LIBRO DÉCIMO. LA CIUDAD DEL HORIZONTE DE ATÓN

1

Horemheb regresó al país de Kush en pleno verano. Las golondrinas habían huido hacia el barro; el agua se corrompía en los estanques y la langosta y el escarabajo de la viña atacaban las cosechas. Pero los jardines de los ricos tebanos desbordaban de flores y lozanía: de ambos lados de la avenida flanqueada por carneros de piedra los arriates brillaban con todos los colores, porque en Tebas sólo los pobres carecían de agua abundante y veían su comida estropeada por el polvo que se depositaba en espesas capas sobre ella y cubría las hojas de los sicómoros y las acacias en el barrio de los pobres. Pero al Sur, al otro lado del río, la casa dorada del faraón levantaba sus muros en la bruma estival y sus jardines eran como un sueño azulado y palpitante. El faraón no había abandonado su palacio para irse a sus pabellones del Bajo País. Por esto todo el mundo sabía que se preparaba un acontecimiento importante y la inquietud llenaba los espíritus, como cuando el cielo se oscurece bajo un viento de arena.

Nadie quedó sorprendido cuando al alba las tropas entraron en Tebas por todas las rutas procedentes del Sur. Escudos polvorientos, lanzas de puntas centelleantes y cuerdas de arcos tendidas; los soldados negros avanzaban por las calles lanzando miradas de curiosidad a su alrededor, de manera que el blanco de sus ojos relucía extrañamente en sus rostros cubiertos de sudor. Precedidos por sus bárbaras insignias penetraban en los cuarteles, donde pronto se encendieron los fuegos para calentar las gruesas piedras de los hogares. En el mismo momento la flota de guerra amarraba en los muelles Y se descargaban los carros de guerra y los caballos empenachados de los jefes, y entre estas tropas no figuraban tampoco egipcios, sino negros del Sur y sardos de los desiertos del Noroeste. Ocuparon la villa y después de haber encendido los fuegos de guarda en las esquinas, se cerró el río. Durante la jornada, el trabajo cesó en los talleres y los molinos, en los almacenes y los depósitos. Los comerciantes recogieron sus tenderetes y cerraron las ventanas con planchas de madera, y los dueños de casas de placer y tabernas contrataron enseguida hombres fuertes para protegerlos. La gente se vistió de blanco, y de todos los barrios la muchedumbre afluía hacia el templo de Am6n, cuyos patios pronto estuvieron llenos a rebosar.

En aquel momento circuló la noticia de que el templo de At6n había sido mancillado y profanado durante la noche. Habían arrojado sobre el altar un perro muerto y el guardián había sido encontrado degollado de oreja a oreja. La gente cambiaba entre sí miradas inquietas, pero muchos no pudieron impedir sonreir secretamente con maligna satisfacción.

– Limpia tus instrumentos, ¡oh dueño mío! -me dijo Kaptah-, porque, si no me equivoco, tendrás antes de la noche mucho trabajo y podrás incluso hacer trepanaciones.

Pero nada especial ocurrió durante la tarde. Solo algunos negros ebrios saquearon algunas tiendas y violaron algunas mujeres, pero los guardias los detuvieron y los apalearon en público, lo cual no devolvió la sonrisa ni a los mercaderes robados ni a las mujeres violadas. Me entere de que Horemheb había llegado también Por el río y me dirigí al Puerto para tratar de verlo. Con gran sorpresa por mi parte, al oír mi demanda, los guardias me anunciaron y me hicieron subir a bordo. Observe con curiosidad aquel barco de guerra, porque era el primero que veía de su especie, pero solo el armamento y la numerosa tripulación lo distinguía de los demás navíos, porque un navío mercante puede tener también dorados en la proa y velas de color.

Así fue como volví a ver a Horemheb. Me pareció que había ganado todavía en altura y majestuosidad; sus hombros eran anchos y fuertes los músculos de sus brazos, pero su rostro estaba surcado de arrugas y sus ojos estaban melancólicos y enrojecidos Por la fatiga. Me incline respetuosamente delante de él con las manos a la altura de las rodillas, y el, riéndose amargamente, dijo:

– ¡Mira, Sinuhé, Hijo del Onagro, mi amigo! Llegas en el momento oportuno.

Su dignidad le impedía abrazarme y se volvió hacia un jefe gordo y rollizo que con los ojos muy abiertos y aire contrariado estaba de pie delante de é1. -Toma este bastón de mando dorado y encárgate de las responsabilidades. -Se quitó del cuello la cadena de oro del mando y la entregó al obeso diciéndole-: Toma el mando y que la sangre del pueblo corra por tus cochinas manos. -Sólo entonces se volvió hacia mí y me dijo-: Sinuhé, amigo mío, soy libre de seguirte adonde quieras y espero que tendrás en tu casa una alfombrilla donde poder estirar las piernas, porque, por Seth y todos los demonios, estoy terriblemente cansado y hastiado de disputar con gente chiflada. -Puso la mano sobre el hombro del hombrecillo gordo y me dijo-: Mira atentamente, Sinuhé, amigo mío, y graba en tu espíritu lo que ves, porque he aquí al hombre que tiene hoy entre sus manos la suerte de Tebas y quizás de todo Egipto. El es quien el faraón ha designado para remplazarme una vez le hube declarado que estaba loco. Pero viendo a este hombre adivinas probablemente que el faraón tendrá en breve necesidad de mí.

Se rió largamente, golpeándose los muslos, pero era una risa que no delataba alegría y me asusté.

El hombrecillo hacia girar sus ojos asustados, mientras el sudor caía de su rostro sobre su pecho regordete.

– No te enojes conmigo, Horemheb -dijo con una voz aguda-. Ya sabes que no he ambicionado tu bastón de mando y que prefiero al fragor de la batalla la calma de mi jardín y de mis gatos. Pero ¿Cómo hubiera podido negarme al deseo del faraón, cuando me asegura que no habrá combate sino que el falso dios caerá sin efusión de sangre?

– Considera sus palabras como realidades -dijo Horemheb-. Su corazón precede a su juicio como el pájaro corre más que el caracol. Por esto sus palabras no tienen ninguna importancia, sino que debes pensar con tu propia razón y verter la sangre con moderación y a sabiendas, pese a que no sea mas que sangre egipcia. Por mi halcón, que te apaleare con mis propias manos si olvidas tu razón y tu habilidad en compañía de tus gatos, porque, por lo que me han dicho, en tiempos del antiguo faraón eras un buen capitán y por esto probablemente el nuevo faraón te ha confiado esta laboriosa tarea.

Le dio un fuerte golpe en la espalda y el hombre se quedó tan sin aliento que no pudo contestar. Horemheb bajó al Puerto en dos zancadas y los soldados se levantaban para saludarlo levantando sus lanzas. El les hizo un signo con la mano y dijo:

– ¡Adiós, soldados! ¡Obedeced a este gato de raza que lleva el bastón de mando por voluntad del faraón! Obedecedle como a un niño ignorante y tened cuidado que no se caiga del carro de combate o se corte con el puñal. -Los soldados se rieron, pero el les mostró el puño, ensombreciéndose, y dijo-: No os digo adiós, sino hasta pronto, porque veo que pasión inflama vuestros ojos de granujas. Por esto os emplazo a que recordéis mis órdenes, si no, a mi regreso, os dejaré la espalda en carne viva.

Me preguntó donde vivía y dio la dirección al jefe de la guardia, pero dejó sus efectos a bordo, donde estarían más seguros. Después me cogió Por el cuello, como antaño, y dijo:

– Verdaderamente, Sinuhé, nadie ha merecido más que yo una buena borrachera esta tarde.

Le hable de -La Cola de Cocodrilo- y estuvo encantado, de manera que le pedí que mandase un piquete de guardias en prevención del desorden. Dio las instrucciones al jefe, que lo obedeció como si hubiese estado todavía bajo sus órdenes y prometió mandar hombres de confianza. Así pude prestarle a Kaptah un servicio que no me costaba nada.

Yo sabía que en «La Cola de Cocodrilo» había varias habitaciones pequeñas y aisladas, donde se reunían los saqueadores de tumbas, los vendedores de mercancías robadas, y donde algunas damas nobles recibían a los sólidos descargadores de los muelles. Allí lleve a Horemheb, y Merit le sirvió una cola en un vaso de concha y el la vació de un trago, tosió un poco y dijo:

– ¡Oh, oh…!

Y pidió otra y cuando Merit hubo salido, dijo que era una bonita mujer y me preguntó cuales eran mis relaciones con ella. Le asegure que no existían, pero que, sin embargo, estaba contento de que Merit no se hubiese comprado todavía un traje de acuerdo con la moda nueva que dejaba el vientre al descubierto. Pero Horemheb no la tocó, le dio las gracias y cogió la copa oliéndola lentamente con un suspiro y dijo:

– Sinuhé, mañana correrá la sangre por las calles de Tebas y no puedo evitarlo, porque el faraón es mi amigo, pese a que esté loco, y un día lo cubrí con mi túnica y el halcón ha unido nuestros destinos. Quizá lo quiera a causa de su locura, pero no quiero mezclarme en este asunto porque tengo que pensar en el porvenir y no quiero que el pueblo me odie. Si, Sinuhé, ha corrido mucha agua por el Nilo y muchas crecidas han inundado el país desde el día de nuestro último encuentro en la pestilente Siria. Regreso del país de Kush donde, según órdenes del faraón, he licenciado a las guarniciones y traigo las tropas negras a Tebas, de manera que el país queda sin protección por el Sur. Sinuhé, amigo mío, en todas las grandes villas los cuarteles están vacíos desde hace tiempo. La Siria no está lejos de alzarse. Esto devolverá al faraón su buen sentido, pero, entretanto el país se empobrece. No hay que contar ya con el comercio con Punt. Y desde su coronación las minas han trabajado despacio, porque no hay que golpear a los perezosos, sino que se les rebaja su ración de comida. Verdaderamente mi corazón tiembla por él, por Egipto y por su dios, pese a que no entienda nada en dioses, porque soy soldado. Pero digo que morirá mucha gente a causa de este dios, lo cual es insensato, porque los dioses existen para calmar al pueblo y no para crear conflictos.

Y dijo además:

– Mañana Amón será derribado, y no lo lamentaré, porque se ha puesto demasiado gordo para hallar sitio al lado del faraón. Es una buena política derrumbar a Amón, porque el faraón heredaría las inmensas riquezas del dios y quizá lo saquen de apuros. Los sacerdotes de los demás dioses han sido rechazados a las sombras y tienen celos de Amón, pero no quieren tampoco a Atón y los sacerdotes reinan sobre el corazón del pueblo, sobre todo los de Amón. Por esto todo tiene que terminar mal.

– Pero -le dije- Amón es un dios detestable y sus sacerdotes han mantenido demasiado tiempo al pueblo en la ignorancia, ahogando toda idea viva hasta el punto de que nadie se atreve a pronunciar una palabra sin el asentimiento de Amón. Al contrario, Atón promete la luz y la vida libre, una vida sin temores, lo cual es una cosa increíblemente grande, Horemheb, amigo mío.

– No comprendo lo que entiendes por terror -respondió-. Si Amón se hubiese contentado con ser el servidor del faraón, merecería su situación actual, porque no se puede gobernar a los pueblos sin el terror que inspiran los dioses. Por esto este Atón es muy peligroso con toda su dulzura y sus cruces de amor.

– Es un dios más grande de lo que te figuras -dije sin saber muy bien por que hablaba así-. Está quizá también en ti sin que lo sepas, y en mí sin que yo me de cuenta. Si los hombres lo comprendiesen, los liberaría del terror y las tinieblas. Pero es muy posible que sean muchos los que perezcan por él, como muy bien has dicho, porque lo que es eterno no puede imponerse a los hombres más que por la violencia.

Horemheb me miró con impaciencia, como se mira a un chiquillo que dice tonterías. Su rostro se ensombreció y cogió su fusta para golpearse los muslos porque la cola de cocodrilo comenzaba a hacer su efecto y dijo:

– Mientras el hombre sea hombre, mientras existan el deseo de poseer, la pasión, el terror y el odio, mientras haya gente de color diferente, lenguas y pueblos diversos, el rico será rico y el pobre, pobre, y el fuerte dominará al débil y el astuto dominará al fuerte. Pero este Atón quiere hacer a todo el mundo igual y ante él el esclavo es igual al rico. El sentido común nos dice que esto es estúpido. Estamos de acuerdo sobre un punto: hay que derribar a Amón, pero esto hubiera debido ocurrir en secreto, por sorpresa y por la noche, y ocurrir al mismo tiempo en todo el país, y se hubiera debido matar inmediatamente a todos los sacerdotes de grado superior y enviar a los otros a las minas y las canteras. Pero en su locura el faraón quiere obrar abiertamente y en público y a la luz de su dios, porque el dios del sol es su dios, en lo cual no hay nada nuevo. En todo caso es una locura y exigiría mucha sangre, y me he negado a encargarme de ello porque ignoraba sus proyectos. ¡Por Seth y todos los demonios! Si hubiese conocido sus intenciones, lo hubiera preparado todo cuidadosamente y hubiese derribado a Amón tan bruscamente que ni él mismo hubiera tenido tiempo de ver lo que ocurría. Pero ahora hasta los chiquillos están al corriente de lo que ocurre y los sacerdotes excitan al pueblo en los templos y los hombres rompen ramas para armarse y las mujeres van a los templos con las palas de lavar ocultas bajo sus vestidos. ¡Por mi halcón, que siento dolor al pensar en la locura del faraón!

Se cogió la cabeza entre las manos y lloró pensando en la locura de Tebas y Merit le sirvió otra cola de cocodrilo, admirando sus hombros y sus músculos potentes, de manera que le ordene rudamente que se marchara Y nos dejase solos. Traté de exponer a Horemheb lo que había observado por mi cuenta en Babilonia en el país de los Khatti y en Creta, hasta que me dí cuenta de que el cocodrilo le había dado un coletazo y que dormía profundamente. Así durmió toda la noche y yo vele su sueño, y oí a los soldados vociferar en la taberna, porque el patrón consideraba preferible albergarlos para asegurarse su apoyo en caso de disturbios. Por esto el escándalo no cesó en toda la noche y se mandó a buscar músicos ciegos y bailarinas y los soldados estuvieron contentos, pero yo no lo estaba porque pensaba que en todas las casas de Tebas se estaban afilando puñales y guadañas, que se tallaban puntas de lanza de madera y que se cubrían de cobre los almireces de la cocina. Sí, creo que no se durmió mucho en Tebas aquella noche, y ciertamente el faraón no durmió tampoco, pero Horemheb estaba profundamente dormido. Esto era probablemente debido a que había nacido soldado.

2

La muchedumbre veló toda la noche en los patios del templo de Amón, y delante del templo los pobres se tendieron sobre el césped fresco de los parterres y los sacerdotes sacrificaron sin cesar en todos los altares, distribuyendo entre el pueblo la carne, el pan y el vino de las ofrendas. Invocaban a Amón en voz alta y prometían la vida eterna a quien creyese en él y expusiese en su honor la vida. En efecto, los sacerdotes hubieran podido evitar la efusión de sangre si hubiesen querido. No hubieran tenido que hacer mas que ceder y someterse y el faraón los hubiera dejado en Paz, porque su dios detestaba el odio y la persecución. Pero el poderío y la riqueza se habían subido a la cabeza de los sacerdotes, y ni la muerte los asustaba mientras invocaban a Amón, y es posible que durante aquella última noche alguno de ellos hubiese vuelto a encontrar la fe. Sabían que ni el pueblo ni los escasos guardias de Amón podrían resistir un ejército bien formado que barrería la muchedumbre como el río se lleva las briznas de paja. Pero querían que la sangre corriese entre Amón y Atón para pacer del faraón un criminal y un asesino que permitió que unos negros sórdidos vertieran la sangre pura de los egipcios. Querían víctimas por Amón, a fin de que su Amón, viviese eternamente del vapor de la sangre de sus víctimas, incluso si la imagen era derrumbada y el templo destruido.

Por fin, después de una larga noche, el disco del sol se levantó sobre las montañas del Este y el calor del día desvaneció en un momento la frescura de la noche. Entonces se tocó la trompeta en todas las esquinas de Tebas y en las plazas, y los heraldos del faraón leyeron el edicto declarando que Amón era un falso dios y que había que derribarlo y maldecirlo por toda la eternidad, y que su nombre maldito debía ser borrado de todas las inscripciones de las tumbas y monumentos. Todos los templos de Amón, desde el Alto al Bajo Egipto, todas las tierras de Amón, el ganado, los esclavos, los edificios, el oro, la plata y el cobre pasaban a ser posesión suya y de su dios y el faraón prometía abrir los templos como paseos públicos, y los parques y los estanques serían accesibles a todos; los pobres podrían nadar en el lago sagrado y sacar agua a su antojo. Repartiría las tierras de Amón entre los que no las poseían a fin de que pudiesen cultivarlas en nombre de Atón.

Al principio, la muchedumbre escuchó en silencio la proclamación del faraón como lo quiere la buena costumbre, pero inmediatamente un sordo clamor se elevó de todas las calles, plazas y delante del templo: ‹ ¡Amón, Amón!» Era un grito tan potente que parecía que las piedras de las casas y de las calles gritasen también. Los soldados negros tuvieron un momento de vacilación y sus rostros pintados de blanco y rojo se pusieron lívidos, y sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas, al darse cuenta de que, a pesar de su número, estaban como perdidos en aquella inmensa villa que veían por primera vez. Y en el clamor, pocos fueron los que se enteraron de que el faraón, deseoso de suprimir de su nombre el nombre maldito de Amón, se llamaría en adelante Akhenatón, el Favorito de Atón.

Estos gritos despertaron a Horemheb, que se desperezó y me dijo, sonriendo, con los ojos cerrados:

– ¿Eres tu, Baket, amada de Amón, mi princesa? ¿Eres tú quien me llama?

Pero yo le di un puñetazo y la sonrisa se desvaneció en sus labios y, tocándose la frente, dijo:

– Por Seth y por todos los demonios, que tu bebida es fuerte, Sinuhé, y seguramente he soñado.

Y yo le dije:

– El pueblo implora a Amón.

Entonces se acordó de todo y atravesamos rápidamente la taberna pasando por encima de los soldados borrachos y los cuerpos desnudos de las mujeres. Horemheb tomó un pan y vació una jarra de cerveza, y después nos precipitamos hacia el templo por las calles desiertas como nunca. Por el camino, Horemheb hizo sus abluciones en una fuente pública y metió la cabeza en el agua, porque las colas de cocodrilo le azotaban todavía las sienes.

Entretanto, aquel hombre regordete, cuyo nombre era Pepitamón, había dispuesto sus tropas y sus carros de guerra delante del templo. Habiéndose enterado de que todo estaba en orden y que cada destacamento conocía su misión, subió a su litera dorada y con voz aguda gritó:

– ¡Soldados de Egipto, guerreros impávidos de Kush, bravos sardos! ¡Id y derribad este maldito Amón por orden del faraón y vuestra recompensa será grande!

Habiendo así cumplido con todo lo que consideraba su deber, volvió a recostarse sobre los muelles almohadones de su litera y se hizo abanicar Por sus esclavos, porque el calor era ya sofocante.

Pero el vestíbulo del templo blanqueaba de gente vestida de blanco, y había una muchedumbre inmensa de hombres, mujeres, niños y ancianos, y no retrocedieron cuando las tropas avanzaron hacia el templo y los carros emprendieron la marcha. Los negros se abrían paso con las astas de sus lanzas y distribuyendo golpes con sus mazas, pero la muchedumbre era densa y no se movía. Súbitamente la multitud comenzó a invocar a Amón y se arrojó de bruces delante de los carros, de manera que los carros pasaban por encima de ellos y los carros aplastaban sus cuerpos extendidos. Los jefes vieron entonces que no podrían avanzar sin verter sangre y retiraron sus tropas, porque el faraón había dado orden de no hacer correr la sangre. Pero las piedras de las plazas estaban ya enrojecidas y los cuerpos aplastados gemían y aullaban y una alegría insensata se apoderó del pueblo cuando vio las tropas retroceder, porque creían haber alcanzado la victoria.

Pero Pepitamón recordó entonces que el faraón había cambiado su nombre por el de Akhenaton. Así decidió cambiar el suyo también para complacer al faraón y cuando sus jefes acudieron, confusos e indecisos, a pedirle nuevas órdenes, fingió no entenderlos y declaró moviendo perezosamente los ojos:

– No conozco a Pepitamón. Mi nombre es Pepitatón, Pepit, bendito de Atón.

Los jefes, cada uno de los cuales, con una fusta trenzada de oro, mandaba mil hombres, se sintieron ofendidos, y el comandante de los carros dijo: -¡Que Atón se hunda en el abismo de los infiernos! Pero, ¿que farsa es ésta y que órdenes das para que penetremos en el templo?

Y entonces se burló de ellos y dijo:

– ¿Sois mujeres o soldados? Dispersad a la muchedumbre, pero sin verter sangre, porque el faraón lo ha prohibido expresamente.

A estas palabras los jefes se miraron y escupieron en el suelo, pero fueron a reunirse con sus tropas porque no podían hacer otra cosa.

Durante este consejo de guerra, el pueblo, cada vez mis excitado, perseguía a los negros y arrancaba las piedras de la calle para lanzarlas contra los soldados, blandiendo mazas y ramas arrancadas de los árboles. La muchedumbre era enorme y la gente se animaba con gritos y muchos negros rodaban por el suelo, y los caballos de los carros se empinaban y desbocaban, de manera que los conductores debían agarrarse a las riendas para retenerlos. Al regresar a sus carros, el comandante vio que uno de los ojos de su caballo favorito estaba atravesado y que cojeaba a consecuencia de una pedrada. Se irritó de tal manera, que llorando de rabia dijo:

– ¡Mi flecha de oro, mi rápido corcel, mi rayo de sol, te han atravesado un ojo y te han roto una pierna, pero verdaderamente me eres más querido que toda esta ralea y todos los dioses juntos! Por esto quiero vengarte, pero sin verter sangre tal como lo ordena el faraón.

A la cabeza de los carros se arrojó contra la muchedumbre y los conductores metían en sus carros a los manifestantes que mis gritaban, y los caballos pisoteaban a los ancianos y a los niños, y los gritos se convertían en aullidos. En cuando a los hombres llevados por los carros, fueron colgados de las riendas y así no se vertió sangre y se arrastraron sus cuerpos para amedrentar a la gente. Los negros sacaron las cuerdas de sus arcos y se arrojaron sobre la multitud y estrangularon a los manifestantes. Estrangularon también a niños, protegiéndose con sus escudos de las pedradas y bastonazos. Pero todo negro separado de sus compañeros era descuartizado por la muchedumbre y un conductor de carro fue arrancado de él y le machacaron la cabeza con una piedra.

Horemheb y yo asistimos a estas escenas, pero la confusión, el ruido y el escándalo delante del templo era tal que no podíamos discernir lo que pasaba. Horemheb me dijo:

– No tengo el poder de intervenir, pero es muy instructivo para mí. Por esto trepó sobre el lomo de un león de cabeza de carnero para observar mejor los acontecimientos, comiendo un pan que había cogido antes de salir.

Pero el comandante real Pepitatón acabó poniéndose nervioso y la clepsidra iba vaciándose a su lado y los gritos de la muchedumbre llegaban a el como el rugir de una inundación funesta. Llamó a sus jefes y, reprochándoles su lentitud, dijo:

– Mi gata sudanesa Mimo va a parir hoy y estoy muy inquieto por ella. Id, en nombre de Atón, y derribad esta maldita imagen para que podamos irnos todos a casa, ¡si no, por Seth y todos los diablos, os arrancare vuestras cadenas de oro y romperé vuestras fustas, os lo juro!

Ante estas palabras, los jefes comprendieron que estaban perdidos hiciesen lo que hiciesen, y decidieron salvar, por lo menos, su reputación militar. Por esto dispusieron sus tropas y pasaron al ataque y barrieron a la muchedumbre como la crecida barre las ramas secas, y las lanzas de los negros se tiñeron de sangre y la plaza quedó ensangrentada, y cien veces cien hombres, mujeres y niños perecieron aquella mañana por Amón delante de su templo. Y viendo a los soldados pasar rápidamente al ataque, los sacerdotes habían hecho cerrar las puertas del pilón, y la muchedumbre se dispersó en todas direcciones como un rebaño de corderos asustados, y los negros, excitados por la sangre, los perseguían y los mataban con sus flechas y los carros recorrían las calles atravesando a los fugitivos con sus lanzas.

– En su huída la muchedumbre invadió el templo de Atón y derribó sus altares y mató a los sacerdotes y los carros penetraron en él también. Así fue como las losas del templo de Atón no tardaron en quedar también cubiertas de sangre y de cadáveres.

Pero delante de las murallas del templo de Amón los soldados de Pepitatón tuvieron que detenerse, porque los negros ignoraban el arte de asediar una plaza y sus arietes eran impotentes contra las puertas de cobre del pilón, pero en cambio podían forzar fácilmente las empalizadas de un poblado en el país de las jirafas. Sólo pudieron rodear el templo y los

sacerdotes los injuriaban desde lo alto de los muros y los guardas lanzaban flechas y venablos de manera que fueron muchos los negros pintados que perecieron en vano. Pero en la plaza, delante del templo, el olor de sangre había atraído de todas partes enormes enjambres de moscas. Pepitatón se hizo llevar allí y su rostro se alargó, y mandó a los esclavos que quemasen incienso a su alrededor y lloró desgarrando sus vestiduras a la vista de tantos cadáveres. Pero su corazón estaba preocupado por la suerte de su gata Mimo y por esto dijo a sus jefes:

– Temo que la cólera del faraón caiga terriblemente sobre vosotros, porque no habéis derribado la imagen de Amón y, en cambio, la sangre corre a mares por la plaza. Pero lo hecho, hecho esta. Por esto voy a correr a casa del faraón y referirle lo ocurrido y trataré de defenderos. Tendré, probablemente, tiempo también de pasar por mi casa y echar una ojeada a mi gata y cambiarme de ropas, porque el olor aquí es espantoso y penetra en la piel. Entretanto, calmad a los negros y dadles de comer y beber, porque es inútil tratar de derribar boy las murallas del templo. Lo sé porque soy un jefe lleno de experiencia y no estamos equipados para derribar murallas. Pero no es culpa mía, pues el jefe no me ha dicho que sería necesario asediar el templo. El es quién debe decidir lo que conviene hacer.

Aquel día no ocurrió nada mas, los jefes retiraron lejos de sus muros a sus tropas y los montones de cadáveres e hicieron avanzar el tren de carretas para avituallar a los negros. Los sardos, que eran mas inteligentes que los negros y no les gustaba estar al sol, invadieron codas las casas vecinas al templo, echando de ellas a sus habitantes y saqueando sus bodegas, porque eran casas ricas. Entretanto, los cadáveres de las plazas comenzaban a hincharse y los primeros cuervos y milanos acudieron procedentes de las montañas a Tebas, donde no se les había visto jamás hasta entonces.

Por la noche las lámparas no se encendieron y el cielo estaba oscuro sobre Tebas, pero los negros y los sardos se escaparon de los campamentos y, encendiendo antorchas, forzaron las puertas de las casas de placer y saquearon las de los ricos, y en la calle preguntaban a todo el mundo: ¿Amón o Atón?- Si alguien no contestaba lo golpeaban y le quitaban la bolsa. Y si alguien, asustado, respondía: ¡Que Atón sea bendito!», le gritaban: «!Mientes, perro; no nos engañas!» Y le cortaban el pescuezo o lo atravesaban con su lanza y le quitaban las ropas y la bolsa. Para ver mejor pegaron fuego a algunas casas y a medianoche el cielo de Tebas se enrojeció nuevamente, y nadie estaba en seguridad en la villa; pero nadie podía huir porque los caminos estaban cerrados y el río también, y los guardias rechazaban a los fugitivos, porque se les había dado orden de impedir que alguien pudiese llevarse el oro y los tesoros de Amón.

Pero lo peor era que los cadáveres seguían pudriéndose en las calles cercanas al templo, pues nadie se atrevía a recogerlos por no incurrir en la cólera del faraón, a quien se había dicho que las víctimas eran poco numerosas. No se permitía tampoco a los parientes llevarse los cuerpos de los suyos. Así fue como el olor de los cadáveres apestó el aire de la villa e incluso el agua del río, y al cabo de pocos días las enfermedades se desencadenaron en la villa y no se las pudo combatir porque la Casa de la Vida estaba dentro del recinto de Amón, con sus depósitos de medicinas.

Cada noche las casas ardían y eran saqueadas, y los negros pintados bebían vino en copas de oro y los sardos dormían blandamente en las camas de los ricos. Día y noche, desde lo alto de las murallas del templo, los sacerdotes lanzaban maldiciones contra el falso faraón y contra todos los que abjuraban de Amón. Toda la turbamulta de la villa salió de sus antros: los ladrones, los saqueadores de sepulturas y los bandoleros que no tenían a ningún dios, ni siquiera a Amón. Invocaban piadosamente a Atón e iban a su templo a pedir a los sacerdotes supervivientes una Cruz de vida que se ponían en el cuello como talismán, para poder saquear, matar y robar a su antojo. Después de estos días y estas noches, Tebas necesitó años enteros para recuperar su aspecto anterior.

3

Horemheb vivía en mi casa, donde velaba y se enflaquecía, y sus ojos se ensombrecían porque se negaba a tomar la comida que Muti le preparaba con abnegación, pues lo admiraba como las mujeres admiran a los hombres robustos; en cambio, yo no era más que un médico sin musculatura, pese a todo mi saber. Y Horemheb me decía:

– ¡ Qué me importa Amón o Atón! Mis soldados olvidan la disciplina y se convierten en fieras, de manera que tendré que distribuir muchos golpes y hacer rodar muchos cabezas para restablecer el orden. Es lástima, porque conozco a muchos de ellos por sus nombres y son excelentes soldados, siempre y cuando los mantenga firmes y les dirija buenas reprimendas.

Pero Kaptah se enriquecía cada día más y su rostro relucía de grasa; no salía jamás de ‹La Cola de Cocodrilo», donde los oficiales sardos y los centuriones pagaban sus consumiciones en oro, y las habitaciones posteriores se llenaban de tesoros robados, joyas, cofres y alfombras dadas en pago. Pero nadie se atrevía a alborotar en aquella taberna, porque se sabía que estaba guardada por los soldados de Horemheb. Kaptah mimaba a los guardias para estimular su celo, y los soldados bendecían su nombre y colgaban cabeza abajo en la puerta a todo ladrón cogido in fraganti, para que sirviese de ejemplo y atemorizar a los alborotadores.

Al tercer día mis remedios se acabaron y me fue imposible comprar otros ni a precio de oro, y mi habilidad era impotente ante las enfermedades propagadas por el agua infectada por los cadáveres. Yo estaba agotado y mi

corazón era como una llaga en mi pecho, y mis ojos estaban enrojecidos de tanto velar. Por esto me asquee de todo, de los pobres y de las heridas, e incluso de Amón, y me fui a ‹La Cola de Cocodrilo», donde bebí vinos mezclados y me dormí, y por la mañana Merit me despertó y me llevó a dormir a su alfombrilla al lado de ella.

Yo estaba avergonzado y le dije:

– La vida es como una noche fría, pero es bello que dos solitarios se calienten en una noche fría, aunque sus ojos y sus manos se mientan por amistad.

Ella bostezó y dijo:

– ¿Cómo sabes que mis ojos y mis manos te mienten? Estoy verdaderamente cansada de golpear en los dedos de los soldados y arrearles patadas, y a tu lado, Sinuhé, es donde encuentro en esta villa el único lugar donde nadie se atreve a tocarme. Pero ignoro por que, y estoy un poco enojada contigo porque dicen que mi vientre no tiene defectos y que soy bella, aunque no hayas deseado nunca verlo. -Bebí la cerveza que me ofrecía para aclararme las ideas y no supe que responder. Ella me miraba a los ojos sonriendo, pero en el fondo de sus pupilas pardas la pena brillaba como el agua negra de un pozo. Y añadió-: Sinuhé, querría ayudarte si pudiese, y hay en esta villa una mujer que tiene una gran deuda contigo. Estos días el suelo está en el techo y las puertas se abren al revés y se arreglan muchas cuentas por las calles. Quizá sería conveniente para ti cobrar tu crédito, a fin de que ceses ya de pensar en que toda mujer es un horno que te consumirá.

Yo le dije que no la consideraba como un horno y la dejé, pero sus palabras germinaban en mí, porque no era más que un hombre y mi corazón estaba acongojado por la sangre y había experimentado la embriaguez del odio. Por esto sus palabras anidaron en mi como una llama y recordé el templo de la diosa de cabeza de gato y la casa de al lado, pese a que el tiempo hubiese cubierto de arena estos recuerdos. Sin embargo, en estas jornadas de horror los cuerpos salían de sus tumbas, y recordaba a mi tierno padre Senmut y a mi buena madre Kipa, y un sabor de carnicería me llenaba la boca, porque ahora nadie estaba en seguridad en Tebas y me hubiera bastado sobornar a dos soldados para satisfacer mi venganza. Pero no sabía lo que quería. Por esto regrese a mi casa dispuesto a cuidar a mis enfermos lo mejor que pudiese, sin medicinas, e invite a los pobres a cavar fosos en la ribera para que el agua se purificase filtrándose a través del fango.

Al quinto día, los oficiales de Pepitatón se sintieron inquietos porque los soldados se negaban a obedecer y arrancaban las fustas de manos de los oficiales para romperlas sobre sus rodillas. Fueron a encontrar a su jefe, que estaba asqueado de la penosa vida de soldado y echaba de menos sus gatos, y le hicieron prometer ir a casa del faraón para decirle la verdad y renunciar a sus funciones, devolviendo su collar de mando real. Aquel mismo día se presentó en mi casa un mensajero del faraón para convocar a Horemheb al palacio. Horemheb se incorporó como un león, se lavó y vistió, y se marchó

pensando en lo que diría, porque en aquellos días el mismo poder del faraón vacilaba y nadie sabía lo que ocurriría al día siguiente. Delante del faraón, dijo:

– Akhenatón, el tiempo apremia y sería demasiado largo exponerte la forma en que yo aconsejo obrar. Pero concédeme durante tres días tus poderes de faraón y al tercero te restituiré tus poderes, y no tendrás que saber lo que ha pasado.

Pero el faraón le dijo: -¡Derribarás a Amón? Y Horemheb dijo:

– Estás más loco que un poseído de la luna; pero, después de todo lo ocurrido, Amón tiene que ser derribado para que la autoridad del faraón subsista. Por esto destruiré a Amón, pero no me preguntes como.

El faraón dijo:

– No debes maltratar a sus sacerdotes, porque no saben lo que hacen. Horemheb le respondió:

– Verdaderamente habría que trepanarte, porque es el único medio de obtener tu curación, pero obedeceré tu orden, puesto que un día te cubrí con mi túnica.

Entonces el faraón lloró y le entregó su fusta y su cetro para un plazo de tres días. No presencié la escena, pero sé que ocurrió así por Horemheb, que, como todos los soldados, algunas veces tiene tendencia a exagerar. En todo caso, regresó a la villa en el coche dorado del faraón, y recorrió las calles y llamó a los soldados por sus nombres y reunió los mis fieles e hizo sonar las trompetas para agrupar a sus hombres alrededor de las insignias. Toda la noche administro justicia y los aullidos y los llantos resonaban en los grupos, y los portavergas de los regimientos rompieron muchísimas varas de junco y sus brazos se cansaron y dijeron que jamás hasta entonces habían sido sometidos a prueba parecida. Horemheb envió a los hombres seguros a patrullar por las calles y detuvieron a todos los soldados que no habían obedecido las órdenes y se los llevaron para ser apaleados, y aquellos cuyas manos o vestiduras estaban ensangrentadas fueron decapitados delante de sus camaradas. Al alba, toda la ralea de Tebas volvió como ratas a sus cuevas, porque todo ladrón o saqueador cogido in fraganti era matado en el mismo lugar donde era sorprendido. Por esto volvieron a sus escondrijos, temblando, y se arrancaron sus cruces de Atón, creyendo que traían la desgracia.

Horemheb convocó también a todos los obreros de la construcción y les dio orden de derribar las casas de los ricos y algunos navíos, a fin de procurarse madera para construir arietes, escaleras y torres de asedio; así el ruido de los martillos llenó la noche de Tebas. Pero este ruido era dominado, y sus gritos eran agradables a los oídos de los tebanos. Por esto perdonaron de antemano a Horemheb todos sus actos y lo amaron, porque la gente razonable se había apartado ya de Amón después de todos aquellos destrozos, y esperaba que Amón sucumbiera para verse liberada de sus soldados.

Horemheb no perdió el tiempo en vanas discusiones con los sacerdotes, sino que desde el alba dio sus órdenes a los jefes y, reuniendo las centurias, les dio sus instrucciones. En cinco lugares distintos los soldados avanzaron sus torres contra las murallas del templo y en el mismo momento los arietes atacaron las puertas y nadie fue herido, porque los soldados se cubrían con sus escudos como las tortugas, y los sacerdotes y los guardianes, no habiendo imaginado que el asedio seguiría, no habían preparado agua hirviendo ni fundido la pez para rechazar a los atacantes. Así, pues, no pudieron contrarrestar los ataques bien combinados, dispersaron sus fuerzas y corrieron sin plan por las murallas, y la gente comenzó a gritar de miedo en los patios. Por esto los sacerdotes de grado superior, viendo ceder las puertas y trepar los negros por las murallas, hicieron sonar las trompetas para que cesara la lucha y economizar vidas, porque consideraban que Amón había recibido ya suficientes víctimas y querían conservar a los más fieles en previsión del porvenir. Se abrieron, pues, las puertas y los soldados entraron en los patios; la muchedumbre huyó invocando la ayuda de Amón y regresó a sus hogares con alegría, porque su exaltación se había desvanecido y el tiempo les parecía largo en aquellos patios excesivamente calentados por el sol.

Así fue como Horemheb se apoderó del templo sin efusión de Sangre. Mandó a los médicos de la Casa de la Vida que cuidaran los enfermos de la villa, pero no penetró en la Casa de la Muerte, porque vive al margen de la vida y está vedada, pase lo que pase en el mundo. Pero los sacerdotes se atrincheraron detrás del templo para proteger al Santo de los Santos, e hicieron beber drogas a los guardianes para que combatieran hasta el fin insensibles al dolor.

El combate en el templo duró hasta la noche, pero al crepúsculo todos los guardias a quienes les habían suministrado drogas y los sacerdotes cogidos con armas fueron ejecutados y no quedaron más que los sacerdotes de grado superior que se habían agrupado en torno a su dios. Entonces Horemheb dio por terminado el combate y mandó recoger los cadáveres para arrojarlos al río; después se acercó a los sacerdotes y les dijo:

– No tengo nada contra Amón porque adoro a Horus, mi halcón. Mas debo obedecer las órdenes del faraón y derribar a Amón. Pero sería mas agradable para vosotros y para mí que no se descubriese la imagen en el santuario porque los soldados la profanarían, y no quisiera cometer tal profanación, si bien tengo que seguir las órdenes recibidas. Pensad en mis palabras; os doy el tiempo de una clepsidra para reflexionar. Después podréis alejaros en Paz y nadie pondrá la mano sobre vosotros, porque no quiero atentar contra vuestras vidas.

Estas palabras gustaron a los sacerdotes, que estaban dispuestos a morir por Amón. Permanecieron en el recinto sagrado, detrás de la cortina, hasta que el agua de la clepsidra se hubo agotado. Entonces, Horemheb arrancó la cortina de sus manos e hizo salir a los sacerdotes, y a su marcha el santuario quedó vacío y no se vio en ninguna parte la imagen de Amón, porque los sacerdotes lo habían hecho añicos y se llevaban los trozos bajo sus mantos para poder decir que se había producido el milagro y que Amón vivía siempre. Pero Horemheb hizo poner los sellos del faraón en todos los depósitos y selló con sus propias manos los subterráneos donde se guardaba el oro y la plata. La misma noche los escodadores comenzaron a trabajar para borrar, a la luz de]as antorchas, el nombre de Amón de las imágenes e inscripciones, y después Horemheb hizo recoger los cadáveres de las plazas y apagar los últimos incendios.

Habiéndose enterado de que Amón había sido derribado y el orden restablecido, los ricos y los grandes volvieron a vestir sus mejores galas, encendieron las lámparas delante de sus casas y salieron a]a calle a celebrar la victoria de Atón. Los cortesanos, refugiados en la casa del faraón, regresaron también a sus villas de la otra orilla del río, y pronto el cielo de Tebas se enrojeció de nuevo bajo el resplandor de las lámparas y las antorchas, y se lanzaron flores por las calles y las gentes reían y se abrazaban. Horemheb no podía impedirles servir vino a los sardos ni impedir a las mujeres nobles que besasen a los negros que llevaban en la Punta de sus lanzas las cabezas de los sacerdotes asesinados. Aquella noche Tebas nadó en la alegría bajo el nombre de Atón, y en nombre de Atón todo estaba permitido y no había diferencia entre negros y egipcios, y para demostrarlo las damas de la Corte se llevaban a los negros a sus casas y abrían sus vestiduras delante de ellos gozando de su fuerza y del olor de su cuerpo. Y cuando a la sombra de los muros, un guardián herido se arrastraba invocando el nombre de Amón, se le rompía la cabeza contra las piedras de la calle y las mujeres bailaban de júbilo alrededor de su cuerpo. Esto es lo que he visto con mis propios ojos.

Vi todo aquello con mis propios ojos y entonces me cogí la cabeza con ambas manos y todo me importó un ardite, y me dije que ningún dios era capaz de curar al hombre de su locura. Aquella noche todo me importó un ardite; por esto me fui a La Cola de Cocodrilo- y las palabras de Merit zumbaron en mis oídos, y llamé a los soldados que seguían custodiando la taberna, me escucharon porque habían visto a Horemheb en mi compañía, y en aquella noche de insensata alegría, entre la muchedumbre que danzaba por las calles, los conduje delante de la casa de Nefernefernefer. Las lámparas y las antorchas brillaban también allí; la casa no había sido saqueada y desde la calle se oían las risas y los gritos de los beodos. Pero en aquel momento mis rodillas comenzaron a temblar y dije a los soldados:

– He aquí la orden de Horemheb, mi amigo, el comandante real. Entrad en esta casa; encontraréis en ella a una mujer que mantiene la cabeza alta y cuyos ojos son verdes como la piedra. Id y traédmela, y, si resiste, dadle un golpe con el asta de vuestra lanza, pero no le hagáis daño.

Entraron satisfechos, y a continuación la gente, asustada, huyó despavorida, tambaleándose, y los servidores llamaron a los guardias. Pero los soldados regresaron con las manos llenas de frutas, pasteles de miel, jarras de vino y llevando en brazos a Nefernefernefer, porque se había resistido y tuvieron que darle un fuerte golpe en la cabeza; había perdido su peluca y su cabeza afeitada sangraba. Puse la mano sobre su pecho, que era suave como el vidrio y cálido, pero tenía la impresión de tocar una piel de serpiente. Sentí que su corazón latía, observé que no tenía herida grave y la envolví en un manto negro, como se hace con los cadáveres, depositándola en mi litera; los guardias no intervinieron, porque vieron los soldados que me acompañaban. Los soldados me escoltaron hasta la Casa de la Muerte, y yo estaba sentado en la litera que se balanceaba con el cuerpo de Nefernefernefer inerte sobre mis rodillas; era tan bella como antes, pero para mi era repugnante como una serpiente. Así nos llevaron a través de la alegre noche de Tebas, y delante de la Casa de la Muerte di oro a los soldados y despedí la litera. Cogí a Nefernefernefer y entré, y los embalsamadores acudieron a mi encuentro y les dije:

– Os traigo una mujer que he encontrado en la calle y no conozco ni su nombre ni sus parientes, pero creo que tiene joyas que os compensaran por vuestro trabajo si conserváis su cuerpo para la eternidad.

Se enfurecieron contra mi diciendo:

– ¡Pobre loco! ¿Crees acaso que no tenemos bastantes cadáveres estos días? ¿Quién nos pagará nuestro trabajo?

Pero después de haber abierto el manto negro notaron que el cuerpo estaba caliente todavía, y al quitar las joyas y las ropas vieron que la, mujer era bella, mas bella que ninguna de las que habían llevado a la Casa de la Muerte. Dejaron de refunfuñar y poniendo la mano sobre el pecho advirtieron que el corazón latía todavía. Entonces la envolvieron otra vez precipitadamente y guiñándose los ojos se echaron a reír, diciendo:

– Vete ya, extranjero, y bendito seas, porque haremos cuanto podamos por conservar eternamente este cuerpo, y si depende de nosotros la guardaremos aquí setenta veces setenta días para que su cuerpo se conserve para toda la eternidad.

Así fue como cobre mi deuda con Nefernefernefer, que me debía ciertamente mucho a causa de mis padres. Y yo pensaba en su persona al despertarse en los antros de la Casa de la Muerte, despojada de su riqueza y poderío en manos de los embalsamadores, que no le permitirían volver a ver jamás la luz del día, si eran como yo los había conocido. Tal fue mi venganza, porque a causa de ella conocí la Casa de la Muerte, pero fue una venganza infantil, como pude darme cuenta más tarde. Hablaré de ello a su tiempo, pero quiero decir aquí que la venganza embriaga y su sabor es delicioso, pero de todas las flores de la vida es la que mas pronto se marchita, y bajo las delicias de la venganza ríe siniestramente una calavera. Y no

encontrada ningún consuelo en la idea de que quizá mi acto había salvado a muchos jóvenes de una muerte vergonzosa y prematura, porque la ruina, la vergüenza y la muerte siguen todos los pasos dados por el pie de Nefernefernefer. No, esta idea no me causaba ninguna satisfacción, porque todo tiene un fin, y la existencia de Nefernefernefer lo tiene también, y es necesario que haya mujeres como ella para poder poner los corazones a prueba.

Regrese a ‹La Cola de Cocodrilo›, donde encontré a Merit, y le dije: -He cobrado mi deuda y de la manera mas cruel que puedas imaginarte. Pero mi venganza no me causa alegría ninguna y mi corazón esta más vacío todavía que antes y tiemblo, pese a que la noche sea suave.

Bebí vino, y el vino era como polvo en mi boca, y le dije:

– En verdad te digo que mi cuerpo se reseque si vuelvo jamás a tocar a una mujer, porque cuanto mas pienso en las mujeres, mas las temo, porque su cuerpo es como un desierto devastado y su corazón un cepo mortal.

Ella me toco la mano y, mirándome con sus ojos pardos, me dijo:

– Sinuhé, no has encontrado todavía a la mujer que haya querido hacer tu felicidad.

Entonces yo le dije:

– ¡Que todos los dioses de Egipto me protejan de la mujer que quiera hacer mi felicidad, porque también el faraón quiere hacer la felicidad de su pueblo y el río arrastra infinidad de cadáveres fruto de su bondad! -Bebí más vino y llorando le dije-: Merit, tus mejillas son lisas como el vidrio y tus manos son cálidas. Permíteme esta noche tocar tus mejillas con mis labios y guardar entre las tuyas mis manos frías, para que pueda dormir sin pesadillas, y te daré cuanto me pidas.

Ella me sonrió tristemente y dijo:

– Me doy cuenta de que la cola de cocodrilo habla en este momento por tu boca, pero estoy acostumbrada y no te guardo rencor. Debes saber, Sinuhé, que no te pediré nada y que no he pedido todavía nunca nada a un hombre ni aceptado regalo alguno, porque si quiero dar algo lo doy de todo corazón, y a ti te lo daré con mucho gusto, porque soy tan solitaria como tú.

Tomó la copa de mis manos, extendió la alfombrilla y se acostó sobre ella, y yo me tendí a su lado y me calentó mis manos frías. Con mis labios toque la piel lisa de sus mejillas y respire el olor de cedro de su piel y me divertí con ella, y fue para mi como un padre y una madre, y como el fuego para un hombre temblando en una noche de hielo, y como la luz de la ribera que en una noche de tempestad conduce al marino a puerto. Cuando me quede dormido fue como Minea para mi, la Minea que había perdido para siempre, Y Yo reposaba a su lado como en el fondo del mar al lado de Minea, y no tuve malos sueños, sino que dormí profundamente, mientras ella murmuraba a mi oído las palabras que las madres dicen a sus hijos asustados por las tinieblas. A partir de aquella noche fue mi amiga, porque en sus brazos creía de nuevo que existía en mí y fuera de mi saber algo que se me escapaba y para lo cual valía la pena vivir.

A la mañana siguiente le dije:

– Merit, he roto una jarra con una mujer que está muerta, pero conservo todavía una cinta de plata que ató un día sus largos cabellos. Y, sin embargo, a causa de nuestra amistad, estoy dispuesto a romper una jarra contigo, si lo deseas.

Pero ella bostezó y, llevándose la mano a la boca, dijo:

– No debes beber nunca mis ninguna cola, Sinuhé, porque al día siguiente dices tonterías. Recuerda que me he criado en una taberna y que no soy ya la muchacha inocente que podría dar crédito a tus palabras para llevarse después una decepción.

– Cuando te miro a los ojos, Merit, creo que existen en el mundo mujeres buenas también -le dije, besando sus mejillas suaves-. Por esto te he hablado así, a fin de que comprendas todo lo que eres para mí.

Sonrió y dijo:

– Habrás observado que te he prohibido beber mis colas de cocodrilo, porque una mujer, para demostrar que ama a un hombre, empieza siempre prohibiéndole algo para comprobar su poder. Pero no hablemos de jarras, Sinuhé. Sabes muy bien que mi alfombrilla estará siempre libre para ti cuando estés demasiado solo y triste. Pero no te enfades, Sinuhé, si alguna vez descubres que en el mundo hay otros hombres solitarios y afligidos, porque soy libre de elegir mi compañía y no quiero de ninguna manera ligarte. Por esto, a pesar de todo, te voy a ofrecer con mis manos una cola de cocodrilo.

Tan extraño es el espíritu del hombre y conoce tan poco a su propio corazón que en aquel instante mi espíritu estaba de nuevo libre y ligero como un pájaro y había olvidado todo el mal ocurrido aquellos días. Me sentía bien y aquel día no tomé más colas de cocodrilo.

4

Aquel fue el día en que Horemheb devolvió al faraón su fusta y su cetro y le dijo que había derribado a Amón y restablecido el orden en la villa. El faraón le puso en el cuello la cadena dorada del mundo real y le entrego la fusta dorada de comandante en jefe que olía todavía a gato después de haber estado en manos de Pepitatón. El faraón se proponía ir al día siguiente en procesión por la Avenida de los Carneros hasta el templo de Atón para festejar la victoria de su dios, pero aquella noche deseaba recibir a sus amigos en palacio. Horemheb le habló de mí y así fue como fui invitado al

palacio dorado, porque Horemheb había exagerado mucho hablando de mi habilidad y de mi profesión de médico de los pobres y todo lo que había realizado curando a los desgraciados y secando las lágrimas de los huérfanos.

En palacio vi por primera vez la moda estival de las mujeres, de que tanto se había hablado en la villa, y confieso que, a pesar de su audacia, era agradable y graciosa y que no dejaba gran cosa para adivinar a los ojos del hombre. Vi también que las mujeres se habían pintado las ojeras, con verde malaquita y los labios y las mejillas de rojo ladrillo, de manera que parecían cuadros.

Horemheb me llevo a presencia del faraón, que durante mi ausencia se había hecho ya un hombre; su rostro era pálido y ardiente, y sus ojos estaban abotagados por el insomnio. No llevaba ni una sola joya, sino que iba vestido enteramente de blanco, pero sus ropas eran de lino real y no disimulaban la afeminada deformidad de su cuerpo escuálido.

– Sinuhé, el médico, tu que eres solitario, me acuerdo de ti -dijo.

Y en aquel instante supe que era un hombre a quien había que odiar o amar, porque nadie podía permanecer indiferente delante de él. -Tengo unos dolores de cabeza que me impiden dormir -dijo, tocándose la frente-. Un espantoso dolor de cabeza se apodera de mí en cuanto se actúa contra mis deseos, y mis médicos son impotentes para curarme. Solo consiguen aplacar mis dolores, pero no quiero estupefacientes, porque mis ideas tienen que ser claras como el agua a causa de mi dios, y estoy también harto de los médicos del dios maldito. Horemheb, el hijo del halcón, me ha hablado de tú arte, Sinuhé. ¿Podrías acaso curarme? ¿Conoces a Atón?

Era una pregunta delicada, y pensé bien mi respuesta:

– Conozco a Atón, si es lo que está en mi y más allá de mi saber, fuera y por encima de todo saber humano. No le conozco de otra manera. Se animó, resplandeció su rostro y con excitación dijo:

– Hablas de Atón mejor que ninguno de mis discípulos, porque sólo por el corazón se puede comprender a Atón y no por la razón. Sinuhé, si lo deseas, te daré la Cruz de vida.

Y yo le dije:

– La noche pasada, a causa de tu Cruz, vi a gente machacar la cabeza de un herido, y las mujeres bailaban alrededor del cuerpo invocando a Atón. He visto también mujeres fornicar con negros invocando a Atón.

Su rostro se ensombreció y frunció el ceño y sus pómulos huesudos brillaron en su rostro delgado. Se llevo la mano a la frente, su mirada se veló y gritó:

– 'También tú, Sinuhé aumentas mis tormentos diciéndome cosas que me desagradan. '

Y yo le dije:

– Afirmas vivir en la verdad, faraón Akhenatón. Por esto te digo la verdad, sin dejar de comprender que tus cortesanos y los aduladores de Atón te la ocultan bajo los ricos ropajes y las pieles. Porque la verdad es un puñal desnudo en la mano del hombre y puede volverse contra él. La verdad se vuelve contra ti, Akhenatón, y te hiere. Yo te curaré fácilmente, si consientes en cerrar tus oídos a la verdad.

Akhenatón me preguntó: -¿Podrías curarme trepanándome? Después de haber reflexionado, contesté:

– Sabes que conozco tu mal sagrado, faraón Akhenatón, y te cuidé durante una de tus crisis cuando fuiste niño. Creo que una trepanación podría aliviarte, si un médico se atreviera a emprenderla. Pero debes recordar que si la operación tiene éxito perderás el don de las visiones. Me dirigió una mirada de suspicacia y dijo:

– ¡Crees verdaderamente que si me trepanas aniquilarías a Atón en mi corazón?

– No tengo la menor intención de trepanarte, Akhenatón -le dije vivamente-. No lo haría aunque me lo ordenases porque los síntomas no lo exigen y un médico no procede a una trepanación más que cuando es absolutamente indispensable y nada más puede salvar al enfermo.

El rostro del faraón se iluminó y dijo:

– El viejo Ptahor ha muerto y la Casa de la Vida no ha designado todavía a su sucesor. Por eso te nombro, Sinuhé, trepanador real, y a partir del día de la Estrella del Can gozarás de todas las ventajas inherentes al cargo, como serás informado por la Casa de la Vida.

Después de esto Horemheb me llevó a la sala del festín, donde se habían reunido los invitados y los cortesanos se disputaban los mejores sitios cerca del faraón. Tomé sitio con Horemheb cerca de la familia real, a la derecha del faraón, y observé con viva sorpresa que el sacerdote Ai formaba también parte de ella, pero entonces me acordé que su hija Nefertiti era la gran esposa real después de la princesa de Mitanni, que había muerto a poco de su llegada a Egipto.

Por todo alimento el faraón tomó gachas cocidas con leche, sirviéndose de una cuchara en cuyo mango figuraba una cabeza de antílope. Después partió el pan y lo comió, y no bebió vino sino que vertió agua pura en su copa de oro. Después de haber comido dijo, con voz fuerte:

– Contad al pueblo que el faraón Akhenatón vive en la verdad y que su alimentación es agua y pan y las gachas del pueblo, y que sus comidas no se diferencian de las de un pobre.

Más tarde me enteré de que el faraón no detestaba el vino y que se alegraba a menudo el espíritu con él cuando las cosas iban como él deseaba. Y que no detestaba tampoco una oca grasa o la carne de antílope, sino que experimentaba aversión por la carne sólo cuando deseaba purificarse con sus visiones. Era muy caprichoso en cuestiones de comida y bebida y creo que esto procedía del hecho de que no daba gran importancia a la cuestión del alimento cuando su espíritu estaba absorbido y las ideas acudían tan rápidamente a su cerebro que no tenía casi tiempo de dictarlas a sus escribas.

Los invitados se levantaban e iban de una a otra mesa para saludar a los amigos y cambiar chismorreos. Un hombre gordo, de ancho rostro, se acercó a mí. Sólo en sus ojos pardos y maliciosos reconocí a Thotmes y lancé un grito de alegría y me levante para abrazarlo. Le dije que lo había buscado en ‹La Jarra Siria», pero él me dijo:

– No conviene a mi dignidad frecuentar oscuras tabernas, y bastante trabajo tengo en beber todo lo que me ofrecen mis amigos y protectores en sus casas. Porque Él, el transfigurado, me ha nombrado escultor real, como puedes leerlo en mi cadena. Yo soy quien le dibujó el disco de Atón y las innumerables manos que salen de sus rayos para ofrecer las cruces de vida a quien desea recibirlas.

– Thotmés, amigo mío -le dije-. ¿Eres tú quien ha esculpido el Atón del rey sobre las columnas del templo? Porque no he visto jamás cosa parecida.

Respondió evasivamente y dijo:

– El faraón tiene numerosos escultores y trabajamos juntos, y nuestra única ley es nuestro ojo. No profanamos al faraón, sino que lo amamos y queremos expresar todo su ser en nuestras obras. En verdad, Sinuhé, henos hoy instalados en la casa dorada bebiendo en copas de oro, nosotros, que en el tiempo del falso dios sufríamos persecuciones y mofas y bebíamos mala cerveza. Conocemos la libertad del arte cretense y hemos encontrado nuestra propia libertad, y tendrás de qué maravillarte porque ahora la piedra vive en nuestras manos, pese a que tengamos todavía muchas cosas que aprender.

Mi júbilo al volver a ver a Thotmés fue grande, como lo fue el de Horemheb, pero su dignidad le impedía manifestarlo. Pero Thotmés lo observó atentamente y dijo que quería hacer de él una escultura para el templo, puesto que había liberado a Tebas del yugo del falso dios, y su prestancia y su rostro se prestaban a la escultura, si el faraón le concedía el oro y la piedra necesaria. Horemheb se sintió muy halagado, porque nadie había hecho nunca su retrato.

Súbitamente se levantó, inclinándose con las manos a la altura de las rodillas, y Thotmés y yo seguimos su ejemplo, porque la reina Nefertiti se acercaba a nosotros y nos habló poniéndose la mano en el pecho. Sus dedos no ostentaban una sola sortija y no llevaba brazaletes para mejor hacer resaltar la belleza de sus manos y la delicadeza de sus muñecas.

Se dirigió a mí y me dijo:

– El grano de cebada ha germinado de nuevo en mi agua y mi espera es impaciente, porque el faraón desea un hijo y su poder no está asegurado mientras un descendiente de su sangre no este sólidamente delante de él, porque el falso dios nos acecha en la sombra y no podemos disimulárnoslo porque lo sabemos todos. Tú, Sinuhé, que has acumulado saber en tantos países, y, que como médico, según cuentan, has hecho grandes prodigios, dime si tendré un hijo.

La mire con ojos de médico tratando de olvidar su belleza, porque por su voluntad esta belleza afluía hacia mí como si algo en ella me llamase, y producía este mismo efecto en todos aquellos a quienes ella miraba.

– Nefertiti -le dije-, gran esposa real, no desees un hijo, porque tus caderas son estrechas y el nacimiento de un hijo podría poner tú vida en peligro. Solo Atón puede determinar el sexo de una criatura en el seno materno y ningún hombre tiene ese poder. Cierto es que en diferentes países he aprendido muchas creencias populares y visto muchos talismanes con la ayuda de los cuales las mujeres creían dar a luz niños varones, pero se equivocaban una vez de cada dos, puesto que las probabilidades son iguales. Sin embargo, puesto que has tenido dos hijas ya, es verosímil que tengas ahora un hijo, pero no es seguro, porque quiero ser honrado contigo, sin tratar de engañarte con prácticas mágicas perfectamente ineficaces.

Estas palabras no le gustaron y no me sonreía ya al mirarme con sus ojos claros e inexpresivos.

Thotmés intervino osadamente en la conversación y dijo:

– Nefertiti, la mas bella de las bellas, engendra solo hijas que hereden tu belleza a fin de que el mundo sea más rico. La joven Meriatón es ya una belleza y las mujeres de la Corte tratan de imitar la forma de su cabeza por medio del peinado. Pero quiero hacer de ti un retrato que haga perdurar eternamente tu belleza.

A la mañana siguiente, lleve a Merit a ver el cortejo del faraón, y estaba muy bella, con su traje de ultima moda pese a que hubiese nacido en una taberna, y yo no sentía la más mínima vergüenza de ella cuando nos sentamos juntos en los sitios reservados para los favoritos del faraón.

La Avenida de los Carneros estaba empavesada con oriflamas y atestada de gente a ambos lados que habían acudido a ver al faraón, y los chiquillos habían trepado a los árboles y Pepitatón había dispuesto en los bordes del camino numerosas cestas de flores para que el pueblo pudiese, según la costumbre, sembrar con ellas el camino del rey. Yo me sentía el espirito ligero y radiante pensando en un porvenir de luz y libertad para Egipto. A mi lado tenia a una mujer madura y bella que era mi amiga y apoyaba su mano sobre mi brazo y en torno nuestro no veíamos más que rostros joviales y risueños. Pero reinaba un silencio impresionante, tan absoluto, que el graznido de los cuervos en lo alto del templo flotaba sobre la villa, porque los cuervos y las aves de rapiña llegados a Tebas estaban tan ahítos que no querían regresar a las montañas.

Fue un error hacer escoltar la litera real por negros pintados, porque su sola presencia irritó al pueblo. En efecto, casi no había un solo espectador que no hubiese sufrido algún perjuicio durante los recientes alborotos. Muchos habían visto sus casas incendiadas; las lágrimas de las mujeres no se habían secado todavía, las heridas de los hombres escocían aún, y ninguna sonrisa aparecía en los labios. Y Akhenatón apareció, balanceándose en su litera muy por encima de las cabezas de la muchedumbre. Llevaba la doble corona, la de lirio y la de papiro, y tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sus manos estrechaban la fusta y el cetro real. Permanecía inmóvil como una estatua, según la costumbre de los faraones en público, y el silencio a su paso era espantoso, como si el espectáculo hubiese hecho enmudecer al pueblo. Pero los soldados apostados a ambos lados del camino levantaron las lanzas y lanzaron aclamaciones y los ricos y los nobles siguieron su ejemplo lanzando flores hacia la litera real. Pero en el silencio impresionante del pueblo estas aclamaciones parecían débiles como el zumbido de un mosquito aislado en la noche invernal, y pronto todos se callaron cambiando miradas de consternación.

Y entonces, contrariamente a todas las costumbres, el faraón se movió y levantó el cetro y la fusta para saludar al pueblo. La muchedumbre sintió un estremecimiento y súbitamente estalló un grito unánime y potente como el estruendo de las olas contra las rocas. El pueblo entero gritaba con voz lamentable: «¡Amón, Amón, devuélvenos a Amón, el dios de todos los dioses!. La muchedumbre se agitaba y su grito aumentaba en intensidad, de manera que los cuervos y las aves de rapiña del templo levantaron el vuelo y pasaron por encima de la litera real. Y la gente seguía gritando: «¡Vete, falso faraón, vete!»

Estos gritos asustaron a los servidores de la litera que se detuvieron, pero cuando los oficiales, inquietos, los hubieron hecho avanzar de nuevo, la muchedumbre rompió la barrera de los guardias y se precipito delante de la litera para impedir que avanzara. Nadie podía observar lo que pasaba, porque los soldados comenzaron a distribuir golpes para abrirse paso, pero pronto tuvieron que recurrir a las lanzas y los puñales para defenderse; los palos y las piedras volaron y pronto la sangre corrió por la Avenida de los Carneros y los gritos de agonía ahogaban el escándalo producido por la muchedumbre. Pero ninguna piedra fue lanzada contra el faraón, porque había nacido del sol como todos sus predecesores. Su persona era sagrada y nadie de aquella multitud hubiera siquiera soñado levantar el brazo contra el pese a que fuese odiado. Creo que ni los sacerdotes se hubieran atrevido a cometer un acto tal. Por esto el faraón pudo observar con toda tranquilidad todo lo que ocurría en torno suyo. Olvidando su dignidad se levantó y gritó para detener a los soldados, pero nadie lo oía.

La muchedumbre lapidaba a los soldados y los golpeaba y ellos se defendían matando a sus adversarios, y la gente gritaba sin cesar: «¡Devuélvenos a Amón!» Y gritaba también: «¡Vete, falso faraón, vete!

Los hombres penetraban en los lugares reservados, los nobles y los ricos huían y las mujeres abandonaron sus flores y sus frascos de perfumes.

Entonces Horemheb hizo sonar sus trompetas y los carros de guerra salieron delos patios ylas callejuelas donde los había estacionado para no irritar al pueblo. Los carros avanzaron y aplastaron a mucha gente, pero Horemheb había hecho quitar las hoces de las ruedas y avanzaron lentamente y en un orden perfecto, rodeando la litera del faraón, y siguieron avanzando protegiendo también el cortejo y la familia real. Pero la muchedumbre no se dispersó hasta haber visto las embarcaciones reales atravesar de nuevo el río. Entonces lanzaron gritos de odio, y la plebe, que se había mezclado con la muchedumbre, se lanzó contra las casas de los ricos para saquearlas, hasta el momento en que los soldados hubieron restablecido el orden y cada cual volvió a su casa, mientras cerraba la noche y acudían los cuervos a despedazar los cadáveres en la Avenida de los Carneros.

Así fue como el faraón Akhenatón se enfrentó por primera vez con su pueblo irritado y vio correr la sangre por su dios y no olvidó jamás aquel espectáculo que destrozó algo en su interior; la cólera envenenó su amor y su ardor aumentó de manera que dio orden de mandar a las minas a todos los que pronunciasen el nombre de Amón o lo conservasen en imágenes o copas. Pero la gente se negaba a delatarse unos a otros y sólo se recibían denuncias de ladrones y esclavos y nadie estuvo ya en seguridad ante los delatores, de manera que la gente honorable fue enviada a las minas y las canteras, y los denunciantes tomaban posesión de sus bienes en nombre de Atón.

Cuento todo esto por anticipado para explicar cómo ocurrió. Pero a la noche siguiente me mandaron llamar urgentemente del palacio dorado porque el faraón había tenido un ataque de su enfermedad y los médicos, temiendo por su vida, querían compartir conmigo la responsabilidad, ya que el faraón les había hablado de mí. Durante mucho tiempo permaneció en la inconsciencia, como un muerto, y sus miembros estaban fríos y no parecía latir su pulso. Pero después de haberse mordido la lengua durante el delirio, recuperó el conocimiento, de manera que la sangre manaba de su boca. Al volver en sí echó de su presencia a todos los médicos de la Casa de la Vida, porque no quería verlos delante de el, y se quedó solo conmigo. Y entonces dijo:

– Convoca a los remeros e iza las velas rojas, y que quien se llame amigo me siga, porque quiero partir y mi visión me conducirá hacia una tierra que no pertenece a ningún dios ni a ningún hombre. Consagraré esta tierra a Atón y construiré en ella una villa que será la ciudad de Atón, y no volveré nunca más a Tebas. -Y añadió además-: La actitud del pueblo de Tebas es la mis repugnante de todas, y es más infame y miserable que todo lo que cualquiera de mis antepasados haya recibido incluso de los pueblos extranjeros. Y por esto abandono Tebas para siempre y la dejo sumida a sus tinieblas.

Su excitación era tan grande que, estando enfermo todavía, se hizo llevar en seguida a su barca, y en vano me opuse como médico y sus consejeros no pudieron disuadirlo tampoco. Y después Horemheb dijo:

– Así está bien, porque el pueblo de Tebas tendrá lo que quiere y Akhenatón hará lo que le parezca y todo el mundo estará contento y la paz renacerá.

Akhenatón tenía un aspecto tan descompuesto y sus ojos tenían una expresión tal que me incliné ante su decisión, porque me dije que un cambio de aire le sería propicio. Así fue como acompañé al faraón en su viaje y estaba tan impaciente por partir que no esperó siquiera a la familia real y tomó la delantera, y Horemheb lo hizo escoltar por sus navíos de guerra.

La barca real de velas rojas descendió por la corriente y Tebas desapareció detrás de nosotros, con sus murallas, y sus templos y las puntas doradas de los obeliscos, y las tres montañas, eternas guardianas de Tebas, se borraron también en el horizonte. Pero el recuerdo de Tebas nos acompañó durante muchos días, porque el río estaba infestado de grandes cocodrilos cuyas aguas azotaban con la cola, enfangándola; cien veces cien cadáveres hinchados descendían por la corriente y no había playa donde algún cadáver no fuese arrastrado por los cabellos o las ropas a causa del dios de Akhenatón. Pero el faraón no supo nada, porque yacía en su departamento real sobre muelles alfombras y los servidores lo ungían con aceite oloroso y quemaban incienso para que no advirtiese el olor de los cadáveres.

Al cabo de diez días llegamos a aguas más claras y el faraón subió a cubierta para examinar el paisaje. La tierra era amarillenta y los campesinos recogían las cosechas; por la tarde conducían los rebaños a abrevarlos al río y los pastores tocaban el caramillo. Al ver la barca del faraón, la gente acudía de los poblados y saludaba a su faraón con grandes gritos agitando palmas. Más que las medicinas, la vista de aquel pueblo feliz produjo efecto en el faraón y alguna vez bajó a tierra para hablar con aquellos hombres y los tocaba con sus manos y bendecía a las mujeres y a los niños, que no podrían olvidarlo nunca. Los corderos se acercaban tímidamente a él y husmeaban los faldones de su traje y los lamían, y el se reía de gozo. Y no temía el disco del sol que era su dios, que era, sin embargo, un dios mortal en medio del verano, sino que exponía su rostro a él y el sol le tostaba la tez, de manera que se reprodujeron su excitación y su fiebre y su espíritu echaba llamas por sus ojos.

Llegada la noche, se sentaba a proa y me decía:

– Repartiré las tierras del falso dios entre los que se han contentado con poco y han trabajado con sus manos, a fin de que sean felices y bendigan el nombre de Atón. Les daré estas tierras, porque mi corazón se regocija al ver a estos niños rollizos y estas madres sonrientes y estos hombres que trabajan en nombre de Atón sin odiar a nadie y sin temer a nadie. -Y añadió-: El corazón del hombre es tenebroso y jamás lo hubiera creído si no lo hubiese visto con mis ojos. Porque mi blancura es tan deslumbrante que no comprendo las tinieblas, y cuando la luz brilla en mi corazón olvido los falsos corazones. Pero hay ciertamente muchos que no pueden comprender a Atón ni aún viéndolo y experimentando su amor, porque han vivido siempre en las tinieblas y sus ojos no reconocen la luz, sino que ven en ella un flagelo que ofusca sus ojos. Por esto los dejaré en Paz y no los inquietaré, pero no quiero vivir con ellos, sino agrupar a mi alrededor a todos mis fieles y viviré con ellos sin abandonarlos jamás, sin sufrir estos espantosos dolores de cabeza al ver lo que me desagrada y es una abominación para Atón.

Contempló las estrellas y dijo:


– La noche es una abominación para mí y no me gustan las tinieblas, sino que las temo, y no me gustan tampoco las estrellas, porque, cuando brillan, los chacales salen de sus guaridas y los leones rondan rugiendo, sedientos de sangre. Tebas es una noche para mí, y por esto la abandono y pongo mis esperanzas en los jóvenes y los niños, porque de ellos brotará la Primavera de la vida y, después de haber sabido desde su infancia la doctrina de Atón, se purificarán del mal y se purificará todo el mundo. Por esto habrá que reformar las escuelas y echar a todos los viejos maestros y redactar nuevos textos de lectura. Quiero también simplificar la escritura, porque no tenemos necesidad de imágenes para comprender lo que está escrito, y quiero inventar una escritura que el más simple pueda aprender, y no habrá ya diferencia entre el pueblo y los que saben escribir, porque el pueblo sabrá escribir también, y en cada pueblo habrá por lo menos un hombre que sabrá leer las cartas que yo mandare. Pues quiero escribirles a menudo y mucho, y sobre todas las cosas que quiero que sepan.

Estas palabras me asustaron porque conocía ya la nueva escritura, que era fácil de aprender y escribir, pero que no era una escritura sagrada, y no era tan bella ni tan rica como la antigua, y por esto todas las personas letradas la despreciaban. Y le dije:

– La escritura popular es fea y grosera y no es una escritura sagrada. ¿Que será de Egipto si todo el mundo aprende a leer? Es una cosa que no ha ocurrido jamás y después la gente no querrá trabajar con sus manos, y la tierra permanecerá inculta y el pueblo no obtendrá provecho alguno de su escritura, puesto que morirá de hambre.

No hubiera debido hablarle así, porque se enojó y dijo:

– Las tinieblas están todavía cerca de mi, como el fuego, y mis ojos ven a través de todos los obstáculos como a través de un agua transparente, ven el mundo tal como será después de mi. En este mundo no habrá ya odio ni temor, los hombres se repartirán el trabajo como hermanos y se partirán el pan y no habrá ya pobres ni ricos, sino que todos serán iguales y todos sabrán leer lo que les escribiré. Y nadie dirá de su prójimo: asqueroso sirio, o miserable negro, sino que cada hombre será hermano del otro y no habrá nunca más guerras. He aquí lo que ven mis ojos, y por esto mi fuerza y mi alegría me invaden el corazón hasta el punto de hacerlo desbordar.

Me di nuevamente cuenta de que estaba loco y haciéndolo acostar sobre su alfombra le di un calmante. Pero sus palabras me atormentaban y me apuñalaban el corazón, porque estaba casi a punto de aceptar su doctrina. Había visto muchos pueblos y todos se parecen fundamentalmente, y había visto muchas villas que se parecían fundamentalmente también, y para un médico no debía haber diferencia entre un rico y un pobre, un sirio o un egipcio, porque el deber del medico es curar a todos por igual.

Por esto le dije a mi corazón: -Su locura es grande y está originada probablemente por su enfermedad, pero al mismo tiempo su locura es suave y contagiosa y quisiera que su teoría se realizase, pese a que mi razón me dice que un mundo tal sólo podría ser edificado en el reino del Poniente. Pero mi corazón grita y dice que su verdad es más grande que todas las demás que le han sido expuestas, pese a que sepa que la sangre y la ruina acompañan sus pasos y que si vive mucho tiempo acabará aniquilando un gran imperio.

Durante las tinieblas nocturnas, contemplaba las estrellas y me decía a mí mismo: -Yo, Sinuhé, soy un extranjero en este mundo, y no se siquiera quien me engendró. Por propia voluntad soy médico de los pobres, porque el oro no tiene valor para mí, pese a que prefiera una oca guisada a un mendrugo de pan y el vino al agua. Pero nada de todo esto me es tan caro que no pueda renunciar a ello. De manera que, no teniendo otra cosa que perder que mi espíritu, ¿por qué no sostenerlo en su debilidad, situándome a su lado y dándole ánimos sin plantear dudas? Es el faraón y el poder está en sus manos; no existe país más rico que Egipto y quizás Egipto pudiera soportar esta prueba. De ser así, el mundo será renovado y un nuevo año del mundo comenzará entonces, y los hombres serán todos hermanos y no habrá ya ricos ni pobres. Jamás se había ofrecido todavía al hombre una ocasión tal de realizar sus aspiraciones, porque ha nacido faraón y no creo que esta ocasión se renueve, de manera que este instante es el único en el cual la verdad pueda realizarse.»

Así, en la barca real mecida sobre el río, soñaba con los ojos abiertos y el viento de la noche llevaba hasta mi olfato el olor del trigo maduro y de las eras. Pero el viento refrescó y mi sueño se apagó y le dije melancólicamente a mi corazón: -Si tan sólo Kaptah estuviese aquí y hubiese oído estas palabras… Porque, pese a que sea un médico hábil y sepa curar muchas enfermedades, la enfermedad y la miseria de este mundo son tan grandes que todos los médicos del mundo no las pueden curar, pese a todo su saber, y hay enfermedades contra las cuales los médicos son impotentes. Es posible que el faraón sea el médico de los corazones humanos, pero no puede estar en todas partes y los médicos de corazones que el trata de formar no entienden más que a medias sus palabras y deforman su pensamiento cada cual según su propio entender, y no conseguirá en toda su vida llegar a formar número suficiente de médicos para curar los corazones de la humanidad. Hay, además, corazones que se han endurecido de tal manera que incluso la verdad permanece estéril. Y Kaptah diría seguramente: ‹si llega un día en que no haya ricos ni pobres, existirán siempre cuerdos e imbéciles, astutos e ingenuos. Así ha sido siempre y siempre será. El fuerte pone su pie sobre la nuca del débil; el astuto se lleva la bolsa del cándido y hace trabajar al simple por su cuenta, porque el hombre es un animal engañador, e incluso su bondad es incompleta, de manera que sólo el hombre que está tendido para no levantarse más es completamente bueno.

Ya ves lo que la bondad del faraón ha causado. Los que más le bendicen son seguramente los cocodrilos del río y los cuervos ahítos de las cornisas del templo."»

Así era como me hablaba el faraón Akhenatón y así hablaba yo a mi corazón, y mi corazón era débil e impotente, pero el decimoquinto día vimos un país que no pertenecía a nadie ni a ningún dios. Las colinas azuleaban a lo lejos y la tierra era inculta y sólo algunos pastores apacentaban sus rebaños alrededor de sus cabañas de juncos cerca de la ribera. Entonces el faraón descendió de su barca y consagró aquella tierra a Atón para construir en ella una nueva capital, a la cual dio el nombre de -Ciudad del Horizonte de Aton-.

Una tras otra fueron llegando las barcas y el rey reunió a sus arquitectos y contratistas y les indico la dirección de las calles principales, y el emplazamiento de su palacio y del templo de Atón, y a medida que sus favoritos iban llegando designaban en las calles principales un sitio para la casa de cada uno. Los constructores echaron a los pastores con sus rebaños, derribaron sus cabañas e instalaron unos muelles. Akhenatón ordenó a los constructores construir sus casas fuera de la villa, cinco calles de Norte a Sur y cinco de Este a Oeste, y cada casa tenía la misma altura y en cada una había dos habitaciones idénticas y el hogar estaba en el mismo sitio y cada taza y cada utensilio era igual a los otros y ocupaba el mismo sitio en todas las casas, porque el faraón quería la igualdad entre todos los constructores a fin de que viviesen felices en su villa bendiciendo el nombre de Atón.

Pero, ¿bendecían el nombre de Atón? No, lo maldecían, como maldecían también al faraón por su inconsciencia, porque los había sacado de una ciudad para llevarlos a un desierto sin calles ni tabernas, con solo arena y cañaverales. No había ninguna mujer que estuviese contenta de su cocina porque hubieran querido encender los fuegos delante de la puerta a pesar de la prohibición y continuamente cambiaban de sitio jarras y alfombras, y las que tenían muchos hijos sentían celos de las que no tenían. La gente acostumbrada a los suelos de tierra batida consideraba los de arcilla malsanos y polvorientos, mientras otros decían que el barro de la Ciudad del Horizonte no era como en los otros sitios, sino que debía de estar maldito, porque los utensilios hechos con él se partían al lavarlos.

Querían también hortalizas delante de sus casas, según su costumbre, y no estaban contentos de los terrenos que el faraón les había dado fuera de la villa y decían que faltaba agua y estaban demasiado lejos para llevar hasta ellos el estiércol. Tendían su colada a secar en unas cuerdas a través de la calle y tenían en sus casas cabras, a pesar de la prohibición dictada por el faraón por razones de higiene y a causa de los chiquillos, de manera que no he visto en mi vida ciudad mas descontenta y querellante que la de los constructores durante la edificación de la nueva capital. Pero acabaron acostumbrándose y resignándose y dejaron de maldecir al faraón, no pensando en sus antiguos hogares mas que con un suspiro, pero sin verdaderas ganas de regresar a ellos. Sin embargo, las mujeres siguieron teniendo las cabras en sus casas.

Después vino la inundación del invierno, Pero el faraón no regresó a Tebas, sino que siguió gobernando el País desde su barca. Cada piedra colocada y cada columna erigida lo alegraban, y a veces, al ver levantarse las bellas casas de madera a lo largo de las calles, se reía maliciosamente porque pensaba en Tebas. Consagro a la Ciudad del Horizonte todo el oro robado a Amón, pero las tierras del dios fueron repartidas entre los pobres que deseaban cultivar el suelo. Hizo detener todos los navíos que remontaban el río comprando todos sus cargamentos para así crear dificultades a Tebas y activó de tal manera los trabajos que el precio de la madera y de la piedra aumento de tal modo que un hombre podía ganar una fortuna con un cargamento de vigas desde la primera catarata a la Ciudad del Horizonte. Había acudido una muchedumbre de obreros que se alojaban en las cabañas de la ribera, donde amasaban la arcilla para fabricar ladrillos. Construían las calles y los canales de irrigación y excavaban el suelo para construir el lago sagrado de Atón en el jardín del palacio. Se llevaron también arbustos y árboles que se plantaron después de la primera crecida, así como árboles frutales en plena producción, de manera que en el verano siguiente el faraón pudo ya coger con su mano ávida los primeros dátiles, higos y granadas de su ciudad.

Yo estaba muy ocupado, pues mientras el faraón sanaba, prosperaba y gozaba viendo su ciudad brotar de la tierra, los constructores tuvieron que soportar muchas enfermedades antes de que el suelo se sanease por la filtración, y durante los trabajos se produjeron numerosos accidentes. Mientras no hubo muelles, los cocodrilos atacaban a los descargadores obligados a meterse en el agua. No hay nada tan horrible como oir los gritos de un hombre medio sumergido en las fauces de un cocodrilo que lo arrastra para dejarlo pudrir en su nido. Pero el faraón estaba tan poseído por su verdad que no veía nada de eso, y los armadores contrataron cazadores de cocodrilos del País Bajo, quienes no tardaron en limpiar el río de estos monstruos. Eran muchos los que pretendían que los cocodrilos habían seguido la barca de Akhenatón desde Tebas a la nueva ciudad, pero yo no me atrevería a opinar sobre este punto, pese a que sepa que el cocodrilo es un saurio terriblemente astuto y sagaz. Sin embargo, es difícil admitir que los cocodrilos hubiesen podido establecer una relación entre la barca del faraón y los cadáveres que flotaban sobre el agua, pero si es así, el cocodrilo es, en este caso, un animal terriblemente inteligente. Pero su inteligencia no le sirvió de nada contra los cazadores y juzgaron oportuno dejar en Paz la Ciudad del Horizonte, lo cual es una nueva prueba de su gran y terrible astucia. Pero se establecieron en grandes grupos mas abajo, hasta Menfis, donde Horemheb había instalado su cuartel general.

Debo en efecto, citar que, al retirarse las aguas de la crecida, Horemheb había ido a la Ciudad del Horizonte con los nobles de la Corte, pero solo con la idea de incitar a Akhenatón a renunciar a su decisión de disolver el Ejército. El faraón le había ordenado que licenciase a los negros y los sardos y los mandase a sus casas, pero Horemheb había ido demorando las casas paulatinamente, porque temía, no sin razón, que hubiese una revuelta en Siria, donde quería mandar las tropas. Porque después de los incidentes de Tebas, los negros y los sardos eran detestados en todo Egipto. Pero el faraón continuó sin ceder y Horemheb perdió el tiempo. Sus conversaciones se desarrollaban cada día de la misma manera.

Horemheb le decía:

– Una gran inquietud reina en Siria y sus colonias egipcias son débiles. El rey Aziru fomenta el odio contra Egipto y no me cabe la menor duda de que en el momento propicio se levantará abiertamente.

Y Akhenatón decía:

– ¡Has visto los suelos de mi palacio, donde los artistas dibujan rosaledas y ánades volando, a la manera cretense? Por otra parte, no creo en un levantamiento en Siria, porque he mandado a cada rey una cruz de vida. En cuanto a Aziru, es mi amigo, ha aceptado la Cruz de vida y ha erigido un templo a Atón en el país de Amurrit. Has visto seguramente ya el pórtico de Atón delante de mi palacio, y vale la pena, si bien, para ganar tiempo, las columnas son de ladrillo. Me es desagradable pensar que los esclavos tendrán que penar en las canteras para sacar la piedra para Atón. Volviendo a Aziru, haces mal en dudar de su fidelidad, porque he recibido de el numerosas tablillas de arcilla en las cuales se informa ávidamente sobre Atón, y, si lo deseas, mis epistológrafos podrán enseñártelas en cuanto los archivos estén en orden.

Horemheb decía:

– Me meo en las tablillas, porque son tan sórdidas y tan pérfidas como él. Pero si estos firmemente decidido a licenciar el Ejército, permíteme por lo menos reforzar los puestos fronterizos, porque las tribus del Sur empujan ya sus rebaños hacia nuestros pastos del país de Kush e incendian los poblados de nuestros aliados negros, lo cual es fácil, pues sus cabañas están hechas de cañas.


Akhenatón decía:

– No los creo armados de malas intenciones; la necesidad les obliga. Por esto nuestros aliados negros deben compartir sus pastos con las tribus del Sur, y les mandaré también cruces de vida. No creo tampoco que incendian los poblados con premeditación y con el deseo de perjudicar, porque estos poblados de casas se incendian fácilmente y no es posible condenar tribus enteras por algunos incendios. Pero si tú deseas, puedes reforzar los puestos fronterizos de Kush y de Siria, porque tú misión es velar por la seguridad del país, pero no debe ser con un ejército regular.

Y Horemheb decía:

– En todo caso, Akhenatón, mi insensato amigo, debes permitirme reorganizar todo el sistema de guardias en el país, porque los soldados liberados saquean las casas y roban las pieles de los impuestos. Y el faraón, como dando una lección, decía:

– Ya ves, Horemheb, las consecuencias de tu desobediencia. Si hubieses hablado mis extensamente de Atón a tus soldados, se portarían bien, pero ahora sus corazones están en tinieblas y las marcas de los golpes les queman la espalda y no saben lo que hacen. ¿No has visto que mis dos hijas se pasean ya solas y Meriatón toma a su hermana pequeña de la mano y llevan una linda gacela como compañera? Por otra parte, nada te impide contratar como guardias a los soldados licenciados, a condición de que no sean más que guardias y no formen un ejército regular con vistas a una guerra. A mi juicio, habría que destruir también todos tus carros de guerra, porque la desconfianza engendra la desconfianza y debemos convencer a nuestros vecinos de que Egipto no entrará nunca en guerra, pase lo que pase.

– ¿No sería mucho mis sencillo vender los carros a Aziru o a los hititas, que te darían un buen precio por ellos y los caballos? -decía irónicamente Horemheb-. Comprendo que no quieras sostener un ejército normal, puesto que hundes todos los recursos de Egipto en los pantanos y entre ladrillos.

Así pasaban los días discutiendo, y finalmente, gracias a su obstinación, Horemheb fue nombrado comandante en jefe de las tropas de la frontera y de los guardias del país, pero, por orden del faraón, debían ir armados tan sólo con lanzas de Punta de madera. Horemheb convocó entonces a los jefes de los guardias de los nomos de Menfis, que era el centro del país y la frontera de los dos reinos, y se disponía a embarcar en su barca de guerra cuando unos mensajeros regresaron de Siria con cartas y tablillas alarmantes, de manera que la esperanza renació en el corazón de Horemheb. Estos mensajes establecían con certeza que el rey Aziru, informado de los alborotos ocurridos en Tebas, había juzgado el momento propicio para tomar al asalto dos villas vecinas de las fronteras. En Megiddo, que era la llave de la Siria, habían estallado alborotos y las tropas de Aziru asediaban la ciudadela, cuya guarnición imploraba del faraón una rápida ayuda. Pero el faraón dijo:

– Creo que Aziru ha obrado de esta forma a sabiendas, porque se que es muy quisquilloso y mis embaladores quizá lo han ofendido. Por esto no puedo condenarlo antes de haberlo oído. Pero puedo hacer algo, y es lástima que no haya pensado en ello antes. Puesto que aquí se levanta una villa de Atón, debo construir otra también en el país rojo, en Siria y en Kush. Y estas villas serán el centro de todo el gobierno. Megiddo está en el cruce de las rutas de las caravanas, y por esto veo que sería la mis indicada, pero temo que la situación sea demasiado agitada para empezar los trabajos de construcción. Sin embargo, me has hablado de Jerusalén, donde elevaste un templo a Atón cuando la guerra de los khabiri, guerra que no te perdonare nunca. Cierto es que esta villa no es tan céntrica como Megiddo, pero voy a hacer construir inmediatamente en ella una ciudad de Atón que se convertirá en la capital de Siria, pese a que no sea más que un miserable villorrio.

Ante estas palabras, Horemheb quebró su fusta y arrojó los trozos a los pies del faraón, y después embarcó para Menfis con objeto de reorganizar sus guardias. Durante su estancia en la Ciudad del Horizonte tuve tiempo suficiente para exponerle cuanto había visto y aprendido en el país de los khatti y en Creta. Me escuchó en silencio, moviendo a veces la cabeza como si estuviese ya al corriente de lo que le contaba, manejando el puñal que me había dado el capitán hitita del Puerto. Algunas veces me hacía preguntas infantiles como, por ejemplo: «¿Los soldados de Babilonia echan a andar con el pie izquierdo como los egipcios o con el derecho como los hititas?» O bien: «¿Los hititas llevan el caballo de reserva de los carros pesados de guerra al lado de los otros caballos o detrás del carro? – O aún: • ¿Cuántos radios tienen las ruedas de los carros hititas, y van reforzados con metal?

Me hacía estas preguntas infantiles porque era soldado y los soldados se interesan por estas cosas sin importancia, como los chiquillos se divierten contando las patas de los ciempiés. Pero me hizo marcar por escrito todo lo que le dije respecto a las rutas, puentes y ríos, y también todos los nombres que le cité, de manera que para esto le aconsejé que se dirigiese a Kaptah, porque era tan infantil como él en cuanto a recoger recuerdos inútiles. Pero no le interesó en absoluto mi relato referente a la lectura del hígado y mi descripción de sus mil puertas, canales y cavernas, y no tomó nota de ello.

Fuese como fuese, el caso es que se marchó furioso de la Ciudad del Horizonte y el faraón estuvo encantado de ello, porque las conversaciones con Horemheb lo irritaban y le daban dolor de cabeza.

Pero me dijo con aire soñador:

– Es posible que Atón desee que Egipto pierda la Siria y en este caso nada puedo contra ello, porque sería un bien para Egipto. La riqueza de Siria ha roído el corazón de Egipto, y de Siria ha venido el lujo, el fausto, los vicios y las malas costumbres. Si perdemos Siria, Egipto deberá volver a una vida más simple en la verdad, y será un bien. La nueva vida debe renacer en Egipto para extenderse después por todas partes.

Pero mi corazón se rebeló ante estas palabras y dije:

– El hijo del jefe de la guarnición de Simyra se llama Ramsés y es un muchacho inteligente, con grandes ojos color castaño, a quien gusta jugar con guijarros de colores. Lo curé de la viruela. En Megiddo vive una egipcia que fue a Simyra a consultarme porque tenia el vientre hinchado y había oído hablar de mi reputación, y la operé y se curó. Su piel era tersa como la lana y su paso bello como el de las egipcios, pese a que la fiebre brillase en sus ojos y su vientre estuviese hinchado.

– No comprendo Por que me cuentas todo esto -dijo Akhenatón, dibujando un templo tal como lo veía su espíritu, porque molestaba continuamente a los arquitectos con sus dibujos y sus explicaciones. -Pienso solamente que he visto al pequeño Ramsés y ahora su boca está destrozada y su frente llena de sangre. Y veo también a esta mujer de Megiddo tendida desnuda y ensangrentada en el patio de la ciudadela, y los soldados de Amurru profanan su cuerpo. Cierto es que mis pensamientos son nimios al lado de los tuyos, y un soberano no puede pensar en todos los pequeños Ramsés y en todas las mujeres delicadas que son sus súbditos.

Entonces Akhenatón cerró los puños y levantó los brazos y sus ojos se ensombrecieron al gritar:

– Sinuhé, ¿no comprendes que si debo elegir entre la vida y la muerte prefiero la muerte de cien egipcios a la de mil sirios? Si declarara la guerra a Siria para salvar la vida de los egipcios que allí viven, ocasionaría la muerte de muchos egipcios y de muchos sirios, y un sirio es un hombre como un egipcio, y un corazón late en su pecho, y hay también mujeres y niños de ojos claros. Si respondo al mal con el mal, solo obtendremos el mal. Pero respondiendo al mal con el bien, el mal que resultará será menor que si respondo con el mal. No quiero elegir la muerte en lugar de la vida. Por esto cierro mis oídos a tus palabras y te ruego que no me hables más de Siria si respetas mi vida y me quieres, porque al pensar en Siria pienso en todos los que morirán por mi voluntad, y un hombre no puede soportar largo tiempo el dolor de muchos. Por esto te pido que me dejes tranquilo en nombre de Atón y de mi verdad.

Inclinó la cabeza y sus ojos se enrojecieron de dolor y sus gruesos labios temblaron. No insistí, pero en mis oídos resonaba el choque de los arietes contra las murallas de Megiddo y los gritos de las mujeres violadas en las tiendas de lona de los soldados amorritas. Endurecí mi espíritu porque quería al faraón, pese a que estuviese loco, o quizás a causa de su locura, porque su locura era más bella que la locura de muchos otros.

5

Debo hablar también de los cortesanos que habían seguido al faraón a su nueva villa, porque su vida no tenía otro objeto que transcurrir al lado del faraón y sonreir y fruncir el ceño al mismo tiempo que él. Así lo habían hecho sus padres antes que ellos, y de ellos habían heredado sus funciones Y sus títulos y se glorificaban de sus dignidades comparándolas entre ellas. El portador de la sandalia real que no se había puesto nunca zapatos, y el escanciador real que no había pisado nunca la uva, y el panadero real que no había visto nunca amasar la masa, y el portador real de la caja de ungüentos, y el circuncidador real y una nube de dignatarios, y yo mismo era el trepanador real, pero nadie esperaba que trepanase al faraón, pese a que, contrariamente a otros, hubiera sido capaz de hacerlo sin provocar la muerte del rey.

Llegaron todos alegremente a la Ciudad del Horizonte, cantando los himnos de Atón en sus embarcaciones adornadas con flores, con las damas de la Corte y una gran cantidad de jarras de vino. Acamparon en sus tiendas en la ribera y comieron y bebieron y gozaron de la vida, porque la inundación había terminado y empezaba la primavera, y el aire de los campos era ligero como el vino nuevo, y los pájaros cantaban en los árboles y las palomas se arrullaban. Tenían tantos esclavos y servidores que su campo formaba una verdadera villa, porque eran incapaces de lavarse las manos solos, y sin los esclavos hubieran estado tan abandonados como niños pequeños.

Pero seguían atentamente al faraón, que les mostraba el emplazamiento de las calles y las casas, y los esclavos protegían sus preciosas cabezas de los ardores del sol. Se interesaban también activamente en la construcción de sus casas, porque algunas veces el faraón cogía personalmente un ladrillo y lo ponía en su sitio. Transportaban los ladrillos para sus futuros hogares y se reían de los arañazos de sus manos, y las mujeres nobles amasaban la arcilla arrodilladas sobre el suelo desnudo. Si eran jóvenes y bonitas aprovechaban este pretexto para no usar sobre ellas mas ropa que el delantal anterior, como las mujeres del pueblo cuando muelen el trigo. Pero mientras trabajaban así, los esclavos sostenían parasoles sobre sus cabezas, y cuando se cansaban de amasar la arcilla se marchaban dejándolo todo en desorden, de manera que los constructores las maldecían y tenían que volver a quitar los ladrillos puestos por las manos nobles.

Pero no criticaban a las mujeres nobles, pues les gustaba verlas y les daban golpes suaves con las manos sucias, fingiendo la imbecilidad, de manera que ellas lanzaban gritos de sorpresa y excitación. Pero cuando las mujeres viejas se acercaban a ellos para darles ánimos en el trabajo y pellizcaban sus robustos músculos con admiración, acariciándoles las mejillas en nombre de Atón, se volvían para maldecirlas y dejaban caer los ladrillos sobre los pies de las importunas.

Los cortesanos estaban muy orgullosos de su trabajo y contaban el número de ladrillos que habían colocado, mostrando al faraón sus manos arañadas para granjearse su favor.

Pero se cansaron de este entretenimiento y comenzaron a plantar jardines y cavar zanjas como los chiquillos. Los jardineros invocaban a los dioses y juraban que los cortesanos cambiaban continuamente árboles y arbustos, y los cavadores de canales de irrigación los llamaban hijos de Seth, porque cada día indicaban nuevos lugares donde había que cavar estanques a los obreros; ellos, sin embargo, se imaginaban ayudarlos y cada noche mientras bebían vino, se vanagloriaban de sus trabajos.

Pero pronto se cansaron de todo aquello, quejándose del calor de sus alfombras, y sus tiendas fueron invadidas por las pulgas de la arena, de manera que pasaban la noche gimiendo y por la mañana me pedían ungüentos contra]as picaduras de las pulgas. Acabaron maldiciendo la Ciudad del Horizonte y muchos se retiraron a sus posesiones, y otros regresaron en secreto a Tebas, para divertirse; pero los más fieles permanecieron a la sombra de sus tiendas bebiendo vino fresco y jugando a los dados, con alternativas de pérdidas y ganancias, para matar el tiempo. Pero poco a poco las paredes de las casas iban elevándose y en algunas meses la Ciudad del Horizonte surgió en pleno desierto, como en un cuento, con sus maravillosos jardines. Ignoro lo que aquello costó. Lo único que sé es que el oro de Amón no bastó, porque los subterráneos del templo estaban vacíos cuando se rompieron los sellos, y los sacerdotes de Amón, presintiendo la tormenta, repartieron mucho oro entre los fieles al dios.

Debo referir también que la familia real se había dividido, porque la reina madre se había negado a seguir a su hijo al desierto. Tebas era su ciudad, y el palacio real, que se elevaba azul y oro rojo en medio de los jardines al borde del río, había sido construído por el faraón Amenhotep para albergar sus amores, porque la reina madre Tii no había sido más que la hija de un pajarero de los cañaverales del Bajo Egipto. Por esto no quiso renunciar a Tebas, y la princesa Baketatón se quedo también al lado de su madre, y el sacerdote Ai gobernaba sosteniendo el cetro de la derecha del soberano y administrando justicia en el trono del rey delante de los rollos de cuero, de manera que para la gente de Tebas nada había cambiado, salvo que el falso faraón había desaparecido y nadie lo echaba de menos.

La reina Nefertiti regresó a Tebas para dar a luz, porque no se atrevía a prescindir de la asistencia de los médicos de Tebas y de los hechiceros negros, y dio a luz a una tercera hija, que fue llamada Anksenatón y tenía que ser reina. Pero para facilitar el parto, los hechiceros negros tuvieron también que estirarle del cráneo, y cuando]as princesas crecieron, todas las mujeres que querían ir a la moda, copiando a la familia real, llevaban cráneos postizos, para alargar su cabeza. Pero]as princesas se hacían afeitar la cabeza, porque estaban orgullosas de la forma elegante de su cráneo. Los artistas las admiraban también y esculpían sus retratos y dibujaban y pintaban las imágenes, sin darse cuenta de que todo aquello no había ocurrido más que por las prácticas de los hechiceros negros.

Después del nacimiento de esta hija, Nefertiti regresó a la Ciudad del Horizonte y se instaló en el palacio que había sido terminado entretanto. Dejó en Tebas el harén del faraón, porque estaba muy irritada por haber tenido otra hija y no quería que el faraón gastase sus fuerzas con otras mujeres. Akhenatón no tuvo nada que objetar, porque estaba cansado de sus obligaciones en el gineceo y no deseaba ninguna otra mujer, lo cual era muy comprensible para todo el que contemplase la belleza de Nefertiti, a quien su tercer embarazo no había para nada afeado, sino que parecía más joven y más resplandeciente que nunca. Mas no sé si esto provenía del amor de Akhenatón o de la hechicería de los negros.

Así fue como la Ciudad del Horizonte se elevó en el desierto en el transcurso de un solo año y las orgullosas cimas de las palmeras se balanceaban a lo largo de las avenidas, y los granados florecían en los parques y los lotos daban sus flores rosadas también en los estanques. Toda la villa era un jardín florido, porque las casas eran ligeras y de madera, como pabellones de placer, y sus columnas de palmera y junco eran graciosas y estaban pintadas. Los jardines penetraban hasta dentro de las casas, porque sobre los muros, los sicómoros y las palmeras pintadas eran dulcemente mecidos por el viento, y sobre los bancales, entre los cañaverales, los peces nadaban y los ánades remontaban el vuelo.

Nada faltaba de lo que pudiese alegrar el corazón del hombre; las gacelas domesticadas corrían por los parques y los caballos fogosos adornados con plumas de avestruz tiraban de coches ligeros, y las especias de fuertes olores venidas de todos los países del mundo embalsamaban las cocinas.

Así fue construida la Ciudad del Horizonte, y cuando volvió el otoño y las golondrinas salieron del fango para volar en inquietas bandadas sobre el río hinchado, el faraón Akhenatón dedicó esta tierra y esta ciudad a Atón. Dedicó las cuatro estelas límite en las cuatro direcciones, y sobre cada estela, Atón bendecía con sus rayos al faraón y su familia, y una inscripción afirmaba que el faraón no abandonaría jamás este suelo consagrado a Atón. Para esta dedicatoria se construyeron en las cuatro direcciones vías empedradas, de manera que el faraón podía trasladarse a las estelas en su carro dorado y la familia real lo seguía en coche o en literas, así como los cortesanos que sembraban flores mientras las flautas y los instrumentos de cuerda tocaban el himno a Atón.

Akhenatón no quería abandonar su ciudad ni aun después de muerto, y mandó a los constructores excavar tumbas eternas en las montanas del Este sobre el territorio consagrado a Atón, y su trabajo debía durar tanto tiempo que no regresarían nunca más a sus casas. Pero aquellos hombres no aspiraban ya a regresar a sus hogares y se resignaron a su suerte y vivieron allí a la sombra del faraón, porque sus raciones de trigo eran abundantes y el aceite no faltaba jamás en sus jarras, y sus mujeres les daban hijos sanos.

Habiendo así decidido construir su tumba y la de los nobles que quisieran permanecer para siempre en la Ciudad del Horizonte, Akhenatón mandó construir una Casa de la Muerte en las afueras de la ciudad, a fin de que los cuerpos de las personas muertas allí fuesen conservados toda la eternidad.

Por esto mandó venir, a la mayor rapidez, a los más eminentes embalsamadores de la Casa de Tebas, sin preocuparse por su fe, porque los embalsamadores no pueden creer en nada a causa de su oficio y sólo su habilidad importa. Llegaron en una barca negra y el olor los precedió con el viento, de manera que la gente se refugiaba en su casa bajando la cabeza y quemaban incienso recitando plegarias a Atón.

Pero muchos invocaban también a los antiguos dioses y recitaban oraciones haciendo los signos sagrados de Amón, porque el olor de los embalsamadores les recordaba a su antiguo dios.

Bajaron de su barca con todo el equipo, y sus ojos acostumbrados a]as tinieblas parpadeaban ante la luz viva del sol, y maldecían este viaje. Entraron rápidamente en su nueva Casa de la Muerte y no volvieron a salir de ella, y pronto se encontraron como en su casa a causa del olor que habían llevado consigo. Como los sacerdotes de Atón tenían horror a esta casa, el faraón me encomendó su vigilancia y encontré en ella al viejo Ramose, que estaba encargado de vaciar los cerebros. Me reconoció y quedó muy sorprendido de este encuentro. Cuando hube ganado de nuevo su confianza, pude calmar mi impaciencia de saber como había acabado mi venganza contra la mujer que tanto daño me había hecho en Tebas. Por esto le pregunte:

– Ramose, amigo mío, ¿recuerdas haber tratado a una mujer muy hermosa que llevaron a la Casa de la Muerte después de los disturbios de Tebas y que, si mal no recuerdo, se llamaba Nefernefernefer? Inclinando la cabeza, me miró con sus inmóviles ojos de tortuga y dijo:

– En verdad, Sinuhé, que eres el primer noble que jamás haya dado el nombre de amigo a un embalsamador. Mi corazón está emocionado, y el informe que me pides es seguramente importante, puesto que me das el nombre de amigo. ¿ No serías tú quien nos la llevó una noche, envuelta en el manto negro de los muertos? Porque si eres tú, no podrías ser amigo de ningún embalsamador, y, si se sabe, los embalsamadores te envenenarían con veneno de cadáver para que tu muerte sea espantosa.

Estas palabras me hicieron temblar y le dije:

– Poco importa quien la llevase, puesto que merecía su suerte, pero tus palabras me dan a entender que no ha muerto.

Ramose dijo:

– En verdad, aquella mujer terrible recobró el conocimiento en la Casa de la Muerte, porque una mujer como ella no muere nunca, y si muere, su cuerpo debe ser quemado para que no regrese jamás, y después de haber aprendido a conocerla, la llamamos Sethnefer, la belleza del diablo.

Un terrible presentimiento se apoderó de mi y le dije:

– ¿Por que dices que estaba en la Casa de la Muerte? ¿No estaría ya, pese a que los embalsamadores hubiesen prometido guardarla setenta veces setenta días?

Ramose agitó, nerviosamente sus pinzas y creo que me hubiera golpeado con ellas si no le hubiera llevado una jarra del mejor vino del faraón. 'I'ocó el sello polvoriento del faraón y dijo: -No te hicimos ningún mal, Sinuhé, y eras para nosotros como un hijo, y con gusto te hubiera guardado conmigo para que aprendieras mi arte. Hemos embalsamado los cuerpos de tus padres como si fuesen nobles, sin economizar los mejores bálsamos ni los aceites mas preciosos. Por que has querido, pues hacernos daño entregándonos viva esa espantosa mujer?

Debes saber que antes de su llegada vivíamos una vida simple y laboriosa, alegrando nuestros corazones con la cerveza y nos enriquecíamos robando a los difuntos sus joyas, sin distinción de rango ni sexo y vendiendo a los hechiceros ciertas partes de su cuerpo que necesitan para sus prácticas. Pero la llegada de esa mujer transformó la Casa de la Muerte en una gruta infernal y por esa mujer los hombres se batieron a cuchilladas como fieras. Nos ha sonsacado todo nuestro oro y nuestra plata acumulada con el transcurso de tantos años y no despreciaba ni el cobre, y nos quitó incluso nuestra ropa, porque si un hombre era viejo, como yo, y no podía ya gozar de ella, incitaba a los otros a robarlo una vez habían dilapidado sus bienes. Le bastó tres veces treinta días para despojarnos completamente. Habiendo comprobado que no podía sacar ya nada mis de nosotros, se echó a reir y nos despreció y dos embalsamadores que estaban locos por ella se ahorcaron con sus cinturones porque se burlaba de ellos y los despreciaba. Después se marchó, llevándose todas nuestras riquezas, y no pudimos impedirlo, porque si alguien quería detenerla, otro se interponía a su favor para merecer una sonrisa o una caricia de ella. Así se llevó nuestra tranquilidad y nuestras economías, y teníamos lo menos trescientos deben de oro, sin contar la plata y el cobre y las bandeletas de lino y ungüentos que habíamos robado a los muertos durante tantos años, como es costumbre. Pero prometió volver al cabo de un año para darnos los buenos días y ver cómo habíamos economizado. Por esto ahora, en la Casa de la Muerte de Tebas, se roba más que nunca, y los embalsamadores han aprendido a robarse unos a otros, de manera que la tranquilidad ha desaparecido. Por esto comprenderás por que la hemos llamado Sethnefer, porque aunque verdaderamente es una mujer muy bella, resulta la belleza del diablo.

Así me entere de cuán infantil había sido mi venganza, porque Nefernefernefer había salido de la Casa de la Muerte más rica que antes, y el único inconveniente que tuvo por causa de su estancia en aquel antro fue el olor a cadáver de que su piel se impregnó y que le impidió durante algún tiempo ejercer su profesión. Pero tendría seguramente necesidad de un poco de reposo después de haber estado con los embalsamadores, y en el fondo no le guardaba ya rencor, porque mi venganza me había roído el corazón sin haber podido perjudicarla, y esto me demostró que la venganza no procura ninguna satisfacción, sino que su dulzura es efímera y se vuelve contra su autor, abrasándole el corazón a fuego lento.

Al llegar a este punto voy a empezar otro libro para referir lo que ocurría mientras el faraón Akhenatón habitó la Ciudad del Horizonte, así como los acontecimientos de Siria y Egipto. Debo hablar también de Horemheb y de Kaptah y de mi amigo Thotmés, y no hay que olvidar tampoco a Merit. Y por esto comienzo un nuevo libro.

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