Parte VII. ABRIGO NEGRO

Capítulo 74

HOSPITAL RIKSHOSPITALET

11 de Mayo de 2000


Harry reconoció a Bernt Brandhaug enseguida. Miraba a Harry con los ojos muy abiertos y con una amplia sonrisa.

– ¿Por qué sonríe? -preguntó Harry.

– A mí no me lo preguntes -replicó Klemetsen-. Los músculos de la cara se tensan y la gente suele tener todo tipo de expresiones faciales. A veces, hay padres que no reconocen a sus propios hijos, de tanto como les cambia la cara.

La mesa de intervenciones quirúrgicas donde yacía el cadáver estaba en medio de la blanca sala de autopsias. Klemetsen retiró la sábana para que pudieran ver el resto del cuerpo. Halvorsen se volvió enseguida. Había rechazado la pomada contra olores que Harry le ofreció antes de entrar, aunque como la temperatura ambiente de la sala de autopsias número 4 del Instituto Forense del hospital era de doce grados, el hedor no era de los peores. Halvorsen no paraba de toser.

– Lo comprendo -convino Knut Klemetsen-. No es un espectáculo agradable.

Harry asintió con la cabeza. Klemetsen era un buen forense y un hombre compasivo.

Comprendía que Halvorsen era nuevo y no quería avergonzarlo. Brandhaug no tenía peor pinta que otros cadáveres. Por ejemplo, su aspecto no era más desagradable que el de los gemelos que habían permanecido bajo el agua una semana, ni que el del chico de dieciocho años que se había estrellado a doscientos por hora mientras intentaba escapar de la policía; o que el de la yonqui que hallaron sentada desnuda y sólo cubierta por un plumón al que había prendido fuego. Harry había visto de todo y Bernt Brandhaug no tenía posibilidades de ser incluido en su lista de los diez peores. Ahora bien, para haber recibido un tiro por la espalda, Bernt Brandhaug tenía una pinta catastrófica. El agujero de salida del pecho era tan grande que la mano de Harry cabría en él sin problemas.

– ¿Así que la bala le dio en la espalda? -preguntó Harry.

– En medio de los omoplatos, con una leve inclinación. Seccionó la columna vertebral al entrar y el esternón al salir. Como ves, algunas partes del esternón han desaparecido, hallaron restos en el asiento del coche.

– ¿En el asiento del coche?

– Sí, acababa de abrir la puerta del garaje, supongo que iba a trabajar y la bala lo atravesó a él, el parabrisas y la luna trasera, y se detuvo en el muro del garaje. Una pasada.

– ¿Qué clase de bala habrá sido? -preguntó Halvorsen, que ya parecía haberse recuperado.

– Esa pregunta tendrán que contestarla los expertos de balística -observó Klemetsen-. Pero sí puedo decirte que su efecto ha sido como el de algo intermedio entre una bala «dundun» y un taladro para túneles. Sólo cuando trabajé para la ONU en Croacia, en 1991, vi algo parecido.

– Una bala de Singapur -intervino Harry-. Encontraron los restos incrustados medio centímetro en la pared de hormigón. El casquillo que hallaron en el bosque era del mismo tipo que el que yo encontré en Siljan este invierno. Por eso me llamaron a mí enseguida. ¿Qué más nos puedes contar, Klemetsen?

No sabía mucho más. Les dijo que habían realizado la autopsia en presencia de oficiales de la KRIPOS, como dictaba la normativa. La causa de la muerte era obvia y sólo había dos aspectos dignos de mención. Había restos de alcohol en la sangre y se había encontrado secreción sexual debajo de la uña del dedo índice derecho.

– ¿De la esposa? -preguntó Halvorsen.

– Eso lo averiguará la científica -dijo Klemetsen mirando al joven oficial por encima de las gafas-. Si quiere. A menos que opinéis que es relevante para la investigación, quizá no sea necesario pedir esos análisis, por ahora.

Harry asintió.


Tomaron la calle Sognsvann, luego la de Peder Anker, hasta llegar al domicilio de Brandhaug.

– ¡Qué casa más fea! -exclamó Halvorsen.

Llamaron al timbre y tuvieron que aguardar un rato hasta que una mujer de unos cincuenta años y muy maquillada les abrió la puerta.

– ¿Elsa Brandhaug?

– Soy su hermana. ¿Quién la busca?

Harry mostró su tarjeta de identificación.

– ¿Más preguntas? -resopló la hermana con rabia contenida en la voz.

Harry afirmó con un gesto, aunque sospechaba cuál sería la reacción.

– ¡Os lo aseguro! Está totalmente agotada y no va a devolverle su marido el hecho de que vosotros…

– Perdón, pero no estamos pensando en su marido -la interrumpió Harry, educadamente-. Él está muerto. Pensamos en la próxima víctima, en evitar que alguien más tenga que pasar por lo que ella está pasando ahora.

La hermana se quedó boquiabierta, sin saber exactamente cómo continuar la frase. Harry la sacó del apuro preguntando si debían quitarse los zapatos antes de entrar.

La señora Brandhaug no parecía tan agotada como su hermana había dado a entender.

Estaba sentada en el sofá con la mirada perdida, pero a Harry no le pasó inadvertida la labor de punto que asomaba por debajo de uno de los cojines del sofá. Y no es que hubiese nada de extraño en dedicarse a tejer cuando acaban de asesinar a tu marido. Bien mirado, quizá fuese hasta normal. Algo familiar a lo que aferrarse cuando el resto del mundo se viene abajo a tu alrededor.

– Me marcho esta noche a casa de mi hermana -explicó la mujer.

– Tengo entendido que se te ha facilitado vigilancia policial -dijo Harry-. Por si acaso…

– Por si acaso vienen a por mí también -remató ella.

– ¿Crees que existe la posibilidad? -preguntó Halvorsen-. Y, de existir, ¿quiénes vendrán a por ti?

La mujer se encogió de hombros. Miró por la ventana, en dirección a la pálida luz del día que entraba en el salón.

– Sé que la KRIPOS ha estado haciéndote las mismas preguntas -dijo Harry-. Pero, entonces, no sabes si tu marido recibió amenazas después de lo que publicó ayer el Dagbladet, ¿no es así?

– Nadie ha llamado aquí -respondió ella-. Pero en la guía telefónica sólo figura mi nombre, por deseo de Bernt. Será mejor que habléis con el ministerio, por si alguien ha llamado allí.

– Ya lo hemos hecho -comentó Halvorsen mirando fugazmente a Harry.

– Estamos rastreando todas las llamadas que recibió ayer en su despacho.

Halvorsen insistió en el tema de los posibles enemigos de su marido, pero ella no tenía gran cosa que aportar.

Harry estuvo un rato escuchando, hasta que, de pronto, recordó un detalle y preguntó:

– ¿Quieres decir que aquí no recibisteis ayer ni una sola llamada?

– Bueno, alguna hubo -admitió ella-. Un par de llamadas.

– ¿De quién?

– Mi hermana. Bernt. Y algún sondeo de opinión, si no recuerdo mal.

– ¿Sobre qué preguntaban?

– No lo sé. Preguntaron por Bernt. Ya sabes, tienen esas listas de nombres por edad y sexo…

– ¿Preguntaron por Bernt Brandhaug?

– Sí…

– Los de sondeos de opinión no usan nombres. ¿Oíste algún ruido de fondo?

– ¿Qué quieres decir?

– Normalmente, esa gente trabaja desde cabinas que comparten con varias personas.

– Sí lo había. Pero…

– ¿Pero?

– No era esa clase de ruidos a los que tú te refieres. Era… diferente.

– ¿A qué hora recibiste esa llamada?

– Sobre las doce, creo. Contesté que volvería por la tarde. Se me había olvidado que iba a Larvik a esa cena con el Consejo de Exportación.

– Ya que Bernt no figura en la guía telefónica, ¿no se te ocurrió que alguien podría haber llamado a todos los Brandhaug de la guía para averiguar dónde vivía Bernt y cuándo iba a estar en casa?

– No entiendo…

– Las agencias de sondeos de opinión no suelen llamar en horas de trabajo preguntando por alguien en edad de trabajar.

Harry se dirigió a Halvorsen.

– Pregunta a Telenor si te pueden facilitar el número desde el que llamaron.

– Perdón, señora Brandhaug -dijo Halvorsen-. Me he fijado en que tienen un nuevo teléfono Ascom ISDN en la entrada. Yo tengo el mismo aparato. Los diez últimos números entrantes quedan grabados en la memoria, así como la hora de llamada. ¿Puedo…?

Harry aprobó con la mirada la eficacia de Halvorsen. Éste se levantó y la hermana de la señora Brandhaug lo acompaño a la entrada.

– Bernt era un poco chapado a la antigua a veces -le explicó a Harry la señora Brandhaug, con media sonrisa-. Pero le gustaba comprar trastos modernos. Teléfonos y cosas así.

– ¿Cómo de chapado a la antigua era en cuanto a la fidelidad, señora Brandhaug?

Ella alzó la cabeza bruscamente.

– He pensado que podríamos hablar de esto a solas -continuó Harry-. La KRIPOS ha investigado lo que les contaste antes. Tu marido no estuvo en Larvik con el Consejo de Exportación. ¿Sabías que Asuntos Exteriores dispone de una habitación permanente en el hotel Continental?

– No.

– Mi superior del CNI me lo dijo esta mañana. Parece ser que tu marido se hospedó allí ayer por la tarde. No sabemos si estaba solo o acompañado, pero es fácil sospechar cuando un hombre le miente a su mujer y se va a un hotel…

Harry la observó mientras su semblante sufría una metamorfosis, desde la ira a la desolación, la resignación y… la risa. Aunque sonó como un sollozo.

– Realmente, no debería sorprenderme -admitió ella-. Si quieres saberlo, te diré que en ese campo también era moderno. De todos modos, no alcanzo a comprender qué tiene eso que ver con este asunto.

– Podría haberle dado motivos a un esposo celoso para asesinarlo -aclaró Harry.

– Yo podría tener el mismo motivo, Hole. ¿Has pensado en eso? Vivimos en Nigeria y allí no costaba más de doscientas coronas contratar los servicios de un asesino -le reveló con la misma risa amarga-. Creía que atribuíais el móvil a las opiniones que el diario Dagbladet puso en su boca.

– Tenemos que comprobar todas las posibilidades.

– La mayoría eran mujeres que conocía a través del trabajo. Ni que decir tiene que yo no conozco todas sus historias, pero una vez, lo pillé in fraganti. Y entonces me di cuenta de que seguía unas pautas. Pero ¿un asesinato? No sé, hoy en día, nadie le pega un tiro a nadie por algo así, ¿no?

Dirigió a Harry una mirada inquisitiva, pero él no supo qué contestar. A través de las puertas de cristal que daban a la entrada, se oía a Halvorsen hablar en voz baja.

Harry carraspeó.

– ¿Sabes si últimamente tenía un lío con alguna mujer?

Ella negó con un gesto.

– Pregunta en el ministerio. Ya sabes, es un ambiente muy extraño. Seguro que allí hay alguien a quien le encantaría daros alguna pista.

Lo dijo sin amargura, como una información más.

– Es muy raro -dijo Halvorsen ya de vuelta-. Recibiste una llamada a las 12:24, Pero no fue ayer sino anteayer.

– Ah, sí, puede que me haya confundido -respondió Elsa Brandhaug-. En fin, en ese caso, no tendrá nada que ver con esto.

– Puede que no -convino Halvorsen-. Aun así, he solicitado la información. La llamada procedía de un teléfono público. El del restaurante Schrøder.

– ¿Un restaurante? -preguntó ella-. Sí, claro, eso explicaría el sonido de fondo. ¿Crees que…?

– No tiene por qué estar relacionado con el asesinato de tu marido -se apresuró a intervenir Harry al tiempo que se ponía de pie-. Al Schrøder va mucha gente rara.

Elsa Brandhaug los acompañó hasta la escalinata de la entrada. Hacía una tarde gris y las nubes se deslizaban despacio sobre la colina que tenían a su espalda.

La señora Brandhaug tenía los brazos cruzados, como si tuviera frío.

– Hay tanta oscuridad aquí -comentó-. ¿No os habéis fijado?

La policía científica seguía peinando el área en torno a la cabaña, donde habían encontrado el casquillo, cuando Harry y Halvorsen se acercaron cruzando por el brezo.

– ¡Alto! -les gritó una voz cuando se agacharon para pasar bajo el cordón policial.

– ¡Policía! -contestó Harry.

– ¡No importa! -contestó la misma voz-. Tendréis que esperar a que terminemos.

Era Weber. Llevaba unas botas de goma altas y un ridículo chubasquero amarillo. Harry y Halvorsen volvieron al otro lado de las cintas.

– ¡Hola, Weber! -gritó Harry.

– No tengo tiempo -repuso haciéndoles gestos para que se apartaran.

– Sólo un minuto.

Weber se acercó dando grandes zancadas y con una expresión de irritación manifiesta.

– ¿Qué quieres? -le gritó desde una distancia de veinte metros.

– ¿Cuánto tiempo estuvo esperando?

– ¿El tío de ahí arriba? No tengo ni idea.

– Venga, Weber. Una pista.

– ¿Es KRIPOS o vosotros quien investiga este caso?

– Los dos. Todavía no estamos del todo coordinados.

– ¿Y quieres que me crea que lo vais a estar?

Harry sonrió y sacó un cigarrillo.

– Has acertado otras veces, Weber.

– Deja de dorarme la pildora. ¡Corta el rollo! ¿Quién es el muchacho?

– Halvorsen -dijo Harry antes de que el aludido pudiese presentarse.

– Escucha, Halvorsen -dijo Weber mientras observaba a Harry sin intentar ocultar su disgusto-. Fumar es una guarrería y la prueba definitiva de que el ser humano sólo persigue una cosa: placer. El tipo que estuvo aquí dejó ocho colillas en una botella de refresco de naranja medio vacía. Fumaba Teddy sin filtro. Los tíos que fuman Teddy no fuman dos al día, así que si no se quedó sin tabaco, supongo que estuvo aquí, como mucho, veinticuatro horas. Cortó las ramas de abeto más bajas, a las que no llega la lluvia; pero había gotas de agua en el techo de la cabaña. La última vez que llovió fue ayer a las tres de la tarde.

– ¿De modo que llegó aquí entre las ocho y las tres del día de ayer, aproximadamente? -preguntó Halvorsen.

– Creo que Halvorsen llegará lejos -observó Weber lacónico, sin dejar de mirar a Harry-. Sobre todo, teniendo en cuenta el nivel que hay en el cuerpo. ¡Joder! Cada día está peor. ¿Has visto qué clase de gente admiten hoy en la academia de policía? Hasta la carrera de magisterio atrae a más genios.

De pronto, Weber dejó de tener prisa e inició una extensa disertación sobre el nefasto futuro del cuerpo.

– ¿Alguno de los vecinos ha visto algo? -interrumpió Harry cuando Weber se vio obligado a hacer un alto para respirar.

– Hay cuatro tíos llamando a todas las puertas, pero la mayoría de la gente no vuelve del trabajo hasta más tarde. No sacarán nada de todos modos.

– ¿Por qué no?

– No creo que se haya dejado ver en el vecindario. Trajimos un perro que le siguió el rastro durante un kilómetro bosque adentro, hasta uno de los senderos, pero allí lo perdió. Apuesto por que ha venido y ha vuelto por el mismo camino, por esa red de senderos que se extiende entre los lagos de Sognsvann y Maridalsvannet. Puede haber dejado el coche en cualquiera de los más de doce aparcamientos que los senderistas tienen a su disposición en esta zona. Y te aseguro que aquí vienen miles, a diario, casi todos con la mochila a la espalda. ¿Comprendes?

– Comprendo.

– Y ahora me vas a preguntar si encontraremos huellas dactilares.

– Pues…

– Venga.

– ¿Qué pasa con la botella de naranjada?

Weber negó con la cabeza.

– Ninguna huella. Nada. Para haber permanecido aquí tanto tiempo ha dejado muy pocos indicios. Seguimos buscando, pero estoy bastante convencido de que lo único que vamos a encontrar serán huellas de zapatos y algunas fibras de tejido.

– Además del casquillo.

– Ése lo dejó aposta. Todo lo demás está demasiado bien recogido.

– Entiendo. Como una advertencia, quizá. ¿Tú qué opinas?

– ¿Yo qué opino? Creía que los cerebros sólo se habían distribuido entre vosotros los jóvenes, ya que ésa es la creencia que intentan implantar hoy en el cuerpo.

– Bueno. Gracias por la ayuda, Weber.

– Y deja de fumar, Hole.

– Un tío estricto -opinó Halvorsen ya en el coche cuando iban camino al centro.

– Weber puede ser un tanto especial -admitió Harry-. Pero conoce bien su trabajo.

Halvorsen tamborileaba en el salpicadero el ritmo de una melodía muda.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Al hotel Continental.


La KRIPOS llamó al hotel Continental quince minutos después de que hubiesen limpiado y cambiado las sábanas de la habitación de Brandhaug. Nadie se había dado cuenta de que hubiese recibido visita; sólo sabían que Brandhaug había dejado el hotel alrededor de medianoche.

Harry estaba en la recepción, fumándose su último cigarrillo, mientras el recepcionista que había estado de guardia la noche anterior se retorcía las manos visiblemente atribulado.

– Hasta bien entrada esta mañana, no nos informaron de que Brandhaug había sido asesinado -se excusó-. De lo contrario, habríamos tenido el sentido común de no tocar su habitación.

Harry hizo un gesto afirmativo antes de dar la última calada al cigarrillo. De todas formas, la habitación del hotel no era el escenario del crimen, aunque habría sido interesante encontrar algún cabello largo y rubio sobre la almohada y dar con la persona que, con toda probabilidad, fue la última en hablar con Brandhaug.

– Bueno, supongo que eso es todo -dijo el jefe de la recepción con una sonrisa pero como si estuviese a punto de echarse a llorar.

Harry no contestó. Se percató de que el hombre se ponía tanto más nervioso cuanto menos hablaban ellos. De modo que no contestó, sino que se quedó mirando fijamente el ascua de su colilla.

– Bueno… -repitió el jefe de la recepción al tiempo que se pasaba la mano por la solapa.

Harry seguía mudo. Halvorsen miraba al suelo. El jefe de la recepción aguantó quince segundos más, antes de estallar.

– Por supuesto, está claro que a veces recibía visitas en la habitación -confesó al fin.

– ¿De quién? -preguntó Harry sin quitar la vista de la colilla.

– Mujeres y hombres…

– ¿Quiénes?

– En realidad, no lo sé. No es asunto nuestro saber con quién elige pasar su tiempo el consejero de Exteriores.

– ¿De verdad?

Pausa.

– Claro que, si entra una mujer que obviamente no es cliente del hotel, procuramos fijarnos en el piso en que se detiene el ascensor.

– ¿La reconocerías?

– Sí -contestó el hombre enseguida y sin vacilar-. Era muy guapa. Y estaba muy borracha.

– ¿Una prostituta?

– De lujo, en tal caso. Y ésas no suelen venir borrachas. Bueno, no es que yo sepa mucho sobre ellas, este hotel no es…

– Gracias -lo interrumpió Harry.


Esa tarde el viento del sur arrastró consigo un calor repentino y cuando Harry salió de la Comisaría General, tras haber celebrado una reunión con Meirik y la comisario jefe, supo instintivamente que algo había terminado y que empezaba una nueva estación.

Tanto la comisario jefe como Meirik conocían a Brandhaug, pero ambos dejaron claro que sólo en el terreno profesional. Era evidente que lo habían acordado. Meirik inició la reunión anulando tajantemente la misión de vigilancia en Klippan y Harry tuvo la impresión de que se alegraba de hacerlo. La comisario jefe presentó su propuesta y Harry comprendió que sus hazañas en Sidney y Bangkok habían causado, pese a todo, cierta impresión en las altas esferas policiales.

– El comportamiento típico de los oficiales que van «por libre» -sentenció la comisario jefe.

Y añadió que, también en este caso, podría actuar así.

Una nueva estación. El cálido viento del sur le despejaba la cabeza y se permitió el lujo de tomar un taxi, ya que aún llevaba la pesada bolsa de viaje. Lo primero que hizo cuando entró en su apartamento de la calle Sofie fue echar un vistazo al contestador. La luz roja estaba encendida, pero no parpadeaba. No había mensajes.

Le había pedido a Linda que le hiciera copias de todos los documentos del caso e invirtió el resto de la tarde en repasar la información de que disponían sobre los asesinatos de Hallgrim Dale y Ellen Gjelten. No porque creyese que iba a encontrar nada nuevo, sino porque la lectura fomentaría su imaginación. De vez en cuando miraba al teléfono, pensando cuánto aguantaría sin llamarla. El asesinato de Brandhaug era la principal noticia del día en todos los informativos. Se acostó a medianoche. Se levantó a la una, desconectó el teléfono y lo metió en el frigorífico. A las tres, se durmió por fin.

Capítulo 75

DESPACHO DE MØLLER

12 de Mayo de 2000


– ¿Y bien? -dijo Møller después de que Harry y Halvorsen hubiesen probado su café y de que Harry les transmitiese su opinión sobre su sabor con una mueca de repugnancia.

– Opino que la conexión entre los titulares del periódico y el asesinato es una pista falsa -declaró Harry.

– ¿Por qué? -quiso saber Møller, retrepándose en la silla.

– Según Weber, el asesino permaneció en el bosque desde por la mañana temprano, es decir, como mucho, un par de horas después de que el periódico Dagbladet saliese a la calle. Pero este crimen no es fruto de un impulso, sino un acto premeditado y bien planeado. Hacía varios días que la persona en cuestión sabía que iba a matar a Brandhaug. Efectuó un reconocimiento del terreno, averiguó las horas de salida y de entrada de Brandhaug, localizó el mejor lugar desde el que disparar con el menor riesgo posible de ser descubierto, cómo llegar y luego irse…; en fin, cientos de pequeños detalles.

– ¿Así que, en tu opinión, el asesino adquirió el rifle Märklin para cometer este atentado?

– Puede que sí. Puede que no.

– Gracias, esa respuesta nos permite avanzar enormemente -replicó Meirik con acritud.

– Sólo quiero decir que es plausible. Por otro lado, resulta desproporcionado, parece exagerado introducir en el país clandestinamente el rifle de atentados más caro del mundo para matar a un alto funcionario, aunque no muy significativo, que no tiene guardaespaldas ni vigilancia en su domicilio. El asesino también podría haber llamado a la puerta y haberlo matado a bocajarro con una pistola. Se me antoja un poco como…

Harry describía círculos en el aire con la mano.

– … como matar hormigas a cañonazos -remató Halvorsen.

– Eso es -aprobó Harry.

– Bien -intervino Møller con los ojos cerrados-. ¿Y cómo ves tu papel en el seguimiento de esta investigación, Harry?

– Más o menos «por libre» -aseguró Harry con una sonrisa-. Yo soy ese tío del CNI que va por libre, pero puedo solicitar asistencia a todos los demás grupos cuando sea necesario. Soy ese que sólo informa a Meirik, pero que tiene acceso a todos los documentos del caso. El que hace preguntas, pero al que no se le pueden exigir respuestas, etcétera.

– ¿Y qué tal si añadimos una licencia para matar? -ironizó Møller-. Y un coche superveloz.

– En realidad no ha sido idea mía -dijo Harry-. Meirik acaba de hablar con la comisario jefe.

– ¿La comisario jefe?

– Eso es. Supongo que te mandará un correo electrónico durante el día. El asunto de Brandhaug tiene la más alta prioridad desde este momento y la comisario jefe no quiere que quede ningún cabo suelto. Ya sabes, como eso que hacen en el FBI, que trabajan con varios pequeños grupos de investigación que se solapan mutuamente para evitar una línea de investigación uniforme. Seguro que lo has leído.

– No.

– Pues se trata de que, si bien es posible que se dupliquen algunas funciones y los diferentes grupos tal vez realicen varias veces el mismo trabajo, todo queda compensado por los diferentes enfoques y formas de ejecución.

– Gracias -dijo Møller-. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo? ¿Por qué estás aquí ahora?

– Porque, como ya te he explicado, puedo solicitar el apoyo de otros…

– … grupos si es necesario -terminó Møller-. Ya lo he oído. Desembucha, Harry.

Harry hizo una señal con la cabeza hacia Halvorsen, que le dedicó a Møller una sonrisa.

Møller suspiró:

– ¡Por favor, Harry! Sabes que andamos muy mal de personal en el grupo de delitos violentos.

– Te prometo que te lo devolveré en buen estado.

– ¡He dicho que no!

Harry no dijo nada. Esperó con los dedos entrelazados y se aplicó a observar con atención la curiosa reproducción del castillo de Soria Mona que colgaba en la pared, sobre la librería.

– ¿Cuándo me lo devolverás? -capituló Møller al fin.

– En cuanto hayamos resuelto el caso.

– En cuanto… ¡Eso, Harry, es lo que un jefe de grupo le contesta a un inspector! No al revés.

Harry se encogió de hombros.

– Lo siento, jefe.

Capítulo 76

CALLE IRISVEIEN

12 de Mayo de 2000


El corazón le galopaba en el pecho como un caballo desbocado cuando levantó el auricular.

– Hola, Signe -dijo la voz-. Soy yo.

Sintió que le entraban ganas de llorar.

– Déjalo ya, por favor -susurró.

– Fiel en la muerte, Signe. Tú lo dijiste.

– Iré a buscar a mi marido.

La voz reía suavemente.

– Pero no está en casa, ¿verdad?

Ella agarraba el auricular con tal fuerza que le dolía la mano. ¿Cómo sabía que Even no estaba en casa? ¿Y cómo era posible que sólo llamase cuando Even estaba fuera?

La idea que cruzó su mente le atenazó la garganta, no podía respirar, estuvo a punto de desmayarse. ¿Estaría llamando desde un sitio desde el que podía ver su casa y cuándo salía Even? No, no, no. Haciendo un gran esfuerzo, logró controlarse y concentrarse en respirar. No demasiado rápido, sino profunda y lentamente, se dijo a sí misma. Lo mismo que les decía a todos aquellos soldados heridos cuando se los llevaban desde las trincheras llorando, presas del pánico y con la respiración acelerada. Consiguió controlar el miedo. Y, por el ruido de fondo, oyó que llamaba desde un lugar donde había mucha gente. En su vecindario sólo había edificios de viviendas.

– Estabas tan guapa con tu uniforme de enfermera, Signe -dijo la voz-. Tan reluciente y blanco. Blanco como el capote de Olaf Lindvig. ¿Te acuerdas de él? Estabas tan limpia que yo creía que era imposible que nos traicionases, que tu corazón era incapaz de albergar la traición. Creía que eras como Olaf Lindvig. Yo te vi tocarlo, Signe, tocar su cabello. Una noche de luna. Tú y él, parecíais ángeles, como enviados del cielo. Pero me equivoqué. Hay ángeles que no son enviados del cielo, Signe. ¿Lo sabías?

Ella no contestó. La voz había dicho algo que activó un volcán de pensamientos en su cabeza. La voz. Y cayó en la cuenta, estaba distorsionada.

– No -se obligó a contestar.

– ¿No? Pues deberías. Yo soy uno de esos ángeles.

– Daniel está muerto -dijo ella.

Se hizo el silencio, sólo interrumpido por la respiración que siseaba contra la membrana. Entonces, la voz habló de nuevo:

– He venido para juzgar. A vivos y muertos.

Y colgó.

Signe cerró los ojos. Se levantó y fue al dormitorio. Se quedó mirándose al espejo tras las cortinas corridas. Temblaba como presa de una altísima fiebre.

Capítulo 77

ANTIGUO DESPACHO DE HARRY

12 de Mayo de 2000


Harry tardó veinte minutos en mudarse a su antiguo despacho. Cuanto necesitaba cabía en una bolsa del Seven-Eleven. Lo primero que hizo fue recortar la foto de Bernt Brandhaug que aparecía en el Dagbladet y clavarla en el tablón, junto a las fotos de archivo de Ellen, Sverre Olsen y Hallgrim Dale. Cuatro momentos. Había enviado a Halvorsen al Ministerio de Asuntos Exteriores para que hiciese algunas preguntas e intentase averiguar quién era la mujer del hotel Continental. Cuatro personas. Cuatro vidas. Cuatro historias. Se sentó en la silla rota y estudió sus rostros, pero sus miradas estáticas no dejaban traslucir nada.

Llamó a Søs. Su hermana le dijo que le apetecía mucho quedarse con Helge, al menos por un tiempo. Se habían hecho buenos amigos, dijo. Harry le aseguró que le parecía bien, siempre que no olvidase darle de comer.

– Es una hembra -dijo Søs.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?

– Henrik y yo lo hemos comprobado.

Pensó que le gustaría saber cómo se comprobaba algo así, pero se dio cuenta enseguida de que prefería no saberlo.

– ¿Has hablado con papá?

Søs le dijo que sí y le preguntó si iba a ver a la chica.

– ¿Qué chica?

– Con la que dijiste que habías dado un paseo. La que tiene un hijo.

– ¡Ah, esa chica! No, no lo creo.

– ¡Qué pena!

– ¿Pena? Si no la has visto en tu vida, Søs.

– Pienso que es una pena porque estás enamorado de ella.

A veces Søs decía cosas a las que Harry no tenía ni idea de qué contestar. Acordaron que irían al cine un día de éstos. Harry le preguntó si tenían que invitar a Henrik. Y Søs le dijo que sí, que así era cuando se tenía novio.

Después de colgar, Harry se quedó pensativo. Rakel y él no se habían cruzado aún por el pasillo, pero sabía dónde estaba su despacho. Se decidió y se levantó de la silla: tenía que hablar con ella ya, no soportaba aquella espera.

Linda le sonrió cuando lo vio entrar por la puerta del CNI.

– ¿Ya de vuelta, guapísimo?

– Sólo voy a saludar a Rakel un momento.

– ¿Sólo? Harry, os vi en la fiesta del grupo.

Harry notó con disgusto que su sonrisa burlona lo hizo enrojecer hasta los lóbulos de las orejas y que su intento de risa seca fracasó estrepitosamente.

– Pero te puedes ahorrar el paseo. Rakel no ha venido hoy. Se ha quedado en casa. Enferma. Disculpa un momento, Harry. -Linda contestó al teléfono-. CNI, ¿en qué puedo ayudarle?

Harry salía ya por la puerta cuando Linda le gritó:

– ¡Harry, es para ti! ¿Contestas aquí? -dijo al tiempo que le tendía el auricular.

– ¿Harry Hole? -preguntó una voz femenina, jadeante o asustada.

– Sí, soy yo.

– Soy Signe Juul. Tienes que ayudarme, Hole. Me matará.

Harry escuchó ladridos de fondo.

– ¿Quién quiere matarte, Signe Juul?

– Viene de camino a mi casa. Sé que es él. Él… Él…

– Intenta tranquilizarte, Signe. ¿De qué estas hablando?

– Distorsionaba la voz, pero esta vez la he reconocido. Sabía que le había acariciado el cabello a Olaf Lindvig en el hospital de campaña. Entonces lo comprendí. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?

– ¿Estás sola?

– Sí -dijo ella-. Estoy sola. Estoy completamente sola. ¿Comprendes?

Los ladridos de fondo sonaban más frenéticos aún.

– ¿Puedes salir corriendo hasta la casa de los vecinos y esperarnos allí? ¿Quién es…?

– ¡Dará conmigo! ¡Siempre da conmigo!

Estaba histérica. Harry puso la mano sobre el auricular y pidió a Linda que llamase a la central de alarmas para decirles que enviasen el coche patrulla más cercano a la casa de Juul en la calle Irisveien, en Berg. Luego volvió a dirigirse a Signe Juul, con la esperanza de que ella no notase su estado de excitación:

– Si no quieres salir, por lo menos cierra la puerta con llave. Pero dime, ¿quién…?

– No lo comprendes -dijo ella-. Él… Él…

Se oyó un pip. La señal de ocupado. La conexión se había interrumpido.

– ¡Mierda! Perdona, Linda. Diles que lo del coche es urgente. Y que tengan cuidado, puede haber un intruso con un arma de fuego.

Harry llamó a información para pedir el número de Juul, lo marcó. Continuaba ocupado. Harry le lanzó el auricular a Linda.

– Si Meirik pregunta por mí, dile que he salido y que voy camino de la casa de Even Juul.

Capítulo 78

CALLE IRISVEIEN

12 de Mayo de 2000


Cuando Harry llegó a la calle Irisveien, enseguida vio el coche de policía estacionado enfrente de la casa de Juul. La tranquila calle flanqueada por casas de madera, los charcos de agua, la luz azul que giraba lentamente en el techo del coche, dos niños curiosos en bici: era como una repetición de la escena que había tenido lugar ante la casa de Sverre Olsen. Harry deseó que la similitud no fuese más allá.

Aparcó, se apeó del Escort y se encaminó despacio hacia la verja. Cuando la estaba cerrando, oyó que alguien salía de la casa.

– ¡Weber! -dijo Harry-. Nuestros caminos se cruzan otra vez.

– Eso parece.

– No sabía que también condujeses un coche patrulla.

– Sabes muy bien que no es eso, maldita sea. Pero Brandhaug vive aquí al lado y acabábamos de entrar en el coche cuando oímos el aviso por la radio.

– ¿Qué pasa?

– Tú me preguntas a mí y yo te hago la misma pregunta. No hay nadie en la casa. Pero la puerta estaba abierta.

– ¿Habéis escudriñado por todos los rincones?

– Desde el sótano hasta la buhardilla.

– Muy extraño. Parece que el perro tampoco está.

– Perro y dueños, todos han desaparecido. Pero hay indicios de que alguien entró en el sótano, porque el cristal de la puerta está roto.

– Está bien -dijo Harry mirando la calle Irisveien.

Entre los árboles divisó una pista de tenis.

– Puede que se haya ido a casa de los vecinos, como le aconsejé -dijo Harry.

Weber acompañó a Harry hasta el pasillo, donde hallaron a un joven oficial que estaba mirándose al espejo que había sobre la mesita del teléfono.

– Y bien, Moen, ¿ves indicios de vida inteligente? -preguntó Weber con sarcasmo.

Moen se volvió y saludó a Harry.

– Bueno -replicó Moen-. No sé si es inteligente o simplemente curioso.

Señaló el espejo. Weber y Harry se acercaron.

– ¡Vaya! -exclamó Weber.

En mayúsculas de color rojo que parecían escritas con lápiz de labios, se leía: «dios es mi juez».

Harry sentía la boca áspera como una peladura de naranja.

El cristal de la puerta de entrada tintineó cuando alguien la abrió de golpe.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó la silueta que se perfilaba ante ellos, a contraluz-. ¿Y dónde está Burre?

Era Even Juul.


Harry se sentó a la mesa de la cocina en compañía de un Even Juul visiblemente preocupado. Moen fue a hacer una ronda por el vecindario en busca de Signe Juul y, de paso, para preguntar si alguien había visto algo sospechoso. Weber debía hacer algo urgente relacionado con el caso Brandhaug y tuvo que llevarse el coche de policía, pero Harry le prometió a Moen que él lo llevaría.

– Acostumbraba a avisar si pensaba salir de casa -aseguró Even Juul-. Quiero decir, «acostumbra».

– ¿Es su letra la del espejo de la entrada?

– No -respondió-. O al menos, eso creo.

– ¿Es su barra de labios?

Juul miró a Harry sin contestar.

– Tenía miedo cuando hablé con ella por teléfono -explicó Harry-. Insistía en que alguien quería matarla. ¿Tienes alguna idea de quién podía ser?

– ¿Matarla?

– Eso es lo que dijo.

– Pero si no puede haber nadie que quisiera matar a Signe.

– ¿Crees que no?

– ¿Estás loco?

– Bien. En ese caso, estoy convencido de que comprenderás que debo preguntarte si tu mujer podría calificarse de inestable. Histérica.

Harry no estaba del todo seguro de que Juul hubiera oído la pregunta, hasta que lo vio negar moviendo la cabeza muy despacio.

– De acuerdo -dijo Harry poniéndose de pie-. A ver si se te ocurre algo que pueda ser de ayuda. Y debes llamar a todos vuestros amigos y familiares entre los que creas que puede haberse refugiado. De momento, no hay mucho más que podamos hacer.

Cuando Harry cerró la verja tras de sí vio que Moen venía a su encuentro meneando la cabeza.

– ¿Nadie ha visto un coche siquiera? -se extrañó Harry.

– A estas horas, los únicos que están en casa son los jubilados y las madres con niños pequeños.

– Los jubilados suelen ser buenos observadores.

– Al parecer, éstos no lo son. Si es que, realmente, ha pasado algo fuera de lo normal.

«Fuera de lo normal.» Sin saber por qué, aquellas palabras siguieron resonando en algún lugar remoto del cerebro de Harry. Los niños con las bicis habían desaparecido. Harry suspiró.

– Vamos.

Capítulo 79

COMISARÍA GENERAL DE LA POLICÍA

12 de Mayo de 2000


Cuando Harry entró en el despacho, Halvorsen estaba hablando por teléfono. Con un gesto, le indicó que hablaba con un informador. Harry pensó que seguiría intentando dar con la mujer del hotel Continental, lo que significaba que no había tenido suerte en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A excepción del montón de copias de archivo que atestaban su mesa, el despacho de Halvorsen estaba limpio de papeles, pues lo había retirado todo salvo lo relacionado con el caso del Märklin.

– De acuerdo -dijo Halvorsen-. Si te enteras de algo más, llámame, ¿de acuerdo?

Y colgó el auricular.

– ¿Has podido hablar con Aune? -preguntó Harry al tiempo que se sentaba en su antigua silla.

Halvorsen afirmó sin pronunciar palabra y le mostró dos dedos. A las dos. Harry miró el reloj y dedujo que Aune llegaría en veinte minutos.

– Proporcióname una foto de Edvard Mosken -pidió Harry levantando el auricular.

Marcó el número de Sindre Fauke, que accedió a reunirse con él a las tres. Después, informó a Halvorsen de la desaparición de Signe Juul.

– ¿Crees que tiene algo que ver con el caso Brandhaug? -preguntó Halvorsen.

– No lo sé, pero ahora es más importante aún hablar con Aune.

– ¿Por qué?

– Porque esto se parece cada vez más a la obra de un loco. Y por eso necesitamos un guía.


Aune era un hombre grande por varias razones. Era obeso, medía casi dos metros y estaba considerado como el psicólogo más competente del país, dentro de su campo, que no eran los trastornos de personalidad. Pese a todo, Aune era un hombre sabio y había ayudado a Harry en otros casos.

A juzgar por su semblante, era un hombre abierto y amable, y Harry solía decirse que Aune era, en el fondo, demasiado humano, demasiado vulnerable, demasiado «normal» para resultar ileso después de combatir en el campo de batalla que es el alma humana. En una ocasión en que le preguntó, Aune contestó que por supuesto que no salía ileso. Pero ¿quién lo hacía?

Ahora estaba concentrado y escuchaba atento la exposición de Harry. Sobre la muerte por arma blanca de Hallgrim Dale, sobre el asesinato de Ellen Gjelten y sobre el atentado contra Bernt Brandhaug. Harry le habló además de Even Juul, según el cual debían buscar a un excombatiente del frente, una teoría que probablemente se presentaba como la más sólida pues Brandhaug fue asesinado el día después de que sus declaraciones aparecieran en el diario Dagbladet. Y, para concluir, lo puso al corriente de la desaparición de Signe Juul.

Aune quedó pensativo. Gruñía mientras movía la cabeza para afirmar o negar.

– Por desgracia, me temo que no podré ayudaros gran cosa -se lamentó-. Lo único que puede serme útil para averiguar algo es el mensaje del espejo. Me recuerda a una tarjeta de visita, gesto bastante común entre los asesinos en serie, sobre todo después de cometer varios asesinatos, cuando ya empiezan a sentirse seguros. Llegados a ese punto, desean elevar el nivel de tensión desafiando a la policía.

– ¿Crees que nos enfrentamos a un hombre enfermo, Aune?

– El concepto de «enfermo» es relativo. Todos estamos enfermos, la cuestión radica simplemente en el nivel de funcionalidad de cada uno en relación con las normas que la sociedad establece para una conducta aceptable. Ningún acto es, en sí, síntoma de una enfermedad; hay que tener en cuenta el contexto en el cual se ejecuta ese acto. Por ejemplo, la mayoría de las personas están equipadas con un control de impulsos alojado en el cerebro medio, que intenta evitar que asesinemos a nuestros prójimos. Ésa es sólo una de las características evolutivas de que estamos dotados para proteger a nuestra especie. Pero, con el entrenamiento oportuno y suficiente, podemos aprender a vencer dicha inhibición, que terminará por debilitarse. Como entre los soldados, por ejemplo. Si tú y yo, de repente, empezamos a matar gente, es muy probable que estemos enfermos. Pero podríamos decir lo mismo, o no necesariamente, si fuéramos asesinos a sueldo… u oficiales de policía, si me apuras.

– En otras palabras, si nos las estamos viendo con un soldado, y con uno que, por ejemplo, combatió en alguno de los bandos durante la guerra, su umbral de aceptación del asesinato será mucho más bajo que el de otra persona, suponiendo que ambas estén psíquicamente sanas, ¿es correcto?

– Sí y no. Un soldado está entrenado para matar en una situación bélica y para anular la inhibición tiene que sentir que el acto de matar se produce en el mismo contexto.

– ¿Así que necesita sentir que sigue combatiendo en una contienda?

– Dicho de una forma sencilla, sí. Pero, de ser ésa la situación, puede seguir matando sin estar enfermo en el sentido clínico de la palabra. O, al menos, no más que un soldado normal cualquiera. Es decir, no se trata más que de una percepción de la realidad divergente y, en ese caso, el diagnóstico puede aplicarse a todo el mundo.

– ¿Cómo? -preguntó Halvorsen-. ¿Quién debe decidir lo que es cierto y real, moral o inmoral? ¿Los psicólogos? ¿Los jueces? ¿Los políticos?

– Bueno -intervino Harry-. De todas formas, ellos son los que lo hacen.

– Exacto -confirmó Aune-. Pero si opinas que quienes tienen autoridad para juzgarte lo han hecho de forma injusta o arbitraria, perderán ante ti su autoridad moral. Por ejemplo, si alguien es encarcelado por pertenecer a un partido legal, buscará otro juez. O recurrirá a una instancia superior.

– Dios es mi juez -repitió Harry.

Aune asintió.

– ¿Qué crees que significa, Aune?

– Significa que quiere explicar sus actos. Que, a pesar de todo, necesita ser comprendido. Como sabes, es algo que le ocurre a la mayoría de la gente.


Harry se pasó por el restaurante Schrøder camino de la casa de Fauke. Reinaba el silencio habitual de las mañanas y Maja estaba sentada a la mesa que había bajo el televisor, leyendo el periódico y fumándose un cigarrillo. Harry le enseñó la foto de Edvard Mosken que Halvorsen había conseguido proporcionarle en un tiempo récord, según supo, a través de la Dirección General de Tráfico, que, hacía dos años, había expedido un permiso de conducir internacional a nombre de Mosken.

– Sí, creo haber visto esa jeta arrugada. Pero ¿acordarme de dónde y cuándo?…, no. Tiene que haber estado aquí unas cuantas veces para que me acuerde de su cara, pero un asiduo no es.

– ¿Crees que alguien más de aquí puede haber hablado con él?

– Haces unas preguntas muy difíciles, Harry.

– Alguien llamó desde vuestro teléfono público a las doce y media de la mañana del miércoles. No cuento con que te acuerdes, pero ¿puede haber sido esta persona?

Maja se encogió de hombros.

– Por supuesto, pero también pudo haber sido Papá Noel. Ya sabes cómo son las cosas, Harry.

Harry llamó a Halvorsen cuando iba camino de la calle Vibe para pedirle que localizara a Edvard Mosken.

– ¿Lo detengo?

– No, no. Sólo tienes que comprobar sus coartadas para el asesinato de Brandhaug y la desaparición de Signe Juul.

Sindre Fauke estaba pálido cuando le abrió la puerta a Harry.

– Un amigo se presentó ayer con una botella de whisky -explicó esbozando una sonrisa que degeneró en una mueca-. Ya no tengo cuerpo para esas cosas. ¡Quién pillara los sesenta…!

Se rió y fue a retirar del fuego la cafetera, que había empezado a silbar.

– Leí lo del asesinato de ese consejero de Asuntos Exteriores -gritó desde la cocina-. Decían que la policía no descarta que estuviese relacionado con sus declaraciones sobre los combatientes del frente. El diario VG dice que los neonazis están detrás de todo. ¿Vosotros lo creéis de verdad?

– Puede que VG lo crea. Nosotros no creemos nada y tampoco descartamos nada. ¿Qué tal va el libro?

– Algo lento, por ahora. Pero cuando lo termine, le abrirá los ojos a mucha gente. Por lo menos, eso es lo que me digo a mí mismo para sentirme capaz de poner la máquina en marcha en días como hoy.

Fauke dejó la cafetera en la mesa de la sala de estar y se derrumbó en el sillón. Había puesto un trapo frío alrededor de la cafetera, un viejo truco del frente, explicó con una sonrisa. Obviamente, esperaba que Harry le preguntase cómo funcionaba el truco, pero Harry tenía prisa.

– La esposa de Even Juul ha desaparecido -dijo.

– Vaya. ¿Se ha largado?

– No lo creo. ¿Tú la conoces?

– Pues la verdad es que nunca la he visto, pero conozco bien las controversias relativas a la boda de Juul. Que ella había sido enfermera en el frente y todo lo demás. ¿Qué ha pasado?

Harry le contó lo de la llamada telefónica y el numerito de la desaparición.

– No sabemos nada más. Esperaba que tú la conocieras y que pudieses darme alguna pista.

– Lo siento, pero…

Fauke hizo una pausa para tomar un sorbo de café. Daba la impresión de estar reflexionando sobre algo.

– ¿Qué era lo que habían escrito en el espejo?

– «Dios es mi juez» -dijo Harry.

– Ya.

– ¿En qué estás pensando?

– Ni yo mismo lo sé -dijo Fauke frotándose el mentón sin afeitar.

– Desembucha.

– Dijiste que puede ser que el asesino quiera dar una explicación, hacerse entender.

– ¿Y qué?

Fauke se fue a la librería, sacó un grueso volumen y empezó a pasar las hojas.

– Exactamente -dijo-. Lo que yo pensaba.

Le dio el libro a Harry. Era una enciclopedia bíblica.

– Busca «Daniel».

Harry pasó la mirada por la página hasta localizar el nombre. «Daniel. Hebreo. Dios (Él) es mi juez.»

Miró a Fauke, que volvía a servir café.

– Parece que estás buscando a un fantasma, Hole.

Capítulo 80

CALLE PARKVEIEN, URANIENBORG

12 de Mayo de 2000


Johan Krohn recibió a Harry en su despacho. La librería que tenía a su espalda estaba repleta de anuarios de boletines de jurisprudencia encuadernados en cuero marrón. Producían un peculiar contraste con la cara de niño del abogado.

– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez -dijo Krohn invitándolo a sentarse con un gesto.

– Tienes buena memoria -dijo Harry.

– Sí, mi memoria se encuentra en perfecto estado. Sverre Olsen. Teníais un caso seguro. Lástima que el juzgado municipal no supiera atenerse al reglamento.

– No he venido por eso -dijo Harry-. Quiero pedirte un favor.

– Pedir es gratis -dijo Krohn juntando las yemas de los dedos.

A Harry le recordaba a un actor infantil que representase un papel de adulto.

– Estoy buscando un arma que ha sido introducida en el país ilegalmente y tengo razones para creer que Sverre Olsen pudo estar implicado de algún modo. Teniendo en cuenta que tu cliente está muerto, no tienes por qué acatar el secreto profesional y, por lo tanto, nada te prohibe facilitarnos información. Puede ayudarnos a esclarecer el asesinato de Bernt Brandhaug; creemos que fue cometido con esa arma.

Krohn sonrió con malicia.

– Preferiría ser yo quien valorase hasta dónde debe extenderse mi sometimiento al secreto profesional, oficial. No se anula automáticamente al fallecer el cliente. Por otro lado, ¿no se te ha ocurrido pensar que a mí me puede parecer un tanto osado que vengáis a pedirme información después de haber matado a mi cliente?

– Intento olvidarme de los sentimientos y mantenerme en el plano profesional -replicó Harry.

– ¡En ese caso, debes realizar un esfuerzo aún mayor, oficial! -La voz de Krohn sonó más alta y chillona que antes-. Esta visita no es muy profesional. Como tampoco lo es matar a un hombre en su propia casa.

– Fue en defensa propia -explicó Harry.

– Formalidades -rechazó Krohn-. Era un oficial de policía con mucha experiencia, debía haber sabido que Olsen era inestable y no presentarse de improviso. El oficial debería ser procesado.

Harry no pudo contenerse:

– Estoy de acuerdo contigo, resulta muy triste que un delincuente no sea condenado por una formalidad.

Krohn parpadeó dos veces antes de comprender lo que Harry quería decir.

– Las formalidades jurídicas son otra cosa, oficial -corrigió el abogado-. Jurar ante el juez puede que sea un detalle, pero sin seguridad pública…

– Mi título es el de comisario.

Harry se concentraba en hablar despacio y en voz baja:

– Y esa seguridad pública de que hablas mató a mi colega, Ellen Gjelten. Cuéntaselo a esa memoria tuya de la que tan condenadamente orgulloso estás. Ellen Gjelten, veintiocho años. La investigadora con más talento de todo el cuerpo de policía de Oslo. El cráneo machacado. Una muerte jodida.

Harry se levantó e inclinó sus ciento noventa centímetros de altura sobre el escritorio de Krohn, cuya nuez ascendía y descendía nerviosamente por el escuálido cuello de buitre. Durante dos segundos interminables, Harry se permitió el lujo de gozar al ver el pavor en los ojos del joven abogado defensor. A continuación dejó caer su tarjeta de visita, que planeó hasta aterrizar en la mesa.

– Llámame cuando hayas terminado de considerar cuánto tiempo debes permanecer sometido al secreto profesional -dijo.

Harry casi había cruzado el umbral cuando la voz de Krohn lo hizo detenerse:

– Me llamó justo antes de morir.

Harry se volvió. Krohn suspiró.

– Tenía miedo de alguien. Sverre Olsen siempre tenía miedo. Estaba solo y aterrado.

«¿Quién no lo está?», murmuró Harry, antes de preguntar:

– ¿Te dijo de quién tenía miedo?

– Del Príncipe. Sólo eso, el Príncipe.

– ¿Y no te explicó por qué tenía miedo?

– No. Sólo que el tal Príncipe era una especie de superior y que le había ordenado que cometiera un crimen. Quería saber cuál sería la pena cuando el crimen ha sido cometido cumpliendo órdenes. Pobre idiota.

– ¿Qué clase de orden, qué crimen?

– Eso no me lo dijo.

– ¿Algo más?

Krohn negó en silencio.

– Llámame a cualquier hora del día o de la noche si recuerdas algo más -le advirtió Harry.

– Y una cosa más, comisario. Si crees que duermo tranquilo sabiendo que se declaró inocente al hombre que mató a tu colega, te equivocas.

Pero Harry ya se había ido.

Capítulo 81

PIZZERÍA HERBERT

12 de Mayo de 2000


Harry llamó a Halvorsen y le pidió que acudiese a la pizzería Herbert. Estaban prácticamente solos en el local y eligieron una mesa próxima a la ventana. En el rincón del fondo había un tipo con un capote militar largo, un bigote que había pasado de moda con Adolf Hitler y un par de pies enfundados en sendas botas que él había colocado encima de una silla. Tenía pinta de intentar batir el récord mundial de aburrimiento.

Halvorsen había conseguido dar con Edvard Mosken, pero no lo encontró en Drammen.

– No contestó cuando llamé a su casa, así que conseguí que en el servicio de información telefónica me facilitasen el número de un móvil. Resulta que está en Oslo. Tiene un piso en la calle Tromsø, en Rodeløkka, donde se queda cuando va a Bjerke.

– ¿Bjerke?

– El hipódromo. Parece ser que va todos los viernes y los sábados. Se entretiene y apuesta un poco, me dijo. Además, es propietario de la cuarta parte de un caballo. Me reuní con él en el establo, detrás de la pista.

– ¿Qué más te dijo?

– Que algunas veces, cuando estaba en Oslo, se pasaba por el Schrøder por la mañana. Que no tiene ni idea de quién es Bernt Brandhaug y que, desde luego, nunca ha llamado a su casa. Sabía quién era Signe Juul y la recordaba del frente.

– ¿Y de la coartada, qué?

Halvorsen pidió una Hawaii Tropic con pimientos, salami y piña.

– Mosken me contó que, salvo las salidas a Bjerke, había pasado la semana solo en el apartamento de la calle Tromsø. Y que estaba allí la mañana que asesinaron a Bernt Brandhaug. Y esta mañana también.

– Bien. ¿Qué impresión te causó su forma de contestar?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Lo creíste mientras te hablaba?

– Sí. Bueno, creerlo, lo que se dice creerlo…

– Rebusca en tu memoria, Halvorsen, no tengas miedo. Y luego, dime exactamente lo que sientes: no lo utilizaré en tu contra.

Halvorsen fijó la mirada en la mesa, jugueteó con el menú de pizzas.

– Si miente, es un tipo muy frío, eso te lo aseguro.

Harry suspiró.

– ¿Te encargaste de que lo mantengan vigilado? Quiero a dos hombres enfrente de su casa, día y noche.

Halvorsen asintió sin decir nada y marcó un número en el móvil. Harry oyó la voz de Møller mientras observaba al neonazi del rincón. O como se llamasen. Nacionalsocialistas. Nacionaldemócratas. Acababa de hacerse con un trabajo de sociología de fin de carrera que concluía diciendo que en Noruega hay cincuenta y siete neonazis.

Les sirvieron la pizza y Halvorsen miró a Harry inquisitivo.

– Adelante -lo animó Harry-. La pizza no es lo mío.

Al abrigo del rincón se le había sumado la compañía de una guerrera de combate, corta y de color verde. Conversaban entre susurros al tiempo que miraban hacia los dos policías.

– Otra cosa más -recordó Harry-. Linda, del CNI, me dijo que en Colonia existen unos archivos de la SS, una parte de los cuales se destruyeron en un incendio en los años setenta; pero en alguna que otra ocasión han encontrado en ellos información sobre ciudadanos noruegos que lucharon en el bando alemán. Destinos, condecoraciones, rango, ese tipo de cosas. Quiero que llames y veas si puedes averiguar algo sobre Daniel Gudeson. Y sobre Gudbrand Johansen.

– Bueno, bueno, jefe -dijo Halvorsen con la boca llena de pizza-. Cuando termine con el resto de la pizza, ¿no?

– Mientras tanto, iré a charlar con la juventud -afirmó Harry levantándose.

Cuando se trataba de asuntos de trabajo, Harry nunca había tenido el menor reparo en utilizar su tamaño para conseguir alguna ventaja psicológica. Y, pese a que el del bigote a lo Hitler miraba a Harry como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano, Harry sabía que tras aquella fría mirada se ocultaba el mismo miedo que había visto en Krohn. Con la diferencia de que aquel tipo estaba más acostumbrado a ocultarlo. Harry cogió la silla en la que el del bigote a lo Hitler apoyaba las botas, de modo que sus pies cayeron al suelo antes de que el sujeto pudiese reaccionar.

– Perdón -dijo Harry-. Creí que la silla estaba libre.

– Jodido madero -masculló el del bigote.

La cabeza rapada que surgía del cuello de la guerrera verde se giró.

– Correcto -confirmó Harry-. O policía de mierda. O tío de la pasma. No, ese apelativo es, seguramente, demasiado suave. ¿Qué te parece the man, es lo suficientemente internacional?

– ¿Te estamos molestando o qué? -preguntó el del abrigo.

– Sí, me estáis molestando -dijo Harry-. Hace mucho que me molestáis. Dale recuerdos al Príncipe y díselo. Que Hole ha venido a devolveros las molestias. Mensaje de Hole para el Príncipe. ¿Lo habéis entendido?

El de la guerrera parpadeó embobado. El del abrigo abrió una bocaza que dejó a la vista dos hileras de dientes totalmente dispares y se echó a reír hasta que empezó a babear.

– ¿Estás hablando de Haakon Magnus, o qué? -preguntó.

Al cabo de un rato, el de la guerrera se percató del chiste y se echó a reír también.

– Claro -comentó Harry-. Si no sois más que soldados de a pie, es lógico que no conozcáis al Príncipe, así que mejor será que le transmitáis el mensaje a vuestro superior inmediato. Espero que os guste la pizza, chicos.

Mientras volvía con Halvorsen, notó sus miradas clavadas en la nuca.

– Termina de comer -le dijo Harry a Halvorsen, que, en ese momento, se llevaba a la boca un enorme trozo de pizza-. Tenemos que salir de aquí antes de que siga acumulando mierda en mi hoja de servicios.

Capítulo 82

COLINA HOLMENKOLLÅSEN

12 de Mayo de 2000


Aquélla era la tarde más calurosa de la primavera. Harry conducía con la ventanilla bajada dejando así que la suave brisa le acariciase el rostro y el cabello. Desde la colina Holmenkollåsen se veía el fiordo de Oslo salpicado de islitas que se asemejaban a conchas de color marrón verdoso y los primeros barcos de vela de la temporada volvían a tierra. Unos estudiantes orinaban al borde de la carretera, junto a un autobús pintado de rojo desde cuyos altavoces, colocados en el techo, retumbaba la música de una canción:

– Won't – you – be my lover…

Una señora mayor con pantalones bombachos y el anorak atado alrededor de la cintura bajaba la calle con una sonrisa cansada y satisfecha.

Harry aparcó el coche enfrente de la casa. Prefería no llegar hasta el jardín, no sabía muy bien por qué. Quizá porque tenía la sensación de que, si aparcaba más abajo, su visita sería menos invasiva. Un razonamiento ridículo, por supuesto, dado que, en cualquier caso, se presentaba sin avisar y sin haber sido invitado.

Estaba a mitad de camino cuando sonó el móvil. Era Halvorsen, que llamaba desde el Archivo de los Traidores a la Patria.

– Nada -anunció-. Si es verdad que Daniel Gudeson está vivo, jamás fue condenado después por traición.

– ¿Y Signe Juul?

– Le cayó una condena de un año.

– Ya, pero se libró de la cárcel. ¿Alguna otra cosa interesante?

– Nada, que ya están preparándose para echarme de aquí y poder cerrar.

– Vete a casa a dormir, puede que mañana se nos ocurra algo.

Harry había llegado al pie de la escalinata y estaba a punto de subirla de un salto cuando se abrió la puerta. Se quedó inmóvil. Rakel llevaba un jersey de lana y unos vaqueros azules, tenía el cabello despeinado y la cara más pálida que de costumbre. Buscó en sus ojos alguna señal de que se alegrase de volver a verlo, pero no halló nada. Ni siquiera esa amabilidad neutra que tanto había temido. Apenas si había expresión alguna en sus ojos; y a saber lo que eso significaba.

– He oído voces… -dijo Rakel-. Pasa.

Oleg estaba en pijama en la sala de estar, viendo la televisión.

– Hola, perdedor -saludó Harry-. ¿No deberías estar entrenándote con el Tetris?

Oleg resopló sin levantar la cabeza.

– Siempre olvido que los niños no entienden de ironías -le dijo a Rakel.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Oleg.

¿Que dónde había estado? Harry quedó un tanto confuso al ver la expresión acusadora de Oleg.

– ¿Qué quieres decir?

Oleg se encogió de hombros.

– ¿Un café? -preguntó Rakel.

Harry asintió. Oleg y Harry observaban en silencio la increíble migración de los ñúes a través del desierto de Kalahari, mientras Rakel trajinaba en la cocina. Llevó bastante tiempo, tanto el café como la caminata.

– Cincuenta y seis mil -dijo Oleg al final.

– Mentira -replicó Harry.

– ¡Soy el primero en la lista de los mejores-de-todos-los-tiempos!

– Vete a buscarlo.

Oleg se levantó y salió corriendo del salón cuando Rakel entraba con el café y fue a sentarse frente a Harry, que cogió el mando a distancia y bajó el volumen del retumbar de pezuñas. Fue Rakel quien, al final, rompió el silencio.

– ¿Qué vas a hacer este año el Diecisiete de Mayo?

– Tengo guardia. Pero si estás insinuándome una invitación a lo que sea, moveré cielo y tierra…

Se rió agitando y negando con las manos.

– Perdón, sólo quería iniciar una conversación. Hablaremos de otra cosa.

– ¿Así que estás enferma? -preguntó Harry.

– Es una larga historia.

– Pues parece que tienes bastantes.

– ¿Por qué te han hecho volver? -preguntó Rakel.

– Brandhaug. Con quien, curiosamente, hablé en una ocasión sentado justo aquí.

– Sí, la vida está llena de casualidades absurdas -recordó Rakel.

– Tan absurdo que nunca habría colado en una historia inventada, por lo menos.

– Tú no sabes ni la mitad, Harry.

– ¿Qué quieres decir?

Ella lanzó un suspiro y empezó a remover su café.

– ¿Qué pasa? ¿Es que toda la familia ha decidido enviar mensajes cifrados esta noche?

Ella intentó reírse, pero su risa se tornó en un sollozo. El típico resfriado de primavera, pensó Harry.

– Yo… Lo que…

Intentó empezar la frase un par de veces más, pero no le salió bien. La cucharilla daba vueltas y más vueltas en la taza. Por encima de su hombro, Harry vio cómo un cocodrilo, despacio pero sin piedad, arrastraba a un ñu hasta las aguas del río.

– Lo he pasado muy mal -confesó Rakel-. Y te he echado de menos.

Se volvió hacia Harry, que vio que Rakel estaba llorando. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y se acumulaban bajo la barbilla. Pero ella no hizo el menor intento de contenerlas.

– Bueno… -dijo Harry.

Y eso fue cuanto tuvo tiempo de decir, antes de que ambos se fundiesen en un abrazo. Se abrazaron como si fueran salvavidas. Harry temblaba por la emoción. «Sólo esto -pensó-. Sólo esto es suficiente. Tenerla así.»

– ¡Mamá! -El grito vino del segundo piso-. ¿Donde está mi Gameboy?

– En uno de los cajones de la cómoda -gritó Rakel con voz trémula-. Empieza por arriba.

»Bésame -le dijo a Harry.

– Pero Oleg puede…

– La Gameboy no está en la cómoda…

Cuando Oleg bajó corriendo las escaleras con la Gameboy, que, finalmente, había encontrado en la caja de los juguetes, no se percató enseguida del ambiente que reinaba en la sala y se rió de la expresión de preocupación de Harry cuando le enseñó la nueva suma de puntos. Pero en cuanto Harry empezó a jugar para batir su nuevo récord, oyó la voz de Oleg:

– ¿Por qué tenéis esas caras tan raras?

Harry vio que a Rakel le costaba mantenerse seria.

– Es porque nos gustamos mucho -explicó Harry, suprimiendo tres líneas con una pieza larga y delgada al fondo a la derecha-. Y ese récord tuyo peligra muchísimo, perdedor.

Oleg se rió y le dio a Harry un manotazo en el hombro.

– Ni lo sueñes. Tú eres el perdedor.

Capítulo 83

APARTAMENTO DE HARRY

12 de Mayo de 2000


Harry no se sentía como un perdedor cuando, poco antes de medianoche, entró en su apartamento y vio parpadear la luz roja del contestador. Había llevado en brazos a Oleg a la cama y Rakel y él habían tomado té. Rakel le dijo que un día le contaría una historia muy larga. Cuando no estuviese tan cansada. Harry le contestó que necesitaba unas vacaciones y ella se mostró de acuerdo.

– Podemos ir los tres juntos -propuso-. Cuando se haya resuelto este caso.

Le acarició la cabeza.

– No te consiento que bromees con esas cosas, Hole.

– ¿Quién está bromeando?

– De todos modos, no tengo ganas de hablar de ello ahora. Será mejor que te vayas a tu casa, Hole.

Se besaron una vez más en la entrada, así que Harry aún tenía en los labios su sabor.

Se acercó sigiloso al contestador, descalzo y sin encender la luz, y pulsó el botón de reproducción de mensajes. La voz de Sindre Fauke llenó la oscuridad.

– Soy Fauke. He estado pensando. Si Daniel Gudeson es algo más que un espectro, sólo hay una persona en el mundo que pueda resolver el enigma, y es el soldado que estaba de guardia con él la Nochevieja en que se supone que le dispararon a Daniel. Gudbrand Johansen. Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen, Hole.

Se oyó el clic del auricular al colgar, un bip y, cuando Harry pensaba que se había terminado, oyó que había otro mensaje:

– Aquí Halvorsen. Son las doce y media. Acaba de llamarme uno de los policías de vigilancia. Llevan mucho rato esperando ante el apartamento de Mosken, pero no ha vuelto a casa, así que probaron el número de Drammen, por si contestaba al teléfono. Tampoco contestó. Uno de los chicos fue a Bjerke, pero allí todo estaba cerrado y las luces apagadas. Les pedí que fuesen pacientes y envié una orden de búsqueda del coche de Mosken a través de la radio de la policía. Sólo quería que lo supieras. Nos vemos mañana.

Nuevo bip. Nuevo mensaje. Un récord para el contestador de Harry.

– Soy Halvorsen otra vez. Empiezo a volverme senil. Olvidé por completo la otra tarea. Parece que al final hemos tenido un poco de suerte. En el archivo de la SS en Colonia no había datos personales ni de Gudeson ni de Johansen. Me dijeron que debería llamar al archivo central de Wehrmacht, en Berlín. Allí encontré a un auténtico gruñón que me dijo que el número de noruegos participantes en las fuerzas regulares alemanas fue muy reducido. Cuando expliqué el asunto, no obstante, me prometió que lo comprobaría. Me devolvió la llamada al cabo de un rato. No había encontrado nada sobre Daniel Gudeson, pero sí varias copias de unos documentos pertenecientes a un tal Gudbrand Johansen, también noruego. Según esos documentos, Johansen fue trasladado en 1944 al Wehrmacht desde la Waffen-SS. Había una anotación según la cual habían enviado a Oslo las copias de los documentos originales en el verano de 1944, lo que, según nuestro hombre de Berlín, sólo puede significar que a Johansen lo destinaron allí. También encontró parte de la correspondencia mantenida con el médico que firmó la baja por enfermedad de Johansen. En Viena.

Harry se sentó en la única silla del salón.

– El nombre del médico era Christopher Brockhard, del hospital Rudolph II. He hablado con la policía de Viena y resulta que sigue funcionando. Hasta me proporcionaron el nombre y número de teléfono de una veintena de personas que aún viven y que trabajaron allí durante la guerra.

«Los teutones dominan lo de llevar archivos», se dijo Harry.

– Así que empecé a llamar. ¡Joder, qué malo es mi alemán!

La risa de Halvorsen estalló en el altavoz.

– Llamé a ocho de ellos hasta que di con una enfermera que recordaba a Gudbrand Johansen. Era una señora de setenta y cinco años. Me aseguró que lo recordaba muy bien. Mañana te daré su número y dirección. Su nombre es Mayer, Helena Mayer.

Un nuevo bip siguió al silencio, pero, en esta ocasión, el reproductor de mensajes se detuvo.

Harry soñó con Rakel, con su rostro hundiéndose en su cuello, con sus manos, tan fuertes, con figuras del Tetris cayendo sin cesar. Hasta que la voz de Sindre Fauke lo despertó a media noche y lo obligó a buscar en la oscuridad el contorno de una persona: «Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen»

Capítulo 84

FUERTE DE AKERSHUS

13 de Mayo de 2000


Eran las dos y media de la madrugada y el anciano había detenido el coche junto a una nave bastante baja, en la calle Akershusstranda. Aquella calle había sido en otro tiempo una de las arterias de la ciudad de Oslo pero, tras la apertura del túnel Fjellinjen, habían cerrado uno de los extremos y ya sólo la utilizaban los que trabajaban en el muelle durante el día. Y los clientes de las prostitutas, que buscaban un lugar recoleto para su «paseo», pues entre la calle y el mar no había más que un par de naves, y al otro lado estaba la fachada occidental del fuerte de Akershus. Ahora bien, alguien que mirara desde el muelle Aker Brygge con unos prismáticos potentes podría haber visto, con seguridad, lo mismo que el anciano: la espalda de un abrigo gris que daba un respingo cada vez que el hombre que lo llevaba empujaba las caderas hacia delante, y la cara de una mujer muy maquillada y drogada, que se dejaba embestir contra la pared occidental del fuerte, justo debajo de los cañones. A cada lado de los que así copulaban, había un foco que iluminaba la ladera de la montaña y el muro que se alzaba a su lado.

La fortaleza de Akershus. La parte interior del fuerte permanecía cerrada por la noche y, aunque hubiera conseguido entrar, el riesgo de ser descubierto en el mismo lugar de la ejecución era demasiado grande. Nadie sabía exactamente cuántas personas habían muerto fusiladas allí durante la guerra, pero quedaba una placa conmemorativa de los caídos de la Resistencia noruega. El anciano sabía que uno de ellos, como mínimo, era un vulgar delincuente que se había hecho merecedor del castigo, con independencia de en qué lado estuviera. Allí era donde habían fusilado a Vidkun Quisling y a los otros que fueron sentenciados a muerte en los juicios posteriores a la guerra. Quisling aguardó el cumplimento de la sentencia en la Torre de la Pólvora. El anciano se había preguntado a menudo si sería aquélla la torre que le había dado título a un libro en el que el autor describe con todo detalle los diferentes métodos de ejecución a lo largo de los siglos. La descripción de la ejecución por fusilamiento frente a un pelotón, ¿no sería, en realidad, un relato sobre la ejecución de Vidkun Quisling aquel día de otoño de 1945, cuando llevaron al traidor hasta la plaza para agujerear su cuerpo con balas de fusil? ¿Era cierto, como contaba el autor, que le habían puesto una capucha sobre la cabeza y que le habían sujetado un trozo de papel blanco en el lugar del corazón, para que hiciese de diana? ¿Gritaron la orden por cuatro veces antes de disparar? ¿Dispararían tan mal aquellos expertos tiradores que el médico tuvo que utilizar el estetoscopio para determinar que el condenado debía ser ejecutado otra vez hasta que, tras disparar cuatro o cinco veces más, fue la hemorragia de tantas heridas superficiales la que le causó la muerte?

El anciano tenía la descripción recortada del libro.

El abrigo dejó de moverse, había terminado y su propietario bajaba ya la ladera en dirección a su coche. La mujer seguía junto al muro, se colocó bien la falda y encendió un cigarrillo que lucía en la oscuridad con cada calada. El viejo esperaba. La mujer aplastó el cigarrillo con el tacón y echó a andar por el camino embarrado que rodeaba el fuerte, para volver a «la oficina» situada en las calles próximas al Banco de Noruega.

El anciano se volvió hacia el asiento trasero, desde el que la mujer, amordazada, lo miraba fijamente, con el pavor pintado en el rostro y los mismos ojos aterrados que le había visto cada vez que despertaba de los efectos del éter de dietilo. La vio mover la boca bajo la mordaza.

– No tengas miedo, Signe -le recomendó inclinándose hacia ella y sujetando algo a su abrigo.

Signe intentó inclinar la cabeza para ver qué era, pero él la forzó a mantenerla derecha.

– Demos un paseo -propuso-. Como solíamos hacer.

Salió del coche, abrió la puerta trasera, la sacó de un tirón y la empujó para que caminase delante de él. Ella tropezó y cayó de rodillas sobre la gravilla que había entre la hierba, al borde de la calle, pero él agarró fuertemente la cuerda con la que le había atado las manos a la espalda, obligándola a levantarse. La colocó justo delante de uno de los focos, con la luz directamente orientada al rostro.

– Quédate completamente quieta; se me olvidó el vino. Ribeiros tinto, ¿te acuerdas, verdad? Totalmente quieta, de lo contrario…

La luz la cegaba y el anciano tuvo que acercarle el cuchillo a la cara para que lo viera. Y a pesar de la intensa luz, tenía las pupilas tan dilatadas que los ojos parecían negros. Él fue hasta el coche, siempre mirando a su alrededor. Pero no había nadie. Aguzó el oído, pero no oyó más que el zumbido uniforme de una ciudad. Abrió el maletero. Empujó la negra bolsa de basura a un lado y notó que el cadáver del perro había empezado a ponerse rígido. El acero del Märklin brillaba débilmente. Lo sacó del asiento del conductor. Bajó la ventanilla hasta la mitad y apoyó el rifle en el cristal. Al alzar la vista, divisó el bailoteo de la sombra gigantesca que el cuerpo de la mujer proyectaba sobre el muro del siglo xvi, ocre y amarillo. La sombra debía de verse incluso desde Nesodden. Muy hermoso.

Arrancó el coche con la mano derecha y aceleró el motor. Echó una ojeada a su alrededor una última vez, antes de localizar el blanco en la mira. Había una distancia de unos cincuenta metros y el abrigo de la mujer llenó la totalidad de la circunferencia de la lente. Ajustó la mira ligeramente a la derecha hasta que la cruz negra encontró lo que buscaba, el trozo de papel blanco. Expulsó el aire de los pulmones y apretó los dedos en el gatillo.

– Bienvenida -susurró.

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