9 O César o nada

Maquiavelo da la vuelta a un reloj de agua y coge un candelabro para acercarlo a donde cree dormita Juanito Grasica. Pero no dormita. Parece poseído por un ensueño.

– ¿Estás aquí, Juanito?

– Aquí estoy, señor Nicolás.

Cuando recuerdo todas esas historias me parecen tan lejanas. Todo lo ocupa ese cadáver de César.

Era como la línea del horizonte.

¡Si hubiera llegado antes a ayudarle!

– César ya salió muerto de Roma. Se equivocó al confiar en Della Rovere y en los Reyes Católicos. Creyó en la palabra del Gran Capitán, que sólo era un militar obediente de las órdenes de sus reyes. Recuerdo que fui a ver a César cuando estaba convaleciente y ya se había muerto el nuevo papa, el breve Piccolomini. Había que elegir a otro pontífice y se decía que César iba a entregar los votos de los cardenales borgianos a Della Rovere. En vano traté de disuadirle.

Evoca Maquiavelo el afán de César por ponerse en pie, tan pálido que ni se le ven las manchas del mal francés, discretamente el viejo cardenal Costa se mantiene en un segundo plano mientras el Valentino atiende los argumentos de Maquiavelo.

– ¿Por qué va a confiar en Della Rovere? Ha sido un enemigo tradicional de los Borja y cuando sea papa podrá incumplir todas las palabras que le ha dado. Usted aún conserva las fortalezas en la Romaña. Corella puede mantenerlas en pie hasta que usted mande directamente a las tropas.

César estudia la gravedad de Maquiavelo, cruza una mirada con Costa y consiente la instalación del silencio para que sus palabras sean más efectivas.

– Han cogido a Corella y lo tienen bajo tortura. Quieren que


les confiese las contraseñas para entrar en las ciudades que controlamos. De momento Miquel aguanta, pero ¿cuánto tiempo? Si pacto con Della Rovere me garantizará que seguiré siendo confalonero.

La fuerza militar seguirá bajo mi mando.

– Una vez obtenida la tiara pontificia, ¿por qué ha de ser fiel al pacto?

– Destruirme le complicaría demasiado la vida. Yo aún tengo aliados. Aún me une un pacto de sangre con el rey de Francia. El Gran Capitán me da seguridades de que respaldará desde Nápoles. Sólo necesito sobrevivir en Roma.

Reponerme. Ganar tiempo y poder salir hacia la Romaña.

– Con Della Rovere en el Vaticano, usted nunca volverá a la Romaña. Las lealtades se tambalean. Vengo como delegado florentino y me consta que allí toda la Signoria espera que se confirme la caída de César.

– Aún soy la esperanza de muchos ciudadanos, de los que tuvieron el sueño de la unificación frente a los nuevos bárbaros.

– Los bárbaros estaban y están dentro, César. La gente teme los riesgos excesivos, los cambios drásticos les parecen abismos. Su fuerza era su padre, su padre ha muerto y debe conservar a Della Rovere lejos del Vaticano.

– Puede provocar una guerra en la propia Roma, y no estoy seguro de ganarla. Si me derrotan en Roma, me habrán vencido para siempre.

Se encoge de hombros Maquiavelo y abarca con una mirada el contenido de la habitación, como si fuera el único reino que aún conserva César.

– Le veo muy solo. ¿Dónde están sus lugartenientes?

– Los unos muertos. Corella en prisión. A Grasica le he encargado que organice las tropas que protegen las propiedades de mi familia en Roma, Jofre está magnífico, se ha hecho un hombre y manda las patrullas que defienden a nuestros aliados y a mi madre. Ésa es la situación.

– ¿La guardia?

– Es una guardia de valencianos, catalanes y aragoneses. Confío en ella.

Quisiera Maquiavelo despedirse suficientemente de César, pero cuando se acerca a él para así hacerlo, tan indeciso queda el uno como el otro. La voz de César es suficiente.

– Adiós, Nicolás. Ya sé que te molestan los perdedores. Cuando vuelva a vencer te llamaré.

Saluda Maquiavelo a César, hace lo propio con Costa y los deja en sus enlutadas reflexiones, pero antes de cerrar la puerta tras él aún puede oír que Giorgio Costa le insta a César: Giuliano della Rovere espera tu decisión.

Recorre Maquiavelo la ruta que le acerca a Della Rovere, acaloradamente reunido con otros cardenales, empeñado en una discusión con el cardenal francés George d.Amboise y con el embajador español. Alza un libro sagrado y lo blande sobre las cabezas de los reunidos.

– ¡César aún no está vencido!

No estamos en condiciones de actuar sin tenerle en cuenta, ni podemos convocar un concilio que desborde la actual relación de fuerzas en el Sacro Colegio Cardenalicio. Saldrá el papa que César quiera.

– ¿Y por qué has de ser tú, Giuliano?

– ¿Y por qué tú, George?

– A mí me apoya el rey de Francia.

– Estás cojo de una pierna. Te falta la pierna española. Señor embajador de sus católicas majestades de España, ¿a quiénes apoyan ustedes?

– Al cardenal Carvajal.

Se irrita Della Rovere y arroja el libro sagrado contra el suelo.

– ¿Cómo pretenden ustedes que vaya a salir un cardenal español después del pontificado de otro español?

– Alejandro Vi no era español.

Era un marrano valenciano de Xátiva. Nacido en el Reino de Valencia antes de la unificación de los Reyes Católicos.

– ¡No me venga con sutilezas territoriales, señor embajador!

Las ciudades italianas no aceptarán que el próximo papa sea extranjero a ellas mismas. Mientras los papas salían de nuestras familias no hubo problemas.

La irritación de Giuliano della Rovere ha conseguido enrojecer de cólera al embajador.

– ¿De qué ciudades italianas está hablando? Éste es un país de familias, de hordas, de tribus. La soberanía de esas ciudades durará lo que queramos franceses y españoles.

Carraspea el cardenal D.Amboise e interviene:

– No sume tan rápidamente, embajador. No está claro que nuestros intereses sean coincidentes.

– Pero ¿usted ha visto cómo se gobierna esta gente? Son como tribus. Mucho poeta y mucho laúd, mucho humanismo y mucho Petrarca, pero no saben en qué mundo viven.

Della Rovere repara en este punto en que Maquiavelo ha llegado y hacia él va dejando a sus espaldas el enfrentamiento entre D.Amboise y el embajador español. Ya no es el hombre apasionado que defendía su candidatura, sino un sonriente y frío anfitrión que toma por los hombros a Maquiavelo.

– ¿Trae noticias de César?

– ¿Cómo sabe que vengo de allí?

– Las cosas han cambiado, señor Maquiavelo. Antes era César el que lo sabía todo de los demás, ahora es al revés. César se está quedando sin oídos y sin ojos. ¿Le sigue admirando usted tanto?

– He admirado sus sueños porque podían ser realidad. Detesto a los soñadores. Por eso tal vez siempre me ha parecido Dante un cretino.

– Esos sueños de César son válidos, no sólo válidos, sino necesarios.

Della Rovere le aleja aún más de la discusión y baja el tono de voz.

– El Vaticano necesita ser un Estado fuerte. En eso tenía razón Alejandro Vi y la tiene César.

Pero la futura fortaleza del Vaticano ha de ser militar y moral.

Hemos de conservar el sueño militar de César y hemos de construir una credibilidad moral que pasa por la condena de los Borja. Usted es de los míos, Nicolás. A rey muerto rey puesto. Cuando yo sea papa conservaré la fuerza militar del Vaticano, pero levantaré la bandera de la expiación de las culpas de los Borja.

– Entiendo la síntesis. Conservar la base de lo construido por los Borja, pero condenarlos como únicos responsables de la corrupción de la Iglesia, de su falta de espiritualidad. Hay que volver a predicar austeridades y el fin del libertinaje. ¿El discurso de Savonarola?

– No hasta ese extremo. El discurso de Savonarola era destructivo del sistema, del orden.

El sistema hay que perpetuarlo mediante el orden. Le necesito a mi lado, Maquiavelo.

– Me vuelvo a Florencia.

– ¿Qué piensa comunicar a la Signoria?

– Que vivo o muerto, ya no hay que contar con César.

– Cuando digo que le necesito a mi lado no quiere decir que no deba volver a Florencia. Necesito que usted entienda mis propósitos.

– Entenderé sus resultados.

Se han alzado las voces de los reunidos hasta llegar a los decibelios de la pelea verbal, y el revuelo lo ha causado la llegada del viejo cardenal Costa, que resiste inmutable y mudo el acoso de los allí reunidos.

– ¿Traes noticias frescas?

– ¿Cuál es la oferta de César?

Pero Costa no responde y sus semicerrados ojos no descansan hasta que descubren al retirado dúo compuesto por Della Rovere y Maquiavelo. Va hacia ellos y se lleva a Giuliano para una discusión sin testigos que boquiabre y paraliza a los reunidos. Cuando Costa ha terminado de hablar, Della Rovere no puede contener un gesto de alegría y se vuelve hacia los presentes bañado por la luz de los elegidos, en el rostro la sonrisa total del triunfador que abre los brazos para apoderarse del espacio que ocupa. Hay cabezas gachas y repentinos abrazos, cuerpos lanzados hacia Della Rovere como para zambullirse en su presentida victoria.

– ¡Felicidades, Giuliano!

– ¡No podía ser de otra manera!

– Eminencia reverendísima, ¡un día de gloria para la cristiandad!

El embajador español se queda a solas con D.Amboise.

– Ése ya tiene los votos atados. Tiene tanto de cristiano como Alejandro Vi y ha sido tan concupiscente como cualquier Borja. Se le cuentan más de cuatro hijos naturales. Vamos de Herodes a Pilatos.

Maquiavelo no evita aguantarles la mirada, y cuando, ya en retirada, se cruza con ellos, les ratifica:

– "Habemus papam!"


Se despierta Miquel de Corella y palpa la oscuridad como si le dañara las heridas que cubren su rostro, sus brazos desnudos, el tórax ensangrentado. Apenas si puede abrir un ojo tumefacto y cuando se levanta del catre para sentarse en un canto descubre que está desnudo. Aguanta su cabeza con las manos, colgados los ojos hacia la desnudez del sexo, y se echa a temblar, como si precisamente esa desnudez le ratificara su fragilidad. Pero se recompone cuando la puerta metálica aúlla en sus goznes y golpea con dolor contra la piedra de la celda. Se le acercan dos inmensos hombres armados y los aguarda el comentario del cautivo.

– Ni descansáis ni dejáis descansar.

Son mudos los carceleros que obligan al prisionero a ponerse en pie y a caminar a pesar de la trabazón de los grilletes que unen sus tobillos mediante una cadena.

– ¿Por qué no me cubrís el sexo? ¿Y si hay damas a donde me lleváis? ¿Y mi sentido del pudor?

Levanta un sucio lienzo que reposaba sobre el jergón uno de los carceleros y lo anuda en torno a la cintura de Miquel, para empujarle a continuación y convertir los empujones que lo sacan de la celda y lo conducen por los corredores en el único código que aplican a su presa. Nada dicen cuando lo introducen en la cámara presidida por el potro de tortura y los hieráticos disciplinadores que contemplan su obra en el cuerpo de Miquel con frialdad. El más afilado de mirada y perfil insta a que lo sitúen en el centro de la habitación y se sume en la consulta de los legajos de donde va a emanar la lógica de la situación. Los ojos cansados que abandonan las letras reparan en Corella como en un accidente cuando preguntan:

– ¿Ha cambiado usted de intenciones?

– Depende de las intenciones a las que se refiera.

– Usted es conocedor de las contraseñas que abren las puertas de las ciudades fortificadas obedientes a César Borja. La permanencia en la deslealtad al sumo pontífice, cuando no a los soberanos naturales de esas ciudades, es un grave delito, en el que usted persiste despreciando cuantas ofertas de conciliación le hemos hecho.

No contesta Corella pero no deja de mirar a su interrogador.

– ¿No quiere contestar?

– Señor, el lugar que usted ocupa lo he ocupado yo docenas de veces y creo haber sabido distinguir al interrogado dispuesto a hablar y al que no estaba dispuesto.

Espera que continúe el discurso el interrogador y Corella no parece demasiado interesado.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien?

– ¿A qué consecuencias espera llegar?

– No estoy dispuesto a hablar.

– ¿Por lealtad a César?

– Por deslealtad a lo que usted representa y por un cálculo personal. En cuanto hable careceré de valor.

Hace una señal el interrogador y los carceleros obligan a Corella a tenderse sobre el potro. Aprieta los dientes el torturado a la espera de la tensión de la máquina y, cuando se produce, de sus labios diríase que fundidos el uno con el otro apenas sale un hilo de quejido, mientras los ojos palpitan bajo los párpados cerrados y las quijadas se dibujan en la piel como tratando de romperla. Los ojos del interrogador examinan los efectos de la tortura y parecen contar las arremetidas de la máquina hasta que las considera suficientes. Emite entonces una señal y se levanta para ver de cerca los efectos.

– Se ha desmayado -sanciona un carcelero, y el inquisidor asiente.

Sale de la cámara de tortura y le sustituye un fraile dominico de pasos y gestualidades devotos, de untuosa dedicación a los sufrimientos del yaciente.

– Despertad a este buen hombre.

Un cubo de agua fría rompe la cara de Corella y vuelve en sí y del naufragio dispuesto a delimitar el origen de la nueva amenaza. Todos son los que eran menos el dominico y hacia él dirige Corella su mirada.

– Hermano, ¿sufres? ¿Acaso no es tu orgullo el origen de tu sufrimiento? ¿Eres un buen católico?


– "Católic soc, mes la fe no m.escalfa…"

El dominico pide explicaciones a los carceleros.

– ¿Qué ha dicho? ¿En qué lengua habla?

– Yo qué sé. Se pasa todas las noches recitando versos en esa extraña lengua.


– "… que la fredor lenta dels senys apague, car jo eleix amp;o que mos sentiments senten, e paradís crec per fe i rao jutge".


– Hermano, ¿en qué lenguas recitas versos profanos?

– Nada profanos son, frate.

Forman parte del canto espiritual de Ausiás March, poeta que sólo ha cantado el amor y la muerte.

– ¿Por qué hablar de muerte?

¡Hablemos de amor, hermano! Es: mo, indicándose, para una localización más ágil, el número de página correspondiente.

por amor a tu jefe por lo que callas, pero a veces el amor sin sentido provoca su contrario. En nombre del Santo Padre estoy en condiciones de garantizarte la libertad y acuerdos sobre tus propiedades si colaboras. ¿No pecas de orgullo, hermano?

– "Per qué em dius germá, fill de puta?

– Sigo sin entenderte, hermano.

Además defiendes una causa inútil.

César Borja navega hacia Nápoles como cautivo del Gran Capitán y ha hecho renuncia expresa a sus fortalezas en Romaña.

– Que venga el papa a decírmelo. Eso es un embuste.

– ¿Si te lo dijera alguien de tu confianza le creerías?

– Si tuviera alguien en quien confiara le creería. Mi problema es previo. En nadie confío.

Se resigna el dominico a lo inevitable.

– Te devuelvo a manos de tus verdugos.

Ya se retiraba el fraile cuando a sus espaldas suena la propuesta de Miquel.

– Me fiaría de la información de una persona.

– ¿Del Santo Padre?

– De ése menos que de ninguno.

Pido que venga a informarme el señor Nicolás Maquiavelo.

Se encoge de hombros el dominico y queda yaciente Corella a la espera de nuevas agresiones. Dormita. Se agita. Sueña. En su sueño, Lucrecia lleva un canastillo de flores y se sorprende al encontrarle magullado en un prado.

Se inclina sobre el desnudo, herido Corella y con una punta del pañuelo de batista trata de secarle las lágrimas.


– "O quan será que regare les galtes d.aigua de plor ab les llágrimes dolces?"


Se despierta Corella y se incorpora. Todo sigue igual e igual resuena el ruido del portón abierto y repicante contra la piedra. Pero esta vez no entran los verdugos sino Maquiavelo solo y caminando de puntillas. Examina a Corella con los ojos alarmados.

– Aún estoy vivo, Nicolás, aún estoy vivo. ¿De parte de quién viene?

– De mí mismo.

– Eso es bueno. Ahora no recuerdo qué nos ocupa.

– Pidió que yo viniera a ratificarle que César ya no está en Roma sino en manos del Gran Capitán.

Medita Miquel y finalmente resuelve:

– ¿Es cierto? ¿No? De no ser cierto, usted no habría venido.

Asiente Maquiavelo y sonríe melancólico Corella.

– Así pues, todo fue inútil.

– César fue entregado a los españoles por el nuevo papa, su amigo Della Rovere.

– A Della Rovere debí haberle cortado el cuello hace tiempo.

O matas o mueres.

– Todavía están vivos, César y usted. César se equivocó confiando primero en Della Rovere y después en los reyes de España.

Quería salir de Roma vía Nápoles para luego volver a la Romaña y hacerse fuerte. Esa palabra le dio Gonzalo Fernández de Córdoba y ese ánimo tenía el Gran Capitán. Pero los reyes de España disponen otra cosa. La reina Isabel odia a los Borja y Fernando de Aragón aún teme a César.

De la ironía melancólica pasa Corella al abatimiento.

– ¿Qué va a ser de ti, pobre Miquel de Corella? ¿Qué trato van a dar al mejor sicario de César? ¿Cuántas espadas de los que maté saldrán de las sepulturas para ensartarme? ¿Si les doy las contraseñas de las fortalezas me salvaré?

– Las fortalezas están siendo entregadas una tras otra. Ahora se trata de que César pague las indemnizaciones que le piden y entregue el tesoro escondido de los Borja. La marcha de César ha sido la señal de la derrota.

– Entonces poco tiempo me queda.

– No lo veo yo así y he defendido una tesis que creo válida, así en Florencia como en Roma, ante su santidad. Usted es un sicario, Corella, es cierto. Pero un excelente sicario. El mejor que conozco.

– Muchas gracias, Nicolás. Me llena de orgullo que usted me considere el mejor asesino político que haya conocido.

– Un auténtico especialista, y especialistas como usted son necesarios, siempre, para el poder.

Le he recomendado a la Signoria de Florencia para que, tras un proceso simbólico y una condena igualmente simbólica, ocupe usted un papel importante en la seguridad de la Toscana.

– Pero me va a juzgar el papa.

– Dígale a Julio Ii lo que quiere oír, que toda la culpa es de César. Que usted obedecía órdenes. Los papas también necesitan asesinos inteligentes. Cuanto más inteligentes sean los asesinos más los necesita el poder.

– Mis maestros de lógica, en Pisa, o quizá nunca estuve en Pisa, ni nunca tuve maestros de lógica, pero alguien me enseñó, porque yo antes no lo sabía, que buena parte de las contradicciones son meras apariencias de contradicción.

Lo que me salva, Nicolás, es mi capacidad de crueldad. Lo que me salva de la muerte es mi capacidad de matar.

– Le salva lo experta y lo necesaria que es su crueldad. Más vale un matarife entrenado que un matarife sin entrenar.

Se ríe francamente Corella y se pone en pie, pero cae porque había olvidado la constancia de los grilletes en sus tobillos. Ya en la cama, el ataque de risa es incontenible para pasmo y escándalo de Maquiavelo.

– ¿De qué se ríe, señor Corella?

No le contesta, pero se calma la risa y mientras se frota los ojos para secarse las lágrimas, Miquel de Corella pregunta.

– Y a César, ¿qué puede salvarlo?

– Nada. Le contaré cómo cayó en la trampa.


Salvas de pólvora que el Gran Capitán escucha como si las numerara y cuando terminan alza la cabeza para contemplar los restos de humo en el cielo de Nápoles.

– Salvas para un asesino.

Se ha vuelto Gonzalo Fernández de Córdoba y doña Sancha se le echa a los brazos.

– ¿Por qué has dado cobijo a esa alimaña? César tiene ambiciones todavía. Está reunido con banqueros y militares para volver a caer sobre la Romaña. Su sueño de rey de Italia permanece intacto.

– Es sólo un sueño.

– Pero tú le ayudas.

– Sólo le ayudo a soñar. ¿Conviene que te vea aquí? Está a punto de llegar.

Vacila doña Sancha, pero antes de que decida, César ha aparecido en la puerta seguido de Juanito Grasica. Vuelve a vestir de negro y lila, con vocación de espectáculo, y su gesto es arrogante aunque amistoso hacia el Gran Capitán, al que abraza. Dispensa una inclinación graciosa a Sancha, que se la devuelve sin sonrisa y rehuyéndole la mirada.

– Tengo las mejores expectativas, Gonzalo. Me llegan noticias de toda Italia. Mis partidarios me esperan, y pongo todas mis conquistas al servicio de los reyes de España.

A una señal suya Juanito extiende sobre la mesa un plano y César va señalando con un dedo el recorrido de su cabalgada mental.

– Todo empieza en la toma de Piombino, llave de Pisa, y desde esa cabeza de puente, Florencia, la llave de la Toscana. Comprendo que eso va a provocar las iras de Luis Xii y tal vez una reacción, para cuando llegue ese momento confío en ti, en los reyes de España, en Maximiliano de Austria. Ése es el nuevo bloque histórico.

– Muy bien visto, César.

– Necesito galeras, soldados, artillería que acometeré en nombre de España.

– Jamás tuvimos honor semejante ni pudimos esperar mayor gloria.

– Me consta que están temblando los señores de Venecia, Florencia, Bolonia y esa serpiente bífida de Giuliano della Rovere.

– Llamar serpiente bífida al Santo Padre no me parece una buena manera de abordar el asunto. En cualquier caso, César, todo cuanto pides te llegará en su momento.

Se abrazan los dos capitanes y César retiene el apretón para poder enfrentar sus ojos a los de Gonzalo Fernández de Córdoba.

– Te has portado conmigo como un hermano.

– Nobleza obliga, César.

Se acentúa el abrazo y luego César se separa emocionado y antes de abandonar la estancia busca a doña Sancha, apartada y ensimismada.

– Mi hermano Jofre está conmigo y me ha dicho que no quieres verle.

– No hay nada que ver, César.

Mi historia con Jofre ha terminado.

– Jofre ya es un hombre.

– Ha sido un hombre tarde, muy tarde.

– Sancha, todo ha cambiado, pero pase lo que pase quiero que recuerdes…

– Sólo yo escojo mis recuerdos.

– ¿Figuraré en tus recuerdos?

Hay concentración, amargura, sarcasmo cuando Sancha le contesta:

– Eres inolvidable, César Borja.

Se deja besar la mano y parte el Valentino. Nada se dicen Sancha y el Gran Capitán hasta que ella corre para refugiarse entre sus brazos.

– ¡Protégeme, Gonzalo, protégeme!

– ¿De qué? ¿De quién?

No comprende el militar la angustia de Sancha, pero no tiene demasiado tiempo para seguir indagando porque su ayudante le avisa.

– El embajador de sus majestades los Reyes Católicos.

Insta Gonzalo Fernández de Córdoba primero con la mirada y luego con un suave empujón a que se marche Sancha y ella obedece dejándole en los ojos la miel de una mirada de animal vencido, y la blandura de la mujer se ve sustituida por la prepotencia del embajador mal encarado.

– A ti quería verte y ya hace días. ¿A qué santo tanta pólvora por el que fue César Borja y hoy no es otra cosa que un prisionero de nuestros Reyes?

– No fue ése mi trato.

– Tú mandas en el campo de batalla y lo haces muy bien, Gonzalo, pero deja la política a los Reyes y a sus emisarios. Como emisario de los Reyes Católicos te ordeno que cargues de cadenas a ese hijo de la gran ramera y lo mandes para Castilla. Le espera la querella de su cuñada, María Enríquez, convencida de que su marido, Joan de Gandía, murió a sus manos. Allí o le cortamos la cabeza o se muere de asco en el fondo de una mazmorra.

– Ni fue ése mi trato con César, ni fue ése mi acuerdo con el papa, ni tampoco fueron ésas las instrucciones que recibí de su majestad Fernando.

– Tozudo como un mulo eres, Gonzalo. Toma.

Los papeles que le tiende el embajador son leídos dos veces por


el Gran Capitán. Suspira y se limita a comentar:

– Dame tiempo.

– Tiempo, ¿para qué?

– Hasta las traiciones requieren tiempo.

No se siente traicionado César, afanado sobre sus mapas, sobre sus cifras, comentando con banqueros y soldados sus planes, dentro de una nube volandera que espera le devuelva a su ruta de conquistador.

Es alta noche, está excitado y cansado y comenta con los caballeros más próximos, Juanito entre ellos:

– Mañana es el gran día y creo justo ir a agradecerle al Gran Capitán cuánto ha hecho por mi causa. Acompáñame, Juanito.

Se adelanta servil un caballero.

– Con todos los respetos, señor, pero me complacería mucho ser su acompañante y despedirme a mi vez de don Gonzalo, a cuyas órdenes he servido.


– Sea, don Pedro. Nunca fue mejor acompañado César Borja que por el conde Pedro Navarro.

Y hay abrazo entregado otra vez entre el Gran Capitán y César cuando se encuentran, con las espaldas guardadas por Pedro Navarro y sus hombres.

– Todo está preparado. Mañana empieza una nueva era para los Borja, unidos a la Corona de España.

– Que así lo quiera Dios, Nuestro Señor.

– Me prometiste un salvoconducto personal para impedir cualquier obstáculo en las guarniciones de tu obediencia.

El papel está sobre la mesa y se lo tiende Fernández de Córdoba sin comentarios. Lo guarda César y al marcharse le queda en la retina el rostro del Gran Capitán, demasiado distante de sus propias emociones. Camina a su lado Pedro Navarro, receloso, mirando a derecha e izquierda, oteando hacia el fondo de los pasillos venideros, volviendo la cabeza a sus espaldas.

– Es curioso. He notado algo frío a don Gonzalo.

– Él es así, señor.

– Y usted está muy nervioso, señor conde.

– Es la excitación, señor.

– Yo en cambio me siento dueño de mi destino.

– No me atrevería a decir yo tanto. La fortuna o la Providencia gravita sobre los hombres y finalmente se hace lo que Dios quiere.

– Maquiavelo le corregiría.

Cree que la fortuna algo cuenta, pero fundamentalmente cuenta la voluntad de los hombres, su virtud, su audacia, su capacidad de análisis, su tenacidad.

– ¿Quién es Maquiavelo?

– Un sabio de Florencia.

– Todos los de Florencia se creen sabios.

Han llegado ante los aposentos de César y con una sonrisa despide a Pedro Navarro.


– Bien. Conviene descansar.

Mañana será el gran día. Señor conde, vaya a dormir. Ya es hora.

Ha dado dos pasos atrás Pedro Navarro y sólo hay seriedad en su rostro, al tiempo que comprueba que se acerca la guardia y se sitúa cubriéndole las espaldas.

– Descanse su señoría, que yo no puedo.

– ¿Por qué no puede descansar, don Pedro?

– Porque debo vigilarle, señor.

Son órdenes del Gran Capitán.

Su señoría no puede abandonar sus aposentos.

– ¿Ni mañana?

– Mañana menos que hoy.

– Entonces, ¿soy su prisionero?

– Hay una denuncia contra su persona interpuesta por la duquesa de Gandía ante sus majestades los Reyes Católicos. Doña María Enríquez le acusa del asesinato de Joan de Borja, duque de Gandía.

– ¿Y a causa de eso se me encarcela? ¿Sin previo aviso?

¿Quién se ha inventado esa excusa?

El silencio se ha instalado en los labios del conde y el pasillo se ha llenado de guardias y de un bosque de lanzas que rodean la posible reacción del Valentino. Se saca del pecho un pergamino que tiende al conde.

– ¿Y este salvoconducto que me dio en persona el Gran Capitán?

Navarro toma el salvoconducto, lo lee, lo pliega y se lo guarda tras el peto, sin atender las reclamantes manos de César.

– Gracias, señoría. El Gran Capitán me advirtió de que se lo devolviera.

No protesta César. Impasible se mete en su habitación y queda Pedro Navarro dueño del pasillo, pero en cuanto ha desaparecido César se revuelve inquieto y pregunta:

– ¿Habéis apresado a Juanito Grasica?


– No le hemos podido encontrar.

– ¡Buscadle! ¡Es urgente!

Mientras él esté libre, César puede esperar la libertad.


César yace en el fondo de un camarote mal iluminado. Está encadenado pero conserva una actitud desdeñosa que no cambia cuando entra Juanito Grasica con una escudilla llena de comida.

– Coma, su señoría, que ya se ve la costa de España y no conviene que llegue demacrado. El barco se mueve sin parar desde que topamos con la corriente del estrecho.

– ¿A qué lugar me llevan?

– Desembarcaremos en Alicante, cerca de Valencia, la ciudad de la que usted es duque y fue cardenal.

También muy cerca de Xátiva, la cuna de su familia.

– Vamos a Xátiva.

– No. Irá a parar al castillo de Chinchilla. Pero no están tranquilos. Toda Italia se agita y pide explicaciones por lo ocurrido. Presionan sus parientes los reyes de Navarra, Juan Albret, su cuñado. La señora Lucrecia está moviendo los cielos y su esposa Carlota la tierra.

– Pobre Carlota. Apenas si nos vimos la noche de bodas.

– Debió de quedarle muy buen recuerdo.

– Ayúdame a acercarme a la lucerna. Quiero ver la costa. ¿A qué altura estaremos?

Se pone Grasica a su lado y escudriña el leve horizonte.

– Gandía. Pronto avistaremos las costas de Gandía.

– Esa arpía de María Enríquez estará gozando de su victoria. Pero aún queda mucha guerra.

Desde un altozano, María Enríquez contempla el mar y pretende ver la estela de un barco lejano.

A su lado un muchacho retenido por una de sus manos se protege los ojos del sol con una mano, la otra soporta la posesión de la de su madre, mano fuerte, progresivamente agarrotada.

– Me haces daño en la mano, madre. No soy un niño. No voy a caerme. Vayámonos. Yo no veo nada. ¿Qué esperas ver?

– El paso del diablo.

– ¿El diablo va por la mar?

– Hoy sí.

– ¿El diablo es mi tío César?

– No lo olvides nunca. El diablo es tu tío, César Borja. Pero el diablo siempre es vencido por el ángel. El diablo ha sido vencido por el ángel.

Se adelanta María Enríquez hasta el borde del acantilado y grita:

– ¡Yo os he vencido! ¡Malditos Borja! ¡Yo! ¡María Enríquez!


Alfonso de Este mima con las yemas de los dedos el cañón recién fundido. Lo examina con ojo de experto. Le palmea el trasero como si fuera un cuerpo vivo y se vuelve para contemplar a la muchacha desnuda, temblorosa y acurrucada que observa sus movimientos con más sorpresa que miedo.

– Es perfecto. Es el mejor cañón que jamás haya fundido. ¿Por qué tiemblas? ¿Te doy miedo?

– De frío, tiemblo de frío, señor.

Subraya la impresión de frío el trueno que precede a la fuerza de la lluvia más allá de la fragua de los Este. Bebe Alfonso de un copón de vino y levanta a la muchacha para que beba a su vez. Luego le acaricia los culos, se los palmea y la obliga a tumbarse sobre el cañón, con los lomos al aire y las piernas separadas ofreciendo el sexo como una ranura tierna. Se quita el breve calzón el duque y arremete la verga contra la ranura de la muchacha, a la que posee como si fuera el cañón la mujer o mujer el cañón. En vano la muchacha gime:

– ¡El metal me hace daño!

¡Tengo frío!

Culmina el duque su orgasmo y queda derrengado sobre los confusos cuerpos de la mujer y del artefacto, hasta que la muchacha se desliza hasta el suelo y corre al rincón a recuperar sus ropas. También se ha alzado Alfonso, que observa cómo el vestuario va conformando la entidad de una dama de la corte que se viste con premura y una cierta vergüenza.

– La señora duquesa estará extrañada. ¡Tardaré tanto tiempo!

– Un cañón así no se acaba todos los días. Tu señora está siempre muy entretenida.

– Se queja de la marcha del señor Pietro Bembo.

– Pero le queda el cojo Strozzi y mi cuñado, Francesco de Gonzaga. ¿Sabe mi mujer que yo conozco su correspondencia y sus contactos con Francesco utilizando a Strozzi como alcahueta?

– La señora duquesa no me comenta estas cosas.

– ¿Qué te comenta la señora duquesa?

– Que añora Roma, que en Roma había más luz y la gente era, era, como más directa. Dice, cuando cree que no la escucho, que los ferrarenses somos hipócritas. ¿Somos hipócritas los ferrarenses?

Alfonso, desnudo, activa el fuego en la fragua y piensa. Ya está la muchacha vestida, le hace una pequeña reverencia y corre hacia el patio, al encuentro de la lluvia y de la senda que la devuelva al palacio. Entra acalorada en el salón de recepción de Lucrecia y se sorprende ante la cohabitación de Strozzi, Lucrecia y Francesco de Gonzaga en torno a un pliego que la señora abre para extraer una carta, que sostiene con una mano, la otra llega a los labios mediante un dedo que pide silencio.

– Tú no has visto nada.

– No he visto nada.

– Tú no has visto al señor de Gonzaga aquí. El señor de Gonzaga sigue en Mantua.

– Sigue en Mantua, sí, señora.

– Vete.

Se va la muchacha y Francesco se queja.


– Ha sido una imprudencia. Esta mujer hablará.

No es de la misma opinión Strozzi.

– Callará.

Asiente Lucrecia, lenta de movimientos, ahora en evidente estado de gravidez.

– Callará. Es una de las amantes de mi marido y confidente de tu mujer, pero sabe que puedo expulsarla de la corte el día que se tercie. No es de familia demasiado rica y no pueden dotar a una amante de duque para casarla con un buen partido. Callará.

Los ojos de Gonzaga recorren la silueta de la mujer.

– Otra vez en estado, Lucrecia. No sé cómo lo consientes. Ya sabes que los médicos te han dicho que tu naturaleza soportará los partos cada vez peor.

– Es el precio que debo pagar por mi libertad. Sólo veo a Alfonso en la cama. A mi marido sólo le interesa que todo el mundo comente ¡qué potente es el duque de Este! ¡Monta tantas veces a esa Borja que no le da tiempo para que la monten los demás!

– Calla, por Dios, Lucrecia.

– Sé lo que se dice, sé lo que piensan. Pero ahora soy dueña de mis actos y te necesito, Francesco. Ercole, explica de qué se trata.

Recomienda Strozzi que se aposenten Lucrecia y Francesco.

– No te hemos hecho venir por capricho, Francesco. Sabes que Lucrecia lucha por la libertad de su hermano, y las circunstancias han cambiado. El gran enemigo de César era Isabel de Castilla, muy de acuerdo con María Enríquez, convencida del carácter demoníaco de los Borja. Isabel de Castilla ha muerto y deja en libertad de movimientos a su marido.

El cardenal Cisneros sigue desconfiando de César, pero respeta al rey Fernando. Es un formidable estratega, y no le haría ascos a considerar a César una alternativa al Gran Capitán.

– Pero si lo tiene en un castillo. Como un preso de lujo. En Chinchilla.

– Ya no está en Chinchilla.

César tuvo una pelea cuerpo a cuerpo con el señor del castillo de Chinchilla y estuvo a punto de escapar. Ahora está en Medina del Campo, en el castillo de la Mota, el mismo castillo donde guardan a la hija de los reyes, la princesa Juana, a la que llaman Juana la Loca. En torno a César se mueven varias intrigas. Fernando podría utilizarlo como nuevo capitán de los ejércitos de Italia, y a algunos nobles castellanos, el conde de Benavente al frente, podría serles útil como un jefe militar al servicio de sus intereses frente a los de la casa de Austria, representada por la descendencia de Felipe y doña Juana. A su vez, Felipe ha llegado a pensar que debe retener a César para sumarlo a su bando por si su suegro levanta bandera contra él. Todos guardan a César y todos parecen necesitarle. Es la hora de César y quisiéramos que tú hicieras algo por él. Cada vez eres más influyente entre la nobleza italiana y se habla de ti como jefe de la tropa aliada. Has de hacer algo por César.

– Por César no movería un dedo. Por ti, Lucrecia, lo que me pidas.

– Te pido para que intercedas ante el papa para que no presione contra la libertad de mi hermano.

– ¿Julio Ii va a permitir que tu hermano vuelva a Italia? Ni soñarlo. Él está haciendo la misma política de los Borja y se limita a dar menos escándalos, pero el equilibrio político es frágil y César es un mito, un peligroso mito. Y tú misma, Lucrecia, ¿no eres más libre con César en España y tú aquí en Ferrara?

– Es mi familia. ¿Acaso te da miedo de que tu mujer se enfade porque ayudes a César?

No tiene palabras Francesco de Gonzaga para responder a la agresión de Lucrecia y en su impotencia verbal se limita a tomar las manos de la mujer entre las suyas, pero en una de las manos está la carta que aún no ha leído.

– ¿De quién es la carta?

Lucrecia coteja su mirada con la de Strozzi mientras dice:

– De César.

Se la tiende a Gonzaga para que la lea y lo hace con avidez, de vez en cuando interrumpiéndose mediante exclamaciones, sorprendido ante las audacias de César.

– Pero ¿habéis leído? ¿Cómo se atreve a insinuar que no va a permanecer mucho tiempo prisionero?


Mientras Gonzaga sigue leyendo, paseándose, nervioso pero fascinado por la lectura, más allá de la ventana llueve y desde la fragua de los Este, más allá de la lluvia, Alfonso contempla las lejanas luces de su palacio. Va algo más vestido y está acompañado por su hermano el cardenal Hipólito.

– ¿Te consta que Francesco está en palacio?

– Me lo han dicho mis confidentes. Cada vez es mayor la audacia de ese perro cojo de Strozzi. Los Strozzi siempre han sido muy orgullosos. Piensan que son tanto o más que nosotros. A ese Strozzi habría que facilitarle alguna vez la carrera a la pata coja hacia el Infierno. ¿Sabes a qué ha venido mi cuñado? ¿Tendrá el mal gusto de follarse a mi mujer preñada? Me he hecho construir un pasadizo que va de mis aposentos a los de Lucrecia. Cuando menos se lo espera aparece su cariñoso marido y tiene que abrirse de piernas. Nunca he podido sorprenderla. ¿A qué habrá venido Francesco secretamente?

– Más bien ha sido requerido por asuntos relacionados con César Borja.

– ¿No está olvidado ese imbécil?

– No está olvidado. Circula el rumor de su reaparición en Italia apadrinado por Fernando el Católico.

– ¿Y el papa, lo tolera?

– No. No lo tolera y mueve sus peones en Castilla para que Fernando no libere al Borja. La muerte de la Reina Católica ha aligerado el ambiente contra los Borja. Pero en esta encrucijada no se conspira a cuatro esquinas, sino a cinco.

Encogidos los hombros, Alfonso de Este vuelve a beber e invita a su hermano a secundarle.

– ¿Quiere mi querido hermano y su eminencia reverendísima beber conmigo?

– ¿No te interesa el asunto de César Borja?

– No. Con un Borja tengo suficiente. La verdad es que me he encariñado con Lucrecia. Reconozco que tiene temple. Si quiere jugar a redentora de cautivos, que juegue. En cuanto a lo de mi cuñado, hay que desembarazarse de ese Strozzi. Los Este apreciábamos mucho a su padre, Tito Vespasiano, el juez de los sabios, un hombre prudente, como lo era Ercole hasta que Lucrecia apareció. Él lo ha urdido todo para humillarnos a los Este, a Isabel y a mí. Es una muy mala compañía para Lucrecia.

– ¿Pero no ves que el enemigo no es Strozzi? ¿No ves que el problema no es Gonzaga? El enemigo y el problema es César Borja, otra vez César Borja.

– Cuando haya que cortarle la cabeza se la cortaré. Me voy a dormir. Ha sido un día duro.

¿Qué te parece el cañón que hemos fundido?

– ¿Qué dispara?

– No lo sé. Hay que estudiarlo. De momento me interesaba conseguir esta aleación y este diseño tan ligeros. Mi mujer suscita poemas y sostiene amoríos platónicos.

Tú haces política. Yo fabrico cañones.

Hipólito saca de su pecho un papel y se lo enseña a Alfonso.

Algún interés suscita porque su hermano interrumpe los últimos retoques de su tocado.

– ¿Qué es?

– Una carta.

– ¿De quién?

– De César Borja.

Esta vez Alfonso termina de vestirse, aparentemente desentendido pero rumiante de la información recibida.

– ¿Qué dice?

– Pide nuestro apoyo.

Lee un fragmento en voz alta el cardenal:

– "… Podemos compartir nuevos días de gloria en nuestra amada Italia…"


César, a caballo, juega con el toro, unas veces perseguido, otras perseguidor, dentro del encerrado ámbito del patio de un castillo con todas las salidas selladas. Finalmente desciende del potro y burla las arremetidas del toro sólo con los regates de su cuerpo. Está cansado y hace una señal. Entran los toros mansos conducidos por un lugareño y se llevan al bravo, pero antes de consumarse la salida vigilada por los soldados, el lugareño cruza unas palabras con el Valentino.

– Esta noche, según lo convenido.

– Esta noche, Juanito.

De una de las ventanas del patio se filtran los alaridos de una mujer, alaridos rotos, de pronto sollozos, otra vez alaridos. La sorpresa en el rostro de Juanito Grasica la diluye César.

– Es la reina Juana. Desde que ha muerto su marido, ha empeorado. Siempre me espía a través de la celosía.

Al otro lado de la celosía, Juana se ha abierto la pechera en busca de sus propios senos y aúlla, con los ojos desorbitados, pendientes de la cadencia del caminar de César en busca de la escalera que le llevará a la torre del homenaje.

La mirada de la mujer de hermosura demacrada sigue el recorrido sin dejar de gritar, y se detiene César. Afina los ojos para distinguir más allá del celaje las facciones de la reina e interroga:

– ¿Doña Juana?

Un rugido le responde y el grito:

– ¡Centauro! ¡Un centauro de tres cuerpos!

Le extraña a César la lógica, pero decide proseguir su marcha.

Sube la escalera y ya en sus aposentos se cambia de ropa, se viste de oscuro como la noche, contempla las lejanías castellanas y escucha los gritos de la loca, y así hasta que anochece, y por el campo avanzan luces que César atiende acompañado de un criado. Las luces se concretan en la caballería que espera al pie de la torre del homenaje, y el criado lanza una larga cuerda resultante de varias cuerdas unidas. No se percibe bien el alcance del final, pero las luces se mueven en acuciante demanda de que actúen.

– Yo bajaré primero, señor, y así podrá calcular la distancia.

Se pone en pie el criado sobre el alféizar y ayudado por César se hace con la cuerda con las dos manos y desciende con brazadas fuertes que le conducen hacia las luces. Pero la cuerda se termina y aún queda mucha distancia hasta el suelo. Grasica, caballero entre otros caballeros, le grita sin descender de la montura.

– ¡Salta! ¡No tenemos tiempo!

Vacila el criado, asustado por la distancia.

– ¡Salta! ¡Nos jugamos la vida de César!

Salta el criado y su cuerpo se rompe contra la tierra, donde queda convulso y sin posibilidad de levantarse. César no ha vacilado.

Está bajando y Grasica, arrodillado junto al criado lastimado, se pone en pie para disuadirle.

– ¡Vuelva atrás! ¡Hay demasiada distancia!

O no le oye o no le escucha César, que ya ha llegado hasta el extremo del cabo y calcula el salto que le espera hasta ganar el suelo.

Lo calcula pero no lo retiene.

Salta y cae mejor que el criado, pero también doloridamente, hasta el punto de que no puede levantarse. Entre Grasica y el caballero principal del comando lo suben a caballo, sangrante el rostro de César bajo la luz de la luna, inutilizado el brazo. Saluda a quien le ha ayudado.

– Conde de Benavente, ha cumplido su palabra.

– Corramos o dejaremos de tener palabra y vida.

Hay una última mirada para el criado yaciente, también el malherido los ve partir y ya son cabalgada lejana cuando hasta el criado llegan los centinelas, advertidos.

Uno de ellos va a degollarle.

– No lo hagas. Ése nos ha de contar muchas cosas.

César cabalga herido y obsesionado. Tan herido como obsesionado recorre las distancias y los tiempos que por tierra y mar le ponen en camino de Navarra. A su lado Grasica, preocupado guardián, que le muestra en el mapa el zigzag de la huida por el camino más largo: Medina del Campo, Santander, el barco que los llevará a la costa francesa en Bérnico, el largo camino hacia Navarra a través de las montañas, Pamplona, donde entra un César al borde del desmayo, que se consume sobre el lecho, al final de un pasillo de personas principales que apenas ve. No ha percibido casi el recibimiento huidizo de su cuñado, Juan de Albret, sus gestos de cortesía insuficiente, sus frases a medio terminar, no ha osado saludarle, abrazarle, merodeando en torno de la leyenda de César Borja el endemoniado, pero también fascinado, interrogando a Grasica.

– ¿Seguro que cuenta con dinero para levantar su causa?

– Le ha ayudado el conde de Benavente, le debe dinero su primo Luis Xii de Francia, ha de recuperar sus tierras en Italia. César puede ser la pieza clave en una lucha contra Fernando de Aragón y contra Castilla bajo la regencia de Cisneros.

Valorativo pero no convencido, Juan de Albret bate palmas por los pasillos para que se retiren las doncellas.

– ¡No os pongáis al alcance del Valentino, que preña con la mirada!

Y se revuelve severo hacia su mujer, que porta un ramo de plantas aromáticas y flores tempranas al enfermo.

– No te acerques a él. ¡Te lo prohíbo! Lleva el mal concupiscente en la cara. El mal francés.

César, recuperado, escribe cartas y en su imaginación ve cómo las leen anhelantes, solícitos Hipólito de Este, Lucrecia, Francesco de Gonzaga, Corella, Luis Xii, pero Grasica le va destruyendo las ilusiones.

– Luis Xii ha roto los pactos y no dejará que vengan a Pamplona su mujer y su hija. Lucrecia poco puede hacer. Cisneros, el regente de Castilla, ha puesto su cabeza a precio.

– ¿A buen precio?

– A buen precio.

– Y tú, cuñado, ¿qué me dices?

– Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero Navarra no es tierra segura. Fernando de Aragón reclama el reino y Luis Xii también.

Tengo el territorio semiocupado por las tropas de Beaumont, al servicio de Fernando de Aragón.

– Te ayudaré a vencer esa batalla y tú me ayudarás a llegar a Italia. Si consigo llegar a Italia, todos se echarán a temblar, para empezar, el papa. Juanito, tráeme el traje verde. Es el color que simboliza la esperanza. ¿Te gustan los colores de mis trajes, cuñado? ¿Y el diseño?

– El diseño me sorprende y los colores me asombran.

– Los sastres me hacen trajes diferentes porque yo soy diferente, y en cuanto a los colores, ¿te has planteado alguna vez que hay siete cielos y siete colores?

– Casi siempre vistes de negro o de violeta. También a veces de amarillo.

– El amarillo es el color del sol. Visto de negro porque quiero avisaros de que yo soy el claroscuro, yo soy mi espíritu y vivo en perfecto claroscuro. Pero el negro no debe asustaros. Noé liberó un cuervo negro cuando iba en el Arca. Pero ahora, el verde. La esperanza.

Grasica contempla las ilusiones de César con pesimismo, pero tampoco el Valentino parece demasiado entusiasmado y pasea por el palacio y los jardines en diálogo consigo mismo, sólo interrumpido por las noticias de Grasica.

– Ha muerto Remulins, César, y el papa ha expropiado todas las propiedades de los Borja que tenía guardadas en su palacio.

No ha sido la noticia más grave, pero tal vez la última que esperaba recibir César. Para excesiva, crispada atención a lo sucedido.

– ¿De qué propiedades se trata?

– De las que no pudo llevarse Corella cuando vació el Vaticano siguiendo sus órdenes. Aquí consta el inventario: joyas, alfombras de Oriente, tapicerías de Flandes, muebles, estatuas. Hasta doce grandes cajones y veinticuatro fardos. El notario ha sido minucioso.

– Doce grandes cajones. Veinticuatro fardos. Ha muerto Remulins. El fiel, taimado, inaccesible Remulins. De todo mi paisaje humano, ¿quién queda? Lucrecia.

Vannozza. Pero ni la una ni la otra son ya Borja. Me ayudan a distancia. ¿Me ayudarían de tenerme a su lado?

– ¿Por qué estas dudas?

– ¿Y si me marchara de viaje?

A África. A las Indias. Donde empezar de nuevo.

– Tu familia se ha convertido en un árbol que se extiende por todo el mundo conocido.

– Ya no siento como mía aquella finalidad que nos marcamos con mi padre. Estoy solo, Juanito. Solo para vivir y solo para morir.

Juan de Albret no camina, corre y llega a zancadas para darle un aviso, orden, súplica.

– Ahí viene el rey de Navarra, mi cuñado. Nunca sé si me pide algo, si me lo ordena, si me lo suplica.

– César, César, he decidido nombrarte capitán general de mis ejércitos. ¿Qué te parece?

– Un honor. Pero ¿dónde están tus ejércitos?

Se desalienta Juan de Albret.

– Perdona, César, no sé cómo lo propongo a un caudillo como tú que ha mandado a miles de hombres, que has conquistado ciudades.

– ¿De qué efectivos dispones?

– Mil soldados de caballería, doscientos arcabuceros, cinco mil infantes.

– ¿Qué hay que hacer?

– Beaumont se ha refugiado en el castillo de Viana. Habría que desalojarlo. Él en Viana y yo en Pamplona. Nadie me tomará en serio hasta que no lo desaloje.

El castillo de Viana ocupa el horizonte de César. Va vestido de combate, de negro básico entre el brillo de los herrajes, en vela alerta, nerviosa mientras a su alrededor el Estado Mayor duerme.

Avanza bajo el primer amanecer contemplando la fortaleza lejana.

– ¿Eres mi principio o eres mi fin?

Se desalienta. Expulsa el aire amargo que lleva en el pecho y observa el avance de una descuidada patrulla enemiga, lentamente, con lejanía suficiente como para ocultarse o pedir ayuda a sus soldados.

Cuenta con los labios uno a uno a los componentes del cuerpo de ejército. Veinte. Pero va hacia el caballo, sube a él, contempla a los dormidos.

– "Adeu, pare meu. Adeu, memória. Adeu, desigs"

"Aut Caesar aut nihil!" Tiende la espada hacia adelante y se lanza al galope hacia la patrulla de los Beaumont, que contempla sorprendida la extraña carga del caballero solitario.

– ¿Quién es ese loco?

No les da tiempo a responderse.

Ya tienen encima al atacante, su espada, su grito.

– "Aut Caesar aut nihil!" Una espada contra siete y trece lanzas, dentelladas en los cuerpos, y de pronto una lanzada atraviesa a César de costado a costado. Cae al suelo rodeado de caballos, espadas y piernas y aún le quedan ojos para esperar la muerte cara al cielo.

– ¿Quién será?

– Parece un caballero principal.

– Quítale la espada y la armadura y llevémoslo al jefe. Hay que demostrarle que hemos tenido buena caza.

Desnudan a César completamente y dejan el cuerpo junto a un peñasco. Aún se le mueven los párpados y los labios cuando se alejan los soldados, pero ya está muerto cuando llega Juanito Grasica con sus ayudantes. Hay lágrimas totales en el rostro del lugarteniente.

– César, ¿por qué no has querido que te ayudáramos? ¿Por qué has querido morir solo?

El rey de Navarra también ha llegado junto al cadáver. Sus ojos recorren todas las heridas.

– Veintitrés, veintitrés agujeros han sido necesarios para que huyera tanta vida.

Se quita la capa, la lanza al vuelo y cubre el cuerpo desnudo.


Lucrecia se pasa las manos por el vientre hinchado y se deja peinar por su doncella.

– Todo el mundo comenta lo feliz que está el señor duque por el próximo nacimiento de un heredero.

Nada contesta Lucrecia y contempla los cielos más allá de los cristales velados.

– Después de tantos nacimientos desgraciados, hora es que Dios Nuestro Señor se apiade de la casa de Este y le conceda el espe rado heredero. ¿Sabe ya la señora qué nombre va a ponerle?

– Todos los niños que se me han muerto iban a llamarse Ercole, como su abuelo. Si es una niña…

mejor que no sea una niña.

– Bien dicho, señora, que es mucho padecer ser mujer, por muy principal que sea.

– Se acerca Strozzi.

– ¿Cómo lo sabe?

Para el oído Lucrecia, ahora sonriente, y se percibe el repicar de la muleta de Ercole Strozzi acercándose a la puerta de la cámara. Sigue siendo sonrisa lo que Lucrecia opone a la confirmación de Strozzi en el dintel, pero la sonrisa se disuelve ante la comprobación de la palidez de Ercole, las facciones rígidas y los ojos aviesos de confidencias rugentes y secretas.

– Vete. Ya terminaremos luego.

– Pero el cabello ahora está húmedo.

– Vete.

Se marcha la doncella y Ercole Strozzi se acerca a Lucrecia sin contestar las interrogaciones de su mirada. Pasa una de sus manos por los cabellos a medio peinar.

– Hay malas noticias, Lucrecia.

– ¿Qué pasa?

– No te las quiero dar yo. Con tu permiso.

Vuelve a la puerta y con un gesto propicia que Juanito Grasica entre, cohibido, triste, fatigado, reverente ante Lucrecia.

Y el instalado silencio entre los tres ya es el mensaje porque Lucrecia pregunta o afirma:

– Ha muerto César.

El silencio sorprendido vuelve a ser suficiente noticia. No pregunta la mujer ni cómo, ni dónde y el cuándo le parece instalado en el centro de su pecho. Ahora. Ahora ha muerto su querido, su odiado hermano César. Lucrecia se levanta y se dirige a Strozzi.

– Organízale ceremonias fúnebres como si fuera un príncipe,


como si hubiera sido el príncipe más grande de la Tierra.

Va a retirarse, pero la retiene el reclamo de Grasica.

– ¿No quiere saber cómo ha sido?

– ¿Cómo ha sido?

– Se lanzó él solo contra veinte hombres, ante las murallas del castillo de Viana.

– O César o nada.

Ha sido una reflexión, no un comentario. No espera respuesta.

De repente parece no ver a quienes la ven y marcha Lucrecia a la estancia de al lado y nada más cerrar la puerta explotan sus sollozos, que llegan a los dos hombres, inmovilizados. Strozzi reprime el impulso de acudir en dirección al llanto.

– He corrido como nunca. He acordado con el rey de Navarra retener la noticia todo lo posible para ganar tiempo. He reventado caballos. Quería comentar con la señora lo sucedido antes de que los enemigos saquen provecho.

Pero Strozzi no le escucha y finalmente salva la distancia que le separa de los sollozos de Lucrecia.


Grasica aún no ha entendido la reacción de Lucrecia. Sigue sin entenderla cuando se la comenta a Maquiavelo.

– Luego salió de luto e hizo poner crespones en todo el ducado de Ferrara. Las campanas tocando a muerto. Pero nada me preguntó.

Nada quiso saber de los detalles.

Y me sorprende que no haya llegado hasta aquí la noticia precediéndome.

– Aquí estoy aislado y a la espera de la evolución política de Florencia. Escribo consejos que de momento nadie necesita. La muerte de César deja el campo libre para toda clase de apetitos y tal vez los sueños republicanos de Florencia sean sólo sueños. Esas estrellas que perseguía Leonardo.

– La muerte de César deja las manos libres al papa.

– Julio Ii ha puesto sitio a Bolonia. Eso sí lo sabía. Este papa es un militar, como César, y se ha puesto el nombre de Julio para que no quepa duda de que es la reencarnación de Julio César.

¿Un Borja se hizo llamar César?

¡Pues él, Julio! La teatralidad del poder. Los Borja fueron maestros en esa teatralidad, y en el futuro no habrá poder sin teatro.

¿Qué son las cortes reales o feudales? ¿Y los cortesanos? Actores de teatro. Julio Ii está haciendo la misma política que los Borja, porque sólo esa política era posible. Juanito, empiezo a entender el sentido de los tiempos.

– Pues si usted empieza, con lo sabio que es, ya me dirá a mí.

¿Qué sentido tienen los tiempos?

– Durante décadas hemos impulsado cambios fundamentales y todo parecía preparado para el gran cambio. Todos los síntomas conducían a un salto propiciado por la razón y el hombre como medida de todas las cosas. Así han prosperado artistas, humanistas, caudillos, y la realidad por fin era la realidad, esa realidad que tan bien conocen los que tocan directamente las cosas, los campesinos primitivamente y los comerciantes con inteligencia. Toda la modernidad viene de los filólogos y los comerciantes.

Los filólogos hemos tenido la referencia de la cultura clásica, pero los comerciantes han tenido que entender lo nuevo a través de su propia práctica. Los comerciantes y los banqueros están haciendo su mundo. ¿Qué papel ocupaba Dios en esta aventura, a pesar de que todo se hacía en nombre de Dios?

– Yo mismo. Todo lo hago en el nombre de Dios.

– A partir de ahora tratarán de frenar la audacia de los hombres para imponer la razón del sistema, un orden no justificado por la virtud del individuo genial, un orden en el nombre de Dios. En el futuro algo habrá que hacer para escapar de ese dominio. La liberalidad de estos tiempos ha sido excesivamente peligrosa. ¿Quién la controla? Juanito, a toda época de liberalidad le sigue otra de control.

– Señor Nicolás, se me escapa lo que dice, pero entiendo que éstos no hubieran sido buenos tiempos para el señor César. ¿Quiere que le recite el poema que han colocado sobre su tumba como epitafio?

No espera la respuesta de Maquiavelo y recita:

– "Aquí yace en poca tierra El que toda le temía, El que la paz y la guerra En la su mano tenía.

Oh, tú, que vas a buscar Cosas dignas de loar, Si tú loas lo más dino, Aquí pare tu camino; No cures de más andar."


– Es una hermosa poesía, ¿no es cierto?

Parecía no haberla escuchado Maquiavelo, pero comenta.

– ¿Por qué no consta como epitafio su lema: "O César o nada"?

– Yo lo propuse, pero el rey de Navarra dijo que era demasiado agresivo y tampoco era del agrado de los sacerdotes y obispos que oficiaron en la ceremonia. No era políticamente correcto. ¿Y Dios?, decían. ¿Qué papel le queda a Dios si sólo se puede elegir entre el hombre y la nada?

Se golpea Maquiavelo la cabeza con una mano y se lanza sobre Juanito para abrazarle.

– Ya puedes irte en paz porque acabas de darme una gran idea. He de reconciliarme con la Iglesia porque son tiempos de Inquisición y algún día volveremos a la Virtud. ¿Adónde te encaminas?

– No lo sé. Busco un señor para meterme en su tropa.

– Miquel de Corella anda buscando voluntarios para el ejército de Toscana.

Se boquiabre Juanito.

– ¿Corella está vivo?

– Estuvieron a punto de matarlo por matarife, pero los convencí de que era tan buen matarife que era preferible aprovechar su buen oficio. Cerca de San Gimignano le encontrarás con tropa acampada.

Ya se iba corriendo Juanito cuando repara en lo improcedente de su conducta.

– No sé cómo agradecerle su hospitalidad, señor Nicolás. Tenía razón César. Es usted uno de los pocos sabios que no parece tonto.

Dispensa Maquiavelo a Juanito de cualquier otra liturgia y se asoma a la ventana para verle platicar con la recelosa criada y emprender a continuación la marcha.

Los labios de Maquiavelo se mueven.

– En el futuro, los sabios sólo sobrevivirán si parecen tontos.

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