LIBRO DECIMOQUINTO. HOREMHEB

1

En virtud de su acuerdo con Horemheb, Ai, el portador del cetro, estaba dispuesto a ceñir las coronas de los faraones a la muerte de Tutankhamon. Para llegar a sus fines hizo activar la ceremonia funeraria e interrumpió la construcción de la tumba, que resultó pequeña y estrecha en comparación con las tumbas de los grandes faraones, y se reservó una parte de los inmensos tesoros que Tutankhamon había destinado a acompañarlo en el reino de los difuntos. Pero el acuerdo lo obligaba también a obtener que Baketamon consintiese en ser la esposa de Horemheb a fin de que éste pudiese reclamar legalmente la corona a la muerte de Ai, pese a que hubiese nacido con los pies en el estiércol. Había combinado con los sacerdotes que la princesa se aparecería a Horemheb bajo los rasgos de la diosa Sekhmet, mientras el vencedor celebrase su triunfo en el templo, y que se entregaría a él allá mismo, a fin de que su alianza hallase una consagración divina y Horemheb quedase así divinizado. Esto es lo que Ai había convenido con los sacerdotes, pero la princesa Baketamon había tramado también cuidadosamente su propia intriga y sé que la reina Nefertiti la había inducido a ello, por odio hacia Horemheb y en la esperanza de llegar a ser, con Baketamon, la mujer más poderosa de Egipto si el plan triunfaba.

Su proyecto era impío y atroz, y sólo la astucia de una mujer agriada puede imaginar un tal plan. Tan increíble era que estuvo a punto de triunfar. Sólo el descubrimiento de esta intriga me permitió comprender por qué los hititas habían accedido tan fácilmente a ofrecer la paz y ceder Megiddo y el país de Amurrú y hacer otras concesiones. Los hititas son, en efecto, gente astuta, y tenían en su carcaj una flecha cuya existencia Ai y Horemheb ignoraban. Su espíritu de conciliación hubiera debido despertar las sospechas de Horemheb, pero sus éxitos lo habían cegado y él mismo deseaba la paz a fin de consolidar su poder en Egipto y casarse con Baketamon, porque lo esperaba desde hacía años y la espera había exacerbado su pasión.

Después de la muerte de su marido y una vez hubo consentido en sacrificar a Amón, la reina Nefertiti no pudo soportar verse alejada del poder. A pesar de su edad se había conservado bella gracias a los constantes cuidados y a los cosméticos. Su belleza le atrajo numerosos nobles que vivían en la mansión dorada como zánganos inútiles alrededor de un faraón pueril. Por su inteligencia y su astucia ganó también la amistad y confianza de Baketamon, en quien transformó el orgullo innato en una llama devoradora que le consumía el cuerpo, hasta que llegó a ser una obsesión y una especie de locura. Estaba tan poseída de su sangre sagrada que no permitía ya a una persona ordinaria tocarla y ni siquiera rozar su sombra. Había conservado orgullosamente su virginidad, porque a su juicio no había en Egipto un solo hombre digno de ella. Había pasado ya de la edad normal del matrimonio y creo que su virginidad se le había subido a la cabeza y enfermaba su corazón, si bien un buen matrimonio la hubiera curado.

Nefertiti le hizo creer que había nacido para grandes hazañas y que debía salvar a Egipto de las manos de pretendientes de baja extracción. Le habló de la gran reina Hatshepsut, que pegaba una barba a su mentón y ceñía la cola de león y gobernaba a Egipto desde el trono de los faraones. Y la persuadió de que su belleza recordaba la de la ilustre reina.

También Nefertiti le hablaba mal de Horemheb, y Baketamon acabó experimentando en su orgullo virginal un verdadero horror físico hacia Horemheb, que era de baja extracción y mancillaría su sangre sagrada. Pero yo creo que en el fondo de su corazón había conservado, sin confesárselo, una cierta inclinación hacia aquel hombre bello y robusto a quien había visto un día llegar a la Corte.

Nefertiti no tuvo gran dificultad en convencer a Baketamon cuando los planes de Ai y Horemheb se precisaron durante la guerra de Siria. Y, por otra parte, es probable que Ai confiase sus proyectos a Nefertiti, que era su hija. Pero ella detestaba a su padre, que la había apartado del poder después de haberse servido de ella y la tenía encerrada en la mansión dorada, porque era la esposa del faraón maldito. Yo digo que la belleza y la inteligencia asociadas en una mujer cuyo corazón se ha endurecido con los años forma una combinación peligrosa, más peligrosa que los puñales desenvainados y las más cortantes hoces de los carros de combate. Esto es lo que demuestra la intriga urdida por Nefertiti y aprobada por Baketamon.

He aquí cómo fue descubierto este plan. Desde su llegada a Tebas, Horemheb, en el colmo de su impaciencia, comenzó a rondar por las habitaciones de Baketamon, a fin de poder verla y hablarle, pese a que ella se negase a recibirlo. Vio por azar a un emisario hitita que penetraba en las habitaciones de la princesa y se preguntó por qué Baketamon recibía un hitita y estaba tanto rato a solas con él. Por esto, por propia iniciativa y sin consultar a nadie, hizo detener al hitita, quien, en su arrogancia, profirió amenazas y habló de una forma como sólo puede hablar una persona muy segura de su poderío.

Entonces Horemheb le contó todo a Ai y penetraron por la fuerza en la habitación de Baketamon, después de haber matado a un esclavo que se oponía, y en la ceniza del brasero encontraron la correspondencia cambiada con los hititas. Después de haber leído estas tablillas de cera se quedaron aterrorizados y pusieron a Nefertiti y Baketamon bajo una estrecha vigilancia. La misma noche fueron a verme a mi casa, que Muti había hecho reparar con el dinero de Kaptah, y llegaron en una simple litera, con el rostro tapado. Muti los hizo entrar refunfuñando. Yo no dormía porque desde mi regreso de Siria sufría de insomnio. Me levanté, encendí la lámpara y recibí a mis visitantes, a quienes tomé por enfermos. Pero quedé muy sorprendido al reconocerlos y dije a Muti que nos trajese vino y se fuese a dormir, pero Horemheb estaba tan inquieto que quería matarla porque había visto su rostro. Jamás hasta entonces había visto a Horemheb tan asustado y esto me causó una gran alegría. Y por esto le dije:

– Te prohíbo que mates a Muti, y me parece que tienes el cerebro resquebrajado. Muti es una mujer vieja y dura de oído que ronca como un hipopótamo, como podrás oírlo. Bebe vino y no temas nada de la pobre vieja.

Pero Horemheb, con impaciencia, dijo:

– No he venido aquí a hablar de ronquidos, Sinuhé. Pero Egipto corre un peligro mortal y tú debes salvarlo.

Ai confirmó estas palabras diciendo:

– En verdad te digo que Egipto corre un peligro mortal, Sinuhé, y yo también, y para Egipto jamás el peligro ha sido tan grande. Por esto, en nuestro abandono, acudimos a ti.

Pero yo me eché a reír tendiendo mis manos vacías. Horemheb sacó entonces las tablillas de arcilla del rey Suhbbiluliuma y me las hizo leer, así como la copia de las respuestas de Baketamon. Terminada la lectura, no tuve ya ganas de reír, y el vino perdió su sabor en mi boca, porque he aquí lo que Baketamon había escrito a los hititas:


Soy la hija del faraón y por mis venas corre sangre sagrada y no hay en Egipto ningún hombre digno de mí. Me he enterado de que tienes numerosos hijos. Envía aquí a uno de ellos para que yo pueda romper una jarra con él, y tu hijo reinará a mi lado sobre el país de Kemi.


Esta carta era tan inconcebible que el prudente Suhbbiluliuma se había negado al principio a creer en ella y había mandado un emisario secreto para concretar más. Baketamon había confirmado su oferta asegurándole que los nobles egipcios estaban de su parte y que los sacerdotes de Amón estaban también de acuerdo. Convencido por esta carta, el rey se había apresurado a hacer la paz con Horemheb y se disponía a enviar a su hijo Shubbatú a Egipto.

Mientras yo leía estas misivas, Ai y Horemheb comenzaron a disputar y Horemheb dijo:

– Esta es mi recompensa de todo lo que he hecho por ti, y el premio de la guerra en que he batido a los hititas y soportado grandes penalidades. En verdad que hubiera hecho mejor en encargar a un perro ciego que velase por mis intereses en Egipto durante mi ausencia, y no eres más útil que una alcahueta a quien se paga aun antes de ver las nalgas de la muchacha. En verdad te digo, Ai, que eres el personaje más repugnante que conozco, y lamento profundamente haber tocado tu pata sucia en señal de acuerdo. No me queda otro remedio que hacer ocupar Tebas por mis soldados y ceñir las dos coronas.

Pero Ai dijo:

– Los sacerdotes no lo consentirán jamás y también ignoramos la extensión de la conspiración y el apoyo de que goza Baketamon entre el clero y la nobleza. No hay que preocuparse del pueblo, porque el pueblo es un buey al que se le pone un ronzal en el cuello y todo el mundo lo lleva adonde quiere. No, Horemheb, si Shubbatú llega a Tebas y rompe una jarra con Baketamon, nuestro poderío se derrumbará y no podremos resistir por las armas, porque sería una nueva guerra y Egipto no podría soportarla y sería el fin del mundo. En verdad he sido un perro ciego, pero jamás hubiera podido adivinar lo que se trataba, tan increíble es. Por esto, Sinuhé, debes ayudarnos.

– Por todos los dioses de Egipto -exclamé yo, sorprendido-. ¿Cómo podría yo ayudaros si no soy más que un médico incapaz de decidir a una mujer loca a amar a Horemheb?

Y Horemheb dijo:

– Nos has ayudado ya una vez, y quien coge el remo debe remar hasta el fin lo quiera o no. Vas a salir al encuentro del príncipe Shubbatú y hacer de modo que no llegue a Egipto. ¿Cómo? Es asunto tuyo y no queremos saber nada. Debes saber, sin embargo, que no podemos hacerlo asesinar públicamente, porque esto sería una nueva guerra con los hititas y quiero escoger yo mismo la fecha.

Estas palabras me aterraron, mis rodillas temblaron y mi corazón se fundía, mientras mi lengua se torcía en mi boca, y dije:

– Si es verdad que os he ayudado una vez fue por el bien de Egipto, y este príncipe no me ha hecho nunca ningún daño, y no lo he visto más que una vez en su tienda el día de la muerte de Aziru. No, Horemheb, no harás de mí un asesino; prefiero morir, porque no hay crimen más abyecto, porque si ofrecí un brebaje mortal a Akhenaton lo hice por su propio bien, porque estaba enfermo y yo era su amigo.

Pero Horemheb se golpeó los muslos con la fusta frunciendo el ceño y Ai dijo:

– Sinuhé, eres un hombre sensato y comprenderás que no podemos sacrificar todo un imperio al capricho de una mujer. Créeme, no hay otro medio. El príncipe debe morir por el camino; poco importa que sea por un accidente o enfermedad. Por esto vas a partir a su encuentro en el desierto del Sinaí en calidad de emisario de la princesa Baketamon y como médico podrás examinar si es apto para el matrimonio. Te creerá fácilmente, y te recibirá y te hará preguntas sobre la princesa Baketamon porque los príncipes no son más que hombres y creo que es presa de una viva curiosidad y que se pregunta a qué hechicera lo van a ligar. Tu misión será fácil y no desdeñarás los regalos que te valdrá, porque entonces serás un hombre rico.

Y Horemheb dijo:

– Decídete pronto, Sinuhé, entre la vida o la muerte. Comprenderás que ahora que conoces nuestro secreto no podríamos dejarte vivir, aunque fueses mil veces nuestro amigo. El nombre que te ha dado tu madre te ha sido funesto, Sinuhé, porque has escuchado demasiados secretos de los faraones. Así, según tu respuesta, te cortaré la garganta de oreja a oreja, y bien contra mi placer, porque eres nuestra mejor ayuda. Estás unido a nosotros por un crimen común y compartiremos contigo la responsabilidad de este nuevo crimen, si tal es a tu juicio el hecho de salvar a Egipto de la dominación de una loca y de los hititas.

– Sabes muy bien que no temo la muerte, Horemheb -dije.

Pero sentí que la red se había cerrado en torno a mí y que mi suerte estaba ligada a la de Ai y Horemheb.

Confieso francamente que aquella noche tuve miedo de la muerte, porque se presentaba bruscamente y de una forma repugnante. Pero pensaba en el vuelo rápido de las golondrinas sobre el río y pensaba en los vinos del puerto y en la oca asada por Muti al estilo tebano, y la vida me pareció súbitamente deliciosa. Y pensaba también en Egipto y me decía que Akhenaton tuvo que morir para que Egipto se salvase y que Horemheb pudiese rechazar a los hititas. ¿Por qué no matar a un joven príncipe desconocido para salvar nuevamente a Egipto, puesto que había matado ya a Akhenaton?

– Esconde tu puñal, Horemheb, porque la vista de un puñal sin filo me estremece. Me inclino y salvaré a Egipto del yugo hitita, pero en verdad ignoro todavía de qué forma lo haré, y es probable que pierda en ello la vida, porque los hititas me matarán ciertamente una vez su príncipe esté muerto. Pero no tengo ya apego a la vida y quiero impedir que los hititas reinen sobre Egipto. Y no quiero regalo alguno, porque todo lo que haré estaba ya escrito en las estrellas antes de mi nacimiento y no puedo escapar a mi sino. Aceptad, pues, vuestras coronas de mis manos, Ai y Horemheb, y bendecid mi nombre, porque soy yo, el humilde Sinuhé, quien os erige faraones.

Esta idea me divirtió mucho, porque llevaba quizá sangre real en las venas y hubiera sido el único sucesor legal de los faraones, mientras Ai no era más que un modesto sacerdote del sol y los padres de Horemheb olían a ganado y queso. En aquel momento los dos hombres se me mostraban sin velos, tal como eran en realidad: los sacerdotes que se disputaban el cuerpo agonizante de Egipto, dos chiquillos que jugaban con coronas y emblemas reales, y su pasión los tiranizaba hasta el punto que no serían jamás felices. Y por esto le dije a Horemheb:

– Horemheb, amigo mío, la corona es pesada, lo sentirás alguna tarde calurosa, cuando se lleva el ganado al abrevadero del río y los ruidos cesan a tu alrededor.

Pero él respondió:

– Date prisa en partir, porque el navío te espera y debes encontrar a Shubbatú en el desierto del Sinaí antes de que llegue a Tanis con su séquito. Y así partí bruscamente en plena noche, y Horemheb me había dado su navío más rápido, y yo hice llevar mi estuche de médico y el resto de la oca que Muti me había preparado al estilo tebano para la cena. Y no olvidé tampoco de proveerme de vino.

2

A bordo tuve tiempo de reflexionar y comprendí netamente el grave peligro que amenazaba a Egipto como una negra nube de arena en el horizonte. Me sería fácil embellecer mi papel presentándome como salvador de Egipto, pero los móviles de los hombres son siempre complejos y había aceptado mi misión ante el miedo experimentado bruscamente en presencia de una muerte inminente. Pero mientras iba bajando por el río dando prisa a los remeros, estaba persuadido de que iba a realizar un acto meritorio.

De nuevo estaba solo y más solitario que todos los hombres a causa del secreto que llevaba y no podía revelar a nadie sin causar la muerte de miles y miles de personas. Tenía que ser más astuto que la serpiente para no ser descubierto y sabía que sufriría una muerte atroz si los hititas me sorprendían en el acto.

Alguna vez me inclinaba a abandonarlo todo y huir a lo lejos, como mi homónimo de la leyenda, y esconderme para dejar que la suerte siguiese su curso sobre Egipto. Si hubiese ejecutado este proyecto, el curso de los acontecimientos hubiera cambiado y el mundo no sería hoy como es. Pero al envejecer he comprendido que, en el fondo, todos los soberanos son iguales y que todos los pueblos son idénticos y que poco importa, en

resumen, quién gobierna y qué pueblo oprime a otro, porque finalmente, son siempre los pobres los que soportan los sufrimientos.

Pero no huí, porque era débil, y cuando un hombre es débil se deja llevar por los otros hasta el crimen antes que elegir por sí mismo su camino. Prefiere incluso la muerte a romper la cuerda que lo liga, y creo que no soy el único en ser débil de esta manera.

Así, el príncipe Shubbatú debía morir, y me rompía la cabeza para encontrar el medio de matarlo sin que mi acto fuese descubierto y Egipto tuviese que responder de su muerte. La tarea era ardua porque el príncipe iría seguramente acompañado de un numeroso séquito digno de su rango, y los hititas eran recelosos y estaban en guardia. No podía pensar en asesinarle y me preguntaba si podría llevármelo al desierto para buscar en él un basilisco cuyos ojos son dos piedras verdes que matan, o para precipitarlo en alguna sima y contar después que había tropezado rompiéndose la nuca. Pero esta idea era infantil, porque jamás podría quedarme solo en compañía del príncipe, y, en cuanto a los venenos, tenía hombres para probar los alimentos y bebidas, de manera que no podría envenenarlo por los procedimientos habituales.

Repasé en mi memoria mis recuerdos sobre los venenos secretos de los sacerdotes y los de la mansión dorada. Sabía que se podía envenenar el fruto de un árbol aun antes de que estuviese maduro, y sabía también que existían volúmenes de papiros que producían una muerte lenta a sus lectores, y que el perfume de ciertas flores podía matar una vez habían sido tratadas por los sacerdotes. Pero todo esto eran secretos de los sacerdotes y quizás hubiese en todo aquello una parte de leyenda. Además, no hubiera podido recurrir a ellos en el desierto.

¡Si tan sólo Kaptah hubiese podido ayudarme con su astucia! Pero no hubiera podido ponerlo al corriente de la empresa, y, además, estaba en Siria donde trataba de recuperar sus créditos. Por esto recurrí a toda mi ingeniosidad y mi ciencia de médico. Si el príncipe estuviese enfermo, hubiera podido tratarlo llevándolo lentamente a la muerte según las reglas del arte, y ningún médico hubiera tenido nada que objetar a mis prescripciones, porque desde los tiempos más remotos el cuerpo médico entierra junto sus víctimas. Pero Shubbatú no estaba enfermo y si lo estaba sería cuidado por los médicos hititas.

Me extiendo sobre este punto tan sólo para mostrar las inmensas dificultades de la empresa que me había sido confiada por Horemheb, pero ahora me limitaré a exponer mis actos: en Menfis completé mi provisión de medicamentos, porque un médico puede tener un veneno mortal que, en sus manos, se convierte en una medicina curativa. Proseguí rápidamente mi viaje hasta Tanis, donde tomé una silla de manos y la guarnición me dio una escolta de algunos carros de guerra y emprendí la gran ruta militar de Siria.

Horemheb había sido correctamente informado del viaje de Shubbatú, porque lo encontré con su séquito a tres días de Tanis, cerca de una fuente rodeada de muros. Viajaba en litera e iba acompañado de numerosos asnos que llevaban pesadas cargas y los regalos preciosos para la princesa Baketamon, y los carros pesados de guerra lo escoltaban, mientras los carros ligeros reconocían el camino, porque el rey había recomendado la prudencia, puesto que sabía que este viaje desagradaría profundamente a Horemheb.

Pero los hititas se mostraron sumamente corteses conmigo y con los oficiales de mi pequeña escolta, según la costumbre de mostrarse corteses y amables con la gente de quien podían obtener gratuitamente lo que no podían ganar por las armas. Nos acogieron en su campamento y ayudaron a los soldados egipcios a plantar nuestras tiendas y colocaron numerosos centinelas para protegernos, dijeron, contra los bandoleros y los leones, a fin de que pudiésemos dormir en paz. Pero al enterarse de que venía en nombre de la princesa Baketamon, Shubbatú me llamó en el acto movido por una impaciente curiosidad.

Así fue como lo ví en su tienda, y era joven y altivo, y sus ojos eran grandes y claros como el agua cuando no estaba ebrio como lo había estado en la tienda de Horemheb cerca de Megiddo. La alegría y la curiosidad animaban su rostro cetrino y su nariz era firme como el pico de un ave de rapiña y sus dientes relucían de blancura como los de las fieras. Le tendí una carta de la princesa, falsificada por Ai, y me incliné con las manos a la altura de las rodillas en signo de respeto. Me di cuenta con satisfacción de que iba vestido a la moda egipcia, pero que sus vestidos parecían incomodarlo. Y me dijo:

– Puesto que mi futura esposa se ha confiado a ti y eres médico real, no te ocultaré nada. Al casarme me ligo a mi esposa y su país será el mío y las costumbres egipcias serán las mías, y me he esforzado en acostumbrarme a las costumbres egipcias para no ser un extranjero al llegar a Tebas. Estoy impaciente por ver todas las maravillas de Egipto y conocer todos los dioses de Egipto, que serán de ahora en adelante los míos. Pero estoy impaciente sobre todo por ver a mi gran esposa real, porque voy a fundar con ella una nueva dinastía. Háblame de ella y dime su aspecto y su talla y la anchura de sus caderas como si fuese egipcio ya. Y no debes ocultarme nada de ella, ni siquiera lo que sea desagradable, y puedes tener confianza en mí como yo tengo confianza en ti.

Su confianza se mostraba teniendo a sus oficiales detrás de mí, con el arma en la mano, y guardias en la entrada de la tienda con las lanzas dirigidas hacia mi espalda. Pero yo fingí no darme cuenta y me incliné ante él, diciéndole:

– Mi dueña y señora, la princesa Baketamon, es una de las mujeres más bellas de Egipto. A causa de su sangre sacra ha conservado su virginidad, pese a que sea considerablemente mayor que tú, pero su belleza no tiene edad y su rostro es como la luna y sus ojos ovalados como el loto. Como médico puedo confiarte también que sus caderas son lo suficientemente anchas para dar a luz, pese a que sean delgadas, como ocurre en Egipto. Por esto me ha mandado a tu encuentro en el desierto para cerciorarme de que tu sangre real es digna de su sangre sagrada y que físicamente eres capaz de cumplir con los deberes que incumben a un esposo a fin de no decepcionarla, porque te espera con impaciencia.

Shubbatú arqueó el torso y dobló el brazo para hacer resaltar los músculos y me dijo:

– Mi brazo tiene el arco más duro y entre los muslos puedo ahogar un asno. Mi rostro no tiene defecto, como puedes verlo, y no recuerdo haber estado nunca enfermo.

Y yo le dije:

– Eres, cierramente, un muchacho joven e inexperimentado que no conoce las costumbres egipcias, porque parece que crees que una princesa es una mujer que se tiende con el brazo o un asno que se tritura entre las rodillas. Pero no es éste el caso, y debería darte algunas lecciones sobre las costumbres amorosas en Egipto a fin de que no tengas que sonrojarte delante de la princesa.

Estas palabras lo ofendieron, porque era orgulloso y se jactaba de su virilidad como todos los hititas. Sus jefes se echaron a reír, lo cual lo ofendió más todavía, de manera que palideció de cólera y apretó los dientes. Pero tenía empeño en mostrarse ante mí bajo un aspecto favorable, y con la mayor calma posible dijo:

– No soy ningún chiquillo inocente como me crees, sino que mi lanza ha atravesado ya muchos sacos de piel y no creo que tu princesa quede descontenta cuando le enseñe las costumbres hititas.

Y yo le dije entonces:

– No tengo inconveniente en creer en tu fuerza, pero te equivocas al afirmar que no has estado nunca enfermo, porque leo en tus ojos que no estás bien y que tu vientre no está sano.

Es probable que no haya hombre que no se encuentre enfermo si se le afirma con autoridad e insistencia que no se encuentra bien. Todo el mundo siente, en efecto, la necesidad de dejarse mimar, y los médicos de todos los tiempos lo saben y han sabido aprovecharlo para enriquecerse. Pero yo tenía, además, la suerte de saber que el agua de los manantiales del desierto contiene magnesio y que ocasiona diarreas a todos los que no están acostumbrados a ella. Por esto el príncipe quedó muy extrañado de mis palabras y dijo:

– Te equivocas, Sinuhé el egipcio, porque no me siento en absoluto enfermo, pese a que tengo que reconocer que mi vientre anda algo suelto y he tenido que agacharme varias veces durante la jornada. Eres, ciertamente, más hábil que mi médico, que no se ha dado cuenta de nada. -Se llevó la mano a la frente y a los ojos, y dijo-: Verdaderamente, los ojos me brillan, porque he mirado demasiado tiempo la arena roja del desierto, y mi frente arde y no estoy tan bien como quisiera.

Y yo le dije:

– Tú médico debería prepararte un remedio que te cure y te proporcione un sueño tranquilo. Las enfermedades gástricas del desierto son graves y he visto muchos soldados egipcios morir de ellas durante su marcha hacia Siria. Las causas de estas enfermedades se ignoran; unos dicen que provienen del viento apestado del desierto; otros pretenden que proceden del agua y algunos de la langosta. Pero no dudo de que mañana estarás restablecido para proseguir el viaje si tu médico te administra un buen remedio.

A mis palabras comenzó a reflexionar y entornó los ojos dirigiendo una mirada a sus jefes y diciéndome con aire infantil:

– Dame tú mismo una buena medicina, Sinuhé, porque pareces conocer estas enfermedades mucho mejor que mi médico.

Pero yo no era tan tonto como se imaginaba y levanté los brazos en signo de protesta y dije:

– ¡Jamás me atrevería a darte una medicina, porque si empeorabas me acusarían inmediatamente! Tu médico te cuidará mejor que yo, porque conoce tu naturaleza y el remedio sencillo.

El sonrió y dijo:

– Tu consejo es bueno, porque quiero comer y beber contigo para que me hables de mi esposa real y de las costumbres egipcias, y no quiero verme obligado a correr a cada momento a agacharme detrás de la tienda.

Hizo llamar a su médico, que era un hitita malhumorado y receloso. Cuando comprobó que no quería rivalizar con él se suavizó y preparó una poción astringente que, bajo mis consejos, hizo muy fuerte. Yo tenía ya una idea.

Probó el brebaje y lo ofreció al príncipe.

Yo sabía que el príncipe no estaba enfermo, pero quería que su séquito lo creyese tal y deseaba que su diarrea cesase a fin de que el veneno que me proponía hacerle beber no saliese demasiado rápidamente. Antes de la comida que el príncipe encargó en mi honor, volví a mi tienda y me llené el estómago de aceite de oliva, lo cual es muy desagradable, pero, a pesar de las náuseas, lo bebí para salvar mi vida. Después tomé una jarrita de vino en el que había mezclado veneno y que había vuelto a precintar y que era tan pequeña que no contenía más que dos vasos de vino. Regresé a la tienda del príncipe y me senté y me entretuve contando, a pesar de mis náuseas, una serie de anécdotas divertidas sobre las costumbres egipcias, para divertir al príncipe y a sus jefes. Y Shubbatú se rió verdaderamente a gusto mostrando sus bellos dientes; y, dándome palmadas en la espalda, decía:

– Eres un compañero agradable, Sinuhé, pese a que seas egipcio, y te tomaré como médico real. En verdad que me muero de risa y olvido mis dolores de barriga mientras me cuentas las costumbres amorosas de los egipcios, que me parecen destinadas sobre todo a evitar tener hijos. Pero yo me propongo enseñarles las costumbre hititas y mis jefes tomarán el mando de las provincias en cuanto le haya dado a Baketamon lo que le pertenece, lo cual será un gran bien para el país. -Se golpeó las rodillas bebiendo vino, y riéndose, exclamó-: Quisiera que la princesa estuviese ya acostada sobre mi alfombrilla, porque tus relatos me han excitado mucho y quisiera hacerla gemir de placer. Por el Cielo sagrado y la Tierra madre, una vez el país de Khatti y Egipto no formen más que un imperio, ningún Estado podrá resistirnos y someteremos a los cuatro continentes. Pero será necesario primero infiltrar hierro a Egipto y meterle hierro en el corazón, a fin de que se convenza de que la muerte vale más que la vida. ¡Ojalá este momento venga pronto!

Bebió después de haber ofrecido una libación al Cielo y otra a la Tierra, y todos sus compañeros estaban ya un poco ebrios y mis historias alegres habían desvanecido sus sospechas. Y yo aproveché la ocasión para decir:

– No quiero ofenderte criticando tu vino, Shubbatú, pero no debes haber probado nunca el vino de Egipto, porque, si lo conocieses, todos los demás serían insípidos como el agua en tu boca. Perdóname, pues, si prefiero beber mi propio vino, porque sólo él me embriaga convenientemente. Lo llevo siempre conmigo a los festines de los extranjeros.

Sacudí la jarra y rompí el precinto en su presencia y llené mi copa fingiendo embriaguez; algunas gotas cayeron al suelo y bebí y al terminar dije:

– He aquí el verdadero vino de Menfis, el vino de las pirámides que se paga a precio de oro, fuerte, sabroso y embriagador, sin igual en el mundo.

El vino era verdaderamente fuerte y bueno, y yo había añadido mirra, de manera que toda la tienda quedó perfumada, pero en mi lengua reconocí el sabor de la muerte y la copa tembló en mi mano, pero los hititas lo atribuyeron a mi embriaguez. Shubbatú sintió aumentar su curiosidad y, tendiéndome la copa, dijo:

– No soy ya un extranjero para ti, puesto que mañana seré tu amo y señor. Déjame, pues, probar tu vino, a fin de que me cerciore de que es tan bueno como pretendes.

Pero yo estreché la jarra contra mi pecho y protesté, diciendo:

– No hay para dos ni tengo otra jarra aquí y quiero embriagarme esta noche, porque es un día de júbilo para todo Egipto, ya que es el día de la alianza eterna entre Egipto y el país de Khatti.

Y simulando embriaguez comencé a bramar como un asno abrazando mi jarra, y los hititas reventaban de risa y se golpeaban los muslos. Pero Shubbatú estaba acostumbrado a obtener todo lo que quería y me suplicó que le hiciese saborear mi vino, de manera que acabé por llenar su copa llorando y vacié la jarra. Y no lloraba en vano, porque temía lo que iba a ocurrir.

Pero Shubbatú, como si hubiese recelado un peligro, miró a su alrededor y, a la manera hitita, me tendió la copa, diciendo:

– Prueba mi copa, porque eres mi amigo y quiero testimoniarte mi favor. No se atrevía a demostrar su desconfianza llamando a su catador oficial.

Bebí un buen sorbo y él vació la copa y chasqueó la lengua y se recogió un momento, y después dijo:

– En verdad, tu vino es fuerte, Sinuhé, y se sube a la cabeza como el humo y me quema el estómago, pero deja en la boca un sabor amargo que quiero borrar con el vino de las montañas.

Llenó su copa con su vino y la aclaró, y yo sabía que el veneno no haría su efecto hasta la mañana siguiente, porque su vientre era duro y había bebido y comido copiosamente.

Bebí tanto como pude fingiendo embriaguez, y después, al cabo de media clepsidra, me hice acompañar a mi tienda y estrechaba contra mi pecho la jarrita que no quería dejar examinar. Una vez los hititas me hubieron dejado sobre mi lecho con toda clase de bromas y se hubieron retirado, me levanté y, metiéndome los dedos en la garganta, vomité el aceite protector y el veneno. Pero mi temor era tal que un sudor frío corría a lo largo de mis miembros y mis rodillas temblaban, y temía que el veneno hubiese comenzado a obrar. Por esto me hice un lavaje de estómago y tomé un contra veneno y acabé vomitando por miedo, sin necesidad de vomitivos. Tuve todavía fuerzas para lavar cuidadosamente la jarra y hacerla pedazos y enterrar éstos en la arena. Después me tendí en el lecho sin poder dormir, temblando de miedo, y en la oscuridad los ojos grandes de Shubbatú me miraban fijos. Porque era verdaderamente un hombre bello, y yo no podía olvidar su risa altiva y juvenil, ni sus dientes de un resplandor tan blanco.

3

El orgullo hitita vino en mi ayuda, porque al día siguiente Shubbatú, no sintiéndose bien, rehusó mostrarse e interrumpir el viaje para descansar. Subió a su litera a costa de un gran esfuerzo y consiguió disimular sus males. Así avanzamos durante toda la jornada y su médico le administró dos veces astringentes y calmantes que no hicieron sino aumentar sus dolores y reforzar la acción del veneno, porque una fuerte diarrea al alba quizá le hubiera salvado todavía la vida.

Pero por la tarde cayó en el coma y su mirada se extravió y sus mejillas se demacraron y palidecieron, de manera que su médico me llamó a consulta. Ante el estado del enfermo, no tuve que fingir la inquietud, porque todo mi cuerpo temblaba, en parte a causa del veneno que había absorbido. Declaré reconocer la enfermedad del desierto, cuyos primeros síntomas había discernido la víspera, pese a que no me quiso creer. La caravana se detuvo y cuidamos al príncipe en su litera dándole remedios y laxantes y colocando piedras calientes sobre su vientre, pero puse buen cuidado en dejar que el médico mezclase las drogas y las administrase él mismo al enfermo abriéndole a la fuerza los dientes. Pero yo sabía que iba a morir y no quería más que aliviarle la muerte, puesto que no podía hacer nada más por él.

A la caída de la tarde lo llevaron a su tienda y los hititas comenzaron a lamentarse y desgarrar sus vestiduras y a arrojar arena sobre sus cabellos y herirse con sus puñales, porque tenían miedo por sus vidas y sabían que el rey no les perdonaría la muerte de su hijo confiado a su custodia. Yo velaba al lado del príncipe junto con el médico hitita y veía aquel muchacho, ayer aún tan vigoroso, deslizarse lentamente hacia la muerte.

El médico hitita se rompía la cabeza para hallar la causa de aquella brusca enfermedad, pero los síntomas no diferían de los de una fuerte diarrea y nadie podía pensar en el veneno, puesto que yo había bebido en la misma copa que él. Así nadie sospechó de mí y puedo vanagloriarme de haber realizado hábilmente mi cometido para el mayor bien de Egipto, pero no sentía el menor orgullo de mi habilidad al ver morir al príncipe Shubbatú.

Al día siguiente recobró el conocimiento y al acercarse la muerte no era más que un chiquillo enfermo que llama a su madre. Y una voz débil y lastimera decía:

– Madre, madre, madre mía.

Después sus dolores se calmaron y sonrió con una sonrisa de niño y recordó su sangre real. Hizo llamar a sus jefes y dijo:

– No hay que acusar a nadie de mi muerte, pues,es causada por la enfermedad del desierto y he sido cuidado por el mejor médico del país de los Khatti. Pero su arte no ha podido salvarme porque es voluntad del Cielo y la Tierra que muera, y seguramente el desierto no depende de la Tierra, sino de los dioses de Egipto, porque protege a este país. Sabed, pues, todos, que los hititas no deben penetrar nunca más en el desierto, porque mi muerte es la prueba de ello y otra prueba fue la derrota de nuestros carros en el desierto. Por esto debéis dar a los médicos regalos dignos de ellos, y tú, Sinuhé, saluda a la princesa Baketamon y dile que la libero de todas sus promesas, lamentando infinitamente no haber podido llevarla al lecho nupcial por su propio placer y el mío. En verdad debes transmitirle este saludo, porque al morir pienso en ella como en una princesa de leyenda y muero con su belleza sin edad delante de mis ojos, pese a que yo no la haya visto nunca.

Murió sonriendo, porque, algunas veces, después de grandes dolores la muerte llega con una beatitud sonriente, y sus ojos, que se extinguían lentamente, veían maravillosas visiones.

Los hititas metieron su cuerpo en una jarra llena de vino y de miel, para llevárselo a la tumba real de las montañas donde las águilas y los lobos velan por el reposo de los dioses hititas. Todos estaban emocionados por mi compasión y mis lágrimas, y consintieron sin inconveniente en darme una tablilla atestiguando que no era en absoluto responsable de la muerte del príncipe Shubbatú y que no había economizado mis esfuerzos y mis penas por tratar de salvarlo. Pusieron sus sellos en la tablilla, así como el sello del príncipe Shubbatú, a fin de que no recayese sobre mí en Egipto la menor sospecha de la muerte del príncipe. Y es porque juzgaban a Egipto como a su propio país y se imaginaban que la princesa Baketamon me haría matar cuando se enterase de la muerte de su prometido.

Así fue como salvé verdaderamente a Egipto del yugo hitita y hubiera debido estar contento de mí, pero no lo estaba en absoluto y tenía la impresión de que, doquiera que fuese, la muerte me seguía pisándome los talones. Me había hecho médico para curar y sembrar la vida, y mi padre y mi madre habían muerto por mi culpa, Minea sucumbió por mi debilidad, y Merit y el pequeño Thot sucumbieron a causa de mi ceguera y el faraón Akhenaton pereció a causa de mi odio y de mi amor a Egipto. Todos los que amé perecieron por culpa mía de muerte violenta, así como el príncipe Shubbatú, a quien había aprendido a querer durante el tiempo que duró su agonía. Una maldición me acompañaba por doquier.

Regresé a Tanis y de allí a Menfis y después a Tebas. Mi barca abordó cerca de la mansión dorada y me presenté delante de Ai y de Horemheb, y les dije:

– Vuestra voluntad ha sido cumplida. El príncipe Shubbatú ha muerto en el desierto del Sinaí y ni la menor sombra caerá sobre Egipto.

Ante esta noticia se alegraron mucho, y Ai, tomando una cadena de oro del portacetro, me la colocó en el cuello, y Horemheb dijo:

– Ve a ver a la princesa Baketamon, porque si le llevamos esta noticia no nos creerá y pensará que hemos hecho asesinar al príncipe por celos.

La princesa Baketamon me recibió, y su boca y sus mejillas estaban pintadas de rojo, pero en sus grandes ojos ovalados acechaba la muerte. Y le dije:

– Tu pretendiente, el príncipe Shubbatú, te ha liberado de tus promesas, porque ha muerto en el desierto del Sinaí de la enfermedad intestinal del desierto, a pesar de todos mis cuidados y de los del médico hitita.

Baketamon se arrancó los brazaletes de oro de sus muñecas y me los dio, diciéndome:

– Tu mensaje es bueno, Sinuhé, y te doy las gracias por él, porque he sido consagrada sacerdotisa de Sekhmet y mi traje dorado está preparado ya para la fiesta de la Victoria. Pero comienzo a conocer muy bien esta enfermedad intestinal, Sinuhé, y me acuerdo de la muerte de mi hermano, el faraón Akhenaton. Por esto te digo que maldito seas, Sinuhé, y maldito seas para toda la eternidad, que tu tumba sea maldita y tu nombre olvidado para siempre jamás, porque has hecho del trono de los faraones un juguete de bandoleros y has profanado para siempre más la sangre sagrada de los faraones.

Yo bajé la cabeza y puse mis manos a la altura de las rodillas y dije:

– Que tus palabras sean cumplidas.

Y salí, y ella hizo barrer el suelo detrás de mí hasta el umbral de la mansión dorada.

4

Entretanto, el cuerpo del faraón Tutankhamon había sido preparado para la eternidad y Ai encargó a los sacerdotes que lo transportasen rápidamente a su tumba del Valle de los Muertos. Se llevaron ricos regalos, pero eran pocos, porque Ai había robado mucho. En cuanto se hubieron puesto los sellos a la tumba de este faraón insignificante, Ai dio por terminado el luto y Horemheb hizo ocupar por sus soldados todas las plazas de Tebas. Pero nadie se opuso a la coronación de Al, porque el pueblo estaba agotado de cansancio como un animal arrojado a lanzadas por una ruta sin fin, y nadie preguntó qué derechos tenía a la corona.

Ai fue consagrado faraón por los sacerdotes, a quienes había dado inmensos regalos y el pueblo lo aclamó delante del gran templo de Amón, porque había distribuido pan y cerveza, lo cual era un regalo principesco, tan empobrecido estaba Egipto. Pero eran muchos los que sabían que el poder real pertenecía a Horemheb y se preguntaban por qué no habría ceñido la doble corona.

Pero Horemheb sabía lo que hacía, porque la copa de los sufrimientos no estaba vacía aún. En efecto, noticias alarmantes llegaban del país de Kush, donde habría que guerrear con los negros, y después habría todavía que volver a pelear con los hititas a causa de Siria. Por esto Horemheb deseaba que el pueblo acusase a Ai de todos los sufrimientos debidos a la guerra, para que después lo saludara a él como vencedor que trae de nuevo la paz y la prosperidad.

Ai estaba deslumbrado por el resplandor de sus coronas y gozaba de ellas plenamente. Cumplió la promesa hecha a Horemheb el día de la muerte del faraón Akhenaton. Por esto los sacerdotes llevaron el cortejo a la princesa Baketamon al templo de la diosa Sekhmet y la vistieron de rojo y la adornaron con las joyas de la diosa y la hicieron subir al altar. Horemheb celebró su triunfo sobre los hititas y fue aclamado por el pueblo y delante del templo distribuyó cadenas de oro a sus soldados y los licenció. Y después penetró en el templo y los sacerdotes cerraron las puertas de cobre detrás de él. Sekhmet se le apareció bajo los rasgos de Baketamon y tomó lo que le pertenecía, porque era soldado y había esperado mucho tiempo.

Aquella noche Tebas festejó a Sekhmet y el cielo se enrojeció y los soldados de Horemheb vaciaron las tabernas y tugurios y derribaron las puertas de las casas de placer. Muchos fueron heridos y los soldados ebrios provocaron muchos incendios, pero al alba los hombres se trasladaron al templo de Sekhmet para asistir a la salida de Horemheb. Lanzaron gritos en todas las lenguas y blasfemaron de sorpresa al ver aparecer a su jefe, porque Sekhmet había sido fiel a su aspecto de leona, y el rostro, los brazos y los hombros de Horemheb estaban llenos de arañazos como si una leona lo hubiese desgarrado. Los soldados estuvieron encantados y lo quisieron más todavía. Pero la princesa Baketamon, sin mostrarse a la muchedumbre, fue devuelta a palacio por los sacerdotes.

Tal fue la noche de novios de mi amigo Horemheb y no sé qué placer obtuvo de ella, porque poco después reunió sus tropas cerca de la primera catarata para preparar la campaña contra el país de Kush. Y durante esta campaña los sacerdotes de Sekhmet no carecieron de víctimas, sino que prosperaron y se engordaron, tanto abundaba el vino y la carne en el templo.

Ai gozaba de su poderío y decía:

– Nadie es superior a mí en todo el país de Kemi, y poco importa que muera o viva, porque el faraón no muere jamás, sino que vive eternamente, y subiré a la barca dorada de mi padre Amón. Y me alegro de ello, porque no quisiera que Osiris pesase mi corazón en su balanza, y sus asesores, los justos babuinos, podrían presentar graves acusaciones contra mí y lanzar mi alma a las fauces del Devorador. Porque tengo ya años, y en la oscuridad mis actos se me aparecen a menudo. Felizmente, no tengo por qué temer la muerte, puesto que soy faraón.

Pero yo le respondí con tono irónico:

– Eres viejo ya y te creía más cuerdo. ¿Crees acaso en serio que el aceite pestilente de los sacerdotes te ha hecho inmortal? En verdad te digo que con corona o sin ella eres siempre el mismo hombre y la muerte no te respetará.

El comenzó a gemir, y con voz plañidera dijo:

– ¿ Es, pues, en vano que he cometido tan malas acciones y he sembrado la muerte a mi alrededor toda mi vida? No, seguramente te equivocas, Sinuhé, y los sacerdotes me salvarán de los abismos de los infiernos y mi cuerpo vivirá eternamente. Mi cuerpo es divino, puesto que soy faraón y nadie puede reprocharme nada, puesto que soy el faraón.

Así fue como su razón comenzó a naufragar y no obtuvo ya goce alguno de su poderío. Temiendo por su salud se privaba del vino y se alimentaba de pan seco y leche cocida. Su cuerpo estaba demasiado agotado para gozar de las mujeres. Poco a poco comenzó a temer un atentado y no osaba tocar los alimentos por temor a ser envenenado. Así sus maldades lo asediaban durante su vejez, y se volvió desconfiado y cruel y todo el mundo huía de él.

Pero el grano de cebada comenzaba a germinar en la princesa Baketamon, y en su cólera y su despecho trató de matar al hijo que llevaba en su seno, pero sin conseguirlo. Al término de su embarazo dio a luz a un niño después de grandes dolores, porque sus caderas eran estrechas, y le quitaron a su hijo para que no lo maltratase. Sobre este chiquillo se contaron muchas historias y hubo quien pretendió incluso que había nacido con cabeza de león, pero yo puedo asegurar que era un chiquillo normal a quien Horemheb hizo dar el nombre de Ramsés.

Horemheb estaba ahora haciendo la guerra en el país de Kush y sus carros causaban grandes estragos entre los negros, que no estaban acostumbrados a estos artefactos. Incendió sus poblados y sus cabañas y mandó mujeres y niños como esclavos de Egipto, pero alistó a los hombres e hizo de ellos excelentes soldados, puesto que no tenían ya mujeres ni hijos. Y así reclutó un nuevo ejército en previsión de otra guerra contra los hititas, porque los negros eran robustos y no temían a la muerte cuando habían bailado al son de sus tambores.

Horemheb mandó también a Egipto los rebaños tomados a los negros y pronto el trigo comenzó a brotar en el país de Kemi y los chiquillos no carecieron ya de leche ni los sacerdotes de carne para sus sacrificios. Pero tribus enteras abandonaron sus poblados del país de Kush para huir a las estepas más allá de las fronteras, en el país de las jirafas y los elefantes, de manera que el país de Kush permaneció desierto durante muchos años. Pero Egipto no sufrió con ello, porque desde los tiempos del faraón Akhenaton este país no había pagado su tributo, a pesar de que en las épocas de los grandes faraones hubiese sido la mejor fuente de riquezas de Egipto y más próspero que Siria.

Después de una campaña de dos años, Horemheb regresó a Tebas con un rico botín y distribuyó regalos y donativos entre la población, y Tebas festejó su triunfo durante diez días y diez noches y todo trabajo cesó en la ciudad, y los soldados ebrios rondaban por las calles balando como cabras y las mujeres de Tebas dieron a luz a muchos hijos de piel oscura. Horemheb tenía a su hijo en brazos y le enseñaba a andar y orgullosamente decía:

– Mira, Sinuhé, de mis flancos ha brotado una nueva dinastía y en las venas de mi hijo corre sangre real, pese a que yo haya nacido con mis pies en el estiércol.

Fue a ver a Ai, pero éste, presa de terror, cerró la puerta y amontonó delante de ella los muebles y su lecho, gritando:

– Vete, Horemheb, porque soy el faraón y sé que vienes a matarme para robarme las coronas.

Pero Horemheb se echó a reír y hundió la puerta de un puntapié y lo sacudió entre sus manos diciendo:

– No quiero matarte, viejo zorro, porque eres para mí algo más que un suegro y tu vida me es preciosa. Debes aguantar todavía el tiempo de otra guerra, Ai, pese a que la baba caiga de tus labios, a fin de que el pueblo tenga un faraón en quien descargar su cólera.

Horemheb llevó grandes regalos a su esposa Baketamon, arena aurífera en cestas trenzadas, pieles de león que había matado con las flechas, plumas de avestruz y monos vivos, pero ella se negó a mirar estos regalos y dijo:

– Eres quizá mi marido ante los hombres y te he dado un hijo. Pero esto debe bastarte, porque debes saber que si me tocas escupiré en tu lecho y te seré infiel como jamás una mujer ha sido infiel a su marido. Para cubrirte de oprobio me acostaré con los esclavos y los faquines y me divertiré en las plazas públicas de Tebas con los borriqueros. Porque apestas a sangre y tu sola presencia me causa náuseas.

Esta resistencia excitó todavía más la pasión de Horemheb, que vino a exponerme sus preocupaciones y contratiempos. Yo le aconsejé que ofreciese sus tributos a otras mujeres, pero él protestó con indignación, porque Baketamon era la única mujer a quien amaba y había deseado durante muchos años, absteniéndose incluso a menudo de divertirse con otras mujeres. Me pidió una droga para inspirar los deseos amorosos de Baketamon, pero yo me negué a ello. Entonces se dirigió a otros médicos y le dieron drogas peligrosas que hizo beber a Baketamon y pudo una vez aprovecharse de su sueño para gozar con ella. Pero cuando la abandonó, ella lo detestaba todavía más que antes y le dijo:

– Acuérdate de lo que te he dicho, ya estás advertido.

Pero Horemheb se marchó en breve a Siria a preparar la guerra contra los hititas y decía:

– En Kadesh es donde los grandes faraones han plantado los jalones de Egipto y no me detendré hasta que mis carros hayan penetrado en Kadesh en llamas.

Pero al darse cuenta de que el grano de cebada comenzaba de nuevo a germinar en ella, Baketamon se encerró en sus habitaciones para ocultar su vergüenza. Le entregaban los alimentos por un ventanillo de la puerta, y cuando el término se acercó tuvieron que vigilarla, porque temían que quisiera parir sola y desembarazarse de su hijo como las mujeres que depositan a sus hijos en cestos de mimbre en la corriente del Nilo. Pero no hizo nada de esto y, llamando a los médicos, soportó sonriendo los dolores del parto y dio a luz otro niño, al que dio el nombre de Sethos sin consultar a Horemheb. Detestaba tanto a este hijo suyo que le dio el nombre de Seth, porque decía había sido engendrado por este espíritu del mal.

En cuanto estuvo restablecida se hizo perfumar y pintar y vestir de lino real y se fue sola al mercado de pescado de Tebas. E interpelaba a los conductores de las recuas y a los faquines y pescadores y les decía:

– Soy la princesa Baketamon, la esposa de Horemheb, el ilustre capitán. Le he dado dos hijos, pero es un

hombre aburrido y perezoso que apesta a sangre y no siento goce ninguno con él. Venid, pues, a divertiros conmigo, porque me gustan vuestras manos callosas, vuestro sano olor de estiércol y el olor a pescado.

Pero los hombres tenían miedo de ella y se apartaban, y ella los perseguía para seducirlos y, mostrándoles su bello pecho, les decía:

– ¿No soy acaso suficientemente bella para vosotros? ¿Por qué vaciláis? Soy quizá vieja y fea, pero no os pido ningún regalo y sí sólo una piedra, una piedra cualquiera; pero cuanto mayor haya sido vuestro placer conmigo, más grande tiene que ser la piedra.

Jamás hasta entonces se había visto cosa parecida. Poco a poco los ojos de los hombres comenzaron a brillar y su pasión se inflamó ante la belleza que se ofrecía a ellos y el olor de las sustancias aromáticas se les subía a la cabeza y se decían:

– Es, ciertamente, una diosa que se nos aparece, porque somos agradables a sus ojos. Por esto sería falso resistir a su voluntad, porque el placer que nos ofrece es ciertamente un placer divino.

Y otros dijeron:

– En todo caso, este placer no nos costará caro, porque incluso las negras exigen por lo menos un trozo de cobre. Es seguramente una sacerdotisa que recoge materiales para erigir un templo a Bastet y complaceremos a los dioses ejecutando su voluntad.

Y ella se los llevaba poco a poco hacia la ribera y a los cañaverales, al abrigo de las miradas. Y durante todo el día la princesa Baketamon se divirtió con los hombres del mercado de pescado y no los decepcionó, sino que se aplicó a proporcionarles placer, y ellos le regalaron piedras, incluso piedras talladas de las que se compran en casa de los mercaderes de piedras. Y ellos decían:

– En verdad que no hemos conocido jamás una mujer parecida, porque su boca es de miel y sus senos son como manzanas maduras y su abrazo es ardiente como las brasas que fríen el pescado.

Y le suplicaron que volviese prometiéndole prepararle gruesas piedras, y ella les sonrió púdicamente dándoles las gracias por su gentileza y el gran placer que le habían dado. Al regresar por la tarde al palacio dorado tuvo que alquilar una gran barca para transportar todas las piedras recibidas durante el día.

Al día siguiente, en una gran barca, fue al mercado de legumbres e interpeló a los campesinos que llegaban al alba con sus bueyes y sus asnos, y cuyas manos eran rudas y tenían la piel curtida por el sol. Y a los barrenderos de las calles y a los vendimiadores les hablaba también diciéndoles:

– Soy la princesa Baketamón, esposa del ilustre capitán Horemheb. Pero es un hombre aburrido y holgazán y su cuerpo es impotente, de manera que no me proporciona el menor placer. Me maltrata y me priva de mis hijos, y me arroja de su casa, de manera que no tengo siquiera un techo sobre mi cabeza. Venid, pues, a divertiros conmigo y proporcionarme placer, porque no os pido más que una piedra a cada uno.

Los campesinos y los barrenderos y los guardianes negros quedaron sorprendidos, pero ella les descubrió sus encantos y los llevó hacia los cañaverales de la ribera, y ellos abandonaron sus cestos de hortalizas, sus bueyes, sus asnos y sus escobas para seguirla. Y decían:

– No todos los días se ofrece un tal regalo a un pobre diablo y su piel no recuerda la de nuestras esposas porque huele bien. Estaríamos locos si no aprovechásemos una ocasión como ésta para darle el placer que nos pide, puesto que es una mujer abandonada.

Y se divertían con ella y le regalaban piedras, y los campesinos compraron las piedras del umbral de las tabernas, y los guardianes robaron las losas del edificio del faraón. Pero sentían cierta angustia porque se decían:

– Si verdaderamente es la mujer de Horemheb, éste nos matará, porque es más terrible que un león y es celoso y suspicaz. Pero si somos muy numerosos no nos podrá matar, y por esto, en interés nuestro, hay que llevarle muchas piedras.

Y por esto regresaron al mercado de hortalizas y contaron lo ocurrido a sus amigos y los condujeron a la ribera, de manera que se formó un largo sendero en los cañaverales, y a la caída de la tarde el cañaveral estaba como si los hipopótamos se hubiesen acostado en él. El mayor desorden reinaba en el mercado de hortalizas y se robaban cargamentos enteros, y los bueyes y los asnos se agitaban porque no tenían qué beber, y los dueños de las tabernas corrían y se arrancaban el cabello lamentando las piedras que les habían robado. Y entonces la princesa Baketamón dio las gracias púdicamente a los hombres del mercado por su gran amabilidad y el placer que le habían proporcionado, y los hombres cargaron las piedras en la barca, que estuvo a punto de zozobrar, y los esclavos tuvieron que penar para atravesar el río hasta la mansión dorada.

Aquella misma noche todo Tebas sabía que la diosa de cabeza de gato se había aparecido al pueblo y había gozado con él, y los rumores más extraños corrían por la ciudad, porque los hombres que no creían en los dioses inventaban otras explicaciones.

Al día siguiente la princesa fue al mercado de carbón y se divirtió todo el día, y por la noche la ribera del Nilo estaba negra de carbón y pisoteada, y los sacerdotes de muchos pequeños templos se quejaban de la impiedad de los hombres del mercado de carbón, que no vacilaban en arrancar las piedras de los templos y que decían con jactancia:

– En verdad hemos saboreado delicias divinas y sus labios se fundían en nuestras bocas y sus pechos eran como ascuas en nuestras manos y no sabíamos que pudiese existir en este mundo un goce parecido.

Pero cuando se extendió por Tebas la noticia de que la diosa había aparecido por tercera vez, una gran inquietud se apoderó de la ciudad, e incluso los hombres más respetables abandonaban a sus mujeres y arrancaban las piedras de las casas del faraón, de manera que al día siguiente cada hombre llevaba una piedra bajo el brazo esperando con impaciencia la aparición de la diosa de cabeza de gato. También los sacerdotes estaban turbados y enviaban guardias con orden de detener a la mujer que tanto escándalo y agitación causaba.

Pero aquel día la princesa Baketamon no se movió de palacio para descansar de sus fatigas y se mostró sonriente y amable, lo cual sorprendió profundamente a la Corte, porque nadie podía pensar que fuese ella la mujer misteriosa que aparecía en la ciudad de Tebas y se divertía con los pescadores y barrenderos.

Después de haber examinado las piedras de diferentes tamaños y colores que había coleccionado, la princesa hizo que llamaran al arquitecto de las caballerizas reales y le dijo:

– He recogido estas piedras en la ribera y son sagradas para mí, y a cada una de ellas va unido un dulce recuerdo, y cuanto mayor es la piedra, más dulce es el recuerdo. Debes, pues, con estas piedras construirme un pabellón de recreo para que tenga un techo sobre mi cabeza, porque mi marido me desprecia, como debes saber probablemente. Quiero que el pabellón sea amplio, con las paredes elevadas, porque voy a seguir recolectando piedras, y recogeré tantas como sean necesarias.

El arquitecto era un hombre sencillo y quedó sorprendido, y dijo: -Noble princesa Baketamon, temo no estar a la altura de mi cometido, porque estas piedras son muy difíciles de ajustar, y tendrías que dirigirte a un constructor de templos o a un artista, porque no puedo comprometer por mi ignorancia la realización de tu bello proyecto.

Pero ella tocó púdicamente sus hombros callosos y dijo: -Constructor de las caballerizas reales, no soy más que una pobre mujer a quien su marido abandona y no tengo medios de recurrir a un gran arquitecto. No podré hacerte un buen regalo como yo quisiera, pero cuando el pabellón esté terminado irás a verlo conmigo y nos divertiremos juntos, te lo prometo. No tengo nada que ofrecerte más que un poco de placer, pero tú me lo darás también a mí, porque eres robusto.

El hombre se quedó vivamente impresionado por estas palabras y admiró la belleza de la princesa y recordó todas las leyendas en que las princesas se enamoraban de hombres sencillos y se divertían con ellos. Verdad era que tenía miedo de Horemheb, pero el deseo fue más fuerte que sus temores y las palabras de Baketamon lo halagaban. Por esto se puso al trabajo con todo su ardor, recurriendo a toda su habilidad y perdía el sueño buscando combinaciones para todas las piedras. El deseo y el amor hicieron de él un verdadero artista, porque cada día veía a la princesa y su corazón se conmovía, y trabajaba como un insensato, adelgazándose y demacrándose, de manera que terminó construyendo con aquellas piedras un pabellón como no se había visto nunca.

Cuando las piedras se terminaron, Baketamon tuvo que procurarse más. Por esto iba a Tebas y recibía piedras en las plazas y en la Avenida de los Carneros y también en los parques de los templos, y pronto no hubo lugar en Tebas donde ella no hubiese mendigado piedras. Para terminar, los sacerdotes y los guardianes acabaron sorprendiéndola y quisieron llevarla ante los jueces, pero ella, levantando orgullosamente la cabeza, dijo:

– Soy la princesa Baketamón y quisiera ver quién se atrevería a ser mi juez, porque por mis venas corre la sangre sagrada de los faraones y soy la heredera de los faraones. Pero no os castigaré por vuestra imbecilidad, y me divertiré a gusto con vosotros, porque sois fuertes y robustos, pero cada uno de vosotros tendrá que regalarme una piedra, que tomaréis en la casa de los jueces o en el templo, y cuanto mayor sea la piedra más placer os daré, y cumpliré mi promesa, porque soy ya muy hábil en el arte de amar.

Los guardias la miraron y la locura se apoderó de ellos como de los otros hombres, y con sus lanzas soltaron las gruesas piedras de la casa de los jueces y del templo de Amón y se las llevaron, y ella cumplió generosamente su promesa. Pero debo decir en su favor que jamás se comportó con desfachatez recogiendo las piedras, y una vez se había divertido con los hombres se velaba púdicamente y bajaba los ojos y no permitía a nadie que la tocase. Pero después de este incidente tuvo que entrar en las casas de placer para reunir las piedras sin que nadie la inquietase, y los dueños sacaron de ella gran provecho.

En aquel tiempo todo el mundo sabía ya lo que hacía la princesa Baketamon y la gente de la Corte iba en secreto a ver el pabellón que se levantaba en el parque. Al ver la altura de los muros y el número de piedras, las damas de la Corte se llevaban la mano a la boca y lanzaban exclamaciones de sorpresa. Pero nadie se atrevía a hablar de ello a la princesa, y cuando Ai fue informado de la conducta de la princesa Baketamon, en lugar de intervenir con una reprimenda sintió en su locura senil un gran júbilo, porque sabía que para Horemheb sería todo aquello una tremenda humillación.

Y Horemheb seguía haciendo la guerra en Siria y recuperó de los hititas Sidón, Simyra y Biblos, y mandó muchos esclavos y botín a Egipto y expidió ricos presentes para su mujer. Todo el mundo sabía ya en Tebas lo que ocurría en la mansión dorada, pero nadie tenía la osadía suficiente para informar de ello a Horemheb, y los hombres que había colocado en el palacio para velar por sus intereses cerraban los ojos sobre la conducta de Baketamon, diciendo:

– Es una cuestión de familia y valdría más meter la mano bajo la muela de un molino que intervenir en una querella entre marido y mujer.

Por esto Horemheb ignoró todo lo ocurrido, y creo que fue una suerte para Egipto, porque el conocimiento de la conducta de Baketamon hubiera turbado considerablemente su calma durante las operaciones militares.

5

He hablado extensamente de lo ocurrido durante el reinado de Ai y poco de mí. Pero es natural, porque no tengo gran cosa que añadir. En efecto, la corriente de mi vida no hervía ya, iba calmándose y se deslizaba como agua mansa. Vivía tranquilamente con Muti en la casa que había hecho construir después del incendio; mis piernas estaban cansadas de correr las rutas polvorientas, mis ojos fatigados de ver la inquietud de este mundo y mi corazón harto de ver la vanidad de los hombres. Por esto vivía retirado en mi casa y no recibía enfermos, pero cuidaba a los vecinos y a los que no tenían dinero para pagar un médico. Hice abrir un nuevo estanque en el patio y puse en él peces de colores variados, y pasaba días enteros sentado bajo el sicómoro, mientras los asnos rebuznaban en la calle y los chiquillos jugaban en el polvo mirando los peces que nadaban lentamente por el agua fresca. El sicómoro, ennegrecido por el incendio, comenzó a echar brotes nuevos y Muti me cuidaba bien y me preparaba buenos platos y me servía vino con moderación velando por mi bienestar y mi sueño.

Pero la comida no tenía ya sabor en mi boca ni el vino me causaba ningún placer, sino que me recordaba todas mis malas acciones y el rostro moribundo del faraón Akhenaton y los rasgos juveniles del príncipe Shubbatú en la frescura de los atardeceres. Por esto renunciaba a cuidar a los enfermos, porque mis manos estaban malditas y sembraba la muerte a pesar mío. Miraba los peces del estanque y los envidiaba, porque tienen la sangre fría y viven en el agua sin respirar el aire abrasador de la tierra.

Sentado en el jardín contemplando los peces le decía a mi corazón: «Cálmate, corazón insensato, porque no tienes la culpa, y todo lo que pasa en el mundo es insensato, y la bondad y la maldad no tienen sentido, y la codicia, el odio y la pasión dominan por doquier. No es culpa tuya, Sinuhé, porque el hombre permanece el mismo y no cambia. Los años pasan y los hombres nacen y mueren y su vida es como un soplo cálido y no son felices viviendo, sino que lo son tan sólo al morir. Por esto nada es más vano que la vida humana. En vano sumerges al hombre en la corriente del tiempo, su corazón no cambia y sale de la corriente tal como ha entrado en ella. En vano lo pones a prueba en la guerra y la miseria, en la peste y los incendios, en los dioses y las lanzas, porque sólo consigue endurecerse con estas pruebas hasta llegar a ser más malvado que un cocodrilo, y por esto sólo el hombre muerto es el hombre bueno.»

Pero mi corazón protestaba y decía:

«Mira estos peces, Sinuhé; pero mientras vivas no te dejaré en paz, porque cada día te diré: "Tú eres el culpable", y cada noche de tu vida te diré: "Tú eres el culpable, Sinuhé", porque yo, tu corazón, soy más insaciable que un cocodrilo y quiero que tu medida esté colmada.»

Y yo me enojaba contra mi corazón y le decía:

«Eres un corazón alocado y estoy cansado de ti también, porque no me has causado más que contrariedades y fatigas, dolores y tormentos cada día de mi vida. Sé muy bien que mi razón es asesina y tiene las manos negras, pero mis asesinatos son pequeños comparados con todos los que se cometen en este mundo, y nadie me acusa de ellos. Por esto no comprendo que me estés reiterando mi culpabilidad sin dejarme en paz, porque, ¿quién soy yo para curar el mundo y modificar la naturaleza del hombre?»

Pero mi corazón dijo:

«No hablo de tus muertes ni te acuso de ellas, pese a que día y noche te repita: "¡Culpable, culpable!" Millares y millares de personas han muerto por tu culpa. Han sucumbido al hambre y a la peste, a las armas y a las heridas, a las ruedas de los carros de asalto y a la fatiga en los caminos del desierto. Por tu culpa los niños han muerto en el seno materno, por tu culpa los palos han caído sobre las espaldas curvadas, por tu culpa la injusticia se mofa del derecho, por tu culpa la codicia vence la generosidad, por tu culpa los ladrones reinan sobre este mundo. Innumerables son los que han perecido por tu causa, Sinuhé. El olor de su piel es diferente y sus lenguas no están hechas con las mismas palabras, pero han muerto inocentes porque no tenían tu saber, y todos los que han muerto y mueren son tus hermanos y mueren por tu culpa, y sólo tú eres el responsable. Por esto tus lágrimas turban tu sueño y te quitan el gusto de la comida y corrompen tus placeres.» Pero yo endurecí mi espíritu y dije:

«Los peces son mis hermanos, porque no dicen vanas palabras. Los lobos del desierto son mis hermanos y los leones feroces y devoradores son mis hermanos, pero no los hombres, porque saben lo que hacen.»

Mi corazón se burló de mí y dijo:

«¿Crees que verdaderamente saben lo que hacen? Tú, tú lo sabes, porque posees el saber, y por esto te atormentaré hasta que sea llegada la hora de tu muerte a causa de tu saber, pero los demás no lo saben. Por esto eres culpable, Sinuhé.»

Entonces lancé gritos y rasgué mis vestiduras diciendo:

«¡Maldito sea mi saber, malditas sean mis manos, malditos sean mis ojos; pero, sobre todo, maldito sea mi corazón, que no me deja en paz y forma contra mí acusaciones! Traedme sin tardar la balanza de Osiris para pesar mi corazón pérfido y que los cuarenta babuinos juntos pronuncien su sentencia contra mí, porque tengo más confianza en ellos que en mi miserable corazón.»

Muti salió de la cocina y, mojando en el estanque una tela, me puso compresas frías sobre la frente. Me llenó de reproches, me acostó y me hizo beber pociones amargas que me calmaron. Estuve mucho tiempo enfermo y Muti me cuidó con abnegación, mientras yo deliraba hablándole de Osiris y su balanza y de Merit y de Thot. Muti me prohibió permanecer en el jardín con la cabeza descubierta bajo el sol, porque mis cabellos habían caído y mi calvicie me hacía propenso a las insolaciones. Pero yo me había sentado a la sombra del sicómoro para observar los peces que eran mis hermanos.

Una vez curado me volví más taciturno y melancólico que antes, pero hice las paces con mi corazón, que dejó de atormentarme. No hablé más de Merit ni de Thot, de quienes conservaba el recuerdo y sabía que habían tenido que perecer para que mi medida fuese colmada y me quedase solo, porque si hubiesen permanecido a mi lado hubiera estado satisfecho y contento. Pero yo estaba destinado a estar solo según la medida que me había sido atribuida y por esto la noche de mi nacimiento bajé solo en mi cesta por la corriente del río.

Un día abandoné mi casa disfrazado de pobre y no regresé a ella. Comencé a hacer de faquín en los muelles y mi espalda estaba cansada y dolorida. Fui al mercado a recoger las hortalizas podridas para alimentarme y me contraté en casa de los herreros para hacer funcionar el fuelle. Trabajé como un esclavo y un faquín. Y decía:

– No hay diferencia entre los hombres y todos nacemos desnudos. Y no se puede medir a los hombres por el color de su piel o el sonido de su lengua, ni por sus ropas o sus joyas, sino únicamente por su corazón. Por esto un hombre bueno es mejor que uno malo, y el derecho es mejor que la injusticia, y esto es todo lo que sé.

Pero la gente se reía diciendo:

– Estás loco, Sinuhé, al trabajar como esclavo cuando sabes leer y escribir. Has cometido ciertamente crímenes puesto que te escondes entre nosotros, y tus palabras apestan a Atón, cuyo nombre no debe ser pronunciado. Pero no te denunciaremos; permanecerás entre nosotros para divertirnos con tus ridículos discursos. Pero deja ya de compararnos a los sirios pestilentes o a los negros grasientos, porque al fin y al cabo somos egipcios y estamos orgullosos de nuestro color y nuestra lengua, de nuestro pasado y de nuestro porvenir.

Y yo les dije:

– No tenéis razón, porque mientras un hombre se glorifique a sí mismo y se considere mejor que los demás, las cuerdas y los bastonazos, las lanzas y los cuervos continuarán persiguiendo a la Humanidad. El hombre debe ser pesado según su corazón, y todos los corazones se valen porque todas las lágrimas están hechas con la misma agua salada, las de los negros y las de los de color pardo, las de los sirios y los negros, las del pobre y las del rico. Pero ellos se reían, golpeándose los muslos, y decían:

– En verdad estás loco y has vivido en un saco. Porque el hombre no puede vivir si no se considera superior a los demás, y no hay miserable que no se crea mejor que otro. Uno se jacta de la habilidad de sus dedos, otro de la anchura de sus espaldas, el ladrón de la habilidad de su astucia, el juez de su justicia, el avaro de su avaricia, el pródigo de su prodigalidad, la mujer de su virtud, la mujer de placer de su naturaleza generosa. Y nada regocija tanto al hombre como saberse superior a otro en lo que sea. Así, estamos encantados de sabernos más inteligentes que tú y más astutos, pese a que seamos unos pobres parias y unos esclavos y tú sepas leer y escribir.

Y yo dije:

– Y, sin embargo, la justicia vale más que la injusticia. Pero ellos contestaron con amargura:

– Si matamos a un patrono duro porque nos azota y nos roba la comida y mata de hambre a nuestras mujeres y nuestros hijos, cometemos una acción buena y justa, pero vienen los guardias y nos arrastran delante de los jueces y nos cortan las orejas y la nariz y nos cuelgan con la cabeza hacia abajo.

Me hicieron dar pescado frito por sus mujeres y bebí su cerveza, y dije:

– Un asesinato es el acto más vil que puede cometerse, sea cual sea el motivo.

Entonces se pusieron la mano delante de la boca y miraron a su alrededor y dijeron:

– No queremos matar a nadie, pero si quieres curar a los hombres de su maldad y mejorarlos, dirígete a los ricos y poderosos y a los jueces del faraón, porque en ellos encontrarás más maldad e injusticia que en nosotros. Pero no nos acuses si te cortan la nariz y las orejas o te mandan a las minas o te cuelgan con cabeza hacia abajo, porque tus palabras son peligrosas. Es cierto que Horemheb, nuestro gran capitán, te haría condenar a muerte en el acto si oyera lo que dices, porque nada es más honroso que matar a un enemigo en la guerra.

Seguí, sin embargo, sus consejos, y vestido como un pobre, con los pies descalzos, recorrí las calles de Tebas y hablé con los mercaderes que mezclaban arena a su harina, y a los molineros que ponían una mordaza a sus esclavos para impedirles comer trigo, y me dirigí también a los jueces que robaban la herencia de los huérfanos y dictaban sentencias inicuas para recibir grandes dádivas. Les hablaba a todos y les reprochaba sus actos y su maldad, y me escuchaban con profunda sorpresa, diciendo:

– ¿Quién es en el fondo este Sinuhé que habla con tanta osadía, pese a que vaya vestido como un esclavo? Seamos prudentes, porque debe de ser sin duda un espía del faraón, para osar expresarse con tanta franqueza.

Y por esto me escucharon y me invitaron a sus casas y me hicieron regalos, y los jueces me pidieron consejos y dictaron sentencias en favor de los pobres y en contra de los ricos, lo cual suscitó un vivo descontento, y en Tebas se decía:

– No puede uno fiarse ni de los jueces, porque son más pérfidos que los ladrones que juzgan.

Pero los nobles se burlaron de mí y me lanzaron sus perros y sus esclavos me echaron a bastonazos, de manera que mi vergüenza era grande y corrí por las calles de Tebas con mis vestiduras desgarradas y mis muslos ensangrentados. Los comerciantes y los jueces, al verme en aquel estado, perdieron toda confianza en mí y no creyeron ya mis palabras, sino que llamaron a los guardias para echarme, y me dijeron:

– Si vienes otra vez a lanzarnos acusaciones gratuitas te condenaremos como propagandista de falsos rumores y excitador del pueblo.

Así fue como regresé a mi hogar después de haber comprobado la vanidad de todos mis esfuerzos, porque mi muerte no hubiera sido útil a nadie. Y de nuevo me senté bajo el sicómoro y contemplé los peces mudos, cuyo aspecto me calmaba, mientras los asnos rebuznaban en la calle y los chiquillos jugaban a la guerra y se lanzaban excrementos de asno. Kaptah acudió a verme, porque finalmente se había aventurado a entrar en Tebas. Llegó majestuosamente en una litera llevada por doce esclavos negros, sentado sobre muelles almohadones, y un ungüento precioso bañaba su frente y corría por su rostro para evitarle oler la pestilencia del barrio de los pobres. Había engordado y un orfebre le había confeccionado un ojo de oro y pedrería del cual estaba muy orgulloso, pese a que algunas veces le molestase, y se lo quitó en cuanto estuvo sentado bajo mi sicómoro.

Lloró de júbilo al verme y me abrazó, y cuando se sentó en el taburete traído por Muti lo aplastó con su peso. Me contó que la guerra de Siria tocaba a su fin y que Horemheb había puesto sitio a Kadesh. Kaptah había acumulado una inmensa fortuna en Siria y comprado un gran palacio en el barrio de los nobles, y centenares de esclavos trabajaban para arreglarlo a su conveniencia, porque no quería ya ser dueño de una taberna del puerto. Y me dijo:

– En Tebas se habla muy mal de ti, dueño mío, y te acusan de excitar al pueblo contra Horemheb, y los nobles y los jueces están irritados contra ti, porque los acusas en falso. Te aconsejo que seas prudente, porque si sigues propalando estas versiones te enviarán a las minas. Es posible que no se atrevan a atacarte abiertamente porque eres amigo de Horemheb, pero puede ocurrir que peguen fuego a tu casa después de haberte dado muerte, si continúas excitando a los pobres contra los ricos. Cuéntame, pues, lo que te atormenta y te ha metido hormigas en el cerebro, a fin de que pueda ayudarte como conviene.

Bajé la cabeza y le conté lo que había pasado. Me escuchó con la cabeza baja y, cuando hube terminado, dijo:

– Sabía que eras un hombre sencillo y alocado, ¡oh dueño mío!, pero creía que tu locura se curaría con la edad. Mas veo que no hace más que empeorar, pese a que hayas comprobado con tus propios ojos todo el mal hecho por Atón. Yo creo que sufres por tu inacción, que te deja demasiado tiempo para pensar. Por esto deberías volver a curar a los enfermos, porque un solo enfermo curado te causaría más alegría que tus palabras, que son peligrosas para ti y para los que seduces. Pero si no quieres trabajar podrías buscarte otro pasatiempo como los ricos ociosos. Como cazador de hipopótamos no valdrías nada, y sin duda el olor de los gatos te incomoda, de lo contrario podrías seguir el consejo de Pepitamon, que ha adquirido gran renombre como criador de gatos de lujo. Pero, ¿quién te impide recopilar viejos textos y establecer un catálogo de ellos o coleccionar objetos y joyas procedentes de la época de las pirámides? Podrías buscar los instrumentos de música de los sirios o los ídolos negros traídos por los soldados del país de Kush. En verdad, Sinuhé, que existen mil maneras de matar el tiempo para evitar verte obsesionado por vanas ideas, y las mujeres y el vino no son los peores remedios. Por Amón, juega a los dados, gasta tu oro con las mujeres, embriágate, haz cualquier cosa, pero deja de atormentarte por nada. -Y añadió-: En este mundo nada es perfecto, la corteza del pan está quemada, cada fruto oculta un gusano y el vino da dolor de cabeza. Por esto no hay tampoco justicia perfecta y las buenas intenciones pueden tener consecuencias desastrosas y las buenas acciones acarrean la muerte, como te lo ha demostrado el ejemplo de Akhenaton. Pero fíjate en mí, me contento con mi suerte modesta y engordo en buena armonía con los dioses, y los hombres y los jueces se inclinan ante mí y la gente me alaba, y en cambio los perros levantan la pata sobre tu pantorrilla. Cálmate, Sinuhé, dueño mío, porque no es tuya la culpa de que el mundo sea como es. Yo veía su obesidad y su riqueza y le envidiaba su serenidad, pero le dije:

– Tienes razón, Kaptah, voy a trabajar de nuevo en mi profesión, pero cuéntame si la gente se acuerda todavía de Atón para maldecirlo, porque has pronunciado este nombre y está prohibido mencionarlo.

Y él dijo:

– En verdad Atón ha sido olvidado en cuanto se han hundido las columnas de la Ciudad del Horizonte. Pero he visto artistas que han permanecido fieles al estilo de Atón y existen narradores que cuentan leyendas peligrosas, y algunas veces se ven dibujadas en la arena algunas cruces de Atón, así como en las paredes de los urinarios públicos, de manera que Atón no está quizá tan olvidado como podría creerse.

– Bien, Kaptah, según tus consejos voy a reanudar mi profesión, y comenzaré a coleccionar, pero como no quiero imitar a nadie coleccionaré a los hombres que se acuerden todavía de Atón.

Pero Kaptah creyó que bromeaba, porque se acordaba todavía de todo el mal que Atón había causado a Egipto y a mí. Muti nos sirvió vino y conversamos agradablemente, pero a poco vinieron los esclavos a levantar a Kaptah, que a causa de su obesidad no podía incorporarse solo. Se marchó, más al día siguiente me mandó grandes regalos que me hicieron la vida fácil e incluso lujosa, de manera que nada hubiera faltado a mi felicidad si hubiera sido capaz de alegrarme.

6

Así fue como hice poner de nuevo mi emblema de médico en mi puerta, y los enfermos me pagaban según sus medios, y no pedía nada a los pobres, de manera que el patio de mi casa estaba lleno de la mañana a la noche. Al cuidarlos los interrogaba prudentemente sobre Atón, porque no quería ni asustarlos ni incitarlos a propalar rumores enojosos, porque mi reputación era ya bastante mala en Tebas. Pero no tardé en darme cuenta de que Atón había caído completamente en el olvido y que nadie lo entendía ya, aparte los violentos y las víctimas de una injusticia, que no veían en él y en su cruz más que una manera mágica de vengarse.

Después de la crecida, murió el sacerdote Ai, y se dijo que había muerto de hambre, porque en su miedo al veneno no osaba comer nada, ni siquiera el pan que él mismo se fabricaba, porque creía que los granos de trigo habían sido envenenados mientras crecían en los campos. Entonces Horemheb puso fin a la guerra de Siria y dejó Kadesh a los hititas, puesto que no podía apoderarse de ella, y entró en triunfo en Tebas para celebrar sus victorias. No consideraba a Ai como un verdadero faraón y, por consiguiente, no ordenó duelo público, sino que proclamó inmediatamente que Ai había sido un falso faraón, que por sus guerras continuas y sus exacciones fiscales había causado a Egipto indecibles sufrimientos. Poniendo fin a la guerra y cerrando las puertas del templo de Sekhmet inmediatamente después de la muerte de Ai, consiguió convencer al pueblo de que él no había querido la guerra, sino que había obedecido al malvado faraón. Y por esto el pueblo lo aclamó a su regreso.

En cuanto llegó a Tebas, Horemheb me hizo llamar y me dijo: -Sinuhé, amigo mío, soy más viejo que cuando nos separamos y a menudo he estado atormentado por tus palabras y tus reproches de ser un hombre sanguinario y perjudicar a Egipto. Pero he conseguido mis fines y he restaurado el poderío de Egipto, de manera que ningún peligro exterior lo amenaza porque he quebrado la lanza de los hititas y dejo a mi hijo Ramsés la tarea de apoderarse de Kadesh, porque estoy harto de guerras y quiero consolidar el trono de mi hijo. Es cierto que Egipto está sucio como el establo de un pobre, pero pronto verás cómo hago sacar el estiércol y sustituir la injusticia por la justicia, y cada cual recibirá la medida de sus méritos. En verdad, Sinuhé, quiero restaurar los buenos viejos tiempos y todo volverá a ser como antes. Por esto haré borrar de la lista de los soberanos los nombres de Tutankhamon y Ai, de la misma manera que ha sido suprimido ya el de Akhenaton, y sus reinos serán como si no hubiesen existido jamás, y haré comenzar mi reino en la noche de la muerte del gran faraón, cuando llegué a Tebas con la lanza en la mano, mientras mi halcón volaba delante de mí.

Se sintió melancólico y se cogió la cabeza con las manos, y la guerra había trazado surcos en su rostro y sus ojos no expresaban ninguna alegría cuando dijo:

– En verdad el mundo es muy diferente de lo que era cuando nuestra juventud, y el pobre tenía su medida llena y el aceite y la grasa no faltaban en las cabañas de barro. Pero los buenos viejos tiempos volverán conmigo, Sinuhé, y Egipto será fértil y rico y mandaré mis navíos a Punt y volveré a abrir las canteras y las minas abandonadas para construir templos soberbios y hacer afluir el oro, la plata y el cobre a las arcas del faraón. En verdad te digo que dentro de diez años no reconocerás Egipto, porque no verás en él inválidos ni mendigos. Los débiles deben ceder la plaza a los fuertes, y extirparé de Egipto toda la sangre débil o enferma a fin de que nuestro pueblo sea de nuevo sano y fuerte y mis hijos puedan arrastrarlo a la conquista del universo.

Pero estas palabras no me causaron ninguna alegría y mi estómago se me cayó a los talones y el frío me encogió el corazón. Por esto permanecí mudo y sin sonreír. Se sintió vejado y frunció el ceño, y golpeándose el muslo con la fusta de oro, dijo:

– Eres tan desagradable como antes, Sinuhé, y pareces un estéril matorral espinoso; no comprendo por qué pensaba alegrarme al verte. Eres el primero a quien he llamado a mi presencia, antes incluso de haber visto a mis hijos o saludado a mi esposa, porque la guerra y el poder me han hecho solitario, de manera que en Siria no tenía a nadie con quien compartir mis penas y mis alegrías. A ti, Sinuhé, no te pido nada, sino tu amistad, pero me parece que se ha extinguido y que no estás contento de verme.

Yo me incliné profundamente delante de él, y mi corazón solitario volaba hacia él y le dije:

– Horemheb, soy el único superviviente de nuestros amigos de infancia. Por esto te querré siempre. Ahora el poder es tuyo y en breve llevarás las coronas de los dos reinos y nadie podrá resistirte. Por esto te suplico Horemheb: haz regresar a Atón. Por nuestro amigo Akhenatón restaura a Atón. Por nuestro crimen atroz restaura a Atón a fin que todos los pueblos sean hermanos y no haya más guerras.

Ante estas palabras, Horemheb movió la cabeza y dijo:

– Estás tan loco como antes, Sinuhé. ¿No comprendes que Akhenaton lanzó una piedra al agua y el alboroto fue grande, pero yo restablezco la calma en la superficie como si la piedra no hubiese existido jamás? ¿No comprendes que mi halcón me condujo a la mansión dorada, cuando la muerte del gran faraón, a fin de que Egipto no sucumbiese? Por esto lo pondré todo en su lugar, porque el hombre no está nunca contento de su presente y sólo el pasado es bueno para él, así como el porvenir también. Exprimiré a los ricos que han acumulado fortunas escandalosas y estrujaré a los dioses que se han engordado demasiado, a fin de que en mi reino los ricos no sean demasiado ricos ni los pobres demasiado pobres, y nadie, ni tan sólo un dios, podrá disputarme el poder. Pero en vano te explico mis ideas; no las entiendes porque eres débil e impotente, y los débiles no tienen derecho a vivir, han sido creados para ser pisoteados por los fuertes. Lo mismo ocurre con los pueblos; así ha sido siempre y así siempre será.

Así nos separamos Horemheb y yo, y ya no éramos amigos como antes. Después de mi marcha fue a ver a sus hijos y los levantó con sus brazos potentes y después fue a ver a la princesa Baketamon y le dijo:

– Mi esposa real, has brillado como la luna en mi espíritu durante los años transcurridos y he languidecido por ti. Pero ahora la obra está realizada y serás la gran esposa real a mi lado, como te autoriza tu sangre sagrada. Mucha sangre se ha derramado por ti y muchas ciudades han ardido en tu nombre. ¿No he merecido mi recompensa?

Baketamon le sonrió amablemente y, tocándole púdicamente el hombro, le dijo:

– En verdad, has merecido una recompensa, Horemheb, mi marido, gran capitán de Egipto. Por esto he hecho construir en el parque un pabellón sin igual, para poder acogerte en él como mereces, y yo he sido quien, en mi soledad, he recogido las piedras una tras otra esperándote. Vamos a ver este pabellón a fin de que recibas tu recompensa en mis brazos y te cause placer.

Horemheb estuvo encantado de estas palabras y Baketamon lo tomó púdicamente de la mano y lo llevó al parque, y los cortesanos se escondieron conteniendo la respiración, llenos de terror al pensar en lo que iba a ocurrir, e incluso los esclavos y los palafreneros huyeron. Baketamon hizo entrar a Horemheb en el pabellón, pero cuando éste, en su impaciencia, quiso cogerla entre sus brazos, ella lo rechazó suavemente y dijo:

– Refrena un instante tus viriles instintos, Horemheb, a fin de que pueda contarte todas las penas que he pasado para erigirte este pabellón. Espero que recordarás lo que te dije la última vez que me poseíste a la fuerza. Pues bien, mira este pabellón y cada una de sus piedras, y entérate de que cada una, y son numerosas, es para mí el recuerdo de un goce en brazos de otro hombre. Con mis goces he elevado este pabellón en tu honor, Horemheb, y esta gran piedra blanca me ha sido dada por un pescadero que está entusiasmado conmigo, y esta piedra verde procede de un descargador del muelle de carbón, y estas ocho piedras verdes, una al lado de otra, son el regalo de un mercader de hortalizas que era insaciable en mis brazos y que alababa mi habilidad. Por poco que tengas paciencia te contaré la historia de cada piedra y espero que tendremos tiempo todavía. Tenemos muchos años que vivir juntos aún, y los días de nuestra vejez serán comunes, pero me parece que tendré historias suficientes cada vez que quieras tomarme en tus brazos.

Al principio, Horemheb se negó a creerlo, creyendo que era una loca diversión, y la actitud púdica de Baketamon lo engañó. Pero al mirar los ojos ovalados de la princesa vio brillar en ellos un odio más espantoso que la muerte, y la creyó. Loco de rabia sacó su puñal hitita para matar a aquella mujer que lo había deshonrado. Pero, antes de que lograra su propósito, Baketamon desnudó su pecho y en tono de reto dijo:

– Hiere, Horemheb, hiere y tus coronas se te escaparán, porque soy sacerdotisa de Sekhmet y mi sangre es sagrada, y si me matas no tendrás ningún derecho a la corona de los faraones.

Estas palabras calmaron a Horemheb. Y así la venganza de Baketamon fue completa, porque Horemheb estaba para siempre ligado a ella y no se atrevió siquiera a hacer derribar el pabellón, que tenía constantemente delante de los ojos cuando se asomaba a la ventana. Después de madura reflexión vio que no le quedaba otro camino que fingir ignorar la conducta de Baketamón durante su ausencia. Y si hubiese hecho derribar el pabellón, todo el mundo hubiese comprendido que sabía cómo Baketamon había incitado a la plebe a escupir en su lecho. Por esto prefirió dejar que la gente se riese a sus espaldas antes que exponerse a una vergüenza pública. Pero a partir de entonces no tocó más a Baketamon y vivió solitario, y debo decir en honor de Baketamón que renunció a sus empresas de construcción.

7

Para ser equitativo debo hablar aún de las buenas acciones de Horemheb, porque el pueblo lo alababa altamente considerándolo como un buen soberano, y desde los primeros años de su reinado lo clasificó entre los grandes faraones. Porque intervino con los ricos y los nobles, porque no permitía a nadie ser demasiado rico ni demasiado noble a fin de que nadie pudiese disputarle el poder, y esto gustaba mucho al pueblo. Castigó a los jueces inicuos, les devolvió sus derechos a los pobres y reformó la imposición pagando sobre el tesoro público los sueldos de los perceptores, que no tuvieron ya la posibilidad de presionar al pueblo para enriquecerse.

Presa de una constante inquietud, recorría el país de provincia a provincia y de pueblo a pueblo, examinando los abusos, y su ruta estaba jalonada de orejas y narices cortadas a los perceptores que no eran honrados y se oían en todas partes aullidos arrancados por los bastonazos. Hasta el más pobre podía exponerle personalmente sus quejas, y administraba justicia con una firmeza inquebrantable. Mandó nuevamente sus navíos a Punt, y las mujeres y los hijos de los marineros lloraron de nuevo en los muelles y se herían el rostro según la buena costumbre y Egipto se enriqueció rápidamente, porque de cada diez navíos regresaban por lo menos tres cargados con grandes tesoros. Construyó templos y rindió a los dioses lo que es de los dioses, sin favorecer a ninguno en especial, salvo a Horus, y se interesó sobre todo por el templo de Hetnetsut, donde se le adoraba como a un dios y le sacrificaban bueyes. Por esto el pueblo bendecía su nombre y lo ensalzaba altamente contando sobre él historias maravillosas.

Kaptah seguía también prosperando y enriqueciéndose, y nadie podía rivalizar con él. Como no tenía mujer ni hijos, había designado a Horemheb como su heredero universal a fin de poder vivir en paz y gozar de sus riquezas. Por esto Horemheb no lo estrujaba tan implacablemente como a los demás ricos y los perceptores lo respetaban.

Kaptah me invitaba a menudo a su palacio, que estaba situado en el barrio de los nobles, y cuyos parques y jardines ocupaban un vasto espacio, de manera que no había ningún vecino que lo molestase. Comía en vajilla de oro y en su casa el agua manaba a la manera cretense por grifos de plata, y su bañera era de plata también y el asiento de sus comodidades era de ébano y las paredes formaban mosaicos de piedras con dibujos divertidos. Me ofrecía platos exquisitos y vino de las pirámides y tenía músicos y cantores, con las más bellas e ilustres danzarinas de Tebas, que nos divertían durante nuestras comidas.

Daba también grandes banquetes a los que asistían encantados ricos y nobles, a pesar de que hubiese nacido esclavo y conservase modales vulgares, como por ejemplo, sonarse con los dedos y eructar ruidosamente. Pero era un anfitrión generoso y distribuía regalos preciosos entre sus huéspedes, y sus consejos en negocios eran juiciosos de manera que todos se aprovechaban de su amistad. Sus frases y sus relatos eran de una comicidad irresistible, y a menudo se disfrazaba de esclavo para divertir a sus invitados y contarles bromas a la manera de los esclavos charlatanes, porque era suficientemente rico para no temer ya alusiones desagradables a su pasado.Y me decía:

– ¡Oh dueño mío, Sinuhé! Cuando un hombre es muy rico no puede arruinarse y es más rico cada vez aunque no haga nada por ello. Pero mi fortuna procede de ti, Sinuhé, y por esto te reconozco como mi dueño, y no te faltará jamás nada mientras yo viva, aunque es mejor para ti no ser rico, porque no sabes aprovecharte de la riqueza y no harías más que provocar el escándalo y el desorden. En el fondo fue una suerte para ti dilapidar tu fortuna en tiempos del viejo faraón, pero yo velaré para que no carezcas nunca de lo necesario.

Protegía también a los artistas y lo esculpieron en la piedra, y su retrato era noble y distinguido, y tenía los miembros delgados y las mejillas altas; sus ojos parecía que viesen y estaba con una tablilla sobre las rodillas y un estilete en la mano, pese a que no supo nunca escribir, pues tenía escribas y contables. Estas estatuas divertían mucho a Kaptah, y los sacerdotes de Amón, a quienes había hecho grandes regalos a su regreso de Siria, colocaron una en el interior del templo.

Se hizo construir igualmente una vasta tumba en la necrópolis y los artistas cubrieron los muros de numerosas imágenes de Kaptah entregado a sus ocupaciones cotidianas, y tenía un aspecto elegante y noble, sin barriga, porque quería engañar a los dioses y llegar al reino de Occidente tal como hubiera querido ser y no tal como era. Con este objeto se hizo redactar un Libro de los Muertos que era el más artístico y complicado que había visto nunca y comprendía doce rollos de imágenes y escrituras, así como unas conjuraciones para aplacar los espíritus de los infiernos y dotar la balanza de Osiris de pesos trucados y sobornar a los cuarenta babuinos. Estimaba que la seguridad importa sobre todo, y respetaba a nuestro escarabajo más que a ningún dios.

Yo no envidiaba las riquezas de Kaptah ni su felicidad, como no envidiaba el placer y la satisfacción de mi vecino, y en vista de que la gente era feliz no quería ya quitarle las ilusiones. Porque a menudo la verdad es cruel y vale más matar un hombre que quitarle las ilusiones.

Pero las ilusiones no me dejaban ninguna paz y el trabajo no me contentaba, y, no obstante, durante muchos años traté y curé numerosos enfermos y realicé también algunas trepanaciones, y sólo tres enfermos murieron de ellas, de manera que mi reputación de trepanador se extendió muy lejos. Pero a pesar de todo no estaba satisfecho y Muti me comunicaba quizá su misantropía, de manera que refunfuñaba contra todo el mundo. Reprochaba a Kaptah sus excesos y a los pobres su pereza, y a los ricos sus riquezas y a los jueces su indiferencia, y no estando contento de nadie disputaba con todo el mundo. Pero nunca trataba bruscamente a los enfermos ni a los chiquillos, y los curaba causándoles el menor dolor posible, encargando a Muti distribuir pasteles de miel entre los chiquillos de la calle cuyos ojos me recordaban los ojos claros de Thot.

Y decían de mí:

– Este Sinuhé es malhumorado y gruñón y su bilis hierve sin cesar, de manera que no sabe gozar de la vida. Y sus malas acciones le persiguen, de manera que por la noche no puede dormir.

Pero yo también hablaba mal de Horemheb, de quien todas las acciones me parecían malas, y sobre todo criticaba a sus soldados, que mantenía a cargo de los graneros reales y llevaban una vida de vagancia, y se jactaban de sus hazañas en las hosterías y en las casas de placer y provocaban alborotos inquietando a las mujeres de las calles de Tebas. Porque Horemheb perdonaba a sus hombres todas sus fechorías y no les desposeía nunca de la razón. Si los pobres iban a él a quejarse de que habían violado a sus hijas, les decía que tendrían que sentirse orgullosos de que sus soldados engendrasen una raza fuerte en Egipto. Porque menospreciaba a las mujeres y no veía en ellas más que un instrumento de procreación.

Se me había puesto en guardia contra estas opiniones mías tan imprudentemente manifestadas, pero no renuncié a ellas porque no temía nada. Pero a la larga Horemheb se volvió desconfiado y susceptible, y un buen día sus guardias penetraron en mi casa y, echando a los enfermos, me llevaron ante su presencia. Era la primavera y la inundación se había retirado ya y las golondrinas volaban sobre el río con su vuelo rápido como una flecha. Horemheb había envejecido; su nuca se había curvado y su rostro era amarillo y los músculos se marcaban bajo la piel de su largo cuerpo delgado. Me miró a los ojos y me dijo:

– Sinuhé, te he hecho avisar ya muchas veces, pero no haces caso de mis advertencias y sigues diciendo a todo el mundo que el oficio de soldado es el más vil de todos y el más despreciable, y dices que vale más morir en el seno materno que llegar a ser soldado, y que a una mujer le bastan dos o tres hijos y que vale más criarlos bien que tener ocho o nueve y ser pobre. Has dicho también que todos los dioses son iguales y que los templos son lugares oscuros y que el dios del falso faraón era mejor que los otros. Y dices que el hombre no debe comprar a otro para tenerlo por esclavo, y pretendes que el que siembra y recoge la cosecha debería también poseer la tierra, incluso si pertenece al faraón. Y has osado decir que mi régimen no difiere del de los hititas y una serie de estupideces más que merecen tu envío a las minas. Pero he sido paciente contigo, Sinuhé, porque un día fuiste mi amigo y mientras vivió el sacerdote Ai tuve necesidad de ti porque eras mi único testigo contra él. Pero ahora ya no me eres necesario, sino al contrario, podrías perjudicarme a causa de todo lo que sabes. Si hubieses sido cuerdo y prudente, hubieras cerrado la boca y vivido tranquilamente, porque nada te hubiera faltado, pero en lugar de esto vomitas basura sobre mi cabeza y no quiero tolerarlo más.

Se excitaba hablando, golpeándose sus muslos delgados con la fusta, y fruncía el ceño al proseguir:

– En verdad eres como el piojo de la arena entre los dedos de mis pies o el abejorro sobre mis hombros, y en mi jardín no tolero matorrales estériles que no dan más que espinas venenosas. De nuevo es primavera en el país de Kemi, las golondrinas comienzan a hundirse en el fango, las palomas se arrullan y las acacias florecen. La primavera es una estación peligrosa porque suscita siempre perturbaciones y vanas palabras, y los jóvenes ven rojo y cogen piedras para lapidar a los guardias y han ensuciado ya mis imágenes en algunos templos. Por esto tengo que desterrarte de Egipto, Sinuhé, de manera que no volverás a ver más el país de Kemi; porque si te permitiese quedarte aquí, llegaría el día en que tendría que dar orden de ejecutarte, y no quiero verme obligado a ello porque eres mi amigo. Tus palabras insensatas podrían, en efecto, ser la chispa que enciende los cañaverales secos, y una vez encendidos arden con altísimas llamas. Por esto tus palabras son a veces más peligrosas que las lanzas, y quiero extirpar de Egipto tus palabras sediciosas como un buen jardinero arranca las malas hierbas, y comprendo a los hititas que empalaban a los hechiceros a lo largo de las rutas. No quiero que el país de Kemi siga siendo pasto de las llamas, ni a causa de los hombres, ni a causa de los dioses, y por esto te destierro, Sinuhé, porque ciertamente no has sido nunca egipcio, sino que eres un curioso bastardo cuyo cerebro no abriga más que pensamientos enfermizos.

Quizá tuviese razón y la pena de mi espíritu provenía acaso de que, en mis venas, la sangre sagrada de los faraones se mezclaba con la sangre pálida de los crepúsculos de Mitanni. Pero a pesar de todo, estas palabras me hicieron reír, y me puse la mano delante de la boca por cortesía. Y, sin embargo, me sentía lleno de temor, porque Tebas era mi ciudad; en ella había nacido y vivido y no quería vivir en otro sitio que Tebas. Mi risa hirió a Horemheb, que había pensado que me postraría a sus pies implorando el perdón. Y por esto blandió su fusta y dijo:

– Está decidido; te destierro para siempre y cuando mueras tu cuerpo no podrá ser enterrado en Egipto pese a que te autorizo a hacerte conservar para siempre según la tradición. Tu cuerpo reposará en la ribera del mar oriental, en el lugar donde se embarca hacia Punt, y allá es donde te destierro, porque no puedo enviarte a Siria, donde quedan muchos carbones medio apagados, y tampoco al país de Kush, porque dices que todos los hombres son iguales y que los egipcios y los negros valen lo mismo y podrías sembrar ideas locas en la cabeza de los negros. Pero la ribera del mar está desierta y podrás hacer discursos a las rocas rojas, al viento del desierto y a las olas y tendrás como auditores a los chacales, los cuervos y las serpientes. Los guardias medirán el espacio en el que podrás moverte y te matarán con sus lanzas si tratas de moverte del lugar fijado. Pero por lo demás, no carecerás de nada; tu lecho será blando y tu comida abundante, y te mandarán todo lo que pidas y sea razonable, porque el destierro en la soledad es un castigo suficiente para ti y no quiero perseguirte porque has sido mi amigo.

Yo no temía la soledad, porque toda la vida había sido solitario, pero mi corazón se fundía de tristeza al pensar que no volvería nunca más a ver Tebas, que jamás volvería a pisar la muelle tierra del país de Kemi y que nunca más volvería a beber agua del Nilo. Y por esto le dije:

– No tengo muchos amigos, porque la gente me huye a causa de mi lengua acerada y amarga, pero me permitirás, sin embargo, despedirme de ellos. Quisiera también decir adiós a Tebas y recorrer una vez más la Avenida de los Carneros; respirar el olor del incienso entre las grandes columnas del templo y aspirar por la noche el olor del pescado frito, en el barrio de los pobres, cuando las mujeres encienden fuegos delante de las cabañas de barro y los hombres regresan del trabajo con los hombros caídos.

Horemheb hubiera seguramente accedido a mi demanda si me hubiese arrojado llorando a sus pies, porque era muy vanidoso, y la principal causa de su rencor contra mí era que no lo admiraba ni lo adulaba. Pero pese a que fuese débil y tuviese un corazón de oveja no quería humillarme delante de él, porque la ciencia no debe inclinarse ante el poder. Oculté mi boca para disimular un bostezo, porque un miedo intenso me da siempre ganas de dormir, y sobre este punto creo diferir de la mayoría de la gente. Y entonces Horemheb dijo:

– No me gustan los retrasos ni las efusiones, porque soy soldado. Vas a partir inmediatamente y tu partida será fácil y no habrá manifestaciones ni alborotos en Tebas, porque te conocen, y mejor de lo que te figuras. Partirás en una litera cerrada, y si alguien quiere acompañarte lo permito, pero tendrá que permanecer contigo en tu lugar de deportación para siempre, incluso después de tu muerte, y morir él también allí. Porque las ideas peligrosas son contagiosas como la peste, y no quiero que el contagio se extienda por Egipto. En cuanto a tus amigos, si piensas en un esclavo de molino de dedos deformados y en un artista borracho que dibuja dioses agachados en los bordes del camino y algunos negros que han frecuentado tu casa, los buscarás en vano, porque han emprendido un largo viaje del que no se regresa nunca.

En aquel instante odiaba a Horemheb, pero me detestaba a mí mismo mucho más, porque mis manos habían sembrado de nuevo la muerte y mis amigos habían sufrido por causa mía. No dije ni una palabra más, coloqué mis manos a la altura de las rodillas y salí. Horemheb dijo simplemente:

– El faraón ha hablado.

Los guardias me metieron en una litera cerrada que salió de Tebas y me dirigí hacia el Este, más allá de las montañas siguiendo un camino empedrado que Horemheb había hecho construir. El viaje duró veinte días y llegamos a un puerto donde cargaban los navíos que partían con destino a Punt. Pero el puerto estaba habitado y los guardias me llevaron siguiendo la ribera hasta un pueblo abandonado, a tres jornadas del puerto. Allí midieron el espacio en que me podía mover, y me construyeron una casa en la cual he vivido todos estos años, y no me faltó en ella jamás nada de lo que pude desear, y he vivido la vida del rico y he tenido papiro fino y lo necesario para escribir y cofres de madera negra en los que conservo lo que escribo y mis instrumentos de medicina. Pero éste es el último libro que escribo y no tengo gran cosa que añadir, porque estoy cansado y soy viejo y mis ojos están fatigados, de manera que no distingo ya claramente los signos.

Creo que no hubiera podido soportar esta vida si no hubiese imaginado escribir mis recuerdos y revivir de esta forma mi existencia. Quisiera comprender por qué he vivido, pero al final de este último libro lo sé todavía menos que nunca.

Cada día el mar se extiende delante de mí y lo he visto rojo y negro, verde de día y blanco de noche, y durante los grandes calores más azul que las piedras azules, y estoy cansado de contemplar el mar porque es demasiado grande y demasiado espantoso para que se pueda contemplar toda la vida. Y he contemplado también las montañas rojas en torno a mí y he estudiado las pulgas de arena, y los escorpiones y las serpientes han sido mis amigos y no me huyen, sino que me escuchan. Pero creo que los escorpiones y las serpientes son malos amigos para el hombre, y por esto estoy cansado de ellos, como estoy cansado de las olas eternas de este mar sin fin.

Debo todavía mencionar que el primer año después de mi destierro, cuando llegó al puerto la caravana de Punt, me siguió mi fiel Muti. Llevó sus manos a la altura de las rodillas y me saludó, y lloró amargamente viendo mi triste estado, porque mis mejillas estaban hundidas y mi vientre se había fundido, y todo me era indiferente. Pero reaccionó pronto y comenzó a cubrirme de reproches y refunfuñando me dijo:

– ¿No te había puesto mil veces en guardia, Sinuhé, contra tu naturaleza, que no puede gastarte más que malas bromas? Pero los hombres son más sordos que las piedras, y son como chiquillos que tienen que romperse la cabeza contra los muros. En verdad ha llegado para ti el momento de calmarte y vivir con cordura, puesto que ese pequeño objeto que los hombres ocultan bajo sus vestiduras, porque se avergüenzan de él, no te atormenta ya ni te da fiebre, porque de él proviene todo el mal del mundo.

Pero cuando la reñi por haber abandonado Tebas para reunirse conmigo sin esperanza de regreso y ligar su existencia a la de un desterrado, me respondió bruscamente:

– Al contrario, creo que lo que te ha ocurrido es lo mejor que te podía ocurrir, y creo que el faraón Horemheb es verdaderamente tu amigo, puesto que te ha mandado a un lugar tan tranquilo para pasar tu vejez. También yo estoy fatigada de la agitación de Tebas y de los vecinos pendencieros que me piden prestados mis utensilios sin jamás devolverlos y vacían sus basuras en mi patio. Pensándolo bien, la casa del antiguo fundidor de cobre no era la misma después del incendio y el horno quemaba mis asados y el aceite se volvía rancio en mis jarras; había corrientes de aire en la cocina y los postigos crujían sin cesar. Pero aquí podremos empezarlo todo desde el principio y arreglarlo todo a nuestro gusto y he visto ya un terreno excelente para plantar mi huerto, y plantaré en él los berros que tanto te gustan, ¡oh mi dueño! En verdad voy a hacer trabajar a estos holgazanes que el faraón te ha dado para defenderte contra los bandoleros y ladrones, y los mandaré cada día a la caza y a la pesca, para procurarte caza y pescado fresco, y cogerán mariscos y moluscos, pese a que temo que los pescados del mar no serán tan sabrosos como los del Nilo. Y, además, quiero escogerme un buen sitio para mi tumba, porque no tengo intención de marcharme de aquí. Estoy harta de correr el mundo en tu busca y los viajes me asustan, porque hasta ahora no había puesto nunca los pies fuera de Tebas.

Así Muti me reconfortaba y consolaba, y creo que gracias a ella volví a tomar gusto a la vida y empecé a escribir. Estuvo encantada, porque veía que era una ocupación para mí, pero creo que en el fondo de su corazón juzgaba perfectamente inútil todo lo que escribía. Me confeccionaba excelentes platos, porque, según su promesa, había obligado a los guardias a trabajar, lo cual les hacía la vida amarga y maldecían a Muti, pero no se atrevían a resistirse porque entonces ella los cubría de injurias y su lengua era más aguda que el cuerno de un buey y les contaba sobre el famoso pequeño objeto historias que les hacían bajar los ojos.

Pero, por otra párte, Muti les proporcionaba trabajo, lo cual les evitaba encontrar el tiempo largo, y algunas veces les ofrecía un plato de caldo o les daba cerveza fuerte y les enseñó a prepararse una comida variada y sana. Cada año, con la caravana de Punt, Kaptah nos mandaba numerosos cargamentos de objetos diversos, a los que añadía cartas dictadas a sus escribas para contarnos lo que pasaba en Tebas, de manera que no vivía completamente ignorado. Los guardias acabaron no deseando ya regresar a Tebas porque tenían una vida agradable y mis regalos los enriquecían.

Pero ahora estoy cansado de escribir y mis ojos están fatigados. Los gatos de Muti se sientan en mis rodillas y se frotan contra mis manos. Mi corazón está saciado de todo lo que he referido y mis miembros aspiran al reposo eterno. No soy, quizá feliz, porque tampoco soy desgraciado en mi soledad.

Pero bendigo mis útiles para escribir porque me han permitido volver a sentirme niño en la casa de mi padre Senmut. He recorrido las rutas de Babilonia con Minea y los bellos brazos de Merit han rodeado mi cuello. He llorado con los desgraciados y he distribuido mi trigo entre los pobres. Pero me niego a evocar de nuevo mis malas acciones y la tristeza de mis pérdidas.

Soy yo, Sinuhé el egipcio, quien ha escrito todos estos libros para mí mismo. No para los dioses ni los hombres, ni para asegurar la inmortalidad de mi nombre, sino para apaciguar mi pobre corazón que ha tenido la medida entera. Sé que los guardias destruirán a mi muerte todo lo que he escrito y derribarán los muros de mi casa por orden de Horemheb; pero no sé si esta perspectiva de demolición completa me contraría, mas guardo preciosamente estos quince libros, y Muti ha tejido para cada uno de ellos un sólido estuche de fibras de palmera y las colocaré en un cofre de plata, y este cofre en una sólida caja de madera dura que será puesta a su vez en una caja de cobre, como un día los libros sagrados de Thot, que fueron encerrados en una caja y arrojados al río. Pero ignoro si Muti conseguirá sustraer la caja a los guardianes y colocarla en mi tumba.

Porque yo, Sinuhé, soy un hombre y como tal he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y sus temores, en su bondad y su maldad, en su debilidad y su fuerza. Como hombre, viviré eternamente en el hombre y por esta razón no necesito ofrendas sobre mi tumba ni inmortalidad para mi nombre. He aquí lo que ha escrito Sinuhé el egipcio, que vivió solitario todos los días de su vida.

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