6 El príncipe

César contempla su propia espada.

Recorre los grabados con la yema de un dedo y los recita para información de Corella, Llorca, Juanito, Montcada.

– Aquí pone César Borja, cardenal de Valencia, junto al buey insignia de la familia. Aquí podéis ver un sacrificio votivo.

Aquí motivos paganos, canéforas y sacerdotisas de cuerpos desnudos y el lema "Cum Nomine Caesaris Omen", para que nadie dude de que me guía el mismo empeño que al gran Julio César. Un cupido de ojos vendados pero armado y finalmente el paso del Rubicón y la leyenda "Iacta alea est".

– "Alea iacta est." La suerte está echada. Tus sueños se han cumplido.

– Todavía no, Miquel.

Se ha abierto la puerta y Burcardo invita a César a que le siga. César entrega la espada a Corella.

– Toma, Miquel. Guárdamela, no vayan a pensar sus eminencias reverendísimas que les voy a rebanar el cuello. Pronto me servirá de algo más que de adorno.

Atraviesa la puerta abierta que le ofrece Burcardo y se apodera, en largos pasos, del espacio que le deja un consistorio al que apenas asiste media docena de cardenales desganados presididos por Alejandro Vi. Al lado del papa, Ascanio Sforza estudia, calculador, cómo se instala César y todos esperan que el papa tome la palabra.

– La urgencia dictada por la situación, la voluntad decidida del cardenal de Valencia y las circunstancias derivadas de hechos que están en la mente de todos me aconsejan aceptar la propuesta del cardenal de abandonar su rango religioso para volver a la vida seglar y empuñar la espada en defensa de nuestro Estado, en defensa de la Iglesia. Recabo la opinión de sus eminencias reverendísimas para respaldar su decisión de abandonar la púrpura. Votos a favor y votos en contra.

Ni se molesta Alejandro en contar los votos, ni los cardenales en alzar los brazos y ya avanza Ascanio para acoger en un abrazo silencioso a César, abrazo que repite la rala concurrencia para retirarse a continuación en seguimiento de Ascanio. No bien salidos los cardenales del salón tratan de obtener información de Ascanio, que finge distanciarles corriendo más que andando.

– ¿Y no nos dirás qué se trama, Ascanio? ¿Qué habéis pactado el papa y tú?

– Todo ha obedecido al principio heracliano.

– ¿Qué pinta Heracles en esta historia?

– Heráclito, que no Heracles, cardenal. Todo fluye, nada es y los Borja necesitan un soldado, un príncipe, no un cardenal. Su santidad me ha asegurado que el nuevo estado de César no significará expolio para ninguna de nuestras familias.

– Sólo faltaría.

– Pero ha de darle una buena dote al nuevo capitán del Vaticano, porque si no lo hace así no habrá princesa que quiera casarse con él, y su santidad pica alto: Carlota de Aragón, hija del rey de Nápoles. Por ser cardenal de Valencia, ya estaba bien dotado económicamente.

– Carlota de Aragón, la hija del rey Federico de Nápoles, lo rechazó porque dijo no querer ser una "cardenala".

– Quién sabe si ahora el cardenal será Jofre y César se meterá definitivamente en la cama de doña Sancha como marido y copropietario de sus posesiones napolitanas.

Quién lo sabe. Lo cierto es que el caballero es temible y el Tíber acaba de arrojar nuevos cadáveres.

A César le basta con mirar despreciativamente a quien le estorba y Miquel de Corella hace el resto. En aquellos territorios que usurpan, Ramiro de Llorca es el administrador de sus bienes y sus vasallos y tan despótico que las gentes añoran a Corella o al mismísimo César.

Bajan las voces y se acercan las cabezas para oír en labios de Sforza lo que a pocos metros Alejandro pregona a voz en grito, en la soledad del salón que puebla a solas con César. Desde la aparición de los cuerpos de Pere Caldes y Pantalisea, el Tíber no tiene bastante agua para los cadáveres de nuestros enemigos políticos. Me parece un exceso. Ya me pareció un exceso lo de Perotto y Pantalisea. El guardador de tu hermana y su doncella, asesinados, atados de pies y manos, arrojados al río.

– Muy mal guardó a mi hermana Perotto y aún peor su doncella, porque consintió como alcahueta.

Yo no ordeno matar a nadie. Sólo ordeno a mis hombres que no se dejen matar.

– César, cuando llegados mi hermano y yo a Roma había que defenderse porque cada familia tenía sus sicarios y o aceptabas la misma lógica o eras candidato a acabar en el Tíber. Ahora estamos en otra situación. ¿Qué hay que hacer?

¿Responder a las puñaladas o anticiparse?

– Anticiparse. Ahora estamos en el centro de un polvorín del que no controlamos la mecha, pero si la controlamos el polvorín es nuestro.

Por el sur nos llega la amenaza de España y por el norte la de Francia cuando no la de Austria. Ni nada ni nadie pueden oponerse a la lógica de los acontecimientos.

¿Qué es más cruel, dejar que estalle la crueldad insaciable de los otros contra nosotros o ser fuertes y desde esa fortaleza imponer un nuevo orden? Tú casa a tu hija discretamente con el príncipe napolitano y tranquilizamos a España.

Yo me voy a la corte de Francia donde reside Carlota de Aragón como dama de Ana de Bretaña, tranquilizamos a Francia y consigo mujer. Tú prepárame el camino. Nombra cardenal al consejero del rey de Francia, George d.Amboise y concédele al rey el divorcio para que pueda casarse con su cuñada Ana de Bretaña.

– ¿No temes a Dios? ¿No piensas que puede castigarte tan duramente como me castigó a mí quitándome a Joan?

– No creo en la fortuna, ni siquiera en la suerte, aunque utilice a un astrólogo de prestigio como Lorenz Beheim. No hay otro móvil que la energía creadora de la virtud, es decir, de la razón y la evidencia de lo que es necesario.

No me meto en los asuntos de Dios y espero que me devuelva la misma moneda. Le dejo la libertad de salvarme o condenarme.

Al salir de la audiencia, la espada que le guardaba Corella vuelve a sus manos y César la eleva como si esperara de ella el desvelamiento de sus propios enigmas.

Pero la espada permanece silenciosa y sobre el rostro de César pasa la nube de la inquietud. Paso fugaz.

– Hemos de llegar a Francia disfrazados de príncipes de las mil y una noches. Hay que demostrarles que somos los más altos, los más ricos y los más guapos.

Corella le señala la tonsura.

– ¿Cómo disimular tu viejo disfraz de cardenal?

César y su séquito se apoderan de las tiendas de telas, movilizan a joyeros, orfebres, sastres y diseñadores que sobre pupitres estudian el dibujo no sólo de sus trajes, sino también de las guarniciones de los caballos. Los artesanos se mueven bajo la presión implacable del ex cardenal, que ya ha abandonado todo signo de su condición eclesiástica. Guerreros y diplomáticos se prueban los trajes y asisten al paso de modelos para el vestuario de sus caballos. Ya todo casi ultimado, César estudiaba sus atuendos ante el espejo, pero de pronto su expresión se nubla, acerca el rostro al cristal y descubre que la erupción de la sífilis ha subrayado su sombra.

– Habrá que atrasar el viaje.

Juanito Grasica no entiende la gravedad del hecho en relación con la naturalidad con que lo ha anunciado César.

Corella llega para reforzar su sorpresa.

– Atrasar, ¿por qué?

César les muestra la mancha en el rostro.

– Hay que esperar a que baje la erupción. No sería cortesía viajar a Francia con el mal francés en la cara. Llama a Gaspar Torrella, es el único médico del que me fío.

Luego se pasa los dedos por la coronilla.

– Cuánto tarda en crecer el cabello. No será del agrado de Carlota que cuando me incline ante ella me vea la tonsura.

Pero a su lado se ha situado Corella y le tiende una peluca.


– ¿Tan rico es el papado que los caballos del Vaticano llevan guarniciones de plata? Los Borja han prosperado. Ahora también disfrazan a sus caballos. Setenta mulas cargadas de regalos y cubiertas de satén rojo y dorado, treinta y seis caballos de raza vestidos de oro y terciopelo conducidos por pajes ataviados del mismo color, músicos disfrazados de músicos.

Los caballeros con espuelas de plata.

Della Rovere contempla el cortejo de César y no responde de momento a la pregunta de su acompañante, el cardenal D.Amboise. De pronto emite una carcajada que deja de ser enigma cuando la explica:

– Sobre las espuelas de plata sólo he de decir que es atributo de César sorprender por su vestuario, y lo que me hace reír es esa peluca con la que se tapa la tonsura. No ha dejado tiempo a que su pelo creciera para taparle el estigma del cardelanato. También es notable la capa de maquillaje que trata de ocultar las manchas del mal francés.

Desciende velozmente Della Rovere los escalones y llega a tiempo de recibir a César en el zaguán, sin darle respiro para componer el gesto ni la sorpresa, porque el cardenal se le abraza posesivamente, para luego distanciarle, como si se tratara de reconocer al mejor amigo de su vida y de su muerte.

– ¡Cuánto tiempo, querido amigo! ¡Cuánto tiempo!

Aunque no exterioriza César su sorpresa, sí Corella su inquietud y da vueltas en torno de la enlazada pareja por si se tratara de abrazo de serpiente. Pero se separa Giuliano y proclama ante los dos cortejos la razón de su entusiasmo.

– No os oculto que en el pasado graves fueron las diferencias entre el joven César y yo, diferencias que me llevaron al exilio, lejos de mi querida Roma, de mi querida Italia. Pero la Historia nos ha dado la razón a los dos y ahora nos encontramos en el mismo bando, bajo la bandera y la hospitalidad del rey de Francia. ¡Viva el papa!

¡Viva el rey!

Sirve de introductor Della Rovere a César hasta la presencia del rey de Francia. Suficientes las inclinaciones de César, pero no consiguen borrar la impresión de sorpresa de cortesanos y cortesanas que rodean a Luis Xii, desbordados por el esplendor del atuendo del hijo del papa, y de sus acompañantes. Repasa César a los presentes y se detiene en Carlota de Aragón, que esquiva la mirada como si le dañara sólo el recibirla, pero cuando César, forzado por Della Rovere, ha de concentrar su atención en el rey, Carlota examina al recién llegado con curiosidad irónica pero valorativa.

– Con doble gratitud recibo al enviado del papa. Porque al concederme la bula de dispensa matrimo nial, me permite casarme con la más bella dama de la cristiandad y por el nombramiento de cardenal concedido al santo obispo de Ruán, George d.Amboise.

Ha señalado el rey a Ana de Bretaña como la dama más bella de la cristiandad y ella le corresponde con una sonrisa receptora mientras César replica:

– Su santidad suele decir de sí mismo que es un cazador de Dios y todas sus decisiones no tienen otra finalidad que el bien de la cristiandad.

Corella contempla la fluidez de los diálogos y el buscarse de los ojos de César y Carlota de Aragón, sin que la muchacha se mueva de las proximidades de Ana de Bretaña. Pero es evidente que la reina se burla de su reserva y las dos mujeres ríen observaciones que afectan a César, tomado por el rey en un aparte y, como dialogantes peripatéticos, se encaminan hacia los jardines.

– Debo agradecerle el nombramiento como duque de Valence. Su santidad me nombró cardenal de Valencia, y ahora ser duque de Valence me permite ser el Valentino por partida doble.

– Valentinois en Francia. Hablemos de lo que urge. No quiero precipitar apreciaciones, pero le advierto que la dama se resiste.

Mi futura mujer la ha sondeado y Carlota no se muestra proclive al matrimonio. He recibido carta de varios monarcas pidiéndome que no mezcle la sangre real de Carlota con… en fin. Conoce suficientemente las leyendas que afectan a su familia. Permanezca en la corte cuanto tiempo sea necesario para rendir a la dama.

Escucha César como si estuviera recibiendo los consejos más emotivos y esperados y sólo cabeceará apreciativo cuando el rey se atreva a expresar el memorial de agravios.

– En cualquier caso sería inútil ocultarle que contemplamos como una muestra si no de hostilidad, sí de desconfianza, los repetidos intentos de emparentar a miembros de su familia con infantes de la Corona de Aragón. Mis consejeros lo interpretan como una alianza implícita con los futuros intereses de España en contra de los intereses de Francia.

– ¿Ha sido mal considerada la boda entre Lucrecia y Alfonso de Bisceglie?

– No podría ser contemplada de otro modo.

– ¿Ni siquiera mi viaje puede borrar ese efecto? ¿No puedo yo servir, como agradecido rehén, de prueba de nuestro respeto a los intereses de Francia?

– Hemos olvidado la sangrienta burla inflingida a nuestro antecesor, Carlos Viii, durante su expedición a Italia. Yo no quiero un rehén, César. Quiero un aliado. Necesito un caudillo con alma de príncipe que me ayude a doblegar a las ciudades italianas que se resisten a aceptar el nuevo signo de los tiempos. ¿Qué puede hacer el Estado ciudad frente al Estado nación? El poder del príncipe ha de ser total, mi consejero D.Amboise me ha aconsejado que recaude impuestos sin pactarlos. El Estado moderno necesita dinero porque precisa expansión y soldados con que conseguirla.

Le abandona el rey, siempre seguido de D.Amboise y Della Rovere, a su voluntad y César se encamina a ser presentado a Carlota de Nápoles. Una presentación con pocas palabras, perdidas entre el alto rumor de los reunidos, huidiza Carlota entre otras damas y siempre parapetada tras la impresionante presencia de Ana de Bretaña. El rey, D.Amboise y Della Rovere contemplan los esfuerzos de César.

– Esa plaza no va a poder rendirla.

No está tan convencido Della Rovere.

– No hay que subestimarle al Valentino. Si le deja actuar y hablar, esa plaza puede ser ocupa da, y el papa ofrece una dote considerable.

– Creo que Lucrecia, antes de casarse con Alfonso de Nápoles, había tenido un hijo de padre desconocido, aunque se dice que el padre fue pescado en el Tíber con unas cuantas puñaladas encima y el hijo o ha pasado a mejor vida o ha sido entregado a padres desconocidos.

– Está bien informado, majestad. Después del nacimiento y de la adopción de su hijo a cargo de su propio padre, es decir, de Alejandro Vi, el papa le montó una boda íntima a la niña, en los aposentos del Vaticano, con el príncipe napolitano. Boda fértil. Lo más reciente es que Lucrecia vuelve a estar preñada con la contribución del joven duque de Bisceglie, aunque también se dice que el hijo pudiera ser de Alejandro Vi y así Lucrecia conseguiría ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, según consta en los libelos de la estatua de Pasquino. La diplomacia político-sexual de Alejandro Vi es un éxito.

– Demasiado éxito.

– No nos interesa.

– No. No nos interesa.


Recorre Alejandro los corredores con la satisfacción en el rostro y una carta aletea en su mano.

Comunica a soldados, clérigos y funcionarios el motivo de su alborozo para que lo compartan.

– ¡Carta de Francia!

Desemboca en la estancia donde Lucrecia se prueba un vestido de preñada con la ayuda de Sancha y sus doncellas, en presencia de su arrobado marido y de un grupo de cortesanos, entre los que se alza el poeta Serafino Aquilano en situación de recitar un poema a ella dedicado.


– "No os negaréis, señora, a darle la mano a quien de vos se aleja, no os negaréis, señora.

Una piadosa mirada puede resistir el dolor y esta alma triste siempre de vos, señora.

No os negaréis, señora…"


Interrumpe el papa y agita la carta como la razón de su entusiasmo.

– ¡Carta de Francia! No le pueden ir mejor las cosas a César.

Es el nuevo duque de Valence y el rey cuenta con él como asesor militar.

– ¿Y en amores?

– Sancha, no se puede tener todo, pero la breva madura caerá del árbol. Voy a darle una dote a César como si fuera una princesa de Samarkand a punto de casarse con el Gran Mogol. Espero que Carlota de Nápoles sea sensible si no a César, al oro. Lucrecia, cuida ese hijo que llevas en el vientre. Y tú, Alfonso, cuida el vientre.

Abraza a su hija, la besa tiernamente en los labios, la palpa con una sensualidad que turba a los asistentes, menos a Sancha. También abraza a Alfonso de Bisceglie, le besa en las mejillas, sin respetar el gesto de rechazo sorprendido del joven. Suspira Rodrigo y deja la pequeña corte en la que Alfonso de Nápoles es abrazado con ternura por su hermana, como protegiéndole, y con cariño por una Lucrecia enamorada. Alejandro pasa a despachar con Remulins en presencia de Burcardo y su expresión se ha enrarecido mientras le tiende la carta y le invita a que la lea. Lo hace Remulins y el papa espera su veredicto dando vueltas a su alrededor.

– Según se lea.

– Exactamente. Según se lea.

– Motivos para una cierta ilusión.

– Entiendo que a César le están haciendo perder el tiempo en París y que Carlota de Aragón cumple el papel de una liebre para que el perro corra detrás hasta cansarse y entonces le ofrecerán un conejo. César no puede volver a Italia con las manos vacías.

– Hay un segundo elemento a considerar. Vengo de Florencia y hay rumores muy insistentes sobre una inmediata campaña del rey de Francia en Italia.

– Voy viendo claro. Para Luis Xii es importantísimo que César esté a su lado cuando empiece la campaña. Es la principal demostración de que la Liga Santa se ha roto. ¿Lo de Florencia cómo va?

– Tras la desaparición de Savonarola la Signoria trata de encontrar algo que entusiasme a la ciudad. Florencia es una ciudad abatida. Primero no soportaba a los Medicis. Luego a Savonarola.

Ahora no se soporta a sí misma.

Las ciudades de Italia no comprenden que los tiempos cambian y que sólo Venecia y el Vaticano se aprestan a resistir el huracán de las nuevas naciones hegemónicas.

Con Savonarola desapareció la utopía de la regeneración.

– Remulins, sigo observando en ti cierta proclividad por ese predicador. Era nuestro enemigo.

– Un enemigo demasiado ingenuo.

Un profeta desarmado, como le llamaba Nicolás Maquiavelo.

– ¿No te parece un poco cínico ese Maquiavelo? ¿Otro profeta desarmado?

– Sólo es un pesimista. Un pesimista activo. Desconfía del instinto del hombre y de la vigilancia de Dios. Sólo cree en la razón aliada con la fuerza y a continuación las leyes.

– Olvidémonos de Savonarola y estudiemos cómo queda nuestra política de alianzas. Ascanio Sforza está nervioso porque teme que rompamos la Liga Santa y dejemos a su hermano Ludovico el Moro en Milán solo ante los franceses.

César me insinua que nos sumemos a los franceses sin romper con los españoles. ¿Cómo hacerlo?

– Quizá César tenga la respuesta.

– Necesito a César. Él ve las cosas de este mundo aún más claras que yo. Aguarda el embajador español y va a hacerme preguntas embarazosas.

– Hay que ganar tiempo.

Asienten los ojos del papa y pasa Remulins a un segundo término mientras Burcardo da entrada al embajador español. Pisa fuerte el diplomático y reduce a puro esquema la gestualidad del acatamiento, para pasar cuanto antes al discurso impugnador.

– Si su santidad quería sacar de quicio a sus muy católicas majestades, Isabel y Fernando, lo ha conseguido.

– No me imagino yo al sereno rey Fernando fuera de quicio. Ni al eminente arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, al que he encargado la reforma piadosa de las órdenes mendicantes.

– Basta ya de vana palabrería, santidad. Como a un hombre de Estado le hablo, que no como papa.

Como papa, representante de Dios en la Tierra, mi respeto. Soy castellano viejo y no tengo pelos en la lengua.

– "Aequam memento rebus in arduis servare mentem", dijo el gran Horacio.

– El gran Horacio podía batir palmas o meterse los dedos en la nariz, si se le antojaba, pero no es el momento de conservar el espíritu sereno, sino de dejar de tragar sapos por muy vaticanos que sean. Es opinión de sus católicas majestades…

– Católicas majestades, denominación que utilizan porque yo se la concediera.

– ¡Denominación que utilizan porque se la han ganado, rediós!

¡Y no me corte el razonamiento su santidad porque soy más diestro con la espada que con la lengua! Sus católicas majestades no toleran la política de acercamiento del Vaticano al rey de Francia, política que incumple los acuerdos de la Liga Santa y pone en peligro la existencia del reino de Nápoles, vinculado a la Corona de Aragón.

Sus católicas majestades no acatan que de la noche a la mañana un allegado de su santidad como el llamado César el Valentino siga siendo Valentino por arte de birlibirloque, dejando de ser cardenal de Valencia para ser duque de Valence.

Se han adelantado Burcardo y Remulins tratando de contener con la proximidad de su presencia la irascibilidad del embajador, pero el papa detiene su avance con un gesto y exclama con toda la majestad que puede conservar:

– ¡Váyase, señor embajador, por esa puerta, que el descendiente de Pedro no ocupa esta silla para soportar insultos de un mal educado!

– ¡Qué educación ni qué niño muerto, santidad! No estamos en justas florales, ni hay desviados poetas feminoides que tañan la lira o el cencerro. Estamos hablando de negocios de Estado y represento a


la primera potencia conocida, una primera potencia que rinde más servicios a la cristiandad que un pontificado corrupto y moralmente repudiado por todas las conciencias cristianas.

– ¡Fuera! "Fora d.ací! Fora de Roma! Malparit! El dia que vas neixer, la teva mare t.hauria d.haver escanyat!" (1).

– ¡Hable en cristiano! Por los clavos de Cristo. Representante de Dios en la Tierra, ¿no? ¡Pues qué mal representado está Dios!

Vamos a convocarle un concilio para que ponga orden cristiano en esta Babilonia. Me voy, ¡pero un día de éstos me seguirá su santidad, encadenado, en el fondo de una barca que lo llevará a España y lo meteremos en el más lóbrego castillo donde se perderá su rastro pero no su pecadora, siniestra memoria! [9] Es un papa alzado y colérico el que persigue con sus gritos la retirada del embajador.

– "Malparit! Pou de merda!" (2).

Y no se queda corto el embajador, que insulta mientras retrocede sin dar la espalda.

– ¡Hereje! ¡Anticristo!


Miquel de Corella bebe espaciada, profundamente, cabecea, negador.

– Mal lo veo, César. Esa zorrilla napolitana está jugando con nosotros, y su padre el rey Federico va diciendo que no quiere casar a su hija con un bastardo de cura.

– Me interesa más la alianza con el rey que con la dama. Pero hay que encontrarle una sustituta.

Entra un desolado Luis Xii seguido de D.Amboise, de Della Rovere y de un tercer hombre desconocido rústico y receloso, como un campesino disfrazado de noble o un noble disfrazado de campesino.

El rey tiende una mano cansada para ser besada y la otra abierta sobre el corazón.

– ¿Cómo puede luchar un rey contra el corazón de una mujer?

César, permítame que le considere como un hijo y que por lo tanto el rechazo de la dama lo viva como un padre también rechazado.

– Es un honor tanta solidaridad, y entre todas las posibles alternativas sólo me quedo con la que pueda complacerle, majestad.

Hemos iniciado un matrimonio político mucho más interesante que cualquier otro.

– Sólo queda la alternativa de otra Carlota, Carlota de Albret, de la muy noble familia que reina en Navarra. Nos acompaña su padre, Alain de Albret, padre del rey Juan de Navarra. Hemos traído un retrato que no está a la altura de la bellísima dama para que el señor duque juzgue por sus ojos.

Sostienen entre D.Amboise y Della Rovere el retrato de Carlota de Albret y Corella comenta en voz baja junto a una oreja de César:

– "Cara llarga, nas encara mes llarg i figa llarga, suposo" ( [10]3).

– "El que menys compte es la figa. El pitjor es el nas (4).

Esperan el rey y sus acólitos que salgan Miquel y César de su jerga, y salen para que César discursee, remolón:

– Notable y alargada belleza, que aprecio en lo que vale. Han pasado los meses y necesito terminar mi estancia en Francia. Volver a Roma. Tal vez a Gandía y así estar cerca de mis sobrinos, los hijos del infortunado duque de [11] [12]Gandía, sometidos a una educación rígida y oscurantista por parte de su madre, María Enríquez. No quisiera reducir el problema de mi boda a un expediente forzado por el tiempo.

– Buena disposición. D.Amboise leerá la lista de elementos más notables de la dote que ofrece el señor duque a la familia Albret.

– Con la venia, majestad, yo quisiera ver la bula por la que su santidad permite que el señor César deje de ser cardenal. No quisiera ver a mi hija excomulgada.

– Ya te lo he confirmado, Alain.

– Quiero verla.

– Palabra de rey.

– Yo quiero verla.

Remueve Corella el papeleo que reposa en una mesa adjunta, extrae un documento y lo mete bajo la nariz de Alain de Albret. Lo lee el hombre con los ojos, mientras sus labios silabean trabajosamente y de pronto alza la desconfiada mirada en la que envuelve a cuantos le rodean.

– ¡Está en latín!

D.Amboise se muestra paciente con Alain.

– Yo la he leído, Alain, y dice lo que debe decir. César Valentinois es un seglar, como tú.

– Tampoco me gusta nada que mi hija sea considerada un plato menor. ¿No quiere la napolitana?

¡Pues a por la otra! ¿En qué estado moral va a casarse mi pobre hija? Es una muchacha muy sensible.

Continúa, paciente, Luis Xii:

– Ya has leído el inventario de la dote, Alain, y es generoso.

– Todo es poco para mi chiquilla.

– Todo es poco para el esplendor de la dama, es verdad, suegro.

¿Me permite que le llame suegro?

Y estoy dispuesto a reforzar esa dote.

Los ojos rómbicos de Alain de Albret tratan de leer en el rostro de César el valor exacto del añadido.

– No es mala idea, pero ¿en qué medida? Exijo ser el administrador de la dote y además que se conceda a mi hijo Amanieu la púrpura cardenalicia.

Estalla D.Amboise:

– ¿Amanieu cardenal? ¿Qué meritos ha contraído ese zascandil para ser cardenal?

– Pues mira quién habla.

¿Quieres que te explique por qué eres tú cardenal? ¿Si tú eres cardenal, por qué no puede serlo mi Amanieu?

Están cerca las caras de los arqueados cuerpos de Alain de Albret y del cardenal George d.Amboise, y pone paz el rey.

– Alain. Lo importante es lo que nos une, y no dudo yo que su santidad otorgará la púrpura a tu hijo, el querido Amanieu, y que George le dará su voto con todo su corazón. Sin reservas.

Vuelve a sentarse el viejo correoso y repasa la lista de la dote que le ha tendido D.Amboise. Cabecea reticente.


– Aquí pone dinero el papa, pero yo quiero dineros más cercanos. Al fin y al cabo la boda también interesa a su majestad porque refuerza la Corona de Navarra frente a los apetitos expansionistas de Castilla y Aragón. Con esta boda el señor César se convierte en primo de su majestad, y algo vale eso. ¿De cuánto dinero sale avalador su majestad?

Se instala en su asombro el monarca y, cuando va a pasar a la cólera, irrumpe la voz conciliadora de César.

– Comprendo todas sus reservas, querido suegro, insisto en llamarle así, y el rey, no me equivoco, sale fiador de todo lo que avala, teniendo en cuenta que con este matrimonio yo emparento con los reyes de Francia y desde mi condición de duque de Valence participaré en el esplendor de su corte.

Aún no está convencido el viejo y en primera instancia rechaza el pergamino, el tintero y la pluma que Della Rovere ha situado ante él.

– Habrá que esperar. He de consultarlo con mi almohada y con mi Carlota.

Admite César socarronamente la reserva de Alain de Albret y no le ha abandonado la socarronería cuando semanas después avanza tan bien puesto como siempre por un pasillo de caballeros que le conduce junto a Carlota de Albret, con las largas facciones ruborizadas, la larga cara clavada en el pecho mediante la barbilla y con ella la mirada alejada de cualquier encuentro con su marido. El cardenal D.Amboise declama las palabras de la ceremonia, pero los pensamientos de César están lejos y sus ojos divagan hasta encontrar a la turbada Carlota de Nápoles. Ella cree que el Valentinois la mira, pero César sólo ve la distancia más corta hacia el lecho. Luego sus labios, su cuerpo, secundan la liturgia, su final, el largo camino hacia el banquete rodeado de ale grías convencionales y luego hacia el dormitorio, adonde los acompañan D.Amboise y el viejo Alain. Entra la pareja. También los testigos, que se sientan en la penumbra más alejada del lecho iluminado.

No hay desnudez total en la novia, sí en César, que la ofrece sin pudor a su mujer, maravillada ante lo que ve, y a los dos mirones, que apartan la mirada, pero la recuperan cuando César, sin más espera, monta a la muchacha mientras le dice con la voz más dulce que encuentra:

– "Veurem si tens la figa tan llarga com el nas" ( [13]5).

Ella ha creído ser objeto de una delicadeza y parpadea antes de ser penetrada con dolor. Su padre y el cardenal se miran sorprendidos por el rápido acierto de César y, cuando horas después ambos salgan de la alcoba para informar a los que esperan ante la puerta, D.Amboise informará, admirado:

– Cuatro. Cuatro lanzadas y muy diestras.


Bautiza el cardenal al neonato en brazos de su padre Alfonso de Bisceglie, doña Sancha a su lado, Jofre, Burcardo, Remulins, Adriana del Milá, Giulia, Vannozza y Alejandro Vi volcados sobre el baptisterio para contemplar el prodigio. Pasa el niño a los brazos de doña Sancha y de ellos a los del papa, que lo mira arrobado.

– Rodrigo. Te llamas como yo, y ojalá Dios te marque un destino tan gozoso como el mío. ¡Si no fuera por la muerte de mi Joan!

Lagrimean los ojos del papa, besa al niño, lo entrega con delicadeza a su padre ilusionado y sale del lugar acompañado por doña Sancha.

– ¿Son ciertas las noticias de que el rey de Francia ha invadido Lombardía y avanza hacia Milán?

¿Se confirma que César dirige un cuerpo de ejército al servicio del rey francés? ¿En qué situación queda mi tío Federico, el rey de Nápoles? ¿Los soldados del Gran Capitán van a protegerle o van a derrocarle?

– Demasiadas preguntas a un tiempo.

– Tal vez la más importante no la he hecho. ¿Es cierto que existe un protocolo acordado entre Luis Xii y su santidad que implica la intervención en Nápoles?

– No se trata de ningún protocolo. Fueron propuestas relacionadas con el posible matrimonio de César con Carlota de Nápoles, pero César se ha casado con Carlota de Albret. En la propuesta el rey de Francia aceptaba no tomar ninguna decisión sobre Nápoles sin consultarla conmigo.

– ¿Qué contestaría su santidad a esa consulta?

Coge Alejandro la barbilla de Sancha con dos dedos y alza la cara de la muchacha.

– ¿Tú crees que yo o mi familia íbamos a mover ni un solo dedo contra el reino del que habéis venido, tú, la mujer de mi hijo Jofre y el marido de Lucrecia y padre del tierno Rodrigo? ¿En qué cabeza cabe eso? ¿En tu pequeña cabeza?

No llega a oír la respuesta de Sancha porque acelera la marcha.

– En mi pequeña cabeza cabe eso y mucho más.

La huida de Alejandro se convierte en empeño por llegar cuanto antes a una cita. Pasa a sus aposentos vaticanos y gana el pasadizo por el que accede a la habitación secreta y oscura, cuando alguien la ilumina bruscamente y a la luz de la antorcha aparece César vestido de gran capitán de los ejércitos franceses. Es Corella quien sostiene la antorcha y tras él Ramiro de Llorca no quita la mano del pomo de su espada. Se abrazan padre e hijo poderosamente pero sin sentimiento.

– ¿Era necesario tanto ocultamiento?

– Se supone que yo estoy en el norte junto a las tropas de Luis Xii, pero era fundamental que pudiera hablar contigo. Las cartas llegan fácilmente a los espías españoles y a los napolitanos.

– ¿Qué mensaje tan trascendente vas a darme?

– Nuestras tropas avanzan por todo el Milanesado, pronto caerá Toscana y respetarán los territorios potenciales pontificios para marchar sobre Nápoles. Lo que el rey de Nápoles no sabe es que Francia y España están de acuerdo en derribarle y escriturar después un acuerdo de soberanía.

– He interpretado bien tus mensajes cifrados y todo eso ya lo sabía.

– Sabes que el rey de Francia a cambio de este servicio apoyará mis campañas para apoderarnos de la Romaña y sentar las bases de un Estado pontificio real. Y ésa es la base de una Italia unificada capaz de parar las luchas por la hegemonía de Francia y España.

– Ahora ya entramos en el territorio de los sueños, pero sigues explicándome cosas que ya sé.

– Exactamente. Conoces la gran jugada, pero desconoces la pequeña jugada que se está haciendo a tus espaldas. Aquí. En Roma.

Busca lugar el papa donde acomodarse, pero un horizonte de paredes desnudas le obliga a permanecer en pie a la luz de la antorcha, frente a un César dominador que sabe cómo terminará su interrogatorio.

– No te aproveches de lo que sabes y de lo que yo no sé. Habla.

– En el propio Vaticano hay una conjura pronapolitana que dirigen Sancha y su hermano Alfonso, respaldados por todos los enemigos de los Borja, incluido Ascanio Sforza. Los Orsini se abstienen porque son profranceses, pero los Colonna preparan un alzamiento popular en Roma. Están instigando a la población y cuentan con la ayuda de los agentes napolitanos y con el dejar hacer de los espías de Fernando el Católico. Ésos juegan a dos cartas y el Gran Capitán espera el resultado de la jugada para intervenir.

– Exageras el papel del espionaje napolitano. Los intereses de Sancha y Alfonso son transparentes, igual que su posición.

– Los Colonna están detrás y ese vínculo entre Lucrecia y Alfonso de Nápoles se ha convertido en un obstáculo para nuestra estrategia global.

– Bien que lo veo, pero ¿qué hacer?

– Nada.

– ¿Nada?

– Nada. Tu función es dejar hacer y bendecir los resultados alabando los misteriosos designios de Dios.

– ¿El tuyo?

– Ahora mismo vuelvo al campo francés y pronto entraré en Roma como un triunfador. Espero que


habrás preparado un buen recibimiento.

– Burcardo no piensa en otra cosa. ¿Esto es todo lo que debías decirme? ¿Para esto tanta parafernalia? ¿No me preguntas por tu sobrino? ¿Por tu hermana?

– Te pregunto por Giulia Farnesio. ¿Qué tal le sienta su condición de viuda?

– ¿Giulia? La veo poco. Desdichado final el del Orsini tuerto. Se le cayó encima el techo y se le volvieron pulpa los pocos sesos que le quedaban. Pero ¿por qué me preguntas por Giulia?

– Tienes que distraerte. Caza.

Ama. Descansa. Deja que los demás actúen.

No le queda otro recurso a Alejandro que aceptar el abrazo de despedida de su hijo y quedar progresivamente en sombras a medida que se retira Miquel de Corella con la antorcha. A su situación apenumbrada le llega la última recomendación de César.


– No hagas nada. Tú deja hacer. No te sorprendas de nada de lo que pueda pasar.

Con César y Miquel se va la luz y Alejandro Vi se queda a solas con su respiración alarmada, haciéndose preguntas, con la mano en el pecho, de por qué se le ha desbocado la respiración.

Grita la multitud su alborozo y los gritos refuerzan el equívoco de la situación.

– ¡César! ¡César!

Entre el público caminan casi embozados Ascanio Sforza y Della Rovere, mientras Alejandro Vi impone la rosa de oro y entrega la espada-joya a César.

– ¡Te proclamo capitán general y gonfaloniero del Vaticano! ¡Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad!

Ascanio Sforza musita:

– Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad y el botín de los Borja.

– Es una imprudencia que te pasees por la calle en este día.

– ¿No me acompañas tú, Della Rovere? ¿No eres también tú un triunfador? El rey de Francia ha vencido y el Milanesado ya no pertenece a mi familia. Mi vida peligra en esta Roma entregada a César Borja.

– Mi capacidad de protegerte tiene un límite.

– Y un precio, supongo.

– El de siempre. Un día tú y yo hemos de destruir a esta raza de marranos que infecta Roma desde los tiempos de Calixto Iii. Me interesas vivo y lejos, Ascanio.

Se rumorea que ya has cargado tus bienes y tus cuadros.

– Sólo me falta una despedida.

Se infiltra entre las gentes vociferantes Ascanio y en su recorrido verá fragmentos de César jugando con el toro, a caballo, a pie, con la espada en la mano, enseñando las cabezas sangrantes de seis toros recién separadas del tronco. La nuez de Adán de Ascanio Sforza sube y baja al ritmo de sus rápidos pasos, que le sirven para subir escalones de tres en tres y llegar a la cita con doña Sancha. Soporta la napolitana el abrazo, pero rechaza el manoseo posesivo del cardenal, para enfrentársele.

– ¿Me dejas o no me dejas?

¿Por qué quieres poseerme si me vas a dejar?

– Sancha, ¿a qué juegas? Te he pedido que me siguieras. Tú también has perdido esta batalla, pero podemos ganar la guerra. Los Borja no podrán controlar con una mano a los franceses y con la otra a los españoles. Ahora se han puesto de acuerdo para acabar con la nobleza italiana y con el rey de Nápoles.

Ahora. Pero mañana…

– No me gustan los vencidos.

Estoy cansada de vencidos.

– Por eso prefieres a César o al Gran Capitán.

– ¿Qué me reprochas? ¿Cómo puedo defenderme? Una mujer de mi condición puede formar una corte y tener sus poetas y sus amantes platónicos o no, pero su vida y su vientre dependen de los hombres, como siempre. Bastante hago con proteger a mi hermano. Es el único vencido que merece mi compasión.

Le coge las manos Ascanio y abandona el sarcasmo para acceder a la ternura.

– Un día volveré y nuestros enemigos ya no existirán.

– No volveremos a vernos, Ascanio, y nuestros enemigos gozan de muy buena salud.

Los truenos y los relámpagos iluminan el cielo de Roma y a su luz sale Sforza a la calle y Sancha corre para volver cuanto antes a palacio. Nada más entrar en el zaguán un trueno más fuerte que los otros conmueve los muros del edificio y de las dependencias de arriba llegan el estrépito de derrumbamientos y una nube de polvo y astillas que desciende por la escalera y sale al encuentro de doña Sancha. Superada la sorpresa asciende los escalones y corre en compañía de alabarderos alarmados y cortesanos despavoridos. Todos los pasos conducen al salón del trono y al desembocar en él se percibe que el techo se ha derrumbado y convertido en un montón de escombros. Un criado grita histérico:

– ¡Su santidad está debajo!

Al trabajo de desescombro se suman todos los palaciegos, Sancha, Lucrecia, su marido, Adriana del Milá, y finalmente consiguen llegar al pontífice, enmascarado por el polvo y la palidez del desmayo. Lo conducen al lecho y las mujeres lo lavan con pañuelos de hilo humedecidos en agua de rosas, mientras el médico Torrella le examina las articulaciones y la sangre del párpado. Tiene fiebre de noche, fiebre vigilada por el médico y las mujeres, también por un César intrigado ante la dimensión del destrozo que ha sufrido el techo, y lo comenta con sus acólitos.

– Extraña coincidencia. Orso Orsini muere a causa de un oportuno derrumbamiento sobre su cabeza y a su santidad le ocurre otro tanto.

– Se construye sin rigor. Habrá que ahorcar al arquitecto o cambiarlo. ¿No ha hecho tu padre venir a Bramante a Roma?

– ¿Es sarcasmo, Corella?

– Es deducción. ¿Qué otra causa podemos buscar? ¿Un duelo entre los Borja y los Orsini a base de derrumbamientos? Por Roma se habla de la maldición de Savonarola.

Se interrumpe Corella porque ve pasar a un Remulins casi furtivo en dirección a las estancias papales.

– Pero quien mejor podría decirnos si Savonarola está en condiciones de maldecir a alguien es Remulins. ¡Remulins! ¿Savonarola está en condiciones de maldecir al Santo Padre desde los infiernos?

– Savonarola no está en los infiernos. Yo mismo le transmití la indulgencia plenaria por encargo de su santidad, minutos antes de morir. Se supone que estará en el Purgatorio, incluso en el Cielo.


– Demasiada generosidad. ¿Y si ha ido al Cielo y desde allí intriga contra nosotros?

Remulins sonríe cautamente.

– Savonarola era demasiado inocente.

– ¿Era inocente o era tonto?

Responde secamente Remulins:

– Era inocente.

– Si era inocente o era un inocente, da lo mismo. ¿Por qué fue condenado?

– Porque era un peligro.

Saluda Remulins sin gana y recupera su andadura seguido por la sonrisa sarcástica de César.

– Sabes qué te digo, Corella.

Este Remulins amaba a Savonarola. Estos viejos galápagos, él o mi padre, temen perder lo que no aman.


De la habitación cercana llegan risas y correrías que sobresaltan a Adriana del Milá. Contempla el dulce dormir del convale ciente Alejandro, deja las habitaciones papales y va hacia el núcleo del jolgorio para encontrarse a Alfonso, Lucrecia y Sancha revolcándose y jugando a agresiones blandas, leves insultos en el contexto de una batalla preamorosa a la que se suma Sancha poniéndose de parte de Lucrecia y entre las dos dominando a Alfonso contra el suelo.

– ¡Ríndete!

– ¡Jamás!

Pone la voz hombruna Sancha.

– ¡Pagarás cara tu osadía!

Y provoca un ataque de risa en Lucrecia, que le hace perder el control y permite a Alfonso liberarse del acoso.

– Sois temibles. Nunca he visto un cocodrilo, pero por lo que cuentan sois dos cocodrilos.

– ¡Ñam! ¡Ñam!

Amenazan las mujeres con las bocas abiertas como suponen las abren los cocodrilos, pero Alfonso se recompone y anuncia:

– Basta de juegos por hoy.

Me reclaman deberes propios de mi sexo.

– ¿Rubia o morena?

Golpea festivamente Lucrecia a Sancha por lo que ha dicho, pero la napolitana ha corrido a abrazarse a su hermano.

– ¿Verdad que somos muy felices? ¿Hemos despejado las nubes de los primeros encuentros? ¿Recordáis las batallas campales del banquete de bodas? ¡No paramos de cruzarnos insultos entre nosotros!

¡Bastardo! Fue la palabra preferida.

Se suma Lucrecia a los hermanos para formar el triángulo de la felicidad en el que parece sumergido el muchacho, pero reacciona y proclama:

– Me voy. Las mujeres sois más empalagosas que la miel.

– No seas imprudente. No salgas solo a la calle.

– Me acompañan Albanese y dos o tres más. Quedad tranquilas.

Besa Alfonso a Lucrecia, saluda con una mano a la silenciosa Adriana del Milá y va hacia un rincón de la habitación donde duerme en la cuna su hijo Rodrigo. Se inclina para besar la frente del bebé y desatiende la enternecida expectativa de las mujeres para ganar la calle y perderse la euforia de Lucrecia, que ha cogido las manos de Sancha para decirle:

– ¡Soy tan feliz!

Ya está en la calle Alfonso seguido por sus tres acompañantes, que dialogan relajados y se distancian, sin percibir que al paso del príncipe han salido cuatro hombres enmascarados con los puñales en ristre. Tiene tiempo Alfonso de sacar la espada, pero dos puñales se ceban en su tórax y en su pierna, cae al suelo y tratan de arrastrar su cuerpo los asaltantes.

– ¡Auxilio! ¡Socorredme!

Por fin han percibido el altercado los guardaespaldas y corren hacia el lugar donde es arrastrado el cuerpo ensangrentado del duque.

Las espadas se cruzan, pero los asaltantes huyen más que luchan y dejan en el campo de batalla la sanguinolenta presencia yaciente de Alfonso y el desolado estupor de sus guardianes. Por fin Albanese lo coge en brazos y gana trabajosamente el portón del que salieran, dejando en el empedrado estelas de sangre. Es el propio Albanese el que desemboca en la sala donde Sancha y Lucrecia se hacen confidencias, truncadas a la vista del cuerpo exangüe del príncipe, la pálida faz, la sangre ganando el suelo y tiñendo las manos, el cuerpo de las mujeres cuando lo abrazan.


– Conmigo ha llegado el terror.

¿No le parece una simplificación, señor Maquiavelo?

– No he reunido la suficiente teoría sobre eso. Todavía. Pero analizo sus pasos, César, y sólo veo acciones lógicas si tenemos en cuenta lo que pretende, la finalidad de una empresa. La violencia es necesaria para construir la sociedad, y estamos en tiempos de violencia. Debe ser patrimonio del poder, porque si no, la violencia es desorden. O la aplicas o te la aplican. Se habla del terror de los Borja, pero al lado del terror de condotieros como los Bentivoglio, Malatesta o los Baglione, los Borja han sido seráficos.

También el terror hay que medirlo.

– No debe ser excesivo.

– No debe ser ineficaz, gratuito. Lo verdaderamente nefasto es el terror gratuito e inútil.

– Lo necesito a mi lado.

– ¿Como filósofo o como filólogo?

– Como experto en ciencia militar.

– Muy halagador, pero un experto en ciencia poca cosa es sin un técnico.

– ¿Algún nombre en concreto?

– Leonardo, Leonardo da Vinci. Tiene un cerebro total capaz de pintar más allá de Masaccio y Botticelli y de imaginar las máquinas futuras. Pero de todo su maquinismo yo me quedo con el militar. El asalto a las fortalezas tiene un antes y un después de Leonardo da Vinci.

– Tengo carta libre para conquistar la Romaña. Un primer paso para esa unificación de Italia de la que usted ha hablado.

– Más que unificarla, se trataría de cohesionarla y crear un sistema que la pusiera al abrigo de los bárbaros. Por desgracia el poder de los papas no ha ayudado a fortalecer a Italia, sino a debilitarla. Tal vez usted pueda cambiar ese mal signo. Italia vive un momento de esplendor cultural que no se corresponde con su poquedad política. Usted puede conseguirlo.

Está en muy buena situación. La espada y la Iglesia. Ha comprendido la Historia, es usted un político, se ha dado cuenta de que vivimos una auténtica revolución que sepulta lo viejo y abre paso a lo nuevo y está hecho de la madera de los príncipes. Sólo ha de vigilar un imponderable.

– ¿La fortuna?

– No. No creo en la presencia de la fortuna en la Historia, sino en la eficacia de la razón, en la virtud frente al azar. El riesgo no puede venir de la fortuna o de la Providencia, sino de la tendencia de los hombres a temer lo demasiado nuevo. Entonces entre lo viejo y lo nuevo se impone lo inevitable. El hombre es un pésimo agente histórico. Por eso no escribo para los hombres, escribo para los príncipes y para los amigos.

– Los necesito en Roma, a Leonardo, a usted.

– Estudiaré la oferta. Es curiosa la condición humana. Lo que a mí me gusta de verdad es jugar a las cartas en mi casa de la Toscana y comer nueces o "finocchiona" acompañada de vino trebbiano. Pero lo que me seduce es vivir las acciones del poder desde cerca.

– A mi lado eso está a su alcance.

– ¿Qué opina de todo ello su santidad?

– Se recupera del accidente.

– Tuvo suerte. También tuvo suerte su cuñado el príncipe Alfonso de no morir a manos de los sicarios.

– Suerte. He aquí una palabra que jamás hubiera imaginado en sus labios.

– A veces hay palabras inútiles que son inevitables hasta que no les encontremos sustitución.

Se retira Maquiavelo meditativo y emerge del segundo plano Miquel de Corella para acoger el comentario de César.

– Maquiavelo es el único sabio que conozco que no dice nunca tonterías.

– Es singular.

– ¿Singular? Miquel, el adjetivo es un inmenso elogio en tus labios.

– Se han acabado los tiempos de la retórica y han empezado los del riesgo de pensar, imaginar, escribir sin la protección excesiva de los patrones, aunque todo el mundo finja reproducir los cánones clásicos, grecolatinos. Maquiavelo piensa por su cuenta y cita a Tito Livio y a otros sabios de la antigüedad para disimular que piensa por su cuenta. Fíjate que jamás cita a los padres de la Iglesia.

– Retén su observación sobre el terror inútil.

– No pienso en otra cosa desde el frustrado atentado contra tu cuñado. Fue un acto de terror inútil.

– Habría que remediarlo.

– Estoy en ello.

– Si quieres te puedo dar una razón moral.

– No las necesito, pero adelante.

– Esta mañana pasaba bajo las ventanas de los aposentos de Lucrecia y Alfonso y alguien me ha lanzado una ballesta desde la ventana.

Tiende César la ballesta a Corella.


– Utilízala como prueba si es necesario.

– ¿Has visto a quién la lanzaba?

– He creído ver a Alfonso.

– ¿No tienes la seguridad?

– He creído ver a Alfonso.

Deja Corella a César y se traslada a las dependencias donde Sancha y Lucrecia cuidan del herido. La llegada de Corella es acogida con recelo por Sancha, sin que Lucrecia pueda salir del abatimiento con que contempla a otro marido que ha estado tan cerca de la muerte. Examina Corella al yaciente y tuerce el gesto, mientras Alfonso le contempla con los ojos muy abiertos y se remueve inquieto.

– Mal aspecto tiene, señoras.

He pensado que quizá de la generosidad del Santo Padre pudiéramos esperar un permiso que juzgo importante para la recuperación de don Alfonso.

– ¿Le preocupa la recuperación de mi hermano?

– Nos preocupa a muchos, porque de esa recuperación depende el orden de las cosas. He pensado que el herido ganaría tranquilidad y capacidad de recuperación fuera de Roma.

– ¿Dónde? -pregunta recelosa Sancha.

– En Nápoles.

Se ha iluminado el rostro de Sancha y exclama:

– ¡No pensaba en otra cosa!

¿Recuerdas que te lo he dicho, Lucrecia?

Lucrecia asiente pasando progresivamente de la actitud desmayada a la expectante.

– ¡Habría que proponérselo a su santidad en la primera ocasión!

– ¿Por qué no ahora mismo? Las ideas, como los humores, hay que vaciarlos en seguida.

– ¿Por qué no ahora, verdad, Lucrecia?

Coge Sancha de una mano a Lucrecia, tira de ella para arrancarla del manoseo con su marido y vuelan las dos mujeres lejos de la


habitación mientras contempla la huida Corella estimativamente, para luego volverse hacia el yaciente y cada vez más inquieto príncipe. Hay compasión en los ojos de Corella, pero no en la mano que busca el puñal, mientras corren las dos mujeres y retiran los obstáculos que se les oponen hasta llegar a los pies de un Alejandro Vi sentado en el lecho, encolerizado, levantando la voz a los que le acompañan, César, Remulins y varios cardenales.

– ¡Así que nosotros somos responsables de la caída de Savonarola! ¡Él no hizo nada para merecer la muerte! Me parece, Remulins, que necesitas un descanso.

Trata de oponer Remulins alguna explicación y Alejandro de impedírselo, pero las dos mujeres destruyen la lógica de la situación y la una y la otra componen la totalidad de un discurso.

– ¡Corella ha tenido una idea excelente!

– ¡Trasladar a Alfonso a Nápoles para que se reponga!

– ¡Podríamos salir en pocas horas!

– Siempre que su santidad lo autorice.

Truena Alejandro Vi:

– No toleraré que Lucrecia se mueva de Roma.

Lucrecia llora con los sollozos más insoportables que su padre le haya soportado jamás.

– No me rompas el corazón, hija mía. Estoy convaleciente yo también. ¿Vas a abandonarme? Que se vaya tu marido y ya estudiaremos si le sigues y cuándo.

Ya es suficiente para Sancha, no para Lucrecia, pero el entusiasmo de la cuñada la hace salir de su reserva y la sigue en el camino de regreso a la habitación.

– ¿Qué te parece, César, mi decisión?

– Sabia.

– ¿Sólo sabia? Cuando te pones enigmático superas a Burcardo. ¿Y sobre lo de Savonarola?

¿Qué hacer? No pasa día sin que los pasquines me acusen de asesino.

– ¿Qué hacer con un muerto?

¿Con cualquier muerto?

Remulins sentencia sin cambiar la nota fría de su voz:

– Enterrarlo. Es decir, olvidarlo.

Las mujeres prosiguen su carrera y llegan otra vez a las puertas del aposento donde dejaron a Alfonso. Pero se detiene bruscamente su avance, porque en la puerta hay gente armada y al frente de ella Miquel de Corella, con las piernas abiertas, los brazos primero en jarras, luego abiertos para abarcar, contener el ímpetu de las mujeres que presienten lo peor.

– No es aconsejable que entren.

– ¡Alfonso!

– ¿Qué le ha pasado a mi marido?

Corella siente agredida la ternura que sus ojos y su disposición expresan hacia Lucrecia. Apenas puede balbucirle:

– Un desgraciado accidente.

Hay rabia y cólera en doña Sancha cuando trata de ganar con las uñas el rostro de Corella. La poderosa mano del hombre encierra la muñeca de la muchacha y la detiene.

– ¡Asesino!

Lucrecia ha pasado del desgarro al orgullo agredido.

– ¡Contéstame a mí, Miquel!

¡Te lo pregunto desde mi rango y has de contestarme! ¿Qué le ha pasado a mi marido?

– Un accidente. Cuando se han marchado ha tratado de incorporarse, con tan mala suerte que se ha caído de la cama, y con peor fortuna aún porque ha caído del costado donde tenía las peores heridas.

Aunque he corrido a atenderle, la sangre se escapaba por la terrible herida y nada ha podido hacerse para contenerla.

– ¿Quién? ¿Qué galeno ha intervenido?

– Torrella, el de siempre, supongo.


– ¿Sólo lo supones?

– Yo he salido para avisar y luego me ha retenido la noticia del rápido desenlace.

– Déjanos pasar. Queremos verlo.

– Lo han trasladado.

– ¿Adónde?

– Lo ignoro.

Las dos mujeres contemplan a Corella como si fuera una pared infranqueable, situada delante de otra pared aún más inaccesible. La frialdad de Miquel la conservaría horas después cuando expone ante el papa, César, Remulins, Burcardo, miembros del séquito pontificio, su explicación de lo ocurrido. Tiene los ojos su santidad semicerrados y cuando acaba su exposición Corella no los abre. Esperan inútilmente los demás que diga algo, pero al no decir nada, César toma la iniciativa de pedirles que se vayan para quedar a solas con su padre. Se resiste uno de los presentes. Reúne toda la capacidad de indignación que le queda y se enfrenta a Alejandro y a César.

– Como embajador de Nápoles, pregunto: ¿qué explicación hay a este asesinato? ¿Qué están haciendo ustedes para descubrir a los asesinos?

Sigue Alejandro con los ojos semicerrados, pero César responde.

– Con gran dolor le informo, señor embajador, que don Alfonso murió sobre todo a causa de sus torpezas. No supo caerse bien de la cama.

Es tan dura la mirada de César que el embajador retrocede en la cola de los que se marchan entre la estupefacción y las ganas de alejarse del morboso ámbito. Una vez conseguida la diáspora, Alejandro abre los ojos, mira a diestro y siniestro por si alguien queda en la estancia.

– Gracias por sacarme del apuro. ¿Qué podía decirles?

– Nada. Exactamente lo que has hecho.

– ¿Ha sido para bien, César?


– Ya no hay obstáculos y lo agradecerán tanto franceses como españoles. El Gran Capitán va a derrocar al rey Federico y la independencia del reino de Nápoles pasará a la Historia, como un sueño tonto, inútil. El rey Federico lamentará toda la vida no haberme concedido la mano de su hija. En el futuro, Nápoles será tierra de negociación y conquista a nuestro alcance. Pero hay que pasar a la acción en la Romaña. Ahora hay que acabar de machacar lo que queda de "familias" que se corresponden con la vieja época.

Hay melancolía pero también admiración valorativa en los ojos de Alejandro.

– ¿Y Lucrecia? Habrá que casarla otra vez y ya tengo en la cabeza al pretendiente. Alfonso de Este, futuro heredero del ducado de Ferrara, ¿qué te parece?

– Un muchacho sano, según lo que se considera sano: no lee, no piensa, caza, fornica veinte veces al día con cualquier mujer o animal poco peludo que se mueva a su alrededor, y lo que le hubiera gustado es ser fundidor. Se pasará más tiempo en las camas ajenas y en las fraguas que en la corte. Buen partido. Lo pensé cuando nombraste cardenal a su hermano Hipólito.

– ¿Lo pensaste de verdad?

– Lo comenté con Corella.

Hay valoración real en la mirada que el papa dedica a su hijo.

– Me siento viejo, César, pero veo en ti un príncipe. Qué digo un príncipe: un césar.

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