MUELLE DE CONTENEDORES DE BJØRVIKA
29 de Febrero de 2000
Harry aparcó a un lado de un barracón prefabricado Moelven, en el único lugar en pendiente que encontró en la zona casi totalmente plana del muelle de Bjørvika. Una repentina subida de la temperatura había derretido la nieve, el sol brillaba y, simplemente, hacía un día precioso. Fue caminando entre los contenedores apilados unos sobre otros como piezas de lego gigantes que, expuestas al sol, proyectaban grandes sombras recortadas sobre el asfalto. Las letras y los signos escritos sobre ellos indicaban que procedían de tierras remotas como Taiwan, Buenos Aires y Ciudad del Cabo. Harry cerró los ojos, de pie al borde del muelle, y se imaginó en esos lugares mientras inspiraba la mezcla de agua salada, diesel y brea calentada por el sol. Justo cuando volvió a abrirlos, el barco danés entró en su campo de visión. Parecía un gran frigorífico. Un frigorífico que transportase a las mismas personas de un lado a otro, en un tránsito de absurdo pasatiempo.
Sabía que era demasiado tarde para encontrar el rastro del encuentro entre Hochner y Urías, ni siquiera era seguro que se hubiese producido en aquel muelle de contenedores. Podían haberse visto en Filipstad. Sin embargo, él había acudido allí con la esperanza de que el lugar le dijese algo, de que le diese el empujón que su fantasía necesitaba.
Le dio una patada a un neumático que sobresalía del borde del muelle. Tal vez debería haberse comprado un barco, para poder llevar de paseo en verano a su padre y a Søs.
Su padre necesitaba salir, aquel hombre tan sociable se había convertido en un ser solitario desde la muerte de su madre hacía ya ocho años. Y Søs no se desenvolvía bien sola, aunque resultase fácil olvidar que tenía síndrome de Down.
Un pájaro se zambulló entusiasmado entre dos contenedores. El herrerillo era capaz de volar a una velocidad de 2.8 kilómetros por hora. Se lo había dicho Ellen. El pato silvestre a 72. Los dos se las arreglaban más o menos igual de bien. No, Søs no era el problema. Su padre, en cambio, le preocupaba más.
Harry intentó concentrarse. Había escrito en el informe todo lo que Hochner le había dicho, palabra por palabra, pero ahora se esforzaba por rememorar su rostro, por ver si detectaba en su expresión qué era lo que no había dicho. ¿Qué aspecto tenía Urías? No fue mucho lo que Hochner alcanzó a decir, pero cuando uno se dispone a describir a alguien, comienza generalmente por lo más llamativo de su persona, por aquello que es distinto. Y lo primero que Hochner había dicho de Urías era que tenía los ojos azules. A menos que Hochner pensase que tener los ojos azules era algo extraordinario, aquello podría indicar que Urías no sufría ninguna minusvalía evidente y que no hablaba ni caminaba de un modo especial. Hablaba tanto alemán como inglés y había estado en algún lugar de Alemania llamado Sennheim. Harry siguió con la mirada el barco danés, que se deslizaba por la superficie rumbo a Drøbak. Era un tipo muy viajado. ¿Habría sido Urías marinero, quizás? Harry había mirado un atlas, incluso uno específicamente de Alemania, pero no había encontrado Sennheim. Tal vez Hochner se lo hubiese inventado. Al parecer no tenía importancia.
Hochner le había dicho que Urías sentía odio. De modo que tal vez fuese cierto lo que ellos habían supuesto, que la persona que buscaban tenía un motivo personal. Pero ¿qué era lo que odiaba?
El sol se perdió tras la isla de Hovedøya y la brisa del fiordo de Oslo no tardó en resultar gélida. Harry se envolvió mejor en el abrigo y empezó a caminar en dirección al coche. Y aquel medio millón de coronas…, ¿lo habría recibido Urías de quien lo contrató o se trataría de una carrera en solitario financiada con su propio dinero?
Sacó el móvil, un Nokia diminuto que no tenía más de dos semanas. Se había resistido durante mucho tiempo, pero Ellen terminó por convencerlo de que debía comprarse uno nuevo.
Harry marcó su número.
– Hola, Ellen, soy Harry. ¿Estás sola? De acuerdo. Verás, quiero que te concentres. Vamos a jugar un poco. ¿Estás lista?
Ya habían hecho aquello muchas veces. «El juego» consistía en que él le proporcionaba claves, ninguna información básica, ninguna indicación de dónde se había atascado él, tan sólo breves fragmentos de información de una a cinco palabras en orden aleatorio. Con el tiempo, habían desarrollado el método. La regla más importante era que debía haber un mínimo de cinco fragmentos, pero nunca más de diez. La idea se le había ocurrido a Harry, después de haberse apostado con Ellen una guardia nocturna cuando ella aseguró que era capaz de recordar la posición de las cartas de un castillo formado con una baraja después de haberlas estado observando durante tan sólo dos minutos, es decir, diez segundos por carta. Perdió tres noches de guardia hasta que se dio por vencido. Después, ella le desveló cuál era el método que utilizaba para recordar. No pensaba en las cartas como tales, sino que, de antemano, las había asociado a distintas personas o sucesos y, a medida que iban apareciendo las cartas, iba confeccionando una historia con sus asociaciones. Él había intentado utilizar en el trabajo su capacidad combinatoria. Y, en algunas ocasiones, el resultado había sido espectacular.
– Hombre, setenta años -dijo Harry despacio-. Noruego. Medio millón de coronas. Amargado. Ojos azules. Rifle Märklin. Habla alemán. Sin defectos físicos. Contrabando de armas en muelle de carga. Prácticas de tiro en Skien. Eso es todo.
Se sentó en el coche.
– ¿Nada? Lo suponía. En fin. Pensé que valía la pena intentarlo. Gracias de todos modos. Hasta luego.
Harry había llegado al cruce que había antes del edificio de Correos cuando, de repente, recordó algo más y volvió a llamar.
– ¿Ellen? Soy yo otra vez. Oye, se me había olvidado una cosa. ¿Estás ahí? Lleva cincuenta años sin tocar un arma. Lo repito. Lleva cincuenta años sin…, sí, ya lo sé, son más de cuatro palabras. ¿Nada? ¡Mierda!, ya se me ha pasado la salida que tenía que coger. Bueno, luego hablamos, Ellen.
Dejó el móvil en el asiento del acompañante y se concentró en la conducción. Acababa de salir de la rotonda cuando sonó el móvil.
– Aquí Harry. ¿Cómo? ¿Cómo se te ha podido ocurrir una cosa así? Vale, no te enfades, Ellen, de vez en cuando se me olvida que no sabes lo que sucede en tu propia pelota. En tu cerebro. Tu brillante, maravilloso y gran cerebro, Ellen. Y, sí, ahora que lo dices, es obvio. Gracias.
Colgó el auricular y recordó que aún le debía aquellas tres noches de guardia que perdió en la apuesta. Ahora que ya no estaba en el grupo de delitos violentos, tenía que encontrar otro modo de compensarla. Y durante unos tres segundos, estuvo intentando hallar ese otro modo.
CALLE IRISVEIEN
1 de Marzo de 2000
Se abrió la puerta y Harry se vio mirando un par de ojos azules en un rostro arrugado.
– Harry Hole, policía -se presentó-. Yo fui quien llamó esta mañana.
– Muy bien.
El anciano llevaba el cabello gris plateado peinado hacia atrás, tenía la frente amplia y despejada y una corbata bajo el batín. Even y Signe Juul, se leía en el buzón que había a la puerta de la casa adosada de color rojo, situada en una tranquila zona residencial del norte de la ciudad.
– Pase, señor Hole.
Tenía la voz firme y sosegada y había algo en su porte que hacía que el profesor Even Juul pareciese más joven de lo que era en realidad. Harry había hecho sus indagaciones y, entre otros datos, había averiguado que el catedrático de historia había participado en la Resistencia. Y, aunque Even Juul estaba jubilado, se le consideraba el máximo experto de Noruega en historia de la Ocupación y del partido Unión Nacional.
Harry se agachó para quitarse los zapatos. En la pared que tenía ante sí se veían viejas fotografías en blanco y negro que colgaban en pequeños marcos. Una de ellas mostraba a una joven vestida de enfermera y otra a un hombre también joven con una bata blanca.
Entraron en la casa, donde un canoso terrier airdale dejó de ladrar y, cumplidor, empezó a olisquear la entrepierna de Harry, antes de ir a tumbarse de nuevo junto a la butaca de Juul.
– He leído alguno de tus artículos sobre el fascismo y el nacionalsocialismo en el diario Dagsavisen.
– ¡Dios santo! ¿De modo que los publican? -preguntó Juul sonriendo.
– Pareces empeñado en ponernos sobre aviso del neonazismo de hoy.
– No pretendo poner sobre aviso a nadie, simplemente, intento señalar algunos paralelismos históricos. El historiador tiene la responsabilidad de desvelar, no de juzgar.
Juul encendió su pipa.
– Muchos creen que lo correcto y lo incorrecto son absolutos. Pero eso no es cierto, sino que van cambiando con el tiempo. El cometido de un historiador consiste, en primer lugar, en encontrar la verdad histórica, lo que dicen las fuentes, y exponerla de forma objetiva y sin pasión. Si los historiadores se aplicasen a juzgar la locura humana, nuestro trabajo terminaría siendo como encontrar fósiles: la huella de la gente bienpensante de cada época.
Una nube de humo azulado ascendió hacia el techo.
– Pero me figuro que no has venido hasta aquí para preguntarme sobre estas cosas, ¿verdad?
– Nos preguntábamos si podrías ayudarnos a encontrar a un hombre.
– Sí, algo me dijiste por teléfono. ¿Quién es ese hombre?
– No lo sabemos. Pero suponemos que tiene los ojos azules, es noruego y tiene más de setenta años. Y habla alemán.
– ¿Y?
– Eso es todo.
Juul se echó a reír.
– Pues sí, imagino que hay bastantes entre los que escoger.
– Sí. Hay ciento cincuenta y ocho mil hombres de más de setenta años en el país y calculo que unos cien mil tienen los ojos azules y hablan alemán.
Juul alzó una ceja. Harry respondió con una sonrisa bobalicona:
– Anuario de estadística. Suelo ojearlo, por entretenimiento.
– Pero ¿por qué creéis que podría ayudaros?
– Parece que este sujeto le ha dicho a otra persona que lleva más de cincuenta años sin tocar un arma. Y yo pensé, es decir, mi colega pensó, que más de cincuenta es más de cincuenta pero menos de sesenta.
– Lógico.
– Sí, es muy…, eh…, muy lógico. Así que supongamos que hace cincuenta y cinco años. Nos retrotraemos entonces a la Segunda Guerra Mundial. Nuestro hombre tiene veinte años y lleva un arma. Todos los noruegos que tenían licencia privada de armas tuvieron que entregárselas a los alemanes, de modo que ¿dónde estaba él entonces?
Harry mostró tres dedos:
– Pues, o bien está en la Resistencia, o ha huido a Inglaterra o se encuentra en el frente luchando con los alemanes. Y habla alemán mejor que inglés, de modo que…
– Que esa colega suya llegó a la conclusión de que debió de servir en el frente -remató Juul.
– Exacto.
Juul chupó su pipa.
– Muchos de los miembros de la Resistencia se vieron obligados a aprender alemán -observó-. Para poder infiltrarse, para las escuchas y demás. Y olvidas que los noruegos se incorporaron a las fuerzas policiales suecas.
– ¿De modo que la conclusión no se sostiene?
– Permíteme que piense un poco en voz alta -propuso Juul-. En torno a unos quince mil noruegos se presentaron como voluntarios para servir en el frente, pero sólo unos siete mil fueron admitidos y pudieron, pues, usar armas. Son muchos más de los que lograron llegar a Inglaterra para ofrecer sus servicios allí. Y, aunque hubo más noruegos en la Resistencia hacia el final de la guerra, tan sólo unos pocos tuvieron oportunidad de empuñar un arma. -Juul sonrió-. Supongamos de forma provisional que tenéis razón. Pero, como es natural, esos voluntarios no aparecen en la guía telefónica como antiguos soldados de las Waffen-SS. Sin embargo, sospecho que vosotros ya tenéis una idea de dónde buscar, ¿cierto?
Harry asintió.
– El archivo de traidores a la patria. Archivados por nombre con la información de los procesos judiciales. Los estuve revisando ayer; tenía la esperanza de que alguno de ellos hubiese muerto, de modo que tuviésemos que trabajar con una cantidad más o menos manejable. Pero me equivoqué.
– Sí, esos cabrones son bastante duros -rió Juul.
– Y por eso te llamamos a ti. Tú conoces el pasado de los soldados del frente alemán mejor que nadie. Quiero que me ayudes a averiguar cómo piensan esos hombres, qué es lo que los mueve.
– Gracias por confiar tanto en mí, Hole, pero yo soy historiador y no sé más que los demás sobre lo que mueve a los individuos. Como sabrás, estuve en la organización militar Milorg, lo que no me capacita precisamente para ponerme en el lugar de un voluntario del frente alemán.
– Pues yo creo que tú sabes bastante de todos modos, Juul.
– ¿Sí?
– Y creo que sabes a qué me refiero. He realizado una meticulosa expedición arqueológica antes de acudir a ti.
Juul volvió a chupar su pipa sin dejar de observar a Harry. En el silencio que se produjo, Harry se percató de que había alguien en la puerta de la sala de estar. Se volvió y vio a una mujer mayor. Observaba a Harry con mirada afable y serena.
– Estamos hablando, Signe -dijo Even Juul.
Ella asintió risueña, sin dejar de mirar a Harry, abrió la boca como para decir algo pero se detuvo cuando se cruzó con la mirada de Juul. Volvió a asentir, cerró la puerta sin hacer ruido y se marchó.
– ¿Así que lo sabes? -preguntó Juul.
– Sí. Ella era enfermera en el frente oriental, ¿verdad?
– En Leningrado. Desde 1942 hasta la retirada de las tropas en 1943 -confirmó dejando a un lado la pipa-. ¿Por qué persiguen a ese hombre?
– Si he de ser sincero, tampoco nosotros lo sabemos. Pero puede tratarse de un atentado.
– Ajá.
– Pero, dime: ¿qué debemos buscar? ¿A un hombre solitario? ¿A un hombre que sigue siendo un nazi convencido? ¿A un delincuente?
Juul negó con un gesto:
– La mayoría de los soldados que lucharon con los alemanes cumplieron sus sentencias y se reinsertaron después en la sociedad. Muchos de ellos se las arreglaron sorprendentemente bien, pese al sambenito de traidores a la patria. Lo que tal vez no sea tan extraño; suele suceder que son las personas con buenos recursos las que se posicionan en situaciones críticas, como la guerra.
– Es decir, que el hombre al que buscamos puede ser una de esas personas que ha triunfado en la vida.
– Por supuesto.
– Un miembro destacado de la sociedad.
– Bueno, creo que se les cerró la puerta a los puestos importantes de la economía y la política.
– Pero puede ser un empresario independiente, fundador de su propia empresa. En cualquier caso, alguien que haya ganado suficiente dinero como para comprar un arma por medio millón de coronas. ¿Quién podría ser su objetivo?
– ¿Tiene que estar necesariamente relacionado con su pasado como soldado del frente alemán?
– Algo me dice que es así.
– ¿Una venganza?
– ¿Tan descabellado te parece?
– No, desde luego que no. Muchos de esos soldados se ven a sí mismos como los auténticos patriotas de los tiempos de la guerra y consideran que ellos, según estaba el mundo en 1940, actuaron movidos por el bien de la nación. El hecho de que los sentenciáramos como traidores fue, según ellos, un error judicial.
– ¿Ah, sí?
Juul se rascó detrás de la oreja.
– A estas alturas, los jueces de aquellos procesos están en su mayoría muertos. Y otro tanto puede decirse de los políticos que posibilitaron los procesos. De modo que la hipótesis de la venganza no se sostiene.
Harry lanzó un suspiro.
– Tienes razón. En fin, lo único que intento es forjarme una idea a partir de las pocas piezas que tengo del rompecabezas.
Juul echó una rápida ojeada al reloj.
– Te prometo que pensaré sobre el asunto pero, sinceramente, no estoy seguro de poder ayudaros.
– Gracias de todos modos -dijo Harry levantándose. Pero entonces recordó un detalle y sacó un montón de folios que llevaba doblados en el bolsillo-. Por cierto, he traído una copia del informe del interrogatorio que le hice al testigo en Johannesburgo. ¿Podrías echarle un vistazo, por si hay algo que te parezca importante?
Juul dijo que sí, pero negó con la cabeza, como si quisiera decir que no.
Cuando Harry, ya en la entrada, hizo ademán de ponerse los zapatos, señaló la fotografía del joven de la bata blanca:
– ¿Eres tú?
– A mediados del siglo pasado, sí -respondió Juul con una sonrisa-. Fue tomada en Alemania, antes de la guerra. Yo iba a seguir los pasos de mi padre y de mi abuelo y empecé a estudiar medicina allí. Al estallar la guerra, volví a Noruega y, cuando me escondía de los alemanes en el bosque, llegaron a mis manos los primeros libros de historia. Después, ya era demasiado tarde: me había hecho adicto.
– ¿Así que abandonaste la medicina?
– Depende de cómo se mire. Yo quería hallar la explicación de cómo un ser humano, una ideología, era capaz de seducir a tanta gente. Y tal vez, por qué no, encontrar el remedio. -Con una sonrisa, añadió-: Yo era joven, muy, muy joven.
RESTAURANTE ANNEN ETAGE, HOTEL CONTINENTAL
1 de Marzo de 2000
– Es estupendo que hayamos podido vernos así -dijo Bernt Brandhaug alzando su copa. Los dos brindaron y Aud Hilde sonrió mirando al consejero de Asuntos Exteriores-. Y no sólo en el trabajo -añadió sosteniéndole la mirada hasta que ella bajó la vista. No era guapa, exactamente, tenía los rasgos demasiado grandes y estaba un tanto rellenita. Pero tenía un modo de ser atractivo y coqueto y estaba rellenita como lo está una joven.
La mujer lo había llamado aquella mañana desde la oficina de personal con un asunto que, decía, no sabían bien cómo tratar, pero antes de que hubiese tenido tiempo de explicarle nada más, él la había invitado a subir a su despacho.
Y en cuanto ella se presentó, él decidió que no tenía tiempo y que mejor sería que lo hablasen durante una cena después del trabajo.
– Algún tipo de beneficio complementario teníamos que tener los funcionarios, ¿no? -le dijo Brandhaug.
Ella pensó que probablemente se refería a la cena.
Hasta ahí, todo había ido bien. El maître les había dado la mesa de siempre y, por lo que pudo ver, no había nadie conocido en el local.
– Pues verás, se trataba de ese asunto tan extraño que se nos presentó ayer -dijo la joven, dejando que el maître le pusiera la servilleta en el regazo-. Recibimos la visita de un hombre de edad avanzada que asegura que le debemos dinero. Bueno, que se lo debe el Ministerio de Asuntos Exteriores. Casi dos millones de coronas, dijo, aludiendo a una carta que había enviado en 1970.
La joven alzó la vista al cielo y Brandhaug pensó que debería ponerse menos maquillaje.
– ¿Y no dijo en concepto de qué le debíamos ese dinero?
– Dijo que durante la guerra había sido marino. Tenía algo que ver con Nortraship, la marina mercante noruega, que le había retenido el sueldo.
– ¡Ah, sí! Creo que ya sé de qué se trata. ¿Dijo algo más?
– Que ya no podía seguir esperando. Que lo habíamos traicionado a él y a todos los que fueron marinos durante la guerra. Y que Dios nos juzgaría por nuestros pecados. No sé si es que había bebido o si estaba enfermo pero, en cualquier caso, tenía mal aspecto. Traía una carta firmada por el cónsul general noruego en Bombay, fechada en 1944, y donde, en nombre del Estado noruego, le garantizaba el pago retroactivo de una compensación por riesgo de guerra durante los cuatro años que trabajó en la marina mercante noruega. De no ser por esa carta, lo habríamos echado a la calle y no te habríamos molestado a ti con semejante nimiedad.
– Puedes acudir a mí cuando quieras, Aud Hilde -dijo al tiempo que, un tanto horrorizado, se preguntaba si sería ése el nombre de la joven-. Pobre hombre -dijo Brandhaug mientras le indicaba al camarero que les sirviese más vino-. Lo triste de este asunto es que, naturalmente, tiene razón. Nortraship se fundó para administrar la sección de la marina mercante noruega que no había sido requisada por los alemanes. Fue una organización con intereses tanto políticos como comerciales. Los británicos, por ejemplo, pagaron a Nortraship grandes sumas en concepto de compensación por riesgo de guerra por utilizar buques noruegos. Pero, en lugar de abonárselo a la tripulación, el dinero fue a parar directamente a las arcas del Estado y de las navieras. Estamos hablando de varios cientos de millones de coronas. Los marinos de guerra intentaron ir a juicio para recuperar su dinero, pero perdieron en el Supremo en 1954. Hasta 1972, el Parlamento no reconoció su derecho a esa compensación.
– Pues este hombre no ha recibido nada. Porque, según dijo, estaba en el mar de China cuando fue torpedeado por los japoneses, y no por los alemanes.
– ¿Te dijo su nombre?
– Konrad Asnes. Espera, te enseñaré la carta. Ha elaborado un cuadro de cuentas con los intereses y los intereses de los intereses…
La joven se inclinó para buscar en el bolso. La carne de los brazos le tembló un poco. «Esta chica debería hacer más ejercicio -se dijo Brandhaug-. Cuatro kilos menos y Aud Hilde sería exuberante en lugar de… gorda.»
– Déjalo -dijo Brandhaug-. No necesito verla. Nortraship depende del Ministerio de Comercio.
Ella le dirigió una mirada inquisitiva.
– El sujeto insistió en que nosotros le debemos ese dinero. Nos dio un plazo de catorce días.
Brandhaug rió de buena gana.
– ¿Conque sí, eh? ¿Y por qué tiene ahora tanta prisa, después de sesenta años de espera?
– Eso no lo dijo. Sólo que, si no pagábamos, nos atuviésemos a las consecuencias.
– ¡Por Dios bendito! -Brandhaug esperó hasta que el camarero los hubo servido, antes de inclinarse hacia ella-. Detesto atenerme a las consecuencias, ¿tú no?
Ella rió algo insegura.
Brandhaug alzó su copa.
– Ya, bueno, pero yo me pregunto qué vamos a hacer con este asunto -dijo la joven.
– Olvídalo -le aconsejó él-. Pero yo también tengo una duda, Aud Hilde.
– ¿Cuál?
– Me pregunto si has visto la habitación que tenemos a nuestra disposición en este hotel.
Aud Hilde volvió a reír y contestó que no, que no había estado allí nunca.
GIMNASIO SATS, ILA
2 de Marzo de 2000
Harry pedaleaba y no paraba de sudar. El local disponía de dieciocho bicicletas ergonómicas hipermodernas, todas ellas ocupadas por urbanitas, por lo general guapas, con la vista clavada en los aparatos de televisión que, con el volumen al mínimo, colgaban del techo. Harry miró a Elisa, del programa Supervivientes, que, haciendo mímica, le dijo que no soportaba a Poppe, otro de los participantes. Harry lo sabía. Daban una reposición del programa.
«That don't impress me muck!», se oía a gritos por los altavoces. «No, desde luego», pensó Harry, a quien no le gustaban ni la música chillona ni el sonido ahogado que surgía de algún lugar de sus pulmones. Podía entrenar gratis en el gimnasio de la Comisaría General, pero Ellen lo convenció de que empezase a ir al gimnasio SATS. Él se había dejado convencer, aunque cuando ella intentó que se apuntase a un curso de aeróbic, se negó. Moverse al ritmo del chinchinpum junto con un rebaño de personas que disfrutaban del chinchinpum, mientras un monitor de fingida sonrisa los animaba a esforzarse con eslóganes espirituales del tipo «no pam, tzo gavn», constituía para él una forma incomprensible de humillación voluntaria. La mayor ventaja de entrenar en SATS, según lo veía él, consistía en que allí podía hacer gimnasia y ver el programa Supervivientes al mismo tiempo, sin tener que ver además a Tom Waaler, que se pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el gimnasio de la comisaría. Harry echó una rápida ojeada a su alrededor para constatar que, también aquella tarde, él era el usuario de más edad. La mayoría de los clientes del gimnasio eran jovencitas con auriculares en los oídos que, de vez en cuando, miraban hacia donde él se encontraba. No para verlo a él, sino porque el cómico más famoso de Noruega ocupaba la bicicleta contigua, enfundado en una sudadera gris con capucha y sin una sola gota de sudor bajo el juvenil flequillo. Un mensaje iluminó la pantalla de control de velocidad de Harry: «You are training well».
«Pero me visto mal», sentenció Harry para sí al pensar en los desgastados pantalones de chándal que tenía que subirse constantemente porque el peso del móvil se los bajaba. Y sus zapatillas Adidas no eran ni lo bastante nuevas como para ser modernas ni lo bastante viejas como para resultar fashion. Su camiseta del grupo de rock Joy-Division, que en su día podía otorgar cierta credibilidad, era hoy claro indicio de que no tenía ni idea de lo que sucedía en el frente musical desde hacía años. Pero Harry no se sintió totalmente fuera de lugar hasta que su móvil empezó a sonar y diecisiete miradas displicentes, incluida la del cómico, se clavaron en él. Sacó la pequeña máquina diabólica de la cinturilla del pantalón y contestó:
– Aquí Hole.
«Okay, so you're a rocket scientist, that don't impress…»
– Hola, soy Juul. ¿Llamo en mal momento?
– No, no. Sólo es música…
– Pues parece que respiras como una foca. Llámame cuando te venga bien.
– Ahora me viene bien. Es que estoy en el gimnasio.
– Ah, bueno. Tengo buenas noticias. He leído tu informe de Johannesburgo. ¿Por qué no me dijiste que el individuo había estado en Sennheim?
– ¿Urías? ¡Ah! ¿Eso es importante? Ni siquiera estaba seguro de haber anotado bien el nombre. Además, miré en un atlas de Alemania y no encontré Sennheim por ninguna parte.
– Mi respuesta es sí, es importante. Si dudabas de si el hombre que estáis buscando fue o no soldado en el frente alemán, ya puedes dejar de dudar. Es seguro al cien por cien. Sennheim es un pueblecito y los únicos noruegos, que yo sepa, que han estado allí son los que se encontraban en Alemania durante la guerra. En un campamento de instrucción antes de partir al frente oriental. La razón de que no encontrases Sennheim en el atlas alemán es que no está en Alemania, sino en Alsacia, Francia.
– Pero…
– A lo largo de la historia, Alsacia ha pertenecido a Francia y a Alemania, por eso allí hablan alemán. Que nuestro hombre estuviera en Sennheim reduce drásticamente el número de posibilidades, pues sólo se entrenaron allí soldados de la división Nordland y de la división Norge. Y, lo que es mejor aún, puedo darte el nombre de una persona que estuvo en Sennheim y que no tendrá inconveniente en colaborar.
– ¿Ajá?
– Un soldado de la división Nordland. Se presentó voluntario en el movimiento de la Resistencia en 1944.
– ¡Increíble!
– Creció en una granja bastante aislada, con sus padres y hermanos mayores, todos ellos miembros fanáticos de Unión Nacional, y lo presionaron para que se presentase voluntario para servir en el frente. Nunca fue un nazi convencido y, en 1943, desertó en Leningrado. Fue prisionero de los rusos un tiempo y también luchó en su bando, antes de lograr huir y volver a Noruega a través de Suecia.
– ¿Y se fían de un antiguo soldado del frente alemán?
Juul se rió.
– Desde luego.
– ¿De qué te ríes?
– Es una larga historia.
– Tengo tiempo.
– Le ordenamos que liquidara a un miembro de su propia familia. -Harry dejó de pedalear. Juul carraspeó-: Cuando lo encontramos en Nordmarka, al norte de Ullevålseter, al principio no creímos su historia; pensamos que era un infiltrado y estábamos decididos a fusilarlo. Pero teníamos contactos en el archivo de la policía de Oslo, que nos permitieron comprobar la veracidad de su historia y resultó que, en efecto, constaba allí como desaparecido del frente y sospechoso de deserción. Los datos familiares eran correctos y, además, tenía documentación que acreditaba que era quien decía ser. Sin embargo, y pese a todo, aquello podía ser un montaje de los alemanes, de modo que decidimos ponerlo a prueba.
Juul hizo una pausa.
– ¿Y bien? -preguntó Harry.
– Lo escondimos en una cabaña donde estaría aislado tanto de nosotros como de los alemanes. Alguien propuso que le diésemos órdenes de liquidar a uno de sus hermanos, activista de Unión Nacional. Principalmente, para ver cómo reaccionaba. Cuando recibió la orden, no dijo una palabra; al día siguiente, cuando fuimos a la cabaña, había desaparecido. Estábamos convencidos de que se había echado atrás pero, dos días después, volvió a aparecer. Dijo que se había dado una vuelta por la granja familiar de Gudbrandsdalen. Y, pocos días más tarde, recibimos el informe de los nuestros. A uno de los hermanos, lo encontraron en el establo. Al otro, en el granero. A los padres, en la casa.
– ¡Por Dios! -exclamó Harry-. Debía de estar perturbado.
– Cierto. Todos lo estábamos. Era la guerra. Por lo demás, jamás hablamos de ello, ni entonces ni después. Y creo que tú tampoco deberías…
– Por supuesto que no. ¿Dónde vive?
– Aquí, en Oslo. En Holmenkollen, creo.
– ¿Y se llama?
– Fauke. Sindre Fauke.
– Estupendo. Me pondré en contacto con él. Gracias, Juul.
En la pantalla del televisor, Poppe protagonizaba un lacrimógeno saludo a su familia, en un primer plano exagerado. Harry se colgó el móvil de la cintura del pantalón, volvió a subírselo y se encaminó a la sala de pesas.
«… whatever, that don't impress me much…»
HOUSE OF SINGLES, CALLE HEGDEHAUGSVEIEN
2 de Marzo de 2000
– Lana de calidad superior -dijo la dependienta mientras sostenía la chaqueta para que la viese el anciano-. La mejor. Ligera y resistente.
– Es para un solo uso -dijo el anciano con una sonrisa.
– ¡Ah! -respondió la joven algo desconcertada-. En ese caso, tenemos algunas más baratas…
– Ésta está bien -la interrumpió él mirándose en el espejo.
– Corte clásico -le aseguró la dependienta-. El más clásico que tenemos.
La chica miró asustada al anciano al verlo retorcerse de dolor.
– ¿Se encuentra mal? ¿Quiere que vaya…?
– No, no. No ha sido más que una punzada de dolor. Ya se me pasa -dijo el hombre recobrando la compostura-. ¿Cuánto tardarán en subirle el bajo a los pantalones?
– El miércoles de la semana que viene. A menos que sea urgente. Quizá los necesite para una ocasión especial…
– Así es. Pero el miércoles me va bien.
Le pagó el traje con billetes de cien y, mientras los contaba, la joven le aseguró:
– Desde luego, se lleva usted un traje que le durará toda la vida.
La risa que provocó el comentario siguió resonando en los oídos de la joven mucho después de que el anciano se hubiese marchado.
HOLMENKOLLÅSEN
3 de Marzo de 2000
En la calle Holmenkollveien de Besserud, Harry encontró el número que buscaba y que correspondía a una gran casa pintada de marrón que surgía a la sombra de unos abetos gigantescos. Un camino de grava conducía hasta la casa y Harry lo siguió con el coche hasta llegar a la explanada, donde dio la vuelta completa con el fin de aparcar cuesta abajo para salir pero, cuando redujo a primera, el coche empezó a toser bruscamente y dejó de respirar. Harry lanzó una maldición e hizo girar la llave de encendido, pero el motor sólo respondió con un quejido.
Salió del coche y se encaminó a la casa cuando una mujer salía por la puerta. Al parecer, no lo había oído llegar y, al verlo, se detuvo en la escalinata con una sonrisa inquisitiva.
– Buenos días -dijo Harry señalando el coche-. No está del todo sano. Necesita… medicina.
– ¿Medicina? -preguntó la mujer con voz cálida y profunda.
– Sí, me temo que ha pillado esa gripe que hay ahora.
La mujer sonrió aún más. Tendría unos treinta años y llevaba un abrigo negro sencillo y elegante de esos que, según Harry intuyó, eran muy caros.
– Iba a salir -dijo la mujer-. ¿Venías aquí?
– Eso creo. ¿Vive aquí Sindre Fauke?
– Casi -respondió ella-. Pero llegas con varios meses de retraso. Mi padre se ha trasladado a vivir a la ciudad.
Harry se había acercado ya lo suficiente como para comprobar que era guapa. Y había algo en su modo relajado de expresarse, en su forma de mirarlo a los ojos, que le indicaba que era, además, una persona segura de sí misma. Una mujer profesionalmente activa, adivinó. Algún trabajo que exija un cerebro frío y racional. En el mundo inmobiliario, como subdirectora de banco, en la política o algo por el estilo. En cualquier caso, con buena posición económica, de eso estaba bastante seguro. No sólo por el abrigo y por las proporciones colosales de la casa de la que acababa de salir, sino por su porte y por sus pómulos salientes y aristocráticos. Bajó los peldaños colocando los pies uno tras otro, como si estuviese haciendo equilibrio sobre una cuerda, con ligereza. «Clases de ballet», pensó Harry.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
La pronunciación de las consonantes era definida, el tono de su voz, con énfasis en la primera persona, era tan marcado que parecía teatral.
– Soy de la policía -dijo él al tiempo que buscaba en sus bolsillos la identificación.
Pero ella le hizo una seña, acompañada de una sonrisa, indicándole que no era necesario.
– Me gustaría hablar con tu padre.
Harry notó irritado que empezaba a hablar con más solemnidad de la que solía.
– ¿Por qué?
– Estamos buscando a alguien y espero que tu padre pueda ayudarnos a encontrarlo.
– ¿A quién buscan?
– Me temo que ése es un dato que no puedo revelar.
– De acuerdo -asintió la joven, como si lo hubiese estado sometiendo a una prueba que Harry pareció superar.
– Pero, por lo que me has dicho, ya no vive aquí… -dijo Harry haciéndose sombra con la mano.
Las manos de la mujer eran delicadas. «Clases de piano», pensó Harry. Y tenía arrugas en torno a los ojos, así que tal vez tuviese más de treinta, después de todo.
– Pues no, ya no vive aquí -confirmó la mujer-. Se ha mudado a Majorstuen; la dirección es calle Vibe 18. Si no lo encuentras allí, búscalo en la biblioteca de la universidad.
La biblioteca de la universidad. Pronunció aquellas palabras con total claridad, sin omitir una sola sílaba.
– Calle Vibe número 18. Entiendo.
– Muy bien.
– Sí.
Harry asintió y siguió asintiendo, como uno de esos perros que los conductores llevan en la bandeja del coche. Ella sonreía con los labios apretados y alzó las cejas como para indicar que eso era todo, que la reunión había terminado puesto que no había más preguntas.
– Entiendo -repitió Harry.
La mujer tenía las cejas oscuras y totalmente simétricas. «Depiladas, seguro -se dijo Harry-. Depiladas, aunque no se note.»
– Tengo que irme ya -dijo la mujer-. Voy a perder el tranvía…
– Entiendo -dijo Harry por tercera vez, sin hacer amago de marcharse.
– Espero que lo encuentren. A mí padre, quiero decir.
– Seguro que sí.
– Buenos días.
La mujer echó a andar. La gravilla crujía bajo sus tacones.
– Verás, tengo un pequeño problema… -explicó Harry.
– Muchas gracias -dijo Harry.
– No hay de qué -contestó ella-. ¿Seguro que no es demasiado rodeo para ti?
– Desde luego que no. Como te dije, yo también iba en esa dirección -aseguró Harry mirando preocupado los finos y sin duda carísimos guantes de piel que se habían ensuciado con el barro de la parte trasera del Escort.
– La cuestión es si este coche aguantará hasta allí -le advirtió Harry.
– Sí, parece haber pasado muchas penalidades -convino ella, señalando el agujero que había bajo el salpicadero, donde un montón de cables de color rojo y amarillo sobresalía del lugar en que tendría que haber estado la radio.
– Me robaron -explicó Harry-. Por eso tampoco puedo cerrar la puerta, porque también dañaron la cerradura.
– ¿Así que ahora puede entrar cualquiera?
– Pues sí, es lo que ocurre cuando ya se es lo bastante viejo.
Ella rió.
– ¿Ah, sí?
Volvió a observarla fugazmente. Tal vez fuese una de esas mujeres cuyo aspecto no cambia con la edad, de las que aparentan treinta desde los veinte hasta los cincuenta. Le gustaba su perfil, la delicadeza de sus líneas. Su piel tenía un tono cálido y natural en lugar de ese moreno sin brillo que las mujeres de su edad solían adquirir en el solarium en el mes de febrero. Se había desabotonado el abrigo, de modo que ahora podía ver su cuello, largo y delgado. Miró sus manos, que reposaban en su regazo.
– Está en rojo -le advirtió ella con calma.
Harry dio un frenazo.
– Lo siento -se disculpó.
¿Qué estaba haciendo? ¿Mirarle las manos para ver si llevaba alianza? ¡Por Dios santo!
Miró a su alrededor y, de repente, se dio cuenta de dónde estaban.
– ¿Algún problema? -preguntó ella.
– No, qué va -respondió Harry. El semáforo cambió a verde y pisó el acelerador-. Es sólo que no tengo muy buenos recuerdos de este lugar.
– Yo tampoco -aseguró la mujer-. Hace unos años pasé por aquí en tren justo después de que un coche de la policía, que atravesó las vías del ferrocarril, se estrellase contra aquel muro de allí -dijo señalando el lugar-. Fue horrible. Uno de los agentes seguía colgado del poste de la valla, como un crucificado. Pasé varias noches sin poder conciliar el sueño, después de aquello. Decían que el policía que iba al volante estaba borracho.
– ¿Quién dijo tal cosa?
– Un compañero de estudios. De la Escuela Superior de Policía.
Pasaron la estación de Frøen. La de Vindern ya había quedado atrás; muy atrás, pensó Harry.
– ¿Así que estudiaste en la Escuela Superior de Policía? -le preguntó.
– ¡No! ¿Estás loco? -volvió a reír la mujer. A Harry le gustaba su risa-. Estudié derecho en la universidad.
– Yo también -afirmó Harry-. ¿Cuándo?
«Qué astuto eres, Hole», se felicitó.
– Terminé en el noventa y dos.
Harry sumaba y restaba años… Es decir, por lo menos, treinta.
– ¿Y tú?
– En el noventa -contestó Harry.
– Entonces, recordarás el concierto de Raga Rockers en el festival Justivalen del ochenta y ocho, ¿no?
– Por supuesto. Estuve allí. En los jardines.
– ¡Yo también! ¿No fue fantástico? -dijo ella con una mirada de entusiasmo.
«¿Dónde? -se preguntó Harry-. ¿Dónde estabas?»
– Sí, estuvo bien.
Harry no recordaba gran cosa del concierto, pero de repente se acordó de todas aquellas niñas bien tan simpáticas que solían aparecer cada vez que tocaba Raga.
– Pero, si tú y yo estudiamos más o menos al mismo tiempo, seguro que tenemos amigos comunes, ¿no?
– Lo dudo. Yo era policía entonces y no solía andar mucho en el ambiente estudiantil.
Atravesaron en silencio la calle Industrigata.
– Puedes dejarme aquí -dijo ella.
– ¿Es aquí a donde vas?
– Sí, aquí está bien.
Giró para acercarse a la acera y ella se volvió hacia él. Un fino mechón de su cabello le caía sobre el rostro. Su mirada era dulce y valiente a un tiempo. Ojos castaños. De repente, de la forma más inesperada, se le ocurrió una idea descabellada: quería besarla.
– Gracias -dijo ella con una sonrisa.
Tiró de la manivela para abrir la puerta. Pero no pasó nada.
– Lo siento -se disculpó Harry inclinándose hacia ella e inspirando su aroma-. La cerradura…
Le dio a la puerta un buen empujón hasta que se abrió. Se sintió como si hubiese bebido.
– Bueno, puede que nos veamos otra vez -dijo ella.
– Sí, puede.
Sintió deseos de preguntarle adónde iba, dónde trabajaba, si le gustaba su trabajo, qué otras cosas le gustaban, si tenía novio, si querría ir a un concierto aunque no fuese de Raga. Pero, por suerte, era demasiado tarde: ella ya dirigía sus pasos de bailarina por la acera de Sporveisgata.
Harry suspiró. Hacía media hora que la había conocido y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tal vez se hubiese adelantado a la crisis de los cincuenta.
Miró el espejo retrovisor e hizo un giro totalmente contrario al reglamento. La calle Vibe estaba allí al lado.
CALLE VIBE, MAJORSTUA
3 de Marzo de 2000
Cuando Harry llegó jadeante a la cuarta planta, un hombre lo esperaba en el umbral de la puerta con una amplia sonrisa.
– Siento que haya tantos escalones -dijo al tiempo que le estrechaba la mano y se presentaba-. Sindre Fauke.
Sus ojos conservaban la juventud, pero el rostro parecía haber sufrido dos guerras mundiales. Como mínimo. Tenía peinado hacia atrás lo que quedaba de su cabello cano y, bajo el jersey de montaña, llevaba una camisa roja de leñador. Su apretón de manos fue firme y acogedor.
– Acabo de preparar café -le dijo-. Y ya sé lo que quieres.
Entraron en la sala de estar, que estaba decorada como un lugar de trabajo, con un escritorio en el que había un ordenador. Los papeles se apilaban por todas partes y los libros y periódicos se amontonaban cubriendo las mesas y el suelo, a lo largo de las paredes.
– Aún no he terminado de ordenar esto -le explicó a Harry al tiempo que le despejaba un sitio en el sofá.
Harry miró a su alrededor. No había ningún cuadro, tan sólo un almanaque de los supermercados RIMI, con fotografías de Nordmarka.
– Estoy trabajando en un proyecto bastante importante del que, espero, saldrá un libro. Una historia de la guerra.
– ¿No hay nadie que haya escrito ya ese libro?
Fauke rió de buena gana.
– Sí, puede decirse que sí. Aunque aún no lo han hecho como es debido. Y éste, en concreto, trata de mi guerra.
– Ah, muy bien. ¿Por qué lo haces?
Fauke se encogió de hombros.
– Aun a riesgo de sonar pretencioso, te diré que quienes estuvimos allí, tenemos la responsabilidad de transmitir nuestras experiencias a la posteridad antes de dejar este mundo. O al menos, así lo veo yo.
Fauke se fue a la cocina y le gritó desde allí:
– Even Juul me llamó y me avisó de que recibiría una visita. El Centro Nacional de Inteligencia, si no recuerdo mal.
– Sí. Pero Juul me dijo que vivías en Holmenkollen.
– Even y yo no tenemos demasiado contacto y, como el traslado es sólo temporal, hasta que termine el libro, he mantenido el número de teléfono.
– En fin. Fui a la otra casa y allí conocí a tu hija. Ella me dio esta dirección.
– ¿De modo que estaba en casa? Bueno, tendrá algunos días libres.
«¿En qué trabajo los ha pedido?», estuvo a punto de preguntar Harry cuando cayó en la cuenta de que sonaría un tanto extraño.
Fauke volvió con una gran cafetera humeante y un par de tazas.
– ¿Solo? -preguntó mientras colocaba las tazas sobre la mesa.
– Sí, gracias.
– Mejor, porque no hay otra posibilidad -dijo el hombre riendo de tal modo que estuvo a punto de derramar el café mientras lo servía.
A Harry le resultaba sorprendente lo poco que Fauke se parecía a su hija. No tenía ni sus modales exquisitos al hablar o al comportarse ni tampoco ninguno de sus rasgos y sus tonos oscuros. Tan sólo se parecían en la frente. Amplia y despejada, con una gruesa vena roja que la atravesaba de un lado a otro.
– Tienes una casa muy grande -comentó.
– Bueno, un montón de mantenimiento y de trabajo para quitar la nieve -respondió Fauke antes de dar un sorbo a su café y chasquear la lengua satisfecho-. Oscura y triste, y lejos de todo. No soporto Holmenkollåsen. Además, allí sólo vive gente esnob. No es para un campesino como yo.
– ¿Y por qué no la vendes?
– Porque a mi hija le gusta. Ella se ha criado allí. Pero tú querías hablar de Sennheim, ¿no?
– ¿Tu hija vive allí sola?
Harry tenía que haberse mordido la lengua. Fauke tomó otro sorbo de café, lo mantuvo en la boca largo rato.
– Vive con un chico. Oleg.
Su mirada se tornó de pronto ausente y había dejado de sonreír.
Harry sacó rápidamente un par de conclusiones. Demasiado rápido quizá, pero, o mucho se equivocaba, o el tal Oleg era una de las razones de que Sindre Fauke viviese ahora en Majorstua. En cualquier caso, ya se había enterado, aquella mujer tenía pareja y, por tanto, no debía pensar más en ella. En realidad, tanto mejor.
– Lo cierto es, Fauke, que no puedo darte muchos detalles. Como comprenderás, estamos trabajando…
– Lo comprendo.
– Bien. Me gustaría que me hablases de los noruegos que estuvieron en Sennheim.
– ¡Uf! Eramos muchos, ¿sabes?
– Ya, bueno, de los que aún viven.
Fauke sonrió.
– No quisiera sonar macabro, pero eso facilita mucho las cosas. En el frente oriental, caíamos como moscas. Por término medio, al año moría un sesenta por ciento de mi pelotón.
– ¡Caramba! El mismo porcentaje de mortalidad que el acentor común…
– ¿Cómo?
– Lo siento. Continúa, por favor.
Algo abochornado, Harry clavó la mirada en el fondo de su taza.
– La cuestión es que la curva de aprendizaje en la guerra es muy pronunciada -explicó Fauke-. Si sobrevives los seis primeros meses, tus posibilidades de supervivencia se multiplican. No pisas las minas, mantienes la cabeza baja en la trinchera, te despiertas cuando oyes que alguien carga un rifle Mosin-Nagant. Y sabes que no hay lugar para héroes y que el miedo es tu mejor amigo. Después de seis meses, quedamos un pequeño grupo de noruegos supervivientes, y comprendimos que cabía la posibilidad de que sobreviviéramos a la guerra. Y la mayoría de nosotros estuvimos en Sennheim. A medida que avanzaba la guerra, iban trasladando el campo de prácticas hacia el interior de Alemania. O los voluntarios llegaban directamente de Noruega. Y aquellos que llegaban sin ningún tipo de entrenamiento…
Fauke meneó la cabeza.
– ¿Morían? -preguntó Harry.
– Ni siquiera teníamos fuerzas para aprendernos sus nombres cuando llegaban. ¿Para qué? Resulta difícil de entender, pero hasta 1944, llegaron voluntarios en tropel al frente oriental, es decir, mucho después de que los que estábamos allí hubiésemos comprendido ya cómo iba a terminar aquello. Creían que iban a salvar Noruega, pobrecillos.
– Si no lo he malinterpretado, tú ya no estabas allí en 1944, ¿no es cierto?
– Exacto. Deserté. La noche de Fin de Año de 1943. Cometí traición dos veces -declaró Fauke con una sonrisa-. Y, en ambas ocasiones, fui a parar al bando equivocado.
– Creo que luchaste con los rusos, ¿no?
– Bueno, en cierto modo. Fui prisionero de guerra. Nos moríamos de hambre. Una mañana, vinieron a preguntarnos, en alemán, si alguno de nosotros sabía algo de comunicaciones. Yo tenía alguna noción, así que levanté la mano. Resultó que todos sus técnicos de comunicaciones habían caído. ¡Todos y cada uno! Al día siguiente, ya estaba a cargo de las telecomunicaciones del campamento mientras que, a marchas forzadas, perseguíamos a mis antiguos compañeros en dirección a Estonia. Fue en Narva… -Fauke alzó su taza, que sostenía con ambas manos-. Yo estaba en una colina y desde allí vi a los rusos atacar un puesto de ametralladoras alemanas. Los alemanes simplemente los arrasaron. Ciento veinte hombres y cuatro caballos yacían amontonados ante ellos cuando, al final, la ametralladora se recalentó. Los rusos los mataban con bayonetas para ahorrar munición. Desde que comenzó el ataque hasta que terminó, transcurrió media hora, como máximo. Ciento veinte muertos. Y así hasta el siguiente puesto, donde se seguía el mismo procedimiento.
Harry vio cómo movía la taza levemente.
– Pensé que iba a morir. Y por una causa en la que no creía. Yo no creía ni en Stalin ni en Hitler.
– ¿Y por qué te marchaste al frente oriental si no creías en aquella causa?
– Tenía dieciocho años. Había crecido en una granja al norte del valle de Gudbrandsdalen, donde prácticamente no veíamos a nadie, salvo a los vecinos más próximos. No leíamos los periódicos ni teníamos libros: yo no sabía nada. Lo único que sabía de política era lo que me decía mi padre. Eramos los únicos que quedábamos en Noruega de nuestra familia; los demás habían emigrado a Estados Unidos en los años veinte. Mis padres y los vecinos de los alrededores eran fieles partidarios de Quisling y miembros del partido Unión Nacional. Yo tenía dos hermanos mayores a los que admiraba en todo. Ellos pertenecían a Hirden, el brazo militar del partido, y su misión era reclutar jóvenes para el partido aquí en Noruega, si no se habían presentado ellos mismos como voluntarios para el frente. Por lo menos, eso es lo que me contaron. Y yo no supe, hasta mucho después, que los jóvenes a los que reclutaban eran delatores. Pero entonces ya era demasiado tarde y yo ya iba camino del frente.
– ¿De modo que cambiaste de opinión en el campo de batalla?
– Yo no diría que cambié. La mayoría de nosotros, los voluntarios, pensábamos más en Noruega que en la política. El momento crucial para mí fue cuando sentí que estaba combatiendo en la guerra de otro país. En realidad, fue así de sencillo. Y, visto así, no era mucho mejor estar en el bando ruso. En junio de 1944, estaba en un servicio de descarga en el puerto de Tallin, y allí me las arreglé para subir a bordo de un barco de la Cruz Roja sueca. Me oculté en el depósito del carbón, donde permanecí tres días. Me intoxiqué con monóxido de carbono, pero llegué a Estocolmo. De allí seguí hasta la frontera con Noruega, que atravesé sin ayuda. Para entonces, estábamos ya en agosto.
– ¿Por qué sin ayuda?
– Las pocas personas con las que tenía contacto en Suecia no confiaban en mí, mi historia era demasiado fabulosa. Pero estuvo bien, yo tampoco confiaba en nadie.
El hombre volvió a reír.
– Así que procuraba pasar desapercibido y me las arreglaba solo. El paso de la frontera en sí fue pan comido. Créeme, era mucho más peligroso ir a recoger las raciones de comida en Leningrado que pasar de Suecia a Noruega durante la guerra. ¿Más café?
– Sí, gracias. ¿Por qué no te quedaste en Suecia?
– Buena pregunta. Que yo mismo me he planteado muchas veces.
Se pasó la mano por el escaso cabello blanco.
– Pero estaba obsesionado con la idea de venganza, ¿comprendes? Era joven y, cuando eres joven, tiendes a vivir con una idea equivocada de la justicia, creemos que es algo a lo que los hombres debemos aspirar. Yo era un joven con grandes conflictos personales cuando estuve en el frente oriental, y me comporté como un hijo de puta con mis compañeros. Pese a todo, o quizá por eso precisamente, juré vengar a todos aquellos que habían sacrificado sus vidas por las mentiras que nos habían contado en nuestro país. Y vengar mi propia vida destrozada que no creía poder recuperar jamás. Lo único que deseaba era cancelar la cuenta con los que de verdad habían traicionado a la patria. Hoy en día, los psicólogos lo llamarían psicosis de guerra y me habrían ingresado en el psiquiátrico enseguida. Pero entonces, vine a Oslo sin tener un lugar en el que vivir ni nadie que estuviese esperándome, y los únicos documentos que tenía me habrían supuesto la ejecución inmediata por desertor. El mismo día que llegué a Oslo en un camión, fui a Nordmarka. Estuve durmiendo bajo unos abetos y sólo comí bayas durante tres días, hasta que me encontraron.
– ¿Los de la Resistencia?
– Según me dijo Even Juul, él te contó el resto.
– Sí -respondió Harry jugueteando con la taza.
La ejecución de su familia. Era algo que no hacía más comprensible el hecho de haber conocido al autor. Lo había tenido presente todo el tiempo, desde que vio a Fauke sonriendo junto a la puerta y le estrechó la mano. «Este hombre ejecutó a sus dos hermanos y a sus padres.»
– Sé lo que estás pensando -lo interrumpió Fauke-. Yo era un soldado que había recibido órdenes de liquidar a unas personas. Si no me hubiesen dado la orden, no lo habría hecho. Lo que sí sé es que se encontraban entre los que nos habían traicionado.
Fauke miró a Harry a los ojos. Su taza había dejado de moverse.
– Te preguntarás por qué los maté a todos, cuando la orden sólo se refería a uno -continuó-. El problema era que no dijeron quién. Me dejaron a mí la tarea de juzgar y elegir. Y no fui capaz de hacerlo. Así que los maté a todos. En el frente había un tipo al que llamábamos Petirrojo. Igual que el pájaro. Y él me enseñó que la manera más humana de matar era usando la bayoneta. La vena carótida va directamente del corazón al cerebro y, en el momento en que cortas la conexión, el cerebro se vacía de oxígeno y la muerte cerebral es inmediata. El corazón late tres, a lo sumo cuatro veces, antes de dejar de moverse por completo. El único problema es que es muy difícil. Gudbrand, al que llamábamos Petirrojo, era un maestro, pero yo estuve luchando con mi madre durante veinte minutos sin conseguir causarle más que algunas heridas. Al final, tuve que pegarle un tiro.
Harry tenía la boca seca.
– Lo comprendo -dijo.
Su absurda intervención quedó resonando en el aire. Harry dejó la taza en la mesa y sacó un bloc de notas de su cazadora de piel.
– Bien, tal vez podamos hablar de los compañeros de Sennheim.
Sindre Fauke se levantó de pronto.
– Lo siento, Hole. No era mi intención exponerlo de un modo tan frío y crudo. Permíteme que te explique algo más, antes de proseguir: yo no soy un hombre cruel, pero ése es, simplemente, mi modo de enfrentarme a este tipo de cosas. No tenía por qué hablarte de ello, pero lo hago de todos modos. Porque no puedo permitirme eludirlas. Ésa es, también, la razón por la que estoy escribiendo el libro. Tengo que revivir lo sucedido cada vez que el tema sale a relucir, de forma explícita o implícita. Para estar totalmente seguro de que no voy a rehuirlo. El día que lo haga, la angustia habrá ganado su primera batalla contra mí. No sé por qué es así. Es probable que un psicólogo pueda explicarlo.
Fauke lanzó un suspiro.
– Bien, pero ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre ese asunto. Lo que, seguramente, es demasiado. ¿Más café?
– No, gracias -declinó Harry.
Fauke volvió a sentarse apoyando la barbilla sobre los puños cerrados.
– Bien. Sennheim. El duro núcleo noruego. Incluyéndome a mí, se trata tan sólo de cinco personas. Y una de ellas, Daniel Gudeson, murió la misma noche que yo me marché. Es decir, cuatro. Edvard Mosken, Hallgrim Dale, Gudbrand Johansen y yo. El único al que he visto desde la guerra es a Edvard Mosken, nuestro jefe de pelotón. Fue el verano de 1945. Le cayeron tres años por traición a la patria. De los otros dos, ni siquiera sé si sobrevivieron. Pero deja que te cuente lo que sé de ellos.
Harry abrió su bloc por una página en blanco.
CNI
3 de Marzo de 2000
G-u-d-b-r-a-n-d J-o-h-a-n-s-e-n. Harry pulsó las teclas con índices. Un chico del campo. Según Fauke, un tipo amable, algo pusilánime, que tenía al tal Daniel Gudeson, aquel al que mataron cuando estaba de guardia, como modelo y sustituto del hermano mayor. Harry pulsó la tecla Intro y el programa empezó a trabajar.
Se quedó mirando la pared. Concentrado en una pequeña fotografía de Søs que tenía allí colgada. Hacía un mohín. Como siempre que le tomaban una foto. Era de unas vacaciones de verano de hacía un montón de años. La sombra del fotógrafo se reflejaba en su camiseta blanca. Su madre.
Una leve señal de su ordenador le avisó de que la búsqueda había finalizado, así que volvió a dirigir la vista a la pantalla.
En el censo había inscritos dos Gudbrand Johansen, pero según sus fechas de nacimiento, ambos eran menores de sesenta años. Sindre Fauke le había deletreado los nombres, así que no podía tratarse de un error de ortografía. Lo que significaba que se habría cambiado el nombre. O que vivía en el extranjero. O que estaba muerto.
Harry probó con el siguiente. El jefe de pelotón de Mjøndalen. El padre de familia. E-d-v-a-r-d M-o-s-k-e-n. Rechazado por su familia por haberse ofrecido a prestar servicio en el frente. Doble clic en la palabra «buscar».
De repente, se encendió la luz del techo. Harry se volvió.
– Tienes que encender la luz cuando te quedes trabajando hasta tan tarde.
Kurt Meirik estaba en el umbral con el dedo en el interruptor. Entró y se sentó en el borde de la mesa.
– ¿Qué has encontrado?
– Que debemos buscar a un hombre de más de setenta años, probablemente excombatiente del frente oriental.
– No, me refería a los neonazis y lo del Diecisiete de Mayo.
– ¡Ah! -se oyó la señal del ordenador-. No he tenido tiempo de mirarlo siquiera, Meirik.
Había dos Edvard Mosken en la pantalla. Uno nacido en 1941, el otro en 1921.
– Vamos a celebrar una fiesta en nuestra sección el sábado -anunció Meirik.
– Sí, ya vi la invitación en mi buzón.
Harry hizo doble clic sobre la fecha de 1921 y enseguida apareció la dirección del mayor de los dos Mosken, que vivía en Drammen.
– El jefe de personal me dijo que aún no te habías apuntado. Sólo quería asegurarme de que vendrás.
– ¿Por qué?
Harry tecleó la fecha de nacimiento de Edvard Mosken en el registro de antecedentes penales.
– Queremos que la gente se conozca más allá de los límites de cada sección. Hasta ahora, ni siquiera te he visto en la cantina.
– Me encuentro bien en el despacho.
Ningún resultado. Pasó al registro central de antecedentes penales de la policía, que incluía a todos aquellos que, de uno modo u otro, habían tenido que ver con las fuerzas del orden público no necesariamente como acusados, sino por ejemplo como detenidos y denunciados o como víctimas de un acto delictivo.
– Es estupendo que te entregues tanto al trabajo, pero no puedes encerrarte por completo entre estas cuatro paredes. Dime que estarás allí el sábado, Harry.
Intro.
– Ya veré. Tengo otro compromiso desde hace ya tiempo -mintió Harry.
Ningún resultado, como en el intento anterior. Puesto que ya estaba en el registro central de la policía, tecleó el nombre del tercer combatiente del frente que le había proporcionado Fauke. H-a-l-l-g-r-i-m D-a-l-e. Un oportunista, según Fauke. Confiaba en que Hitler ganaría la guerra y premiaría a quienes habían elegido el bando adecuado. Para cuando llegaron a Sennheim, ya se había arrepentido, pero entonces era demasiado tarde para volverse atrás. Harry tuvo la sensación de que el nombre le sonaba familiar la primera vez que se lo oyó a Fauke; y ahora, esa sensación volvió a repetirse.
– Permíteme entonces que me exprese con más firmeza: te ordeno que vengas.
Harry alzó la vista. Meirik sonreía.
– Era broma -dijo enseguida-. Pero sería un placer verte por aquí. Buenas tardes.
– Buenas tardes -murmuró Harry volviendo la vista a la pantalla.
Un Hallgrim Dale, nacido en 1922. Intro.
La imagen de la pantalla se llenó con un largo texto. Otra página, y una más.
«Así que no a todos les fue tan bien a su regreso», se dijo Harry.
Hallgrim Dale, con domicilio en la calle Schweigaard, en Oslo, era lo que los diarios solían llamar un viejo conocido de la policía. Los ojos de Harry recorrieron la lista: vagabundo, borracho, discusiones con los vecinos, hurtos, una pelea. Muchos delitos, pero ninguno realmente grave. «Lo más asombroso es que siga vivo», pensó Harry, observando que había estado internado para recibir un tratamiento de desintoxicación por consumo de alcohol en agosto del año anterior. Echó mano de la guía telefónica de Oslo, buscó el número de Dale y lo marcó. Mientras esperaba respuesta, buscó de nuevo en el registro central en su ordenador y encontró al otro Edvard Mosken, nacido en 1942. También él vivía en Drammen. Anotó la fecha de nacimiento y pasó al registro de antecedentes penales.
– «El número de teléfono que ha marcado está fuera de servicio. Éste es un mensaje de la compañía telefónica Telenor… El número de teléfono…»
Harry no se sorprendió y colgó el auricular.
Edvard Mosken hijo cumplía una condena. Y una condena larga que aún lo tenía en la cárcel. ¿Por qué motivo? Drogas, aventuró Harry antes de pulsar la tecla Intro. Un tercio de todos los que están en la cárcel en cualquier momento tienen condenas relacionadas con drogas. Ahí lo tenemos. Sí señor. Tráfico de hachís. Cuatro kilos. Cuatro años, incondicional.
Harry se estiró bostezando. ¿Estaba haciendo algún progreso o simplemente estaba allí trajinando porque el único lugar al que le apetecía ir era al restaurante Schrøder y no tenía fuerzas para tomarse un café en aquel momento? Vaya mierda de día. Sintetizó lo que tenía: Gudbrand Johansen no existe, al menos, no en Noruega. Edvard Mosken vive en Drammen y tiene un hijo condenado por tráfico de drogas. Y Hallgrim Dale es un borrachín y desde luego, no alguien que dispone de medio millón de coronas para gastar.
Harry se frotó los ojos.
Dudaba si buscar en la guía el apellido de Fauke por ver si había un número de teléfono a su nombre en la calle Holmenkollveien. Se le escapó un lamento.
«Es una mujer que tiene pareja. Y tiene dinero. Y clase. En pocas palabras: todo lo que a ti te falta.»
Tecleó la fecha de nacimiento de Hallgrim Dale en el registro central. Intro. El aparato emitía su sordo runrún.
Una larga lista. Más de lo mismo. Pobre borrachín.
«Los dos habéis estudiado derecho. Y a ella también le gusta Raga Rockers.»
Un momento. En la última entrada de Dale, figuraba el código «víctima». ¿Le habrían dado una paliza? Intro.
«Olvídate de esa tía. Bien, ya estaba olvidada. ¿Debía llamar a Ellen y preguntarle si tenía ganas de ir al cine y dejar que ella eligiese la película? No, mejor se daba una sesión de gimnasio en SATS. A sudar un poco.»
La luz de la pantalla le dio en la cara:
HALLGRIM DALE, 15-11-99. ASESINATO.
Harry contuvo la respiración. Estaba sorprendido, pero ¿por qué no lo estaba tanto? Hizo doble clic en DETALLES. El aparato volvió a emitir un sonido sordo. Pero, por una vez, su mente fue más rápida que el ordenador y, cuando apareció la imagen en la pantalla, él ya le había puesto el nombre.
SATS
3 de Marzo de 2000
– Hola.
– Hola, Ellen, soy yo.
– ¿Quién?
– Yo, Harry. Y no me hagas creer que hay otros hombres que te llaman y te dicen «hola, Ellen, soy yo».
– Vete a la mierda. ¿Dónde estás? ¿Qué porquería de música es ésa?
– Estoy en SATS.
– ¿Cómo?
– Estoy haciendo bicicleta. Pronto habré recorrido ocho kilómetros.
– A ver si te he entendido bien, Harry: estás en SATS, sentado en una bicicleta, mientras hablas por el móvil, ¿es eso? -preguntó incrédula, haciendo hincapié en las palabras SATS y móvil.
– ¿Qué hay de malo en eso?
– Harry, ¡por Dios!
– Llevo toda la tarde intentando hablar contigo. ¿Recuerdas el asesinato que Tom Waaler y tú tuvisteis en noviembre? El nombre era Hallgrim Dale.
– Claro que sí. KRIPOS se lo adjudicó casi de inmediato. ¿Qué pasa?
– No estoy seguro. Puede tener algo que ver con el excombatiente al que busco. ¿Qué puedes decirme de aquello?
– Eso es trabajo, Harry. Llámame mañana a la oficina.
– Venga, Ellen, sólo un poco.
– Uno de los cocineros de Herbert's Pizza encontró a Dale en la puerta de entrada. Estaba tirado entre los contenedores de basura, degollado. El grupo de la policía científica no encontró nada. Aunque el médico que le hizo la autopsia aseguró que el corte era maravillosamente limpio. Una intervención quirúrgica, fueron sus palabras.
– ¿Tú quién crees que lo hizo?
– Ni idea. Claro que pudo ser algún neonazi, pero yo no lo creo.
– ¿Por qué no?
– Si matas a un tipo justo a la puerta de tu bar habitual, o eres un temerario o simplemente, eres estúpido. Sin embargo, todo en aquel asesinato parecía muy limpio, muy pensado. No había indicios de forcejeo, ninguna huella, ningún testigo. Todo indica que el asesino sabía lo que hacía.
– ¿El móvil?
– Difícil de determinar. Seguro que Dale tenía deudas, pero no tanto como para presionarlo hasta ese punto. Por lo que yo sé, no estaba metido en asuntos de drogas. Registramos su apartamento, pero no encontramos nada, salvo botellas vacías. Estuvimos hablando con algunos de sus compañeros de juerga. Por alguna extraña razón, tenía éxito con esas colegas de borrachos.
– ¿Colegas de borrachos?
– Sí, esas que siempre van colgadas de los borrachos. Las has visto, sabes a qué me refiero.
– Sí, pero… ¿por qué no las llamas damas de borrachines?
– Siempre reparas en los detalles más tontos, Harry; llega a ser muy irritante, ¿lo sabías? Tal vez deberías…
– Lo siento, Ellen. Tienes toda la razón y prometo enmendarme radicalmente. ¿Por dónde ibas?
– Pues eso, que en los ambientes de alcohólicos hay mucho cambio de pareja, así que no podemos obviar la posibilidad de que se tratase de un crimen pasional. Por cierto, ¿sabes a quién estuvimos interrogando entonces? A tu viejo amigo Sverre Olsen. El cocinero lo había visto en el local de Herbert's Pizza en torno a la hora del asesinato.
– ¿Y bien?
– Tenía coartada. Se había pasado el día entero allí sentado y sólo salió un par de minutos para comprar algo. El dependiente de la tienda nos lo confirmó.
– Pudo haberle dado tiempo…
– Sí, ya sé. A ti te gustaría que hubiese sido él. Pero oye, Harry…
– Puede que Dale no tuviese dinero, pero sí otra cosa.
– Harry…
– Puede que tuviese información. Acerca de alguien, por ejemplo.
– Sí, ahí en la sexta planta, os gusta barajar hipótesis de conspiraciones, ¿verdad? Pero, Harry, ¿no podríamos hablar de esto mañana?
– ¿Desde cuándo eres tan estricta con el horario laboral?
– Es que ya me había acostado.
– ¿A las diez y media?
– Es que no me he acostado sola.
Harry dejó de pedalear. No se le había ocurrido pensar que la gente que había en la sala podía escuchar la conversación. Miró a su alrededor. Por suerte, no eran muchos los que entrenaban tan tarde.
– ¿Es el artista ese de Tørst? -preguntó en un susurro.
– Ajá.
– ¿Y desde cuándo compartís la cama?
– Desde hace un tiempo.
– ¿Y por qué no me dijiste nada?
– Porque no me preguntaste.
– ¿Lo tienes ahora tumbado a tu lado?
– Ajá.
– ¿Es bueno?
– Ajá.
– ¿Te ha dicho ya que te quiere?
– Ajá.
Pausa.
– ¿Piensas en Freddie Mercury cuando…?
– Harry, buenas noches.
DESPACHO DE HARRY
6 de Febrero de 2000
El reloj de la recepción indicaba las 8:30 horas cuando Harry llegó al trabajo. No era una auténtica recepción, sino más bien una entrada que funcionaba como una esclusa. Y el jefe de aquella esclusa era Linda, que apartó la vista de la pantalla para desearle alegre los buenos días. Linda llevaba más tiempo en el CNI que ninguno de ellos, y era prácticamente la única persona con la que Harry necesitaba tener contacto para realizar su trabajo diario. De hecho, aparte de ser «jefe de la esclusa», aquella mujer de cincuenta años, respondona y diminuta, funcionaba además como una especie de secretaria común, recepcionista y chica para todo. Harry había pensado en ello un par de veces; se decía que si él fuese espía al servicio de un Estado extranjero y tuviese que sacarle información a alguien del CNI, elegiría a Linda. Además, era la única persona del CNI, a excepción de Meirik, que sabía con qué estaba trabajando Harry en el CNI. No tenía idea de qué creían los demás. En las escasísimas visitas que había hecho a la cantina para comprarse un yogur o un paquete de tabaco, que, por cierto, no vendían, había observado las miradas que le dedicaban desde las mesas. Pero nunca se había molestado en interpretarlas, sino que se apresuraba a volver a su despacho.
– Te han llamado por teléfono -anunció Linda-. Alguien que hablaba en inglés. A ver…
Despegó una nota de color amarillo que tenía en el marco de la pantalla del ordenador.
– Se apellida Hochner.
– ¡¿Hochner?! -exclamó Harry.
Linda miró la nota, algo insegura.
– Sí, eso me dijo la mujer.
– ¿La mujer? Querrás decir el hombre.
– No, era una mujer. Me dijo que volvería a llamar… -Linda se volvió para mirar el reloj que tenía a su espalda, colgado de la pared-… ahora. Me dio la impresión de que le urgía ponerse en contacto contigo. Por cierto, ya que te tengo aquí, Harry, ¿te has dado ya una vuelta por los despachos para presentarte?
– No he tenido tiempo, Linda. La semana que viene.
– Ya llevas aquí un mes. Ayer mismo, Steffensen me preguntó quién era «ese tipo alto y rubio» con el que se había cruzado en los servicios.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le dijiste?
– Le dije que no necesitaba saberlo -respondió Linda con una sonrisa-. Y tienes que venir a la fiesta de la sección este sábado.
– Sí, ya me he dado cuenta -masculló Harry al tiempo que recogía dos folios del buzón.
Uno contenía un recordatorio de la fiesta, el otro, una circular sobre la nueva normativa de enlaces sindicales. Ambos fueron a parar a la papelera tan pronto como hubo cerrado tras de sí la puerta de su despacho. Después, se sentó y pulsó los botones REC y PAUSA del contestador y esperó. Tras unos treinta segundos aproximadamente, sonó el teléfono.
– Harry Hole speaking -respondió Harry.
– ¿Herri? ¿Spikin? -lo imitó Ellen.
– Perdón. Creía que era otra persona.
– Es un animal -atajó ella antes de que Harry tuviese tiempo de seguir hablando-. «Faquín anbilivibol», vamos.
– Si te refieres a lo que yo creo, prefiero que lo dejes ya, Ellen.
– Lerdo. Bueno, ¿quién esperas que te llame?
– Una mujer.
– ¡Por fin!
– Olvídalo, al parecer es un familiar o la esposa de un tipo al que interrogué.
Ellen suspiró.
– ¿Cuándo piensas conocer a alguien tú también, Harry?
– Estás enamorada, ¿verdad?
– ¡Premio! ¿Tú no?
– ¿Yo?
El grito entusiasta de Ellen le estalló en el oído.
– ¡No me has contestado! ¡Te he pillado, Harry Hole! ¿Quién, quién?
– Venga ya, Ellen.
– ¡Dime que tengo razón!
– Que no, Ellen, que no he conocido a nadie.
– A mamá no se le miente.
Harry no pudo por menos de reír.
– Mejor dime algo más acerca de Hallgrim Dale. ¿Cómo va la investigación?
– No lo sé. Tendrás que hablar con KRIPOS.
– Lo haré, pero ¿qué te dijo tu intuición sobre el asesino?
– Que es un profesional, no un homicida impulsivo. Y, pese a lo que te dije de que el asesinato parecía limpio, no creo que fuese premeditado.
– ¿Cómo que no?
– El crimen se cometió de forma eficaz y no dejaron huellas, pero la elección del lugar no fue muy acertada: podían haberlo visto desde la calle o desde el patio trasero.
– Está sonando la otra línea. Luego te llamo.
Harry pulsó el botón REC del contestador y comprobó que el reproductor empezaba a girar antes de pasar la llamada de la otra línea.
– Aquí Harry.
– Hola, mi nombre es Constance Hochner -oyó decir en inglés.
– ¿Cómo está, señora Hochner? -dijo Harry en el mismo idioma.
– Soy la hermana de Andreas Hochner.
– Ya veo.
Pese a la mala conexión, Harry notó que la mujer estaba nerviosa. Aun así, fue derecha al grano:
– Usted hizo un trato con mi hermano, mister Hole. Y no ha cumplido su parte.
La mujer tenía un acento extraño, el mismo que Andreas Hochner. Sin darse cuenta, Harry intentaba imaginársela, siguiendo un hábito que, como investigador, había adquirido hacía ya tiempo.
– Verá, señora Hochner, no puedo hacer nada por su hermano hasta que no haya verificado la información que nos proporcionó. Por el momento, no hemos encontrado nada que confirme lo que nos dijo.
– Pero, señor Hole, ¿por qué iba a mentir un hombre en la situación en que él se encuentra?
– Precisamente por eso, señora Hochner. Aunque no sepa nada, podría estar lo bastante desesperado para fingir que no es así.
Se hizo una pausa en la débil línea desde… ¿desde dónde? ¿Johannesburgo?
De nuevo se oyó la voz de Constance Hochner.
– Andreas ya me advirtió de que usted diría algo así. Por eso lo llamo, para decirle que tengo más información de mi hermano que tal vez sea de su interés.
– ¿Ah, sí?
– Pero no se la daré si su gobierno no se implica antes en la causa de mi hermano.
– Haremos lo que podamos.
– Volveré a llamarlo cuando comprobemos que está ayudándonos.
– Como usted comprenderá, estas cosas no funcionan así, señora Hochner. Tenemos que ver los resultados de la información proporcionada antes de empezar a ayudarle.
– Pero mi hermano tiene que contar con alguna garantía. El juicio contra él empieza dentro de dos semanas y…
A la mujer se le quebró la voz en medio de la frase y Harry notó que estaba a punto de echarse a llorar.
– Sólo puedo darle mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano, señora Hochner.
– Yo no lo conozco a usted. Y usted no me entiende. Van a condenar a Andreas a la pena de muerte. Usted…
– Aun así, eso es cuanto puedo ofrecerle.
La mujer rompió a llorar. Harry aguardó y, tras unos minutos, la señora Hochner recuperó la calma.
– ¿Tiene usted hijos, señora Hochner?
– Sí -contestó entre sollozos.
– ¿Y sabe usted cuál es el delito del que está acusado su hermano?
– Por supuesto.
– En ese caso, comprenderá también que necesita todo el perdón que pueda encontrar. Puesto que, a través de usted, podrá ayudarnos a detener a un hombre que pretende perpetrar un atentado, habrá hecho algo bueno. Y usted también, señora Hochner.
La mujer respiró hondo en el auricular. Por un instante, Harry creyó que iba a echarse a llorar de nuevo.
– ¿Me promete que hará todo lo que pueda, señor Hole? Mi hermano no es culpable de todos los delitos de los que se lo acusa.
– Se lo prometo.
Harry oyó su propia voz. Tranquila y firme. Pero al mismo tiempo, apretó nervioso el auricular.
– De acuerdo -dijo al fin Constance Hochner en voz baja-. Andreas dice que la persona que se llevó el arma y le pagó aquella noche no es la misma persona que la encargó. Quien la encargó fue un cliente casi fijo, un hombre joven. Habla buen inglés con acento escandinavo. Y siempre insistía en que Andreas lo llamase el Príncipe. Andreas me dijo que usted debería buscar en entornos con fijación por las armas.
– ¿Eso es todo?
– Andreas no lo ha visto nunca, pero dice que, si le envía una grabación, reconocerá su voz enseguida.
– Estupendo -dijo Harry con la esperanza de que no se le notase la decepción.
Se puso derecho en la silla, como preparándose antes de servirle la siguiente mentira:
– En cuanto encuentre algo, empezaré a mover los hilos.
Sus palabras le escocían en la boca como un trago de sosa cáustica.
– Se lo agradezco, señor Hole.
– No lo haga, señora Hochner.
Después de colgar, se repitió la última frase mentalmente, dos veces.
– ¡Vaya mierda! -gritó Ellen después de oír toda la historia sobre la familia Hochner.
– A ver si ese cerebro tuyo es capaz de olvidar por un rato que está enamorado y puede hacer alguno de sus trucos -bromeó Harry-. Ya tienes los fragmentos.
– Importación ilegal de armas, cliente fijo, el Príncipe, ambiente con fijación por las armas. Son sólo cuatro.
– Pues es lo que tengo.
– ¿Por qué me presto a estas cosas?
– Porque me adoras. Ahora tengo que salir corriendo.
– Espera. Háblame de esa mujer…
– Espero que tu intuición funcione mejor con los delitos, Ellen. Que te vaya bien.
Harry marcó el número de la casa de la ciudad de Drammen que le habían dado en información.
– Mosken -respondió una voz firme.
– ¿Edvard Mosken?
– Sí. ¿Con quién hablo?
– Comisario Hole, información. Tengo algunas preguntas que hacerle.
Harry cayó en la cuenta de que era la primera vez que se presentaba como comisario. Por alguna razón, también eso se le antojaba una mentira.
– ¿Algún asunto relacionado con mi hijo?
– No. ¿Le viene bien que le haga una visita mañana a las doce, Mosken?
– Soy jubilado. Y vivo solo. No hay ninguna hora del día que no me vaya bien, oficial.
Harry llamó a Even Juul y lo informó de lo sucedido.
Pensó en lo que Ellen le había dicho sobre el asesinato de Hallgrim Dale mientras iba a la cantina a comprar un yogur. Pensó llamar a KRIPOS, para que le actualizasen la información, pero tenía la firme sensación de que Ellen ya le había contado todo lo que merecía la pena saber sobre el asunto. De todos modos, la probabilidad estadística de morir asesinado en Noruega era de en torno a un diez por mil. Cuando la persona a la que buscas aparece cadáver en una investigación de asesinato de cuatro meses de antigüedad, resulta difícil creer que se trate de una coincidencia. ¿Guardaría aquel crimen alguna relación con la compra del rifle Märklin? Apenas si eran las nueve y a Harry ya le dolía la cabeza. Esperaba que a Ellen se le ocurriese algo relacionado con el Príncipe. Cualquier cosa. Por lo menos, tendría por dónde empezar.
SOGN
6 de Marzo de 2000
Después del trabajo, Harry se dirigió a los apartamentos de la Seguridad Social de Sogn. Cuando llegó, Søs ya estaba esperándolo en la puerta. Había engordado algo el último año, pero ella aseguraba que a Henrik, su novio, que vivía unas puertas más allá en el mismo pasillo, le gustaba así.
– Pero si Henrik es mongo.
Eso era lo que Søs solía decir cuando quería explicar a la gente las pequeñas rarezas de Henrik. Ella, en cambio, no era mongo. Al parecer, había una distinción invisible, pero muy definida, en algún sitio. Y a Søs le gustaba explicarle a Harry quiénes de los residentes eran mongo y quiénes eran casi mongo.
Solía hablarle a Harry de las cosas más corrientes, lo que Henrik le había dicho aquella semana (y que, de vez en cuando, podía resultar bastante sorprendente), lo que habían visto en la tele, lo que habían comido y lo que habían planeado hacer en vacaciones. Henrik y Søs siempre estaban haciendo planes para las vacaciones. En esta ocasión, su objetivo era Hawai, y Harry no pudo por menos de sonreír al imaginarlos a los dos con camisas hawaianas en el aeropuerto de Honolulu.
Le preguntó si había hablado con el padre de ambos y ella le contestó que la había visitado hacía dos días.
– Muy bien -comentó Harry.
– Creo que ya ha olvidado a mamá -dijo Søs-. Y eso es bueno.
Harry se quedó un instante reflexionando sobre lo que su hermana acababa de decir cuando apareció Henrik aporreando la puerta para avisarle de que la serie Hotel Caesar empezaba en TV2 dentro de tres minutos y Harry se puso el abrigo para marcharse, no sin antes prometerle que la llamaría pronto.
El tráfico discurría lento, como de costumbre, en el cruce de Ullevål Stadion y, demasiado tarde, descubrió que tenía que girar a la derecha por la calle Ringveien, por las obras. Pensaba en lo que le había revelado Constance Hochner. Que Urías había utilizado a un intermediario, al parecer noruego. Lo que significaba que en algún lugar del país había alguien que sabía quién era Urías. Ya le había pedido a Linda que buscase en los archivos secretos a alguien apodado el Príncipe, pero estaba bastante seguro de que no encontraría nada. Tenía la firme sensación de que ese sujeto era más listo que el delincuente medio. Si lo que le había dicho Andreas Hochner era cierto y el Príncipe era un cliente fijo, significaría que éste había logrado crearse un grupo de clientes propio sin que el CNI ni nadie lo descubriese. Esas cosas llevan su tiempo y exigen cautela, sagacidad y disciplina, características por las que no destacaba ninguno de los delincuentes que conocía Harry. Desde luego que el sujeto podía haber tenido más suerte de la cuenta, puesto que no lo habían cogido. O tal vez ocupaba un puesto que lo protegía. Constance Hochner le había dicho que hablaba bien inglés. De modo que podía ser diplomático, por ejemplo. Alguien con posibilidad de entrar y salir del país sin que lo detuviesen en la aduana.
Harry tomó el desvío de Slemdalsveien en dirección a Holmenkollen.
¿Y si le pedía a Meirik que trasladase a Ellen al CNI por un breve periodo de trabajo en colaboración? Rechazó la idea enseguida. Meirik parecía más interesado en que él contase neonazis o en que participase en acontecimientos sociales que en cazar fantasmas de los días de la guerra.
Antes de darse cuenta siquiera de adonde se dirigía, ya había llegado a la casa de la mujer. Paró el coche y miró entre los árboles. Desde la carretera principal había unos cincuenta o sesenta metros hasta la casa. Había luz en las ventanas de la planta principal.
– ¡Idiota! -barbotó en voz alta, y dio un respingo al oír su propia voz.
Estaba a punto de volver a ponerse en marcha cuando vio que se abría la puerta y que la luz del vestíbulo iluminaba la escalinata de la entrada. La idea de que ella lo viese y reconociese su coche le produjoun pánico instantáneo. Metió la marcha atrás para retroceder discretamente y salir del campo de visión, pero pisó tan poco el acelerador que se le ahogó el motor. Se oían voces. Un hombre con un abrigo largo y de color oscuro salía a la escalinata. El hombre hablaba, pero la persona a la que se dirigía quedaba oculta por la puerta. Después, el hombre se acercó al umbral y Harry dejó de verlo.
«Están besándose -pensó-. He venido en coche hasta Holmenkollen para espiar cómo una mujer con la que he estado hablando durante quince minutos se besa con su pareja.»
La puerta se cerró y el hombre se sentó en un Audi, se puso en marcha en dirección a la carretera principal y pasó por delante de su coche.
De camino a casa, Harry se preguntaba cómo castigarse a sí mismo. Tenía que ser un castigo duro, algo que lo disuadiese de tentaciones futuras. Una sesión de aerobic en SATS.
DRAMMEN
7 de Marzo de 2000
Harry nunca comprendió por qué Drammen, precisamente, recibía tantas críticas. Desde luego que la ciudad no era una belleza, pero ¿qué tenía Drammen que no tuviesen la mayoría de los pueblos noruegos que habían crecido demasiado deprisa? Sopesó la idea de parar a tomar un café en Børsen, pero miró el reloj y comprendió que no le daba tiempo.
Edvard Mosken vivía en una casa de madera pintada de rojo con vistas al hipódromo. Delante del garaje había aparcada una vieja furgoneta Mercedes. Mosken lo esperaba con la puerta abierta. Estudió durante un buen rato la identificación de Harry antes de decir:
– ¿Nacido en 1965? Aparentas más edad de la que tienes, Hole.
– Malos genes.
– Pues lo siento por ti.
– Bueno, cuando tenía catorce, entraba a las películas de mayores de dieciocho.
Fue imposible ver en la expresión de Mosken si había sabido valorar o no el chiste. El hombre le indicó a Harry que entrase.
– ¿Vives solo? -preguntó Harry mientras Mosken le indicaba el camino hasta la sala de estar.
El apartamento tenía un aspecto limpio y cuidado, pero apenas si había objetos personales decorativos y reinaba en él exactamente ese orden extremo que desea disfrutar cualquier hombre capaz de decidir por sí mismo. A Harry le recordaba a su propio apartamento.
– Sí, mi esposa me dejó después de la guerra.
– ¿Cómo que te dejó?
– Se marchó. Se largó. Partió para siempre.
– Entiendo. ¿Hijos?
– Tenía uno.
– ¿Tenías?
Edvard Mosken se detuvo y se volvió.
– ¿Es que no me explico con claridad, Hole?
Había formulado la pregunta con una de sus blancas cejas levantada formando un ángulo bien definido en la ancha frente.
– No, es culpa mía -explicó Harry-. Sólo me entra la información en pequeñas dosis.
– De acuerdo. Tengo un hijo.
– Gracias. ¿A qué te dedicabas antes de jubilarte?
– Era propietario de varios camiones. Mosken Transport. Vendí la empresa hace siete años.
– ¿Te iba bien?
– Lo suficiente. Los compradores conservaron el nombre.
Se sentaron cada uno a un lado de la mesa de la sala de estar. Harry presintió que no le pondría café. Edvard estaba sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados, como diciendo: acabemos con esto cuanto antes.
– ¿Dónde estabas la noche del 22 de diciembre?
Harry había decidido por el camino que empezaría con esa pregunta. Entre jugarse la única carta que tenía antes de que Mosken tuviese ocasión de estudiar el terreno y comprender que no tenía nada más, Harry eligió lo primero con la esperanza de provocar una reacción elocuente. Si es que Mosken tenía algo que ocultar.
– ¿Soy sospechoso de algo? -preguntó Mosken con una expresión que no denotaba más que cierta curiosidad.
– Estaría bien que te limitases a responder a las preguntas, Mosken.
– Como quieras. Estuve aquí.
– Vaya, qué rapidez.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que no has tenido que pensarlo mucho.
Mosken hizo un mohín de esos con los que la boca parodia el gesto de una sonrisa mientras que los ojos miran resignados.
– Cuando uno llega a mi edad, recuerda las noches que no pasa solo.
– Sindre Fauke me dio una lista de los noruegos que estuvieron en el campo de prácticas de Sennheim: Gudbrand Johansen, Hallgrim Dale, tú y el propio Fauke.
– Te olvidas de Daniel Gudeson.
– ¿Cómo? ¿Pero él no murió antes de que terminase la guerra?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué lo nombras?
– Porque él también estaba con nosotros en Sennheim.
– Por lo que me dijo Fauke, había más noruegos en Sennheim, pero vosotros cuatro fuisteis los únicos supervivientes.
– Así es.
– Bien, en ese caso, ¿por qué mencionas precisamente a Gudeson?
Edvard Mosken miró a Harry fijamente antes de quedar con la mirada perdida.
– Porque él resistió tanto que creíamos que iba a sobrevivir. De hecho, creíamos que Daniel Gudeson era inmortal. No era una persona normal.
– ¿Sabías que Hallgrim Dale está muerto?
Mosken negó con un gesto.
– Pues no pareces muy sorprendido.
– ¿Por qué iba a estarlo? A estas alturas, me sorprende más oír que siguen vivos.
– ¿Y si te digo que murió asesinado?
– Bueno, eso es otra cosa. ¿Por qué me cuentas eso?
– ¿Qué sabes de Hallgrim Dale?
– Nada. La última vez que lo vi, fue en Leningrado. Entonces estaba conmocionado por la explosión de una granada.
– ¿No volvisteis juntos a Noruega?
– Ignoro cómo llegaron a casa Dale y los demás. A mí me hirieron el invierno de 1944 con una granada de mano que lanzó a la trinchera un caza ruso.
– ¿Un caza? ¿Desde un avión?
Mosken asintió sonriendo con amargura.
– Cuando desperté en la enfermería, estábamos en plena retirada. A finales del verano del cuarenta y cuatro, fui a parar a la enfermería del colegio de Sinsen, en Oslo. Después, llegó la rendición.
– De modo que, después de que te hirieran, no volviste a ver a ninguno de los demás, ¿no es así?
– Sólo a Sindre. Tres años después de la guerra.
– ¿Cuando ya habías cumplido tu condena?
– Sí. Fue un encuentro fortuito, en un restaurante.
– ¿Qué opinas tú de su deserción?
Mosken se encogió de hombros.
– Sus razones tendría. De todos modos, cambió de bando en un momento en el que aún no se sabía cuál sería el desenlace. Y eso es más de lo que puede decirse de la mayoría de los noruegos.
– ¿A qué te refieres?
– Era un dicho que teníamos durante la guerra: aquel que esperaba demasiado para elegir bando, elegía siempre el bando correcto. La Navidad de 1943 ya comprendimos que estábamos de retirada, pero no sospechamos la gravedad real de la situación. Así que, de todos modos, nadie podría tachar a Sindre de veleta. Como los que se habían quedado en casa a mirar y, de repente, les entraron las prisas por alistarse en la Resistencia los últimos meses de la guerra. Los llamábamos «Los santos de los últimos días». Algunos de ellos se cuentan hoy entre los que hablan en público sobre la heroica aportación de los noruegos en el bando correcto.
– ¿Tienes en mente a alguno en particular?
– Siempre es fácil pensar en alguno que otro que ha sido tocado después con la reluciente gloria de héroe. Pero eso carece de importancia.
– ¿Y qué me dices de Gudbrand Johansen? ¿Lo recuerdas?
– Por supuesto que sí. Él me salvó la vida al final. Él…
Mosken se mordió el labio inferior. Como si hubiese hablado más de lo debido, pensó Harry.
– ¿Qué pasó con él?
– ¿Con Gudbrand? Que me aspen si lo sé. Aquella granada… En la trinchera estábamos Gudbrand, Hallgrim Dale y yo cuando apareció rodando por el hielo y fue a dar en el casco de Dale. Lo único que recuerdo es que, cuando estalló, Gudbrand era el que estaba más cerca. Cuando desperté del coma, nadie supo decirme qué les había ocurrido a Gudbrand ni a Dale.
– ¿Qué quieres decir? ¿Habían desaparecido?
Mosken volvió la vista hacia la ventana.
– Aquello ocurrió el mismo día en que los rusos emprendieron en serio su ofensiva; la situación era, cuando menos, caótica. La trinchera en cuestión había caído ya hacía tiempo en manos rusas cuando yo desperté, y el regimiento se había desplazado a otro lugar. Si Gudbrand hubiese sobrevivido, lo más probable es que hubiese ido a parar al hospital del regimiento de Nordland, en la región norte. Y lo mismo habría sido de Dale, si lo hubiesen herido. Yo creo que también debí de estar allí. Pero ya te digo, cuando desperté, me encontraba en otro lugar.
– Gudbrand Johansen no está en los registros del censo.
Mosken volvió a encogerse de hombros.
– Pues lo mataría aquella granada. Eso fue lo que supuse entonces.
– ¿Y nunca has intentado localizarlo?
Mosken negó con la cabeza.
Harry miró a su alrededor en busca de algo que pudiese indicar que Mosken tenía café en casa, una cafetera, una taza. Sobre la chimenea se veía la foto de una mujer, enmarcada en un portarretratos dorado.
– ¿Estás amargado por lo que te ocurrió a ti y a los demás combatientes del frente oriental después de la guerra?
– En lo que se refiere a las penas…, no. Soy realista. El juicio fue como fue por necesidades políticas. Yo había perdido una guerra. No me quejo.
De repente, Edvard Mosken se echó a reír como una urraca, sin que Harry comprendiese el porqué. Pero volvió a ponerse serio enseguida.
– Lo que más me dolió fue que me tachasen de traidor a la patria. Pero me consuela pensar que los que estuvimos allí sabemos que defendimos nuestra patria con la vida.
– Tus ideas políticas de entonces…
– ¿Quieres saber si son las mismas de hoy?
Harry asintió y Mosken respondió con una sonrisa amarga, antes de añadir:
– La respuesta es bien sencilla, comisario. No. Entonces estaba equivocado. Así de simple.
– ¿Y no has tenido después ningún contacto con entornos neo-nazis?
– ¡Dios me libre! ¡No! En Hokksund hubo algunas reuniones hace un par de años. Uno de esos idiotas me llamó entonces para preguntarme si quería acudir y hablarles de la guerra. Creo que se hacían llamar Blood and Honour. O algo así.
Mosken se inclinó sobre la mesa. En uno de los extremos había un montón de revistas cuidadosamente ordenadas y colocadas de forma que coincidían a la perfección con la esquina.
– ¿Qué es lo que busca el CNI exactamente? ¿Localizar a los neo-nazis? Porque, en ese caso, habéis venido al lugar equivocado.
Harry no estaba muy seguro de cuánto quería revelar por el momento. Pero su respuesta fue bastante sincera:
– La verdad es que no sé bien qué buscamos.
– Sí, ése es el CNI que yo conozco.
Volvió a reír con su risa de urraca, estentórea y desagradable.
Harry llegaría después a la conclusión de que debía de ser la combinación de aquella risa y el hecho de que no le hubiese puesto un café lo que determinó que formulase la siguiente pregunta en los términos en que lo hizo:
– ¿Cómo crees que han llevado tus hijos el hecho de tener un padre con un pasado nazi? ¿Crees que ha sido determinante para que Edvard Mosken hijo esté ahora en la cárcel condenado por tráfico de drogas?
Harry se arrepintió enseguida, en cuanto vio la rabia y el dolor aflorar a los ojos del viejo. Sabía que habría podido averiguar lo que quería sin asestarle un golpe tan bajo.
– ¡Ese juicio fue una farsa! -masculló Mosken-. El abogado defensor de mi hijo es nieto del juez que me juzgó a mí después de la guerra. Se empeñan en castigar a mis hijos para ocultar su propia vergüenza por lo que hicieron durante la guerra. Yo…
Mosken se interrumpió de improviso. Harry aguardó una continuación que, no obstante, no se produjo. De repente y sin previo aviso, sintió que el perro que tenía en el estómago empezaba a ladrar… No había emitido el menor ruido desde hacía un buen rato. Ahora necesitaba un trago.
– ¿Uno de los «santos de los últimos días»? -preguntó Harry.
Mosken se encogió de hombros otra vez. Harry intuyó que no podría sacarle más sobre el tema en esta ocasión.
Mosken miró el reloj.
– ¿Tienes alguna cita? -quiso saber Harry.
– Pensaba darme una vuelta por la casa de campo.
– ¿Ah, sí? ¿Está lejos?
– En Grenland. Necesito aprovechar las horas de luz antes del anochecer.
Harry se levantó. Ambos se detuvieron en el pasillo, como buscando alguna frase adecuada con la que despedirse, cuando a Harry se le ocurrió algo de pronto:
– Has dicho que te hirieron en Leningrado, el invierno de 1944, y que te llevaron a la enfermería del colegio de Sinsen a finales del verano. ¿Dónde estuviste entre tanto?
– ¿A qué te refieres?
– Acabo de terminar de leer uno de los libros de Even Juul. Es historiador especializado en la guerra.
– Sé perfectamente quién es Even Juul -atajó Mosken con una sonrisa indescifrable.
– Según él, el regimiento Norge quedó disuelto en Krasnoje Selo en marzo de 1944. ¿Dónde estuviste desde el mes de marzo hasta que llegaste a Sinsen?
Mosken se quedó mirando a Harry un buen rato. Después, abrió la puerta y miró afuera.
– Casi cero grados -declaró al fin-. Conduce con cuidado.
Harry asintió. Mosken se estiró un poco, se hizo sombra con la mano y oteó el hipódromo vacío, cuyas pistas cubiertas de grava describían un óvalo gris sobre la nieve sucia.
– Me encontraba en lugares que una vez tuvieron nombre -respondió Mosken-. Pero que habían cambiado tanto que ya nadie los reconocía. En nuestros mapas no habían señalado más que las carreteras, los ríos, los lagos y los campos de minas, pero ningún nombre. Si te digo que estuve en Estonia, en un lugar llamado Parnu, puede que sea verdad, pero ni yo ni nadie lo sabe con certeza. Pasé la primavera y el verano de 1944 postrado en una camilla escuchando las ametralladoras y pensando en la muerte. No en dónde me encontraba.
Harry conducía despacio junto al río y se detuvo al ver el semáforo en rojo antes del puente. El segundo puente, el E18, parecía una prótesis dental de proporciones gigantescas a través del paisaje e impedía ver el fiordo de Drammen. De acuerdo, no todo estaba bien hecho en Drammen. Harry había decidido parar a tomar café en Børsen en el camino de vuelta, pero cambió de idea al recordar que sólo servían cerveza.
El semáforo se puso en verde y Harry aceleró.
Edvard Mosken había reaccionado con vehemencia a su pregunta acerca de su hijo. Harry resolvió que investigaría a fondo quién había sido el juez en el proceso contra Mosken. Mientras conducía, echó un último vistazo a Drammen en el retrovisor. Desde luego que había ciudades peores.
DESPACHO DE ELLEN
7 de Marzo de 2000
A Ellen no se le había ocurrido nada.
Harry se había pasado por su despacho y estaba ahora sentado en su vieja silla, que no dejaba de crujir. Habían contratado a un nuevo agente, un joven oficial de Steinkjer, que se incorporaría dentro de un mes.
– ¿Qué te creías, que soy adivina? -preguntó al ver la decepción en el rostro de Harry-. Además, les he preguntado a los demás en la reunión de esta mañana, pero nadie había oído hablar de ningún Príncipe.
– ¿Y qué tal con el Registro de Armas? Ellos deberían tener datos completos sobre los traficantes.
– ¡Harry!
– ¿Sí?
– Yo ya no trabajo para ti.
– ¿Para mí?
– Bueno, pues contigo. Aunque yo tenía la sensación de que trabajaba para ti. Eres un bruto.
Harry se dio impulso con el pie e hizo girar la silla. Cuatro vueltas. Jamás había conseguido hacerla girar más de cuatro veces. Ellen alzó la vista al cielo, con resignación.
– De acuerdo. También llamé al Registro de Armas -admitió al fin-. Pero ellos tampoco habían oído hablar del Príncipe. ¿Por qué no te asignan un ayudante en el CNI?
– No es un caso prioritario. Meirik me permite dedicarme a ello, pero lo que quiere en realidad es que me dedique a averiguar qué están tramando los neonazis antes del Eid musulmán.
– Una de las frases que me diste era «entorno con fijación por las armas». La verdad es que no se me ocurre un ambiente más obsesionado por las armas que los ambientes neonazis. ¿Por qué no empezar por ahí? Matarías dos pájaros de un tiro.
– Sí, ya lo había pensado.
CAFÉ RYKTET, GRENSEN
7 de Marzo de 2000
Even Juul estaba en la escalinata cuando Harry aparcó el coche ante su casa.
Burre estaba a su lado, tironeando de la cadena.
– ¡Qué rapidez! -comentó Juul.
– Me puse en marcha en cuanto colgué el auricular -explicó Harry-. ¿Burre viene con nosotros?
– No, sólo lo he sacado un poco, mientras esperaba. Entra, Burre.
El perro miró a Juul con expresión suplicante.
– ¡Venga! ¡Adentro!
Burre dio un paso atrás y entró como una flecha en la casa. También Harry se sobresaltó ante el inesperado grito de Juul.
– Bien, podemos irnos -declaró Juul.
Harry atisbo un rostro tras la cortina de la cocina cuando se marchaban.
– Hay más claridad -dijo Harry.
– ¿Ah, sí?
– Me refiero a los días. Son más largos.
Juul asintió sin responder.
– He estado pensando en una cosa -confesó Harry-. La familia de Sindre Fauke, ¿cómo murieron?
– Ya te lo dije. Él los mató.
– Sí, pero ¿cómo?
– De un tiro. En la cabeza.
– ¿Los cuatro?
– Sí.
Por fin encontraron un aparcamiento en Grensen, desde el que se encaminaron al lugar que Juul había insistido en mostrarle a Harry cuando hablaron por teléfono.
– Así que esto es Ryktet -dijo Harry cuando entraron en el café apenas iluminado y casi desierto.
Tan sólo dos de las viejas mesas de fórmica estaban ocupadas. Harry y Juul pidieron café y se sentaron a una de las que había junto a la ventana. Dos hombres de edad avanzada que ocupaban una mesa en el interior del local interrumpieron su conversación para observarlos.
– Me recuerda a un café al que voy de vez en cuando -dijo Harry señalando hacia los dos ancianos.
– Son fieles creyentes -explicó Juul-. Viejos nazis y excombatientes que siguen pensando que ellos tenían razón. Aquí se desahogan de su amargura por la gran traición y critican al gobierno de Nygaards vold y el estado general de la situación. Eso hacen, claro, los que aún viven. Porque ya veo que van quedando menos.
– ¿Siguen estando políticamente comprometidos?
– Desde luego que sí, siguen furiosos. Por la ayuda a los países en vías de desarrollo, por las reducciones del presupuesto de Defensa, por las mujeres sacerdotes, por las parejas de hecho de homosexuales, por nuestros nuevos compatriotas, de origen extranjero; todas esas cosas que seguro que te imaginas encienden a estos tipos. En el fondo, siguen siendo fascistas.
– ¿Y tú crees que es posible que Urías sea asiduo de este local?
– Si lo que Urías pretende poner en práctica es algún tipo de acto de venganza contra la sociedad, aquí encontrará gente que piensa como él. Claro que hay otros lugares donde también se reúnen los excombatientes. Por ejemplo, todos los años celebran encuentros de camaradas aquí en Oslo, adonde acuden correligionarios de todo el país, soldados y otros que estuvieron en el frente oriental. Pero esos encuentros tienen un carácter muy distinto al ambiente de este agujero; son auténticos actos sociales en los que recuerdan a los caídos y está prohibido hablar de política. No, si yo estuviese buscando a un excombatiente con planes de venganza, empezaría por este lugar.
– ¿Tu esposa ha asistido a alguno de esos, cómo los has llamado…, encuentros de camaradas?
Juul clavó en Harry una mirada inquisitiva antes de negar despacio con un gesto.
– Se me ha ocurrido de pronto -explicó Harry-. Pensé que tal vez ella tuviese algo que contarme.
– Pues no, no tiene nada que contarte -atajó Juul con acritud.
– Estupendo. ¿Existe alguna relación entre los neonazis y los que tú llamas fieles creyentes?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Me han dado un soplo. Parecer ser que Urías se sirvió de un intermediario para hacerse con el Märklin, alguien que se mueve en un ambiente obsesionado por las armas.
Juul volvió a negar con la cabeza.
– La mayoría de los excombatientes sentirían un gran disgusto si te oyesen llamarlos correligionarios de los neonazis. Aunque éstos abrigan un profundo respeto por los excombatientes, para ellos, representan el sueño más deseado: defender la patria y la raza empuñando las armas.
– De modo que si un excombatiente quisiera agenciarse un arma, podría contar con el apoyo de los neonazis, ¿no?
– Seguro que sería bien acogido, sí. Pero tendría que saber a quién dirigirse. Cualquiera no podría conseguirle un arma tan potente y avanzada como la que buscas. Por ejemplo, no hace mucho que la policía de Hønefoss hizo un registro en el garaje de unos neonazis y encontró un viejo Datsun oxidado, cargado de mazos de fabricación casera, jabalinas de madera y un par de hachas romas. La mayor parte de los pertenecientes a este círculo se encuentra, literalmente, en la Edad de Piedra.
– Entonces, ¿dónde debo empezar a buscar a una persona del entorno que tenga contactos con traficantes de armas internacionales?
– El círculo no es demasiado grande, ése no es el problema. Cierto que Fritt Ord, el diario nacionalista, asegura que en todo el país hay unos mil quinientos nacionalsocialistas y nacionaldemócratas; pero si llamas a Monitor, la organización no gubernamental que se encarga de mantener vigilados los entornos fascistas, te dirán que tan sólo un máximo de cincuenta están activos. No, el problema es que las personas con recursos, las que realmente mueven los hilos, no se ven. No se pasean por ahí con las botas y las esvásticas tatuadas en el antebrazo, por así decirlo. Son personas con una posición social que pueden utilizar para servir a la causa pero, para ello, tienen que mantenerse en la sombra.
A su espalda, de repente, se oyó una voz grave:
– ¡Even Juul! ¿Cómo te atreves a venir a este lugar?
CINE GIMLE, PASEO DE BYGDØY
7 de Marzo de 2000
– Bueno, ¿qué crees que hice? -le preguntó Harry a Ellen mientras lo empujaba con suavidad para que avanzase en la cola-. Justamente estaba allí sentado, preguntándome si no debería levantarme y preguntarle a alguno de los malhumorados viejos si por casualidad no conocían a alguien que estuviese planeando perpetrar un atentado y que, por esa razón, hubiese adquirido una escopeta mucho más cara que la media. Y, en ese preciso momento, uno de ellos se coloca detrás de la mesa y grita con su vozarrón: «¡Even Juul! ¿Cómo te atreves a venir a este lugar?».
– Vale, ¿y qué hiciste? -quiso saber Ellen.
– Nada. Simplemente, seguí sentado mientras que a Even Juul se le desencajaba el rostro. Como si hubiese visto un fantasma. Estaba claro que se conocían. Por cierto, que es la segunda persona que me encuentro hoy que resulta que conoce a Juul. Edvard Mosken también me dijo que lo conocía.
– No es de extrañar, ¿no? Juul suele escribir en los periódicos, sale en televisión, es un personaje público.
– Sí, claro, tienes razón. Pero bueno, continúo: Juul se levanta y se va derecho a la calle. Lo único que yo puedo hacer es seguirlo. Cuando me reúno con él en la calle, está blanco como la cera. Sin embargo, cuando le pregunto por el hombre, asegura que no sabe quién es. Después, lo llevo a casa y apenas si se despide de mí antes de bajarse del coche. Se le veía muy afectado. ¿Te parece bien la fila diez?
Harry se agachó hacia la ventanilla y pidió dos entradas.
– Tengo mis dudas -confesó Harry.
– ¿Por qué? -quiso saber Ellen-. ¿Porque soy yo quien ha elegido la película?
– Es que, en el autobús, oí a una chica que comía chicle decirle a una amiga que Todo sobre mi madre es bonita. O sea, bonita.
– ¿Qué quieres decir?
– Que cuando las chicas dicen que una película es bonita, experimento una sensación del tipo Tomates verdes fritos. Cuando a las mujeres os sirven un pastel decorado con algo más de brillantez que los espectáculos de Oprah Winfrey, os parece que habéis visto una película cálida, inteligente. ¿Palomitas?
La fue guiando hasta la cola del quiosco.
– Eres un caso perdido, Harry. Un caso perdido. Por cierto, ¿sabes que Kim se ha puesto celoso cuando le he dicho que iba al cine con un colega?
– Enhorabuena.
– Antes de que se me olvide -añadió Ellen-. Tal y como me pediste que hiciera, encontré el nombre del abogado defensor de Edvard Mosken hijo. Y el de su abuelo, que presidió los juicios por traición.
– ¿Y?
Ellen sonrió.
– Johan Krohn y Kristian Krohn.
– Sorpresa.
– Estuve hablando con el fiscal de la causa contra Mosken hijo. Al parecer, Mosken padre perdió los nervios al oír que el tribunal juzgaba a su hijo culpable y llegó a agredir a Krohn. Además, dijo en voz alta que Krohn y su abuelo conspiraban contra la familia Mosken.
– Interesante.
– Me he ganado una grande de palomitas, ¿no crees?
Todo sobre mi madre fue mucho mejor de lo que Harry se había temido. Aun así, en medio de la escena donde entierran a Rosa, no tuvo más remedio que molestar a una llorosa Ellen para preguntarle dónde estaba Grenland. Ellen le contestó que era la zona en torno a Porsgrunn y Skien. Después, la dejó ver la película sin más interrupciones.
OSLO
8 de Marzo de 2000
Harry veía que el traje le quedaba pequeño. Lo veía, pero no comprendía por qué. No había engordado desde que tenía dieciocho años y el traje le quedaba perfecto cuando lo compró en Dressmann, para la fiesta de graduación en 1990. Como quiera que fuese, ahora comprobaba claramente en el espejo del ascensor que, entre los pantalones y los zapatos negros Dr. Martens, asomaba la franja de los calcetines. Aquél era, sin duda, uno de esos misterios irresolubles.
Las puertas del ascensor se abrieron y Harry empezó a oír la música, la charla altanera de los hombres y el parloteo de las mujeres, que escapaba por las puertas abiertas de la cantina. Miró el reloj. Eran las ocho y cuarto. Hasta las once podía pasar. A esa hora, se iría a casa.
Contuvo la respiración, entró en la cantina y echó un vistazo a su alrededor. Era como todas las cantinas noruegas, un local cuadrado con un mostrador de cristal en un extremo, para pedir la comida, muebles de color claro de madera procedente de algún fiordo de Sunnmøre, y carteles de prohibido fumar.
Los organizadores habían hecho lo posible por camuflar la cotidianidad con globos y manteles rojos. Aunque había muchos hombres, el reparto de sexos era, pese a todo, más equitativo que en las fiestas de la policía judicial. Parecía que la mayoría ya había tenido tiempo de ingerir bastante alcohol. Linda había mencionado algo acerca de unas copas previas en casa de alguien, y Harry se alegró de que no lo hubiesen invitado.
– ¡Qué elegante estás con traje, Harry!
Era Linda. Apenas si pudo reconocerla con aquel vestido tan ajustado que realzaba sus kilos de más, pero también su femenina lozanía. Llevaba una bandeja con bebidas de color naranja que, solícita, sostenía ante él.
– Eh…, no gracias, Linda.
– No seas soso, Harry. ¡Es una fiesta!
«Tonight we're gonna party like it's nineteen-ninety-nine…», cantaba Prince a gritos.
Ellen se inclinó en el asiento delantero y bajó el volumen.
Tom Waaler le lanzó una mirada fugaz.
– Es que estaba un poco alto -se disculpó ella mientras pensaba que sólo faltaban tres semanas para que llegase el oficial de Steinkjer; a partir de entonces, no tendría que volver a trabajar con Waaler.
No era la música. Waaler tampoco le hacía la vida imposible. Y, desde luego, no era un mal policía.
Eran las llamadas telefónicas. Y no porque Ellen Gjelten no fuese comprensiva con la atención debida a la vida sexual, pero la mitad de las llamadas que recibía su colega eran de mujeres que, según ella deducía por la conversación, Waaler estaba abandonando, había abandonado o estaba a punto de abandonar. Las conversaciones con estas últimas eran las más desagradables. Eran las que mantenía con las mujeres a las que aún no había destrozado; con ellas utilizaba un tono de voz especialísimo que hacía que Ellen sintiese deseos de gritar: «¡No lo hagas! ¡No le importas lo más mínimo! ¡Huye!». Ellen Gjelten era una persona generosa capaz de excusar las debilidades humanas. En el caso de Tom Waaler no había detectado muchas debilidades, pero tampoco demasiada humanidad. Simplemente, no le gustaba lo más mínimo.
Pasaron ante el Tøyenparken. A Waaler le habían dado un soplo de que alguien había visto a Ayub, el jefe de la banda de palestinos tras cuya pista llevaban desde la agresión que protagonizó en diciembre, en el restaurante persa Aladdin, en la calle Hausmannsgate, cerca del Slottsparken. Ellen sabía que llegaban demasiado tarde y que no les quedaba más que preguntar por allí si alguien sabía dónde estaba Ayub. No obtendrían ninguna respuesta, pero al menos habrían dado a entender con su presencia que no pensaban dejarlo en paz.
– Espera en el coche, voy a mirar -dijo Waaler.
– De acuerdo.
Waaler se bajó la cremallera de la cazadora de piel.
«Para exhibir los músculos que había conseguido a base de hacer pesas en el gimnasio de la comisaría -se dijo Ellen-. O quizá más bien para que se vea parte de la funda de la pistola y sepan que va armado.» Los oficiales del grupo de delitos violentos tenían permiso para llevar armas, pero ella sabía que Waaler no utilizaba el arma reglamentaria, sino un cacharro de gran calibre por el que ella no había tenido fuerzas para preguntarle. Después de los coches, el tema de conversación favorito de Waaler eran las armas y, ante eso, Ellen prefería los coches. Ella en cambio no llevaba ningún arma, a menos que se lo exigieran, como ocurrió el otoño anterior, con motivo de la visita del presidente.
Algo murmuraba en lo más recóndito de su cerebro. Pero el murmullo se vio interrumpido por una zumbona version digital de Napoleon med sin hær? [19]. Era el móvil de Waaler. Ellen abrió la puerta para llamarlo, pero él ya estaba entrando en el restaurante Aladdin.
Había sido una semana muy aburrida. Ellen no podía recordar otra tan tediosa desde que empezó en la policía. Y temía que tal sensación se debiera a que ahora tenía una vida privada que atender. De repente tenía sentido volver a casa antes de que se hiciese demasiado tarde, y las guardias de los sábados, como la de aquella noche, se le antojaban un sacrificio. El móvil dejó oír su Napoleon… por cuarta vez.
¿Sería una de las abandonadas o una que aun no lo había probado? Si Kim la dejase ahora… Pero no lo haría. Simplemente, estaba convencida de ello.
Napoleon med sin hær, por quinta vez.
Dentro de dos horas terminaría su guardia y se marcharía a casa, se daría una ducha e iría luego a casa de Kim, en la calle Helgesen, a tan sólo cinco minutos de marcha supercachonda a pie: los suficientes para ponerse cachonda. Ellen contuvo la risa.
¡La sexta vez! Agarró el móvil, que estaba debajo del freno de mano.
«Éste es el servicio de contestador de Tom Waaler. Lamentamos comunicarle que el señor Waaler no se encuentra disponible. Pero puede dejar su mensaje después de oír la señal.»
Tenía pensado gastar una broma y decir su nombre después pero, por alguna razón, se quedó en silencio con el móvil en la mano, escuchando la pesada respiración del interlocutor. Tal vez porque le resultaba emocionante, o quizá por curiosidad. Como quiera que fuese, entendió que la persona que había al otro lado creía que hablaba un contestador y ¡estaba esperando el pip! De modo que Ellen pulsó una de las teclas numéricas. Pip, se oyó.
– Hola, soy Sverre Olsen.
– Hola, Harry, ésta es…
Harry se volvió hacia Meirik, pero el resto de su frase se perdió en el estrépito, pues el autoelegido pinchadiscos de la fiesta subió el volumen de la música que bombeaba de los altavoces situados a la espalda de Harry:
«That don't impress me much…»
Harry no llevaba en la fiesta más de veinte minutos, ya había mirado el reloj dos veces y había tenido tiempo de preguntarse a sí mismo hasta cuatro veces: ¿guardaría el asesinato de aquel excombatiente alguna relación con la compra del rifle Märklin? ¿Quién era capaz de cometer un asesinato con un cuchillo, tan rápida y limpiamente, a plena luz del día en un portal del centro de Oslo? ¿Quién era el Príncipe? ¿Tenía algo que ver con todo aquello la sentencia contra el hijo de Mosken? ¿Qué había sido de Gudbrand Johansen, el quinto combatiente noruego? ¿Y por qué no se había tomado Mosken la molestia de buscarlo después de la guerra, si era cierto que Gudbrand Johansen le había salvado la vida?
Y allí estaba, en la esquina, al lado de uno de los altavoces, con una cerveza sin alcohol, en una copa, eso sí, para que nadie le preguntase por qué no bebía alcohol, mientras observaba a dos de los empleados más jóvenes del CNI que bailaban en la pista.
– Lo siento, no te he oído -se disculpó Harry.
Kurt Meirik removía en su copa una bebida de color naranja. Pese a todo, parecía andar más derecho que de costumbre en su traje de rayas azul que le quedaba como un guante, por lo que Harry pudo ver. Se tiró de las mangas de la chaqueta, consciente de que los puños de su camisa se veían muy por encima de los gemelos. Meirik se le acercó un poco.
– Estaba intentando decirte que ésta es la jefa de nuestra sección internacional, la comisario…
Harry se percató entonces de la presencia de la mujer que Meirik tenía a su lado. Complexión delgada. Falda roja, sencilla. Tuvo un presentimiento.
«So you got the looks, but have you got the touch…», continuaba la música.
Ojos castaños. Pómulos salientes. Tono de piel tostado. El cabello corto y oscuro, enmarcando un rostro delgado. La mujer sonreía con los ojos. Harry la recordaba guapa, pero no tan… encantadora. Aquélla era la única palabra que se le ocurría para calificar lo que tenía ante sí. Sabía que el hecho de que ella estuviese allí, delante de él, debía dejarlo mudo de sorpresa, pero de algún modo, lo encontró lógico, lo que hizo que, para sus adentros, asintiese como reconociendo la situación.
– … Rakel Fauke -dijo Meirik.
– Sí, ya nos hemos visto antes -dijo Harry.
– ¿Ah, sí? -preguntó Meirik sorprendido.
Ambos miraban a la mujer.
– Así es -dijo ella-. Pero creo que no llegamos a presentarnos.
Rakel Fauke le tendió la mano con la muñeca ligeramente flexionada que, una vez más, le hizo pensar a Harry en las clases de piano y de ballet.
– Harry Hole -se presentó.
– ¡Ajá! -respondió ella-. Por supuesto que eres tú. De delitos violentos, ¿no es cierto?
– Exacto.
– Cuando nos vimos, no sabía que tú eras el nuevo comisario del CNI. Si lo hubieras dicho…
– ¿Qué? -preguntó Harry.
Ella ladeó ligeramente la cabeza.
– Pues sí, ¿qué? -remató entre risas.
Su risa provocó que aquella palabra ridícula volviese a la mente de Harry: encantadora.
– Bueno, al menos te habría dicho que trabajamos en el mismo lugar -concluyó Rakel Fauke-. En condiciones normales, no suelo contarle a la gente dónde trabajo. Te hacen unas preguntas tan raras… A ti seguro que te pasa lo mismo.
– Y que lo digas -contestó Harry.
La mujer volvió a reír y Harry se preguntó qué era lo que había que hacer para que riese de ese modo constantemente.
– ¿Cómo es que no te he visto antes en el CNI? -le preguntó Rakel Fauke.
– El despacho de Harry está al fondo del pasillo -aclaró Kurt Meirik.
– Ya veo -asintió ella en tono comprensivo, sin dejar de sonreír con la mirada-. Así que el despacho al fondo del pasillo, ¿eh?
Harry asintió sombrío.
– Bueno, bueno -intervino Meirik-… íbamos al bar, Harry.
Harry aguardó una invitación que no llegó.
– Ya hablaremos -se despidió Meirik.
«Comprensible», se dijo Harry. Seguro que eran muchos los que esperaban aquella noche la palmadita en la espalda del jefe del CNI y de la comisario. Se colocó de espaldas a los altavoces, pero les lanzó una mirada furtiva mientras se alejaban. Ella lo había reconocido. Y recordaba que no se habían presentado la primera vez que se vieron. Apuró su copa de un trago; pero no le supo a nada.
«There's something else: the afterworld…»
Waaler cerró la puerta del coche tras de sí.
– Nadie ha hablado con Ayub, ni lo ha visto ni ha oído hablar siquiera de él -sintetizó-. Nos vamos.
– Muy bien -dijo Ellen antes de mirar el retrovisor y girar para apartarse de la acera.
– Veo que Prince está empezando a gustarte a ti también.
– ¿Tú crees?
– Por lo menos, has subido el volumen mientras yo estaba fuera.
– Ah.
Ellen recordó que tenía que llamar a Harry.
– ¿Hay algún problema?
Ellen miraba fijamente ante sí, escrutando el asfalto gris y húmedo, centelleando a la luz de las farolas.
– ¿Un problema? ¿Qué problema?
– No sé. Tienes una expresión…, como si hubiese ocurrido algo…
– No, no ha pasado nada, Tom.
– ¿Ha llamado alguien? ¡Oye! -gritó Tom dando un salto en su asiento y apoyando ambas manos en el salpicadero-. ¿Es que no has visto el coche o qué?
– Lo siento.
– ¿Quieres que conduzca yo?
– ¿Que conduzcas tú? ¿Por qué?
– Porque tú conduces como…
– ¿Como qué?
– Olvídalo. Te preguntaba si ha llamado alguien.
– No, Tom, no ha llamado nadie. Si alguien hubiera llamado, te lo habría dicho, ¿no?
Tenía que llamar a Harry.
Rápido.
– ¿Y entonces, por qué has apagado mi móvil?
– ¿Qué? -preguntó Ellen mirándolo aterrada.
– No quites la vista de la carretera, Gjelten. Te preguntaba que por qué…
– Te estoy diciendo que no ha llamado nadie. ¡Lo habrás apagado tú mismo!
Ellen había alzado la voz sin darse cuenta, hasta el punto de que a ella misma le sonó chillona.
– De acuerdo, Gjelten -la tranquilizó su colega-. Relájate. Sólo era una pregunta.
Ellen intentó seguir su consejo, respirar acompasadamente y pensar sólo en el tráfico que discurría ante su vehículo. Giró a la izquierda en la rotonda después de la calle Vahl. Era sábado por la noche, pero las calles de aquella parte de la ciudad estaban casi desiertas. Luz verde. A la derecha por la calle Jens Bjelke. A la izquierda bajando por la calle Tøyengata. Al aparcamiento de la comisaría. Durante todo el trayecto, no dejó de sentir la mirada inquisitiva y curiosa de Tom.
Harry no había mirado el reloj una sola vez desde que le presentaron a Rakel Fauke. Incluso se había dado una vuelta con Linda para saludar a algunos colegas. La conversación no fluía. Le preguntaban cuál era su rango y, una vez que había contestado, moría el diálogo. Probablemente se debía a una regla tácita del CNI: no preguntar demasiado. O simplemente les traía sin cuidado. Tanto mejor, porque él tampoco tenía ningún interés especial en ellos. Al cabo de un rato, estaba de vuelta junto al altavoz.
Había atisbado el rojo de la falda de Rakel Fauke un par de veces; por lo que pudo deducir, se dedicaba a circular por la sala sin detenersea hablar demasiado con nadie. Y aún no había bailado, de eso estaba seguro.
«¡Dios santo!, me estoy comportando como un adolescente», se recriminó.
Así que miró el reloj. Las nueve y media. Podía acercarse a ella, intercambiar unas palabras, por ver qué pasaba. Y, si no pasaba nada, siempre podía seguir su camino y quitarse de encima el baile que le había prometido a Linda antes de marcharse a casa. ¿Si no pasaba nada? Pero ¿qué se había creído? ¡Con una comisario que estaba prácticamente casada! Necesitaba un trago. No. Volvió a mirar el reloj. Sintió escalofríos ante la idea del baile al que se había comprometido. Debía irse a casa. Casi todos estaban ya bastante borrachos. Pero ni estando sobrios se darían cuenta de que el nuevo comisario del fondo del pasillo se había marchado. Podría simplemente salir por la puerta y tomar el ascensor. Incluso tenía el Escort que, fiel, lo aguardaba fuera. Y Linda parecía estar divirtiéndose en la pista de baile, donde se había aferrado a un joven oficial que la hacía dar vueltas con una sonrisa bobalicona.
– El concierto de Raga en el Justivalen fue más movido, ¿no crees? -preguntó Rakel Fauke.
Al oír tan cerca su voz grave, sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho.
Tom estaba en el despacho de Ellen, junto a su silla.
– Siento haber sido un poco pesado antes, en el coche -se disculpó.
Ellen no lo había oído entrar y dio un respingo en la silla. Tenía el auricular en la mano, pero aún no había marcado el número.
– Bah, no te preocupes -dijo ella-. Soy yo que estoy un poco…, ya sabes.
– ¿Premenstrual?
Ellen alzó la vista como un rayo y supo enseguida que no era una broma: su colega pretendía realmente ser comprensivo.
– Es posible -mintió ella.
¿Por qué habría entrado Tom en su despacho así, sin más? Era algo que no solía hacer.
– Bueno, Gjelten, la guardia se ha terminado -dijo Tom al tiempoque señalaba el reloj de la pared, que indicaba las diez-. Tengo el coche abajo. Te llevo a casa.
– Gracias, pero antes tengo que hacer una llamada. Vete y no me esperes.
– ¿Una llamada privada?
– ¡Qué va! Es sólo…
– Bueno, entonces te espero aquí.
Waaler se dejó caer en el viejo sillón de Harry, que emitió un crujido de protesta. Sus miradas se encontraron. ¡Mierda! ¿Por qué no le habría dicho que sí, que era una conversación privada? Ahora ya era demasiado tarde. ¿Sospecharía que ella había descubierto algo? Ellen intentó leer su mirada, pero era como si su capacidad hubiese desaparecido a causa de los nervios. ¿Nervios? Sabía bien por qué nunca se había sentido cómoda con Tom Waaler. No era por su visión de las mujeres, las personas de otra raza, los jóvenes activistas y los homosexuales, ni por su tendencia a aprovechar cualquier razón plausible para recurrir a la violencia. De hecho, era capaz de nombrar en un momento a otros diez agentes de policía que superaban a Tom Waaler en ese tipo de actitudes. Pese a todo, había logrado detectar en ellos algún que otro rasgo positivo que le hacían posible relacionarse con ellos. Pero en el caso de Tom Waaler, había algo más, y ya sabía lo que era: le tenía miedo.
– En realidad, puedo dejarlo para el lunes -se le ocurrió decir por fin.
– Estupendo -dijo el colega levantándose de nuevo-. Pues nos vamos.
Waaler tenía uno de esos deportivos japoneses que a Ellen se le antojaban imitaciones baratas de Ferrari. Tenía unos asientos como cubos que aprisionaban los hombros del ocupante, y los altavoces parecían abarcar la mitad del vehículo. El motor emitía un mimoso ronroneo y las luces de las farolas envolvían el interior mientras ellos avanzaban por la calle Trondheimsveien. Una voz en falsete que ella había aprendido a reconocer surgió de los altavoces:
«… I only wanted to be some kind of a friend, I only wanted to see you hathing…»
Prince. El Príncipe.
– Puedes dejarme aquí -dijo Ellen intentando adoptar un tono de voz natural.
– Nada de eso -dijo Waaler mirando al retrovisor-. Servicio de puerta a puerta. ¿Adónde vamos?
Ellen reprimió el impulso de abrir la puerta y saltar a la calzada.
– Aquí a la izquierda -dijo señalando la calle.
«Ojalá estés en casa, Harry.»
– Calle Jens Bjelke -leyó Waaler en voz alta al tiempo que giraba.
La iluminación era más escasa allí que en las calles que habían dejado atrás, y las aceras estaban desiertas. Por el rabillo del ojo, Ellen veía deslizarse por el rostro de Tom pequeños haces de luz. ¿Sabría él que ella lo sabía? ¿Habría visto que tenía la mano en el bolso, aferrada al aerosol de gas que había comprado en Alemania y que le había enseñado el otoño pasado, cuando Tom le dijo que se ponía en peligro a sí misma y a sus colegas al negarse a llevar armas? ¿Y no le había insinuado discretamente en alguna ocasión que él podía procurarle un arma corta de fácil manejo que podría ocultar en cualquier parte del cuerpo, que no estuviese registrada y que, por tanto, nadie relacionaría con ella en caso de que ocurriese una «desgracia»? Ellen no lo interpretó de forma tan directa en aquella ocasión, pues pensó que era una de esas macabras bromas machistas con que solía dejarse caer y le quitó importancia.
– Detente junto a ese coche rojo.
– ¡Pero si el número cuatro está en la próxima manzana! -exclamó Tom.
¿Le habría dicho ella misma que vivía en el número cuatro? Tal vez. Y seguramente lo había olvidado. Se sintió transparente, como una medusa de cristal, sintió que él podía ver su corazón latiendo desbocado.
El motor ronroneaba en ralentí. Tom había detenido el coche. Ella buscaba febrilmente la manivela de la puerta. ¡Jodidos ingenieros de pacotilla estos japoneses! ¿Por qué no podían colocar en la puerta simplemente una manilla normal, fácil de distinguir?
– Nos vemos el lunes -oyó decir a Waaler a su espalda al mismo tiempo que encontraba la manilla, salía de golpe e inhalaba el tóxico aire invernal de Oslo como si hubiese emergido a la superficie después de haber estado mucho tiempo bajo las frías aguas.
Lo último que oyó antes de cerrar la pesada puerta del portal fue el suave sonido del motor engrasado del coche de Waaler, que seguía en ralentí.
Subió atropelladamente las escaleras, pisando fuerte en cada peldaño empuñando las llaves como si llevase una varita mágica. Y entró en el apartamento. Mientras marcaba el número del apartamento de Harry, rememoró palabra por palabra el mensaje de Sverre Olsen: «Soy Sverre Olsen. Sigo esperando los diez mil de comisión por la pipa para el viejo. Llámame a casa».
Y después, colgó.
A Ellen le llevó una fracción de segundo comprender la situación. La quinta frase de la adivinanza de quién era el intermediario en el negocio del Märklin. Un policía. Tom Waaler. Naturalmente. Diez mil coronas de comisión para un imbécil como Olsen: debía de ser algo grande. El viejo. Un entorno obsesionado por las armas. Simpatizantes de la extrema derecha. El Príncipe que no tardaría en convertirse en comisario. Estaba más claro que el agua, tanto que, por un instante, le chocó que, pese a su capacidad para detectar lo que se les ocultaba a los demás, no se hubiese dado cuenta antes. Era consciente de que la paranoia se había apoderado de ella pero, mientras esperaba a que saliera del restaurante, no pudo evitar pensar que Tom Waaler tenía todas las posibilidades de ascender, de mover los hilos desde puestos cada vez más importantes, al abrigo de las alas del poder, y sólo los dioses sabían con quién se habría aliado ya en la comisaría. Pensándolo bien, había varios de los que jamás sospecharía que estuviesen implicados. Pero el único en el que estaba segura de que podía confiar al cien por cien, al cien por cien, era Harry.
Por fin daba la señal. No comunicaba. Jamás comunicaba. ¡Vamos, Harry!
Sabía además que sólo era cuestión de tiempo, hasta que Waaler hablase con Olsen y descubriese lo sucedido; y no le cabía la menor duda de que, a partir de ese momento, su vida correría peligro. Tenía que actuar con rapidez, pero no podía permitirse un solo paso en falso. Una voz interrumpió sus pensamientos:
– «Éste es el contestador automático de Hole. ¡Háblame!»
Pip.
– ¡Púdrete, Harry! Soy Ellen. Ya lo tenemos. Te llamo al móvil.
Sujetó el auricular con la barbilla mientras marcaba la H en la agenda del teléfono, que se le cayó al suelo con estrépito. Ellen lanzó una maldición hasta que, por fin, encontró el número de móvil de Harry. «Por suerte, él nunca se separa del móvil», pensó mientras lo marcaba.
Ellen Gjelten vivía en la tercera planta de un bloque recién reformado, en compañía de un pájaro carbonero domesticado llamado Helge. Los muros del apartamento tenían un grosor de medio metro y doble acristalamiento. Pese a todo, Ellen habría jurado que podía oír el persistente ronroneo de un coche en ralentí.
Rakel Fauke dejó oír su risa.
– Si le has prometido un baile a Linda, no te librarás de sacarle brillo a la pista.
– Bueno. La alternativa es largarse.
Se hizo una pausa durante la cual Harry cayó en la cuenta de que lo que acababa de decir podría malinterpretarse. De modo que se apresuró a preguntar:
– ¿Y cómo es que empezaste en el CNI?
– Fue por el ruso -explicó ella-. Me admitieron en un curso de ruso a cargo del Ministerio de Defensa y estuve en Moscú dos años, trabajando como intérprete. Kurt Meirik me reclutó entonces. Cuando terminé mis estudios de derecho, entré en el CNI, directamente en el nivel salarial treinta y cinco. Y creí que había puesto una pica en Flandes.
– ¿Y no fue así?
– ¿Estás loco? Mis compañeros de carrera ganan hoy tres veces más de lo que yo ganaré jamás.
– Podrías haberlo dejado y empezar a trabajar en lo mismo que ellos.
Rakel Fauke se encogió de hombros.
– Me gusta lo que hago. No se puede decir lo mismo de todos mis compañeros.
– Sí, hay algo de verdad en lo que dices.
Pausa.
«Hay algo de verdad en lo que dices.» ¿Acaso no era capaz de decir nada mejor?
– ¿Y qué tal tú, Harry? ¿A ti te gusta lo que haces?
Seguían mirando la pista de baile, pero Harry se había percatado de su mirada, de cómo lo estudiaba. Por su cabeza se cruzaban ideas de muy diversa índole. Que Rakel Fauke tenía pequeñas arrugas en torno a los ojos y la boca; que la cabaña de Mosken estaba lejos del lugar en el que habían encontrado los casquillos vacíos del Märklin; que, según el diario Dagbladet, el cuarenta por ciento de las mujeres noruegas del entorno urbano eran infieles; que tenía que preguntarle a la esposa de Even Juul si ella recordaba a tres soldados noruegos del regimiento Norge que habían resultado heridos o muertos por una granada de mano lanzada desde un caza, y que debería haberse comprado un traje de Dressmann durante la oferta de Año Nuevo que anunciaban en la cadena de televisión TV3. Pero ¿si le gustaba lo que hacía?
– A veces -respondió al fin.
– ¿Qué es lo que te gusta de tu trabajo?
– No lo sé. ¿Te parece una respuesta anodina?
– No lo sé.
– No es que no haya reflexionado sobre por qué soy policía. Claro que lo he hecho. Pero sigo sin saberlo. Tal vez simplemente porque me gusta atrapar a los malos.
– Ya. ¿Y qué haces cuando no te dedicas a atrapar a los malos?
– Ver La Isla de los Famosos.
Ella volvió a reír. Y Harry sabía que sería capaz de decir cualquier estupidez con tal de hacerla reír de aquel modo. Hizo un esfuerzo para hablar con cierta seriedad de cuál era su situación existencial en aquel momento pero, una vez excluidos los detalles desagradables, no le quedó mucho que decir. Sin embargo, puesto que ella parecía interesada en seguir escuchándolo, añadió algo acerca de su padre y de su hermana Søs. ¿Por qué, cuando alguien le pedía que hablase de sí mismo, terminaba siempre hablando de Søs?
– Parece una chica estupenda -opinó ella.
– La mejor -aseguró Harry-. Y la más valiente. No le tiene miedo a nada. Un piloto de pruebas de la vida.
Harry le habló de una ocasión en que Søs presentó una oferta verbal para la compra de un apartamento en la calle Jacob Aall; había visto la fotografía en las páginas de anuncios inmobiliarios del diario Aftenposten. Sólo porque el papel pintado de la fotografía le recordaba al de su habitación de la infancia en Oppsal. Y se lo adjudicaron por dos millones de coronas, un precio récord alcanzado aquel verano para el metro cuadrado en Oslo.
Rakel Fauke se echó a reír de tal modo que salpicó de tequila la chaqueta de Harry.
– Lo mejor de Søs es que, cuando se estrella, simplemente se levanta, se sacude un poco el polvo y enseguida está lista para la siguiente misión suicida.
Rakel Fauke le limpió el cuello de la chaqueta con un pañuelo.
– ¿Y tú, Harry, qué haces tú cuando te estrellas?
– ¿Yo? Bueno. Pues me quedo tirado un tiempo. Hasta que me vuelvo a levantar. No hay otra alternativa, ¿no?
– Sí, hay algo de verdad en lo que dices -comentó Rakel.
Harry la miró a la cara para comprobar si estaba burlándose de él y, en efecto, la vio reír con la mirada. Aquella mujer irradiaba fuerza, pero Harry dudaba mucho de que fuese experta en el campo de los aterrizajes forzosos.
– Bien, ahora te toca a ti contarme algo -afirmó Harry.
Rakel no tenía ninguna hermana a la que recurrir, era hija única. Así que habló del trabajo.
– Pero nosotros no solemos atrapar a nadie -comentó-. La mayoría de los asuntos se resuelven amistosamente con llamadas telefónicas o en una recepción en alguna embajada.
Harry dejó ver una media sonrisa.
– ¿Cómo se arregló la cosa con el agente del Servicio Secreto al que le pegué un tiro? -dijo Harry-. ¿Por teléfono o en una recepción?
Ella lo miró reflexiva mientras metía la mano en el vaso para sacar un cubito de hielo. Lo sujetó entre dos dedos hasta que una gota de agua rodó despacio por su muñeca, bajo la fina pulsera de oro y hacia el codo.
– ¿Bailas, Harry?
– Si no recuerdo mal, acabo de invertir como mínimo diez minutos en explicar cómo lo detesto.
Ella volvió a ladear la cabeza.
– Quiero decir, ¿bailas conmigo?
– ¿Con esta música?
Una versión con flauta de Pan, superlenta, de Let It Be surgía de los altavoces como espeso almíbar.
– Sobrevivirás. Considéralo un calentamiento previo a la gran prueba del baile con Linda.
Rakel posó una mano sobre su hombro.
– Dime, ¿estamos flirteando? -preguntó Harry.
– ¿Cómo dices, comisario?
– Lo siento, pero no se me da muy bien interpretar ese tipo de señales ocultas, así que te pregunto si estamos flirteando.
– Jamás se me pasaría por la cabeza.
Harry le rodeó la cintura con el brazo y probó unos pasos de baile.
– Me siento como si estuviese perdiendo la virginidad -confesó Harry-. Pero supongo que es inevitable, algo por lo que todo hombre noruego debe pasar tarde o temprano.
– ¿De qué me hablas? -preguntó ella riendo.
– Pues de bailar con una colega en una fiesta del trabajo.
– Pero yo no te he obligado.
Harry sonrió. Podría haber sido cualquier música, podrían haber estado escuchando Pajaritos interpretada al revés con un ukelele: habría matado por aquel baile.
– A ver, ¿qué es eso que llevas ahí? -preguntó Rakel Fauke.
– Bueno, no es una pistola y estoy muy contento de verte. Pero…
Harry sacó el móvil del cinturón y la soltó un instante para dejarlo sobre el altavoz. Cuando volvía, ella lo aguardaba con los brazos abiertos.
– Espero que aquí no haya ladrones -dijo Harry.
Se trataba de un chiste viejísimo al que solían recurrir en la comisaría; ella debía de haberlo oído cientos de veces y, aun así, rió dulcemente junto a su oreja.
Ellen aguardó hasta que se agotaron las señales del móvil de Harry antes de colgar e intentarlo de nuevo. Estaba junto a la ventana, observando la calle. Ningún coche. Claro que no, estaba histérica. Y Tom estaría ahora camino de su casa y de su cama; o de otra cama.
Después del tercer intento, desistió de hablar con Harry y llamó a Kim, que respondió con voz somnolienta.
– Devolví el taxi a las siete esta tarde… Me he pasado veinte horas conduciendo.
– Voy a ducharme -dijo ella-. Sólo quería saber que estabas ahí.
– Pareces nerviosa.
– No es nada. Llegaré en tres cuartos de hora. Por cierto, tendré que hacer una llamada desde tu casa. Y me quedaré a dormir.
– Estupendo. ¿Te importaría pasarte por el Seven-Eleven de Markveien y comprar tabaco?
– Vale. Tomaré un taxi.
– ¿Por qué?
– Luego te lo explico.
– ¿Sabes que es sábado por la noche? Olvídate de que te contesten siquiera en la centralita de radiotaxi. Y no te llevará más de cuatro minutos llegar aquí a pie.
Ellen vaciló un instante.
– ¿Oye?
– Sí.
– ¿Tú me quieres?
Ellen oyó su dulce risa a través del auricular y se imaginó sus ojos adormilados y medio cerrados y su cuerpo delgado, casi escuálido, bajo el edredón, en el triste apartamento de la calle Helgesen. Tenía vistas a Akerselva. Kim lo tenía todo. Y, por un instante, Ellen casi se olvidó de Tom Waaler. Casi.
– ¡Sverre!
La madre de Sverre Olsen estaba en el rellano de la escalera y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, tal y como había hecho siempre, desde que Sverre tenía uso de razón.
– ¡Sverre! ¡Al teléfono!
Gritaba como si estuviese pidiendo ayuda, como si estuviese ahogándose o algo así.
– ¡Lo cogeré aquí arriba, mamá!
Bajó las piernas de la cama, descolgó el auricular y esperó hasta oír que su madre había colgado en la planta baja.
– ¿Hola?
– Soy yo.
Prince de música de fondo. Siempre Prince.
– Sí, ya lo suponía -respondió Sverre.
– ¿Y eso por qué?
Preguntó como un rayo. Tanto que Sverre se puso enseguida a la defensiva, exactamente igual que si fuese él quien le debiese dinero a Tom y no al contrario.
– Supongo que llamas porque recibiste mi mensaje, ¿no? -preguntó Sverre.
– Te llamo porque estoy mirando la lista de llamadas recibidas. Y veo que esta noche has hablado con alguien a las veinte y treinta y dos. ¿De qué mensaje me estás hablando?
– Te dejé un mensaje sobre la pasta, claro. Empiezo a andar apurado y me prometiste…
– ¿Con quién hablaste?
– ¿Cómo? Pues con la tía que tienes en el contestador. Bastante pava. ¿Es la nueva?
Sin respuesta. Tan sólo Prince, a un volumen muy bajo. «You sexy motherfucker…»
De repente, la música cesó.
– Repíteme exactamente lo que dijiste.
– Sólo dije que…
– ¡No! Repítelo exactamente. Palabra por palabra.
Sverre reprodujo su mensaje con tanta precisión como pudo.
– Ya me temía que sería algo así -dijo el Príncipe-. Acabas de descubrirle toda la operación a una persona ajena, Olsen. Si no tapamos esa fuga de inmediato, estamos acabados. ¿Lo entiendes?
Sverre Olsen no entendía nada.
El Príncipe parecía tranquilo mientras le explicaba que su móvil había estado por unos minutos en manos de la persona equivocada.
– Lo que oíste no fue un contestador, Olsen.
– Y entonces, ¿quién era?
– Digamos que era el enemigo.
– ¿La agencia Monitor? ¿Acaso hay alguien vigilando?
– La persona en cuestión va ahora camino de la policía. Y detenerla es cosa tuya.
– ¿Cosa mía? Yo sólo quiero mi dinero y…
– Cierra el pico, Olsen.
Y Olsen cerró el pico.
– Es por la causa. Tú eres un buen soldado, ¿no es cierto?
– Sí, pero…
– Y un buen soldado no deja rastro tras de sí, ¿verdad?
– Mi misión era simplemente hacer de mensajero entre el viejo y tú; eres tú el que…
– En especial cuando sobre ese soldado pesa una sentencia de tres años que, a causa de un error de forma, se convirtió en condicional.
Sverre oyó el ruido de su propia garganta al tragar saliva.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -comenzó a preguntar.
– No te preocupes por eso. Sólo quiero que entiendas que tienes, como mínimo, tanto que perder como yo y el resto de la hermandad.
Sverre no respondió. No era necesario.
– Mira el lado positivo, Olsen. Así es la guerra. Y en la guerra no hay lugar para cobardes y traidores. Y piensa que la hermandad premia a sus soldados. Además de los diez mil, recibirás cuarenta mil más cuando hayas terminado el trabajo.
Sverre pensaba… en la ropa que iba a ponerse.
– ¿Dónde? -preguntó.
– En la plaza Schou, dentro de veinte minutos. Tráete todo lo que necesitas.
– ¿No bebes? -preguntó Rakel.
Harry miró a su alrededor. La última vez que habían bailado lo hicieron tan pegados, que seguro que provocaron la extrañeza de alguno que otro. Ahora se habían retirado a una mesa en lo más recóndito de la cantina.
– Lo he dejado -explicó Harry.
Ella asintió.
– Es una larga historia -añadió.
– No ando mal de tiempo -lo animó ella.
– Esta noche sólo me apetece oír historias divertidas -comentó él con una sonrisa evasiva-. Mejor hablemos de ti. ¿No tendrás una niñez de la que te apetezca hablar?
Harry confiaba en que le arrancaría unas risas, pero ella simplemente sonrió con desgana.
– Mi madre murió cuando yo tenía quince años pero, aparte de eso, me apetece hablar de casi todo.
– Vaya, lo siento.
– No hay nada que sentir. Era una mujer excepcional. Pero ¿no íbamos a hablar de cosas divertidas?
– ¿Tienes hermanos?
– No, sólo estamos mi padre y yo.
– ¿Así que tienes que ocuparte de él tú sola?
Rakel lo miró perpleja.
– Sé cómo te sientes -añadió Harry-. Yo también perdí a mi madre. Mi padre se sentó en una silla a mirar la pared durante años. Literalmente, tenía que darle de comer.
– Mi padre era propietario de una gran cadena de material de construcción que él mismo había fundado de la nada y que yo creía era lo más importante de su vida. Pero, cuando mi madre murió, perdió por completo el interés por su trabajo de un día para otro. Y vendió la empresa antes de que se fuese al traste por completo. Y apartó de su lado a todas las personas a las que conocía, yo incluida. Se convirtió en un hombre amargado y solitario.
Rakel Fauke hizo un gesto de resignación.
– Yo tenía mi propia vida que vivir. Había conocido a un hombre en Moscú y mi padre se sintió traicionado porque yo quería casarme con un ruso. Cuando me traje a Oleg a Noruega, las cosas se complicaron bastante entre nosotros.
Harry se levantó para volver enseguida con una margarita para ella y un refresco de cola.
– Es una pena que no nos conociéramos durante la carrera, Harry.
– Yo era un bobo entonces -confesó Harry-. Y estaba en contra de todos aquellos a los que no les gustaban los mismos discos y las mismas películas que a mí. Yo no le gustaba a nadie. Ni a mí mismo.
– Eso no me lo creo.
– Esa frase la he robado de una película. El tipo que la dijo se ligó a Mia Farrow. Quiero decir, en la película. Nunca he comprobado si funciona en la vida real.
– Bueno -comenzó Rakel mientras saboreaba su margarita-. Yo creo que es un buen principio. Pero ¿estás seguro de que no has robado también eso de que has robado la frase de una película?
Ambos rieron y empezaron a hablar de buenas y malas películas, de buenos y malos conciertos en los que habían estado, y, a medida que hablaban, Harry comprendió que tenía que modificar bastante su primera impresión de Rakel Fauke. Por ejemplo, era una mujer que había dado la vuelta al mundo sola a la edad de veinte años; a la misma edad, las únicas experiencias de la vida adulta de que Harry podía presumir eran un viaje fracasado con Interrail y un incipiente problema con el alcohol.
Rakel miró el reloj.
– Ya son las once. Y me esperan en casa.
Harry sintió que se le rompía el corazón.
– A mí también -dijo mientras se levantaba.
– ¿Ah, sí?
– Sí, un monstruo que tengo bajo la cama. Deja que te lleve.
Ella sonrió:
– No es necesario.
– Está prácticamente de camino.
– ¿Tú también vives en Holmenkollen?
– Muy cerca. O bastante cerca. En Bislett.
Rakel se echó a reír.
– O sea, en el otro extremo de la ciudad. Entonces ya sé qué es lo que quieres.
Harry respondió con una sonrisa bobalicona. Ella le puso la mano en el hombro:
– Quieres que te ayude a poner el coche en marcha, ¿verdad?
– Parece que no está, Helge -dijo Ellen.
Estaba junto a la ventana con el abrigo puesto, mirando entre las cortinas. Abajo, la calle aparecía desierta; el taxi había desaparecido con tres chicas muy animadas. Helge no respondió. El pájaro, que tenía una sola ala, parpadeó un par de veces y se rascó el vientre con la pata.
Probó a llamar de nuevo al móvil de Harry, pero la misma voz femenina le repitió que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
Así que le puso la funda a la jaula, le dio a Helge las buenas noches, apagó la luz y salió cerrando la puerta tras de sí. La calle Jens Bjelke estaba prácticamente desierta y se apresuró hacia la de Thorvald Meyer, pues sabía que, los sábados por la noche, aquello era un hervidero de gente. Ante la puerta del bar Fru Hagen, saludó a un par de personas a las que reconoció de haber intercambiado con ellas unas frases alguna noche lluviosa mientras hacían la ronda por los bares de Grunerløkka. Recordó que le había prometido a Kim que compraría cigarrillos y dio la vuelta para bajar al Seven-Eleven de la calle Markveien. Vio otra cara que le resultaba vagamente familiar y le sonrió automáticamente al mirarla.
En el Seven-Eleven se quedó un rato intentando recordar si Kim fumaba Camel o Camel Light y, de repente, cayó en la cuenta de lo poco que llevaban juntos. Y de cuánto les quedaba por aprender el uno del otro. Y de que, por primera vez en su vida, aquello no la asustaba, sino que más bien la llenaba de alegría. Simplemente, se sentía feliz. La idea de que Kim la esperaba desnudo en la cama a tan sólo tres manzanas de donde ella se encontraba le hizo sentir un deseo intenso y dulzón. Se decidió por Camel, esperó paciente hasta que la atendieron y, ya en la calle, optó por tomar el atajo por Akerselva.
Le llamó la atención la escasa distancia que, en las grandes ciudades, podía haber entre un barrio abarrotado de gente y otro totalmente desierto. De repente, lo único que se oía era el río y el chapoteo de sus botas en la nieve. Y, cuando se dio cuenta de que no eran sus pasos los únicos que oía, ya era demasiado tarde para arrepentirse de haber tomado el atajo. Ahora, además, empezaba a oír también otra respiración, pesada y jadeante. «Tiene miedo y está enfadado», pensó, y, en ese mismo instante, supo que su vida corría peligro. No se volvió a mirar, sino que echó a correr. Los pasos que resonaban a su espalda la seguían al mismo ritmo. Intentó correr con calma y con movimientos eficaces, no caer presa del pánico y cansarse. «No corras como una mujer», se dijo al tiempo que echaba mano del aerosol de gas que llevaba en el bolsillo del abrigo, pero los pasos se acercaban inexorables a su espalda. Pensó que sólo con que llegase al triángulo de luz del camino peatonal, estaría a salvo. Pero ella sabía que no era cierto. En efecto, justo bajo el haz de luz de la farola, la alcanzó en el hombro el primer golpe, que la derribó de lado sobre la montaña de nieve. El segundo le paralizó el brazo y el aerosol cayó rodando de su mano lastimada. El tercero le trituró la rótula, pero el dolor bloqueó su grito, que aún esperaba mudo en el fondo de su garganta bombeando la sangre en sus venas hinchadas bajo la piel, pálida por el frío invernal. Lo vio levantar el bate a la luz amarillenta de la farola, ahora lo reconocía: era el mismo hombre al que había visto ante la puerta del Fru Hagen. Sin olvidar su condición de policía, tomó nota de que llevaba una chaqueta corta de color verde, botas negras y una gorra de soldado también de color negro. El primer golpe que recibió en la cabeza le paralizó el nervio óptico y la envolvió en negras tinieblas.
«El cuarenta por ciento de los acentores comunes sobreviven -alcanzó a pensar-. Yo también acabaré sana y salva este invierno.»
Tanteó con los dedos sobre la nieve por ver si hallaba algo a lo que agarrarse. El segundo golpe la alcanzó cerca de la nuca.
«Ya falta poco para que termine -se dijo-. Pienso sobrevivir este invierno.»
Harry se detuvo ante la entrada de la casa de Rakel Fauke, en la calle Holmenkollveien. El claro resplandor de la luna le daba a su piel una apariencia irreal, cadavérica; incluso a la escasa luz del interior del coche se le veía el cansancio en los ojos.
– Bueno, pues ya está -dijo Rakel.
– Sí, ya está -repitió Harry.
– Me gustaría invitarte a entrar pero…
Harry se echó a reír.
– Supongo que Oleg no lo valoraría de forma positiva.
– Oleg lleva ya un buen rato durmiendo plácidamente, pensaba más bien en la canguro.
– ¿La canguro?
– Sí, es la hija de un oficial del CNI. No me malinterpretes, pero no soporto ese tipo de habladurías en el trabajo.
Harry clavó la mirada en el salpicadero. El cristal del indicador de velocidad se había resquebrajado, y tenía la firme sospecha de que el fusible de la bombilla del aceite se había fundido.
– ¿Oleg es tu hijo?
– Sí, ¿quién creías que era?
– Pensé que era tu pareja.
– ¿Qué pareja?
El encendedor lo habrían tirado por la ventana; o se lo habrían robado junto con la radio.
– Tuve a Oleg cuando vivía en Moscú -explicó-. Su padre y yo vivimos juntos durante diez años.
– ¿Qué pasó?
Ella se encogió de hombros.
– No pasó nada. Dejamos de querernos. Y yo regresé a Oslo.
– Así que eres…
– Una madre soltera. ¿Algún problema?
– Así que soltera. Simplemente soltera.
– Antes de que empezaras a trabajar con nosotros, alguien mencionó algo sobre ti y tu compañera de despacho en el grupo de delitos violentos.
– ¿Ellen? No. Sencillamente, nos llevábamos bien. Bueno, nos llevamos bien. Aún sigue ayudándome de vez en cuando.
– ¿A qué?
– Con el caso en el que estoy trabajando.
– Ah, sí, el caso.
Rakel volvió a mirar el reloj.
– ¿Te ayudo a abrir la puerta? -preguntó Harry.
Ella sonrió, negó con un gesto y le dio un empujón con el hombro. La puerta emitió un chirrido al abrirse.
Holmenkollåsen estaba silencioso, tan sólo se oía un leve rumor que surcaba las copas de los viejos abetos. Rakel puso un pie en la capa de nieve.
– Buenas noches, Harry.
– Una cosa más.
– ¿Sí?
– Cuando vine aquí por primera vez, ¿por qué no me preguntaste para qué buscaba a tu padre? Sólo querías saber si había algo que tú pudieses hacer por ayudarme.
– Deformación profesional: procuro no preguntar cuando el asunto no va conmigo.
– ¿Sigues sin sentir curiosidad?
– Yo siempre siento curiosidad. Es sólo que no pregunto. ¿Y bien?
– Estoy buscando a un antiguo soldado del frente oriental al que puede que tu padre conociese en la guerra. Este soldado ha comprado un rifle Märklin. Por cierto que tu padre no parecía estar amargado cuando hablé con él.
– Sí, parece que ese proyecto de escribir un libro lo ha despertado a la vida. Yo misma no salgo de mi asombro.
– Puede que llegue el día en que retoméis vuestra relación, ¿no?
– Puede -admitió ella.
Sus miradas se encontraron, quedaron como ancladas la una en la otra, sin poder liberarse.
– Dime, ¿estamos flirteando? -preguntó Rakel.
– Jamás se me pasaría por la cabeza.
Mucho después de haber aparcado en Bislett, en zona prohibida, aún podía recordar la sonrisa de sus ojos. Y aún la tenía presente cuando espantó al monstruo para que huyese otra vez bajo la cama, y se durmió sin percatarse de la lucecita roja del teléfono que parpadeaba indicándole que tenía un mensaje sin escuchar grabado en el contestador.
Sverre Olsen cerró la puerta, se quitó los zapatos e intentó deslizarse sin hacer ruido escaleras arriba. Se saltó el peldaño que crujía, pero sabía que era inútil:
– ¿Sverre?
El grito venía de la puerta abierta del dormitorio.
– Sí, mamá.
– ¿Dónde has estado?
– Por ahí, mamá, dando una vuelta. Pero ya me acuesto.
Hizo oídos sordos a sus palabras, pues ya sabía cuáles eran. Caían como sucia aguanieve que desaparecía tan pronto como alcanzaba el suelo. Después cerró la puerta de su habitación y se quedó solo. Se tumbó en la cama y, mirando fijamente el techo, repasó lo sucedido. Era como una película. Cerró los ojos intentando erradicarlo de su mente, pero la película seguía pasando.
No tenía ni idea de quién era la mujer. El Príncipe había acudido a la plaza Schou, tal y como habían acordado, y lo había llevado en coche hasta la calle donde ella vivía. Habían aparcado de modo que la mujer no pudiese verlos desde la ventana de su apartamento y en cambio ellos sí pudieran verla salir. El Príncipe le había dicho que podía llevarles toda la noche y que se relajase, puso aquella maldita música de negro y bajó el respaldo de la silla. Pero después de sólo media hora, se abrió la puerta del portal y el Príncipe le dijo: «Es ella».
Sverre la persiguió a buen paso, pero no le dio alcance hasta que no salieron de la calle a oscuras y se encontraron entre un montón de gente. En un momento dado, la mujer se volvió, lo vio y lo miró a la cara; por un instante, tuvo el convencimiento de que lo había descubierto, de que ella había visto el bate que llevaba en la manga sobresalir por el cuello de la chaqueta. Sintió tanto miedo que no fue capaz de controlar el temblor de su cara. Pero después, cuando ella se encaminó hacia el Seven-Eleven, el miedo se convirtió en ira. Recordaba los detalles de la escena que transcurrió mientras estaban bajo la luz de la farola, en el camino peatonal, y, al mismo tiempo, no los recordaba. Sabía lo que había sucedido, pero era como si una parte de la historia se hubiese borrado, como en uno de esos concursos de la tele, de ese Roald Øyen, en los que te dan un fragmento de una imagen y tú tienes que adivinar lo que representa.
Volvió a abrir los ojos. Concentró la mirada en las placas de escayola del techo, abombadas por encima de la puerta. Cuando le pagaran su dinero, contrataría a un albañil para que les arreglase la fuga de agua de la que su madre llevaba quejándose tanto tiempo. Intentó pensar en la reparación del tejado, pero sabía que lo que pretendía era evitar pensar en otra cosa. Que algo no encajaba. Que esta vez había sido diferente. No como con el chino del Dennis Kebab. Aquella chica era una muchacha noruega normal y corriente. De cabello castaño y corto y ojos azules. Habría podido ser su hermana. Intentó repetirse las palabras que el Príncipe había grabado en su conciencia: que él era un soldado, que lo hacía por la causa.
Contempló la imagen que había pegado a la pared, bajo la bandera con la esvástica. Era una fotografía del SS-Reichsfübrer und Chef der Deutschen Polizei, Heinrich Himmler, en la tribuna, cuando estuvo en Oslo en 1941. Se dirigía a los voluntarios noruegos que habían prestado juramento en las Waffen-SS. Uniforme de color verde. Las iniciales de las SS en el cuello. Vidkun Quisling al fondo. Himmler. Muerto con honor el 23 de mayo de 1945. Suicidio.
– ¡Joder!
Sverre apoyó los pies en el suelo, se incorporó y se puso a caminar nervioso de un lado a otro de la habitación.
Se detuvo ante el espejo que había junto a la puerta. Se echó la mano a la cabeza. Después rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Mierda, ¿adónde había ido a parar su gorra de soldado? Por un instante, lo aterró la idea de que se hubiese quedado en la nieve, junto al cuerpo de la mujer, pero entonces cayó en la cuenta de que la llevaba cuando regresó al coche del Príncipe. Y respiró hondo.
Del bate se había deshecho tal y como el Príncipe le había aconsejado que hiciera. Le había limpiado las huellas y lo había arrojado al río Akerselva. Lo único que tenía que hacer ahora era mantenerse apartado, esperar y ver qué pasaba. El Príncipe le había dicho que él se encargaría de ello, igual que había hecho siempre. Sverre ignoraba dónde trabajaba el Príncipe, aunque era seguro que tenía buenos contactos en la policía.
Sverre se desnudó ante el espejo. Los tatuajes se veían grises al resplandor de la luna que entraba por entre las cortinas. Se pasó la mano por la cruz de hierro que llevaba colgada del cuello.
– ¡Puta! -masculló-. ¡Jodida puta comunista de mierda!
Cuando por fin concilio el sueño, ya había empezado a amanecer por el este.
HAMBURGO
30 de Junio de 1944
Mi querida, amada Helena:
Te amo más que a mi vida, ahora ya lo sabes. Aunque lo nuestro no duró mucho tiempo y te espera una larga vida llena de felicidad (¡lo sé!), espero que nunca me olvides del todo. Es de noche y estoy sentado en un dormitorio junto al puerto de Hamburgo, mientras las bombas caen ahí fuera. Estoy solo, los demás han ido a refugiarse en los bunkeres y subterráneos, y no hay electricidad, pero los incendios que arrasan la ciudad me proporcionan la luz suficiente para escribir.
Tuvimos que bajarnos del tren antes de llegar a Hamburgo, puesto que la vía había sido bombardeada la noche anterior. Nos trasladaron a la ciudad en camiones y, cuando llegamos, nos aguardaba un espectáculo horrendo. Una de cada dos casas parecía abandonada, los perros vagaban entre las humeantes ruinas y por todas partes se veían niños escuálidos y harapientos que miraban nuestros camiones con sus grandes ojos inexpresivos. Atravesé Hamburgo camino de Sennheim hace tan sólo dos años, pero ahora la ciudad está irreconocible. En aquella ocasión, pensé que no había visto un río más hermoso que el Elba, pero ahora lleva restos de maderos y de embarcaciones flotando sobre sus aguas turbias, y he oído decir que están envenenadas de tantos cadáveres como las surcan. También he oído hablar de nuevos bombardeos previstos para esta noche y que la única posibilidad es intentar llegar al campo. Según los planes, debería seguir hacia Copenhague esta noche, pero también las líneas ferroviarias que llevan al norte han sido bombardeadas.
Lamento mi mal alemán. Como ves, tampoco mi pulso es del todo firme, pero eso es culpa de las bombas, que hacen temblar todo el edificio, y no porque tenga miedo. ¿De qué había de tenerlo? Desde el lugar en el que estoy sentado, puedo presenciar un fenómeno del que había oído hablar, pero del que nunca había sido testigo: un tornado de fuego. Las llamas que se alzan al otro lado del puerto parecen engullirlo todo. Veo trozos de maderos y tejados de hojalata despegar y volar enteros hacia el corazón de las llamas. Y el mar, ¡el mar está hirviendo! El vapor sube desde debajo de los muelles que hay enfrente: si un desgraciado pretendiera salvarse saltando al agua, se cocería vivo. Abrí la ventana y me dio la sensación de que el aire no tenía oxígeno. Y entonces oí el bramido, como si alguien estuviese dentro de las llamas gritando ¡más, más, más! Es escalofriante y horrendo, sí, pero, curiosamente, también resulta tentador.
Mi corazón está tan colmado de amor que me siento invulnerable, gracias a ti, Helena. Si un día tienes hijos (cosa que espero y deseo), me gustaría que les contases mi historia. Háblales de ella como si fuera una aventura, pues eso es, ¡una aventura real! He decidido salir esta noche para ver qué encuentro, a quién me encuentro. Dejaré la carta en la cantimplora de metal, en la mesa. He grabado en ella tu nombre y tu dirección con la bayoneta para que, quienes la encuentren, sepan qué hacer.
Con amor
Urías