4 El último desfile de Joan de Gandía

Sobre la campiña de yeso pintada de verde, nervaduras de ríos en añil, colinas nevadas, castillos soñados. Los ojos del papa arrodillado coinciden con la maqueta de sus sueños de conquista y al señalar los castillos enuncia el nombre de sus dueños, que es el de sus enemigos.

– Colonna, Orsini, Orsini, Colonna, Orsini, Orsini, Orsini, ¡Orsini!

La concentración de sus ojos y de su contenida cólera no le ha permitido ver la entrada de Lucrecia en la estancia y a su estela Adriana del Milá, que ha quedado en la puerta, preocupada pero retenida por la prudencia. Tienen fiebre los ojos de Lucrecia y prisa sus pequeños pies alados para llegar junto al papa arrodillado y permanecer allí, con los puños cerrados y los labios temblorosos, a la espera de que acudan las palabras. No repara en ella Rodrigo hasta que en el inventario de un castillo más alejado su mirada se hunde en el regazo de la muchacha y los ojos suben hasta descubrir, primero, el rostro y, luego, su conmoción. Silencio hasta que el papa, arrodillado, trata de apoderarse de las manos de su hija, manos que le rechazan, gesto que permite el estallido de las palabras.

– ¡No me volverás a ver!

Se ha izado el pontífice hasta la enormidad y ahora se revuelve hacia Adriana, que desde el dintel le recomienda sosiego y que deje pasar el temporal.

– ¿Así castigas mis ojos, hija mía?

– ¡Has jugado conmigo! Me has prometido varias veces sin pedirme parecer y después de haberme casado con Giovanni Sforza algo le has hecho para que huya a Pesaro como un poseído. Además, ¿qué quiere decir esto?

Tiende a su padre un pergamino que él acoge benevolente y ojea para quitar importancia a su contenido.

– Pura fórmula.

– ¿Pura fórmula que el general de los agustinos se traslade a Pesaro a pedirle a mi marido la separación porque el matrimonio "no se consumó"? ¿Alguien me ha preguntado a mí si el matrimonio se consumó?

Consigue Rodrigo apoderarse de sus manos y la atrae, dominando el rechazo de Lucrecia con su fuerza.

– Entiéndeme bien. Tú eres una Borja, por encima de todo eres una Borja y los Borja tenemos una finalidad de la que tú eres un instrumento, como lo soy yo. Acabo de llamar a Joan para que lo deje todo y vuelva de Gandía. Ha de dirigir la campaña contra los Orsini. Uno por uno, esos castillos han de caer. ¿Me ha opuesto Joan alguna razón personal? No. Vendrá a pesar de que acaba de tener un heredero y su mujer María Enríquez vuelve a estar preñada. Él es un Borja. ¿Y tú? La boda con Giovanni Sforza fue un error y no hay que persistir en el error. No te faltarán maridos. Me interesa una alianza con Nápoles, y tu cuñada Sancha tiene un hermano muy bien parecido, Alfonso de Aragón.

Serías duquesa de Bisceglie.

Logra Lucrecia zafarse de la retención, correr hacia la puerta y desde allí revolverse y gritar:

– Me habéis buscado a un bastardo del rey de Nápoles. Por lo que veo, los Borja vamos de bastardo en bastardo. ¿He de consumar o no he de consumar ese nuevo matrimonio? Te comunico que me meto en el convento de las dominicas de San Sixto y no pienso volver a veros.

Queda el papa con la palabra en la boca cuando sale corriendo Lucrecia, Adriana del Milá tras ella, previa disculpa de su desairada situación. Por unos instantes resta Rodrigo conmovido, pero se alza de hombros y vuelve a sus castillos al tiempo que entra César y su séquito para rodear la maqueta, comentarla, valorarla. Más benévolo César, despectivo Corella y con voluntad de dar una lección de conocimiento de lo que llama "arte de diseño". Pinturicchio no sabe reproducir castillos. No tiene la contundencia de un gran "Artifex polytechnes", del estilo de Leonardo, capaz de urdir toda clase de ingenios, como su maestro Verrocchio. Los artífices son hijos de Mercurio y en las atribuciones astrales de Mercurio están la orfebrería, la escultura, la pintura, la astronomía, la música y todo lo que tiene que ver con el cálculo y la técnica.

– Desde las formulaciones de Marsilio Ficino, los artistas aparecen como mercurianos y practicantes de la unidad de las artes a través del "diseño". ¿Sabéis qué es eso? La capacidad de crear materialmente desde los imaginarios de la inteligencia, mediante la geometría, que es el armazón de todas las cosas, y la ingeniería, la acción, las manos y los materiales finalmente. Leonardo ha hablado de esa relación entre mente y manos, sin dividirla en las acciones de las diferentes artes. El artista es, ha de ser "El Gran Diseñador". Yo ese talento no lo aprecio en esta maqueta.

Sopla y resopla Alejandro Vi, con los acumulados incordios de Lucrecia y el sabelotodo de Corella.

– Miquel, tú sí que eres un gran diseñador, con el "punyalet" (Puñalete). Me basta con lo que ha hecho Pinturicchio. Esos castillos caerán en nuestras manos uno tras otro.

– ¿Por obra del Espíritu Santo?

César sustituye a un voluntariamente desplazado Corella.

– Por obra de tu hermano y de las tropas a su mando. He ordenado a Joan que vuelva cuanto antes a Roma.


Hay sorna en la mirada que se cruzan César y Miquel de Corella, pero deja el cardenal en boca de su lugarteniente la respuesta.

– Sin duda grande es el deseo de servirse de su hijo el duque de Gandía, pero ¿qué experiencia de asedios tiene? ¿Qué estrategias de asaltos a fortalezas ha aprendido?

Alejandro Vi es poseedor de una verdad secreta, porque sonríe a solas con su secreto.

– En su día sabréis con qué efectivos cuento y, desde luego, Joan de Gandía no estará solo.


Levanta, caballero sobre su caballo, Joan de Gandía la vista hacia la ventana y decae su alegría de fugitivo cuando contempla la gravedad herida del rostro de María Enríquez, con el niño en brazos, las piernecitas deslizadas sobre la gravidez del vientre de su madre. Retiene Joan la imagen en su mirada, como si quisiera absolverla de la tentación del olvido, quedársela para siempre, el relativo siempre del que es capaz. Finalmente alza dos dedos hasta su frente a manera de despedida y sólo encuentra la sequedad de los ojos de la mujer después de las lágrimas, una sequedad brillante y furiosa, que permanecerá en la estela de su galopar por un pasillo de tiempo y arboledas hasta llegar al mar y ya en el barco, a medida que se alejan las costas de Valencia, siente que se despega con demasiada facilidad de la patética despedida de María, de los últimos meses de su vida, atraído como un imán cada vez más fuerte por los horizontes de Roma y el núcleo magnético del Vaticano.

Ya en los corredores pontificios desemboca en el centro del remolino succionador, esos besos en las mejillas de su padre, el abrazo cordial de César y una broma tímida de Jofre que ni siquiera entiende pero ríe. Y no pregunta quién es el hombre de mirada estudiadora que le contempla desde un ángulo de la sala porque sus ojos buscan a Vannozza y la encuentra junto a Canale y luego a Lucrecia, pero no está su hermana.

– ¿Y Lucrecia?

– De Lucrecia, ya hablaremos en su momento. ¿Bueno el viaje?

Danos noticias de España. ¿Tu hijo? ¿Y el que viene? ¡Bravo, Joan! Todo sale según nuestros planes.

– ¿Qué pasa con Lucrecia?

– Eso me pregunto yo, ¿qué pasa con Lucrecia?

Se dirige Rodrigo a toda su familia.

– ¿Qué pasa con Lucrecia?

Nadie de los reunidos contesta, pero se abre la puerta e irrumpe Sancha como una llamarada morena que obliga a cerrar los ojos al duque de Gandía.

– ¿Qué pasa con Lucrecia? -pregunta Sancha burlonamente, y se contesta-: Que es una santa.

Con la excepción de su santidad, nadie en la familia tiene los pro fundos sentimientos religiosos de nuestra Lucrecia. Acabo de verla en su tienda de campaña en el monasterio de las dominicas. "Ora et labora. Ora et labora." También estaba allí, consolándola, el espía de la familia, Perotto. ¿O no debe admitirse que es el espía de la familia? No hay familia romana que no tenga espías para vigilar a las demás familias. Lo nuevo es tener espías para vigilarnos a nosotros mismos.

Un arrobado Rodrigo quita importancia al sarcasmo cabeceando generoso y ofreciendo a Joan como ofrenda la gracia de su nuera. No tiene César ojos para nadie más que Sancha, tampoco Joan, deslumbrado, y ha de darle un codazo el joven Jofre.

– Es mi mujer, Sancha.

Asume el joven la propiedad de la muchacha enlazándola por el talle y acercándosela al recién llegado. Sancha mira un momento a César y al otro a Joan, para fi nalmente enfrentarse irónicamente a Vannozza.

– Vannozza, qué hijos tan guapos tienes. Me habían dicho que estabas casado con una castellana rígida, siempre de luto.

Vuelve a los ojos interiores de Joan el ramalazo de imagen de María Enríquez en la ventana, severa, enlutada, pero hermosa en su recuerdo y va a defenderla, pero el calor que emana de la morenez de Sancha le impone silencio, a César indignación y a Jofre la inquietud nerviosa con la que manosea a Sancha para dejar constancia de su propiedad. Ha captado la situación Rodrigo, por lo que da palmadas e impone prioridades.

– Ya llegará el momento de la relajación y la memoria. "Ara, Joan, anem per feina" (2). Fuera las damas, y tú, Jofre, procura que tu mujer no se pierda por los [4]corredores. Siempre hay que saber dónde están las mujeres. César, quédate.

Da la espalda a todo Alejandro y gana la estancia donde permanece la maqueta de los castillos. Observa Joan que en el cortejo seguidor del papa no sólo avanzan César, Miquel de Corella, Juanito Grasica y Ramiro Llorca sino también el caballero estudiador y esquinado que no ha sido presentado y que prosigue su puesta en situación con economía de gestos.

Extiende el brazo el papa sobre las futuras conquistas. Con un arquear de cejas invita a César a la explicación y no se entretiene el cardenal.

– Joan, éstas son las fortalezas a conquistar, no por conquistarlas, sino por un plan de anexión real de territorios para el Estado pontificio en detrimento de los poderes feudales. Recuerda la expansión hacia Nápoles tan contestada por los Della Rovere, ahora se trataría de rodear Roma de un territorio estatal real de obediencia a su santidad.

– ¿No te basta con amenazarlos con la excomunión? ¿No es más poderosa la posesión espiritual?

– Han pasado muchos años desde la sumisión de Canosa. Los príncipes modernos ya no tienen miedo a condenarse y pensadores como Valla han cuestionado la legitimidad histórica de que Constantino atribuyera a la Iglesia poder temporal.

Ya no estamos prefigurando príncipes o emperadores como en los tiempos de Marsilio de Padua o de santo Tomás, situados en la punta de la pirámide por la gracia de Dios y de su representante en la Tierra, el papa. Los príncipes modernos son reales y se lo deben todo a la realidad de su poder. Se han refugiado en un remedo de Dios y su Iglesia, el Estado.

No ha sido cordial la respuesta de César y Alejandro le invita a que sea paciente y continúe su explicación.


– Los reyes de España han conseguido la unidad a hierro y a fuego, el de Francia lo mismo, el emperador Maximiliano de Austria está sobreponiéndose sobre los señores feudales. Es otra fase de la Historia. Unidades nacionales.

Reyes fuertes. Retorno a la idea del Imperio. Banqueros. Descubrimientos científicos. Nuevos mundos para la expansión. Hay hasta quien dice que la Tierra es redonda. ¿Qué puede hacer Italia, dividida en ciudades-Estado y sometidos todos al capricho de las familias feudales?

Se encoge de hombros Joan y contempla los castillos como si fueran enigmas. Luego se echa a reír.

– No entiendo para qué lo haremos, pero me gustará hacerlo. Seremos más ricos. Más temidos y por lo tanto más guapos. Más admirados. ¡Espléndido!

No hay desencanto en la expresión que César dedica a Corella


cuando se retira de al lado de la maqueta y deja a su padre la iniciativa.

– Miles de hombres están preparados, y lo que es más importante, dispondrás de la asesoría de un gran militar.

– ¿Asesorías? ¿Desde cuándo un Borja ha necesitado asesorías?

– Hasta los Borja necesitan asesorías, Joan. Lo importante es saber escogerlas.

Reclama ahora Rodrigo el protagonismo del silencioso invitado, quien da un paso al frente, saluda y se presenta.

– Guidubaldo de Urbino, al servicio de su santidad.

– Mucho Guidubaldo para tan poco Urbino.

Ríe Joan su propia gracia hasta que interviene Corella, que permanece junto a César.

– No son risas las que merece el mejor capitán de Italia.

– Si no el mejor, sí uno entre los mejores y tan Guidubaldo como Urbino. Estoy dispuesto a demostrárselo.

Ha escupido el de Urbino con los dientes apretados y mal soporta que Joan estudie su porte de manera jocosa y finalmente se rinda burlonamente al imperativo familiar.

– Si es elección vuestra, buena será. Señor de Urbino, le ruego acepte mis excusas y espero que entre los dos habrá una franca colaboración.

– ¡Así me gusta!

Está contento Rodrigo y pasa un brazo sobre los hombros de Joan, al que se lleva, dejando a Corella, César, Llorca y Urbino discutiendo a propósito de estrategias, corroborando el invitado las observaciones de César. Padre e hijo ganan la estancia donde las damas coloquian complicidades ante la abulia adormilada del joven Jofre, pero no los detienen los reclamos de Vannozza, ni de Sancha, aunque Joan deja sus ojos en el rostro y los senos de su cuñada,


mientras el padre se lo lleva de confidencias.

– Giuliano della Rovere ya no es enemigo. Está en Francia comiendo la sopa del rey Carlos.

Hay que acabar con los Orsini.

Me dejaron solo frente a los franceses. Los muy mal nacidos se han puesto desafiantes y el tuerto de Orsino Orsini ha llegado a negarme la presencia de Giulia en Roma. Me puse serio y le amenacé con excomulgarle, a él y a todos los Orsini. -Baja la voz Rodrigo y añade-: Incluso a Adriana.

– ¿Excomulgar a Adriana? ¿Pero no ha sido tu cómplice en la seducción de Giulia?

– Joan, no emplees con el papa palabras irreverentes. Seducción.

¿Quién ha seducido a quién? Vamos a ver a tu hermana Lucrecia, a ver si tú puedes convencerla de que salga de su clausura.

– Lucrecia, rebelde.

– Tu hermana ya no es una niña.

Duda entre su fidelidad a la familia y la estúpida voluntad de ser ella misma. Hoy día las mujeres han conseguido un poder extraordinario, Joan. Son cultas. Saben, y el saber es un poder. Pero el saber implica dolor, Joan. Recuerda el Eclesiastés: "Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor."


– Reverenda madre, su santidad pide ser recibido.

Abandona la superiora su pluma en el tintero y aplica un secante sobre la escritura. Luego vase a un reclinatorio, donde se persigna, y reza una secreta plegaria para despedirse de su destinatario con otra persignación y afrontar el encuentro con el papa acompañado por Joan de Gandía y Burcardo.

Se inclina la monja en el besamanos y recibe la bendición y a continuación la propuesta de un aparte que Gandía y Burcardo respetan.

Aprovecha Joan el alejamiento de


su padre para encararse con Burcardo y espetarle:

– ¿Qué pasó con Djem?

– Ya le dio su santidad cumplida cuenta por escrito de lo sucedido. Se juntó una situación estratégica con la mala salud del príncipe, mala salud provocada por sus excesos.

– El único exceso fue utilizarlo como un peso añadido en el botín del francés. Djem no sólo era una bola de sebo. Dentro de esa bola de sebo había un corazón, un corazón solitario e incomprendido.

Ha alzado la voz Joan y le recomienda Burcardo silencio para no interrumpir el diálogo alejado entre Alejandro Vi y la superiora.

– Es un honor recoger aquí a la señora Lucrecia, pero no quisiera que su santidad tomara como rechazo o reparo lo que voy a decirle. Lucrecia es una muy buena niña y buenísima cristiana, pero su vida hasta ahora ha pertenecido al mundo y al mundo volverá. Aunque ella trate de evitarlo, con ella el mundo ha entrado en este convento, creando graves disturbios entre las hermanas.

– Comprendo la situación, reverenda madre, y qué más quisiera yo que mi hija recapacitara.

Le tiende una bolsa que la superiora coge y acepta sin sorpresa haciéndola desaparecer entre sus tocas.

– Quisiera compensar tanta tribulación con una aportación al ajuar de las novicias.

– Con paciencia tal vez se pueda superar todo.

– Paciencia, hermana, cierto.

Admiremos la santidad no canonizada de Job cuando ante las calamidades que Dios le enviaba respondió: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá.

Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito."

– Bendito sea el nombre de Dios.

– Amén.

Conciliada la superiora, abre el paso hacia el claustro, en cuyo centro se ha levantado una poderosa tienda de campaña dentro de la que se mueven las sombras de sus habitantes creadas por las luces interiores. Por un momento asisten el papa y sus acompañantes a la evolución de las sombras y sus encarnaciones, evolución que les indica que están jugando a la gallina ciega y que la gallina no es hembra sino varón, lo que provoca que Burcardo cierre los ojos y que la superiora los abra desmesuradamente. Invita Alejandro a su hijo Joan a que vaya al encuentro de su hermana y así hace penetrando en la tienda, sorprendiendo y rompiendo la lógica del juego. Detenidas las cuatro muchachas, una de ellas una luminosa Lucrecia y la otra una jadeante y oscura Sancha, sólo la gallina que es gallo ciego sigue su juego y en su búsqueda tropieza con Joan y al reseguir su cuerpo llega a la cara, que de macho nota y se


quita la venda para quedar en suspenso ante el poderoso duque de Gandía.

– Lo siento, yo…

– Extraña monja.

– Se presenta Pere Caldes, aunque aquí se me conoce por Perotto. Estoy al servicio de su hermana, señor duque.

– Ya lo veo.

Pero no hay tiempo para el enfrentamiento porque Lucrecia se ha abrazado a Joan como una serpiente hasta hacerle perder el equilibrio y caer al suelo, donde la mujer se sienta sobre el pecho del hermano.

– ¿De dónde sales? ¿Has conseguido que te dejara marchar tu horrible mujer? ¿No te has traído a mi sobrino? ¿Qué se siente al ser padre?

– Tu peso es grácil pero no me deja respirar.

Recupera Joan la estatura y Lucrecia se lo lleva hasta el esquemático lecho donde se sientan, las manos del hombre entre


las de ella, alegre, lagrimeante, con el gozo tan roto como desbordado.

– Joan, Joan.

Rompe a llorar abiertamente Lucrecia, abrazada por el hombre, entre el suspenso de los allí reunidos, sin saber qué hacer, y cuando los ojos nublados de la muchacha remontan por encima del hombro de su hermano ve más allá de la lona la sombra de su padre, de la abadesa, de Burcardo.

– Están ahí acechando.

– ¿Qué pueden acechar?

– No puedo disponer de mi vida, Joan.

– Yo tampoco.

– Me han dejado estudiar latín, leer a los clásicos, discutir de filosofía, pero no puedo escoger marido y ni siquiera me dejan conservar los que me imponen.

– Me han educado como un militar. Detesto el papel que me han atribuido. Me divierte pero me cansa sólo imaginarlo. Me gusta


vivir, sólo vivir, como le gustaba al pobre Djem.

Ahora es Joan el que está llorando desconsoladamente y contagia en su total desconsuelo a Lucrecia, mientras Sancha contempla la escena desde una divertida curiosidad.


Sancha, desnuda. Sancha coge un velo y lo retuerce con voluntad de hacer de él un dogal y va a por el cuerpo del hombre también desnudo entre las sábanas. Pasa el dogal por el cuello y se revuelve el cuerpo de César, sobresaltado por la blanda amenaza y aliviado por las risas de ella. Se libera el hombre y monta sobre la mujer, primero jugando y luego atraído por las provocaciones la penetra por el camino más corto y consigue que la sorpresa de los ojos femeninos se vuelva desmayo amoroso y demanda de que prosiga y así hasta que separan sus humedades y buscan en el


techo paisajes que sólo ellos ven.

De los que vuelve Sancha con una conversación aplazada.

– Tenías que haberlos visto llorar. Lucrecia lloraba como una mujer y Joan…

– ¿A qué vienen Joan y Lucrecia ahora?

– Nunca había visto llorar a un hombre a causa de otro hombre. Era tan tierno.

– ¿No te basta con la ternura del joven Jofre?

– Mi marido es tierno porque es inseguro e inmaduro. Es tierno como un novillo. La ternura de Joan era diferente.

– ¿Yo no soy tierno?

– No. No eres tierno. Tienes demasiado cerebro. La gente demasiado inteligente puede fingir la ternura. Sólo fingirla.

– El cardenal Ascanio Sforza, ¿también es tierno?

Se alarma Sancha y medio incorpora su desnudez entre las sábanas.

– Y ahora pregunto yo, ¿a qué viene Ascanio en todo esto?

– Sé que te acuestas con él, menos que conmigo, pero te acuestas.

– ¿Yo, con Ascanio Sforza?

– Tú.

Es fingida indignación y demostración de dignidad herida lo que expulsa a Sancha de la cama en pos de sus ropas que recoge desordenadamente y busca un rincón donde vestirse mientras César, sin moverse del lecho, contempla burlón sus precipitaciones.

– ¿Tan inseguro ves el futuro de los Borja que te acoges a la sombra de los Sforza? ¿Quieres dejar Roma por Milán? ¿Te gustan las brumas del norte?

– Agradece lo que te he dado y no me pidas explicaciones de lo que hago con el resto de mis horas.

– Deberías cuidar más de tu infantil marido. Comprende que no está a la altura de tus necesidades. Se emborracha. Va buscando pelea. Ha matado estúpidamente por el placer de satisfacer su prepotencia y han estado a punto de matarle a él. En Roma se mata con mucha facilidad.

– Jofre es vuestro problema, de los Borja, no el mío. Yo no pedí casarme con un niño.

Ya vestida, Sancha va a marcharse, pero César le impide la salida y en el forcejeo quedan cara a cara, hasta que César ordena:

– Desnúdate.

– Ya lo estaba.

– Desnúdate.

Se retuerce Sancha resistente, pero César le arranca la ropa a manotazos, primero a pesar de la resistencia de la mujer, luego en su abandono, y es placidez lo que experimenta Sancha cuando César la arroja sobre la cama y se predispone a la penetración. Se detiene el hombre ante la mezcla de deseo y burla que ve en los ojos de la mujer y no sabe si entrar o salir, con el rostro lleno de sombras, hacia las que van las manos de Sancha. Recorre con los dedos las sombras y finalmente se detiene en una que es real, que es mancha, no efecto de las luces.

– ¿Esa mancha? ¿Es cierto que tienes el mal francés? ¿Es cierto que por eso sueles recibir a la gente de noche o entre penumbras?

¿Es cierto que se trata de un secreto bien guardado por vuestro médico, Gaspar Torrella?

César rechaza la caricia, no contesta, devuelve su rostro a las sombras, desmonta y se deja caer conturbado junto al cuerpo de la mujer victoriosa. Tiene prisa ahora Sancha por vestirse y corre luego por pasillos y jardines hasta llegar al interior del Vaticano, donde el papa celebra el oficio de Pentecostés, y con celeridad la mujer busca la tribuna donde están Lucrecia, las damas de su séquito, Adriana, Giulia Farnesio. Sobre las rogativas del papa se montan las risas de las muchachas por algo que les cuenta Sancha, risas que Adriana no consigue reprimir, de las que finalmente participa. Es Sancha la que cuenta una historia regocijante y Lucrecia la que la secunda, mientras se vuelven hacia ellas los rostros graves de los cardenales y la indignación contenida de Burcardo. También perciben la sonrisa comprensiva del papa sin que abandone los latines ni el ritual, pero el escándalo estalla cuando Lucrecia inicia una marcha hacia el coro seguida de las ruidosas damas, como si partieran en expedición jocosa. Burcardo masculla a media voz "Ignominia et scandalo nostro et populi", pero la alegría histérica de las mujeres es incontenible y parapetadas desde los sitiales del coro, invisibles para la audiencia irritada, montan sus risas sobre la parsimonia recitadora del papa.


La entrada en la tienda de campaña de Guidubaldo de Urbino provoca que de entre las sábanas de Joan de Gandía salten dos mujeres entre desvestidas y desnudas que se quedan acorraladas por la mirada del militar. Se despereza Joan y les ordena que se vayan mientras cubre sus propias desnudeces y afronta el encuentro.

– ¿Todo va bien?

– Hasta ahora todo ha sido fácil y los castillos han caído como si no existieran, pero esta vez va en serio. El castillo de Bracciano es una formidable fortaleza.

– Llevamos semanas de asedio y mi paciencia tiene un límite. Yo no veo tan formidable esa fortaleza. Ayer me di una vuelta por sus murallas y me parecen accesibles.

– Tengo experiencia en asedios y no intentaría un ataque a tontas y a locas.

– Estoy harto de todo esto.

¿Cuánto tiempo hace que no se ha tomado un buen baño de espuma y esencias, Urbino?

– No suelo tomar baños de espuma y esencias.

– Torpes guerras. Como cuando los niños juegan a confrontar los pulsos o a calcular la fuerza en la mirada del otro, debiera decidirse la victoria o la derrota por procedimientos menos engorrosos.

– Sospecho que Bartolomea Orsini no se va a dejar mirar a los ojos.

– Y eso es lo peor: que una mujer nos mantenga a raya.

Sale Joan de Gandía de la tienda seguido por Guidubaldo de Urbino y examina a lo lejos la silueta del castillo contra el cielo. Toma un caballo el duque de Gandía ante la perplejidad de su capitán, pero secunda su acción y le sigue en el galope hacia el castillo. Ya ante sus muros, Joan de Gandía informa al centinela de su condición.

– Quisiera que se asomara la castellana, la muy admirable señora Bartolomea Orsini.

La misma perplejidad del capitán de Urbino recorre a los vigilantes, pero al rato se asoma Bartolomea Orsini y tiene ocasión de contemplar Joan de Gandía la rotundidad corporal de la dama y su socarrona mirada que no acepta pulsos tan distantes.

– Cuánto honor ser sitiada por el hijo del papa.

– Creo inútil toda resistencia.

No hay que hacer más incómodo lo que es de por sí incómodo.

Vuelta hacia sus soldados, la Orsini señala al duque de Gandía.

– ¿Habéis oído? Para este Borja marrano e hijo de marranos, un asedio es cómodo o incómodo. Un fastidio, sin duda.

Hay risotadas tras los muros, risotadas que perduran lo suficiente como para llegar a los oídos de Alejandro Vi, que departe con César y Miquel de Corella y ha escuchado el parte voceado por un mensajero.

– ¿Se ríen? ¿De quién se ríen?

No se atreve el mensajero a plantear una hipótesis y es Miquel de Corella quien se arriesga.

– Supongo que se ríen del duque de Gandía y de todos nosotros.

El asedio de Bracciano se ha convertido en el hazmerreír de Italia


e incluso de Francia y España.

Se cuenta que el rey francés está informado al día y alimenta a los Orsini para que nos desgasten.

Parece abatido el papa. Acorralado como un toro embiste en dirección hacia el paisaje, donde supone se está dando la batalla.

– ¿Qué harías tú, Miquel?

– César tiene alguna idea sobre qué hacer.

Por fin se dirige a César, Rodrigo.

– ¡Habla, César! ¿Necesito intermediarios para saber lo que piensas? ¿Qué haría su eminencia el cardenal?

– Su eminencia el cardenal aconsejaría a su santidad el Santo Padre que nos retiráramos de un asedio estéril y diéramos algún golpe fácil para recuperar la confianza de nuestros soldados y evitar las risas.

– Eso es lo que aconseja el de Urbino, pero Joan se opone.

– La incompetencia del duque sólo está a la altura de su prepotencia.

– "No parlis així del teu germá!" (3).

– "En el nom de Deu! Es que esteu cec? Es que no veieu que fins el capitá d.Urbino se sent ridícul?" (4).

Cabalga Joan junto al de Urbino y es su expresión de cansancio tanto como de hastío, pero de pronto ha de salir de su melancólico ensimismamiento porque se ven cercados por la tropa de los Orsini, y Guidubaldo le ordena:

– ¡Salga a galope! ¡Yo trataré de proteger la huida!

Vacila Joan, finalmente sale espoleando, esquivando la arremetida de alguna lanza, pero no puede evitar una ligera herida en la pierna que contempla con horror mientras no deja de galopar hasta llegar a la tienda, entrar sin atender ayuda ni consejo y tirarse sobre el colchón para aullar y blasfemar con la mano conteniendo la escasa sangre. En vano sus acólitos tratan de examinársela. La protege como si fuera la fuente del dolor más insoportable hasta que la visión de la sangre le provoca el desmayo y pueden destaparle las ropas para llegar al origen de la sangre. Alguien dice: "Es un arañazo." Y las otras voces se vuelven risas mientras Joan de Gandía vuelve en sí. Le preguntan:

– ¿Y el señor de Urbino?

– Se ha dejado atrapar.

[5]-¿Si se ha dejado atrapar, de qué se queja?

La pregunta de Alejandro Vi queda sin respuesta y el silencio le invita a proseguir:

– Los Borja somos cazadores y sabemos asumir que un día cobremos piezas y otros no. Somos cazadores de Dios y Joan está predestinado para serlo. En cuanto esté repuesto de sus heridas, le haremos un recibimiento triunfal porque ha sido un héroe de Roma que ha luchado por la grandeza de la Iglesia. En lo que respecta al señor de Urbino, que hubiera sido más cauto. No voy a invertir en su rescate. ¿Por qué cabeceas, César?

– Urbino ha hecho lo que ha podido con un ejército de mercenarios con pocas ganas de luchar.

Hay que aprender la lección de los franceses y los españoles. Están formando ejércitos nacionales muy bien entrenados.

– Tu hermano también ha hecho todo lo que ha podido.

– Sin duda. Más era imposible esperar de él.

– Observo cierto tono de burla en lo que dices.

– Preferible que la risa quede en la familia y no contagie a toda Italia.

Vocifera Alejandro:

– ¡Un poco de respeto hacia tu hermano! ¡Está herido!

– Lo pasa peor la herida que mi hermano. La herida está muerta de vergüenza por ser considerada herida cuando ella, la herida, sabe muy bien que no pasa de arañazo.

– ¿A qué santo esta sandez?

Joan ha sido mal aconsejado por el de Urbino, eso es todo. Necesita foguearse. Para futuras empresas le he buscado un gran maestro de estrategia.

Como si quisiera fingir guardar el secreto, da la espalda Rodrigo a su hijo y acompañantes y no indaga César sino que espera.

– ¿No te interesa saber el nombre?

– Sin duda.

– Sin duda ¿qué? ¿Te interesa o no te interesa? Voy a decírtelo para que veas que mis deseos son órdenes en la cristiandad. Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán de los reyes de España, ha aceptado que tu hermano dirija con él la conquista de Ostia. Della Rovere se ha refugiado allí con una guarnición francesa.

– Lamento decirte que te equivocaste dejando que Joan mandara lo que no sabía mandar y te equivocas ahora metiendo al enemigo en casa. El Gran Capitán es un militar de verdad. Está al mando de un ejército de verdad y no de una pandilla de mercenarios que se van corriendo a la primera descarga.

El Gran Capitán va a desfilar por Roma no para ayudarte, sino para avisarte. Roma va a quedar ocupada por soldados de Castilla y poco podrán hacer nuestros mercenarios catalanes, valencianos y aragoneses. Tú, el gran cazador, puedes convertirte en el cazador cazado.

Saluda hierático César a su padre y se marcha seguido de su cuadrilla. La contenida rabia de César es estudiada por sus acom


pañantes, hasta que su propia carcajada invita a la risa general.

– Ni que le busque al mismísimo Julio César como condotiero haría de mi hermano un ganador.

¿Habéis oído? Ahora nos mete a los castellanos en Roma e hipoteca la autonomía del Estado.

– No está tu padre para sutilezas. Si Joan no está herido ni siquiera en su orgullo, tu padre sí. Ayer tuve que acabar de mala manera una reunión en la que se burlaban no de Joan de Gandía, sino de todos los Borja.

– ¿Cómo acabaste con la reunión?

– De la manera más lógica.

Acabé con los reunidos. Navegan por el Tíber hacia Ostia y hacia el mar Tirreno, que es el morir, como decía el divino Manrique en las "Coplas a la muerte de mi padre".

Juanito Grasica escucha arrobado a Corella.

– Sólo a ti se te ocurre mezclar la poesía con el crimen.

– Es más fuerte que yo. Soy un humanista.

– Habrá que rendirle una visita al herido, no vaya a quejarse de mi falta de fraternidad.

– Tú ordenas, César.

La regocijada cuadrilla desemboca en la cámara donde Joan de Gandía reposa con la pierna en alto bajo los cuidados de Vannozza, Lucrecia y Sancha. Es contrita la expresión con la que Corella contempla el vendaje mientras sus ojos sopesan la magnitud del estropicio.

– Así somos. Sólo un instante separa la vida de la muerte y ya Virgilio habló de las mil caras de la muerte. "Plurima mortis imago." ¿Lees a Séneca, Joan?

– Cada vez leo menos, Miquel.

No es Séneca uno de mis autores preferidos, pero algo recuerdo de él. Bastante menos tenebroso que lo que has dicho. "Vivere militare est."

– Vivir es luchar, no está mal la divisa para un guerrero como tú, un guerrero seriamente herido, por lo que veo. "Cotidie morimur", dejó escrito Séneca, y es cierto, cada día morimos.

– Os aseguro que no me gusta hablar de la muerte. ¿Vienes tan truculento como Miquel, César?

¿Dónde has dejado al no menos truculento Llorca?

– No. Tampoco me gusta hablar de la muerte.

– A los Borja nunca nos ha gustado hablar de la muerte.

– A los Borja no nos gusta la nada.

César ha lanzado su reflexión al aire, como si hablara consigo mismo, pero dedica a continuación la mirada a su hermano.

– En boca de un cardenal decir que la muerte es la nada no deja de ser sorprendente. Tu lema es religiosamente sospechoso, hermano. O César o nada. ¿Te refieres a la nada?

No secunda César el problema filosófico. Insiste.

– Tampoco nos gusta lo poco.

– ¿A qué te refieres?

Le señala César el vendaje.

– Estás poco herido, Joan.

Muy escasa la herida para la magnitud de la derrota, aunque creo que viene en tu ayuda el Gran Capitán.

Trata de levantarse el duque pero le contienen las mujeres y es especial la retención de Sancha, carnal, amorosa, imponiendo su peso sobre el cuerpo de Joan, un contacto dedicado a César. El cardenal no parece tenerlo en cuenta y envuelve de ironía la contemplación de la pareja, a manera de Piedad de la Virgen hacia el Cristo herido, y al Cristo de Pinturicchio se parece Joan de Gandía, demacrado y barbado. Se marcha César al frente de las risotadas de sus amigos y queda el de Gandía autocontenido y entregado a la patria de las mujeres. Es Vannozza la más angustiada y corre tras César en busca de un arreglo, la secunda Lucrecia tras pensárselo y Sancha se queda a su lado, samaritana, hasta que ya a solas pasa al cuerpo a cuerpo y el abrazo del herido es suficientemente poderoso como para hacerla caer en el lecho a su lado.

Sancha le repasa las facciones con un dedo.

– Debe de ser muy hermoso que tú le digas a una mujer: te quiero.

– No suelo decirlo.

– ¿Podrías llegar a decírmelo a mí?

– Podría.

– Eres diferente.

– ¿A qué? ¿A quién?

– A todos. Incluso diferente a los Borja. Tus sueños no son de conquista.

Se siente incómodo el de Gandía y abandona el lecho cojeando levemente.

– No me subestimes, Sancha.

Paso por ser un conquistador de mujeres y un caudillo.

– Mujeres no lo dudo, pero tú no eres un caudillo. Sé distinguir a un caudillo. Lo es tu hermano César. Tu padre. Lo podría ser Ascanio Sforza. Ese Gran Capitán del que tanto se habla. Son cazadores y un día cazarán corzos y otro hombres. Lo que a ti te gusta, Joan, es marcharte.

– ¿Marcharme?

– No estar donde estás. Marcharte de Gandía. Marcharte de Roma. Te gustaría marcharte de allí donde estuvieres.

Se ha levantado Sancha, corre hacia el herido, se le abraza, trepa por él hasta poder acariciar su oreja con los labios.

– ¡Somos tan diferentes, Joan, tú y yo! ¡Te quiero tanto!


De negro y espada van los caballeros que secundan el avance del Gran Capitán hasta el trono del papa y cuando se arrodillaba el militar le sale al encuentro Rodrigo, lo alza y le abraza porque, lo proclama, no puede estar de rodillas el hombre que rindió al moro


en Granada y al francés en Nápoles. Doble victoria sobre los bárbaros. La cristiandad tiene una deuda con el Gran Capitán. No parece halagado el castellano por tanto elogio aunque opone al papa la insistencia en arrodillarse y besarle el anillo de la mano, tolerada esta vez su actitud benevolentemente, al precio de que el militar acepte un aparte con Alejandro Vi, ante la inquietud de un prohombre del séquito al que el pontífice envía una mirada despreciativa.

– Qué mal nos mira el embajador de España. Ni yo puedo soportarlo a él ni él a mí, don Gonzalo. Es un maleducado que no sabe hablarle a un papa. Me costó Dios y ayuda meter a un Borja en el segundo viaje de Colón a las Indias Occidentales y me sorprende que se contemple con desconfianza la presencia de los Borja en los nuevos territorios a conquistar y cristianizar.

– Vengo de un país montaraz, santidad, que ha estado guerreando durante ocho siglos.

– Yo también vengo de por allí y desciendo de altos mandos del ejército del rey Jaime el Conquistador. Sé lo que fue la Reconquista, capitán. Guerrear y sestear. Un país de contraste, siempre entre la guerra y la siesta.

Pone Alejandro Vi sus manos sobre los hombros del militar, que da un paso atrás como rechazando el contacto físico, pero no le deja retroceder el papa, le retiene y aún le atrae hasta hablarle cara a cara.

– Necesitamos el brazo armado de Castilla y Aragón para alejar la barbarie francesa de Italia y ya he hablado con el rey Fernando de la necesidad de un Estado pontificio fuerte, capaz de hacer valer su fuerza espiritual con su poder político y militar. Mi hijo será el instrumento militar de ese poder espiritual y ha de marchar


con sus tropas a la conquista de Ostia.

No hay recelo, pero sí alejamiento crítico en los ojos del Gran Capitán, a pesar de la poca distancia que guardan con los de Alejandro Vi.

– No lo impongo.

Conserva el castellano la distancia y la frialdad.

– Lo pido.

Se aguzan las miradas y sin emoción apreciable los labios del papa musitan:

– Lo pido.

Esta vez se altera Gonzalo Fernández de Córdoba, cierra los ojos y mueve la cabeza rechazando la simple posibilidad de la súplica.

– No hay que pedir lo que ya está concedido.

Atrae hacia sí el papa al capitán, mal que le disguste el abrazo al castellano, y una vez conseguido lo exhibe como un trofeo a la corte y al indignado embajador.

– ¡Proclamo grandes noticias!

Las tropas de Castilla y Aragón marcharán contra los últimos reductos franceses, y al lado del Gran Capitán, hombro con hombro, ¡el duque de Gandía!

El señalado Joan acoge con una simple sonrisa la ovación que respalda la proclamación del papa y sus ojos buscan la inteligencia con Sancha. Pero los ojos de Sancha no le aguardan. Diríase que Sancha sólo mira al militar castellano y espera junto a Lucrecia, Giulia y las damas de la corte ser presentada al héroe de Granada. Conduce el papa a Gonzalo hacia el duque de Gandía primero, los cardenales después, entre ellos César, y finalmente las damas, y hay cruce de miradas primero, luego de palabras, entre Fernández de Córdoba y Sancha.

– Vengo de Nápoles y he querido ofrecerle un regalo, doña Sancha.

– ¿Un escudo de armas? ¿Una espada?


– Una persona.

– ¿Viva? ¿Muerta?

A un gesto del capitán, de entre el séquito sale el joven Alfonso de Aragón y hermano y hermana se abrazan primero, para coger después Alfonso a su hermana por las manos y darle vueltas alrededor del eje de su propio cuerpo como si Sancha levitara a una velocidad de tiovivo. Forman círculo los asistentes, momento que aprovecha el embajador para acercarse al Gran Capitán.

– Pero ¿se ha vuelto loco? Las instrucciones del rey Fernando son bien precisas. Hay que parar los pies a los Borja. ¿Y qué hace usted? Primero le dice que sí a la grotesca farsa de promocionar a su hijo y ahora trae a la corte al hermano de doña Sancha y se lo pone en bandeja al papa para que lo case con Lucrecia. No era ésa la estrategia del rey Fernando y mucho menos la de la reina Isabel.

Ella detesta a este papa hereje.

No tiene ojos el militar para el embajador. Todos los tiene para la morena napolitana, en situación de presentarle su hermano a Lucrecia. Ascanio Sforza ha abandonado el círculo de cardenales y pasea junto a César.

– Voluble es la muchacha. Parece que acaba de dejarnos a todos por el capitán español.

– Es una sibila.

– Pitia desde luego, no, tal vez Casandra. Oportuna asociación. Casandra fue sibila porque Apolo, enamorado, le dio el don de la profecía, pero cuando ella lo rechazó, Apolo divulgó que todas las profecías eran falsas. ¿Quién de nosotros hará de Apolo? ¿Tú, César?

– ¿Por qué no? Doña Sancha tiene el cerebro en la entrepierna y lo tiene muy desarrollado.

Desangelado, Joan contempla los juegos oculares de Sancha y el Gran Capitán, hasta que se siente vigilado el soldado por los ojos del duque y cambia la atención por


la mujer por la dedicación a su inmediato compañero de armas.

– Deberíamos hablar a fondo sobre la campaña, duque. Yo calculo mis expediciones metro a metro, pan a pan de la intendencia. Y quisiera que comenzáramos haciendo un análisis sin piedad de los defectos de la campaña contra los Orsini, en la que no me explico cómo fracasó un militar tan experto como Guidubaldo de Urbino.

– Guidubaldo tiene una mentalidad de condotiero clásico. Hoy la guerra es un arte, mejor, una ciencia.

Se toma tiempo para contestar el Gran Capitán y cuando lo hace trata de filtrar la ironía para que no soliviante al displicente duque.

– Qué razón tiene, señor duque.

El tiempo de los aventureros victoriosos se ha terminado y empieza el tiempo de la ciencia de las derrotas.


– Es un honor recibir al duque de Gandía, el conquistador del castillo de Ostia, al lado del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.

Ascanio Sforza ha levantado la copa y secundan el brindis cardenales y patricios.

A pesar del homenaje no se siente cómodo el duque, semirrecostado en una tumbona, sobre las sienes una corona de laurel, con la copa por enésima vez vacía y el brillo de la embriaguez en los ojos con que recorre el grupo de invitados de Ascanio sentados a la mesa.

Un viejo clérigo coloreado por el alcohol, también sobre las sienes una báquica corona de laurel, se dirige al duque.

– Con la venia, caudillo victorioso.

Ascanio le corta con la mirada y retoma el discurso de la amabilidad.

– Os preguntaréis por qué un Sforza, familia tan agraviada últimamente por los Borja, organiza este homenaje al duque de Gandía. Y os limitaréis hoy, mañana, siempre, a la explicación que voy a daros. A pesar de que mi sobrino Giovanni ha sido repudiado como marido de Lucrecia y a pesar de los recelos que tradicionalmente se cruzan Milán y la Santa Sede, mi lealtad al papa y a su proyecto de Estado Vaticano está fuera de cualquier sospecha.

Se suman embriagadamente varios comensales al entusiasmo de Ascanio.

– ¡Por eso brindo por el duque de Gandía, instrumento de la política del Santo Padre!

– Insuficiente instrumento, sin duda.

Se revuelve Ascanio hacia el socarrón que habla desde la retaguardia. Joan le mira con desprecio.

– ¿Desde cuándo en casa de los Sforza opinan los mayordomos? ¿Por qué no haces callar a tu mayordomo, Ascanio?

– Cállate, Fabio.

– Ojalá el instrumento del Vaticano sea más eficaz que el instrumento de su sobrino, cardenal Ascanio. Se dice que no funcionó ante la hermosa Lucrecia.

Las arqueadas cejas del cardenal Sforza no consiguen evitar el contagio de la hilaridad, ni que Joan se enfrente con el discurseante con una imperativa mala mirada que no detiene el discurso.

– Mal asunto lo del instrumento. El duque no es un buen instrumento militar y ni siquiera los encantos y la sabiduría amorosa de Lucrecia Borja consiguen que a su sobrino se le levante el instrumento.

Lanza el duque el contenido de su copa de vino sobre la cara del incordiante y tras el vino las palabras:

– Con la cara de capón que tienes, tu problema debe de ser previo. Tú careces de instrumento.

Mas no se altera el litigante y, como si hablara con Sforza, espeta:

– ¿Es cierto, cardenal, que los bastardos, como este bastardo que esta noche es su invitado, hijo de la putísima Vannozza Catanei, llevan un estigma morado, cardenalicio en suma, en los testículos?

Se ha levantado Joan ya sin capacidad de ironía y sale de la habitación para ganar la calle trastabilleando, avanzando a impulsos dominados por la energía del alcohol, cayéndose, volviéndose a levantar, seguido por sus criados, que dudan en intervenir en su larga huida por el túnel de la noche hasta que gana los aposentos de su padre. Allí está Alejandro departiendo con Remulins.

– No podemos dar un paso en falso con Savonarola y es importante que el hastío empiece a entrar en la sociedad florentina.

– Se ha convertido en un tirano moral y crece la contestación contra él. Los comerciantes se quejan de que Florencia es una ciudad sin créditos e incitan a la revuelta.

Los florentinos siempre han sido muy levantiscos, no olvidemos que hasta el palacio de la Signoria tiene forma de fortaleza para defenderse del populacho. La retirada de los franceses tampoco ha favorecido al fraile. Pero hemos de seguir teniendo paciencia. Savonarola debe autodestruirse.

Es el momento elegido por Joan de Gandía para irrumpir en la habitación y exhibir su descontrol histérico ante su padre, al que se enfrenta a gritos.

– ¡Soy un bastardo! ¿He de soportar que lo recuerden los sicarios de Sforza? ¿No [6]podías haber hecho de mí algo mejor que un bastardo?

– ¿De qué estás hablando?

– ¡Tú me has dicho que acudiera al homenaje que me iba a ofrecer Ascanio Sforza! ¡Tú! ¡Y he sido


insultado! ¡Tú también! ¡Vannozza, igualmente! ¡Me han llamado hijo de puta!

– ¿Quién ha sido? ¿Ascanio?

– ¡Ése ha preparado el escenario y su mayordomo ha hecho el resto! ¡Un mayordomo! ¡Él ha puesto la lengua!

– Por poco tiempo.

Hay determinación en el papa cuando abandona la estancia dejando a Remulins sin recursos para asumir al tambaleante Joan y recorriendo los corredores reclamando a gritos la presencia de Miquel de Corella.

– "Miquel, Corella, en el nom de Deu, per la Verge Santa de Lleida, malparit, vine, vine de seguida! A on t.has ficat, malparit?" (5).

A sus gritos acuden César y Miquel de Corella y va Rodrigo directamente a por el lugarteniente de su hijo al que aparta a empujones y cuando lo tiene a solas le vomita en la oreja crispadas consignas que Corella asume con progresiva frialdad. Escoge Corella a cuatro hombres entre los que le rodean y contiene a César cuando trata de intervenir en el lance.

– No va contigo.

Sale Corella al frente de los hombres armados y engrosa el grupo con la soldadesca de la puerta, para ponerse al frente de la tropa y reandar el camino desandado por el duque de Gandía. A medida que se acerca el portón del palacio de Ascanio Sforza, el grupo aumenta la decisión, la aceleración de su marcha subrayada por la respiración forzada. No lo detienen los portones, abiertos por la presión de los cuerpos unificados en uno solo, Corella como ariete. Baten las maderas contra las paredes y el grupo asciende las escaleras para desembocar en el comedor, donde permanecen los comensales digiriendo lo que han comido, lo que han bebido, lo que han reído y siguen riendo según las explicaciones del mayordomo Fabio, el hombre que ha agredido moralmente al duque de Gandía. Corella no dice nada. Va a por Ascanio y le pone un cuchillo en el cuello con la punta buscando una gota de sangre hasta que brota, entre el pánico establecido en los restantes comensales, y al oído del cardenal vierte no audibles palabras que llevan al aterrado Ascanio a señalar al comensal que ha insultado a Joan Borja. A por él se van Corella y la gente armada, le rodean, le sacan de la estancia a empujones y nada más recuperar la negrura de la noche un puñal en una mano traza una raya de plata en la garganta del aterrado Fabio, y lo que fue plata se vuelve hendidura de sangre que los ojos del agonizante no entienden, tratando inútilmente de contemplar la herida hasta que la muerte los nubla de evidencia y cae el cuerpo deshabitado como un pelele sobre la calle, a medida que se alejan los pasos diríase que rítmicos de los asesinos.


– No hay nada como una buena mesa para la reconciliación, si es que hay algo que reconciliar.

Gozosa, Vannozza se retira de la baranda desde la que se contemplan los viñedos y muestra la mesa llena de excesivos manjares para los escasos comensales. Coge con un brazo a César y con el otro a Joan y los invita a que se sienten frente a frente, flanqueados por Canale y el primo Borja cardenal.

– Podemos hablar entre familiares e incluso aligerados por la ausencia de Rodrigo, qué digo, Rodrigo, del Santo Padre. Siempre será Rodrigo para mí. Hay que glorificar a Joan el vencedor y a César, que va a Nápoles como legado pontificio.

Pellizca Joan de Gandía los alimentos, en cambio César come con buen apetito.

– Me gusta invitarte a comer, César, porque haces honor a lo que comes. Tu padre siempre ha sido tan poco apreciativo en estas cosas. Come para vivir, dice. Yo creo que comer es un placer. No hay que cerrarse a la tentación de los sentidos. Tú has salido a mí.

Tú eres un desganado, Joan.

– La gloria harta.

– César.

– Lo digo con propiedad, madre.

Joan lleva un tiempo rodeado de batallas, militares y amorosas.

– ¡Cuenta! ¡Cuenta!

– ¿Qué puedo contar que no sepa toda Roma? Se dice que tu hijo predilecto…

– César.

– ¿Acaso no es vuestro hijo predilecto? ¿De ti y de Rodrigo?

Se dice que comparte a la bella Sancha con el Gran Capitán, otros dicen en cambio que no, que el amor del Gran Capitán por doña Sancha es platónico, como sería lógico en estos tiempos de platonismo. Parece que también andas detrás de una hija del conde Della Mirandola.

– ¿Es todo eso cierto, Joan?

– Si lo dice César, dispone del servicio de espías más eficaz de Roma y no me explico el porqué de esta reunión si ya empezamos con sarcasmos.

– Tiene razón tu hermano, César. ¿Verdad, Carlo?

– Sí, Vannozza.

Parece admitir César que ha comenzado mal la reunión, bebe, gana tiempo y afronta a su hermano.

– Tú y yo deberíamos llegar a un acuerdo.

– La noche promete.

– A nadie se le escapa que Roma te gusta y te asfixia, te gusta porque vives su noche como un murciélago y te asfixia porque nuestro padre te ha preparado un destino que no es de tu agrado. Yo te propongo un cambio.

– ¿De qué cambio se trata?

– Yo te doy la noche y tú me das tu destino.

– Hermosa metáfora, César, hijo. Pero un tanto nocturna, oscura, ¿verdad, Carlo?

– Verdad, Vannozza.

– Yo quiero ser el capitán de los Borja y a cambio te doy la libertad de vivir tu vida.

Hay ironía en los ojos de Joan, pero poco a poco se va convirtiendo en interés.

– ¿Cómo se puede conseguir esa alquimia? ¿Has consultado a tu astrólogo Beheim?

– Los astrólogos sólo sirven para ofrecer ritos, como los cardenales. Beheim atribuye mi destino a un hecho tan aleatorio como el que en el momento de mi nacimiento el Sol se encontraba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Es bellísimo pero estéril.

Mi vida se condiciona porque nací en casa de Vannozza y mi padre era un cardenal. Y tampoco asumo esta explicación absolutamente. La verdad no existe. La necesidad de actuar sí. Tengo esa alquimia, y no es otra que la necesidad de que nuestro padre se dé cuenta de lo evidente y de que tú seas quien le muestre lo evidente.

– Incluso tengo un papel, aparte del de animal nocturno.

– Tu papel es convencer a nuestro padre de que yo debo ser el capitán y que tú harás… política, por ejemplo. Estás bien situado entre Castilla y Roma, en Gandía. Puedes crear un triángulo de poder y de faldas entre Castilla, Gandía y Roma.

– En Castilla no hay más faldas que las de la reina Isabel y las de su confesor, Cisneros. Por cierto, se dice que la reina Isabel no se cambió la camisa durante toda la campaña de asedio a Granada.

– Una estrategia para rendir a los moros por el olor, supongo. No hablo en balde, Joan. Creo que mi oferta te interesa. Yo tengo ideas militares y creo que la guerra es una ciencia. Tú la ves como un hermoso desfile final en honor del triunfador.

Vannozza acaricia el cabello de Joan, el perfil de la cara.

– Los desfiles son muy hermosos, Joan. Las guerras no tendrían sentido sin los desfiles finales. Pero hay que saber estar en el momento oportuno cuando pasa el verdadero destino, Joan. No me parece ninguna tontería lo que propone tu hermano.

– Iba a decir lo mismo, Vannozza.

Ha opinado Canale, pero un criado ha entrado, se acerca a la anfitriona y le cuchichea una misteriosa noticia que pasma las facciones de Vannozza.

– Extraños amigos tienes, Joan. Me dicen que ha venido a buscarte un caballero. Un caballero o sin caballo y ¡enmascarado!

– ¿Más que nosotros?

Sonríe Joan ante su propia ironía, medita y deduce, porque con un gesto pide que sea introducido el enmascarado. Cuando lo ve se concentra su atención, se pone en pie algo excitado, contempla los manjares como un obsceno obstáculo, no sabe cómo decir lo que va a decir, pero finalmente lo dice.

– Disculpadme. César sin duda tiene razón. Soy un animal nocturno. Me llama la noche. La noche es suave para mí y me reclama. Ya hablaremos de todo eso, César. No lo echo en saco roto. Tú podrías ganar las batallas, pero ¿me dejarías a mí los desfiles?

Besa a su desconcertada madre, se despide de los demás con un gesto y sale seguido del enmascarado.

Supera Vannozza su estupor y corre hacia la baranda a tiempo de ver a Joan subir a su caballo e invitar al enmascarado a que se siente tras él sobre la grupa. Los sigue en mula el guardaespaldas del duque. Parte veloz el corcel espoleado y Vannozza se vuelve lunar y, preocupada, escudriña el fondo de la noche. Y es la noche la que se apodera de la situación con su largueza, recorriendo la silueta de Roma y siguiendo el curso del Tíber a cuya orilla cabalga el caballo doblemente cargado.


El rostro de Vannozza ocupa todo el horizonte que puede ver Alejandro Vi y los labios de la mujer le están llenando los oídos de lacerantes preguntas que no quiere oír.

– ¿Dónde está Joan? ¿Por qué toda Roma es un rumor de que lo han asesinado?

La misma pregunta la dirige dramáticamente Vannozza a su hijo César, a Corella, a Llorca, a Juanito, a la gente armada que los rodea.

– ¿Dónde está Joan? Salió de mi casa vivo, han pasado dos días y no aparece. ¿Por qué corren las calles patrullas armadas? Las nuestras, las de los Colonna, las de los Orsini.

Presiente Vannozza que algo le ocultan porque César y su padre cruzan miradas de advertencia.

– ¿Qué sabéis y no queréis decirme?

Coge César a su madre por los hombros y le habla manteniéndole la mirada. El caballo de Joan ha aparecido. También su guardaespaldas. Mal herido, es cierto, y sin poder dar información coherente.

Todas las tropas fieles al papado recorren las calles de Roma y rastrean las orillas del Tíber. Aquí están todos los embajadores extranjeros que han ofrecido su capacidad de colaboración. Cada información la ha asumido Vannozza como un mazazo y descubre ahora que el salón está repleto de cardenales y embajadores de gestos solidarios.

Se revuelve hacia Alejandro demandándole que las desmienta, que renueve su esperanza. Pero el papa aparece abatido, como si a pesar de su poderosa humanidad el trono tuviera capacidad de engullirlo y desde el melancólico abandono ve cómo se retira Vannozza entre Lucrecia y Sancha. En cuanto las mujeres han desaparecido, César informa a su padre.

– El Tíber está lleno de buceadores. Un guardián de las serrerías ha visto cómo arrojaban un cuerpo al agua. Lo han tirado desde un caballo blanco. Todo lo ha visto un tal Giorgio Schavino, que en un primer momento no le ha dado más importancia, porque cada noche se arrojan al río docenas de cadáveres. El Tíber es el vertedero de todos los crímenes de Roma. Es posible que…

Se ha cubierto el papa el rostro con una mano mientras balbucea angustiado: "En el agua no… en el agua no… Un hombre debe morir con los pies en la tierra." No le cabe más angustia en el pecho y se levanta para liberarla y caer luego de rodillas y rezar en catalán su avemaría talismán dedicada a la Virgen de Lleida. Pero no puede rezar por mucho tiempo. Se escuchan rumores que se acercan y se abren las puertas para dar paso a cuatro soldados que llevan en andas el cuerpo de un hombre. Cuando dejan las andaduras en el suelo, un rugido sale de la boca de Alejandro, que corre al encuentro de la evidencia de la muerte del hijo.

Joan de Gandía tiene el rostro morado y surcado de regueros de limo, en el cuerpo su padre va contando con dedos temblorosos ocho puñaladas y lanza un gemido de angustia cuando cuenta la novena, en la garganta, tan profunda que casi separa la cabeza del cuello. Se levanta el papa y retrocede de espaldas, para abandonar finalmente el salón de audiencias y cerrar tras de sí con furia la puerta que le separa de la evidencia. Ahora es Vannozza la que entra corriendo, grita, llora ante el hijo muerto, se abraza a él, hace descender el cuerpo hasta sentarlo sobre su regazo. Los asistentes están conmovidos y el embajador francés llora desconsoladamente, a su lado el español hasta pestañea. Por fin llegan las mujeres de la familia y consiguen que Vannozza deje el cuerpo de su hijo y las acompañe.

Los soldados devuelven el muerto sobre las parihuelas y recorren con él las dependencias del palacio hasta introducirlo en una estancia donde los espera una desnuda mesa de mármol en el centro, junto a la cual una mesa de madera sostiene las herramientas de la cirugía, recontadas por dos galenos inmutables. César ordena que todo el mundo abandone el salón menos los médicos y contempla a su hermano con los ojos llenos de compasión, no de tristeza.

– Procuren volverle a unir la cabeza al cuello. Ha de ser enterrado tan entero como había vivido.

Se afanan en seguida los cirujanos sobre el cadáver, al que desnudan, para luego baldearlo con cubos de agua aromatizada, mientras César los deja en su trabajo y vuelve al salón del trono para intentar ganar las dependencias de su padre. Pero dos guardias le cierran el paso y Burcardo le advierte:

– Su santidad ha dado órdenes estrictas. No quiere ver a nadie.

Más allá de la puerta, Alejandro VI, arrodillado, reza una, dos, cinco, diez veces su avemaría.

Es puro llanto, cuando no desesperación, que se arrastra por los suelos y lanza al techo los gritos más guturales, desde el más total abandono en el dolor. De pronto deja las plegarias y los gritos y recita con devoción unos versos:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor."(6)

Pero pasa a los alaridos, a las imprecaciones dirigidas contra los [7]seis puntos cardinales de la habitación. Escucha César los alaridos desde fuera y los encaja con frialdad. Le interesa la reserva de Burcardo, inclinado sobre una mesa y escribiendo notas sobre un pergamino.

– ¿También hoy escribe su diario?

– Escribo las anotaciones para el funeral. Su santidad querrá que sea recordado como el entierro de uno de los grandes príncipes de la cristiandad.

– Habrá que comunicárselo cuanto antes a su mujer.

María Enríquez es puro luto cuando acepta la carta de su suegro que le tiende un embajador especialmente enviado desde Roma. La lee con los ojos tan secos como despidiera a su marido, pero en la evidencia de que se han secado de tanto llorar. Su estado de gravidez es ya pura proclama de parto y se mueve con dificultad cuando se acerca al circo de madera dentro del que gatea su primogénito. Junto al circo acaba de leer la carta y alza los ojos hacia el embajador.

– Señor Remulins, aquí no pone el nombre del asesino.

– No se sabe, doña María. Ha habido múltiples investigaciones.

Las sospechas se dirigieron hacia el cardenal Ascanio Sforza, agraviado por un lance desafortunado protagonizado por su mayordomo, también se ha sospechado de la familia Della Mirandola, de Guidubaldo de Urbino, molesto por un lance militar ambiguo, los Orsini no han perdonado las repetidas afrentas sufridas, pero todo son especulaciones. ¡Había tantos asesinos potenciales!

– Olvida usted algunos nombres en la lista de presuntos asesinos.

– No puedo olvidar lo que no se ha escrito. También se ha dicho que el duque pudo ser víctima de sicarios enviados por los reyes de España, por sus tíos, doña María, y prudentemente no he querido usar esta información.


– Curioso que aquí en Gandía, a tanta distancia de Roma, la lista se agrande e incluya a parientes de Joan tan próximos como sus hermanos Jofre y César.

– ¡Qué disparate! La leyenda de los Borja no respeta ni la muerte de uno de sus más preciados hijos. Ha de pensar, señora, que los enemigos de los Borja llenan Italia de calumnias, y el poeta Sannazaro ha llegado a sacar partido satírico de esta tragedia. Ha escrito que puesto que su santidad es un pescador de hombres, ha sido lógico que pescara a su hijo en el Tíber.

– De Jofre se dice que se ha vengado de los cuernos que le puso mi marido con Sancha de Nápoles y de César porque su ambición no se para en nada. Conozco la vida que llevaba Joan en Roma. Sabía lo que iba a pasar. Lo presentí desde el momento en que Joan me dejó para ir a esa Babilonia llena de rameras y traficantes de paraísos.

Confío en el Dios justiciero y terrible que envió el fuego sobre las ciudades corruptas. A mi Joan lo han matado los Borja. Todos.

Su mundo disoluto. Su falta de temor de Dios. Dígale usted a su santidad que exijo me entregue el cuerpo de mi marido y que inculcaré a mis hijos el odio eterno a todo lo que los Borja representan. Y ahora, ¡fuera! ¡Con usted ha entrado en Gandía el hedor de Roma!


Ante los cardenales reunidos en consistorio, termina Alejandro Vi su intervención.

– Creo que Dios me ha castigado por mis pecados y asumo buena parte de la crítica que rectas conciencias cristianas han dirigido a la forma de llevar los asuntos de Dios. Es hora de reconciliación en el seno de la Iglesia y la carta que os he leído del cardenal Della Rovere no sólo está llena de compasión por el padre herido, sino también de solidaridad con la reforma de nuestras costumbres.

Daría siete papados, siete, a cambio de la vida del duque de Gandía…

Un sollozo quiebra el discurso, sólo un instante, porque reaparece la voz firme para anunciar:

– Proclamo una reforma completa de los comportamientos del Vaticano, una escrupulosa diligencia en los oficios sagrados, una severa vigilancia para que las cosas mundanas no penetren en este recinto sagrado y se acabará cualquier tráfico de prebendas. Desde ahora sólo serán concedidos beneficios a quienes los merezcan y en primera línea de mis reformas estará el rechazo de cualquier forma de nepotismo o simonía.

Bendice el papa a los reunidos arrodillados y sale por la puerta lateral para aligerar el peso de las ropas con la ayuda de Burcardo. Su paso se ha hecho más pesado y el tiempo y la pasividad han acentuado la orografía de su rostro. En la sacristía le espera Remulins, que nada dice mientras Burcardo cumple su cometido de devolverle a la vestimenta privada.

Cuando el jefe de protocolo ha concluido y los deja a solas, entre Remulins y el papa se retoma una conversación aplazada.

– Así que doña María Enríquez me ha excomulgado.

– No es la palabra.

– Ha maldecido Roma. Ha jurado inculcar a mis nietos odio eterno a los Borja. Reclama el cadáver de mi hijo porque en Roma es como si estuviera en el infierno o depositado provisionalmente en un prostíbulo. En un momento en que mis más notorios enemigos me envían su pésame, esa castellana es puro nudo de encina. Mira, Remulins, hasta Savonarola me ha enviado una carta llena de cariño en la que me da un pésame que me parece sincero.

Tiende la carta de Savonarola a Remulins. La lee y aprecia lo que ha leído.

– Está sinceramente conmovido.

– Tan sinceramente conmovido que me conmueve.

Parece sincera la emoción del papa y a sus ojos llegan lágrimas de refresco.

– Si lo considera conveniente, cambiamos de estrategia hacia Savonarola. Retiramos la presión que ejercíamos sobre él. Empezaba a dar buenos resultados y el obispo Caraffa le ha retirado su apoyo.

Las lágrimas surcan las mejillas de Alejandro, pero su gesto se endurece y su voz sale brusca.

– No seas tonto, Remulins.

Hay que ir a por Savonarola. Una cosa es la compasión y otra la geometría.

Acepta Remulins el veredicto y deja a solas al papa. Camina el pontífice en su soledad y tristeza hasta llegar a la sala donde le espera la maqueta de los castillos que esperaba conquistara su hijo Joan. No está sola la miniatura de una guerra que pudo haber sido y no fue. César la estudia como un experto, calcula distancias, toma notas y aunque se retira prudentemente ante la llegada de su padre, no abandona la presa. Nada dice.

Poco a poco se aficiona Rodrigo a repasar el viejo sueño y en su afán se arrodilla y vuelve a contemplar el horizonte de conquista a ras del terreno construido en yeso verdeante. La voz de César suena a su espalda y le sorprende la frialdad certera de sus argumentaciones.

Hay que cambiar de aliado o equilibrar la alianza con España. El rey de Francia ha de ser nuestro valedor y luchar junto a él para que nos ayude a crear un espacio pontificio. He hablado con el embajador francés. Recuerda lo conmovido que estaba el día en que encontraron el cuerpo de Joan.

Me ha insinuado que podemos contar con la comprensión del nuevo rey Luis Xii y ha encargado a Miguel Ángel una escultura conmemorativa de la muerte de Joan. Le molesta que la voz de César sea tan neutra cuando habla de su hermano.

– ¿No has llorado a tu hermano, César?

– ¿Viene a cuento eso ahora?

– No. No has llorado suficientemente a tu hermano. A mis oídos ha llegado la presunción terrible de que tú…

– ¿Qué podía ganar yo con la muerte de mi hermano?

– Mis sueños se han derrumbado.

Primero murió vuestro hermanastro Pere Lluís, que tenía un gran talento militar, curtido en las luchas de la Reconquista en España. Lo preparé todo para que Joan ocupara ese vacío. Otra vez el vacío. Muerto en el agua, horrible, los ojos de Joan sumergidos en los lodos eternos.

La voz de César ha bajado de tono. Trata de ser persuasiva.

– "Recorda lo que et vaig dir: no guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu" (7).

– Es la peor muerte posible.

La muerte en el agua. Las tinieblas del agua. ¡Sálvame, oh Dios, pues las aguas han entrado en mi alma, me hundo en el lodo…!

– "Encara está tot per fer, pare" (8).

Por fin parece haber vuelto Alejandro a la realidad y a la propuesta de su hijo.

– "Qué vols, César?" (9).

– "Ocupar el lloc del meu germá" (10).

Se arrodilla junto a su padre y sus ojos se suman a los suyos en la contemplación a ras de suelo de las perspectivas de conquista.

– Ahora seré yo el cazador de Dios.

– Quiero que quede memoria eterna de lo que significó Joan de Gandía en el proyecto de los Borja.

En una dependencia del Vaticano un joven escultor contempla la obra de la "Piedad" en la que la Virgen sostiene el cuerpo de su hijo desclavado de la cruz. Acompaña al escultor el embajador francés, emocionado por el dúo escultórico, y a medida que retroceden para adquirir perspectiva recuperan a Vannozza, apoyada en la pared, como pidiéndole soporte para su zozobra.

– La madre y el hijo, señora Vannozza. Tal como los vi el día triste de la aparición del cadáver.

Para siempre esta escultura de Miguel Ángel recogerá vuestra historia, la de Vannozza y Joan de Gandía, una de las historias más tristes que he presenciado.

Quiero que la acepte como una prueba de buena voluntad del rey de Francia Luis Xii y de este humilde embajador, Jean Villers de la Grolaye.

[8]Vannozza avanza hacia la pareja de mármol. Un rayo de orgullo ilumina el rostro de Miguel ángel mientras Vannozza acaricia las facciones, el cuerpo del Cristo yaciente.

– El odio te ha matado. Ese odio que rodea a los Borja y que ha convertido en castigo de Dios el maldito Savonarola.

Los ojos de Vannozza, enrojecidos, han conseguido la terribilidad.

– ¡Maldito! ¡Maldito sea Savonarola si él ha sido el instigador de Dios!

Загрузка...