LIBRO SEXTO.LA JORNADA DEL FALSO REY

1

Al principio de este nuevo libro tengo que elogiar aquel tiempo pasado durante el cual pude viajar sin obstáculos por tantos países y aprender tantas cosas, porque jamás volveré a ver días parecidos. Recorría un mundo que no había visto una guerra desde hacía cuarenta años, y los soldados de los reyes protegían las rutas de las caravanas y los mercaderes y los navíos de los soberanos defendían el río y los mares contra los piratas. Las fronteras estaban abiertas, los mercaderes y los viajeros eran bien recibidos en las villas y la gente no se ofendía una de otra y se saludaban con las manos a la altura de las rodillas, informándose de las costumbres ajenas, de manera que muchas personas cultas hablaban varias lenguas y conocían dos escrituras. Se regaban los campos que producían abundantes cosechas, y en lugar del Nilo terrestre, el Nilo celeste regaba los prados y las tierras rojas. Durante mis viajes los rebaños pacían tranquilamente y los pastores no usaban lanza, sino que tocaban la flauta y cantaban alegremente. Los viñedos eran florecientes y los árboles frutales se inclinaban bajo el peso de su carga, los sacerdotes se untaban de aceite y ungüentos y estaban gordos, y el humo de infinitos sacrificios subía hacia el cielo por los patios de los templos de todo el país. Los dioses eran también generosos y propicios y gozaban con las suntuosas ofrendas. Los ricos se enriquecían todavía más y los poderosos aumentaban su poderío, y los pobres eran más pobres todavía, como los dioses lo han prescrito, de manera que cada cual estaba contento con su suerte y nadie murmuraba. Tal me parece este pasado que no volverá nunca más; el tiempo en que yo estaba en la fuerza de la edad y no cansado por los largos viajes, mis ojos tenían curiosidad de ver cosas nuevas y mi corazón avidez de saber.

Para demostrar lo bien organizadas que estaban las condiciones, diré que la casa de comercio del templo de Babilonia me entregó sin vacilar el oro contra mis tablillas de arcilla escritas por la de Simyra, y en cada gran villa se podía comprar vino de la procedencia más lejana y en las villas sirias gustaba sobre todo el vino de las colinas de Babilonia, mientras los babilonios compraban a precio de oro el vino de Siria.

Después de haber ensalzado aquellos tiempos felices en los que el sol era más brillante y el viento más dulce que en nuestras duras épocas actuales, voy a hablar de mis viajes y de todo lo que he visto con mis ojos y oído con mis orejas. Pero tengo que narrar primero cómo regresé a Simyra.

A mi llegada a casa, Kaptah salió a mi encuentro llorando de gozo y, gritando, se arrojó a mis pies y dijo:

– ¡Bendito es el día que vuelve el dueño a su casa! Has vuelto y, sin embargo, te creía muerto en la guerra, y estaba seguro de que habías sido atravesado por una lanza por haber desoído mis advertencias y querido ver cómo era la guerra. Pero nuestro escarabajo es verdaderamente poderoso y te ha protegido. Mi corazón desborda de júbilo al verte, y la alegría brota de mis ojos en forma de lágrimas, y, sin embargo, creía heredar de ti todo el oro que habías depositado en las casas de comercio de Simyra. Pero no lamento esta riqueza que se me escapa, porque sin ti soy un cabritillo perdido y balo lamentablemente y mis días son lúgubres. Durante tu ausencia no te he robado más que de costumbre, me he cuidado de tu casa y de tu fortuna, y he velado tan bien por tus intereses que eres más rico que antes de tu marcha.

Me lavó los pies, vertió agua sobre mis manos y me cuidó sin dejar de hablar, pero yo le ordené que se callara y le dije:

– Prepáralo todo porque vamos a salir de viaje muy lejos, durante algunos años quizás, y el viaje será penoso, porque visitaremos el país de Mitanni y Babilonia y las islas del mar.

Entonces Kaptah comenzó a llorar y gemir:

– ¿Por qué habré nacido en un mundo como éste? ¿Para qué haber engordado y vivido días felices, puesto que tengo que renunciar a ellos? Si te marchases por un mes o dos, como otras veces, no diría nada y me quedaría en Simyra, pero si tu viaje dura años es posible que no regreses nunca y no vuelva a verte más. Por esto debo seguirte llevándome el escarabajo, porque durante un viaje como éste necesitarás toda la suerte, y sin el escarabajo caerás en los abismos y los bandidos te atravesarán con sus lanzas. Sin mí y mi experiencia eres como un ternero al que un ladrón ata las patas de atrás para llevárselo sobre los hombros, sin mí eres como un hombre con los ojos vendados que anda a tientas al azar, de manera que cualquiera te robaría a su antojo, cosa que no permitiría, puesto que si debes ser robado es mejor que lo seas por mí, porque te robo razonablemente teniendo en cuenta tus recursos y tus intereses. Pero es mucho mejor que nos quedemos en nuestra casa de Simyra.

La desfachatez de Kaptah había crecido con los años, y mi esclavo hablaba ahora de «nuestra casa», de «nuestro escarabajo», y, al hablar de pagos, de «nuestro oro». Pero esta vez me sentía excedido y agarrando mi bastón le acaricié sus bien redondas nalgas a fin de darle motivo legítimo de llorar. Y le dije:

– Mi corazón me dice que un día penderás cabeza abajo en los muros por culpa de tu desfachatez. Decide ya si quieres acompañarme o quedarte, pero cesa en tus sempiternas charlas, que me irritan las orejas.

Kaptah acabó resignándose a su suerte y preparamos la marcha. Como había jurado no volver a poner nunca más los pies sobre un navío nos asociamos a una caravana que se dirigía hacia la Siria del Norte, porque quería ver las selvas de cedros del Líbano que procuraban la madera para los palacios y la barca sagrada de Amón. Poco tengo que decir sobre este viaje, que fue monótono y sin incidentes. Las hosterías era limpias y comíamos y bebíamos convenientemente y en ciertas etapas me llevaron enfermos que pude curar. Me hacía llevar en una litera porque estaba harto de asnos que, por otra parte, tampoco gustaban a Kaptah pero no pude tomarlo en mi litera a causa de mi dignidad, porque era mi servidor. Por esto gimió y llamaba a la muerte. Yo le recordé que hubiéramos podido hacer este viaje más rápidamente y con mayores comodidades por mar, pero no fue esto para él un consuelo. El viento seco me irritaba la cara y tenía que untarme continuamente de pomada y el polvo me llenaba la boca, y las pulgas de arena me atormentaban, pero estos inconvenientes me parecían mínimos y mis ojos gozaban de todo lo que veían.

Admiré también los bosques de cedros, cuyos árboles son tan grandes que ningún egipcio me creería si hablara de ellos. Por esto los paso en silencio. Pero debo, sin embargo, decir que el perfume de estas selvas es maravilloso y los arroyos muy claros, y yo me decía que nadie puede ser desgraciado en tan bello país. Pero entonces vi esclavos que cortaban aquellos árboles y hacían pedazos de ellos para transportarlos a la costa por las pendientes. Su miseria era grande, tenían los brazos y las piernas cubiertas de abscesos purulentos y sobre sus espaldas las moscas se fijaban en los surcos de los latigazos. Esto me hizo cambiar de opinión.

Acabamos llegando a la villa de Kadesh, donde había un fuerte y una guarnición egipcia. Pero las murallas no estaban guardadas ni los fosos llenos; los soldados y oficiales vivían en la villa con sus familias, sin acordarse de que eran soldados más que los días en que distribuían trigo, cebollas y cerveza. Nos quedamos en esta villa hasta que las llagas del trasero de Kaptah estuvieron cicatrizadas y cuidé muchos enfermos, porque los médicos de la guarnición eran malos y sus nombres fueron borrados del registro de la Casa de la Vida, si es que habían figurado alguna vez en él, por esto los enfermos que disponían de medios se hacían transportar al país de Mitanni, para recibir los cuidados de los médicos instruidos en Babilonia. Vi los monumentos erigidos por los grandes faraones y leí las inscripciones que hablaban de sus victorias, del número de enemigos muertos y de cazas al elefante. Me hice grabar un sello en una piedra preciosa, porque aquí los sellos no son iguales que en Egipto y no se llevan engarzados en una sortija en el dedo, sino en el cuello, porque son pequeños cilindros atravesados por un agujero y se hacen rodar sobre la tablilla de arcilla para que dejen la marca. Pero los pobres y los ignorantes, cuando tienen que utilizar alguna tablilla, imprimen en ella solamente la impresión de su pulgar.

Kadesh era una villa tan triste y lúgubre, tan abrasada por el sol y tan desvergonzada, que incluso Kaptah se alegró de abandonarla a pesar de que temía los asnos. La única diversión era la llegada de numerosas caravanas procedentes de todos los países, porque era un importante cruce de caminos. Todas las villas fronterizas son parecidas, sean quienes sean sus soberanos, y para los oficiales y soldados son lugares de castigo, pertenezcan a Egipto, a Mitanni o a Babilonia y a Khatti, de manera que en estas guarniciones los soldados y los oficiales no hacían más que lamentarse y maldecir el día en que habían nacido.

Pronto cruzamos la frontera y entramos en Naharanni sin que nadie nos lo impidiese y vimos un río que corría hacia arriba y no hacia abajo como el Nilo. Nos dijeron que estábamos en el país de Mitanni y pagamos los derechos percibidos sobre los viajeros para las cajas del rey. Pero como éramos egipcios, la gente nos trataba con respeto y se acercaban a nosotros diciéndonos:

– Bien venidos seáis, porque nuestro corazón se regocija al ver egipcios. Hace tiempo que no habíamos visto ninguno y estábamos inquietos, porque el faraón no nos manda soldados ni armas ni oro y dicen que ha ofrecido a nuestro rey un nuevo dios del que no sabemos nada, cuando teníamos ya a Ishtar de Nínive y una multitud de otros dioses poderosos que nos han protegido hasta ahora.

Me invitaron a sus casas y nos obsequiaron a Kaptah y a mí, de manera que mi esclavo exclamaba:

– Es un buen país. Quedémonos aquí, dueño mío, para ejercer la medicina, porque todo indica que esta gente es ignorante y crédula y podremos engañarlos fácilmente.

El rey de Mitanni se había retirado a las montañas para pasar los calores del estío, y yo no tenía el menor deseo de llegar a él, porque estaba impaciente por ver todas las maravillas de Babilonia de las que tanto había oído hablar. Pero, cumpliendo órdenes de Horemheb, conversé con los notables y los humildes y todos me dijeron lo mismo y yo comprendía que estuviesen inquietos. Porque un día el país de Mitanni había sido poderoso, pero ahora se encontraba entre Babilonia al Este, los pueblos bárbaros al Norte y los hititas al Oeste, en el país de los Khatti. Cuanto más oía hablar de los hititas, a quienes temían, mejor comprendía que debía ir también al país de Khatti, pero antes quería visitar Babilonia.

Los habitantes de Mitanni son de escasa talla y sus mujeres bellas y elegantes y sus hijos como muñecos. Quizá fueron un día un pueblo fuerte, porque pretenden haber dominado sobre todos, los pueblos del Norte, Sur, Este y Oeste, pero todos los pueblos dicen lo mismo. No creo que hayan podido vencer y saquear a Babilonia como lo afirman; si lo han hecho debió de ser con la ayuda del faraón. Porque desde la época de los grandes faraones este país ha sido dependiente de Egipto y durante dos generaciones las hijas de sus reyes han habitado el palacio como esposas del faraón. Los antepasados de Amenhotep han atravesado este país con sus carros de guerra y en las villas se muestran todavía estelas de sus victorias. Oyendo los lamentos y recriminaciones de los habitantes comprendía que este país era un tapón que cubría la Siria y el Egipto contra Babilonia y los poblados bárbaros, y que debía ser el escudo de la Siria y recibir las lanzas dirigidas contra el poderío egipcio. Esta era la única razón por la que los egipcios sostenían el vacilante trono de su rey y le enviaban oro, armas y tropas mercenarias. Pero los habitantes no lo comprendían, estaban muy orgullosos de su país y de su poderío y decían:

– Tadu-Hepa, la hija de nuestro rey, era la gran esposa real en Tebas, pese a que no era más que una chiquilla, y murió súbitamente. No comprendemos por qué el faraón no nos manda más oro, pese a que los faraones han querido siempre a nuestros reyes como hermanos, y a causa de este amor les daban siempre armas y carros de guerra, y oro y piedras preciosas.

Pero yo me daba cuenta de que este país estaba cansado y que la sombra de la muerte planeaba sobre sus templos y sus bellos edificios. Ellos no se daban cuenta, y sólo se preocupaban de su alimentación, que preparaban de muchas maneras extrañas y pasaban el tiempo probando nuevas vestiduras y zapatos de punta retorcida y altos sombreros, y escogían sus joyas con cuidado. Sus brazos eran delgados como los de los egipcios y la piel de sus mujeres era suave, de manera que se veía la sangre azul correr por sus venas, y hablaban y se comportaban con elegancia y aprendían desde su infancia a caminar graciosamente.

Su medicina estaba también a un alto nivel y sus médicos eran hábiles; conocían su profesión y sabían muchas cosas que yo ignoraba. Así fue como me dieron un vermífugo que causaba menos dolores y menos inconvenientes que los otros que yo conocía. Sabían también devolver la vista a los ciegos con las agujas y yo les enseñé a manejarlas mejor. Pero ignoraban completamente la trepanación y no creían lo que yo les decía; pretendían que sólo los dioses podían curar las heridas de la cabeza, y si los dioses las curan, los enfermos no recobran nunca su estado anterior, de manera que era mejor que se muriesen.

Los habitantes de Mitanni llevados por su curiosidad, me llevaron también enfermos, porque todo lo que era extranjero les gustaba; se vestían incluso a la extranjera, se deleitaban con platos extranjeros, bebían el vino de las colinas y adoraban las joyas extranjeras; de la misma forma deseaban ser cuidados por un médico extranjero. Vinieron también mujeres, y me sonreían al contarme sus penas, y se lamentaban de la frialdad de sus maridos y de su pereza.

Yo sabía muy bien lo que esperaban de mí, pero no las tocaba ni me divertía con ellas, porque no quería violar las leyes del país. En desquite, les daba remedios que hubieran llevado a un muerto a divertirse con una mujer, porque en esta materia los médicos sirios son los más hábiles del mundo y sus filtros mucho más poderosos que los egipcios. En cuanto a saber si las mujeres los daban a sus maridos o a otros hombres, lo ignoro; sin embargo, creo que debieron de utilizarlos para sus amantes en detrimento de sus maridos, porque sus costumbres eran libres y no tenían hijos, lo cual reforzaba mi creencia de que la muerte flotaba sobre el país.

Debo consignar también que los habitantes de Mitanni ignoraban las fronteras exactas de su país, porque los mojones se desplazaban incesantemente, los hititas se los llevaban en sus carros para levantarlos en otro sitio a su antojo. Si lo que contaban de los hititas era verdad, no existía en el mundo un pueblo más cruel y más temible. Según ellos, los hititas no tenían mayor placer que escuchar los gemidos de los torturados y ver correr la sangre, cortaban las manos de los habitantes fronterizos que se quejaban de que los rebaños de los hititas pisoteaban sus campos y pacían el trigo joven, y después se burlaban de ellos diciéndoles que volviesen a poner los mojones en su sitio. Les cortaban también los pies y les decían que corriesen a quejarse a su rey y les soltaban la piel del cráneo para bajársela delante de los ojos para que no viesen cómo cambiaban de sitio los mojones. Los habitantes de Mitanni pretendían que los hititas se mofaban de los dioses de Egipto, lo cual era una terrible ofensa para todo el país, y esto solo hubiera sido motivo para que el faraón mandase oro, armas y mercenarios a fin de resistir por la fuerza a los hititas; pero a la gente de Mitanni no le gustaba la guerra y esperaban que los hititas se retirarían al ver que el faraón sostenía Mitanni. No puedo repetir aquí todo el mal que los hititas les hubieran causado ni las crueldades y horrores cometidos por ellos. Pero decían que eran peores que la langosta, porque después del paso de la langosta el suelo reverdece, pero sobre el rastro de los carros hititas la hierba no vuelve a crecer.

Yo no quería entretenerme más en Mitanni, porque creía haberme enterado de todo lo que quería saber, pero mi honor de médico se sentía ofendido ante las sospechas de los médicos del país, que no querían creer lo que les contaba de la trepanación. Y un día vino a verme un noble que se quejaba de oír constantemente en su cabeza el ruido del mar, y se caía sin conocimiento y tenía tales dolores en la cabeza que si no se podía curar no tenía ya apego a la vida. Los médicos de Mitanni se negaban a tratarlo. Por esto quería morir, porque la vida le era un sufrimiento continuo Y yo le dije:

– Es posible que vivas, si dejas que te agujeree el cráneo, pero también que mueras, porque sólo el uno por ciento de los enfermos sobrevive a una trepanación.

Y él dijo:

– Loco sería de no aceptar tu proposición, pues tengo una probabilidad sobre ciento; pero si tengo que librarme yo mismo de mis sufrimientos, permaneceré echado y no me levantaré más. En verdad no creo que puedas curarme, pero si me trepanas no pecaré contra los dioses, como pecaría quitándome la vida. Si, en todo caso, contra toda esperanza, me curases, te daré la mitad de cuanto poseo, y no es poco; pero si muero no tendrás nada que lamentar, porque tu regalo será grande. Lo examiné a fondo explorándole el cráneo con atención, pero mi reconocimiento no le causó dolor ni el cráneo presentaba en ninguna parte la menor anomalía. Entonces Kaptah, dijo:

– Pálpale el cráneo con el martillo; no arriesgas nada.

Le golpeé el cráneo con un martillo y no se quejaba, pero de repente lanzó un grito y cayó desvanecido. Creyendo haber encontrado el sitio donde había que abrir el cráneo, convoqué a los médicos de Mitanni, que no habían querido creerme, y les dije:

– Me creeréis o no, pero voy a trepanar a este enfermo para curarlo, si bien es muy probable que muera.

Pero los médicos rieron maliciosamente, diciendo:

– Tenemos verdaderamente curiosidad de verlo.

Mandé a buscar fuego al templo de Amón y me lavé, y lavé también al enfermo que iba a operar y purifiqué todo cuanto había en la habitación. Cuando la luz fue más clara, a mediados del día, me puse a la obra y corté una fuerte hemorragia con un cauterio, pese a que deploraba el dolor que producía. Pero el enfermo dijo que aquel dolor no era nada comparado con el que sentía todos los días. Yo le había dado mucho vino en el cual había disuelto anestésicos, de manera que tenía los ojos fijos como los de un pescado muerto y estaba muy alegre. Entonces le abrí el cráneo con toda la prudencia posible con la ayuda de los instrumentos de que disponía y el enfermo no perdió el conocimiento, y dijo que se sentía mejor cuando levanté el trozo de hueso que había cortado. Mi corazón se alegró, porque en el preciso lugar que había elegido, el diablo o el espíritu de la enfermedad había puesto su huevo, como decía Ptahor, y éste era rojizo y feo y del tamaño de un huevo de golondrina. Con todo mi arte yo extirpé y cautericé todo lo que lo sujetaba al cerebro y lo mostré a los médicos, que ya no se reían. Pronto volví a cerrar el cráneo con una placa de plata y cosí la piel del cráneo, y durante toda esta operación el enfermo no perdió el conocimiento, y después se levantó, anduvo y me dio las gracias, porque ya no oía aquel espantoso ruido en los oídos y sus dolores habían cesado.

Esta operación me valió una inmensa reputación en Mitanni y la noticia se extendió hasta Babilonia. Pero mi enfermo comenzó a beber vino y divertirse y su cuerpo se puso ardiente y deliró, y en su delirio, al tercer día, se escapó de la cama y se cayó de las murallas rompiéndose la nuca y se mató. Sin embargo, todo el mundo reconoció que no era culpa mía y se celebró mi habilidad.

Al poco tiempo alquilé una barca y en compañía de Kaptah bajé por el río hasta Babilonia.

2

El país que domina Babilonia lleva diferentes nombres, y se llama tan pronto Caldea como Khosea, según el pueblo que lo habita. Pero yo lo llamo Babilonia porque así todo el mundo sabe de cuál se trata. Es un país fértil los campos están surcados por canales de irrigación y el suelo es llano hasta perderse de vista, y no como en Egipto, donde todo es diferente, porque, por ejemplo, así como en Egipto las mujeres muelen el trigo de rodillas dando vueltas a una muela redonda, las mujeres de Babilonia permanecen de pie y hacen girar dos muelas en sentido contrario, lo cual es, naturalmente, mucho más penoso.

En este país los árboles son tan poco numerosos que es un crimen contra los dioses y los hombres cortar uno, pero, por el contrario, si alguien planta alguno se gana el favor de los dioses. En Babilonia la gente es más corpulenta que en los demás sitios y se ríe mucho, a la manera de los obesos. Comen platos grasos y feculentos, y he visto en sus casas un pájaro que llaman gallina que no puede volar, pero habita con los hombres y cada día les pone un huevo, que tiene el tamaño de un huevo de cocodrilo, pero ya sé que nadie me creerá. Sin embargo, me han ofrecido huevos de éstos, que los babilonios consideran como un manjar exquisito. Pero yo no me he atrevido a probarlo porque he pensado que era mejor ser prudente y me he contentado con los platos que ya conocía y sabía cómo estaban preparados.

Los babilonios dicen que su villa es la más grande y más antigua del mundo, pero yo no lo creo, porque ésta es Tebas. Y afirmo de nuevo que no existe en el mundo una ciudad como Tebas, pero Babilonia me sorprendió por su magnificencia y su riqueza, porque las murallas son altas como montañas y el templo que han erigido a su dios sube hasta el cielo. Las casas tienen cuatro o cinco pisos, de manera que viven unos sobre otros, y en ningún sitio, ni aun en Tebas, he visto almacenes tan lujosos y una cantidad tal de mercancías como hay en las casas de comercio del templo.

Su dios es Marduk, y en Ishtar han elevado un pórtico que es más grande que el pilón del templo de Amón, y lo han revestido de ladrillos policromados y brillantes, cuyos dibujos deslumbran la vista bajo el sol. Desde este pórtico, una avenida lleva hasta el templo de Marduk, y la torre tiene varios pisos y el camino sube hasta lo alto y es tan ancho y poco inclinado que pueden pasar por él varios carros de frente a la vez. En lo alto de la torre es donde viven los astrólogos, que saben cuanto hace referencia a los movimientos de los astros y calculan sus órbitas y anuncian los días fastos y nefastos, de manera que cada cual puede amoldar a ellos su vida. Dicen que pueden también predecir el porvenir, pero para esto tienen que saber el día y el momento del nacimiento, de manera que no pude recurrir a su saber, pese a todo mi deseo, puesto que ignoraba el momento preciso de mi nacimiento.

Tenía a mi disposición todo el oro que quisiera retirar de la caja del templo a cambio de mis tablillas, y por esto me alojé cerca de la puerta de Ishtar, en una gran hostería de varios pisos y sobre el techo de la cual crecían árboles frutales y arrayanes, y había también en él arroyos y estanques con peces. Allí es donde se alojaban los grandes si no tenían casa en la villa, así como los enviados de los países extranjeros, y las habitaciones estaban amuebladas con espesas alfombras y los muebles tapizados con pieles de animales y las paredes decoradas con ladrillos brillantes con figuras ligeras. El nombre de esta hostelería era «Pabellón de Ishtar» y pertenecía a la torre del dios, como todo lo notable de Babilonia. Si se cuentan todas las habitaciones y el personal de servicio, creo que se verá que esta sola casa alberga tanta gente como todo un barrio de Tebas. Y, sin embargo, nadie que no lo haya visto con sus ojos lo creerá.

En ninguna parte del mundo se ven tantas gentes diferentes como en Babilonia y en ninguna parte se oyen hablar a la vez tantas lenguas como aquí, porque los babilonios dicen con orgullo que todos los caminos llevan a Babilonia, que es el centro del mundo. En efecto, aseguran que su país no está en el extremo del mundo, como se afirma en Egipto, sino que por el Este, detrás de las montañas, se extienden poderosos reinos cuyas caravanas armadas traen algunas veces a Babilonia extrañas mercancías, telas y preciosos vasos transparentes. Debo decir que en Babilonia he visto gente de piel amarilla y ojos ovalados, pese a que no iban pintados, y se dedicaban al comercio vendiendo telas finas como el lino real, pero más finas todavía, lanzando destellos de todos los colores, como el aceite puro.

Porque los habitantes de Babilonia son ante todo comerciantes y no respetan nada tanto como el comercio, de manera que incluso sus dioses hacen negocios con ellos. Por esto no les gustan las guerras, pero reclutan mercenarios y elevan murallas tan sólo para proteger su comercio, y su deseo es que las rutas estén abiertas a todos los pueblos y a todos los países. Porque el negocio les produce mayor beneficio que la guerra. Sin embargo, están orgullosos de sus soldados, que vigilan los baluartes de la villa y sus templos y desfilan cada día bajo el pórtico de Ishtar, con sus cascos y sus corazas de oro y plata resplandecientes. Las empuñaduras de sus sables y las puntas de sus lanzas están recubiertas de oro y plata como muestra de su riqueza. Y dicen:

– ¿Acaso has visto jamás, ¡oh extranjero!, soldados o carros de guerra parecidos?

El rey de Babilonia era un adolescente imberbe que tenía que ponerse una barba postiza para subir al trono. Su nombre era Burraburiash. Le gustaban los juguetes y las historias maravillosas, y desde Mitanni mi reputación me había precedido hasta Babilonia, de manera que apenas instalado en el «Pabellón de Ishtar», después de haber visitado el templo y hablado con los médicos y sacerdotes de la Torre, recibí un recado diciéndome que el rey me esperaba. Kaptah se inquietó, según su costumbre, y me dijo:

– No vayas; huyamos más bien juntos, porque de un rey no puede esperarse nada bueno.

Pero yo le respondí:

– ¡Idiota! ¿Has olvidado acaso que tenemos nuestro escarabajo? Y él dijo:

– El escarabajo es un escarabajo y no lo he olvidado en absoluto, pero es mejor estar seguro de las cosas y no hay que abusar de la paciencia de nuestro amuleto. Si, de todos modos, estás firmemente decidido a ir a palacio, te acompañaré para que muramos juntos. En efecto, si alguna vez regresamos a Egipto quisiera poder contar que me he postrado ante el rey de Babilonia. Sería tonto no aprovechar esta casualidad que se ofrece ante mí. Sin embargo, si vamos, debemos conservar nuestra dignidad y debes exigir que te manden una litera real, pero no iremos hoy porque es un día nefasto según las creencias del país; los mercaderes han cerrado sus tiendas y la gente reposa en sus casas, porque hoy todo fracasaría, siendo el séptimo día de la semana.

Reflexionando comprendí que Kaptah tenía razón, porque si bien para un egipcio todos los días son iguales, salvo los que son proclamados nefastos según las estrellas, era posible que en este país el séptimo día fuese también nefasto para un egipcio, y era preferible la seguridad a la incertidumbre. Por esto dije al servidor del rey:

– Debes pensar seguramente que soy extranjero y loco, puesto que me invitas a ir a ver al rey en un día como hoy. Pero iré mañana si el rey me envía una litera, porque no soy hombre despreciable, y no quiero presentarme ante él con los pies llenos de estiércol de asno.

Y el servidor dijo:

– Temo, vil egipcio, que tendré que llevarte delante del rey acariciándote las nalgas con mi lanza.

Pero salió y al día siguiente fue la litera real a buscarme al «Pabellón de Ishtar».

Pero era una litera ordinaria como las que llevaban al palacio a los mercaderes deseosos de mostrar joyas o plumas o monos. Por esto Kaptab apostrofó a los portadores en estos términos:

– ¡Por Seth y todos los demonios, que Mardux os azote con su látigo de escorpiones, y marchaos pronto, porque mi dueño no subirá jamás a esta litera!

Los portadores se marcharon decepcionados y el corredor amenazó a Kaptah con su bastón, mientras una multitud de papanatas se aglomeraba delante del pabellón riendo y gritando:

– Tenemos curiosidad de ver a tu dueño, para quien la litera no es bastante buena.

Pero Kaptah alquiló una litera del albergue, que requería cuarenta servidores y que era utilizada por los invitados extranjeros en sus misiones importantes y en la cual se llevaba a los dioses extranjeros a su llegada a la villa. Y la gente no se rió ya cuando bajé de mi habitación con vestiduras sobre las cuales habían bordado en oro y plata los dibujos simbólicos del arte de la medicina, con mi collarete resplandeciente de oro y piedras preciosas y las cadenas de oro balanceándose en mi cuello y los esclavos del albergue llevando detrás de mí cajas de ébano y cedro con marquetería de marfil que contenían mis instrumentos y mis remedios. La gente no se reía ya, sino que se inclinaba profundamente ante mí diciendo:

– Este hombre es ciertamente igual a los dioses menores en su saber. Sigámosle hasta el palacio.

Así fue como una muchedumbre de curiosos siguió hasta el palacio la litera delante de la cual avanzaba Kaptah montado en un asno blanco y los cascabeles resonaban en sus arneses. No por mí obraba de aquella forma, sino por Horemheb, porque me había dado mucho oro y mis ojos eran sus ojos y mis oídos sus oídos.

Delante del palacio la guardia dispersó a la muchedumbre y levantaron sus escudos, que formaron una doble hilera de oro y plata, y los leones alados guardaban el camino por el que me llevaban al palacio. Fui acogido por un anciano cuya barbilla estaba afeitada a la manera de los sabios. Pendientes de oro resonaban en sus orejas y sus mejillas pendían lacias. Dirigiéndome una mirada hostil, me dijo:

– Mi hígado está enfermo por todo el ruido y escándalo que provoca tu llegada, porque el dueño de los cuatro continentes se pregunta ya cuál es el hombre suficientemente osado para venir cuando le conviene y no cuando conviene al rey y que tanto ruido arma viniendo.

Y yo le dije:

– Anciano, tus palabras son como un zumbido de moscas para mis oídos, pero te pregunto, sin embargo, quién eres para osar hablarme en este tono. Y él dijo:

– Soy el médico particular del dueño de los cuatro continentes; pero tú ¿qué embaucador eres que vienes a sonsacar el oro y la plata a nuestro rey con tus charlatanerías? Debes saber, sin embargo, que si nuestro rey te da, en su bondad, oro o plata timbrado, tendrás que darme la mitad.

Y yo le dije:

– Tu hígado me deja indiferente y harías mejor en hablar de todo esto con mi servidor, porque él es el encargado de alejar a los importunos y los pedigüeños. Quiero, sin embargo, ser amigo tuyo, porque eres viejo y tu inteligencia es muy limitada. Por esto te doy mis brazaletes, para demostrarte que el oro no es más que polvo para mis pies y no he venido aquí a buscar oro, sino saber.

Le tendí unos brazaletes de oro y quedó tan desconcertado que no supo qué decir. Por esto autorizó también a Kaptah a entrar y nos condujo delante del rey. Burraburiash estaba sentado sobre unos blandos almohadones en una vasta sala cuyos muros relucían de azulejos brillantes. Era un niño mimado y a su lado un cachorro de león rugió al vernos entrar. El anciano se arrojó vientre a tierra para lamer el suelo ante su rey, y Kaptah lo imitó, pero al oír los rugidos del león se levantó de un salto como una rana y aulló de miedo, de manera que el rey soltó la carcajada y se echó hacia atrás en sus almohadones ahogándose de risa. Pero Kaptah se enfadó y gritó:

– Llevaos a este animal maldito antes de que muerda, porque en mi vida he visto un monstruo más espantoso y su grito es como el estruendo de los carros de guerra en las plazas de Tebas cuando los soldados borrachos regresan a sus cuarteles después de una fiesta.

Se sentó y levantó los brazos en actitud de defensa y el león se sentó también y bostezó; después cerró las fauces con un ruido parecido al del cofre del templo al cerrarse sobre el diezmo de la viuda.

El rey se reía tanto que las lágrimas corrían por sus mejillas; después se acordó de su dolor y comenzó a gemir llevándose la mano a la mejilla, que estaba fuertemente hinchada hasta el punto de que uno de los ojos estaba casi cerrado. Frunció el ceño y el anciano se apresuró a decir;

– He aquí a este egipcio recalcitrante que no ha venido cuando lo llamabas. Di una palabra y los soldados le reventarán la barriga con sus lanzas.

Pero el rey le largó un puntapié y dijo:

– Basta ya de tonterías; ahora se trata de curarme rápidamente, porque mis dolores son atroces y temo morir. Hace noches que no duermo y no puedo tomar más que caldos tibios.

Entonces el anciano se lamentó y, golpeando el suelo con su frente, dijo: -Oh, dueño de los cuatro continentes, lo hemos hecho todo para curarte y hemos sacrificado mandíbulas y barbillas en el templo para expulsar el diablo que se ha ocultado en el fondo de tu boca; hemos hecho redoblar el tambor y sonar las trompetas y hemos danzado con vestiduras rojas para exorcizar al demonio, y no hemos podido hacer nada más para curarte, porque no nos has permitido tocar tu barbilla sagrada. Y no creo que este cochino extranjero sea más competente que nosotros.

Pero yo dije:

– Soy Sinuhé el egipcio, el que es solitario, el Hijo de Onagro, y no tengo que examinarte para ver que uno de tus molares ha infectado tu boca, porque no te lo has limpiado o hecho arrancar, según los consejos de tus médicos. Esta es una enfermedad de niños y perezosos, y no digna del dueño de los cuatro continentes, delante del cual los pueblos tiemblan y, por lo que veo, el león inclina la cabeza. Pero sé que tu dolor es grande y por esto quiero ayudarte.

El rey conservaba la mano sobre la mejilla y dijo:

– Tus palabras son osadas, y si estuviese en buena salud te haría arrancar la lengua de la boca desvergonzada y reventar el estómago, pero no es ahora el momento; date prisa en curarme y mi recompensa será grande. Pero si me haces daño te haré matar en el acto.

Y yo le dije:

– Que tu voluntad sea hecha. Tengo como protector un dios muy pequeño, pero muy eficaz, que me ha impedido venir ayer a verte porque mi visita hubiera sido ineficaz. Pero ahora veo, sin siquiera examinarte, que tu ineficaz absceso está a punto de ser reventado y lo haré en seguida, pero debes saber que los dioses no pueden evitar el dolor ni aun a un rey. Sin embargo, te aseguro que tu alivio será tan grande después que no te acordarás siquiera del dolor y te prometo que mi mano será tan ligera como sea posible.

El rey vaciló un momento mirándome frunciendo el ceño. Era un muchacho muy bello, seguro de sí mismo y sentí que me agradaba. Sostuve su mirada y con rabia dijo:

– ¡Pronto!

El anciano comenzó a gemir y golpear el suelo con su frente, pero no me inquieté y le di orden de calentar vino, donde eché un anestésico que hice beber al rey, y al cabo de un instante se mostró alegre y dijo:

– Tengo menos dolor; no te acerques a mí con tus pinzas y tus cuchillos. Pero mi voluntad era más fuerte que la suya y le hice abrir la boca manteniendo sólidamente su cabeza bajo mi brazo y pinché el absceso con un cuchillo purificado a la llama del fuego traído por Kaptah. No era, en realidad, el fuego sagrado de Amón, porque Kaptah lo había dejado apagar por descuido durante el viaje por el río, pero había vuelto a encender otro en presencia del escarabajo, y en su locura lo creía tan poderoso como el de Amón.

El rey lanzó un grito en cuanto el cuchillo lo tocó y el león se levantó y agitó la cola con los ojos brillantes. Pero el rey tenía mucho trabajo en escupir el pus que salía del absceso, y su alivio fue rápido y yo le ayudaba apretando ligeramente sobre su mejilla. Escupía y lloraba de gozo y volvía a escupir, y después dijo:

– Sinuhé, el egipcio, eres un hombre bendito, aunque me hayas hecho daño.

Y volvía a escupir. Pero el anciano dijo:

– Yo hubiera trabajado tan bien y aun mejor que él si me hubieses permitido tocar tu mandíbula sagrada. Y tu dentista lo hubiera hecho mejor todavía.

Quedó muy sorprendido cuando contesté en estos términos:

– Este anciano dice verdad, porque lo hubiera hecho tan bien como yo y tu dentista aún mejor. Pero su voluntad no era tan fuerte como la mía y por esto no han podido desembarazarte de tus dolores. Porque un médico debe atreverse a hacerle daño incluso a un rey si es necesario, sin temer por sí mismo. Ellos han tenido miedo y yo no, porque todo me es igual, y si lo deseas puedes ordenar a tus guardias que me revienten el estómago porque te he curado.

El rey escupía sosteniéndose la mejilla y volvía a escupir, y su mejilla no le hacía daño ya, y dijo:

– No he oído nunca a nadie hablar como tú, Sinuhé. Si lo que dices es verdad, no vale la pena hacerte reventar el estómago por mis soldados, porque, si no te contraría, ¿de que habría de servirme? En verdad me has procurado un gran alivio y por eso te perdono tu desfachatez y perdono también a tu servidor, pese a que ha visto mi cabeza bajo tu brazo y oído mis gritos. Pero lo perdono porque me ha hecho reír por primera vez desde hace mucho tiempo con su cómico salto.

Y dijo a Kaptah:

– Vuelve a hacerlo.

Pero Kaptah dijo con desprecio:

– Está por debajo de mi dignidad.

Burraburiash sonrió y dijo:

– Lo vamos a ver.

Llamó al león, que se levantó desperezándose hasta hacer gruñir sus articulaciones y miró a su dueño con ojos inteligentes. El rey le mostró a Kaptah y el león se dirigió lentamente hacia él, balanceando la cola, y Kaptah retrocedía delante de él, como fascinado. Entonces, súbitamente, el león lanzó un rugido sordo y Kaptah dio media vuelta y, agarrándose a la cortina, trepó por el montante de la puerta lanzando gritos, mientras el león trataba de alcanzarlo con la pata. El rey se reía a gusto y dijo:

– No he visto nunca nada tan gracioso.

El león se sentó lamiéndose el hocico, mientras Kaptah se agarraba a los montantes de la puerta, angustiado. Pero el rey pidió de comer y beber diciendo:

– Tengo hambre.

Entonces el anciano lloró de júbilo porque el rey estaba curado, y le trajeron numerosos manjares en fuentes de plata grabadas y vino en copas de oro y dijo:

– Regálate conmigo, Sinuhé, aunque sea contrario a la etiqueta, pero hoy olvido mi dignidad porque has tenido mi cabeza bajo tu brazo y me has metido los dedos en la boca.

Así fue como comí y bebí con el rey, y le dije:

– Tus dolores han desaparecido, pero seguramente volverás a tenerlos si no te haces arrancar la muela que los causa. Por eso debes ordenar a tu dentista que te la arranque así haya desaparecido la hinchazón de tu mejilla. El rey se ensombreció y dijo con impaciencia:

– Tus palabras son malvadas y destruyes mi alegría, extranjero estúpido. -Pero al cabo de un instante dijo-: Acaso tengas razón, porque estos dolores vuelven cada otoño y cada primavera, cuando tengo los pies mojados, y son tan violentos que quisiera morirme. Pero si es necesario serás tú quien me operarás, pues no quiero volver a mi dentista, que tanto me ha torturado para nada.

Yo le dije:

– Tus palabras me revelan que durante tu infancia has bebido más vino que leche, y las cosas dulces no te convienen, porque en esta villa las preparan con jarabe de dátiles, que estropea los dientes, mientras en Egipto se utiliza la miel que los pequeños pajarillos recogen para el hombre. Por esto, a partir de ahora, come solamente las cosas dulces que vienen por el puerto y bebe leche cada mañana al despertar.

Y él dijo:

– Eres ciertamente bromista, Sinuhé, porque no he oído nunca decir que los pajarillos recogiesen cosas dulces para los hombres.

Pero yo le respondí:

– Mi suerte es adversa, porque en mi país la gente me tratará de mentiroso cuando les cuente que aquí he visto pájaros que viven con los hombres y les ponen un huevo cada mañana, enriqueciendo así a los propietarios. En estas condiciones es mejor para mí no contar nada, si no, perdería mi reputación y me tratarían de embustero.

Pero él protestó con energía e insistió en que siguiese hablando porque nadie hasta entonces se había expresado como yo en su presencia.

Y entonces le dije, seriamente:

– No quiero arrancarte esta muela, pero tu dentista lo hará, porque es muy hábil y no quisiera provocar su rencor. Pero yo podré estar a tu lado y tenerte la mano durante la operación. Así disminuiré tus dolores con todo mi poder, con los medios que he aprendido en mi patria y en otros paises. Fijemos esta operación para dentro de quince días, porque es conveniente que la fecha sea fijada de antemano a fin de que no cambies de opinión. Tu encía estará entonces curada y hasta entonces te lavarás la boca cada día con un remedio que voy a darte, pese a que tenga un gusto un poco amargo. Adoptó un aire contrariado y dijo:

– ¿Y si me niego? Yo le dije:

– Debes darme tu real palabra de que seguirás mis prescripciones y el dueño de los cuatro continentes no faltará a ella. Si aceptas, te divertiré cambiando el agua en sangre en tu presencia y te enseñaré el procedimiento para que puedas asombrar a tus súbditos. Pero debes prometerme no comunicar el secreto a nadie, porque es un secreto sagrado de los sacerdotes de Amón, y yo lo sé porque soy sacerdote de primer grado, y sólo te lo revelo porque eres rey.

A estas palabras Kaptah comenzó a lamentarse en voz plañidera desde lo alto de la puerta.

– Llevaos esta bestia maldita o bajo y la mato, porque mis manos están entumecidas y me duele el trasero de estar en esta postura tan poco conveniente para mi dignidad. Verdaderamente voy a bajar y retorcer el pescuezo a este animal si no se lo llevan.

Burraburiash comenzó a reírse a gusto al oír estas amenazas y fingió tomarlas en serio y dijo:

– Sería lástima que matases a mi león, porque ha crecido bajo mis ojos y es mi amigo. Por esto voy a llamarlo a fin de que no cometas ningún desafuero en mi palacio.

Llamó al león y Kaptah bajó agarrándose a la cortina y se frotó sus miembros entumecidos lanzando miradas de odio al león, tanto, que el rey se reía golpeándose los muslos.

– Verdaderamente -dijo-, no he visto nunca un hombre tan gracioso. Véndemelo y te haré rico.

Pero yo no quería vender a Kaptah y el rey no insistió y nos separamos como buenos amigos cuando comenzó a cabecear y sus ojos se cerraron, porque el sueño reclamaba sus derechos en vista de que los dolores le habían impedido dormir durante muchas noches. El anciano me acompañó y me dijo:

– He comprobado por tu conducta y tus palabras que no eres un granuja, sino un hábil médico que conoce su oficio. Admiro, sin embargo, la valentía con que has hablado al dueño de los cuatro continentes, porque si uno de sus médicos se hubiese atrevido a hacerlo reposaría ya en una jarra de arcilla al lado de sus antepasados.

– Será conveniente que dispongamos juntos lo que será necesario hacer dentro de quince días, porque será un mal día y convendría sacrificar anticipadamente a todos los dioses propicios -le dije.

Mis palabras le gustaron porque era piadoso y convinimos en encontrarnos en el templo para hacer sacrificios y tener una consulta sobre las muelas del rey. Pero antes de dejarme marchar ofreció una colación a los servidores que me habían traído, y comieron y bebieron cantando mis alabanzas. Al volver al albergue, cantaban a voz en grito y la muchedumbre nos seguía y mi nombre fue célebre desde entonces en toda Babilonia. Pero Kaptah iba montado con aire contrariado en su asno blanco y no me dirigió la palabra porque su dignidad estaba ofendida.

3

Al cabo de dos semanas encontré en la torre de Marduk a los médicos reales y sacrificamos juntos un cordero, del que los médicos examinaron el hígado para leer los presagios, porque en Babilonia los sacerdotes leen en el hígado de las víctimas y hallan en él cosas que la demás gente ignora. Dijeron que el rey se enojaría con nosotros, pero que nadie perdería la vida ni recibiría herida alguna grave. Pero teníamos que tener cuidado con las uñas del rey durante la operación. Los astrólogos leyeron también en el Libro del Cielo para saber si el día elegido era el más apropiado. Nos dijeron que era propicio, pero que hubiéramos podido escoger uno mejor todavía. Además, los sacerdotes vertieron aceite sobre el agua, pero no leyeron nada de particular. A nuestra salida del templo, un águila voló sobre nosotros llevando en sus garras una cabeza humana cogida en las murallas y los sacerdotes vieron, con gran sorpresa por mi parte, un presagio sumamente favorable para nosotros.

Siguiendo el consejo dado por el hígado, echamos de la estancia a los guardias armados, y el león no fue admitido tampoco en la sala, porque el rey hubiera podido, en su cólera, lanzarlo sobre nosotros para que nos devorase, como lo había ya hecho según decían los médicos. Pero el rey estaba lleno de valor al entrar, había bebido vino para alegrarse el hígado, como se decía en Babilonia. Pero al ver el sillón del dentista que se había llevado a la estancia, se puso pálido y dijo que tenía importantes asuntos de Estado que resolver, pero que los había olvidado bebiendo vino.

Quiso retirarse, pero mientras los demás médicos se postraban ante él lamiendo el suelo, yo lo cogí por la mano y le dije que todo terminaría pronto si tenía valor. Ordené a los médicos que se lavasen y yo purifiqué al fuego del escarabajo los instrumentos del dentista y unté las encías del rey con un anestésico, pero me dijo que cesase porque sentía la mejilla como madera y no podía mover la lengua. Entonces nos sentamos sobre la silla y sujetamos la cabeza del rey y le metimos una mordaza en la boca para que no la pudiese cerrar. Yo lo sujetaba por las manos y lo animaba y después de haber evocado a todos los dioses de Babilonia, el dentista introdujo las pinzas en la boca y arrancó la muela con tanta habilidad que jamás hasta entonces había visto una extracción tan rápidamente hecha. Pero el rey lanzó unos gritos horribles, y el león comenzó a rugir detrás de la puerta, lanzándose contra ella y arañándola con sus garras.

Fue un momento terrible, porque el rey comenzó a escupir sangre y a gritar y las lágrimas le corrían por los ojos. Cuando hubo terminado de escupir llamó a los guardas para que nos matasen y llamó también al león, derribó el fuego sagrado y golpeó a los médicos, pero yo le cogí el bastón y le dije que se enjuagase la boca. Así lo hizo; los médicos permanecían echados sobre el vientre delante de él, temblorosos, y el dentista creyó llegada su última hora. Pero el rey se calmó y bebió vino torciendo la boca, y me pidió que lo divirtiese como le había prometido.

Pasamos a la gran sala de fiestas, porque aquella donde estábamos no le gustaba ya después de la operación, y la hizo cerrar para siempre y la llamó la cámara maldita. Yo vertí agua en un vaso y la hice probar al rey y a los médicos, y todos dijeron que, en efecto, era agua corriente. Entonces transvasé el agua lentamente y a medida que caía en el otro vaso se iba convirtiendo en sangre, de manera que el rey y los médicos lanzaron gritos de asombro y se asustaron.

Hice traer por Kaptah una caja conteniendo un cocodrilo, porque todos los juguetes fabricados en Babilonia son de arcilla e ingeniosos, pero al recordar el cocodrilo de madera con el que había jugado durante mi infancia, había encargado a un hábil artesano prepararme uno parecido según mis indicaciones. Era de cedro y plata, pintado y adornado de manera que parecía un cocodrilo verdadero. Lo saqué de la caja y, tirando de él, me seguía moviendo las patas y abriendo las fauces como buscando una presa. Se lo regalé al rey, que estuvo encantado, porque en sus ríos no había cocodrilos. Arrastrando el cocodrilo por el suelo olvidó sus dolores recientes y los médicos me miraron sonriendo con alegría.

Entonces el rey dio a los médicos ricos regalos y el dentista fue rico en lo sucesivo y todos se marcharon. Pero me hizo quedar para que le explicase el misterio del agua, y se lo enseñé dándole unos polvos que se mezclan con el agua antes de que el milagro se produzca. El truco es muy sencillo, como saben todos los que lo conocen. Pero todo gran arte es sencillo, y el rey quedó muy sorprendido y me felicitó. No paró hasta que hubo convocado a los grandes de la Corte y al pueblo en el jardín del palacio, y delante de todos cambió en sangre el agua de un estanque; todo el mundo lanzaba gritos de horror y se postró delante del rey, que estaba encantado.

No pensaba ya en su muela y me dijo:

– Sinuhé el egipcio, me has curado de un mal muy penoso y me has divertido el hígado. Puedes pedirme lo que quieras y te lo daré, porque también yo quiero divertirte el hígado.

Y entonces yo le dije:

– ¡Oh, rey Burraburiash, señor de los cuatro continentes! Como médico he tenido tu cabeza bajo mi brazo y he estrechado tus manos mientras aullabas de dolor, y no es justo que yo, un extranjero, guarde un tal recuerdo del rey de Babilonia cuando regrese a mi país para relatar lo que he visto. Por eso deseo que me hagas temblar como hombre mostrándome toda tu fuerza y que, poniéndote la barba en el mentón, ciñas tu cintura y hagas desfilar delante de ti a tus soldados a fin de que vea tu poderío y pueda postrarme humildemente ante tu majestad y besar el suelo que

pisas. Esto es lo que te pido y nada más. Mi petición le fue grata porque dijo:

– Verdaderamente, jamás nadie me ha hablado como tú, Sinuhé. Por esto escucharé tu ruego, bien que sea enojoso para mí, porque tengo que permanecer sentado un día en mi trono dorado y mis ojos se cansan y comienzo a bostezar. Pero así sea, puesto que tú lo deseas.

Mandó un emisario a cada provincia para convocar las tropas y se fijó el día del desfile.

Este tuvo efecto cerca de la puerta de Ishtar y el rey estaba sentado en el trono dorado con el león a sus pies y los nobles le rodeaban con sus armas, de manera que parecía una nube de oro, plata y púrpura. Pero abajo, en una ancha avenida, el ejército desfilaba delante de él, los lanceros y los arqueros en un frente de sesenta hombres, y los carros de guerra formados de seis en fondo y transcurrió todo el día antes de que todos los hombres hubiesen desfilado. Las ruedas de los carros de guerra rugían como estruendo de mar durante la tormenta, de manera que la cabeza me daba vueltas y mis piernas temblaban contemplando aquel espectáculo.

Pero le dije a Kaptah:

– No basta poder decir que los ejércitos de Babilonia son numerosos como las arenas del mar y las estrellas del cielo. Necesitamos saber el número.

Pero Kaptah murmuró:

– Es imposible, porque no existen en el mundo cifras suficientes.

Los conté, sin embargo, y llegué a encontrar que la Infantería era sesenta veces sesenta veces sesenta, y los carros de guerra sesenta veces sesenta, porque sesenta es un número sagrado en Babilonia y los demás números sagrados son cinco, siete y doce, pero no sé por qué, pese a que los sacerdotes me lo hayan explicado, porqué no entendí una palabra de sus explicaciones.

Vi también que las rodelas de los guardas de corps brillaban de oro y plata y sus armas eran doradas y plateadas y sus rostros relucían de aceite y estaban tan gordos que se ahogaban al pasar corriendo delante del rey, como un rebaño de bueyes cebados. Pero su número era pequeño, y las tropas venidas de las provincias eran bronceadas y sucias y apestaban a orines. Muchos no llevaban lanza porque la orden del rey los había sorprendido, y las moscas habían roído sus párpados, de manera que yo me decía que los ejércitos son los mismos en todos los países. Observé también que los carros de guerra eran viejos y destartalados y algunos habían perdido sus ruedas durante el desfile y las hoces fijadas en los ejes estaban cubiertas de moho.

El rey me mandó llamar y me preguntó sonriendo: ¿Has visto mi poderío, Sinuhé?

Yo me postré delante de él y besé el suelo a sus pies, respondiendo: -En verdad que no existe rey más poderoso que tú y con justeza te llaman el dueño de los cuatro continentes. Mis ojos están cansados de girar en mi cabeza y mis miembros están paralizados por el miedo, porque el número de tus soldados es como la arena del mar o las estrellas del cielo. Sonrió con satisfacción y dijo:

– Has conseguido lo que deseabas, Sinuhé, pero hubieras podido creerme con menos gasto, porque mis consejeros están muy enfadados, porque este capricho me costará los impuestos de una provincia durante un año, porque hay que alimentar a los soldados y esta noche cometerán violencias y armarán escándalos en la villa según la costumbre de los soldados, y durante un mes los caminos no serán seguros a causa de ellos, tanto que me parece que no repetiré nunca más este desfile. Mi augusto trasero está dolorido por haber pasado todo el día sentado en mi trono dorado y los ojos me duelen. Bebamos, pues, vino y regocijémonos de esta jornada agotadora, porque tengo muchas cosas que preguntarte.

Bebí vino con él y me hizo una serie de preguntas, como lo hacen los niños y los adolescentes que no han visto mucho todavía. Pero mis respuestas le gustaron y para terminar me dijo:

– ¿Tiene alguna hija tu faraón? Porque después de todo lo que me has contado de Egipto he decidido pedir la mano de una hija del faraón. Cierto es que tengo ya en el gineceo cuatrocientas mujeres y que es suficiente para mí, porque no puedo ver más que una por día, y sería muy enojoso que no fueran todas diferentes, pero mi dignidad aumentaría si entre mis esposas contase una hija del faraón, y los pueblos sobre los que reino me honrarían todavía más.

Levanté el brazo en signo de reprobación y respondí: -Burrraburiash, tú no sabes lo que dices, porque jamás, desde que el mundo es mundo, una hija del faraón se ha unido a un extranjero, porque deben casarse con sus hermanos, y si no los tienen permanecen solteras para siempre y se hacen sacerdotisas. Por esto tus palabras son una blasfemia contra los dioses de Egipto, pero te lo perdono porque no sabes lo que dices.

Frunció el ceño y con aire contrariado dijo:

– ¿Quién eres tú para perdonarme? ¿No vale mi sangre acaso la de los faraones?

– He visto correr tu sangre y la del faraón y confieso que no he notado diferencia entre ellas. Pero no debes olvidar que el faraón está casado hace poco y no sé si tiene ya alguna hija.

– Soy todavía joven y puedo esperar -dijo Burraburiash, lanzándome una mirada de picardía, porque era el rey de un pueblo de mercaderes. Además, si el faraón no tiene ninguna hija o no quiere dármela si la tiene, le basta mandarme cualquier dama egipcia noble para que yo pueda decir que es la hija del faraón. Porque aquí nadie pondrá en duda mis palabras y el faraón no pierde nada con ello. Pero si se niega mandaré mis tropas a buscar una hija del faraón, porque soy muy obstinado y no abandono nunca mis proyectos.

Sus palabras me inquietaron y le dije que una guerra costaría muchísimo y complicaría el comercio mundial, lo cual le traería más perjuicios que a Egipto. Le dije también:

– Será mejor que tus enviados te notifiquen el nacimiento de una hija del faraón. Entonces podrás dirigir una tablilla de arcilla al faraón y, si se digna acceder a tu demanda, te mandará a su hija y no te engañará, porque tiene un nuevo dios poderoso con el cual vive en la verdad.

Pero Burraburiash se hizo el sordo y dijo:

– No quiero saber nada de este dios y me extraña que tu faraón le haya elegido, porque todo el mundo sabe que la verdad a veces perjudica y empobrece. Cierto es que adoro a todos los dioses, incluso los que no conozco, porque vale más estar seguro y es la costumbre, pero un dios como éste no quiero conocerlo más que de lejos. -Y añadió-: El vino que anima y alegra mi hígado, y tus palabras sobre las hijas del faraón y su belleza me han excitado, de manera que voy a retirarme a mi gineceo. Acompáñame, pues en tu calidad de médico puedes entrar, y como te lo he dicho, tengo abundancia de mujeres y no me enojaré si eliges una para divertirte con ella con tal de que no tengas un hijo con ella, porque esto trae muchas complicaciones. Tengo también curiosidad de ver cómo hace el amor un egipcio, porque cada pueblo tiene sus costumbres, y no me creerías si te contase las extrañas maneras que emplean aquellas de mis mujeres que vienen de lejanos países.

Se negó a escuchar mis protestas y me llevó a la fuerza al harén, donde me mostró las decoraciones murales de azulejos relucientes en los que hombres y mujeres hacían el amor de todas las maneras. Me hizo ver también algunas de sus esposas, que iban ricamente vestidas y cubiertas de joyas y las había de todos los países conocidos y de pueblos bárbaros que los mercaderes le habían llevado. Charlaban entre ellas en toda clase de lenguas y parecían una bandada de moscas. Bailaron delante del rey descubriendo su vientre y rivalizando en ingeniosidad para ganar sus favores. No cesaba de invitarme a elegir una que fuese de mi gusto y finalmente le dije que me había prometido a mí mismo abstenerme de tocar mujeres mientras tuviese enfermos que cuidar. Y habiendo prometido operar al día siguiente a uno de sus nobles que tenía una adherencia en los testículos, no podía tocar mujer. El rey me creyó y me dejó marchar, pero las mujeres quedaron desoladas y me lo demostraron con gestos y palabras de reproche. Porque aparte los eunucos del rey, no habían visto nunca un hombre completo en el gineceo, y el rey era joven e imberbe y de constitución débil.

Pero antes de mi marcha, él me dijo aún:

– Los ríos se han desbordado y ha llegado la primavera. Por esto los sacerdotes han fijado la fiesta de la primavera y la del falso rey a treinta días a partir de hoy. Para esta fiesta te he preparado una sorpresa que, espero, te gustará mucho y creo hallar diversión en ello yo también, pero no quiero decirte lo que será para no estropear mi ilusión.

Por esto me marché lleno de sombríos presentimientos, porque temía que lo que era capaz de divertir al rey Burraburiash no fuese en absoluto divertido para mí. En este punto, por una sola vez, Kaptah fue de mi opinión.

4

Los médicos del rey no sabían cómo testimoniarme su reconocimiento, pues gracias a mí no habían incurrido en la cólera real, sino recibido grandes regalos y los había defendido delante del soberano encomiando su saber. Yo lo había hecho de corazón, pues eran hábiles en su ramo, yo tenía mucho que aprender de ellos y no me ocultaban ninguno de sus métodos. Lo que me interesó sobre todo fue la manera de extraer el jugo de los granos de la adormidera para preparar medicamentos que dan un buen sueño, la pérdida del conocimiento o la muerte, según la dosis. Muchas personas de Babilonia utilizaban este remedio con o sin vino y decían que les procuraba un gran goce. Los sacerdotes recurrían también a él para sus predicciones. Por esto se cultivaba mucho la adormidera en Babilonia, y los campos con las flores multicolores eran extraños y terribles de ver a causa de la abundancia de colores, y los llamaban los campos de los dioses, porque eran propiedad de la Torre y el Pórtico.

Los sacerdotes trataban también por procedimientos secretos los granos de cáñamo y extraían de él una medicina que volvía a los hombres insensibles al dolor y a la muerte, y si se tomaba a menudo y con exageración, no se deseaba a las mujeres y se gozaba de una beatitud celeste con las fantásticas mujeres que el sueño provocado por la droga arrojaba en sus brazos. Así fue como adquirí muchos conocimientos durante mi estancia en Babilonia, pero admiré sobre todo la habilidad de los sacerdotes para confeccionar, con cristal claro como el cristal de montaña, unos instrumentos que aumentaban el tamaño de los objetos si se miraba a través del vidrio mágico. Me negaría a creerlo si no hubiese tenido en mis manos uno de estos cristales, pero no sé por qué este cristal poseía aquella facultad ni los sacerdotes supieron explicármelo, ni creo que nadie fuese capaz de hacerlo. Pero los nobles y los grandes utilizaban estos cristales cuando su vista había menguado.

Pero lo que era más extraño todavía era que cuando el sol atravesaba estos cristales, sus rayos podían inflamar el estiércol seco o las hojas desmenuzadas, de modo que se podía encender fuego sin frotamiento. Creo que, debido a estos cristales, los hechiceros babilonios son más fuertes que los de los demás países y yo respetaba profundamente a sus sacerdotes. Estos cristales son caros y valen varias veces su peso en oro, pero viendo cómo me interesaban, el dentista del rey me regaló uno.

Pero para saber mejor lo que ocurre hay que leer el libro luminoso del cielo durante las noches. Yo no intenté siquiera aprender los rudimentos de esta escritura porque hubiera necesitado años y décadas, y los astrólogos eran viejos de barba blanca con los ojos gastados de tanto examinar las estrellas y, no obstante, no dejaban nunca de pelearse entre ellos y no eran nunca de la misma opinión sobre la importancia de las posiciones astrales, de manera que juzgué este estudio inútil. Pero por los sacerdotes aprendí que lo que ocurre en la tierra ocurre también en el cielo y que no hay cosa pequeña que no pueda leerse en las estrellas por adelantado, a condición de que se esté al corriente de la escritura astral. Esta doctrina me pareció mucho más digna de fe que muchas otras sobre los hombres y los dioses, y facilita la vida, puesto que enseña a los hombres a comprender que todo ocurre según una ley inflexible y que nadie puede modificar su destino, porque, ¿quién podría modificar la posición de los astros y fijar sus movimientos? Si se reflexiona bien, esta doctrina es la más lógica y natural de todas y corresponde a la creencia del corazón humano, aun cuando los babilonios hablan del hígado cuando los egipcios hablan del corazón, pero esta diferencia no es más que cuestión de palabras.

Estudié también el hígado de los corderos y tomé nota asimismo de los informes que me dieron los sacerdotes de Marduk sobre el vuelo de los pájaros, a fin de poder sacar de ellos las enseñanzas durante mis viajes. Consagré también mucho tiempo a hacerles verter aceite sobre el agua y explicarme las imágenes que se formaban en la superficie, pero este arte me inspiró menos confianza, porque los dibujos eran siempre diferentes y para explicarlos no era necesaria mucha ciencia, sino especialmente mucha ligereza de lengua.

Pero antes de hablar de la fiesta de la primavera en Babilonia y de la jornada del falso rey, tengo que relatar un incidente extraordinario relacionado con mi nacimiento. En efecto, después de haber estudiado el hígado de un cordero y las manchas de aceite sobre el agua, los sacerdotes me dijeron:

– Un espantoso secreto está relacionado con tu nacimiento y no lo podemos explicar, porque resulta que no solamente no eres egipcio como crees, sino que eres extranjero en todo el mundo.

Entonces les referí cómo me habían recogido en la orilla. Los sacerdotes se miraron e inclinándose delante de mí dijeron:

– Así lo creíamos.

Y me contaron que su gran rey Sargón, que había sometido los cuatro continentes y reinado incluso sobre las islas del mar, había bajado también por el río en una cesta de cañas embreadas y que se ignoró todo de su nacimiento hasta el día en que resultó descender del cielo.

Pero mi corazón se acongojó al oír estas palabras y, tratando de reír, les dije:

– ¿No creeréis, sin embargo, que yo, médico, haya nacido de los dioses?

Pero ellos no se rieron y contestaron:

– Lo ignoramos, pero vale más estar seguro y por esto nos inclinamos delante de ti.

Pero yo acabé diciéndoles:

– Cesad en vuestras reverencias y volvamos a nuestros corderos.

De nuevo comenzaron a explicarme el sentido de las circunvoluciones del hígado, pero a hurtadillas me lanzaban miradas respetuosas, y cuchicheaban entre ellos.

5

Quiero contar también la fiesta del falso rey. Cuando los granos hubieron germinado y las noches fueron más cálidas, después de las grandes heladas, los sacerdotes salieron de la villa y desenterraron el dios gritando que había resucitado, después de lo cual Babilonia se convirtió en una plaza de fiesta ruidosa y animada; las calles desbordaban de gente bien vestida y la plebe saqueaba las tiendas y metía más bullicio que los soldados a punto de marcha. Las mujeres y muchas muchachas iban al templo de Ishtar para ganar el dinero de su dote y cualquiera podía divertirse con ellas, porque no era considerado una cosa infamante. El último día de la fiesta era la jornada del falso rey.

Me había ya acostumbrado a muchas cosas de Babilonia, pero a pesar de todo, quedé atónito cuando vi la guardia del rey penetrar, todos borrachos, al alba, en el "Pabellón de Ishtar» y forzando las puertas golpeaban a los huéspedes con el asta de su lanza gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

– ¿Dónde se esconde nuestro rey? Devolvednos nuestro rey, porque el día va a amanecer y tiene que administrar la justicia al pueblo.

El escándalo era espantoso, se encendían las lámparas, la servidumbre del albergue corría por los alrededores. Kaptah creyó que había estallado una revuelta y se escondió bajo mi cama, pero yo salí al encuentro de los soldados, desnudo bajo mi manto y les pregunté:

– ¿Qué queréis? Guardaos mucho de ofenderme, porque soy Sinuhé el egipcio, Hijo de Onagro y habéis sin duda oído pronunciar mi nombre. Gritando, respondieron:

– Si eres Sinuhé, es a ti a quien buscamos.

Me arrancaron mi manto y comenzaron a examinarme con sorpresa, porque no habían visto nunca a un hombre circunciso. Y dijeron: -¿Podemos dejarlo en libertad? Es un peligro para nuestras mujeres, que son curiosas de toda novedad.

Y decían también:

– Verdaderamente no habíamos visto nada tan extraño desde el día en que nos llegó de las islas del mar caliente un hombre negro de pelo rizado que se había pasado por el miembro viril un hueso con un cascabel para gustar a las mujeres.

Después de haberse burlado de mí a sus anchas, me soltaron diciéndome: -Cesa ya de hacernos perder tiempo y entréganos a tu esclavo, porque tenemos que llevárnoslo a palacio, porque es la jornada del falso rey y el rey quiere que lo llevemos a palacio.

Al oír estas palabras, Kaptah empezó a temblar con tanta fuerza que sacudió la cama de manera que los soldados lo vieron y se apoderaron de él lanzando gritos de triunfo e inclinándose ante él. Y decían:

– Es para nosotros un día de gran alegría, porque hemos encontrado a nuestro rey, que había huido para esconderse, pero ahora nuestros ojos son felices al verlo y esperamos que sabrá recompensarnos generosamente nuestra fidelidad.

Kaptah los miraba, aturdido, con los ojos desmesuradamente abiertos. Viendo su temor y su sorpresa, los soldados redoblaron sus risas y dijeron: -En verdad es el rey de los cuatro continentes y lo reconocemos por su rostro.

Se inclinaban delante de él mientras otros le arreaban puntapiés en el trasero para acelerar su marcha. Kaptah me dijo:

– En verdad que esta villa está corrompida y ha perdido el juicio y el pueblo está lleno de maldad; parece que nuestro escarabajo sea incapaz de protegerme. No sé si estoy de pie o de cabeza, o quizá duermo en esta cama y estoy soñando, porque todo esto no es más que un sueño. Sea como sea, tengo que seguirlos porque son fuertes, pero tú, oh, dueño mío, salva tu piel y descuelga mi cuerpo cuando lo hayan colgado en las murallas cabeza abajo, consérvalo y no dejes que lo arrojen al río.

Pero los soldados se reían a carcajadas al oírlo y se daban golpes en la espalda diciendo:

– Por Marduk, que no hubiéramos encontrado un mejor rey, porque su lengua no se traba al hablar.

Pero alboreaba ya y le dieron a Kaptah golpes con el asta de la lanza para hacerlo avanzar, y se marcharon con él. Yo me vestí rápidamente y me fui al palacio, donde nadie me impidió entrar, pero los patios y las antecámaras del palacio estaban atestadas de gente agitada. Por esto estaba convencido de que había estallado una revuelta en Babilonia y que la sangre no tardaría en correr por las calles antes de que las tropas regresaran de las provincias.

Una vez llegado a la gran sala del palacio, vi que Burraburiash estaba sentado en su trono de baldaquino sostenido por patas de león y que llevaba el vestido real y sus emblemas. A su alrededor estaban agrupados los sumos sacerdotes de Marduk y sus consejeros y dignatarios. Pero los soldados, sin ocuparse de él, arrastraron a Kaptah delante del trono. Súbitamente reinó el silencio, pero Kaptah comenzó a gemir.

– ¡Llevaos pronto a este cochino animal, si no renuncio a todo y me voy! Pero en el mismo instante la luz del sol que se elevaba entró por los ventanales y todo el mundo comenzó a gritar:

– ¡Tiene razón! Llevaos a esta bestia, porque estamos asqueados de este chiquillo imberbe. Pero este hombre es sabio y por esto lo consagramos rey a fin de que nos pueda gobernar.

No daba crédito a mis ojos cuando los vi lanzarse sobre el rey de una manera violenta, pero riéndose, y arrancarle las insignias reales y el traje, de manera que el rey quedó pronto casi desnudo. Le pellizcaban los brazos y le palpaban los muslos y se burlaban de él diciendo:

– Bien se ve que está apenas desmamado y su boca huele todavía a leche materna. Por esto pensamos que es hora de que las mujeres del gineceo puedan divertirse un poco, y este farsante de Kaptah, el egipcio, será seguramente un buen caballero para ellas.

Burraburiash no ofreció la menor resistencia, se reía también, y su león, asustado, se retiró a un rincón con la cola entre las piernas.

Yo ya no sabía si estaba de pie o sobre la cabeza, porque abandonaron al rey para correr hacia Kaptah y poniéndole los hábitos reales le forzaron a tomar los emblemas del poder y lo instalaron en el trono y, postrándose delante de él, besaron el suelo a sus pies. El primero en arrastrarse hacia él fue Burraburiash, desnudo como un gusano, que gritó:

– Es justo. Que sea nuestro rey; no podíamos encontrar uno mejor. Todo el mundo se levantó y aclamó a Kaptah, retorciéndose de risa y apretándose los ijares.

Kaptah, con los ojos asombrados, observaba todo aquello y sus cabellos se erizaban bajo la corona real que habían puesto de través en su cabeza. Pero acabó enfadándose y con una voz fuerte que imponía silencio, gritó:

– Todo esto debe de ser una pesadilla que este maldito mago me hace ver, como ocurre algunas veces. No tengo el menor deseo de ser vuestro rey; preferiría ser el rey de los babuinos o de los cerdos. Pero si verdaderamente queréis que sea vuestro rey no puedo hacer nada, porque sois demasiado numerosos. Por esto os pregunto francamente si soy, en efecto, vuestro rey o no.

Y todos a la vez gritaron:

– Eres nuestro rey y el dueño de los cuatro continentes. ¿No lo sientes y lo comprendes, imbécil?

Después se inclinaron de nuevo y uno de ellos se revistió con una piel de león y se agazapó delante de él y rugió estremeciéndose cómicamente.

Kaptah reflexionó un instante y dijo:

– Si verdaderamente soy rey vale la pena mojar el acontecimiento. Traed pronto vino, esclavos, si es que hay; si no, mi bastón bailará sobre vuestras espaldas y os haré colgar en los muros, puesto que soy rey. Traed mucho vino, pues estos amigos que me han elegido rey quieren beber a mi salud y quieren nadar en vino hasta el cuello.

Estas palabras suscitaron una viva alegría y una multitud animada lo escoltó hasta la gran sala donde estaban servidos manjares y vinos excelentes y variados. Cada cual se sirvió a su antojo y Burraburiash se tapó con un delantal de esclavo y corrió por entre las piernas de la gente, vertiendo las copas y las salsas sobre las ropas de los invitados y todos gritaban contra él y le arrojaban huesos mondos. En todos los patios del palacio se ofrecía comida y bebida al pueblo y se distribuían bueyes enteros y corderos y se podía sacar vino y cerveza de los cuencos de arcilla y llenarse la panza de papilla de trigo con leche y dátiles dulces, de manera que cuando el sol estuvo alto en el cielo, en el palacio reinaba un escándalo, una confusión y un desconcierto tan grande como jamás se hubiera creído posible. En cuanto pude me acerqué a Kaptah y le susurré al oído:

– Kaptah, sígueme, vamos a ocultarnos y huir, porque todo esto no traerá nada bueno.

Pero había bebido vino, tenía la panza repleta, de manera que me contestó:

– Tus palabras son un zumbido de moscas en mis oídos y en mi vida he oído nada más estúpido. ¿Marcharme cuando este pueblo simpático acaba de nombrarme su rey y todo el mundo se inclina delante de mí? Es el escarabajo, lo sé, el que me procura este honor, así como mis cualidades que este pueblo ha sabido apreciar al fin en su justo valor. A mi modo de ver no es conveniente que sigas llamándome Kaptah como a un esclavo y hablándome tan familiarmente, sino que debes inclinarte ante mí como los demás.

– Kaptah, Kaptah, esto no es más que una farsa que pagarás muy caro. Huye mientras es tiempo todavía y te perdonaré tu desfachatez.

Pero él se secó su boca grasienta y me amenazó con un hueso de asno que estaba royendo.

Gritó:

– Llevaos a este inmundo egipcio antes de que me enfade y haga danzar mi bastón sobre sus espaldas.

Entonces el hombre disfrazado de león se arrojó sobre mí rugiendo y me mordió en el muslo, me derribó y me arañó la cara. Yo no estaba tranquilo, pero afortunadamente en aquel momento sonaron las trompetas y se anunció que el rey iba a dictar justicia al pueblo y me olvidaron.

Kaptah quedó un poco desconcertado cuando lo llevaron a la casa de la Justicia y declaró que se entregaba enteramente en manos de los jueces del país. Pero el pueblo protestó con gritos:

– Queremos ver la prudencia del rey para estar seguros de que es realmente nuestro rey y que conoce las leyes.

Así fue como Kaptah fue izado en el trono de la justicia y le pusieron en la mano los emblemas, el látigo y las esposas y se invitó al pueblo a presentarse y exponer sus asuntos al rey. El primero que se arrojó a los pies de Kaptah fue un hombre que había desgarrado sus vestiduras y se había derramado ceniza sobre los cabellos. Se postró llorando y gritando a los pies de Kaptah y dijo:

– Nadie tiene la sabiduría de nuestro rey, dueño de los cuatro continentes. Por esto invoco su justicia y he aquí el asunto que me trae. Tengo una mujer que tomé hace cuatro años y no tenemos hijos, pero ahora está embarazada. Ayer me enteré de que mi mujer me engañaba con un soldad; los he sorprendido en flagrante delito, pero el soldado es alto y fuerte, de manera que no he podido hacerle nada y ahora mi hígado está lleno de pena y de duda porque, ¿cómo saber si el niño que tiene que nacer es hijo mío o del soldado? Por esto pido justicia al rey y quiero saber con certeza de quién es el hijo, para obrar en consecuencia.

Kaptah lanzó unas miradas de angustia a su alrededor, pero acabó por decir con aplomo:

– Coged unos palos y apalead a este hombre para que se acuerde de este día.

Los alguaciles cogieron al hombre y lo apalearon y el hombre gritó y se dirigió al pueblo, gritando:

– ¿Es justo eso?

Y el pueblo murmuraba también y exigió explicaciones. Y entonces Kaptah habló:

– Este hombre ha merecido una paliza en primer lugar porque me molesta por una tontería. Pero, además, a causa de su estupidez, porque, ¿se ha oído jamás hablar de un hombre que dejando su campo inculto venga a quejarse de que otro lo siembre por pura bondad y le ceda la cosecha? Y no es culpa de la mujer que se dirija a otro hombre, sino del marido, puesto que no ha sabido dar a su mujer lo que ésta desea, y también por esto este hombre merece ser apaleado.

Al oír estas palabras el pueblo lanzó grandes gritos de júbilo y elogió altamente la cordura del rey. Y entonces un grave anciano se acercó y dijo:

– Delante de esta columna donde está grabada la ley y delante del rey pido justicia para mi caso, que es el siguiente: Me he hecho construir una casa en la esquina de una calle, pero el contratista me ha engañado, de manera que se ha venido abajo matando a un transeúnte al caer. Ahora los parientes de la víctima me reclaman una indemnización. ¿Qué debo hacer? Después de haber reflexionado, Kaptah dijo:

– Es un asunto complicado que merece reflexión, y a mi juicio concierne más a los dioses que a los hombres. ¿Qué dice la ley a este respecto? Los juristas avanzaron, leyeron la columna de la ley y se explicaron de esta forma:

– Si la casa se hunde por negligencia del contratista y el propietario perece en los escombros, el contratista está condenado a muerte. Pero si al derrumbarse mata al hijo del propietario será condenado a muerte el hijo del

contratista. La ley no dice nada más, pero la interpretamos así: cualquier cosa que la casa destruya al hundirse, el contratista es responsable y se destruirá una parte adecuada de sus bienes. No podemos decir nada más. Kaptah, entonces, dijo:

– No sabía que existiesen aquí contratistas tan pérfidos, y, en adelante, estaré en guardia. Pero, según la ley, este caso es sencillo: que los parientes de la víctima vayan a casa del contratista y que acechen y maten al primer transeúnte que vean y la ley será observada. Pero al obrar así tendrán que responder de las consecuencias si los parientes del muerto piden justicia contra el asesinato. A mi juicio, el más culpable es el transeúnte que va a pasearse por delante de una casa que amenaza ruina, cosa que no hace ninguna persona de juicio salvo si los dioses lo han prescrito. Por esto libero al contratista de toda responsabilidad y declaro que el hombre que ha venido a pedir justicia es un imbécil por no haber vigilado al contratista, a fin de que trabajase concienzudamente, de manera que el contratista ha hecho bien en engañarlo, porque hay que engañar a los imbéciles para que el perjuicio les haga prudentes. Así ha sido y así será siempre.

El pueblo cantó de nuevo las alabanzas del rey y el demandante se alejó, taciturno. Entonces se presentó un mercader corpulento que llevaba un traje de precio. Expuso su caso y dijo:

– Hace tres días fui al pórtico de Ishtar donde las muchachas pobres de la villa se reúnen en ocasión de la fiesta de primavera, a fin de sacrificar su virginidad a la diosa y constituirse una dote. Entre ellas había una que me gustó mucho, de manera que después de haber largamente mercadeado le entregué una suma de plata y el asunto quedó concluido. Pero cuando me disponía a realizar lo que allí me había llevado fui súbitamente presa de cólicos y tuve que salir para desahogarme. A mi regreso la muchacha estaba acostada con otro hombre que le había dado dinero y estaba realizando lo mismo que me había llevado a mí al pórtico. Me ofreció divertirse también conmigo, es verdad, pero yo me negué porque ya no era virgen y le reclamé el dinero, pero se negó a devolvérmelo. Por esto pido justicia al rey, porque, ¿no soy acaso víctima de la mayor injusticia, puesto que he perdido mi dinero sin nada recibir a cambio? En efecto, si compro un jarro, el jarro es mío hasta que lo rompa, pero el vendedor no tiene derecho a romperlo y ofrecerme los fragmentos.

A estas palabras, Kaptah se levantó del trono, enojado, y, haciendo chasquear su látigo, gritó:

– Verdaderamente, nunca he visto tanta estupidez como en esta villa y sólo me cabe pensar que este cornudo se está burlando de mí. La muchacha tenía perfectamente razón al aceptar a otro hombre, puesto que este imbecil no estaba en estado de aprovechar aquello en cuya busca había ido. Ha obrado también perfectamente al ofrecer a este hombre una recompensa que no había merecido. Este hombre hubiera debido estar reconocido a la muchacha y al hombre, puesto que, divirtiéndose juntos, han suprimido un obstáculo que no hace más que causar disgustos y preocupaciones en estos asuntos. Y tiene el aplomo de comparecer ante mí y hablarme de jarros. Puesto que confunde las muchachas con los jarros lo condeno a no divertirse en adelante más que con jarros y nunca más tocará a una muchacha.

Habiendo dictado esta sentencia, Kaptah se sintió hastiado de la justicia y, desperezándose en el trono, dijo:

– Hoy ya he comido, bebido y trabajado suficiente, y rendir justicia me fatiga demasiado. Los jueces pueden seguir administrando justicia si así lo desean, porque este último caso me ha recordado que, como rey, soy también dueño del harén donde, según me han dicho, cuatrocientas mujeres me esperan. Por esto voy a elegirme una compañera, y no me sorprendería que durante esta expedición rompiese algunos jarros, porque el vino y el poderme han fortificado maravillosamente y me siento fuerte como un león.

Al oír estas palabras, el pueblo lanzó gritos que no terminaban nunca y la muchedumbre lo escoltó hacia el palacio y se detuvo en la puerta del gineceo. Pero Burraburiash no se reía ya. Al verme, acudió a mí y me dijo:

– Sinuhé, tú eres amigo y, como médico, puedes entrar en el gineceo real. Síguelo y vela por que no haga nada de que tenga que arrepentirse amargamente, porque en verdad que lo haré desollar vivo y su piel colgará de las murallas si toca a una de mis mujeres; pero si se porta bien la muerte le será leve.

Yo le pregunté:

– Burraburiash, soy verdaderamente tu amigo y estoy dispuesto a ayudarte, pero dime qué significa todo esto, porque estoy angustiado viéndote vestido de esclavo y escarnecido por todos.

Con impaciencia, dijo:

– Es la jornada del falso rey; todo el mundo lo sabe, pero date prisa, a fin de que no ocurra nada irreparable.

Pero no obedecí, pese a que me hubiese agarrado del brazo, y le dije:

– No conozco las costumbres de este país, y por lo tanto debes explicarme lo que todo esto significa.

Entonces habló:

– Cada año se elige este día al hombre más bestia de Babilonia y puede reinar todo un día desde el alba hasta la puesta del sol y con todo el poderío del rey, y el rey ha de obedecerle. Y jamás he visto a un rey más divertido que Kaptah, a quien he designado yo mismo a causa de su comicidad. Ignora lo que le espera, y esto es lo más gracioso de todo.

– ¿Qué le espera? -pregunté yo.

– A la puesta del sol será ejecutado con la misma rapidez con que ha sido coronado al alba -explicó Burraburiash-. Puedo hacerlo padecer cruelmente si quiero, pero, generalmente, se mezcla un veneno en el vino y el falso rey se duerme tranquilamente sin saber que muere, porque un hombre que ha reinado no puede continuar con vida. Pero una vez ocurrió que el verdadero rey murió durante la fiesta por haber bebido en su embriaguez un bol de caldo hirviendo y el falso rey permaneció en el trono durante treinta y seis años y nadie tuvo nada que decir de su reinado. Por esto debo abstenerme hoy de beber caldo hirviendo. Pero date prisa en ir a ver que tu servidor no haga nada de que tenga que arrepentirse esta noche.

No tuve, sin embargo, que ir en busca de Kaptah, porque salió corriendo del gineceo, muy irritado y con una mano sobre un ojo; la sangre salía de su nariz. Y gemía y gritaba:

– Mira lo que me han hecho; me han ofrecido mujeres viejas, negras y gordas, pero cuando he querido tocar una jovencita se me ha convertido en una tigresa, me ha dado un puñetazo en mi ojo y me ha hecho sangrar la nariz a golpes de babucha.

Entonces Burraburiash se rió tan a gusto que tuvo que agarrarse a mi brazo para tenerse en pie. Pero Kaptahh continuaba gimiendo:

– No me atrevo a abrir la puerta, porque esta mujer está fuera de sí y se comporta como una fiera, pero ve tú, Sinuhé, a trepanarla hábilmente a fin de que el mal espíritu salga de su cabeza. Tiene que estar poseída, de lo contrario no hubiera osado poner la mano sobre su rey haciéndome brotar la sangre de la nariz como un buey que se desangra.

Burraburiash me dio un golpe con el codo y dijo:

– Ve a ver qué ha ocurrido, Sinuhé, puesto que conoces la casa, porque hoy no puedo entrar, y ven luego a contarme lo que ocurre. Creo saber de qué se trata porque ayer me trajeron de las islas del mar una muchacha con quien me prometo mucho placer, pero habrá que calmarla primero con jugo de adormidera.

Tanto insistió que acabé entrando en el gineceo, donde reinaba una gran confusión, y los eunucos no me detuvieron, porque sabían que era médico. Las mujeres viejas, que se habían adornado y puesto afeites y pintado para esta jornada, me rodearon y me preguntaron con una sola voz:

– ¿Dónde se ha ido, pues, nuestra monada, nuestra joya, nuestro cabrón que estamos esperando desde el alba?

Una gruesa negra, cuyos pechos caían lacios y negros sobre el vientre, se había desnudado para ser la primera en recibir a Kaptah, y gemía:

– ¡Devuélveme a mi encanto para que lo estreche contra mi pecho! ¡Devuélveme a mi elefante para que pase su trompa alrededor de mi cintura! Pero con aire preocupado, los eunucos me dijeron:

– No te inquietes por estas mujeres, porque estaban encargadas de divertir al falso rey y se han alegrado el hígado con vino esperándolo. Pero tenemos verdaderamente necesidad de un médico, porque la muchacha que trajeron ayer se ha vuelto loca y es más fuerte que nosotros y nos da de puntapiés, de manera que no sabemos qué va a ocurrir, porque ha encontrado un cuchillo y está verdaderamente furiosa.

Me condujeran al patio del harén, que relucía bajo el sol con todo el brillo de sus azulejos de colores. En el centro había un surtidor en el que unos animales marinos esculpidos vertían agua. Allí se había refugiado la muchacha furibunda; los eunucos habían desgarrado sus ropas al tratar de dominarla y estaba muy mojada por haber nadado en el surtidor y el agua caía en torno de ella. Pero, para no caerse, estaba agarrada con una mano al morro de un delfín que arrojaba agua y con la otra esgrimía un cuchillo. El agua se agitaba y los eunucos gritaban, de manera que yo no podía entender las palabras de la muchacha. Era, ciertamente, bella, pese a que sus ropas estuviesen desgarradas y sus cabellos en desorden, pero adopté una actitud tranquila y dije a los eunucos.

– Largaos de aquí a fin de que pueda hablarle y calmarla, y detened los chorros de agua, para poder oír lo que grita.

Cuando el ruido del agua hubo cesado oí que cantaba en una lengua extranjera que no comprendía. Cantaba con la cabeza erguida y los ojos verdes y brillantes como los de un gato, y sus mejillas estaban rojas de excitación, de manera que la apostrofé vivamente:

– Deja de maullar, gata vieja, tira tu cuchillo y ven aquí para que podamos hablar y te cure, porque estás seguramente loca.

La muchacha dejó de cantar y me contestó en lengua babilónica todavía peor que la mía:

– Salta al agua, babuino, y ven aquí a que te hunda el cuchillo en el hígado, porque estoy furiosa.

Yo le grité:

– No quiero hacerte ningún daño. Y ella respondió:

– Muchos hombres me han dicho lo mismo para enmascarar sus malvadas intenciones, pero yo estoy consagrada a un dios para bailar delante de él. Por esto tengo este cuchillo, y antes le haré beber mi sangre que permitir que un hombre me toque, especialmente este diablo tuerto que parece más un cuero hinchado que un ser humano.

– Así que eres tú quién ha golpeado al rey, ¿verdad? -pregunté. Y ella respondió:

– Le he golpeado en un ojo y he abierto las fuentes de la sangre de su nariz con mi babucha, y estoy orgullosa de mi acto, porque ni aun un rey me tocará, puesto que estoy destinada a bailar delante de un dios.

– Baila cuanto quieras, locuela -le dije-. No es cosa mía, pero vas a dejar este cuchillo, con el que podrías hacerte daño, y sería una lástima, porque los eunucos me han dicho que el rey ha pagado por ti una fuerte suma en el mercado de esclavos.

Y ella respondió:

– No soy ninguna esclava; he sido traidoramente raptada, como puedes adivinarlo si tienes ojos en la cara. Pero, ¿no hablas ninguna lengua que esta gente no entienda? He visto a algunos eunucos ocultarse detrás de las columnas para espiar nuestras palabras.

– Soy egipcio -le dije en esta lengua-, y mi nombre es Sinuhé, El que es solitario, el Hijo de Onagro. Soy médico, de manera que no tienes nada que temer de mí.

Entonces se echó al agua y nadó vigorosamente hacia mí con el cuchillo en la mano y se tendió delante de mí, diciendo:

– Sé que los egipcios son débiles y no hacen nunca daño a las mujeres, a menos que ellas lo deseen. Por esto tengo confianza en ti y espero me perdonarás que no deje el cuchillo, porque es probable que esta noche tenga que abrirme las venas para no ser deshonrada delante de mi dios. Pero si eres temeroso de los dioses y quieres mi bien, sálvame y sácame de este país, pese a que no pueda recompensarte como te mereces, porque no debo entregarme a ningún hombre.

– No tengo el menor deseo de tocarte -le dije-. Sobre este punto puedes estar tranquila. Pero tu locura es grande de querer salir del real harén, donde estarías bien alimentada y recibirías cuanto tu corazón anhelase.

– Hablas de comida y ropas porque no entiendes nada de nada -dijo lanzándome una mirada de irritación-. Y cuando afirmas no quererme tocar, me ofendes. Estoy ya acostumbrada a que los hombres me deseen y lo he leído en sus ojos y oído en su respiración durante mis danzas. Lo he visto mejor aún en el mercado de esclavas, cuando los hombres babeaban delante de mi desnudez cuando pedían a los eunucos que comprobasen si era virgen. Pero podremos hablar de todo esto más tarde si quieres, porque, ante todo, tienes que sacarme de aquí y ayudarme a huir de Babilonia.

Su aplomo era tan grande que yo no sabía qué decirle, y por fin respondí, bruscamente:

– No tengo la menor intención de ayudarte a huir, porque esto sería un crimen contra el rey, que es mi amigo. Debo decirte también que el pellejo hinchado que has visto aquí no es más que el falso rey que reina solamente hoy, y mañana el verdadero querrá verte. Es un muchacho joven, de complexión agradable, y te espera mucho placer con él cuando te hayas calmado un poco. No creo que el poderío de tu dios se extienda hasta aquí, de manera que no tienes nada que perder al someterte a la necesidad. Por esto tendrías que renunciar a tus chiquilladas y darme el cuchillo.

Pero ella dijo:

– Mi nombre es Minea. Puesto que quieres ocuparte de mí toma el cuchillo que me ha protegido hasta ahora; te lo doy porque sé que a partir de ahora serás tú quien me protegerá y que no me engañarás, sino que me sacarás de este cochino país.

Me sonrió, tendiéndome el cuchillo, pese a mis denegaciones. -¡No quiero tu cuchillo, locuela!

Minea no quería volver a cogerlo y me miraba sonriendo por entre sus cabellos mojados, de manera que acabé marchándome contrariado, con el cuchillo en la mano. Porque me había dado cuenta de que era mucho más hábil que yo y al darme el cuchillo me había ligado a su suerte, de manera que yo no podía abandonarla.

A mi salida del gineceo, Burraburiash me preguntó con viva curiosidad qué había pasado.

– Tus eunucos han hecho un mal negocio -le dije-, porque Minea, la muchacha que han comprado para ti, está furiosa y no quiere entregarse a un hombre, porque su dios se lo prohíbe. Por esto harías mejor en dejarla en paz hasta que se haya puesto razonable.

Pero Burraburiash se rió alegremente y dijo:

– En verdad que encontraré mucho placer con ella, porque conozco estas muchachas y no se doman más que a bastonazos. Soy todavía joven e imberbe. Por esto me fatigo divirtiéndome con una mujer y hallo mucho mayor placer contemplándolas y escuchándolas mientras mis eunucos las golpean con sus delgados juncos. Esta pequeña recalcitrante me proporcionará tanto mayor placer cuanto que tendré un motivo para hacerla fustigar por mis eunucos, y en verdad te juro que la próxima noche su piel estará tan hinchada que no podrá dormir sobre su espalda y mi placer será tanto más grande.

Se alejó frotándose las manos y riéndose como una mujer. Viéndole alejarse, comprendí que ya no era mi amigo.

6

Después de aquello fui incapaz de reír ni divertirme, pese a que el palacio estuviese lleno de una muchedumbre jocosa que bebía vino y cerveza y se divertía con todas las extravagancias que Kaptah inventaba sin cesar, porque había olvidado su desventura del gineceo y habiéndole puesto un trozo de carne cruda sobre el ojo no tenía daño ya. Pero yo estaba atormentado sin saber por qué.

Me decía que tenía muchas cosas que aprender todavía en Babilonia, puesto que mis estudios sobre el hígado de cordero no estaban acabados y no sabía todavía verter el aceite sobre el agua como lo hacían los sacerdotes. Si me conservaba en buenas relaciones con él, Burraburiash, a cambio de mis cuidados y mi amistad, me daría seguramente generosos regalos cuando me fuera. Pero cuanto más reflexionaba, más me obsesionaba Minea, cualquiera que fuese su extravagancia, y pensaba también en Kaptah, que tenía que perecer aquella noche por un estúpido capricho del rey, que, sin consultarme, lo había designado como falso rey a pesar de que fuese mi servidor.

Así endurecía mi corazón diciéndome que Burraburiash había abusado de mí, de manera que estaría justificado devolviéndole la misma moneda, pese a que mi corazón me decía que de esta manera violaría todas las leyes de la amistad. Pero era extranjero y solo, y nada me ligaba a él. Por esto, por la tarde, fui a la ribera del río y alquilé una barca de diez remeros y les dije:

– Esta es la jornada del falso rey y sé que estáis borrachos de cerveza y alegría y que vacilaréis en salir. Pero os daré doble paga porque mi tío ha muerto y debo llevar su cadáver entre los de sus antepasados. El viaje será largo, porque nuestra tumba de familia se encuentra cerca de la frontera de Mitanni.

Los remeros murmuraron, pero yo les procuré dos barriles de cerveza y les dije que podían beber hasta la puesta del sol a condición de que estuviesen a punto de partir a la caída de la noche. Pero ellos protestaron diciendo:

– No remaremos de noche, porque las tinieblas están llenas de temibles diablillos que lanzan gritos espantosos y quizá vuelquen nuestra barca y nos maten.

Pero yo les dije:

– Voy a sacrificar al templo para que no nos ocurra nada malo y el sonido de todo el dinero que os daré al final del viaje os impedirá seguramente oír los aullidos de los demonios.

Fui a la Torre, donde sacrifiqué un cordero, y había poca gente en los patios porque toda la villa estaba agrupada alrededor del palacio. Examiné el hígado del cordero, pero estaba tan distraído que no vi nada de particular, observé solamente que era mayor que de ordinario y olía muy fuerte, de manera que me sentí invadido de malos pensamientos. Recogí la sangre en la bolsa de cuero y me la llevé a palacio. A mi entrada en el harén una golondrina voló sobre mi cabeza, lo cual reanimó mi corazón y me reconfortó, porque era un pájaro de mi país y me daría suerte.

Dije a los eunucos:

– Dejadme solo con esta mujer loca a fin de que pueda exorcizar a los demonios.

Me obedecieron conduciéndome a una pequeña habitación, donde expliqué a Minea lo que debía hacer y le entregué su puñal y la bolsa de sangre. Me prometió seguir mis instrucciones y la dejé, diciendo a los eunucos que nadie debía molestarla, porque le había dado un remedio para expulsar el demonio y éste podría meterse en el cuerpo de toda persona que abriese la puerta sin permiso. Y me creyeron sin discutir.

El sol iba a ocultarse y la luz era roja en todas las habitaciones de palacio. Kaptah comía y bebía servido por Burraburiash, que se reía como un chiquillo. El suelo estaba cubierto de charcos de vino en los que yacían los hombres, nobles y villanos, que dormían la borrachera. Yo le dije a Burraburiash:

– Quiero asegurarme de que la muerte de Kaptah será dulce, porque es mi servidor y soy responsable de él.

Y él me dijo:

– Date prisa, porque vierten ya el veneno en el vino y tu servidor morirá a la puesta del sol, como es costumbre aquí.

Fui a encontrar al médico del rey y me creyó cuando le dije que el rey me había encargado que mezclara yo mismo el veneno.

– Será mejor que me remplaces tú entonces -dijo-, porque mis manos tiemblan y mis ojos están húmedos. Es que he vaciado muchas copas y tu servidor nos ha divertido de una manera prodigiosa.

Vertí en el vino jugo de adormidera, pero no lo suficiente para producir la muerte. Llevé la copa a Kaptah y le dije:

– Kaptah, es posible que no volvamos a vernos nunca más, porque tu dignidad se te ha subido a la cabeza y mañana no me reconocerás ya. Vacía, pues, esta copa a fin de que a mi regreso a Egipto pueda contar que soy amigo del dueño de los cuatro continentes. Al vaciarla debes saber que no pienso más que en tu bien, pase lo que pase, y acuérdate de nuestro escarabajo.

Y Kaptah dijo:

– Las palabras de este egipcio serían un zumbido de moscas en mis oídos si no estuviesen ya llenos del murmullo del vino, de manera que no oigo lo que me dice. Pero no he escupido nunca en una copa de vino, como he tratado hoy de demostrarlo a mis súbditos que me gustan mucho. Vaciaré, pues, esta copa, pese a que mañana los asnos salvajes me pisotearán la cabeza.

Bebió y al mismo tiempo el sol se puso y trajeron las lámparas y todo el mundo se levantó y un gran silencio se extendió por el palacio. Kaptah se quitó la corona real y dijo:

– Esta maldita corona me destroza el cráneo y estoy harto de ella. Mis piernas se entumecen y mis párpados pesan como el plomo; es el momento de dormir. Tiró del pesado mantel y se cubrió con él, derribando las copas y los jarros, de manera que nadaba verdaderamente en vino como había prometido por la mañana. Pero los servidores lo desnudaron y pusieron a Burraburiash las vestiduras manchadas de vino y, devolviéndole la corona y los emblemas de su realeza, lo llevaron al trono.

– Esta jornada ha sido muy cansada -dijo el rey-, pero he observado, no obstante, a algunas personas que no me han demostrado suficiente consideración durante la farsa, esperando probablemente que me ahogaría bebiendo caldo caliente. Echad, pues, a palos a todos estos borrachos y barred la sala, y, en cuanto haya muerto, meted en una jarra al payaso éste, del que ya estoy cansado.

Se volvió a Kaptah de espaldas y el médico lo palpó con sus temblorosas manos de borracho y dijo:

– Este hombre está realmente muerto.

Los servidores trajeron una gran ánfora de arcilla como aquellas en que los babilonios entierran a sus muertos, y metiendo a Kaptah dentro la cerraron. El rey dio orden de llevarlo a los sótanos de palacio entre los precedentes falsos reyes, pero entonces yo dije:

– Este hombre es egipcio y circunciso como yo. Por esto tengo que embalsamarlo y proveerlo de todo lo necesario para el viaje al país del Poniente a fin de que pueda comer y beber y divertirse después de su muerte sin hacer nada. Este trabajo dura treinta o setenta días, según el rango del difunto en vida. Para Kaptah, creo que treinta días serán suficientes, porque no era más que un servidor. Después de este plazo te devolveré el cuerpo a fin de que sea depositado al lado de los anteriores falsos reyes en los sótanos del palacio.

Burraburiash me escuchó con curiosidad y dijo:

– De acuerdo, pese a que crea que tu trabajo es cosa perdida, porque un hombre muerto permanece acostado y su espíritu va errante por todas partes con inquietud y se alimenta de los desperdicios arrojados en las calles, a menos que sus parientes guarden su cuerpo en un jarro de arcilla, a fin de que su espíritu reciba su parte de las comidas. Es la suerte de todos, salvo la mía, porque soy el rey y los dioses me acogerán después de mi muerte, de manera que no tengo que ocuparme de mi comida ni de mi cerveza después de muerto. Pero obra a tu antojo, puesto que es la costumbre de tu país.

Hice llevar la jarra a una litera que había dejado delante del palacio, pero antes de marcharme dije al rey:

– Durante treinta días no me verás, porque mientras dura el embalsamamiento debo permanecer sin mostrarme a nadie a fin de no infectarlo con los miasmas que trasciende el cadáver.

Burraburiash se echó a reír y dijo:

– Sea como tú quieras, y si apareces por aquí mis servidores te echarán a palos a fin de que no introduzcas malos espíritus en mi palacio.

Y en la litera agujereé la arcilla de la jarra que estaba blanda todavía, a fin de que Kaptah pudiese respirar. Después volví a entrar secretamente en el palacio y penetré en el harén, donde los eunucos se sintieron felices al verme, porque temían la llegada del rey.

Después de haber abierto la puerta de la habitación de Minea, me volví rápidamente a los eunucos y, desgarrándome las vestiduras, grité:

– Venid a ver lo que ha ocurrido; yace empapada en sangre y el cuchillo ensangrentado está a su lado y sus cabellos están cubiertos de sangre también.

Se acercaron y fueron presa del terror, porque los eunucos temen la sangre y no osan tocarla.

– Todos estamos en el mismo compromiso. Traed, pues, pronto una alfombra para que pueda arrollar en ella su cuerpo y después lavad el suelo a fin de que nadie sepa lo ocurrido. Corred en seguida a comprar otra esclava, de preferencia una que venga de un país lejano e ignore vuestra lengua. Vestidla y adornadla para el rey, y si resiste, apaleadla delante de él, porque estará contento y os recompensará generosamente.

Los eunucos comprendieron la cordura de mi consejo y después de algún regateo les di la mitad de lo que me pedían para comprar otra esclava, si bien sabiendo que me robaban, porque pagarían la esclava con el dinero del rey y ganarían todavía exigiendo del mercader de esclavos que marcase sobre la tablilla un precio superior al convenido, porque ésta es y será siempre la costumbre de los eunucos en todo el mundo. Pero no quería pelear con ellos. Me trajeron una alfombra en la cual envolví a Minea y me ayudaron a llevarla por los patios oscuros hasta la litera, donde me esperaba Kaptah metido en su jarra.

Así fue como, en medio de las tinieblas, abandoné Babilonia como fugitivo, abandonando también mucho oro y plata, pese a que hubiera podido enriquecerme y adquirir todavía mucho saber.

Llegado a la ribera hice meter la jarra en la barca, pero cogí yo mismo la alfombra y la deposité bajo el tenderete. Y dije a los servidores:

– ¡Esclavos e hijos de perro! Esta noche no habéis visto ni oído nada si alguien os interroga, y por esto os doy una moneda de plata a cada uno. Saltaron de júbilo y gritaron:

– Verdaderamente, hemos servido a un gran señor y nuestros oídos son sordos y nuestros ojos ciegos, y no hemos visto ni oído nada esta noche. Así fue como me desembaracé de ellos, pero sabía que se emborracharían, según costumbre de los portadores de todos los tiempos y que en su embriaguez revelarían todo lo que habían visto. Pero no podía evitarlo, porque eran ocho y muy robustos, y no podía matarlos y arrojarlos al río como hubiera querido hacer.

Después de su marcha desperté a los remeros y al salir la luna hundieron sus pértigas en el agua y empujaron de firme, bostezando y murmurando contra su suerte porque sus cabezas estaban pesadas por la cerveza que habían bebido. Así fue como huí de Babilonia, y no podría decir por qué, ya que lo ignoro; pero todo estaba escrito en las estrellas antes de mi nacimiento y no podía cambiar nada.

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