LIBRO CUARTO. NEFERNEFERNEFER

1

A primera hora me fui a casa de Nefernefernefer, pero dormía todavía y sus servidores también, de manera que me insultaron y me arrojaron agua sucia cuando los desperté. Por esto me senté en el umbral como un mendigo hasta el momento en que oí ruido de voces en la casa.

Nefernefernefer estaba tendida sobre su cama con el rostro pequeño y delgado y los ojos turbios todavía por el vino.

– Me molestas, Sinuhé -dijo-. Verdaderamente me molestas mucho. ¿Qué quieres?

– Quiero comer y beber y divertirme contigo tal como me lo prometiste -dije yo con un nudo en la garganta.

– Esto fue ayer y hoy es otro día -dijo, mientras su esclava le quitaba la túnica arrugada y le daba masajes con ungüentos.

Después se miró en su espejo y se puso afeites y una peluca y tomó una diadema de oro con incrustaciones de perlas y piedras preciosas que se puso en la frente.

– Esta joya es bella -dijo-. Vale seguramente un alto precio, pero estoy cansada y mis miembros están agotados como si hubiese luchado toda la noche.

Bostezó y bebió un sorbo de vino para reanimarse. Me ofreció también vino, pero lo bebí sin placer delante de ella.

– Así, ayer me mentiste al decirme que no podías divertirte conmigo. Pero ya sabía yo ayer que no era verdad.

– Me equivoqué -dijo-. Era, no obstante, la época. Estoy muy inquieta y acaso esté embarazada por tu causa, Sinuhé, porque he sido débil en tus brazos y eres fogoso.

Pero diciendo estas palabras sonreía con aire malicioso, de manera que me di cuenta de que se burlaba de mí.

– Esta joya procede seguramente de una tumba real de Siria -le dije-. Recuerdo que me hablaste de ella ayer.

– Sí -dijo ella-. En realidad, la he encontrado debajo de la almohada de un comerciante sirio, pero no tienes por qué inquietarte, porque es un hombre ventrudo, gordo como un cerdo y apesta a ajo. Ahora que he obtenido lo que deseaba no quiero volver a verlo jamás.

Se quitó la peluca y la diadema y las dejó caer con negligencia al lado de la cama y se tendió. Su cráneo era liso y bello y estiró voluptuosamente todo su cuerpo poniendo las manos en la nuca.

– Estoy débil y cansada Sinuhé -repitió-. Abusas de mi agotamiento devorándome con los ojos cuando no puedo impedirlo. Debes recordar que no soy una mujer despreciable, pese a que viva sola, y debo velar por mi reputación.

– Ya sabes que no tengo nada que ofrecerte, puesto que posees cuanto tenía -le dije, inclinando mi frente sobre su cama.

Y sentí el olor de sus ungüentos y el perfume de su piel. Ella me acarició la cabeza, pero retiró la mano y se echó a reír moviendo la cabeza.

– ¡Cuán pérfidos y mentirosos son los hombres! -dijo-. También tú me mientes, pero te amo y soy débil, Sinuhé. Me dijiste una vez que mi seno arde más que la llama, pero no es cierto. Puedes tocar mi pecho, es firme y fresco para ti. Y mis pechos aman tus caricias porque están cansados.

Pero cuando quise gozar de ella me rechazó, se incorporó y dijo con tono ofendido:

– Aunque esté sola y sea débil, no permito que me toque un hombre pérfido. ¿Por qué no me dices que tu padre posee una casa en el barrio de los pobres? Cierto es que no tiene gran valor, pero está cercana a los muelles y se podría sacar algo de los muebles vendiéndolos allí mismo. Quizá podría comer y beber y divertirme contigo hoy si me dieses estos bienes, porque mañana nada es seguro y debo velar por mi reputación.

– La fortuna de mi padre no es mía -dije, asustado-. No puedes pedirme lo que no me pertenece, Nefernefernefer. Pero ella inclinó la cabeza y me miró con sus ojos verdes y su rostro era pálido y fino cuando me dijo:

– La fortuna de tu padre es tu herencia legal, Sinuhé, lo sabes muy bien, ya que tus padres no tiene ninguna hija, que tendría prioridad sobre ti, porque eres hijo único. Me ocultas también que tu padre es ciego y te ha dado su sello para que administres sus bienes y dispongas de ellos como si fueran tuyos.

Era verdad. A punto de perder la vista, mi padre me había dado su sello encargándome de velar por sus intereses, porque no podía ya firmar con su nombre. Kipa y él decían a menudo que deberían vender la casa por un buen precio a fin de poder comprar una casa de campo fuera de la villa y vivir en ella hasta el día en que entrasen en la tumba avanzando hacia la vida eterna. No supe qué responder, tanto me llenaba de horror la idea de que iba a engañar a mis padres, que tanta confianza tenían en mí. Pero Nefernefernefer entornó los ojos y dijo:

– Toma mi cabeza entre tus manos y apoya tus labios sobre mi pecho, porque tienes algo que me hace débil, Sinuhé. Por esto descuido por ti mis verdaderos intereses y me divertiré todo el día contigo si me cedes la fortuna de tu padre, pese a que no tenga gran valor.

Tomé su cabeza entre mis manos y era pequeña y lisa, y una excitación indecible se apoderó de mí.

– Que sea como tú deseas -le dije.

Y mi voz se quebró. Pero cuando quise tocarla dijo:

– Pronto tendrás lo que deseas, pero ve antes a buscar un escriba que redacte las actas conforme a la ley, porque no me fío de las promesas de los hombres, que son todos pérfidos, y debo velar por mi reputación.

Fui a buscar el escriba y cada uno de mis pasos fue un sufrimiento. Le di prisa al escriba y puse el sello de mi padre sobre el papel a fin de que pudiese llevarlo a los archivos. Pero no tenía oro ni cobre con que pagarlo, y estuvo descontento, pero consintió en aplazar el cobro hasta el día en que vendiera la casa, lo cual fue consignado en el acta de cesión.

A mi regreso a casa de Nefernefernefer sus servidores me dijeron que su señora dormía y tuve que esperar a que se despertase hasta la noche. Finalmente me recibió y le entregué el papel del escriba, que encerró distraídamente en un cofrecito de madera negra.

– Eres obstinado, Sinuhé -me dijo-, pero yo soy una mujer honrada y mantengo siempre mis promesas. Toma, pues, lo que has venido a buscar. Se tendió en la cama y me abrió los brazos, pero no halló el menor placer en mí; volvió la cabeza para mirarse en un espejo y ahogaba los bostezos con una mano, de manera que el goce que esperaba se convirtió para mí en cenizas. Cuando me levanté, dijo:

– Ya has recibido lo que querías, Sinuhé; déjame ahora en paz, porque me aburres prodigiosamente. No me produces el menor placer, porque eres torpe y violento y tus manos me hacen daño. Pero no quiero enumerarte las penas que me causas, puesto que eres tan torpe. Retírate, pues. Podrás volver otro día, a menos que estés ya harto de mí.

Yo me sentía vacío como la cáscara de un huevo. Tambaleándome salí y llegué a mi casa. Quería encerrarme en una habitación oscura para llorar mi infortunio y mi miseria, pero en el umbral vi a un hombre sentado con una peluca teñida y un traje sirio de colores vivos. Me saludó con arrogancia Y me pidió un consejo como médico.

– No recibo ya más enfermos, porque esta casa no es mía -le dije.

– Tengo varices -dijo con un lenguaje sembrado de palabras sirias-. Tu bravo esclavo Kaptah me ha recomendado a ti por tu gran saber en materia de varices. Líbrame de mis dolores y no tendrás que arrepentirte.

Insistía tanto que acabé haciéndolo entrar y llamé a Kaptah para que trajese agua caliente para lavarme. Pero Kaptah estaba ausente y solamente al examinar las varices del sirio me di cuenta de que eran las de mi esclavo.

Kaptah se quitó la peluca, echándose a reír.

– ¿Qué significa esta farsa? -dije, dándole un bastonazo que cambió su risa en gemidos.

Cuando hube dejado el bastón, me dijo:

– Puesto que ya no soy tu esclavo, sino el de otra persona, puedo confesarte que pienso huir y he probado si mi disfraz era bueno.

Le recordé los castigos aplicados a los esclavos fugitivos y le dije que un día u otro le pescarían, porque, ¿de qué iba a vivir? Pero me respondió:

– Después de haber bebido mucha cerveza esta noche he tenido un sueño. En este sueño, tú, mi amo, estabas tendido en un horno, pero llegaba yo súbitamente y después de haberte cubierto de reproches te tiraba por la nuca y te sumergía en una corriente de agua que te llevaba lejos. He ido al mercado y he preguntado a un oniromante qué significaba este sueño y me ha dicho que mi amo corría un gran peligro, que recibiría numerosos bastonazos a causa de mi imprudencia y que mi amo emprendería un largo viaje. El sueño es verdad, porque basta ver tu cara para comprender que estás en grave peligro; los bastonazos los he recibido ya y el final del sueño debe ser verdad también. Por esto me he procurado esta ropa a fin de que no me reconozcan, porque pienso seriamente acompañarte en tu viaje.

– Tu fidelidad me emociona, Kaptah -le dije afectando un tono irónico-. Es posible que me espere un largo viaje, pero en este caso me conducirá a la Casa de los Muertos y no creo que quieras acompañarme.

– Del mañana nadie está seguro -dijo él con desfachatez-. Eres todavía joven y tierno como un ternero que su madre no ha lamido bastante. Por esto no me atrevo a dejarte salir solo para el penoso viaje a la Casa de los Muertos y el país de Occidente. Es probable que te acompañe para ayudarte con mi experiencia, porque mi corazón te es adicto a pesar de tu locura y no tengo hijos a pesar de haber engendrado probablemente más de uno. Pero no los he visto nunca y por esto quiero hacerme el cargo de que eres hijo mío. No digo esto para despreciarte, sino para mostrarte cuáles son mis sentimientos hacia ti.

Su desfachatez pasaba de los límites, pero renuncié a apalearlo, porque no era mi esclavo. Me encerré en mi cuarto, me cubrí la cabeza y dormí como un muerto hasta la mañana siguiente, porque cuando la vergüenza y el arrepentimiento son suficientemente grandes obran como soporíferos. Pero en cuanto abrí los ojos pensé en Nefernefernefer, en sus ojos y en su cuerpo y me pareció estrecharla entre mis brazos y acariciar su cabeza lisa. ¿Por qué? No lo sé, quizá me había encantado con un sortilegio misterioso y, sin embargo, no creo gran cosa en la magia. Lo único que sé, es que me aseé y arreglé para ir a su casa.

2

Me recibió en el jardín, cerca del estanque de los lotos. Sus ojos eran brillantes y alegres y más verdes que las aguas del Nilo. Lanzó un grito al verme y dijo:

– ¡Oh, Sinuhé, regresas a mí, a pesar de todo! Acaso no sea todavía vieja y fea, puesto que no te has saciado de mi. ¿Qué quieres?

La miré como un hambriento mira un pan, y ella, inclinando la cabeza, dijo con tono enojado:

– Sinuhé, Sinuhé, ¿deseas verdaderamente gozar todavía de mí? Cierto es que vivo sola, pero no soy una mujer despreciable y debo velar por mi reputación.

– Te cedí ayer toda la fortuna de mi padre -le dije-. Ahora está arruinado, pese a haber sido un médico reputado, y tendrá que ir a mendigar el pan de sus ancianos días y mi madre hará coladas.

– Ayer era ayer, y hoy es hoy -dijo, mirándome con los ojos entornados-. Pero no soy exigente y te permito sentarte a mi lado y cogerme la mano si esto te causa placer. Hoy mi corazón está lleno de júbilo y quiero compartirlo contigo, pese a que no me atreva probablemente a gozar contigo de ninguna otra manera.

Me miraba maliciosamente y sonreía al acariciarme la rodilla.

– No me preguntas por qué mi corazón está lleno de júbilo -dijo ella con tono de reproche-. Pero puedo, sin embargo, decírtelo. Debes saber, pues, que acaba de llegar un noble del país del bajo Sur y trae un vaso de oro que pesa cerca de cien deben y cuyos lados están adornados con diversos dibujos. Es tan viejo y flaco que sus huesos se me clavarían probablemente en los muslos, pero creo que este bello vaso decorará mañana mi casa. No soy una mujer despreciable y debo velar por mi reputación. Respiró profundamente al ver que yo no decía nada y miró soñadora los lotos y demás flores del jardín. Después se desnudó sin prisas y comenzó a nadar en el estanque. Su cabeza emergía del agua entre los lotos y era más bella que ellos.

Flotaba sobre el agua delante de mí con la mano bajo la nuca y me dijo:

– Estás muy silencioso hoy, Sinuhé. Espero no haberte ofendido sin querer. Si puedo compensarte mi maldad, lo haré con gusto.

Entonces yo no pude resistir ya más.

– Sabes muy bien lo que quiero, Nefernefernefer.

– Tu rostro está colorado y tus arterias palpitan con fuerza, Sinuhé -dijo-. Deberías desnudarte y venir a refrescarte en el estanque conmigo, porque la jornada es verdaderamente calurosa. Aquí nadie nos ve; no tienes nada que temer.

Me desnudé y bajé a su lado, y bajo el agua mi costado tocó el suyo. Pero cuando quise tomarla se escapó riendo y me salpicó el rostro.

– Sé muy bien lo que quieres, Sinuhé, a pesar de que sea demasiado tímida para mirarte. Pero debes empezar por darme un regalo, porque ya sabes que no soy una mujer despreciable.

Yo me enojé y dije:

– Estás loca, Nefernefernefer, porque sabes muy bien que me has despojado de todo. Tengo ya vergüenza de mí y no me atreveré nunca más a mirar a mis padres. Pero soy todavía médico y mi nombre está incrito en el Libro de la Vida. Quizás un día ganaré lo suficiente para hacerte un regalo digno de ti, pero ten compasión de mí, porque incluso en el agua mi cuerpo arde bajo las llamas y me muerdo los dedos hasta hacer brotar la sangre al mirarte.

Ella comenzó a nadar sobre la espaldas balanceándose ligeramente y sus pechos salían del agua como dos flores rojas.

– Un médico ejerce su profesión con las manos y los ojos, ¿no es verdad, Sinuhé? Sin ojos y sin manos no serías ya médico, aunque tu nombre estuviese escrito mil veces en el Libro de la Vida. Quizá bebería y gozaría contigo hoy si me dejases reventarte los ojos y cortarte las manos a fin de que pudiese suspenderlas como trofeos en el dintel de mi puerta para que mis amigos me respetasen y supiesen que no soy una mujer despreciable. -Me miró por debajo de sus párpados pintados de verde y añadió-: Pero no, renuncio, porque no haría nada con tus ojos, y tus manos podrían atraer moscas. Pero, ¿no podríamos encontrar algo, Sinuhé, que pudieras darme? Me haces débil y siento impaciencia al verte desnudo en el estanque. Eres torpe e inexperimentado, pero creo que en el transcurso de una jornada podría enseñarte muchas cosas que ignoras todavía, porque conozco innumerables maneras que gustan a los hombres y pueden también hacer gozar a una mujer. Reflexiona un poco, Sinuhé.

Pero cuando traté de agarrarla se me escapó, salió del agua y se detuvo bajo un árbol chorreando agua.

– No soy más que una mujer débil y los hombres son traidores y pérfidos. Tú también lo eres, Sinuhé, puesto que sigues mintiendo. Mi corazón está triste y las lágrimas acuden a mis ojos, porque evidentemente estás cansado de mí. De lo contrario no me ocultarías que tus padres se han preparado una bella tumba en la Villa de los Muertos y que han depositado en el templo una suma suficiente para que sus cuerpos sean embalsamados y puedan soportar la muerte y el viaje hacia el país de poniente.

Al oír estas palabras me desgarré el pecho y la sangre brotó, y grité: -¡En verdad que eres Tabubué, estoy seguro de ello ahora!

Pero ella me contestó tranquilamente:

– No debes censurarme por no ser una mujer despreciable. No he sido yo quien te ha invitado a venir; has venido solo. Pero está bien. Ahora sé que no me amas ya y que vienes solamente para burlarte de mí, puesto que una bagatela como ésta es un obstáculo entre nosotros.

Las lágrimas corrieron por mis mejillas y suspiré de dolor, pero me acerqué a ella y apoyó ligeramente su cuerpo contra el mío.

– Esta idea es verdaderamente culpable e Impía -le dije-. ¿Debo acaso privar a mis padres de la vida eterna y dejar que sus cuerpos se disuelvan en la nada como los de los esclavos y los pobres y los de los criminales arrojados al río? ¿Es, pues, esto lo que exiges de mí?

Ella estrechó su cuerpo desnudo contra el mío, y dijo:

– Cédeme la tumba de tus padres y murmuraré a tu oído la palabra «hermano», y mi cuerpo estará para ti lleno de fuego delicioso y te enseñaré mil secretos que ignoras y que gustan a los hombres.

No pude contenerme y me eché a llorar al decir:

– Haré lo que me pides y que mi nombre sea maldito durante toda la eternidad. Pero no puedo resistirme, tan grande es la magia de tu fuerza sobre mí.

Pero ella dijo:

– No hables de magia en mi presencia porque es una ofensa para mí, ya que no soy una mujer despreciable, vivo en una casa mía y velo por mi reputación. Pero puesto que eres enojoso y pesado, voy a enviar a un esclavo a buscar un escriba y entretanto vamos a beber vino y comer, para que tu corazón se reconforte y podamos gozar juntos una vez esté firmada la cesión.

Se marchó riendo alegremente y corriendo.

Yo me vestí y la seguí y los servidores me vertieron agua sobre las manos y se inclinaron delante de mí, las manos a la altura de las rodillas. Me di perfecta cuenta de que a mi espalda se reían y se burlaban de mí, pero afecté comportarme como si sus mofas fuesen como un zumbido de moscas a mis oídos. Se callaron en cuanto reapareció Nefernefernefer y comimos y bebimos juntos, y había cinco especies de carne y doce especies de pasteles, y bebimos vino mezclado que se sube pronto a la cabeza. El escriba llegó y redactó los papeles necesarios por los cuales cedía a Nefernefernefer la tumba de mis padres en la Villa de los Muertos con todo el mobiliario y el dinero depositado en el templo, de manera que perdieron la vida eterna y la posiblidad de efectuar después de su muerte el viaje al país de Poniente. Puse el sello de mi padre sobre las actas y el escriba se las llevó a fin de depositarlas en seguida en los registros para que tuvieran fuerza de ley. Entregó a Nefernefernefer un recibo, que guardó distraídamente en un cofre negro, y ella le hizo un regalo, de manera que salió después de haberse inclinado delante de ella, llevándose las manos a la altura de las rodillas. En cuanto se hubo marchado, dije:

– Desde este momento estoy maldito ante los hombres y los dioses, Nefernefernefer. Demuéstrame ahora que mi acto merece su recompensa.

Cuando quise poseerla me rechazó y vertió vino en mi copa. Al cabo de un instante miró al sol y dijo:

– Ya sabes que debo ir a vestirme y arreglarme, porque una copa de oro me espera para que mañana pueda adornar con ella mi casa.

Cuando quise tocarla se me escapó y llamando en voz alta acudieron los esclavos. Y les dijo:

– ¿Quién ha dejado entrar a este inoportuno mendigo? ¡Arrojadlo a la calle y no le abráis nunca más la puerta, y si insiste dadle de bastonazos! Los esclavos me arrojaron a la calle, porque el vino y la cólera me habían restado todas las fuerzas, y me dieron de palos porque no quería alejarme de allí. Comencé a gritar y aullar y la gente se arremolinó, pero los esclavos les dijeron:

– Este beodo ha ofendido a nuestra señora, que vive en una casa suya y no es una mujer despreciable.

Nuevamente me dieron de palos y me abandonaron desvanecido en el arroyo, donde la gente escupía sobre mí mientras los perros se me orinaban encima.

Habiendo recobrado el conocimiento y dándome cuenta de mi triste situación, permanecí tendido en el suelo hasta el alba. La oscuridad me protegía y tenía la sensación de no poder abordar nunca más a un ser humano. El heredero del trono me había llamado «El que es solitario», y verdaderamente solitario era entre los hombres aquella noche. Pero al alba, cuando la gente comenzó a circular, cuando los mercaderes dispusieron sus escaparates y los bueyes pasaron arrastrando las carretas, salí de la villa y me oculté tres días y tres noches, sin comer ni beber, entre los cañaverales. Mi cuerpo y mi alma no eran más que una llaga y si alguien me hubiese dirigido la palabra hubiese aullado como un demente.

3

El tercer día lavé mi cara, mis pies y mis ropas ensangrentadas y regresé a la villa. Mi casa no era ya mía y ostentaba el nombre de otro médico. Llamé a Kaptah, que salió corriendo y lloró de júbilo al verme.

– ¡Oh, dueño mío! -dijo-, porque en mi corazón sigues siendo mi dueño, aunque otro me dé órdenes. Tu sucesor es un hombre joven que se cree un gran médico, se prueba tus ropas y ríe satisfecho. Su madre está ya instalada en la cocina y me ha arrojado agua hirviendo a los pies llamándome rata y mosca de estercolero. Pero tus enfermos te echan de menos y dicen que su mano no es tan ligera como la tuya, que sus cuidados les causan dolores exagerados y que no conoce sus males como tú.

Continuó hablando y su ojo rodeado de rojo expresaba el temor, de manera que acabé diciéndole:

– Cuéntame todo, Kaptah. Mi corazón es como una piedra en mi cuerpo y nada me importa ya.

Entonces levantó el brazo para expresar el dolor más profundo y dijo:

– Hubiera dado mi único ojo para evitarte este dolor. Porque esta jornada es mala para ti; debes saber que tus padres han muerto.

– ¡Mi padre Senmut y mi madre Kipa! -exclamé, levantando el brazo como es costumbre, mientras mi corazón saltaba dentro de mi pecho. -Esta mañana los servidores de la justicia han forzado su puerta después de haberles dado ayer la orden de marcharse -refirió Kaptah-, pero reposan sobre el lecho y no respiran ya. Tienes todo el día de hoy para llevar sus cuerpos a la Casa de los Muertos porque mañana la casa será derruida, según las órdenes del nuevo propietario.

– ¿Sabían mis padres por qué los expulsaban así?

– Tu padre Senmut ha venido a buscarte -dijo Kaptah-. Tu madre lo guiaba, porque había perdido la vista y los dos eran viejos y decrépitos y caminaban temblando. Pero yo no sabía dónde estabas. Entonces tu padre ha dicho que quizá es mejor así. Ha contado que los servidores de la justicia pusieron los sellos sobre todos sus bienes, de manera que no poseían ya más que las ropas que llevaban. Cuando preguntó por qué lo expulsaban de aquella forma, los servidores respondieron riendo que su hijo Sinuhé había vendido la casa y los muebles e incluso la tumba de sus padres para poder dar oro a una mujer de mala vida. Después de haber vacilado mucho, tu padre me pidió una moneda para poder dictar a un escriba una carta para ti. Pero el nuevo médico había entrado ya en la casa y cuando tu madre me llamó me dio un bastonazo por perder el tiempo charlando con mendigos. Me creerás si te digo que hubiera dado la moneda a tu padre, porque aunque no he tenido tiempo todavía de robar a mi nuevo dueño, he economizado un poco de cobre sobre mis antiguas supercherías. Pero cuando volví a salir a la calle tus padres se habían marchado y mi nueva dueña me prohibió correr tras ellos y me encerró en casa toda la noche.

– Así mi padre no te ha dejado ningún mensaje para mí… Y Kaptah respondió.

– Tu padre no ha dejado ningún mensaje para ti.

Mi corazón era como una piedra en mi pecho y no latía ya, pero mis pensamientos eran como pájaros en el aire glacial. Al cabo de un instante, le dije a Kaptah:

– Dame todo tu cobre y tu plata. Dámelos pronto y quizás Amón te lo recompensará si yo no puedo hacerlo, porque tengo que llevar a mis padres a la Casa de la Muerte y no tengo nada con que pagar la conservación de sus cuerpos.

Kaptah comenzó a gemir y llorar, levantó los brazos al cielo en señal de gran dolor, pero finalmente fue a un rincón del jardín y miró hacia atrás como un perro que va a desenterrar un hueso. Movió una piedra y sacó un trapo en el cual había empaquetado su cobre y su plata; no había siquiera por valor de dos deben, pero era el precio de toda su vida de esclavitud. Me los dio llorando y dando muestras de un profundo dolor; por esto su nombre merece ser bendito para siempre jamás y su cuerpo conservado eternamente.

En verdad tenía amigos, pues Ptahor y Horemheb me hubieran quizá prestado dinero y Thotmés hubiese podido también ayudarme, pero era joven y creía que mi deshonor era ya conocido de todos y no me hubiera atrevido a mirar a mis amigos cara a cara. Antes morir. Estaba maldito y cubierto de vergüenza delante de los dioses y los hombres, y no podía siquiera darle las gracias a Kaptah, pues la madre de su dueño había aparecido a la puerta y lo llamó con voz enojada, con un rostro como el de un cocodrilo y un bastón en la mano. Por esto Kaptah me abandonó corriendo y comenzó a gritar al subir la escalera de la terraza aun antes de que el bastón lo hubiese tocado. Y esta vez no tenía necesidad de disimular su dolor, porque lloraba amargamente por la pérdida de su pequeño peculio.

Me fui en seguida a casa de mis padres; las puertas estaban destrozadas y todo ostentaba los sellos de la justicia. Los vecinos estaban reunidos en el patio y levantaron los brazos en señal de duelo, pero nadie me dirigió la palabra, sino que todos se apartaron de mí con horror. Senmut y Kipa reposaban sobre el lecho con el rostro todavía rojo como si hubiesen dormido y en el suelo ahumaba un brasero con cuyo humo se habían asfixiado cerrando las puertas y ventanas. Envolví sus cuerpos en una manta sin preocuparme de los sellos de la justicia y fui a buscar a un arriero que con su asno quisiera transportar los cuerpos. Me ayudó a cargar los despojos mortales sobre el asno y partimos hacia la Casa de la Muerte. Pero se negaron a dejarnos entrar porque no tenía dinero suficiente para pagar el embalsamamiento más rudimentario:

Entonces dije a los lavadores de cadáveres:

– Soy Sinuhé, hijo de Senmut, y mi nombre está inscrito en el registro de la Vida, pese a que la suerte adversa me haya llevado hasta el punto de que no tengo dinero para pagar el entierro de mis padres. Por esto, por Amón y por todos los dioses de Egipto, os suplico que embalsaméis los cuerpos de mis padres para que resistan a la destrucción y yo os serviré con todo mi arte mientras dure el embalsamamiento.

Lanzaron maldiciones contra mi insistencia y me injuriaron, pero finalmente el jefe aceptó el dinero de Kaptah y, plantando el garfio bajo la barbilla de mi padre, arrojó el cuerpo en el gran aljibe de los pobres. Después hizo lo mismo con el de mi madre. Había treinta aljibes, de manera que cada día se llenaba uno y se vaciaba otro, de modo que los cuerpos de los pobres permanecían en total treinta días y treinta noches en el agua salada y en lixiviación para poder resistir a la destrucción, y no se hacía más para su conservación, como lo supe más tarde.

Tenía que regresar todavía a casa de mi padre a devolver la manta sellada por la justicia. El jefe embalsamador se burló de mí y me dijo: -Regresa antes del alba, porque si no has vuelto entonces sacaremos del aljibe los cuerpos de tus padres y los arrojaremos a los perros.

Esto me hizo pensar que no me creían médico legalizado, sino que imaginaron que había mentido.

Regresé a casa de mi padre y mi corazón era pesado como una piedra. Cada ladrillo de los muros me gritaba sus reproches, el viejo sicómoro gritaba y el estanque de mi infancia gritaba también. Por esto me alejé rápidamente después de haber dejado la manta en su sitio, pero en el umbral me crucé con un escriba que ejercía su oficio en la esquina de la calle frente a la tienda de un mercader de comestibles. Levantó el brazo en señal de dolor y me dijo:

– Sinuhé, hijo de Senmut, ¿eres tú? Y yo le contesté:

– Sí, yo soy.

El escriba habló:

– No huyas, pues tu padre me ha confiado un mensaje para ti al no encontrarte en casa.

Entonces me arrojé al suelo y me llevé las manos a la cabeza, mientras el escriba sacaba un papel y leía:

– «Senmut, cuyo nombre está inscrito en el Libro de la Vida, y su esposa Kipa envían este saludo a su hijo Sinuhé, a quien fue dado en el palacio del faraón el nombre de "El que es solitario". Los dioses te enviaron a nosotros, y cada día de tu vida nos ha causado alegrías y jamás pesadumbres, y nuestro orgullo ha sido grande a causa de ti. Ahora estamos tristes a causa de ti, y estamos tristes porque has tenido contratiempos y no hemos podido ayudarte como hubiéramos querido. Y creemos que todo lo que has hecho has tenido razón al hacerlo, porque no podías hacer otra cosa. No te quedes desolado por nosotros, pese a que hayas vendido incluso nuestra tumba, porque no lo habrás hecho sin una razón imperativa. Pero los servidores de la justicia llevan prisa y no hemos tenido el valor de esperar el día de nuestra muerte; pero la muerte es para nosotros bien venida como el sueño para el hombre cansado y la casa para el ausente. Nuestra vida ha sido larga y nuestras alegrías numerosas, pero eres tú, Sinuhé, quien nos ha proporcionado las mayores cuando viniste a nuestra casa siendo ya nosotros viejos y solitarios. Por esto te bendecimos y no debes preocuparte porque no tengamos tumba, porque la vanidad de las cosas es grande y acaso es mejor que desaparezcamos en la nada, sin conocer los peligros y las angustias del largo viaje al reino del Poniente. Recuerda siempre que nuestra muerte ha sido fácil y te bendecimos antes de desaparecer. Que los dioses de Egipto te protejan de todos los peligros, que el dolor sea evitado a tu corazón y tengas tanto goce de tus hijos como nosotros hemos tenido de ti. Esto es lo que te desean tu padre Senmut y tu madre Kipa.»

Mi corazón no era ya como una piedra, vivía y se fundía y vertía lágrimas sobre el polvo de la tierra. Pero el escriba dijo:

– He aquí la carta. Falta, es cierto, el sello de tu padre, y no ha podido firmarla con su nombre, pero me creerás ciertamente si te digo que la escribí bajo el dictado y que las lágrimas de tu madre han dejado huellas aquí.

Me mostró el billete, pero mis ojos estaban cegados por las lágrimas y no vi nada. Arrolló el papiro y me lo puso en la mano, diciéndome:

– Tu padre Senmut era justo y tu madre Kipa una buena mujer, si bien, a veces, tenía un poco expedita la lengua, como es costumbre en las mujeres. Por esto escribí este billete, bien que tu padre no pudiese hacerme el menor regalo y yo te doy este papiro pese a que sea de primera calidad y podría rascarlo y emplearlo todavía una vez más.

Reflexioné un instante y le dije:

– Tampoco yo tengo regalo alguno para ti, amigo mío. Pero toma mi túnica, es de buena tela, pese a que esté sucia y arrugada.

Me quité la ropa y se la tendí; él examinó la tela con desconfianza y levantó los ojos sorprendido, diciendo:

– Tu generosidad es grande, Sinuhé, diga la gente lo que diga de ti. Aun cuando dijesen que has despojado a tus padres y los has arrojado desnudos a la muerte, te defenderé. Pero no puedo aceptar tu túnica porque la tela es de precio y sin ella el sol te tostará la espalda como la de los esclavos y te levantará ampollas que duelen terriblemente.

– Tómala y que todos los dioses de Egipto te bendigan y tu cuerpo se conserve eternamente, porque no sabes el bien que me has concedido. Entonces aceptó mi túnica y se alejó, sosteniéndola en alto por encima de su cabeza, riéndose de felicidad. Y yo regresé a la Casa de la Muerte, cubierto tan sólo por mi delantal como los esclavos y los boyeros, para servir a los embalsamadores durante treinta días y treinta noches.

4

Como médico, creía estar familiarizado con la muerte y el sufrimiento, haberme endurecido frente a las pestilencias y ante el contacto con los abscesos y las llagas purulentas; pero cuando hube comenzado mi trabajo en la Casa de los Muertos comprendí que no era más que un novicio y que no sabía nada. A decir verdad, los pobres no daban mucho trabajo, porque reposaban tranquilamente en su baño de natrón de olor acre, y aprendí pronto a manejar el garfio con el cual se los trasladaba de un lugar a otro. Pero los cuerpos de grado superior exigían mucha habilidad y el lavado de los intestinos y su colocación en los canopes exigían bastante resistencia. Pero lo que me asqueó sobre todo fue comprobar que los sacerdotes de Amón robaban a la gente todavía más después de la muerte que antes, porque el precio de la conservación variaba según las fortunas, y los embalsamadores engañaban a los parientes de los difuntos facturándoles numerosos bálsamos y ungüentos costosos que decían haber utilizado, cuando empleaban una única y sola clase de aceite para todo el mundo. Los cadáveres de los grandes eran preparados según todas las reglas del arte, pero en las cavidades de los demás se limitaban a inyectar un aceite que disolvía las entrañas y metían en ellas cañas mojadas en pez. Para los pobres, no se tomaban siquiera este trabajo; los dejaban secar después de haberlos tenido en el baño durante treinta días y los devolvían a las familias.

Los sacerdotes vigilaban la Casa de la Muerte, pero a pesar de ello los embalsamadores robaban todo lo que podían considerándose con derecho a ello. Robaban las plantas medicinales, los ungüentos preciosos y las bandeletas de tela para revenderlos y volver a robarlos, y los sacerdotes no podían impedirlo, porque aquellos hombres conocían bien su oficio y no era fácil reclutar hombres para la Casa de la Muerte. Sólo la gente maldecida por los dioses, y los criminales, se contrataban como embalsamadores para escapar a la justicia y se les reconocía de lejos por su olor salobre y a cadáver, de manera que todo el mundo los evitaba y no eran admitidos ni en las tabernas ni en las casas de placer.

Por esto me tomaron por uno de los suyos al ver que me ofrecía y no me ocultaron nada de sus trucos. Si no hubiese cometido yo mismo un delito peor aún, hubiese huido de allí con horror al ver cómo maltrataban los cuerpos, incluso de los nobles, y los despedazaban para vender a los hechiceros los órganos humanos que necesitaban. Si existe un reino del Poniente como lo espero por mis padres, creo que muchos difuntos quedarán sorprendidos al ver cuán incompletos están sus cuerpos para emprender el largo viaje, pese a haber depositado en el templo el dinero necesario para su eterno reposo.

Pero el júbilo llegaba a su colmo cuando les llevaban el cadáver de una mujer joven; poco importaba que fuese fea o bonita. No la arrojaban en seguida al aljibe sino que debía pasar una noche sobre el camastro de un embalsamador y se la jugaban a la suerte. Porque era tal el espanto que inspiraba un embalsamados que incluso la más vil mujer de la calle se negaba a divertirse con ellos cualquiera que fuese la cantidad de oro que le ofreciesen; incluso las negras los temían demasiado para acogerlos. Antes, cotizaban para comprar una esclava en común cuando se vendían baratas después de las grandes expediciones guerreras, pero era tan atroz la vida de la Casa de la Muerte que estas mujeres no tardaban en volverse locas y escandalizaban de tal manera que los sacerdotes les prohibieron comprar esclavas. Desde entonces los embalsamadores tuvieron que prepararse ellos mismos la comida y lavar sus ropas, y se contentaban con gozar de los cadáveres. Pero se justificaban diciendo que una vez, durante el reinado del gran rey, habían llevado a la Casa de la Muerte a una mujer que se despertó durante el tratamiento, lo cual fue un milagro en honor de Amón y una alegría de los parientes y el marido de la mujer. Por esto era para ellos un piadoso deber tratar de renovar el milagro recalentando con su espantoso calor a las mujeres que les traían, salvo si eran demasiado viejas, para que su resurrección pudiese causar júbilo a alguien. No sabría decir si los sacerdotes estaban al corriente de estas prácticas, porque todo aquello ocurría de noche y en secreto, cuando la Casa de la Muerte estaba cerrada.

Quien se hubiese contratado como embalsamador en la Casa de la Muerte, salía de ella raramente, para evitar los sarcasmos, y pasaba su vida entre los cadáveres. Los primeros días, los consideraba a todos como malditos de los dioses y sus palabras, mientras profanaban los cuerpos y se mofaban de ellos, me causaban espanto. Al principio no vi más que a los más endurecidos e impúdicos, que gozaban dándome órdenes y confiándome las tareas más repugnantes; pero más tarde me di cuenta de que entre ellos había también hábiles profesionales cuya ciencia se transmitía del mejor al mejor, que consideraban su arte como muy digno de respeto y completamente esencial. Cada uno tenía su especialidad, como en la Casa de la Vida, y uno trataba la cabeza del cadáver, otro el vientre, el tercero el corazón, un cuarto los pulmones, hasta que todas las partes del cuerpo habían sido preparadas para la eternidad.

Uno de ellos se llamaba Ramose, era un hombre ya de edad, cuya tarea era la más delicada. El era quien soltaba y sacaba por la nariz el cerebro del cadáver para lavar después el cráneo con un aceite especial. Observó mi habilidad manual y se asombró; después decidió instruirme en su arte de manera que a la mitad de mi estancia en la Casa de la Muerte me tomó como ayudante, lo cual hizo mi existencia soportable. Mientras a mis ojos todos los embalsamadores eran unos brutos poseídos cuyos pensamientos y palabras no recordaban en nada los de los hombres que viven bajo el sol, Ramose, como animal, hacía pensar sobre todo en una tortuga que vive bajo su concha. Tenía la nuca curvada como la de la tortuga y su rostro y sus brazos estaban arrugados como la piel de este animal. Yo le ayudaba en su trabajo, que era el más limpio y considerado en la Casa, y su autoridad era tan grande que los demás no se atrevían ya a gastarme bromas ni lanzarme intestinos o excrementos. Pero no sé de dónde procedía esta autoridad, porque no levantaba nunca la voz.

Viendo cómo robaban los embalsamadores y cuán poco se preocupaban de la conservación de los cuerpos de los pobres, pese a que el precio fuese elevado, resolví ayudar a mis padres en la medida de lo posible y robar para asegurarles una vida eterna. Porque estimaba que mi pecado contra ellos era tan abominable que el robo no podía ensombrecerlo más. En su bondad, Ramose me enseñó cómo y cuánto podía robar a un cadáver de noble, porque no trataba más que a éstos y yo era su ayudante. Así pude retirar del aljibe común los cadáveres de mis padres y meterles cañas embadurnadas en pez en el vientre y rodearlos de .bandeletas, pero no pude ir más lejos, porque el robo tiene límites precisos que ni aun el propio Ramose podía traspasar.

Durante su lento y tranquilo trabajo en las cavernas de la Casa de la Muerte me dio, además, sabias enseñanzas. Con el tiempo, me atreví a hacerle preguntas y no se molestó. Mi nariz se había acostumbrado ya a la pestilencia de la Casa, porque el hombre se adapta fácilmente a todo y la cordura de Ramose disipó mi temor.

Le pregunté en primer lugar por qué los embalsamadores blasfemaban incesantemente y se peleaban por los cadáveres de las mujeres no pensando más que en su pasión carnal, cuando hubiera sido de creer que se hubiese ya calmado al vivir tantos años, día tras día, en compañía de la muerte. Ramose me dijo:

– Son hombres de baja extracción y su voluntad se revuelca por el fango de la misma manera que el cuerpo del hombre no es más que fango si se deja descomponer. Pero el fuego alienta una pasión por la vida, y esta pasión ha hecho nacer las bestias y los hombres y estoy seguro de que ha suscitado también los dioses. Por cuanto más cerca está el hombre de la muerte, más fuerte surge en él la llamada del fango si su voluntad vive en él, por esto la muerte calma al virtuoso, pero transforma al hombre vil en una bestia que, incluso atravesado por una flecha, vierte su simiente en la arena. Y el cuerpo de estos hombres ha sido atravesado por una flecha, de lo contrario no estarían aquí. No te asombres, pues, de su conducta, sino ten piedad de ellos. Porque no causan mal ni perjuicio al cadáver, puesto que el cadáver está frío y no siente nada, pero cada vez se hacen daño a sí mismos porque vuelven a caer en el fango.

Prudente y lentamente, metiendo unos cortos instrumentos en la nariz, rompía los débiles huesos del interior del cráneo de un noble y después, tomando unas largas pinzas flexibles, extraía el cerebro, que depositaba en una ánfora que contenía un aceite fuerte.

– ¿Por qué -le pregunté yo- hay que conservar eternamente el cuerpo, pese a que esté frío y no sienta nada?

Ramose me miró con sus diminutos ojos de tortuga, se secó las manos y bebió cerveza.

– Siempre se ha hecho y siempre se hará -dijo-. ¿Quién soy yo para explicarte una costumbre que se remonta al comienzo de los tiempos? Pero se dice que en la tumba, el Ka del hombre, que es su alma, recupera el cuerpo Y come el alimento que se le ofrece y goza de las flores que tiene delante de él. Pero el Ka consume muy poco, de manera que el ojo humano no puede darse cuenta. Por esto la misma ofrenda puede servir para varios, y la ofrenda al faraón pasa de su tumba a la de los nobles, y finalmente los sacerdotes la comen cuando viene la noche. Pero Ka, que es el espíritu del hombre, sale por la nariz en el momento de la muerte y nadie sabe hacia dónde vuela. Pero mucha gente ha atestiguado que es así. Entre Ka y el hombre no hay más diferencia que ésta: Ka no tiene sombra bajo la luz, mientras que el hombre sí. Por lo demás, son iguales. Esto es lo que se dice.

– Tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos, Ramose, -le dije-. No soy ningún imbécil y no tienes que contarme leyendas que he leído hasta la saciedad. Pero ¿dónde está la verdad?

Ramose bebió de nuevo cerveza y contempló el cerebro, que en pequeños fragmentos flotaba sobre el aceite.

– Eres todavía demasiado joven y ardiente para hacer estas preguntas -dijo sonriendo-. Tu corazón está inflamado para que hables así. Mi corazón es viejo y está cicatrizado y no se atormenta ya por estas vanas cuestiones. En cuanto a saber si es útil o no para el hombre que su cuerpo se conserve eternamente, no podría decírtelo, y nadie, ni aun los sacerdotes, lo saben. Pero puesto que así se ha hecho y se hará en todos los tiempos, lo más cuerdo es respetar la costumbre, porque así no se causa ningún perjuicio. Lo que sé es que nadie ha vuelto todavía del país del Poniente para contar lo que en él ocurre. Algunos pretenden que los Ka de sus queridos difuntos vuelven a ellos en sueños para darles consejos, advertencias y enseñanzas, pero los sueños, sueños son y al alba no queda nada de ellos, se han disipado. Es verdad que una vez una mujer se despertó en la Casa de la Muerte y volvió a sus padres y marido y que vivió mucho tiempo todavía antes de volver a morir, pero es probable que no estuviese muerta y que alguien la hubiese hechizado para robar su cuerpo y dirigirla a su antojo como a veces ocurre. Esta mujer contó que había bajado al valle de los muertos, donde todo está oscuro, donde unos seres horribles la persiguieron, entre otros, unos babuinos que querían poseerla y unos monstruos de cabeza de cocodrilo que le mordían los senos y todo esto ha sido consignado por escrito en un documento que se conserva en el templo y que todos los que lo desean pueden leer pagando. Pero, ¿quién puede dar crédito a la narración de una mujer? En todo caso, la muerte surtió para ella el efecto de hacerla devota hasta el fin de sus días; iba cada día al templo, donde disipaba en ofrendas toda la fortuna de su marido, de manera que sus hijos quedaron arruinados y no tuvieron los medios de hacer embalsamar su cuerpo una vez estuvo realmente muerta. A cambio, el templo le dio una tumba e hizo conservar su cuerpo. Enseñan todavía esta tumba en la Villa de los Difuntos, como acaso sepas.

Pero a medida que me hablaba yo me confirmaba en mi resolución de hacer embalsamar los cuerpos de mis padres, porque creo que les debía esto, a pesar de que desde que estaba en la Casa de la Muerte ya no sabía si obtendría con ello algún provecho o no. Su única alegría y la única esperanza de sus últimos días había sido pensar que sus cuerpos se conservarían eternamente y yo tenía empeño en ver realizado su deseo. Por esto, con la ayuda de Ramose, los embalsamé y los envolví en bandeletas de tela, lo cual me obligó a pasar cuarenta días y cuarenta noches en la Casa de la Muerte, de lo contrario no hubiera tenido tiempo de robar lo suficiente para tratarlos dignamente. Pero no tenía tumba alguna que darles y ni siquiera un ataúd de madera. Por esto los cosí a los dos dentro de una piel de buey a fin de que viviesen eternamente juntos.

Nada me retenía ya en la Casa de la Muerte, pero vacilaba en abandonarla porque mi corazón estaba acongojado. Ramose, conociendo la habilidad de mis manos, me pedía que me quedase a su lado, y como ayudante hubiera podido ganar largamente mi vida y robar y vivir en los antros de la Casa sin que nadie supiese dónde estaba y sin experimentar los sinsabores y contrariedades de la existencia. Sin embargo, no permanecí en la Casa de la Muerte. ¿Por qué? Lo ignoro, porque ahora que estaba acostumbrado al lugar me encontraba bien en él y no echaba nada de menos.

Por esto me lavé y purifiqué lo mejor que supe y salí de la Casa de la Muerte bajo los insultos y las pullas de los embalsamadores. No era que estuviesen mal dispuestos contra mí, sino que era su manera de hablar entre ellos. Me ayudaron a llevar la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos de mis padres. Pero, pese a que me había lavado cuidadosamente, la gente se apartaba de mí y se tapaba la nariz y demostraba su repugnancia con gestos, hasta tal punto se me había impregnado el olor de la Casa de la Muerte, y nadie se prestó a pasarme al otro lado del río. Por esto esperé la noche y, sin temor a los guardias, robé una barca y transporté los cuerpos de mis padres a la necrópolis.

5

La Villa de los Muertos estaba tan vigilada por la noche que no conseguí encontrar una sola tumba donde esconder los cuerpos de mis padres para que viviesen para siempre en ella y se beneficiasen de las ofrendas hechas a los ricos y nobles. Tuve que llevármelos al desierto y el sol me abrasaba la espalda y me agotaba tanto que me creí a punto de morir. Pero con mi fardo al hombro tomé los peligrosos senderos a lo largo de las colinas por las cuales sólo los ladrones de tumbas se atreven a aventurarse y entré en el valle prohibido donde estaban enterrados los faraones. Los chacales aullaban, las serpientes venenosas del desierto silbaban a mi vista y los escorpiones caminaban sobre las rocas ardientes, pero yo no tenía miedo, porque mi corazón estaba endurecido contra todo riesgo y, pese a que fuese joven, hubiera saludado a la muerte con júbilo si ella hubiese querido de mí. No sabía todavía que la muerte se aparta de los que la llaman. Por esto las serpientes venenosas se apartaban de mí y los escorpiones no intentaban atacarme, y el sol no conseguía consumirme abrasado. Los guardianes de la villa prohibida fueron ciegos y sordos, no me vieron ni oyeron los guijarros resbalar bajo mis pies. Porque si me hubiesen visto me hubieran dado muerte en el acto abandonando mi cuerpo a los chacales. Pero yo llegaba de noche y acaso temiesen al valle que guardaban, porque los sacerdotes habían hechizado y encantado todas las tumbas reales con su potente magia. Al oír las piedras resbalar por los flancos de las montañas y verme pasar en medio de la noche cargado con una piel de buey a la espalda, volvían probablemente la cabeza y se tapaban la cara, pensando que los difuntos erraban por el valle. Yo no los evitaba ni hubiera podido evitarlos, puesto que ignoraba la situación de sus puestos y no me ocultaba de ellos. El Valle de los Reyes se abría ante mí, tranquilo como la muerte en toda su desolación, más majestuosa a mis ojos de lo que pudieron ser los faraones sobre su trono durante su vida.

Anduve toda la noche por el valle en busca de la tumba de un gran faraón cuya puerta hubiese sido sellada por los sacerdotes, porque hasta entonces no había encontrado nada suficientemente bueno para mis padres. Quería también la tumba cuyo faraón no hubiese tomado la barca de Amón hacía mucho tiempo, para que las ofrendas estuviesen frescas todavía e impecable el servicio del templo mortuorio de la orilla del río, porque sólo lo mejor era suficientemente bueno para mis padres, ya que no podía darles una tumba particular.

Cuando la luna se acostó, cavé una fosa al lado de la puerta de una tumba de un gran faraón, metí en ella la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos de mis padres y volví a cubrirla de arena. A lo lejos, en el desierto, los chacales aullaban, de manera que supe que Anubis erraba por las soledades y se ocuparía de mis padres para guiarlos durante su último viaje. Estaba seguro de que delante de Osiris mis padres pasarían con éxito el pesaje de los corazones, aun sin tener un Libro de los Muertos escrito por los sacerdotes y repleto de mentiras. Por esto experimentaba un inmenso alivio al amasar la arena sobre la tumba de mis padres. Sabía que vivirían eternamente al lado del gran faraón y que gozarían humildemente de las piadosas ofrendas. En el país del Poniente podrían navegar en la barca real, comer el pan de los faraones y beber sus vinos. Esto es lo que había obtenido exponiendo mi cuerpo a las lanzas de los guardianes del valle prohibido pero no hay que darme mérito alguno por esto, porque no temía sus lanzas, ya que aquella noche la muerte me hubiera sido más deliciosa que la mirra.

Mientras cerraba la tumba, mi mano tropezó con un objeto y vi que era un escarabajo tallado en una piedra roja, cuyos ojos eran piedras preciosas y estaba cubierto de signos sagrados. Entonces un temblor se apoderó de mí y mis lágrimas resbalaron en la arena, porque en pleno Valle de la Muerte me parecía haber recibido de mis padres el signo que indicaba que estaban tranquilos y felices. Esto es lo que quería creer, pero no obstante, sabía que aquel escarabajo había caído seguramente de entre los objetos del faraón durante el entierro.

La luna se acostaba y el cielo tomaba un color gris. Me postré sobre la arena y levantando los brazos saludé a mi padre Senmut y a mi madre Kipa. Que sus cuerpos duren eternamente y su vida sea feliz en el reino del Poniente, porque solamente por ellos quería creer en la existencia de este país. Después me alejé sin volver la cabeza. Pero llevaba en la mano el escarabajo sagrado y su fuerza era grande, porque los guardianes no me vieron, pese a que yo los viese a ellos cuando salían de sus cabañas para preparar al fuego sus comidas. El escarabajo era muy poderoso, porque mi pie no resbaló sobre la roca ni las serpientes y los escorpiones me tocaron, a pesar de que no llevaba ya la piel de buey sobre los hombros. Aquella misma noche alcancé la ribera del Nilo y bebí el agua del Nilo, después me acosté entre los cañaverales y me dormí. Mis pies estaban llenos de sangre y mis manos desgarradas; y el desierto me había deslumbrado, mi cuerpo ardía y estaba cubierto de ampollas, pero vivía, y el dolor no me impidió dormir porque estaba muy cansado.

6

Por la mañana me despertaron los gritos de los patos entre las cañas. Amón atravesaba el cielo en su barca dorada y el ruido de la villa llegaba hasta mí a través del río. Las barcas y los navíos descendían por el río con sus velas limpias y las lavanderas agitaban sus palas y reían y gritaban trabajando. El alba era joven, y clara, pero mi corazón estaba vacío y la vida era ceniza en mis manos.

Los dolores de mi cuerpo me causaban júbilo, porque daban un cierto sentido a mi existencia. Hasta entonces no había tenido más que un objeto y mi única tarea había sido asegurar a mis padres la vida eterna que les había robado precipitándolos a una muerte prematura. Mi crimen estaba expiado, pero mi vida no tenía objeto ni sentido. No llevaba sobre mí más que un trozo de tela hecha jirones, como el traje de un esclavo; mi espalda estaba cubierta de ampollas y no tenía la más pequeña moneda con que comprar alimentos. Si me movía sabía que pronto los guardianes me preguntarían quién era y de dónde venía, y yo no sabría contestar, porque me figuraba que el hombre de Sinuhé estaba maldito y deshonrado para siempre. Por esto no podía tampoco dirigirme a mis amigos, no debía hacerles compartir mi infamia y no quería verles levantar el brazo en signo de reproche o volverme la espalda. Creía que había causado ya suficiente escándalo.

Tales eran mis reflexiones cuando me di cuenta de que un ser viviente rondaba a mi alrededor, pero no pude de momento considerarlo un hombre, tal era su aspecto de fantasma de pesadilla. Un agujero ocupaba el sitio de su nariz; sus orejas estaban cortadas y su demacración era espantosa; mirándolo mejor vi que sus manos eran gruesas y nudosas y su cuerpo vigoroso y cubierto de equimosis producidas por los fardos y las cuerdas.

En cuanto se dio cuenta de que lo había visto me dirigió la palabra y dijo: -¿Qué llevas en tu puño cerrado?

Abrí la mano, le mostré el escarabajo sagrado del faraón que había encontrado en la arena, y me dijo:

– Dámelo para que me traiga suerte, porque tengo necesidad de ella. Pero yo le respondí:

– También yo soy pobre y no poseo más que este escarabajo. Quiero conservarlo como talismán para que me traiga suerte.

Y él dijo:

– Aunque sea pobre y miserable te daré por él una pieza de plata, y no obstante, es mucho para un trozo de piedra pintada. Pero tengo piedad de tu pobreza. Por esto te daré una pieza de plata.

Sacó una moneda de su cinturón, pero yo estaba firmemente decidido a guardar el escarabajo, porque de repente

me imaginé que iba a asegurarme el éxito, y así se lo dije al hombre. Pero éste respondió con cólera:

– Olvidas que hubiera podido asesinarte mientras dormías, porque te he observado largo tiempo y me preguntaba qué tendrías en tu mano crispada. He esperado tu despertar, pero ahora lamento no haberte dado muerte, puesto que eres tan ingrato.

Yo le contesté en estos términos:

– Por tu nariz y tus orejas veo que eres un criminal y que has huido de las minas. Si me hubieses matado durante mi sueño hubieras realizado una buena acción, porque estoy solo y no sé adónde dirigirme. Pero ten cuidado y huye, porque si los guardias te ven aquí te cogerán y colgarán de la pared cabeza abajo o te mandarán de nuevo a las minas de donde te has escapado.

Y él dijo:

– Podría matarte todavía ahora si quisiera, porque en mi miseria soy fuerte. Pero renuncio a hacerlo a cambio de una piedra porque estamos cerca de la Villa de los Difuntos y los guardianes podrían oír tus gritos. Guarda, pues, tu talismán: acaso tengas más necesidad de él que yo. Me pregunto también de dónde vienes, puesto que no sabes que no tengo ya nada que temer de los guardias, que soy libre y ya no esclavo. Podría irme a la villa, pero no quiero, porque los chiquillos tienen miedo de mi rostro.

– ¿Cómo puede ser libre un condenado a perpetuidad en las minas? Tu nariz y tus orejas cortadas te traicionan -le dije irónicamente, porque imaginaba que era jactancia.

– No me ofendo de tus palabras porque soy piadoso y temo a los dioses -dijo-. Por esto no te he matado durante tu sueño. Pero, ¿ignoras verdaderamente que, cuando su coronación, el príncipe heredero ha mandado romper todas las cadenas y liberar a los condenados a las minas y canteras de manera que a partir de entonces sólo trabajan en ellas los hombres libres a cambio de un salario?

Así fue como me enteré de que el nuevo faraón había subido al trono con el nombre de Amenhotep IV y que había liberado a todos los esclavos, de manera que las minas y las canteras de las riberas del mar oriental estaban tan desiertas como las del Sinaí. Porque nadie en Egipto estaba suficientemente loco para ir a trabajar voluntariamente en las minas. La gran esposa real era ahora la princesa de Mitanni, que jugaba con sus muñecas, y el faraón era un jovenzuelo que adoraba a un nuevo dios.

– Su dios es ciertamente un ser extraordinario -dijo el antiguo minero-, puesto que incita al faraón a estos actos insensatos. Porque los bandidos y los asesinos se pasean ahora en libertad por los dos reinos, las minas están desiertas y Egipto no se enriquece ya. Cierto es que soy inocente de todo delito y fui castigado injustamente, pero siempre fue y será así. Por esto es insensato liberar a centenares de miles de criminales a fin de rendir justicia a un inocente. Pero esto es asunto del faraón y no mío.

Mientras hablaba me miraba y me tocaba las manos y las ampollas de mi espalda. El olor de la Casa de la Muerte no le incomodaba y sentía probablemente piedad de mi juventud, porque me dijo:

– El sol te ha abrasado la piel. Tengo aceite. ¿Quieres que te unte? Me frotó la espalda y los brazos, pero al hacerlo iba murmurando y decía: -Por Amón, que no sé verdaderamente por qué te cuido, porque no sacaré de ello ningún provecho y nadie me cuidó cuando estaba apaleado y herido y maldecía a todos los dioses por la injusticia de que era víctima. Yo sabía que todos los esclavos y los condenados protestaban de su inocencia, pero aquel hombre había sido bueno para mí. Por esto quería demostrarle mi agradecimiento y estaba tan abandonado que temía verlo partir y quedarme solo con mi angustia. Por esto le dije:

– Cuéntame la injusticia de que fuiste víctima a fin de que pueda deplorarla contigo.

Y habló así:

– El dolor me fue arrancado del cuerpo a bastonazos durante el primer año en la mina. La cólera fue más resistente, porque fueron necesarios cinco años para librarme de ella y para que mi corazón fuese huérfano de todo sentimiento humano. Pero será mejor que te cuente toda mi historia para distraerte porque, frotando tus llagas, te he hecho seguramente daño. Debes saber, pues, que yo era un hombre libre que cultivaba la tierra y poseía una cabaña y bueyes, y una mujer y tenía cerveza en mi jarra. Pero tenía por vecino a un hombre poderoso llamado Anukis (¡que su cuerpo se pudra!). La vista no podía medir sus tierras y su ganado era numeroso como la arena. Y Mugía tan fuerte como la resaca del mar, pero a pesar de esto deseaba mis bienes. Por esto me buscaba querella, y después de cada crecida el mojón se acercaba a mi cabaña y yo iba perdiendo tierras. Yo no podía hacer nada, Porque los geómetras lo escuchaban y rechazaban mis quejas porque él les hacía buenos regalos. Obstruía así mis canales de irrigación y me impedía regar mis campos, de manera que mis bueyes sufrían sed, mis cereales se agostaban y mi jarra se vaciaba de cerveza. Pero cerraba la oreja a mis súplicas; en invierno vivía en Tebas en una bella mansión y en verano descansaba en sus vastos dominios y sus esclavos me apaleaban y excitaban a los perros si me atrevía a acercarme.

El hombre de la nariz cortada lanzó un profundo suspiro y de nuevo comenzó a untarme la espalda. Después reanudó su relato.

– Pero viviría todavía en mi cabaña si los dioses no me hubiesen dado una hija de una gran belleza. Tenía cinco hijos y tres hijas, porque el pobre se reproduce aprisa, y una vez mis hijos fueron mayores pudieron secundarme y darme grandes alegrías, pese a que un mercader sirio me robó uno. Pero la menor de mis hijas era muy bella, y yo, en mi locura, me alegraba de ella, de manera que no tenía necesidad de hacer grandes trabajos ni de tostarse la piel en los campos ni transportar agua. Hubiera obrado más cuerdamente cortándole el cabello y ennegreciéndole la piel, porque mi vecino Anukis la vio y la deseó, y desde entonces no tuve ya tranquilidad. Me citó en justicia y juró que mis bueyes habían hollado sus tierras, que mis hijos habían obstruido malvadamente sus canales de irrigación y que habían arrojado animales muertos a sus pozos. Juró también que le había pedido trigo prestado durante los años malos y sus esclavos certificaron la exactitud de sus quejas y el juez se negó a escucharme. Pero el vecino me hubiera dejado mis campos si le hubiese dado mi hija. No consentí en ello, porque esperaba que a causa de su belleza encontraría un marido conveniente que me sostendría durante los días de mi vejez y sería generoso conmigo. Finalmente, los esclavos de Anukis cayeron sobre mí y yo no tenía más que un bastón, pero uno de ellos recibió un golpe en la cabeza y murió. Entonces me cortaron la nariz y las orejas y me mandaron a las minas, y mi mujer y mis hijos fueron vendidos para pagar mis deudas, pero la pequeña le tocó a Anukis, quien después de haber abusado de ella, la cedió a sus esclavos. Por esto te digo que se cometió una injusticia conmigo mandándome a las minas. Ahora que al cabo de diez años el faraón me ha devuelto la libertad, he regresado en seguida a mi casa, pero la cabaña había sido derribada y un rebaño desconocido pace por mis tierras y mi hija no ha querido reconocerme y me ha lanzado agua caliente a las piernas. Me he enterado de que Anukis ha muerto y que su gran tumba está en la Villa de los Muertos de Tebas con una gran inscripción sobre la puerta. He venido a Tebas para alegrar mi corazón leyendo lo que dice la inscripción, pero no sé leer y nadie me lo ha leído.

– Si quieres te lo leeré, porque sé leer -dije.

– Que tu cuerpo se conserve eternamente -dijo-, si me haces este servicio. Porque soy un pobre hombre que cree cuanto está escrito. Por esto quiero saber antes de morir lo que se ha escrito sobre Anukis.

Acabó de untarme el cuerpo y lavó mi pobre delantal en el río. Fuimos juntos a la Villa de los Muertos y los guardias no nos detuvieron. Después de haber caminado por entre las hileras de tumbas, llegó a una gran tumba delante de la cual habían depositado carne y muchos frutos, pasteles y flores. Una jarra de vino sellada estaba al lado de la puerta. El hombre de la nariz cortada se sirvió y me ofreció también comida; después me pidió que le leyese la inscripción.

– «Yo, Anukis, he cultivado el trigo y plantado árboles y mis cosechas eran abundantes, porque temía a los dioses y les ofrecía la quinta parte de mis cosechas. El Nilo me testimoniaba su favor y en mis dominios nadie conoció el hambre; mientras viví mis vecinos no conocieron el hambre tampoco, porque llevaba el agua a sus campos y les daba trigo los años de penuria. Secaba las lágrimas de los huérfanos y no despojaba a las viudas, sino que renunciaba a todos mis créditos sobre ellas, de manera que todos, de un extremo a otro del país, bendecían mi nombre. A quien había perdido un buey, yo, Anukis, le daba uno más bello. Me oponía al cambio fraudulento de los mojones y no impedía que el agua corriese por los campos de mis vecinos, porque fui justo y piadoso cada día de mi vida. He aquí todo lo que he hecho yo, Anukis, a fin de que los dioses me sean propicios y faciliten mi viaje hacia el país de Poniente.»

El hombre de la nariz cortada me había escuchado con atención y al final de la lectura lloraba amargamente. Después me dijo:

– Soy un pobre hombre y creo todo lo que está escrito. Veo, pues, que Anukis era un hombre piadoso y que se le honra después de muerto. Las generaciones futuras leerán la inscripción sobre su puerta y lo honrarán. Pero yo soy un criminal sin nariz ni orejas, de manera que todos ven mi infamia y cuando muera seré arrojado al río y no existiré ya más. ¿No es acaso todo vanidad en este bajo mundo?

Rompió el precinto de la jarra y bebió un buen trago. Un guardián se acercó a él amenazándole con su bastón, pero el hombre le dijo: Anukis me hizo mucho bien durante su vida. Por esto quiero honrar su memoria comiendo y bebiendo delante de su tumba. Pero si pones la mano sobre mí o sobre mi amigo, que es un hombre instruido, puesto que sabe leer las inscripciones, debes saber que somos numerosos en los cañaverales y tenemos cuchillos, de manera que vendremos por la noche a cortarte el cuello. Pero me apenaría, porque soy un hombre piadoso que cree en los dioses y no quiere hacer daño a nadie. Por esto creo mejor que nos dejes en Paz y hagas como si no nos vieses. Será mejor para ti.

Movía los ojos y estaba tan horrible en sus andrajos, de manera que el guardián juzgó prudente retirarse. Comimos y bebimos junto a la tumba de Anukis y el lugar de las ofrendas era fresco y umbrío. Después de haber bebido, el hombre de la nariz cortada habló:

– Ahora comprendo que hubiera tenido que ceder voluntariamente mi hija a Anukis. Acaso me hubiese dejado mis campos e incluso me hubiera hecho regalos, porque mi hija era bella e inocente y ahora no es más que una vieja estera usada por los esclavos. Ahora sé ya que en este mundo no hay otro derecho que el del rico y el fuerte y que el lamento del pobre no llega a los oídos del faraón.

Levantó la jarra riéndose ruidosamente y dijo:

– A tu salud, justo Anukis; que tu cuerpo se conserve eternamente, porque no tengo el menor deseo de seguirte hacia el país del Poniente, donde tú y tus semejantes lleváis una vida alegre con el permiso de los dioses. Pero a mi juicio sería equitativo que continuases tus bondades sobre la tierra y que compartieses conmigo las copas de oro y las joyas que hay en tu tumba. Por esto la noche próxima volveré a saludarte si la luna se oculta detrás de las nubes.

– ¿Qué dices, hombre? -exclamé, asustado, haciendo al mismo tiempo con la mano el signo sagrado de Amón-. No vas a comenzar a robar las tumbas, porque es el más infamante de todos los crímenes a los ojos de los dioses y de los hombres…

Pero bajo el efecto del vino respondió:

– Divagas con elocuencia, pero Anukis es mi deudor y yo no soy tan generoso como él; reclamo mi crédito. Si quieres impedírmelo te romperé la nuca; pero si eres razonable me ayudarás, porque cuatro ojos ven más que dos y juntos podremos llevarnos de la tumba el doble de lo que puede llevar un hombre solo.

– No tengo interés en que me cuelguen de las murallas cabeza abajo -dije con inquietud.

Pero, reflexionando, me dije que mi vergüenza no sería mayor si mis amigos me veían en esta postura, y la muerte en sí misma no me asustaba. Cuando hubimos apurado la jarra la rompimos y lanzamos los trozos a las tumbas vecinas. Los guardias no nos dijeron nada y nos volvieron la espalda, porque nos tenían miedo. Por la noche, los soldados venían a proteger las tumbas de la Villa de los Muertos, pero el nuevo faraón no les había hecho regalos como era la costumbre. Por esto murmuraban y encendían antorchas y penetraban en las tumbas fracturándolas para saquearlas después de haber bebido vino, porque había muchas jarras en los abrigos de las ofrendas. Nadie nos impidió forzar la tumba de Anukis, volcar el ataúd y llevarnos tantas copas de oro como pudimos coger. Al alba numerosos mercaderes sirios esperaban en la ribera, dispuestos a comprar los objetos robados y llevárselos en sus barcas. Les vendimos nuestro botín y nos dieron oro y plata por cerca de doscientos deben, que nos repartimos, según el peso marcado sobre el oro y la plata. Pero el precio que recibimos no era más que una ínfima fracción del valor real de los objetos, y el oro con que nos pagaron no era puro. El hombre de la nariz cortada estaba, sin embargo en el colmo de su júbilo y me dijo:

– Heme, pues, rico, porque, verdaderamente, este oficio es más lucrativo que el de descargador o portador de agua en los campos.

Pero yo le respondí:

– Tanto va el cántaro a la fuente que al final se quiebra.

Y así nos separamos y un mercader me llevó en su barca al otro lado del río y llegué a Tebas. Me compré ropas nuevas y comí y bebí en una taberna, porque mi cuerpo no olía ya a la Casa de la Muerte. Pero durante todo el día se oyó al otro lado del río toques de trompetas y ruido de armas. Los carros de guerra recorrían las avenidas y los guardias de corps del faraón atravesaban con sus lanzas a los soldados que habían saqueado las tumbas y a los mineros liberados, cuyos aullidos llegaban hasta la villa. Aquella noche el muro se cubrió de cuerpos cabeza abajo y el orden reinó en Tebas.

7

Después de una noche transcurrida en una posada me acerqué a mi antigua casa y llamé a Kaptah. Llegó cojeando y con una mejilla tumefacta, pero al verme, lloró de júbilo con su único ojo y se arrojó a mis pies diciendo:

– ¡Oh dueño mío, hete aquí cuando ya te creía muerto! Porque me decía que si vivieses hubieras vuelto a pedirme plata y cobre. Porque cuando se da una vez hay que darlo siempre. Pero no venías y, sin embargo, yo robaba para ti a mi nuevo dueño (¡que su cuerpo se descomponga!) tanto como podía, como puedes verlo por mi mejilla y mi pierna que han recibido de golpes. Su madre, este cocodrilo (¡que se disuelva en polvo!), ha amenazado con venderme y estoy muy asustado. Apresurémonos, pues, a huir los dos de esta casa maldita.

Vacilé y él comprendió los motivos, porque añadió:

– En verdad he robado tanto que durante algún tiempo podré mantenerte, ¡oh dueño mío!, y cuando el dinero llegue a su fin, trabajaré para ti, a condición de que me saques de las garras de este cocodrilo y del imbécil de su hijo.

– He venido a pagarte mi deuda, Kaptah -le dije, dándole oro y plata en cantidad mucho mayor de la que me había prestado-. Pero, si lo deseas, puedo comprarte a tu amo a fin de que puedas ir libremente adonde quieras.

Al sentir en su mano el peso del oro y la plata, Kaptah llegó al colmo de su júbilo y comenzó a bailar pese a que era viejo, olvidando su cojera. Después tuvo vergüenza de su conducta y dijo:

– En realidad he vertido amargas lágrimas después de haberte dado mi peculio, pero no me guardes rencor. Y si me comprabas para liberarme, ¿adónde iría yo, después de haber sido esclavo toda la vida? Sin ti, soy un gato ciego o un cordero abandonado por su madre. Y, además, es inútil malgastar todo este dinero para comprar lo que ya te pertenece.

– Guiñó maliciosamente su ojo único y dijo en tono astuto-: Esperándote, me he ido informando cada día de los barcos que salen. En este instante está aparejando un barco que inspira confianza y saldrá hacia Simyra, y creo que podríamos arriesgarnos, después de haber hecho una ofrenda suficiente a los dioses. La única contrariedad es que no he encontrado todavía un dios suficientemente poderoso para remplazar a Amón, de quien he renegado por haberme traído tantos sinsabores. Me he informado respecto a los diferentes dioses y he probado en seguida el nuevo dios del faraón, cuyo templo acaba de abrirse y al que va mucha gente para ganarse el favor del faraón. Pero se dice que el faraón afirma que su dios sólo vive de la verdad, y por eso temo que sea un dios muy complicado, lo cual no me sería útil.

Recordé el escarabajo que había encontrado y lo mostré a Kaptah diciendo:

– He aquí un dios muy poderoso aunque sea de pequeño tamaño. Consérvalo cuidadosamente, porque creo que nos traerá suerte, puesto que tengo ya oro en mi bolsa. Disfrázate de sirio y huye, si verdaderamente lo deseas, pero no me reproches nada si te cogen. Que este pequeño dios te ayude, porque, verdaderamente, es mejor economizar nuestro dinero para pagar nuestro pasaje hasta Simyra. En Tebas, en efecto, no me atrevo a mirar las gentes cara a cara, y tampoco en todo Egipto. Por esto quiero partir, puesto que tengo que vivir en alguna parte y no regresaré jamás a Tebas.

Pero Kaptah dijo:

– No hay que jurar nada, ¡oh dueño mío!, porque del mañana nadie sabe nada y quien ha bebido agua del Nilo no apagará su sed con otra agua. Pero, por lo demás, tu decisión es cuerda; mas harás mejor en llevarme contigo, porque sin mí eres como un niño que no sabe doblar sus pañales. No sé qué delito has cometido, pese a que tus ojos centellean cuando hablas de él, pero eres todavía joven y olvidarás. Un acto humano es como una piedra arrojada al mar. Cae con gran estrépito y agita el agua, pero al cabo de un instante la superficie está de nuevo lisa y no se ve ya rastro de la piedra. Lo mismo ocurre con la memoria. Con el tiempo, todo se olvida, y podrás regresar y espero que entonces serás suficientemente poderoso y rico para protegerme si por casualidad la lista de esclavos fugados me causare perjuicios.

– Parto mañana para no volver -dije resueltamente.

Pero en aquel momento Kaptah fue llamado por la voz aguda de su dueña. Fui a esperarlo a la esquina de la calle y no tardó en comparecer con un cesto y un fardo, haciendo sonar sus monedas de cobre en la mano.

– La madre de todos los cocodrilos me manda a hacer compras al mercado -dijo, encantado-. Naturalmente, como de costumbre, no me ha dado bastante dinero, pero será, de todos modos, una pequeña contribución a la caja del viaje, porque me parece que Simyra está lejos de aquí.

En la cesta estaba su traje y su peluca. Fuimos hasta la ribera y se cambió de ropa entre los cañaverales; yo le compré un bastón como suelen llevar los servidores de los grandes y los corredores. Después fuimos al muelle de Siria, donde encontramos un gran barco de tres palos con unos obenques de proa a popa gruesos como un hombre, y el pabellón de aparejar flotando en lo alto. El capitán era sirio y estuvo encantado en saber que yo era médico, porque respetaba la medicina egipcia y la mayoría de sus marineros estaban enfermos. El escarabajo nos había traído realmente suerte, porque el capitán nos inscribió en el registro del navío y no nos pidió nada por la travesía, pero teníamos que ganarnos la manutención. Desde aquel instante Kaptah honró al escarabajo como a un dios, lo ungió con aceite precioso y lo envolvió en una tela fina.

El barco se alejó del muelle, los esclavos se inclinaron sobre sus remos y después de un viaje de doce días llegamos a la frontera de los dos reinos. Al cabo de doce días más llegamos a un sitio donde el río se divide en dos para lanzarse al mar y dos días después el mar se abría ante nosotros. Durante el camino habíamos visto templos y palacios, campos y rebaños, pero la riqueza de Egipto no alegraba mi corazón, porque tenía prisa en abandonar el país de la tierra negra. Mas cuando el mar se extendió ante nosotros sin que se viese la ribera opuesta, Kaptah se sintió inquieto y me preguntó si no sería prudente desembarcar y llegar a Simyra por tierra a pesar de que este viaje fuese malo y peligroso a causa de los bandidos. Su inquietud aumentó todavía cuando los marineros y los remeros empezaron, según su costumbre, a gemir y hacerse cortes en la cara con guijarros afilados, pese a la prohibición del capitán, que no quería que la vista de la sangre asustase a sus numerosos pasajeros. El barco se llamaba El Delfín. El capitán hizo flagelar a los marineros y los esclavos, pero esto no disminuyó sus gemidos ni sus gritos, de manera que numerosos pasajeros comenzaron a lamentarse y a sacrificar a sus dioses. Los egipcios invocaron a Amón y los sirios se arrancaban la barba llamando a los Baal de Simyra, de Sidón, de Biblos y de otras villas, según su origen.

Por esto le dije a Kaptah que ofreciese un sacrificio a nuestro dios si tenía miedo, y sacando el escarabajo se postró delante de él y lanzó al agua una moneda de plata para calmar a las divinidades marinas, después de lo cual vertió lágrimas sobre el dios y por la moneda perdida. Los marineros dejaron de gritar e izaron las velas, el barco escoró y comenzó a bailar y los remeros recibieron cerveza y pan.

Pero en cuanto el barco comenzó a cabecear, Kaptah cambió de color, dejó de gritar y se agarró al obenque. Al cabo de un instante me dijo en voz baja con tono plañidero que el estómago le subía hasta las orejas y que iba a morir. No me dirigió ningún reproche por haberlo metido en aquella aventura, sino que me lo perdonó todo, a fin de que los dioses fuesen reconocidos y propicios, porque tenía la débil esperanza de que el agua del mar sería lo suficientemente salada para conservar su cuerpo, de manera que incluso ahogado podría verificar el último viaje al país del Poniente. Pero los marinos, que lo habían oído, se burlaron de él, diciéndole que el mar estaba atestado de monstruos que lo devorarían antes de que hubiese llegado al fondo.

El viento refrescó y el barco cabeceaba furiosamente. El capitán hizo rumbo a alta mar y perdimos de vista la costa. Yo empecé también a inquietarme un poco, porque me preguntaba cómo encontraríamos la costa. Y dejé de mofarme de Kaptah; sentía un vago vértigo y un profundo malestar. Al cabo de un momento Kaptah se desplomó sobre cubierta, su rostro se puso verde, vomitó y no dijo nada más. Entonces tuve miedo, y viendo que numerosos pasajeros vomitaban y se ponían verdes y creían rendir el alma, corrí hacia el capitán y le dije que visiblemente los dioses habían maldecido su navío, porque a pesar de toda mi ciencia médica se había declarado a bordo una terrible epidemia. Por esto le conjuré a que virase en redondo y volviese hacia la costa mientras era posible todavía, de lo contrario, como médico, no respondía de las consecuencias. Añadí que la tempestad que nos azotaba y sacudía el navío hasta hacer crujir las junturas era terrible, si bien no quería intervenir en cuestiones pertenecientes a su oficio. Pero el capitán me calmó y me dijo que navegábamos sencillamente bajo un vientecillo fresco excelente para navegar, propio para acelerar la travesía, de manera que no tenía que provocar a los dioses hablando de tempestades. En cuanto a la enfermedad que se había declarado a bordo provenía únicamente de que, habiendo pagado la comida, se habían hartado con exceso, cosa que causaba un perjuicio considerable a la Compañía siria dueña del navío. Por esto en Simyra seguramente la Compañía debió de ofrecer sacrificios a los dioses indicados para que los pasajeros vomitasen todo lo que habían comido y no agotasen como fieras la provisiones de a bordo.

Esta contestación no acabó de convencerme y le pregunté si estaba seguro de encontrar la orilla ahora que la noche había cerrado. Me aseguró que su camarote encerraba una buena cantidad de divinidades que le ayudarían a encontrar la tierra tanto de día como de noche, con la sola condición de que las estrellas brillasen de noche y el sol de día. Pero era seguramente una mentira, porque no sé que existan dioses de esta naturaleza.

Por esto, a fin de burlarme un poco de él, le pregunté por qué yo no estaba enfermo como los demás pasajeros. Me dijo que era muy natural, porque me ganaba la manutención a bordo y no causaba perjuicio a la Compañía. En cuanto a Kaptah, dijo que los esclavos eran un caso particular; unos caían enfermos y otros no. Pero juró por su barba que todos los pasajeros estarían sanos como un macho cabrío en cuanto pusiesen pie a tierra en Simyra, de manera que no tenía que temer por mi reputación de médico. Pero viendo el estado lamentable de los pasajeros me costaba creerlo.

En cuanto a saber por qué yo no me sentía enfermo como los demás, lo ignoro, pero acaso fuese debido a que recién nacido me habían confiado a una cesta de cañas para bajar por el Nilo. No veo otra explicación. Traté de cuidar lo mejor posible a Kaptah, y los pasajeros, pero me lanzaban improperios en cuanto los tocaba, y Kaptah, cuando le ofrecí algo de comida para fortificarlo, volvió la cabeza y soltó unos ruidos extravagantes como un hipopótamo que estuviese aliviando su vientre, a pesar de que no tenía nada que evacuar. Jamás hasta entonces Kaptah había rechazado un plato; por esto empecé a creer realmente que iba a morir, y estaba muy afligido porque me había acostumbrado ya a sus vanas divagaciones.

Vino la noche y acabé durmiéndome, pese a que el chasquido de las velas y el estruendo de las olas contra los flancos del navío eran terribles. Pasaron varios días y no murió ningún pasajero; algunos se restablecieron incluso y volvieron a comer y pasearse por cubierta. Kaptah seguía echado sin probar comida, pero daba signos de vida implorando la ayuda de nuestro escarabajo, lo cual me hizo pensar que, a pesar de todo, pensaba llegar vivo a puerto.

El séptimo día apareció la costa y el capitán me dijo que había navegado a lo lejos de Joppe y de Tiro directamente hacia Simyra gracias al viento favorable. Pero ignoro cómo lo sabía. En todo caso, Simyra apareció al día siguiente y el capitán hizo ofrendas a los dioses del mar y de su camarote. Se arriaron las velas; los remeros metieron sus remos en el agua y el navío hizo su entrada en el puerto.

En cuanto estuvimos en agua mansa, Kaptah se levantó y juró por el escarabajo que nunca más volvería a poner el pie en un navío.

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