cargo de nuestras tropas. Es inconcebible.

– Doloroso, pero concebible.

El Vaticano se estaba burlando de nosotros. Aún tienen sueños de autonomía, mientras Europa se descuartiza a causa de la lucha contra la Reforma protestante. El papa había entrado en una Liga contra el Imperio y desgraciadamente la muerte del jefe de nuestros ejércitos, el condestable de Borbón, dejó a la soldadesca entregada a sus bajos instintos.

– Pero ha habido violaciones de religiosas, robos, asesinatos, destrucciones monumentales, en nombre del emperador.

– Me conoces, Francisco. Sabes que soy el principal paladín de la fe contra la Reforma, pero a veces el papa no deja defender la causa del Bien. Después del saco de Roma, la separación entre poder temporal y espiritual adquiere otro sentido. El saco de Roma demuestra que no hay mal que por bien no venga. España y Alemania son el dique frente a los avances de la Reforma y el papa deberá adaptarse a esa situación. Pero nos faltan elementos intelectuales y coactivos. El humanismo pagano del siglo pasado no ha sido suficientemente sustituido por un humanismo cristiano, y también ha sido nefasta la recuperación libre de los filósofos clásicos, Aristóteles, Platón, Sócrates, sin el filtro de la Iglesia. Para no hablar de los llamados humanistas de la corte de Lorenzo de Medicis, génesis de satanismo y oscuridades herméticas y mágicas, brujeriles.

– Se habla de Erasmo de Rotterdam como si fuera un santo renovador del catolicismo.

– Mis asesores me dicen que es sospechoso. Su "Elogio de la locura" retoma una libertad de espíritu que creíamos superada. Empezó bien, según creo, dedicándome "La educación del príncipe cristiano", pero ahora se ha distanciado. Tampoco quiere saber nada con nosotros. Está molesto por las campañas que han desarrollado contra él algunos de nuestros más eminentes teólogos, como Zúñiga y Sancho Carranza. Mi padre fue uno de sus primeros protectores y yo, personalmente, le he invitado para que venga a establecerse en nuestra corte y no me ha gustado su respuesta.

– ¿Qué ha dicho?

– Que en España hay demasiados judíos disfrazados de conversos y por eso hay tantos iluminados, tantas beatas, tanta persecución religiosa. No comprende que el núcleo del catolicismo debe ser especialmente vigilante de sí mismo. ¡Qué calor hace en tus tierras, Francisco! No sé cómo puedes soportarlo.

– Últimamente apenas he residido aquí. Me he convertido en un cortesano, al servicio de su señora madre doña Juana, en el castillo de la Mota, o de su majestad la reina.

– Tú conversaste varias veces con mi madre, la reina Juana, es cierto. Le gustaba mucho que cantaras esas bonitas canciones que compones, aunque se las cantaras en catalán.

– Me dispensaba una especial dedicación. Incluso recordaba a mi tío abuelo, César, prisionero en el castillo de la Mota, donde vivió la reina un tiempo. Me contaba una extraña historia de caballos y toros y veía a César como un centauro, unas veces rojo, otras veces negro, amenazador, que aún se aparecía en sus pesadillas. Mi tío abuelo César era un gran lidiador de toros.

– Has citado la soga en casa del ahorcado. El espíritu autonomista y centralizador del Vaticano creado por los Borja no había desaparecido hasta ahora. No hay mal que por bien no venga. El saco de Roma es escandaloso, cierto, pero tal vez Dios, en su Divina Providencia, lo haya permitido por necesario. El Imperio es el instrumento de la Providencia. Le he encargado al predicador Alonso de Santa Cruz que insista en estos argumentos.

– Mi padre pide disculpas por no poder asistir a la Santa Misa.

Sus achaques no se lo permiten.

Generosa disculpa del emperador en un amplio gesto. Las dos parejas y su séquito llegan a la capilla, toman posiciones ante el altar, en los reclinatorios preferentes Carlos Quinto e Isabel de Portugal y en los de inmediata jerarquía, Francesc de Borja y Leonor. Siguen devotamente la Santa Misa oficiada por un cardenal, auxiliado por dos obispos, a pesar de la poquedad de la capilla.

El cardenal oficiante alza los brazos y clama con una voz que sobrecoge especialmente a Francesc de Borja.


– "Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sábaoth, Pleni sunt Caeli et Terra gloria tua, Hosanna in excelsis, Benedictus qui venit in nomine Domini, Hosanna in excelsis."


No sale de su ensueño de santidad Francesc de Borja hasta el momento de la prédica, cuando toma enérgicamente posesión del púlpito Alonso de Santa Cruz. Carlos Quinto seguirá el sermón sobrecogido, tembloroso a veces, incluso sudando. Las dos mujeres dos cirios flamígeros y Francesc con una espiritualidad íntima, recogida, sin alzar los ojos hacia la voz tronante y la gesticulación terrorífica.

– ¡Humea Roma y queman sus pecados, incubados a veces en recintos que nacieron sagrados para la Gloria de Dios! El brazo del emperador no ha temblado a la hora de marcar el horizonte de una cristiandad asaltada por la herejía y minada por los falsos cristianos manipulados por el Anticristo.

Tanta es la fuerza del Anticristo que ha podido a veces encarnarse incluso en las más altas jerarquías de la Iglesia, sin que la energía espiritual del pueblo católico y sus soberanos haya sido suficiente para erradicar al maligno y arrancarle su lengua bífida coloreada de sangre y pus en el pudridero interior de la conciencia. El pueblo de Dios se ha visto traicionado hasta en la representación de las Sagradas Escrituras y las iglesias están llenas de pinturas paganas disfrazadas de pinturas religiosas. Yo insto a la sagacidad y al espíritu cristianísimo del emperador a que estimule una doctrina católica de las imágenes que pueda impedir en el futuro el paganismo de " La Santa Cena " de Leonardo o de "El Juicio Final" de Miguel Ángel. ¡Paganismo protegido por el papado! ¡El arte moderno ha de ser arte de la Iglesia porque ha de ser arte de Dios, pero desde la propia Roma se impulsó el libertinaje artístico de la paganía!

No hay canon, ni armonía fuera de Dios. ¡Roma es culpable y nunca más volverá a ser la capital del moderno paganismo! ¡El humanismo pagano es culpable! ¡Honor al soberano que ha cortado con su espada la lengua bífida manejada por el diablo y ha impuesto la Palabra verdadera del Dios Padre, del Dios Hijo, del Dios Espíritu Santo!


Trabajosamente salta del carruaje el algo gordo y muy armado Francesc de Borja, secundado por sus lugartenientes y por fray Alonso de Santa Cruz, y esa aceleración le hace toparse con un cuerpo de tropa que lleva maniatado a un enjuto hombre de ojos brillantes y andares de cojo, pero con el espinazo enhiesto para realzar una estatura escasa, disminuida por su


condición de preso. Interpreta como insolencia, Francesc, la mirada penetrante del cautivo, y se le enfrenta.

– ¿Desde qué osadía mira este forzado?

No contesta el preso, sino el jefe de la patrulla que lo conduce.

– No le haga caso, señor, que o está loco o lo estará, porque lo reclama la Santa Inquisición por alumbrado.

– ¿Cuál es su nombre?

– Dice llamarse Íñigo unas veces, otras Ignacio y de Loyola siempre.

Por fin habla el cautivo.

– Soy "l.home del sac"

– ¿Hablas catalán?

– Sólo sé que soy "l.home del sac".

Se aleja el preso rodeado por sus vigilantes sin que retire la mirada de Francesc de Borja y sin que el duque de Gandía pueda deshacerse de aquellos ojos.

– ¿Qué es exactamente un alumbrado, fray Alonso? Un hereje, supongo.

– Equivale a "iluminado". En su justa medida nada hay de herejía en ellos, sino de extremo celo en su fe. Otra cosa es el empeño de las autoridades eclesiásticas de perseguir con más saña a los alumbrados y a las beatas que a los herejes protestantes y a los marranos falsamente conversos.

Antes de meterse en palacio aún dispensa una mirada Borja para el prisionero ya lejano, cojo saltimbanqui, pero le reclaman los escalones que le llevan a la antecámara del emperador, a través de un recorrido lleno de crespones negros que le transmiten la gravedad del ambiente. En la sala mortuoria cuatro jóvenes nobles enlutados rodean el catafalco pintado de negro sobre el que descansa el ataúd abierto donde reposan los restos carnales de la emperatriz. Carlos Quinto, de rodillas y con los brazos en cruz, amarillea a la luz de las


velas y de su propio cansancio.

Contempla Borja la presencia bella pero inquietante del cadáver y trata de acercarse al emperador, pero su hieratismo impenetrable le disuade. Toma asiento en una silla y a su lado se sitúa fray Alonso, eterno rezador del rosario, pero sin dejar de observar de reojo a Francesc. Se da cuenta Borja de la observación y la afronta. Recibe la sonrisa cómplice del religioso y una suave mano frailuna se sitúa sobre su brazo.

– Gran obra es su señoría de su santa abuela María Enríquez y así de una raíz ponzoñosa pudo hacerse un árbol. El emperador está orgulloso de su trabajo. Así en las armas como en la corte.

– ¿A qué raíz ponzoñosa se refiere?

– A la que nos lleva a Alejandro Vi.

– ¿Ha sabido distinguir, padre, entre la realidad y la leyenda?

– ¿Leyenda?

– Han pasado muchos años desde la muerte de Alejandro, de César, de Lucrecia.

– Su espíritu pagano ha morado por las estancias del Vaticano hasta el saco de Roma. Aún quedan cardenales nombrados por Alejandro Vi y hay estudios suficientes para decidir que lo que fue pecado fue pecado.

– ¿Estudios?

– El "Diarium" del jefe de protocolo, Burcardo, donde ratifica como visto u oído buena parte de las hazañas culpables de los Borja. Pero podríamos pensar: el pobre Burcardo es un alma cándida y pacata, anclada en la oscuridad medieval, que no comprende las nuevas costumbres. También ha circulado mucho la carta anónima que recibe el exilado político Savelli, acogido en la corte de Maximiliano de Austria, en la que se le informa de todas las aberraciones de los Borja. ¿Falsedades de una víctima de los Borja? Posible. Pero ahí está Guicciardini, un pensador entero, concorde con los objetivos purificadores del catolicismo, tan diferente del libérrimo Maquiavelo. Los diversos escritos del polígrafo Guicciardini, especialmente su "Storia d.Italia", condenan al concupiscente Alejandro y a sus hijos, una condena documentada, corrigen las peligrosas apologías indirectas de los Borja de su nefasto maestro Nicolás Maquiavelo. Hay que comparar el cínico aserto sobre el poder del agnóstico Maquiavelo, con el que hicieran incluso erasmistas que bordeaban la herejía, como el propio Erasmo en su "Institutio Principis Christiani" o el español Juan de Valdés. La reflexión sobre el rey Polidoro de los diálogos de Valdés pone en cuestión todos los principios del maquiavelismo y del humanismo pagano: "Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor y que has de dar cuenta de estas ovejas al señor del ganado, que es Dios?" ¿Ha leído a Valdés? No. No se le ha perdido nada. ¿Es preciso seguir? Retengo de memoria un juicio de Guicciardini sobre Alejandro Vi: "… su acceso al papado indigno y vergonzoso, pues compró con oro tan alto cargo y su gobierno estuvo de acuerdo con tan vil fundación." ¿Sigo? Guicciardini dice que pecó contra la carne…

– Por lo poco que yo sé, Guicciardini es tan anticlerical como su amigo Maquiavelo. Son dos italianos pesimistas porque Italia y la ciudad-Estado han pasado a la Historia bajo el peso de reinos como el de España. La carne.

¿Quién no ha pecado contra la carne? Todos los papas anteriores y posteriores, con exclusión de otro Borja, Calixto Iii, pecaron contra la carne. El emperador peca contra la carne. Yo he pecado contra la carne.

– Me sorprende la pasión de la defensa y me confirma que su señoría lleva dentro el orgullo de los Borja.

– Mi familia se extiende por toda la cristiandad y más allá de la mar Océana, por las Indias Occidentales. Es lógico que haya santos y diablos, virtuosos y pecadores. Yo he puesto el orgullo de los Borja al servicio de Dios y del emperador. He luchado junto a él en Túnez y en la Provenza y no he tenido otra vida privada o pública que la que el emperador ha querido concederme.

Espera Francesc la sanción del fraile cejijunto, receloso, hasta que una sonrisa distiende su rostro.

– Nunca he creído lo contrario, señor, pero es tarea de los asesores del rey estudiar a otros asesores.

– ¿Espiarnos?

– ¿Por qué no? El emperador trata de conocer bien a quienes le rodean, y nadie conoce mejor a un ser humano que su confesor, por eso el emperador se rodea de vigilantes confesores de sus asesores. Es una medida cautelar que Dios contempla con gozo en estos tiempos de regeneración de la cristiandad, en los que tantos frutos esperamos del concilio de Trento. Los hombres deben ser vigilados por su propio bien y el emperador es muy sabio cuando justifica la Inquisición diciendo que el país necesita más el castigo que el perdón.

El condestable de Castilla cuchichea a la oreja de Francesc de Borja que el emperador requiere su consejo y hacia Carlos Quinto camina, para encontrarlo lejos ahora del cadáver de su mujer, postrado en su silla especialmente diseñada para tender las piernas maltratadas por la gota. Amarillo el emperador, brillante de sudor su rostro, una mano caediza señala su pie hinchado.

– Los excesos de marisco se han vengado de mi cuerpo en el momento en que mi alma estaba más atribulada. La última partida de marisco que me hice traer a uña de caballo desde Castro Urdiales llegó fermentada, pero pudo más la gula que la tristeza por la anunciada muerte que cercaba a mi esposa. De muerte quiero hablarte, Francisco. Quiero que la emperatriz sea enterrada en la capilla Real de los Reyes Católicos en Granada y que tú conduzcas el cortejo fúnebre.

– Pero entre Toledo y Granada hay más de diez días de viaje y el cadáver de la emperatriz…

– El cadáver de la emperatriz está en manos de Dios. Tú sólo debes conducir el cortejo encabezado por ti y por tu mujer, por un cardenal, tres obispos y dos marqueses, según el protocolo más alto que marcan las escrituras. Cuando lleguéis a Granada, tú deberás reconocer el cadáver antes de la inhumación. Durante meses se dirán treinta misas diarias por el alma de la emperatriz. Marchad. No perdáis tiempo.


Nunca ha podido decirle que no al emperador. Ni siquiera cuando le pidió que estudiara matemáticas, ciencias y astronomía para luego transferirle por la noche lo que había aprendido durante el día, con la ayuda de Alonso de Santa Cruz, tenaz y receloso: ¿para qué necesitará el emperador la astronomía? Acatamiento en Borja cuando acepta un ensimismado cabalgar junto al carruaje del catafalco, cuando no dormita en el interior de la calesa donde viaja su mujer. Ella contempla los paisajes sucesivos y pasa de malos a peores humores sucesivos.

– Los días y los paisajes se suceden y no entiendo esta aventura, Francesc.

– Es una orden del emperador.

– Como cuando te ordenó que estudiaras matemáticas o ciencias cosmológicas para que luego se las explicaras por la noche. Como si fueras su ayo. ¿Por qué nunca discutes una orden del emperador? O, al menos, ¿por qué no le razonas alguna alternativa?

– ¿Por qué? No sé.

– Siempre me da la impresión de que te estás haciendo perdonar algo.

– ¿Perdonar?

Más melancólico que meditativo, Borja sonríe.

– Tal vez me esté haciendo perdonar el lado oscuro de mi familia.

Heredamos luces y sombras.

Se ha detenido el cortejo y cuatro portadores se acercan al furgón que porta el ataúd, pero algo los paraliza a dos metros de distancia, algo que les lleva las manos a las narices, a la arcada y al vómito de todas las leches. Ha de bajar agresivo del caballo Borja para forzarlos:

– ¿Qué esperáis? ¿Os asusta la muerte?

Obedecen los portadores, pero en los ojos de Borja puntillea la incertidumbre, como en los de su mujer y en los demás acompañantes del féretro el pánico. Depositado finalmente sobre un catafalco, todos los rostros se vuelven a Francesc para que cumpla el rito del reconocimiento. Avanza aplomadamente hasta el ataúd, pero allí recibe el puñetazo del efluvio del cadáver encerrado y le cuesta avanzar, como si luchara contra un tornado. Utiliza toda la entereza que le queda para levantar la pesada tapa del ataúd y ante sus ojos aparece el cuerpo podrido, la cara descompuesta, rota la piel por los hocicos de los gusanos que tratan de salir a la luz. Baja la cabeza Borja y vuelve a cerrar el féretro. Controla un temblor que le sube desde los pies y no escucha la pregunta de uno de los nobles:

– ¿Queda certificado que era el cuerpo de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

No contesta Borja, paralizado, ni parece tampoco oír la pregunta renovada:

– ¿Certifica que ese féretro contiene los restos mortales de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

Mira estupefacto Borja al que le demanda testimonio, a su mujer alarmada ante su bloqueo, a los que esperan su pronunciamiento.


– ¿Certificar yo que ese despojo…?

Francesc de Borja no entiende lo que han dicho sus propios labios y los demás dan un paso atrás, conmovidos por el espectáculo de la angustia de un hombre con la conducta rota, cuyos ojos buscan a alguien que le libere de la sensación de haberse perdido. Es la misma angustia que traslada días después al emperador en persona, obseso cojo gotoso que reza convulsamente el rosario y hace planes de futuro.

– Cuando me retire, Francisco, quiero que pongan mi lecho debajo de donde reposen los restos de mi querida esposa y desde el lecho quiero ver un oficio fúnebre cada día, cada día quiero recordar que existe la muerte. Me han dicho que te conmovió mucho la visión del cuerpo de la emperatriz.

– He venido para rogarle que me permita volver a Gandía. Todavía me siento conmocionado por la vi sión del cadáver. Todavía me siento ligado al juramento que le hice a mi esposa: jamás quiero servir a señor que pueda morir.

– ¿Vas a dejar de servirme a mí? ¿Quieres desertar de la causa de la cristiandad? ¿Qué sería de la cristiandad sin nosotros? Tengo para ti una misión de altura. Necesito un virrey de Cataluña de confianza, que me vigile lo que queda de la nobleza catalana. Tú hablas su lengua, pero eres de los míos. Quiero que desarmes a todo el mundo, a los nobles, a los comerciantes y a los burgueses de Barcelona, pero sobre todo a los bandoleros.

– De niño viví la revuelta de la Germanía en Valencia y tuve que huir con mi familia.

Supe desde entonces las consecuencias del desorden movido por los resentidos sociales y lo peligroso que es perder la jerarquía natural de las cosas. Recuerdo como si las hubiera visto las car nes troceadas del revoltoso Vicente Peris.

– Viviste en tus propias carnes el ejemplo del afán del cambio nefasto, del cambio incontrolado y dirigido contra el poder que viene de Dios. Antes de que en Cataluña burgueses, comerciantes y pequeña nobleza se alíen con los bandoleros, o saquen provecho del desorden de los bandoleros, hay que ir a por todos. He proclamado una pragmática en ese sentido, en catalán, para que me entiendan. Ahora necesito que tú apliques tu buena mano izquierda y tu dura mano derecha.

Nada más llegar juras sus leyes y cumples las mías.

Deja la palabra el emperador a un escribano que informa a Borja de disposiciones menores, la residencia en la casa del Arcediano, junto a la catedral, el sistema de comunicaciones para estar siempre en contacto con el emperador. Borja trata de hablar, pero de nuevo Carlos le tapia las palabras.

– Castilla es el eje de la monarquía, pero no puede descuidar sus lejanías.

– Hasta que no muera mi padre no seré duque de Gandía y me temo que nobles tan altaneros y suspicaces como los catalanes, el duque de Cardona, por ejemplo, el único grande de España catalán, no acepten estar bajo mi mando.

– Tú eres un grande de España, y si todavía no lo eres, representas al emperador, y esos nobles catalanes deben enterarse de que la Corona de España es una.

– ¿Y si no me hacen caso?

– A los nobles los arrestas y a los bandoleros, si no son nobles, los ahorcas.


La sombra de seis ahorcados, y hacia los cuerpos colgados alza su rostro Francesc de Borja. Contempla con satisfacción su obra y con satisfacción escribirá luego al emperador en la soledad iluminada de su despacho:


Al cabo yo ahorqué a seis de los más famosos bandidos, pero carezco de los medios económicos y humanos prometidos para la pacificación de Cataluña según los deseos que su majestad imperial quiso transmitirme. Tuve que hacer frente al duque de Cardona, que me negó obediencia, y puse en arresto domiciliario al conde de Modica, que osó amenazarme con su espada.

Me muevo como un perseguidor a pesar de las limitaciones de mi cuerpo demasiado barrigudo y de mis tempranos achaques por mi incontinencia en el comer y en el beber. Otra preocupación que me asalta es la vigilancia de fronteras, porque los franceses entran en el Rosellón como si fuera de ellos, y tampoco el pueblo catalán manifiesta demasiados entusiasmos hacia la Corona de Castilla. Más fáciles de conformar son los burgueses y los comerciantes, que trabajan pacíficamente y desde el buen entendimiento con las razones de Castilla. Su majestad debe saber que me siento su cazador en este virreinato y que no soy otra cosa que el cazador de todos cuantos molesten a mi emperador. Hay malestar en Perpiñán, donde los cónsules del pueblo se han levantado contra el capitán general de la plaza, "Frances" de Beaumont, y debo ir en persona, como su majestad imperial me encareció, para reinstaurar el orden. He cumplido las órdenes de estimular la producción naval de las Atarazanas, de cara a la protección de costas y a la expedición programada contra el moro en Argel.

Todos los encargos del emperador se han cumplido y aguardo los venideros, respetando la sabia norma que me dictó su majestad: Cataluña necesita más el castigo que el perdón.


Hay cansancio en el abotargado rostro del virrey Borja cuando regresa a la habitación conyugal, y antes contempla el dormir de sus ocho hijos y de su mujer. Descarga su torturadora aerofagia por boca y ano y luego se arrodilla en el reclinatorio y reza con fruición, nutritivamente, como si su alma tuviera hambre de oración. Se remueve en duermevela Leonor y cuando percibe la presencia orante de su marido salta de la cama y ocupa el reclinatorio contiguo. Rezan con las manos unidas y ya en el lecho se miran los cilicios que llevan en las piernas con alegría interior que abrillanta los ojos de Francesc y con el ceño con el que Leonor suele contemplar todo cuanto ve, sea bueno o malo.

Desde la misma alegría pasea el virrey con su confesor Juan de Texada por el claustro del palacio del Arcediano y escucha el fraile las confidencias de Francesc y las sanciona.

– Oración y mortificación. No hay otra fórmula. Sentir la mente comunicada con Dios y en el cuerpo el dolor del cilicio que nos recuerda las miserias de la carne.

– Mi alma se eleva mediante la oración, pero me siento pobre.

¿Toda esa felicidad mística ha de quedar en uno mismo? ¿Nada hay que hacer con los otros? Me han hablado de un cristiano viejo especialmente justo llamado Ignacio de Loyola, general de una orden de nueva fundación llamada Compañía de Jesús. Algo me dice dentro de mí que he conocido a ese hombre, o al menos me resulta familiar su concepción de la vida y de la militancia cristiana, del catolicismo como una milicia.

– Un hombre santo al que le ha costado mucho imponer su verdad, y a pesar de las incomprensiones me atrevo a recomendar un encuentro con él.

– Hacia él me llevan los jesuitas Araoz y Favre.

– De momento, querido virrey, la orden franciscana ha tenido a bien acogerle, así como a la virreina, entre sus miembros.

– Mi abuela María Enríquez y mi tía acaban sus días en un convento de clarisas. Otra tía mía es la fundadora de las Descalzas Reales, sor Juana de la Cruz.

Pero todas esas órdenes me parecen hechas a la medida de viejas necesidades, en cambio los jesuitas son una respuesta al desorden actual.

– Hay que combatir la herejía extramuros de los conventos, pero desde los conventos sube a los cielos la energía espiritual de la oración y de la renuncia. Pocas veces en la Historia, después de un siglo de tentación pagana, estamos a punto de alcanzar las más altas cotas de la espiritualidad.

En la penumbra de su alcoba matrimonial, Francesc termina el relato de su encuentro con Texada y le revela el impulso irresistible que le lleva hacia Loyola.

– Me ha regalado un ejemplar manuscrito de los "Ejercicios Espirituales" de Ignacio de Loyola y ha prometido escribirme. Me siento embargado de la santidad que emana de cuanto propone ese hombre.

¿Qué te parece? Hablo y hablo, pero tú nada dices.

Vacila Leonor antes de responder:

– No sé. Te veo tan conmovido… Pero a ti te cuesta poco conmoverte.

– ¿Qué te parece negativo de lo que sabes de Ignacio de Loyola?

– No me gusta y en paz. Es el discurso de un estratega, de un jefe, de un príncipe, si quieres, pero no el de un religioso. Prefiero una vivencia más idealista de la fe.

– Son tiempos de guerras de religiones, de debates, de infiltraciones de la herejía, de filósofos peligrosamente evasivos como Erasmo de Rotterdam o nuestro Juan de Valdés y de iluminados estériles. Con la excusa de estudiar a Erasmo se profundizan sus herejías, incluso un libro de Erasmo utilizado para estudiar latín, "Colloquia", esconde un sustrato herético. Hay que permanecer vigilante. En lo que ha montado Loyola veo una tarea de titanes desasidos del mundo material pero con la musculatura dotada para la acción bajo la guía de la inteligencia. La Iglesia carece de un instrumento de actualización como la Compañía de Jesús. No es una herencia del pasado. Ha nacido a la medida del desafío de nuestro tiempo.

– Tuyo es el razonamiento, Francisco, mío el sentimiento.

Pero yo siento a lo cristiana vieja y todas estas modernidades me huelen a azufre.


En el ataúd reposa el cadáver de Leonor de Portugal, en una capilla también en forma de ataúd, donde un Francesc de Borja orante parece dirigido hacia un más allá del recinto. Su mirada remonta por encima de las velas y sus oídos se cierran para los responsos. Los ojos buscan la figura y el aura del de Loyola, rutilante en un grabado que sostiene en la palma de la mano, ilustración de la carta que le enviara el fundador de la Compañía de Jesús. Los oídos escuchan en la voz de Ignacio las mismas palabras que contiene la misiva. Se lo imagina paseando y dictando la carta, una carta especialmente dirigida a él.

– "Comprendo, duque, la tribulación de su alma por el fallecimiento de su esposa y su deseo de abandonar las pompas del mundo para ingresar en la Compañía de Jesús.

Pero la Compañía sólo acepta hombres desasidos de las cosas de este mundo, y para conseguirlo, excelentísimo señor, deberá cumplir mis instrucciones: case a sus hijas, dé estudios universitarios a sus hijos, acabe las obras empezadas y sobre todo el Colegio de Gandía, estudie teología hasta alcanzar el grado de doctor. Será el momento entonces de que el gran duque de Gandía, heredero de la estirpe de los Borja, sea admitido en la Compañía de Jesús, pero hasta entonces habrá de hacerlo todo en el más absoluto secreto, porque el mundo no tiene suficientes orejas como para oír semejante estampido.

"Ad maiorem Dei gloriam." Repasa Ignacio de Loyola lo escrito.

– ¿Qué te parece, Polanco?

– Es tan prodigioso que me parece increíble.

– ¡El duque de Gandía! Eso nos abre las puertas del emperador.

Francisco de Borja forma parte del consejo privado de Carlos. Es un mirlo blanco que Dios ha colocado en la ventana de la Compañía de Jesús.

Necesita decirle a su amo de siempre, el emperador, que tiene otro dueño, el de su espíritu, y hasta Yuste cabalga reventando caballos como si fueran de cartón.

Cojea Carlos Quinto hasta ganar


la ventana y hace una señal al enlutado Francesc de Borja para que le siga. Un criado le instala una caña de pescar en las manos y lanza el emperador el sedal hacia el exterior. Vigila que haya caído en el estanque del jardín y se deja sentar en una alta silla desde la cual contemplar las vicisitudes de la pesca.

– Esta mala salud no me permite bajar al río, lleno de truchas y salmones, y me han dispuesto un estanque lleno de peces, Francisco. ¿Por qué no lo intentas tú?

Nada. Nada de excusas. Utiliza la ventana de al lado, no vayan a enredarse nuestros sedales.

Disponen los criados el "atrezzo" para que también el duque de Gandía pueda pescar desde la ventana. De reojo mira el emperador a Borja.

– Así que jesuita, ¿eh? No te diré que vea con buenos ojos a esa gente que me parece demasiado soberbia y pagada de sí misma.


– La soberbia nos la da la fe, y la humildad la exhibimos ante Dios.

– Y ese Ignacio de Loyola es un escaso soldado que se hizo beato y atrajo a muchas mujeres. Su carrera se la debe a mal casadas enfervorizadas, así en Barcelona como en París, donde fue mendigo.

No me gustan los mendigos. Algo han hecho para serlo.

– Ha superado todas las caídas del hombre, como Cristo en el Calvario.

– ¿Qué miseria de peces me habéis puesto en el estanque? ¿Los habéis cebado? Parece como si hubieran comido toda la vida a dos carrillos. ¡Traedme peces hambrientos! ¿Te pican a ti, Francisco?

– No, señor.

– Hazte lo que quieras, menos hereje, Francisco, pero no quiero que me dejes del todo. Quisiera que fueras a ver a mi madre, que agoniza en Tordesillas, y te recuerda con la poca cordura y cariño que le quedan, y que me hicieras una gestión en Portugal, a ver si unificamos los reinos en beneficio de la cristiandad. De morir el pequeño rey don Sebastián, podríamos reivindicar la corona para mi nieto Carlos, hijo de Felipe y de María de Portugal. No nos están saliendo bien las cosas. Gracias al oro de América somos los más ricos de Europa, los que menos problemas internos tenemos tras la expulsión de judíos y moriscos, somos los abanderados de Dios y de la Iglesia verdadera, pero los protestantes y sus príncipes avanzan.

– Ambas cosas puedo hacer porque voy camino de Ávila, donde espero verme con Teresa de Jesús.

– La escritora iluminada. Te confieso que no entiendo lo que escribe, pero veo entre sus líneas la mano de Dios. Jesuita. Jesuita. Hazte jesuita, Francisco, y me cuentas qué es eso. ¿Recuerdas cuando estudiabas matemáticas y ciencias y me contabas todas las noches lo que habías aprendido durante el día? Eres muy eficaz, primo. Pero ya me han dicho que Gandía se te ha llenado de jesuitas, que te llevan las cuentas y saben más de tus finanzas que tú mismo. Vigila, Francisco. Vigila. Hay que vigilar siempre.

A todos.


Más allá del estanque donde duermen los sedales y desconfían las truchas, los umbríos caminos que van hacia el convento de Ávila, donde una parlanchina Teresa le cuenta sus recelos sobre si las iluminaciones le vienen o no de Dios. ¿Y si no fueran de Dios?

Habla, hija, habla, y contaba la monja sus éxtasis y accesos, sus vivencias en las moradas de los Cielos, la Tierra y la carne, mientras cabeceaba Borja en claro asentimiento.

– Quiso el Señor que viese alguna vez un ángel, no muy grande, hermoso, el rostro tan encendido que parecía uno de esos ángeles tan subidos que parecen abrasarse. Entiendo que son los querubines, aunque ellos no me revelan a qué clase pertenecen. Llevaba en las manos mi ángel un dardo de oro o de hierro, tal vez de oro y de hierro, porque el hierro estaba ígneo en la punta. Y era ese dardo el que se metía en mi corazón y abría mi cuerpo por dentro en busca de las entrañas y al arrancármelo me parecía que las llevaba prendidas y me dejaba vacía, pura, abrasada, pero abrasada por el amor grande de Dios. El dardo era su voz y la voz su presencia. ¿Cómo habla Dios al alma? ¿Hay preciso entendimiento de ello? A veces siento esa voz dentro de mí, otras fuera, y me prevengo por si se tratara de antojos o de melancolías, no siendo yo persona melancólica a lo enfermizo, como tantas otras en estos tiempos de flaquezas, tantas como tentaciones del diablo. El demonio se aprovecha de estas almas enfermas para ir apoderándose de su espíritu. ¿Cómo se distingue, padre Francisco, cuándo es la voz de Dios o la del diablo? Y esas voces, cuando son perfectas, hay que vigilarlas por si provienen o no de las Sagradas Escrituras, aunque la palabra de Dios, de pronto, la que más verdadera sientes, suena con una verdad en sí misma, como si fuera de luz, es como una orden llena de amor. ¿Puede el diablo dictarla?

– ¿Cómo iba a dictarte tanta maravilla el diablo? No te resistas, pero no te limites a dejarte poseer por las revelaciones. Reza, porque la oración es la comunicación con Dios.

Mas no quedó la monja muy convencida y era sabido que a todo el que pasara por el convento le sometía a la duda de cómo distinguir la voz de Dios entre todas las voces posibles del diablo, estaba tan en ello que redacta "Las moradas" con la intención de que no quedara más duda en su espíritu, ni el de los consultores que caían en su imprevisto consultorio. Con ganas de acudir cuanto antes a Roma, al encuentro con Ignacio de Loyola y el destino de jesuita, se detuvo en Tordesillas, donde la reina Juana canta canciones que sólo ella comprende, con músicas que le nacen de sus movimientos sin control.

– ¿Duque de Gandía? Yo no conozco a ningún duque de Gandía.

– Fui acompañante de su majestad hace ya algunos años.

– Nunca tuve un acompañante duque.

– Aún no era duque, señora, pero se acordará de mí, de las veces que hablamos de uno de mis antepasados, César, César Borja, el Valentino.

La reina repite César Borja varias veces, canta el nombre en voz alta, en voz baja.

– Jamás conocí a César Borja alguno.

– Fue un gran pecador, acogido a los muros del castillo de la Mota cuando su majestad allí vivía.

Su majestad lo recordaba jugando con el toro.

– ¡El toro!

Está asustada doña Juana y grita:

– ¡El toro! ¡El hombre oscuro! ¡César el oscuro y desnudo!

¡Aquel diablo, aquel centauro que quería desnudarme y como no me dejaba decapitaba toros!

Va en aumento el frenesí de doña Juana y los médicos sustituyen a Borja junto a la reina, pero ella no lo permite.

– ¡Dejad que hable con el duque!

Y cuando Francesc se acerca solícito, la reina acerca los labios a su oreja.

– Formaban un solo animal, duque. César el oscuro, el caballo blanco, el toro negro rojo de sangre. Un solo animal. Jugar al toro siempre me ha parecido algo diabólico.

Y grita ¡un solo animal! varias veces, hasta que el duque se retira apenado y a nadie revela los pensamientos que pugnan en su cabeza.

El mismo ensimismamiento con el que asiste a la agonía de la reina, rodeada de curas y monjas, cantos y plegarias, obsesionado el duque de Gandía con sus tormentas interiores a pesar de la placidez de su gesto. La reina Juana tiende su mano hacia él en la distancia, pero en vano el duque se aproxima, no llega a recoger sus últimas palabras y la impresión de inutilidad del viaje se la confiesa a sí mismo en voz alta, monólogo que rueda al compás de la calesa.

– Cuando me mueve el emperador no sé a dónde voy, en cambio cuando me mueve san Ignacio el camino es claro.

Pero cumple todos los encargos y al césar da parte de todo lo visto y oído, a un emperador melancólico, gotoso, con más ojo en los altares que en las truchas, aunque llegaban a Yuste relevos de caballos cargados con mariscos del Cantábrico.


– O sea, que hasta las monjas hablan con Dios y a mí, al emperador, ni una palabra. Tú también has oído la llamada de Dios. No quiero competir con Dios, Francisco. A veces ese estanque donde pesco me parece la boca del abismo, de la muerte, del Infierno. No quiero competir con Dios -le dice el emperador, sentado ante la balaustrada, invalidado por la gota, con la caña de pescar pendiente sobre otro estanque-. He dejado la corona a mi hijo Felipe y tú quedas libre de servirme. Pero ten cuidado. El gran inquisidor va a por ti. El papa no nos quiere, y vosotros los jesuitas sois los soldados del papa. ¿No es así? Ahora que eres cura y tienes un trato preferente con Dios, háblame de la eternidad. ¿La tiene garantizada el emperador que ha luchado contra la herejía? Quiero que seas mi albacea testamentario.

Un criado porta una bandeja llena de marisco. El emperador coge un racimo de percebes y lo huele extasiado.

– ¡Recién llegados del Cantábrico! ¡Cuántos caballos habrán reventado para que conserve este aroma!

Manosea las nécoras, las almejas, las ostras, las cigalas. Se hace abrir un mejillón y se lo come crudo.

– ¡El sabor del mar! Francisco, quiero que cuando me entierren lo hagan debajo del cuerpo de mi madre y que mi corazón mientras se pudre esté a la altura del suyo.

¿Puedes garantizarme la vida eterna? No desconfío de Dios, pero estoy escribiendo mis memorias.

¿Es lícito que yo hable de mis obras, día a día, hora a hora?

Dios sabe que no escribo por vanidad, sino porque los historiadores de nuestro tiempo tienden a oscurecer mis obras. Muchos de ellos son mis enemigos de religión.

Y cuando Borja es una figura que se marcha, abajo, en el jardín de Yuste, junto al estanque, el emperador le dice desde el parapeto de la balaustrada, en plena parafernalia de pescador de altura:

– Cuídate, Francisco. Mi hijo el rey Felipe no te quiere. Nadie está seguro en esta vida. Nadie merece estar seguro.


Embarazado y tímido no sabe si saludar o ser saludado ante la presencia de un anguloso y envejecido Ignacio de Loyola. Los hombres se miran, parecen buscar un momento en su vida o su memoria que los reúna y de pronto Francesc de Borja exclama.

– "L.home del sac!" No ha sonreído Ignacio, pero ha asentido con los ojos.

– Así me llamaban por tierras de Manresa cuando hacía vida eremítica en las cuevas próximas a la montaña de Montserrat.

– Vi cómo le llevaban encadenado ante el Tribunal de la Inquisición.


– Empiezo a recordar aquel mi premonitorio encuentro con tan principal señor. Dos veces he pasado por esa circunstancia. Padecí la Inquisición como lo que soy, un soldado de Cristo, soldado, apóstol y mártir, si se tercia. Libre quedé y ratificado. Asumo esas experiencias como asumo mi pasado de soldado, de hombre mundano, de peregrino a Jerusalén, de mendigo y estudiante de teología en París.

– Toda su vida ha sido un camino de perfección y yo trato de encontrarlo.

Perora Ignacio desde un entusiasmo controlado.

– Todo me habla de las grandes condiciones ascéticas del excelentísimo señor duque de Gandía, y las admiro. Pero usted pertenece a uno de los linajes más importantes de la nobleza, ha sido un buen guerrero, un sabio y fiel administrador, un hombre de acción. Acción, ésa es la palabra. La síntesis entre la reflexión y la acción for ma parte de nuestra norma. Los "Ejercicios Espirituales" nos enseñan a actuar sobre la sociedad.

Somos una compañía de soldados de Cristo, no somos militares, porque nuestras manos están desarmadas, pero tenemos el espíritu de obediencia y disciplina de los militares.

Loyola ha tomado un informe yaciente sobre su austera mesa de trabajo, sobre la que se posa un haz de luz romana. Son dos hombres pálidos y enlutados, tan amarillento el acuarentado y barrigudo menguante Francesc como el enteco cincuentón Ignacio de Loyola, los que se concentran en torno de los papeles que el general jesuita extrae de la carpeta.

– Los Borja están emparentados con cuatro casas reales y asumen más de doscientos títulos de nobleza en España, Portugal y Francia. Eso es poder, un poder que debe emplearse en la guerra de Dios contra la herejía.

– Me siento señalado por el estigma de un poder que arranca de un papa simoníaco.

– Sería difícil encontrar cinco papas ejemplos de virtud desde la caída del Imperio romano. Anastasio I fue un hereje y murió apestando, Juan Ii utilizó la simonía, como Sabiniano, Sergio I, Esteban Ii, un falsificador de textos sagrados. En el siglo nueve casi no hay papa bueno y hasta hubo una papisa y Sergio Ii fue antipapa. ¿Quiere que siga por orden histórico? Desde Constantino hasta Alejandro Vi, su bisabuelo, cuento casi treinta papas que ahora pudieran estar en el Infierno. El actual papa, Paulo Iii, debe su carrera a Alejandro Vi, su bisabuelo. Es hermano de Giulia Farnesio, la que fue amante principal del papa Borja. ¿Es Paulo Iii responsable? ¿Lo es usted? Precisamente Paulo Iii, que debe el cardenalato a la concupiscencia de su hermana, es el papa que encabeza decididamente la Contrarreforma.

Ha reconocido la Compañía de Jesús y ha creado órdenes que combaten el protestantismo entre el pueblo: los barnabitas y los teatinos.

A partir del Concilio de Trento y de la expansión de la Compañía de Jesús, los papas no tendrán más remedio que ser virtuosos. Los jesuitas tenemos cuatro votos, no tres: obediencia, pobreza, castidad y servir al papa.

– ¿Aunque el papa no se deje servir?

– De eso se trata. De que nuestra fortaleza sea la del papa.

O conseguimos que el papa sea transparente, virtuoso e infalible o la Iglesia católica perecerá.

Hemos de convertir todas las acusaciones de los protestantes en virtudes: el rito ha de ser hermoso, brillante, deslumbrante, pero no ofensivo por sus riquezas; la Virgen María más Inmaculada que nunca, y el papa ha de ser infalible, por decisión de Dios, pero también con su propia ayuda y con la nuestra. El poder del papa ha de ser espiritual, servido política y militarmente por los príncipes cristianos. Hoy día la Compañía aparece como un instrumento del emperador Carlos, porque es el bastión frente a los protestantes.

Pero todos los príncipes necesitan el aval de la Iglesia porque su poder procede de Dios, y de romperse esa cadena lógica, sólo nos espera el desorden. Los jesuitas queremos estar en todas las cortes del mundo y formar las conciencias del nuevo poder. El primer cisma de Oriente quedó lejos y fue absorbido por el avance del infiel, pero este cisma rompe el orden del corazón de la cristiandad y hay que reconstruirlo en unos tiempos en que el mundo se ha ampliado y hay que cristianizar las Indias.

En torno a Loyola, Francesc cree ver una aura y el general de los jesuitas se ha dado cuenta del efecto. Sale del aura y abraza a Francesc de Borja, impidiéndole que se arrodille.

– Vuelva a la vida de todos los días. Ejerza su poder en todas las dimensiones, en la Compañía, desde la Compañía, pero también como patriarca de su familia y como leal y utilísimo servidor del emperador.

Ahora siempre "Ad maiorem Dei gloriam".

– Siempre "A mayor gloria de Dios", general.


– Muerto Loyola y apartado Laínez, ¿qué mejor general de la Compañía de Jesús que el duque de Gandía? Por su trabajo como comisario general de la Compañía en España y Portugal, por su dinero, por el entronque de su dinastía.

Una audiencia urgente con él.

Asiente el secretario ante la orden del papa Pío V.

– ¿Por qué habrá rechazado tantas veces el nombramiento de cardenal? Me han dicho que estuvo a punto de aceptar y que Loyola se lo impidió en nombre de los principios de la Compañía.

Los años y los ayunos han conseguido la delgadez de Francesc de Borja, paseante furtivo en Roma por los que fueron espacios vividos por Alejandro, César, Lucrecia, Joan de Gandía, seguidor de los ámbitos donde escenificaron sus pecados. Especialmente conmovido ante el castillo de Sant.Angelo, tantas veces refugio de Alejandro Vi, o ante el pasadizo secreto lleno de imaginarios del vicio, o en las estancias que estudia críticamente. En su cabeza bullen los iconos de sus antepasados, especialmente los que se escapan del cuadro que le mostrara su abuela, y ante un cuadro que reproduce a César se le escapan los labios para musitar:

– "Aut Caesar aut nihil!" En la audiencia, el papa Pío V le invita a levantarse cuando cae de rodillas ante él.

– No quiero cometer el pecado de soberbia de que se arrodille ante mí el general de la Compañía de Jesús.


– Siempre al servicio de su santidad.

– Padre Borja, ha hecho usted una labor formidable en Roma, en España, en las Indias. Colegios y fundaciones de los jesuitas son ya una red universal al servicio de la estrategia de la Contrarreforma. Pero me tiene muy disgustado, general.

– No veo por qué, pero sin duda algún motivo habrá.

– ¿Tan prepotente se siente como general de los jesuitas que ha renunciado tres veces a ser cardenal?

– Discutí esa posibilidad todavía en vida del fundador y llegamos a la conclusión de rechazarlo, para no confundir los espacios de actuación de la Compañía con los del Vaticano.

– Si se dice que usted tiene tanto poder como el papa, ¿para qué va a ser cardenal?

– Sólo hay un papa y no soy yo.

– ¿Por qué otra vez el rechazo del cardenalato?

Por los ojos interiores de Borja, desfilan las imágenes de Alejandro Vi, César, la escena de las castañas tal como creyó verla Burcardo, Lucrecia casi desnuda sentada sobre las rodillas de su padre, el cadáver de su abuelo Joan de Gandía sacado del Tíber, la feroz constancia de su abuela María junto al cuadro que tanto le fascinaba durante su infancia.

Pío V percibe el trastorno interior de Francesc, pero no entiende del todo su consecuencia lógica.

– Ya ha habido demasiados Borja cardenales.

– Respeto su voluntad, pero concédame algo a cambio. Primero: secunde la campaña que he iniciado contra las corridas de toros, detesto ese juego.

– Estoy de acuerdo con su santidad. Ese juego implica egolatría y escaso temor de Dios.

– Además, debería volver a España en una misión especial. Hay que conseguir una liga católica entre España, Francia y Portugal para impedir la expansión de la Reforma protestante y hacer frente a la amenaza turca. El hugonote francés Enrique de Navarra pretende casarse con la hermana del rey Carlos Ix de Francia, y se convertiría automáticamente en un serio aspirante al trono. ¡Un hugonote en el trono de Francia!

Felipe Ii debe reaccionar.

– Me vine de España amenazado por el rey Felipe, tras la muerte de su padre el emperador. Con el padre me entendía a pesar de sus extrañas demandas, pero el hijo es un ser aislado y al mismo tiempo rodeado de burócratas, al emperador le gustaba ordenar las cosas de palabra, Felipe Ii todo lo pone por escrito, para que conste. Tiene graves problemas económicos a pesar de las riquezas de América, se descompone la sociedad y buscan enemigos interiores como causantes.

Pusieron mis obras en el "Índice", especialmente "Obras del cristianismo", así como las de Juan de Ávila o fray Luis de Granada. Hasta el obispo Carranza pasó por la Inquisición, acusado de favorecer la relación directa entre el hombre y Dios, al margen de la liturgia. Acusación falsa, falsedad que le consta al rey, pero prefiere a Carranza en prisión que admitir el error. ¿Nuestro pecado?

Escribir en lenguas romances, tratando de llegar a un mayor número de cristianos y hacer compañía al obispo Carranza, el verdadero objetivo del Tribunal del Santo Oficio. No me asusta la Inquisición, pero no quiero someter a la Compañía de Jesús al baldón de que su general sea sometido a depuración.

– Los jesuitas intranquilizan al poder, son su conciencia intransigente, pero me consta que el rey Felipe le recibirá con agrado.

– Mi salud no es muy buena.

– Un general de los jesuitas, ¿puede colocar su salud por encima de la salud de la cristiandad?

A por los toros, a por los luteranos y a por el Turco.

Aceptan los hombros de Francesc de Borja el encargo con resignación y entre rezos y ensoñaciones de encuentros con Loyola en una tierra o un cielo de nadie, cumple el recorrido convenido. Pero en Barcelona, una vez paseada su nostalgia por la casa del Arcediano, llena de presencias desdibujadas de Leonor y sus hijos niños, emprende peregrinación a pie a Montserrat en busca de los lugares ignacianos. Ensueña a Ignacio de Loyola en su cueva vestido como si aún fuera "l.home del sac".

– Muy bien, Francesc, muy bien. Está saliendo todo muy bien.

Las fundaciones, en las Indias, son la semilla del universalismo de la Compañía.

– Ya no se llaman las Indias, general. Ahora algunos las llaman América.

– Da igual el nombre del lugar donde haya cristianos. Hay que vigilar, siempre hay que vigilar, pero para poder hacerlo primero hemos de vigilarnos a nosotros mismos.

– ¿Ha visto en el cielo a algún Borja?

– No he reparado. Tal vez no hayan llegado todavía.


– Su majestad el rey Felipe Ii le está esperando.

Sale Francesc de su ensoñación y se deja llevar por el chambelán a través de tapices y oscuridades hasta la penumbra donde le espera Felipe Ii mirándole de perfil, severamente, sonrientemente, pero siempre de perfil, como si le costara mover el cuello.

– Bien venido a casa.

– Siempre la he tenido por tal y me he tenido por servidor de Dios y del emperador.

– El cariño que te tenía mi padre lo tengo en mi cabeza. Te veo en los actos fúnebres de mi madre. Junto a mi abuela, la pobre


reina Juana. Departiendo con el emperador, Dios lo tenga en su gloria. Los tiempos han cambiado, duque.

– Si quiere darme algún tratamiento, deme el de general.

– General. No me manifiestes tanta reserva. En el pasado tuvimos malentendidos.

– Con todos los respetos, algo más que malentendidos. No sólo fue introducida en el "Índice" mi obra escrita, sino que ante mi marcha a Roma fue perseguida mi familia: mi hermano Pedro Luis Galcerán de Borja, gran maestre de la Orden de Montesa, otros dos hermanastros procesados y uno de ellos, don Diego de Aragón, ajusticiado en Xátiva, la cuna de la familia.

Se ha distraído el rey, conducida su imaginación por reclamos más importantes, pero vuelve a la audiencia para preguntar:

– Conozco mínimamente el mensaje que me envía su santidad. ¿De qué va esta vez?

– De toros y turcos. Su santidad considera un espectáculo pagano la lidia de toros, por lo que recomienda su prohibición, y propone una gran coalición para derrotar definitivamente al Turco.

– ¿Y los herejes?

– También, por descontado. Luchamos en tres frentes, majestad.

– En cuatro.

– No percibo el cuarto.

– Nuestras propias filas y aquí en España, estamos rodeados de cristianos nuevos, es decir, de falsos cristianos, de moros y judíos hipócritamente conversos que hacen el juego al enemigo. Mis abuelos empezaron la limpieza de sangre y yo voy a terminarla. O la cumplimos o esas razas diabólicas acabarán con lo que representamos.

Y para empezar, tu Compañía, general. Tu Compañía está minada de judíos conversos gracias a la tolerancia de tu antecesor Laínez y también a tu tolerancia.

– San Ignacio me habló de la vigilancia contra el hereje, no contra el converso.

– No os dais cuenta de que son falsos conversos y de que están en todas partes, financiados por las cancillerías extranjeras que quieren arruinar la presencia de España en el mundo en un momento de máximo esplendor. Nuestro imperio se extiende por todos los océanos, pero si tú te mueres, Gandía…

– General.

– General, si tú te mueres, ¿quién es el que tiene más probabilidades de sucederte en el generalato?

– El padre Polanco.

– ¡Judíos! De una familia conversa de Burgos.


Yace en el lecho Borja entre cuidados de negros jesuitas eficaces. Sus semicerrados ojos perciben la gravedad de los rostros, los cuchicheos breves, las miradas inquietas de los que le rodean, algún diagnóstico.

– Tiene llenos de humores los pulmones. Le ha entrado un mal frío.

Ordena.

– Ponedme en condición. He de viajar.

– Imposible la continuidad del viaje.

– Será el último.

– Terminada la misión en Francia, ¿qué otro viaje queda que impida el descanso?

– Roma.

– ¿Qué urgencia espera en Roma?

– La muerte.

Demasiado cansancio para finalmente morir tras un largo viaje, de Roma a Roma, pasando por Barcelona, Madrid, Lisboa y otra vez la ruta del regreso. Demasiado cansancio para pasar de Ferrara, donde el lejano pariente Alfonso de Este insiste en que more en el palacio donde vivió y murió Lucrecia. No entiende el joven duque el rechazo tajante del evidente moribundo, que envía a su hermano Tomás al palacio ducal, mientras él se refugia en el caserón-estudio de los jesuitas ferrarenses. Suben trabajosamente en parihuelas a Francesc de Borja por las escalinatas y dos jóvenes jesuitas dialogan con el duque de Este, jovencísimo y curioso ante la vivencia que ha colocado en su casa al pariente español.

– Gracias, duque, por la contribución de vuestro velero, que ha conseguido traernos por el Po hasta Ferrara. El general no habría resistido el viaje hasta Roma.

– Deber de pariente y de devoto admirador de la Compañía de Jesús, tan bien instalada en Ferrara. Tiene a su disposición a los médicos más expertos y rezan por él en todas las iglesias de la ciudad.

Sobre el confuso rumor de los rezos, Francesc de Borja ve pasar los días del ferragosto tras los abiertos ventanales que dan a las fachadas oxidadas, a los jardines de Ferrara, y en todos los rincones cree percibir la silueta dorada de Lucrecia, sus coqueterías con Strozzi y Bembo, para llegar finalmente siempre a la sonrisa interrogante e inquietada del joven duque, frecuentemente al pie del lecho.

– ¿Conoce lo sucedido en Francia, general?

– ¿Qué se puede conocer desde un lecho?

– Ha habido una matanza de hugonotes durante la noche de San Bartolomé y se acusa a la reina madre Catalina de Medicis de haber instigado la matanza.

– Voluntad de Dios y acción de los hombres. De haber conseguido casar al joven rey Sebastián de Portugal con una princesa francesa… Da lo mismo. Como decía el fundador, no hay mal que por bien no venga. Alfonso, quisiera cumplir mi viaje hasta Roma.

– ¿Tan mal le tratamos en Ferrara? ¿Le urge llegar cuanto antes para ser papa? ¿No le vale ser tan poderoso como el papa? ¡Otro Borja, papa!


– Sólo la sangre me une con aquellos Borja: Alejandro, César, Lucrecia.

– ¿Llegó a conocer usted a mi abuela Lucrecia?

– Mal me calculas la edad, primo. Cuando Lucrecia murió, yo apenas tenía diez años, diez años muy alejados de sus pecados.

– ¿Mi abuela? ¿Una pecadora?

Aquí en Ferrara dejó huellas de santidad, incluso un cilicio con el que mortificaba al parecer su excesiva afición a la poesía y a los poetas.

– ¿Un cilicio?

– Eso creo.

– Alejandro, Lucrecia, César.

César Borja.

– No se puede hablar de él, ése sí que tiene mala fama, y en cambio yo me siento atraído por su leyenda.

– Eres demasiado joven y debes aprender a desconfiar de la belleza del diablo. César tenía la belleza del diablo.

– ¿Llegó a conocerle?

Se impacienta Francesc por la desorientación temporal del joven duque.

– Si no conocí a Lucrecia, ¿cómo pude conocer a César, que murió antes de que yo hubiera nacido?

– Ha pasado tanto tiempo, primo. "Aut Caesar aut nihil!" Un lema formidable, hay que reconocerlo. Pero ¿qué caballero se atrevería hoy día a utilizarlo? La única posibilidad de aventura está en las Indias, aunque no es fácil que los italianos lleguen allí. Aquello sí que es tierra libre, en cambio aquí todo está controlado. Quién pudiera proclamar a los cuatro vientos ¡yo o nada!

– También a mí me seducía esa proclama. De joven. ¡Cuánto infortunio en toda aquella corte!

Todo pecador tuvo su castigo.

– Bueno hubiera sido, primo, pero no es del todo exacto. La vieja Vannozza tuvo una larga vida y murió plácidamente. Miquel de


Corella fue un respetado condotiero al servicio de Florencia. Giulia Farnesio dejó esta vida como una gran señora ayudada por oficios pontificales. Doña Sancha de Nápoles tampoco tuvo castigo divino evidente. El hijo ilegítimo de Lucrecia, el llamado "infant de Roma"

, murió relativamente joven y sus propiedades pasaron a… ¿No las recibió usted, primo?

– No recuerdo.

– Cierto. Pasaron al ducado de Gandía.

– Las habré gastado "ad maiorem Dei gloriam".

– No lo dudo.

– ¿Y aquel infame asesor de César, el florentino?

– ¿Maquiavelo? No tuvo el éxito que al parecer reclamaba su talento, ni fue muy afortunado en su vida familiar. Tuvo mala suerte.

– No existe la suerte. Sólo existe el designio de la Providencia.

Sigue el general la Santa Misa postrado en la cama, escaso el séquito, mucha su piedad convulsa, y otra vez le conmueve hasta las lágrimas la proclamación del "Sanctus".

"Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sábaoth, Pleni sunt Caeli et Terra glória tua, Hosanna in excelsis, Benedictus qui venit in nómine Dómini, Hosanna in excelsis."


Dormita Francesc y le despiertan las voces que anuncian la inmediatez del viaje. Apenas tiene conciencia de que le alzan del lecho para dejar su cuerpo en las parihuelas que le conducen al camino que termina en Roma.

– ¿Está muerto? -pregunta el duque.

Alguien contesta:

– Poco le falta.

Abre los ojos Francesc en el jardín, cuando le ayudan a alzarse y a tomar sitio en la calesa, cubierto de mantas, apenas cabeza de polluelo la que asoma entre las cobijas protectoras. Pero aún tiene gesto para bendecir al joven Alfonso, al otro lado de la ventanilla, y advertirle:

– Que tu juventud no nuble tu cabeza. Arranca de tu memoria glorias inútiles. No hay más gloria que la de Dios. Recuerda: "Ad maiorem Dei gloriam".

Parece todo dicho, pero renace como asustado por un terror oculto, y cuando ya empieza a rodar la calesa grita con mucha más voz de la exigida por la apenas lejanía:

– "Aut Deus aut nihil!"

Загрузка...