LIBRO UNDÉCIMO. MERIT

1

Todo el mundo ha visto correr el agua de la clepsidra. La vida humana corre de la misma manera, pero no puede medirse su curso con una clepsidra; es necesario valorarla según lo que ocurre en ella. Es una verdad grande y sublime que el hombre no comprende la vida más que durante los días de su vejez, cuando la vida huye y no le ocurre ya nada. Una sola jornada puede parecerle mis larga que un año o incluso dos, durante los cuales trabaja y vive una vida simple y sin cambios.

Comprobé esta verdad en la ciudad del Horizonte, porque el tiempo huyó como la corriente del río y mi vida fue, un sueño breve o un bello canto que resonó para nada, y los diez años que pase a la sombra del faraón en su nuevo palacio dorado fueron más cortos que un solo año de mi juventud, pero comprendieron también días pródigos en acontecimientos que fueron más largos que un año.

Mi saber y mi pericia no se incrementaron durante aquellos años, pero yo bebía en mis conocimientos adquiridos en tantos países durante los días de mi juventud, como la abeja consume en invierno la miel almacenada durante el tiempo de las flores. Quizás el tiempo gastase mi corazón, como el agua desgasta lentamente la piedra, y quizás mi corazón cambió durante aquel tiempo sin que yo me diese cuenta, porque no era tan solitario como antes. Era también más moderado y no me vanagloriaba tanto de mi habilidad, pero no era por mi mérito, sino porque Kaptah no estaba ya conmigo, ya que se había quedado en Tebas para administrar mis bienes y dirigir su taberna de “La Cola de Cocodrilo”.

Debo decir que la villa de Akhenatón vivía entregada a si misma y a las visiones y sueños del faraón; el mundo exterior no tenia importancia porque cuanto ocurría mas allá de las estelas de Atón era tan lejano e irreal como el reflejo de la luna sobre el agua, y la única realidad era lo que ocurría en la Ciudad del Horizonte. Pensar de una manera retrospectiva era quizás una ilusión, y esta villa, con toda su actividad, no fue quizá más que una sombra y una bella apariencia, mientras la realidad estaba formada por el hambre, los sufrimientos y la muerte que reinaban mas allá de sus límites. Porque se ocultaba al faraón cuanto podía desagradarle, o si algún asunto molesto requería absolutamente su atención se lo mostraban envuelto en delicados velos, sazonándolo con miel y plantas aromáticas y se lo presentaban con prudencia para evitarle dolores de cabeza.

En aquellos tiempos, el sacerdote Al gobernaba Tebas, llevando el cetro de la derecha del rey y, en la práctica, Tebas era la capital de los dos reinos, porque el faraón había dejado allí todo lo que en el aparato administrativo era molesto o desagradable, como la percepción de los impuestos, el comercio y la justicia, de la que no quería oir hablar, ya que tenía plena confianza en Ai, que era su suegro y un hombre ambicioso. Así fue como este sacerdote se convirtió en realidad en el soberano de los dos reinos, porque cuanto hacía referencia a la vida de un hombre ordinario, fuese agricultor o ciudadano, dependía de él. Después de la caída de Amón, ninguna potencia rival restringía el poderío del faraón y Ai esperaba que la agitación se calmase un poco. Por esto era feliz al ver que el faraón estaba ausente de Tebas y contribuía con gusto a la edificación de la Ciudad del Horizonte y a su embellecimiento y mandaba sin cesar valiosos regalos a fin de que la villa le gustase todavía más a Akhenatón. Así, en verdad, la calma hubiera podido renacer y todo hubiese estado como antes, pero sin Amón, si el faraón Akhenatón no hubiese sido un palo en las ruedas y la piedra que hace volcar el carro.

Al lado de Ai, Horemheb gobernaba Menfis y respondía del orden en el país, de manera que, en resumen, era la fuerza de los bastones de los perceptores y la de los martillos de los escodadores de piedra lo que borraba el nombre de Amón de las inscripciones y las imágenes, incluso en las tumbas. En efecto, Akhenatón había mandado abrir la tumba de su padre para destruir Por todas panes el nombre de Amón. Y Ai no se opuso a ello, mientras el faraón se entregó a una actividad tan poco peligrosa, sin intervenir en la vida cotidiana del pueblo. Así, después de las jornadas de horror de Tebas, Egipto fue como un mar tranquilo al que ninguna tormenta turba las aguas. El sacerdote Ai repartió, la recaudación de los impuestos entre los jefes de los nomos, lo cual le evitó muchas molestias, y los jefes arrendaron la percepción a los perceptores de las villas y poblados y se enriquecieron rápidamente. Y si los pobres os quejaban y se cubrían la cabeza con ceniza después del paso de los preceptores, no hay en ello nada nuevo.

Pero en la Ciudad del Horizonte, el nacimiento de una cuarta hija fue una catástrofe más grave que la pérdida de Simyra en Siria, y la reina Nefertiti se creyó embrujada y fue a Tebas a consultar a los hechiceros negros de su madrastra. En efecto, es raro que una mujer tenga cuatro hijas seguidas sin ningún hijo. Pero era su destino dar seis hijas al faraón y éste era también el destino de Akhenatón.

Los mensajes de Siria eran cada vez más angustiosos y a la llegada de cada correo me iba a los archivos para leer las tablillas conteniendo llamamientos desgarradores. Me parecía oir silbar las flechas en mis oídos y oler el humo de los incendios, y bajo las palabras respetuosas me parecía percibir los aullidos de los hombres moribundos y los gritos de los chiquillos destrozados, porque los amorritas eran salvajes y crueles y guerreaban bajo las órdenes de oficiales hititas, de manera que a la larga ninguna guarnición podía resistírseles. Leí las cartas del rey de Biblos y del Príncipe de Jerusalén, en las que invocaban su edad y su fidelidad para obtener socorro del faraón, apelando al recuerdo de su padre y a su amistad, Pero finalmente el faraón se cansó de tantos llamamientos y ordenó archivar sus cartas sin leerlas siquiera, de manera que los escribas y yo éramos los únicos que nos enterábamos de ello, y los escribas no tenían otra preocupación que numerarlas y archivarlas por orden de llegada.

Después de la caída de Jerusalén, las últimas villas fieles a Egipto renunciaron a la lucha y se aliaron a Aziru. Entonces volvió Horemheb para ver a Akhenatón y pedirle un ejército con que organizar la resistencia de Siria. Hasta entonces se había limitado a una guerra secreta mandando oro a Siria a fin de dar ánimos a los últimos defensores de Egipto. Y dijoaal faraón:

– Permíteme alistar, por lo menos, cien veces cien lanceros y arqueros y cien carros de guerra y te reconquistaré toda Siria, pues, en verdad, cuando incluso la villa de Joppe renuncia a resistir, la resistencia egipcia toca a su fin.

El faraón Akhenatón tuvo una gran decepción al enterarse de la caída de Jerusalén, porque había tomado ya las medidas necesarias para hacer de ella la ciudad de Atón destinada a pacificar la Siria. Y por esto dijo:

– Este viejo Príncipe de Jerusalén de cuyo nombre no puedo acordarme, era amigo de mi padre y yo lo vi en el palacio dorado de Tebas con su larga barba. Por esto, como indemnización de sus perdidas, le pagaré una fuerte pensión, pese a que la recaudación de los impuestos haya bajado mucho desde el cese del comercio con Siria.

– No tiene ya necesidad de pensiones ni collares egipcios -dijo Horemheb-, El rey Aziru mandó, en efecto, confeccionar con su cráneo una bella copa dorada que mandó al rey Shubbiluliuma de Khatushash, según me han dicho mis espías.

El rostro del faraón se puso gris y sus ojos se enrojecieron, pero se dominó y tranquilamente dijo:

– Me cuesta admitir este acto de Aziru, a quien creía mi amigo, y que con tanto placer recibió la cruz de vida, pero quizá me hubiese equivocado en mi juicio respecto a él y su corazón sea más negro de lo que pensaba. Pero, al pedirme lanzas y carros, me reclamas lo imposible, Horemheb, porque me han dicho que el pueblo murmura ya a causa de los impuestos y las cosechas han sido malas.

Horemheb dijo:

– Por tu Atón, dame por lo menos una orden de diez carros y diez veces diez hombres, para que pueda ir a Siria y salvar lo que pueda salvarse todavía.

Pero Akhenatón dijo:

– No puedo hacer la guerra a causa de Atón, porque toda efusión de sangre le inspira horror y prefiero perder la Siria. Que Siria sea libre y forme una unión y comerciaremos con ella como antes, porque sin el trigo de Egipto, Siria no puede subsistir.

– ¿Crees acaso que se detendrán allí, Akhenatón? -preguntó Horemheb en el colmo de la sorpresa-. Cada egipcio muerto, cada muro derribado, cada villa tomada aumenta su confianza y les da ánimos para seguir adelante. Después de Siria serán las minas de cobre del Sinaí, y si Egipto las pierde, no podremos ya fabricar puntas de lanzas y flechas.

– Ya he dicho que a los guardias les bastaban puntas de madera -dijo Akhenatón con impaciencia-. ¿Por que me estás golpeando los oídos con tus puntas de lanzas y de flechas, hasta el punto de que las palabras del himno a Atón que estoy componiendo se mezclan en mi cerebro?

– Después del Sinaí vendrá el Bajo Egipto -dijo amargamente Horemheb-. Como has dicho, la Siria no puede subsistir sin el trigo egipcio, pese a que compre ya en Babilonia. Pero si no temes a Siria, teme por lo menos a los hititas, porque su ambición no tiene límites.

Entonces Akhenatón tuvo una risa de compasión, como la hubiera tenido cualquier egipcio sensato al oir estas palabras, y dijo:

– Jamás un enemigo ha hollado el suelo de Egipto, ni nadie osará hollarlo, porque Egipto es el país más rico y más poderoso del mundo. Pero para calmarte, puesto que tienes pesadillas, puedo decirte que los hititas son un pueblo bárbaro que apacienta sus rebaños en sus pobres montañas y nuestros aliados de Mitanni forman un baluarte contra ellos. He mandado también al rey Shubbiluliuma una Cruz de vida, y a su demanda le he dado también oro para que pueda colocar en sus templos una estatua mía de tamaño natural. Por esto no inquietará a Egipto, porque de mi recibe oro cada vez que lo reclama, pese a que el pueblo se queja de los impuestos que tengo que recaudar.

Las venas se hincharon en el rostro de Horemheb, pero tenía la costumbre de dominarse y no dijo nada más cuando declaré que como médico tenía el deber de dar la entrevista por terminada. Mientras me acompañaba a casa, dándose golpes en las piernas con la fusta, dijo:

– Por Seth y todos los demonios, que una boñiga de vaca en el camino es más útil que su cruz de vida. Pero lo más increíble es que cuando me mira fijamente a los ojos y me toca amistosamente el hombro creo en su verdad, pese a que sepa que yo tengo razón y él anda equivocado. Por Seth y todos los demonios, que se llena de fuerza en esta villa pintada y arreglada como una cortesana. En verdad que si se le pudiese llevar a todos los hombres unos tras otros para que les hablase y los tocase con sus tiernos dedos, creo que el mundo cambiaría, pero esto es imposible. Y, sin embargo, les inyectaría su fuerza y transformaría su corazón. Creo que si me quedase mucho tiempo aquí me saldrían ubres como a los cortesanos y podría amamantar recién nacidos.


Estas palabras de Horemheb comenzaron a atormentarme el corazón y me reproché ser un mal amigo para él y un mal consejero para el faraón. Pero mi cama era blanda y dormía bien bajo el baldaquino, y mi cocinero ponía en conserva pájaros en miel y los asados de antílope no faltaban en mi mesa mientras el agua de mi clepsidra iba corriendo lentamente. La segunda hija del faraón, Meketatón, cayó gravemente enferma y tuvo fiebre, y comenzó a toser y adelgazarse. Trate de darle fortificantes y le hice beber oro disuelto, y yo maldecía mi suerte, ya que, una vez cuando el faraón, su hija requería mis cuidados, de manera que yo no sabía lo que era el reposo ni de día ni de noche. El faraón estaba inquieto, pues quería a sus hijas y las dos mayores lo acompañaban durante las recepciones del palacio dorado y daban condecoraciones y cadenas de oro a aquellos a quienes el faraón quería demostrar su favor.

Por un fenómeno natural, esta hija enferma era todavía más querida de su padre, de manera que yo le di bolitas de plata y marfil y le compré un perrito que la seguía a todas partes y velaba durante su sueño. Pero el faraón velaba y adelgazaba de inquietud y se levantaba varias veces durante la noche para escuchar la respiración de la pobre enferma y cada acceso de tos le desgarraba el corazón.

Y también para mí aquella enfermita llegó a ser más importante que todos mis bienes en Tebas, y Kaptah, y la penuria de Egipto, y todos los que sufrían hambre y morían en Siria por Atón. Le consagre todo mi arte y mi saber, prescindiendo de los otros enfermos, los nobles aquejados del mal procedente de excesos cometidos en la mesa y con el vino, y sobre todo de dolores de cabeza, puesto que el faraón sufría de ellos. Al cuidarlos, hubiera podido amasar una fortuna, pero yo estaba asqueado del oro y de las reverencias, de manera que a menudo trataba bruscamente a mis clientes Y por eso decían:

– La dignidad de médico real se le ha subido a a la cabeza Sinuhé; imaginándose que el faraón escucha sus palabras, olvida lo que le dicen los demás.»

Pero, pensando en Tebas, en Kaptah y en “La Cola de Cocodrilo”, me sentía presa de la melancolía y mi corazón estaba hambriento, como si hubiese tenido siempre hambre y ningún alimento pudiese saciarlo. Me di cuenta también de que mis cabellos caían y mi cráneo iba desnudándose bajo la peluca, y había días en que olvidaba mis deberes y soñaba con los ojos abiertos, errando de nuevo por las rutas de Babilonia y oliendo el olor de trigo en las eras de tierra batida. Había engordado y mi sueño era pesado y me ahogaba a los pocos pasos, de manera que la litera me era indispensable.

Pero cuando vino el otoño y el río se desbordo, y las golondrinas salieron del cieno para batir el aire con sus alas inquietas, la hija del faraón mejoró y entró en convalecencia. Mi corazón seguía el vuelo de las golondrinas y me embarqué hacia Tebas autorizado por el faraón, y con el encargo de su parte de saludar a mi paso a todos los agricultores que se habían repartido las tierras del falso dios, esperando que a mi vuelta le llevaría buenas noticias.

Por esto hice muchas escalas en los villorrios y los campesinos acudían a hablarme y el viaje no me fue penoso, como lo había temido, porque en mi mástil flotaba la oriflama del faraón, mi lecho era blando y no había moscas. Mi cocinero me seguía en otra embarcación y le entregaban constantemente regalos, de manera que tenía siempre víveres frescos. Pero los campesinos que acudían a verme estaban delgados como esqueletos, sus mujeres me lanzaban miradas despavoridas y los chiquillos eran raquíticos y tenían las piernas demacradas y torcidas. Me mostraban sus arcas de trigo medio vacías y el trigo tenía unas manchas coloradas como de sangre. Y me decían:

– Al principio creímos que nuestras malas cosechas procedían de nuestra ignorancia, puesto que no habíamos cultivado nunca la tierra. Pero ahora sabemos que la tierra que el faraón nos ha distribuido está maldita, y por esto nuestras cosechas son mezquinas y nuestro ganado muere. Y también nosotros estamos malditos. Unos pies invisibles huellan nuestras tierra y unas manos invisibles rompen las ramas de los árboles que hemos plantado, nuestro ganado muere sin razón y nuestros canales se obstruyen, y encontramos cadáveres de animales en los pozos, de manera que no tenemos agua potable. Muchos han abandonado ya las tierras para regresar a la villa más pobres que antes, maldiciendo el nombre del faraón y de su dios. Pero hasta ahora hemos resistido poniendo nuestra confianza en las cruces y en las cartas del faraón, y las suspendimos en los campos para alejar a los saltamontes. Pero la magia de Amón es más poderosa que la de Akhenatón y por esto vuestra fe se tambalea y tendremos que abandonar en breve estas tierras malditas antes de perecer en ellas como tantas mujeres y chiquillos.

Fui también a visitar las escuelas, y, al ver sobre mis ropas la Cruz de Atón, los maestros escondían piadosamente sus palos y hacían los signos de Atón, y los chiquillos estaban sentados en los patios, con las piernas cruzadas, muy bien alineados. Y los maestros me decían:

– Sabemos que es insensato pretender que todos los chiquillos aprendan a leer y escribir, pero, ¿que no haríamos por el amor del faraón, que es nuestro padre y nuestra madre y que respetamos como hijo de su dios? Pero somos hombres instruidos y es ofensivo para nuestra dignidad estar sentados en estos patios sonando a los chiquillos grasientos y dibujando letras en la arena, porque no tenemos tablillas ni plumas de caña, y estas nuevas letras son incapaces de representar la ciencia y el saber que con tantas penas y gastos hemos adquirido. Nuestro salario es muy irregular y los padres no nos pagan justamente y su cerveza es ácida y floja y el aceite se vuelve rancio en nuestras jarras. Pero esperamos llegar a demostrar al faraón que es imposible conseguir que todos los chiquillos aprendan a leer y escribir, porque solo los mejores son capaces de ello. También es insensato enseñar a las muchachas a escribir, porque no se ha hecho nunca, y creemos que los escribas del faraón se han equivocado al escribirlo, lo cual es una prueba mis de cuán imperfecta y mala es la nueva escritura.

Comprobé su saber, y este saber no me satisfizo mucho, y me satisfizo menos ver sus rostros hinchados y sus ojos temerosos, porque estos maestros eran escribas caídos de los que no quería nadie. Su instrucción era deplorable y habían aceptado la cruz de Atón solamente para asegurarse el pan, y si había entre ellos alguna excepción, no es una mosca quien transforma el invierno en verano. Los agricultores y los viejos de los poblados maldecían amargamente el nombre de Atón y decían:

– !Oh Sinuhé! Dile al faraón que nos desembarace por lo menos del peso de estas escuelas, puesto que no podemos vivir, ya que nuestros hijos regresan de la escuela con la espalda llena de cardenales y los cabellos arrancados, y estos maestros son insaciables como cocodrilos y nada es bastante bueno para ellos, pero desprecian nuestro pan y nuestra cerveza, y nos despojan de nuestras últimas monedas de cobre y de las pieles de nuestros bueyes para comprar vino, y cuando estamos en los campos penetran en nuestras casas para divertirse con nuestras mujeres, diciendo que es la voluntad de Atón, puesto que no hay diferencia entre un hombre y otro, ni entre una y otra mujer.

Pero el faraón me había autorizado tan sólo a saludarlos en su nombre y yo no podía aliviarlos en su miseria. Pero no obstante, les dije:

– El faraón no puede hacerlo todo por vosotros, y en parte por vuestra culpa Atón no bendice vuestros campos. Sois ávidos y no queréis que vuestros hijos vayan a la escuela para que trabajen por vosotros en los canales de irrigación mientras holgazaneáis. No puedo hacer nada tampoco por el pudor de vuestras mujeres, porque a ellas incumbe saber con quien quieren divertirse. Por esto, al veros, siento vergüenza por el faraón, porque os ha encomendado una alta misión. Pero habéis estropeado las tierras más fértiles de Egipto y sacrificado vuestro ganado para venderlo.

Pero ellos protestaron vivamente.

– No deseábamos ningún cambio en nuestras vidas, porque si éramos pobres en la ciudad, por lo menos éramos felices, pero aquí no vemos más que cabañas de arcilla y vacas que mugen. Tenían razón los que nos pusieron en guardia diciéndonos: «Temed cualquier cambio, porque para el pobre es siempre en mal, y su medida de trigo disminuye y el aceite baja en sus arras.›,

Mi corazón me decía que tenían probablemente razón, y no queriendo discutir más con ellos reemprendí la ruta. Pero mi espíritu estaba acongojado por el faraón y me extrañaba que cuanto tocase trajese la desgracia, de manera que la gente enérgica se volvía perezosa a causa de sus regalos, y sólo los más miserables se agrupaban alrededor de Atón como las moscas en torno a un animal muerto.

Y un temor se apoderó de mí: el de que verdaderamente el faraón, los cortesanos, los nobles y los dignatarios que vivían en la ociosidad, así como yo durante estos últimos años, no fuésemos más que parásitos engordados por el pueblo, como las pulgas en la pelambrera del perro. Quizá la pulga en la pelambrera del perro se imagina ser lo esencial y que el perro no vive más que para mantenerla. Quizá también el faraón y su dios no son más que dos pulgas en la pelambrera de un perro y no procuran a este más que molestias sin ningún provecho, porque el perro sería más feliz sin pulgas.

Así fue como mi corazón se despertó después de un largo sueño y despreció la Ciudad del Horizonte, y miré en torno mío con ojos nuevos y nada de lo que vi a mi alrededor era bueno. Pero esto procedía quizá de que la magia de Amón reinaba en todo Egipto en secreto y que su maldición falseaba mi vista, y que la Ciudad del Horizonte fuese el único lugar al que no alcanzaba su poderío.

Pronto aparecieron en el horizonte los tres gigantes eternos que guardaban Tebas, y el techo y las murallas del templo emergieron delante de mis ojos, pero las puntas de los obeliscos no centelleaban ya bajo el sol, porque su dorado no había sido renovado. Sin embargo, esta vista fue deliciosa para mi corazón, y procedí a hacer una libación de vino en las aguas del Nilo como los marinos al regresar de un largo viaje, pero los marinos vierten cerveza en lugar de vino, porque prefieren bebérselo. Vi los grandes muelles de Tebas y sentí en mi olfato el olor del Puerto, el olor del trigo podrido y del agua cenagosa, de las especias y de la pez.

Pero cuando volví a ver la casa del antiguo fundidor de cobre en el barrio de los pobres, me pareció muy pequeña y estrecha y la calle era sucia y pestilente y estaba llena de moscas. Y el sicómoro del patio no alegró ya mis ojos, pese a que lo hubiese plantado yo mismo y hubiera crecido mucho durante mi ausencia. Hasta tal punto la riqueza y el lujo de la Ciudad del Horizonte me habían corrompido; y sentí vergüenza de mí y mi corazón se entristeció, porque no podía alegrarme de volver a ver mi casa. Kaptah no estaba en casa, pero sí la cocinera Muti, que al verme dijo amargamente:

– Bendito sea el día que me devuelve a mi dueño, pero las habitaciones no están listas y la ropa esta en la colada, y tu regreso me trae molestias y preocupaciones, pues no espero ya ningún bien de la vida. Pero no me sorprende lo brusco regreso, porque es esta la manera de obrar de los hombres.

La calmé diciéndole que me quedaría a bordo de la barca y me informó sobre Kaptah. Después me hice llevar a “La Cola de Cocodrilo” y Merit me recibió, pero no me reconoció a causa de mis vestiduras elegantes y mi litera, y me dijo:

– ¿Has reservado un sitio para la velada? Porque si no lo has reservado no podré dejarte entrar.

Había engordado un poco y sus pómulos no eran salientes, pero sus ojos eran los mismos, pese a las leves arrugas que los circundaban. Por esto mi espíritu se regocijó y le puse una mano en la cadera diciendo:

– Comprendo que no te acuerdes ya de mí después de haber calentado en tu alfombrilla a tantos hombres solitarios y tristes, pero creía, sin embargo, encontrar un asiento en tu casa y una copa de vino helado, aunque no me atreva a pensar en tu alfombrilla.

Gritó de sorpresa y exclamó:

– ¡Sinuhé! ¿Eres tu? -Y dijo, además-: Bendito sea el día que me devuelve a mi dueño. -Puso sus manos bellas y firmes sobre mis hombros y dijo-: Sinuhé, Sinuhé, ¿qué has hecho de tu soledad? Porque si antes era la del león ahora es la del perrito engordado que lleva una correa al cuello. -Me quitó la peluca y acariciando cariñosamente mi cráneo calvo, continuó

– : Siéntate, Sinuhé, voy a traerte vino helado, porque estás sudando y jadeante después de tu largo viaje.

– No me traigas una cola de cocodrilo, porque mi estómago no la soportaría y me daría dolor de cabeza.

Ella me tocó la mejilla y dijo:

– ¿Soy ya tan vieja y gorda que piensas antes que todo en tu estómago al volver a verme después de una larga ausencia? Antes no te daba miedo tener dolor de cabeza en mi compañía, pero abusabas de las colas, y yo debía velar para que te moderases.

Me sentí apenado, porque tenía razón y la verdad apena. Por esto le dije:

– ¡Ay de mi, Merit, soy ya viejo y no valgo para nada!

Pero ella dijo:

– Es imaginación tuya creerte viejo, porque tus ojos no lo son al mirarme y esto me alegra sobremanera.

Entonces le dije:

– Merit, en nombre de nuestra amistad, tráeme pronto una cola; si no, temo cometer locuras contigo y seria contrario a mi dignidad de trepanador real, sobre todo en Tebas y en una taberna del Puerto.

Me sirvió de beber y me puso la concha en la mano y bebí y la bebida abrasó mi garganta acostumbrada a vinos más dulces, pero este ardor era delicioso, porque mi otra mano reposaba sobre la cadera de Merit.

Le dije:

– Merit, me dijiste un día que la mentira podía ser más exquisita que la verdad, si el hombre es solitario y su primera Primavera está deshojada. Por esto te digo que mi corazón ha permanecido joven y florece al volver a verte, y los años que nos han separado han sido largos y durante estos años no ha transcurrido día en que no haya confiado tu nombre al viento, y con cada golondrina te he mandado un saludo y cada mañana me he despertado murmurando tu nombre.

Me miró, y a mis ojos había permanecido esbelta y familiar, y en el fondo de sus ojos dormitaba una sonrisa triste como la superficie negra del agua en un pozo profundo. Y me acaricio la mejilla, diciéndome:

– Hablas bien, Sinuhé, amigo mío. ¿Por que no te confesaría que mi corazón te ha echado mucho de menos y que mis manos han buscado las tuyas, mientras reposaba sola por la noche sobre mi alfombrilla y cada vez que los hombres bajo la influencia de las colas de cocodrilo, empezaban a decirme tonterías, pensaba en ti y me ponía triste? Pero en el palacio dorado del faraón abundan las bellas mujeres, y como médico de la Corte te habrás seguramente dedicado a curarlas a conciencia.

Verdad es que me había divertido con algunas damas de la Corte que habían acudido a pedirme consejo en sus contrariedades, porque su piel era lisa como la corteza de los frutos y tierna como el vello y en invierno, especialmente se tiene más calor siendo dos que uno. Pero estas aventuras fueron tan insignificantes que no he hablado siquiera de ellas en mis libros. Por esto le dije:

– Merit, si bien es cierto que no siempre he dormido solo, no por esto deja de ser verdad que eres mi única amiga.

La cola de cocodrilo comenzaba a hacer su efecto sobre mí y mi cuerpo se rejuvenecía tanto como mi corazón y un fuego delicioso se apoderaba de mis venas, y dije:

– Muchos hombres habrán sin duda compartido tu lecho, pero tendrás que ponerlos en guardia contra mi durante mi estancia en Tebas, porque cuando me enfado soy un hombre terrible, y durante la batalla contra los khabiri los soldados de Horemheb me llamaron el Hijo del Onagro.

Ella levanto la mano fingiendo miedo y dijo:

– Es lo que temía, y Kaptah me ha contado las numerosas riñas y batallas a que tu temperamento fogoso te ha llevado y de las que solo gracias a su serenidad y sangre fría has salido indemne. Pero debes recordar que mi padre guarda una porra debajo de su asiento y no tolera escándalo alguno en esta casa.

Al oír el nombre de Kaptah y presintiendo todas las patrañas que había contado a Merit sobre mí y mi vida en los países extranjeros, mi corazón se fundió emocionado y las lágrimas acudieron a mis ojos y exclamé:

– ¿Donde está Kaptah, mi fiel servidor, para que pueda abrazarle, porque mi corazón lo ha echado de menos pese a que sea indigno de mí, puesto que no es más que un antiguo esclavo?

Merit dijo:

– Veo claramente que las colas de cocodrilo, no te sientan bien y mi padre dirige ya hacia nosotros miradas de enojo porque haces demasiado ruido. Pero no verás a Kaptah antes de la noche, porque pasa sus jornadas en la Bolsa del trigo y en las tabernas, donde hace grandes negocios, y creo que quedarás sorprendido al verlo, porque ha olvidado completamente que ha sido esclavo y que ha llevado tus sandalias y tu bastón en sus hombros. Por esto voy a salir contigo para que te calmes con el aire fresco, y además, te gustará sin duda ver cuanto ha cambiado Tebas durante tu ausencia, y por fin estaremos solos.

Fue a cambiarse de traje y se untó el rostro con un bálsamo precioso y se adornó con oro y plata, de manera que tenía aspecto de una gran dama. Los esclavos nos llevaron por la Avenida de los Carneros y vi que Tebas no había recuperado todavía su aspecto anterior, sino que los macizos de flores estaban todavía pisoteados y rotas las ramas de los árboles, y se reconstruían las casas derribadas. Íbamos estrechamente unidos en una litera y yo respiraba el perfume de Merit, y era el perfume de Tebas, más excitante y embriagador que el de todos los preciosos ungüentos de la Ciudad del Horizonte. Tenía su mano en la mía y no me asaltaba ningún mal pensamiento; me parecía haber regresado a mi hogar después de una larga ausencia.

Llegamos cerca del templo y unos pájaros negros revoloteaban por encima del templo desierto, porque se habían quedado en Tebas y nadie los molestaba dentro del recinto del dios maldito. Bajamos de la litera y entramos en el patio, y no se veía gente más que delante de las Casas de la Vida y de la Muerte, porque su traslado hubiera ocasionado demasiados gastos y dificultades. Pero Merit me dijo que mucha gente temía la Casa de la Vida, de manera que muchos médicos la habían abandonado para instalarse en la Ciudad. La hierba crecía en los caminos del parque y muchos árboles habían sido cortados y vendidos; los grandes peces del lago sagrado habían sido arponeados, y en aquel parque, que el faraón había puesto a disposición del pueblo y de los niños, no se veían mis que raros paseantes andrajosos y suspicaces.

Paseándome por el recinto del templo desierto sentía la sombra del falso dios pesar sobre mí, porque su poderío no había desaparecido con sus imágenes, sino que continuaba reinando Por el temor en el corazón de los hombres. En el gran templo la hierba había crecido entre las losas y nadie nos impidió entrar en el santuario de los santuarios, y las inscripciones

sagradas de las paredes estaban afeadas por las profanaciones, porque los grabadores habían borrado torpemente el nombre y las imágenes del dios. Y Merit dijo:

– Este es un lugar funesto y mi corazón se hiela al errar por aquí contigo, pero ciertamente esta cruz de Atón te protege y, sin embargo, me alegraría de que la quitases de tu cuello, porque podrían tirarte alguna piedra o apuñalarte en un lugar solitario a causa de esta cruz. Porque el odio es muy grande en Tebas.

Decía la verdad, porque en la plaza delante del templo mucha gente escupía al ver la cruz de Atón en mi cuello. Quedé sorprendido al ver a un sacerdote de Amón pasearse descaradamente por entre la muchedumbre, con el cráneo afeitado y vestido de blanco, a pesar de haberlo prohibido el faraón. Su rostro relucía de grasa y sus ropas eran del lino mas fino y la gente se apartaba respetuosamente a su paso. Por esto creía prudente poner mi mano delante de la cruz de Atón a fin de ocultarla, porque no tenía interés en provocar un escándalo. No quería herir los sentimientos de la gente, porque contrariamente al faraón, yo entendía que cada cual tenia el derecho de elegir su fé, y, además, no quería crearle complicaciones a Merit.

Nos detuvimos cerca de la muralla para escuchar a un narrador sentado sobre una alfombrilla, con un pote vacío delante de él, a la manera de los narradores, y la gente se había agrupado en torno a él; los pobres, sentados, porque no temían ensuciar sus vestiduras. Yo no había oido nunca aquel cuento, porque hablaba de un falso faraón que había vivido antaño y que Seth había engendrado en el seno de una bruja negra. Esta bruja había conseguido apoderarse del amor del faraón. Por la voluntad de Seth, este falso faraón se proponía arruinar el pueblo egipcio y hacer de él el esclavo de los negros y los bárbaros y había derribado las estatuas de Ra, y Ra había maldecido el país y la tierra no daba frutos, las inundaciones ahogaban a la gente, la langosta devoraba las cosechas, los estanques se convertían en charcas ensangrentadas y las ranas saltaban a las prensas de harina. Pero los días del faraón estaban contados, porque la fuerza de Ra es superior a la de Seth. Por esto el falso faraón perecía de una muerte miserable y la bruja que lo había parido perecía de una manera miserable también y Ra aniquilaba a todos los que habían renegado de él y distribuía sus casas y sus bienes a todos los que, pese a todas las pruebas, le habían permanecido fieles, creyendo en su regreso.

Este cuento es muy largo y muy cautivador y la gente mostraba su impaciencia por conocer el final, golpeando con el pie y levantando los brazos, y yo también estaba con la boca abierta. Pero cuando el cuento hubo terminado y el falso faraón hubo recibido su castigo siendo precipitado a un abismo infernal; cuando su nombre fue maldito y Ra hubo recompensado a sus fieles, los auditores saltaron de alegría y gritaron de júbilo, lanzando monedas de cobre en el recipiente. Sorprendido, le dije a Merit:

– En verdad es un cuento nuevo que no había oído nunca, pese a que creyese conocerlos todos por mi madre Kipa a quien gustaban y que protegía a los narradores, de manera que mi padre Senmut los amenazaba con su bastón cuando les daba de comer en la cocina. Es verdaderamente un cuento nuevo y peligroso, porque parece poder aplicarse al faraón Akhenatón y al falso dios cuyo nombre no debe ser pronunciado. Por eso debería prohibirse.

Merit sonrió y dijo:

– ¿Quien podría prohibir un cuento que se cuenta en los dos reinos, cerca de todas las murallas, incluso en los más pequeños poblados y que gusta tanto a la gente? Si los guardias intervienen, los narradores dicen que se trata de un cuento muy antiguo y lo pueden probar, porque los sacerdotes han descubierto esta leyenda en un documento que se remonta a varios siglos. Por esto los guardias son impotentes, pese a que se diga que Horemheb, que es un hombre cruel y se ríe de]as pruebas y los documentos, ha hecho colgar de las murallas a varios narradores y ha dado sus cuerpos a los cocodrilos. -Merit me cogía la mano y prosiguió, sonriendo-: Se citan en Tebas numerosas profecías y en cuanto dos personas se encuentran se comunican las profecías que han oído contar y los presagios funestos, porque, como sabes muy bien, el trigo no cesa de aumentar de precio, los pobres conocen el hambre y los impuestos abruman a los pobres y los ricos. Pero las predicciones dicen que veremos todavía cosas peores, y tiemblo al pensar en todas las desgracias que se predicen para Egipto.

Entonces retire mi mano de la suya y mi corazón se enojo con ella; la cola de cocodrilo había dejado de producir su efecto y la tontería y la obstinación de Merit aumentaban mi malestar. Así llegamos de nuevo a “ La Cola de Cocodrilo”, enfadados, y yo sabía que el faraón Akhenatón había tenido razón al decir: -En verdad Atón separará al hijo de su madre y al hombre de la hermana de su corazón, hasta que su reino se haya extendido sobre la Tierra.- Pero yo no tenía ningún deseo de separarme de Merit por culpa de Atón y por esto estuve de bastante mal humor hasta el momento en que, a la caída de la tarde, encontré a Kaptah.

3

No había nadie capaz de estar de mal humor viendo a Kaptah entrar majestuosamente en la taberna, hinchado e imponente como un lechón cebado y tan gordo que tenía que entrar de lado. Su rostro era redondo como la luna y brillaba de aceite perfumado y de sudor y llevaba una elegante peluca azul y cubría su ojo tuerto con una placa de oro. No llevaba ya el

traje sirio, sino que iba vestido a la egipcia con las mas finas telas de Tebas, y su cuello, sus muñecas y sus tobillos estaban cargados de brazaletes sonoros.

Al verme lanzó un grito de alegría y levantó los brazos en signo de sorpresa y se inclinó delante de mí, llevándose las manos a la altura de las rodillas, lo cual era penoso a causa de su barriga, y dijo:

– ¡Bendito sea el día que me devuelve a mi dueño!

Y después la emoción se apoderó de el y comenzó a llorar y postrándose de hinojos me abrazaba las rodillas lanzando gritos, de manera que por ellos reconocí a mi antiguo Kaptah, pese a su peluca y sus finas telas. Lo levante agarrándolo de los brazos y lo abracé y acaricié con mi nariz sus hombros y sus mejillas y era como si hubiese abrazado a un buey cebado y olido un pan caliente, tan fuertemente olía a trigo. Me husmeó también respetuosamente los hombros y después de secar sus lagrimas se echo a reír ruidosamente y dijo:

– Es para mi un día de gran júbilo y ofrezco gratuitamente una ronda a todos los que están sentados en este momento en mi taberna. Pero si alguien desea otra cola tendrá que pagarla.

Y con estas palabras me llevó a la sala del fondo haciéndome sentar sobre una mullida alfombra y permitió a Merit que se sentase a mi lado y ordenó que me sirviesen lo mejor que hubiera en la casa, y su vino podía compararse con el del faraón; la oca que me sirvió estaba guisada a la manera de Tebas y no puede haberla mejor, porque el animal se alimenta de pescado podrido que da a su carne un sabor exquisito. Cuando nos hubimos saciado, dijo:

– ¡Oh mi dueño y señor! Espero que habrás leído atentamente todos los papeles de cuentas que te he mandado durante tantos años a la Ciudad del Horizonte. Me permitirás que apunte esta comida en los gastos de representación, así como la ronda que una alegría exagerada me ha incitado a ofrecer por error a mis clientes. No te reportara perjuicio alguno, al contrario, porque bastante trabajo tengo en engañar a los perceptores en beneficio tuyo.

Entonces yo le dije:

– Tus palabras son para mi un balbuceo de negro, porque no entiendo de ellas ni una palabra; pero obra a tu antojo, porque ya sabes que tengo plena confianza en ti. He leído tus cuentas y memorias, pero tengo que confesarte que no las veo claras, porque hay demasiadas cifras y me dolía la cabeza sólo de verlas.

Kaptah se rió ruidosamente sacudiendo su gruesa barriga como una enorme almohada y Merit se rió también porque había bebido vino conmigo y se había echado sobre la alfombra, con las manos en la nuca, para hacerme admirar su pecho bajo la tela tirante. Kaptah entonces dijo:

– ¡Oh mi dueño y señor! Me regocija ver que sigues tan ingenuo e inocente como antes y que no entiendes una palabra de los asuntos razonables de la vida cotidiana, lo mismo que un cerdo se ríe de las perlas, si bien no es que quiera compararte a un cerdo, pero alabo y doy gracias a todos los dioses de Egipto en tu nombre porque me han dado a ti, porque de la misma manera hubieran podido darte a un ladrón o un canalla que te hubiese dejado sobre la paja mientras que yo te he enriquecido.

Le recordé que no tenía que dar gracias a los dioses, sino a mi buen sentido el día que lo compré en el mercado y no caro, porque era tuerto. Estos viejos recuerdos me conmovieron y dije:

– En verdad que jamás olvidaré la primera vez que te vi, porque estabas atado a una columna gritando impertinencias a las mujeres que pasaban y reclamabas cerveza de los hombres. He tenido incontestablemente razón al comprarte, pese a que al principio lo dudaba un poco. Pero entonces no tenía mucho dinero, puesto que era un médico joven, y tenías un ojo perdido, lo cual me convenía, como debes recordar muy bien.

Kaptah se ensombreció, su rostro se cubrió de arrugas y dijo:

– ¡A santo de que recordar cosas tan viejas y tan penosas que hieren mi dignidad? -Después alabó nuestro escarabajo y dijo-: En verdad que hiciste bien en confiarme este escarabajo para que nos protegiese; en realidad por él nos hemos enriquecido, y eres más rico de lo que imaginas, pese a que los perceptores anden constantemente detrás de mí, de manera que he tenido que contratar a dos escribas sirios para que me lleven contabilidad especial para el fisco, porque ni el mismo Seth ni todos los demonios serían capaces de ver claro en la contabilidad siria; y a propósito de Seth, ahora pienso en nuestro viejo amigo Horemheb, a quien he prestado dinero por cuenta tuya, como ya sabes. Pero no hablemos de él ahora, porque mis pensamientos vuelan libres como pájaros a causa del júbilo que siento al volver a verte. ¡Oh dueño mío!, y quizá vuelan tan libremente a causa del vino que anoté en gastos de representación; y por esto, dueño mío, bebe tanto como tu panza pueda contener, porque las bodegas del faraón no pueden ofrecerte nada parecido y no te robo mucho sobre el precio. Si, quiero hablarte de riquezas, aún cuando no entiendes nada de ellas, pero me limitaré a decirte que gracias a mí eres más rico que muchos grandes del país, y eres rico con verdaderas riquezas, porque no posees oro, sino casas, y depósitos, y navíos, y muelles, y ganado, tierras y árboles frutales, bestias y esclavos. Posees todo esto, pese a que lo ignores quizá, porque he tenido que inscribir muchos inmuebles a nombre de nuestros servidores y de nuestros escribas y de nuestros esclavos a fin de ocultar tu fortuna al fisco. Porque los impuestos del faraón abruman pesadamente al rico, que debe pagar mas que el pobre, y así como el pobre debe dar al faraón la quinta parte de su cosecha de trigo, el rico debe entregar a los malditos perceptores una tercera parte o casi la mitad. Es lo mas injusto e impío que ha ordenado el faraón. Esta imposición y la pérdida de Siria han empobrecido el país; pero lo mas extraño (sin duda alguna gracias a los dioses) es que mientras el país se empobrece los pobres son cada día más pobres, porque los ricos se enriquecen todavía más y ni el propio faraón puede evitarlo. Alégrate, pues, Sinuhé, porque eres verdaderamente rico y voy a confiarte un secreto, y es que tu riqueza proviene del trigo. Habiendo hablado así, Kaptah bebió vino, y comenzó a elaborar sus asuntos de trigo diciendo:

– Nuestro escarabajo es maravilloso, ¡oh dueño mío!, puesto que desde el primer día de nuestra llegada aquí me llevo a la taberna donde los mercaderes de trigo se embriagaban después de haber hecho buenos negocios. Así fue como compré también trigo por tu cuenta y el primer año los beneficios fueron ya grandes, pues los campos de Am…, quiero decir unos vastos campos, quedaron sin cultivar. Pero el trigo es maravilloso, porque se puede comprar y vender aún antes de que la crecida haya inundado el país y el grano este sembrado, y es más maravilloso todavía porque sube siempre de un año a otro, como por magia, de manera que comprando trigo no se pierde nunca, se gana siempre. Por esto, a partir de ahora, no quiero vender trigo, sino que compraré y lo acumularé en los almacenes, hasta que una medida de trigo se cambie por oro, porque llegaremos a esto si las cosas siguen así, de la misma manera que los viejos tratantes de granos se arrancan los cabellos al pensar en todo el trigo que han vendido por su ignorancia, cuando hubieran podido realizar enormes beneficios guardándolo.

Kaptah me lanzó una mirada satisfecha y se sirvió más vino, me sirvió a mí y a Merit y dijo con tono serio:

– Pero no hay que arriesgar todo el oro en un solo golpe de dados y por esto he repartido cuidadosamente tus beneficios y juego, por decirlo así, con varios dados por tu cuenta, mi querido dueño. El momento es de los más propicios a causa del faraón, cuyo nombre por esta razón debería bendecir, porque por sus órdenes y por sus actos y sobre todo por su maldita imposición, arruina a gran cantidad de ricos que deben vender sus bienes a cualquier precio. Eres, pues, muy rico, y no te he robado más que antes, ni siquiera la mitad de lo que has ganado por mi habilidad, de manera que algunas veces me reprocho mi delicadeza y mi conciencia, y doy gracias a los dioses por no tener mujer e hijos que me reprocharan no robarte bastante, pese a que nadie sea tan fácil de robar como tú, ¡oh mi querido y amado dueño Sinuhé!

Merit, acostada sobre la alfombra, me miraba sonriéndome gentilmente por mi expresión confusa, porque no llegaba a comprender todo lo que me contaba Kaptah. Este prosiguió su exposición:

– Debes comprender que al hablar de tus ganancias y de tus riquezas entiendo el beneficio neto, una vez pagados los impuestos. He deducido también todos los regalos que he debido hacer a los perceptores a causa de la contabilidad siria, y el vino que les he servido para que no viesen las cifras, y era necesario darles mucho, porque son hombres astutos y resistentes. Y se enriquecen aprisa, porque la época les es propicia, y si yo no fuese Kaptah, el rey del trigo y el amigo de los pobres, me haría perceptor. He distribuido algunas veces trigo entre los pobres, a fin de que bendijesen mi nombre, porque en épocas de turbulencia es conveniente estar bien con los pobres. Es una especie de seguro para el porvenir, porque se ha observado que en época de perturbaciones los incendios estallan con mucha facilidad en las casas de los ricos y los grandes mal vistos por el pueblo.

Además, estas distribuciones son muy poderosas, porque en su locura, el faraón permite deducir su valor del impuesto, y cuando se le da una medida a un pobre se le hace atestiguar que recibe cinco, porque los pobres no saben leer y, aunque supiesen, están agradecidos de recibir una medida de trigo y bendicen mi nombre, e imprimen el pulgar sobre cualquier documento.

Después de este discurso, Kaptah cruzo los brazos sobre el pecho y esperó mis felicitaciones. Pero sus palabras me habían hecho reflexionar y le pregunte:

– ¿Tenemos, pues, mucho trigo en los depósitos?

Kaptah asintió rápidamente esperando mis elogios, pero yo le dije:

– Pues bien, vas a ir inmediatamente a casa de los agricultores que cultivan las tierras malditas y les distribuirás este trigo para sus siembras, porque no tienen grano y su trigo está manchado como si hubiese llovido sangre. La crecida ha pasado, es el tiempo de la labranza y la siembra, de manera que debes darte prisa.

Kaptah me dirigió una mirada de piedad y movió la cabeza. Después me dijo:

– !0h dueño mío! No atormentes tu cabeza con pequeñeces parecidas, y deja que piense yo por ti. Trata de seguirme; al principio los tratantes en trigo han ganado mucho grano a los agricultores porque estos debían, en su pobreza, pagar dos medidas por una y si no podían pagar se hacía sacrificar su ganado y se quedaban las pieles. Pero ahora que el precio del trigo ha subido sin cesar, estos negocios ya no son interesantes, y el beneficio es modesto, de manera que nos será más ventajoso que esta Primavera queden muchas tierras yermas, porque esto hará subir todavía el precio del trigo. Por esto no debemos cometer la locura de prestar trigo a los agricultores, porque de esta manera perjudicaríamos nuestros intereses. Y si lo hiciera, provocaría la cólera de todos los demás graneros.

Pero yo le dije con tono enérgico:

– Ejecuta mis órdenes, Kaptah, porque el trigo es mío y no pienso en ganancias, sino en los hombres cuyas costillas les saben por la piel como a los esclavos de]as minas, y pienso en]as mujeres cuyos pechos cuelgan como pellejos varios, y pienso en los niños que rondan por la ribera con las piernas torcidas y los ojos enfermos. Por esto quiero que les distribuyas para la siembra todo el trigo que poseo. Quiero que lo hagas por Atón y por el faraón Akhenatón, porque lo quiero. Pero no les darás el trigo gratuitamente, porque he observado que los regalos engendran la pereza y el ocio y la mala voluntad. Han recibido gratuitamente las tierras y el ganado y no han sabido aprovecharlos. Recurre al palo si es necesario, pero vigila de modo que se hagan las siembras y las cosechas. Mas al recuperar nuestro crédito no quiero que tomes beneficio alguno, sino que les pedirás tan solo medida por medida.

Ante estas palabras Kaptah lanzó fuertes clamores y desgarró sus vestiduras, que estaban manchadas de vino, y dijo, aterrado:

– ?Medida por medida? Es insensato, porque, sobre que podré yo robar puesto que no te puedo robar el trigo, ya que me limito a retirar una parte de los beneficios? Estas palabras son insensatas e impías, porque voy a incurrir no sólo en la cólera de los tratantes en granos, sino en la de los sacerdotes de Amón, y me atrevo a pronunciar su nombre porque estamos en un local cerrado y nadie puede denunciarnos. Digo a gritos su nombre, ¡oh dueño mío!, porque vive todavía en potencia y es más de temer que nunca, y maldice nuestras casas y nuestros navíos y nuestros depósitos e incluso esta taberna que harías bien en inscribir a nombre de Merit, si ella consiente; y me alegro de que una parte de tus bienes esté inscrita a nombres extranjeros, porque así los sacerdotes no podrán maldecirlos. Pero ahora que te has quitado la peluca veo que empiezas a volverte calvo y si lo deseas podría procurarte un ungüento maravilloso que te haría volver a crecer el pelo mas largo que antes y rizado, y te lo regalaré sin inscribirlo en ningún libro, porque procede de nuestro almacén y tengo numerosos atestados que demuestran su eficacia maravillosa, pese a que un hombre ha declarado que este ungüento le ha hecho salir un cabello lanoso y rizado como el de un negro.

Kaptah charlaba de esta forma para ganar tiempo y llevarme a renunciar a mis intenciones, pero viendo que yo permanecía imperturbable comenzó a lanzar imprecaciones y a invocar una serie de dioses cuyos nombres había aprendido durante el curso de nuestros viajes. Y dijo:

– ¿Te ha mordido acaso un perro rabioso o un escorpión? En verdad creía que bromeabas. Tu decisión va arruinarnos, pero acaso nuestro escarabajo nos salve al final y, hablando francamente, no me gusta tampoco ver gente flaca, pero aparto la mirada y deberías hacer como yo, ¡oh dueño mío!, porque el hombre no sabe mas que lo que ve y para tranquilizar mi conciencia he distribuido ya trigo a los pobres, porque me beneficiaba con ello. Pero lo que más me desagrada en tus palabras es que me impones un viaje penoso, porque tendré que caminar sobre tierra resbaladiza en la que mis pies resbalaran quizá y me caeré a un canal y serás responsable de mi muerte, porque en verdad soy viejo y estoy fatigado, y mis miembros están anquilosados y me gusta mi lecho confortable y la cocina de Muti y sus asados, y me ahogo al andar.

Pero yo me mostré implacable y le dije:

– En verdad que mientes más que antes, Kaptah, porque estos últimos años te has rejuvenecido y tu mano no tiembla ya ni tus ojos se enrojecen si no es por la acción del vino. Por otra parte, te impongo como médico este viaje penoso, porque te quiero, porque estás demasiado gordo y esto fatiga tu corazón y te corta el aliento, y espero que adelgazarás para recobrar tu aspecto decente a fin de que no tenga que avergonzarme del aspecto de mi servidor. En verdad, Kaptah, recuerdo el placer que sentíamos al correr antaño por las rutas polvorientas de Babilonia y atravesar las montañas del Líbano y sobre todo al bajar de tu asno en Kadesh. En verdad te digo que si fuese más joven, es decir, si no tuviese misiones importantes que llevar a cabo aquí por cuenta del faraón, te acompañaría para regocijar mi espíritu, porque serán muchos los que bendecirán tu nombre después de este viaje.

Sin presentar más objeciones, Kaptah se sometió a mi decisión y bebimos vino hasta tarde en la noche y Merit nos hizo compañía y descubrió su pecho moreno a fin de que pudiese tocarlo con mi boca. Kaptah evocó los viejos recuerdos y las eras de Babilonia y, según decía, mi amor por Minea me había vuelto gordo y viejo durante aquel viaje. Porque no olvidaba a Minea; pero, sin embargo, aquella noche me divertí con Merit y mi corazón se calentó y mi soledad se fundió. Pero no la llamaba mi hermana; me divertía con ella porque era mi amiga y hacía por mí lo más amistoso que una mujer puede hacer por un hombre. Por esto hubiera estado dispuesto a romper una jarra con ella, pero ella no lo consintió, porque había nacido en una taberna y yo era demasiado rico y distinguido para ella. Pero creo que sobre todo deseaba conservar su libertad y mi afecto.

4

AL día siguiente tuve que ir al palacio dorado a ver a la reina madre, a quien todo Tebas llamaba ya la hechicera negra. Creo que a pesar de toda su cordura y habilidad era ella la responsable de este nombre, porque era pérfida y cruel, y el poder había aniquilado en ella todo lo que era bueno. Mientras me vestía de lino real en mi barca y me ponía mis insignias, vino mi cocinera Muti y me dijo

– Bendito sea el día que te devuelve a mí, ¡oh dueño mío!, pero, verdaderamente, es obrar como un hombre rondar toda la noche por las casas de placer y no venir a tomar una comida en casa, a pesar de que he penado preparándote platos muy sabrosos y he azotado a las esclavas para activar la limpieza, hasta el punto que tengo el brazo derecho cansado. Porque soy ya vieja y no creo en los hombres, y tu conducta de esta noche no me hará cambiar de opinión. Date prisa, pues, y ven a saborear la comida que te he preparado y tráete a tu concubina si no puedes prescindir de ella un solo día.

Hablaba así y, no obstante, yo sabía que estimaba mucho a Merit y la admiraba, pero estaba acostumbrado a su forma de hablar, de manera que sus palabras ofensivas eran dulces a mis oídos y me sentía de nuevo en mi casa. Por esto la seguí y envié un mensaje a Merit; y, mientras caminaba al lado de mi litera, Muti seguía refunfuñando.

– Creía que habrías aprendido a vivir convenientemente desde que frecuentas la Corte, pero veo que eres tan desvergonzado como antes. Y, sin embargo, al volver a verte ayer, me dije que tenías el aspecto apaciguado y tranquilo. Me alegra ver tus mejillas rollizas, porque al engordar el hombre se serena y no será culpa mía si te adelgazas en Tebas; será culpa de tu temperamento excesivo, porque todos los hombres son iguales y todo mal proviene de este pequeño objeto que ocultáis tras el delantal porque os avergonzáis de él, lo cual no me extraña.

Así hablaba refunfuñando y me recordaba a mi madre Kipa y hubiera sido capaz de llorar de emoción si no me hubiese serenado diciéndole severamente:

– ¡Cállate, mujer, porque tus palabras me molestan y son como zumbidos de moscas en mis oídos!

Entonces se calló, y estaba muy satisfecha por haber provocado mis reproches, porque ahora sabía que su dueño había vuelto al redil.

Había decorado la casa para recibirme y guirnaldas de flores adornaban la terraza; había barrido el patio, y lanzamos al patio del vecino un gato muerto que allí había. Había contratado a unos chiquillos para que gritasen:.¡Bendito sea el día que nos devuelve a nuestro dueño!» Obraba así porque se sentía decepcionada de que no tuviese hijos como ella hubiera querido, pero sin introducir ninguna mujer en casa. Yo distribuí monedas de cobre entre los chiquillos y Muti les dio pasteles de miel y se alejaron muy contentos. Merit llegó con sus mejores galas y flores en sus cabellos perfumados. La comida preparada por Muti fue deliciosa a mi paladar, porque eran platos típicos de Tebas y en la Ciudad del Horizonte había olvidado que no hay lugar alguno donde la comida pueda compararse a la de Tebas.

Felicité a Muti alabando su habilidad y estuvo encantada, pese a que frunciese el ceño y arrugase la nariz, y Merit la alabó. Esta comida celebrada en la casa del antiguo fundidor de cobre no tiene nada de particular, pero la cito aquí porque me sentía feliz; y dije:

– ¡Suspende tu curso, clepsidra, y retén tu agua, porque el instante es propicio y quisiera que el tiempo se detuviese para que este instante durase para siempre!

Durante la comida, algunos pobres se aglomeraron en el patio vestidos con sus mejores ropas para venir a saludarme, y me contaron sus males y sus penas, y decían:.

– Mucho te hemos echado de menos, Sinuhé, porque mientras habitabas entre nosotros no supimos apreciar tu valor y sólo durante tu ausencia nos hemos dado cuenta de cuánto nos habías ayudado y cuánto habíamos perdido al perderte.

Me llevaban regalos, aun cuando estos regalos fuesen modestos, porque eran todavía más pobres que antes a causa del dios de Akhenatón. Pero uno me daba una medida de sémola y otro un pájaro que había matado y otro dátiles secos, o incluso una flor, y al ver la cantidad de flores amontonadas en mi patio, comprendí por qué los parterres de la Avenida de los Carneros estaban desnudos. Entre aquellos hombres estaba el viejo escriba que llevaba la cabeza inclinaba a causa de su bocio, y me extrañó que viviese todavía. Vi también al esclavo a quien había curado los dedos y los movió delante de mí, y él era quien me había llevado la sémola, porque seguía trabajando en el molino y podía robarla. Una madre me llevó a su hijo, que se había hecho un chiquillo robusto y tenía un ojo tumefacto y lleno de equimosis, y se jactaba de poder apalear a cualquier chiquillo de su edad en el barrio. Acudió también la meretriz a quien había curado el ojo y me llevó a todas sus amigas con la idea de que podía desembarazarlas de todas las marcas que afeaban sus cuerpos. Había prosperado, porque había hecho economías y había comprado unos baños públicos cerca de la plaza del mercado, donde vendía también perfumes y procuraba a los mercaderes las direcciones de muchachas libres de prejuicios. Todos me entregaron sus regalos diciéndome:

– No desprecies nuestros regalos, Sinuhé, aunque seas médico real y mores en el palacio dorado del faraón, porque nuestro corazón se regocija al volver a verte, pero no vuelvas a hablarnos de Atón.

No les hablé, pues, de Atón, pero los recibí uno tras otro y escuché sus quejas y les di medicinas y los curé. Para ayudarme, Merit se quitó su rico traje para no mancharlo y lavó las llagas y limpió mi cuchillo a la llama y mezcló los anestésicos para aquellos a quienes había que arrancar un diente. Cada vez que la veía, mi corazón se regocijaba, y la miraba a menudo, porque era bella de ver y su busto era firme y esbelto y su porte elegante, y no sentía vergüenza de estar desnuda, como las mujeres del pueblo cuando trabajan, y ninguno de los enfermos se ofuscó por ello, porque cada cual tenía suficientes preocupaciones con sus propias penas.

Así pasé el tiempo recibiendo enfermos como en días pasados, y yo les hablaba y me alegraba de mi saber que me permitía ayudarlos, y me gustaba ver a Merit que era mi amiga, y a veces, suspirando profundamente, decía:

– ¡Suspende tu curso, clepsidra, y retén tu agua, porque este instante presente no puede continuar siendo tan bello!

Y así olvidé que tenía que ir al palacio dorado y que mi llegada había sido anunciada a la reina madre. Pero me parece que no pensaba en ello, porque en aquel instante de felicidad no quería pensar en nada.

Cuando se alargaron las sombras, mi patio se vació y Merit me vertió agua en las manos y me ayudó a lavarme y yo la ayudé en sus abluciones, y lo hice con gusto, y nos lavamos. Pero cuando quise acariciar sus mejillas y besar sus labios, me rechazó diciendo:

– Corre hacia tu bruja, Sinuhé, v date prisa para regresar antes de la noche, porque mi alfombrilla te espera con impaciencia. Sí, verdaderamente tengo el sentimiento de que mi alfombrilla te espera con impaciencia, bien que no sepa por qué, ya que tus miembros son lacios, Sinuhé, y tu carne es blanda y yo no puedo decir que tus caricias sean hábiles; pero, a pesar de todo, eres diferente de los demás hombres y por esto comprendo a mi alfombrilla.

Anudó a mi cuello las insignias de mi rango y me puso mi peluca de médico v me acarició la mejilla, de manera que con gusto hubiera renunciado por ella ir al palacio dorado. Pero hice correr a mis esclavos prometiéndoles oro y bastonazos, di prisa a los remeros, de manera que el agua parecía hervir alrededor de la barca. Así pude penetrar en el palacio en el momento en que el sol descendía sobre la montaña del Oeste y las estrellas se encendían.

Pero antes de referir mi conversación con la reina madre, tengo que decir que ésta no había ido más que dos veces a la Ciudad del Horizonte, y las dos veces reprochó al faraón su locura, lo cual afectó vivamente a Akhenaton, porque quería a su madre y estaba ciego por ella, como a menudo los hijos están ciegos con sus madres hasta el día en que se casan y sus esposas les abren los ojos. Pero Nefertiti no había abierto los ojos de su marido a causa de su padre. Debo, en efecto, reconocer que en aquellos tiempos el sacerdote Ai y la reina Tii vivían libremente juntos y no trataban de disimular su felicidad, y dudo de que el palacio hubiese pasado jamás por una vergüenza parecida, pero estas cosas no se escriben nunca y se olvidan con la muerte de los que han sido testigos de ellas. Pero no quiero opinar sobre el nacimiento de Akhenatón, porque creo que su origen es divino, porque si no hubiese tenido en sus venas la sangre real de su padre, no hubiera tenido sangre real alguna, y entonces hubiera sido efectivamente un falso faraón, como lo pretendían los sacerdotes, y todo lo que ocurría hubiera sido todavía más insensato y vano. Por estos motivos prefiero dar crédito a mi corazón y mi espíritu en este asunto.

La reina madre me recibió en un saloncito particular en el cual revoloteaban unos pajarillos con las alas recortadas. No había olvidado el oficio de su juventud y le gustaba atrapar pajarillos en el jardín, poniendo pez en las ramas de los árboles v tendiendo redes. Cuando me presenté delante de ella estaba tejiendo una alfombrilla de cañas pintadas. Me acogió con reproches, censurándome mi retraso y dijo:

– ¿Acaso la locura de mi hijo se cura o ha llegado el momento de trepanarlo? Porque ya escandaliza demasiado alrededor de su dios Atón y tiene al pueblo inquieto, lo cual es superfluo, porque el falso dios ha sido derribado y nadie le disputa el poder.

Yo le hablé de la salud del faraón, de las princesitas y de sus juegos, y de sus paseos en barca por el lago sagrado v acabó calmándose y me permitió sentarme a sus pies v me ofreció cerveza. No por avaricia me ofrecía

cerveza, sino porque era fuerte y dulce y bebía muchas jarras al día, de manera que su rostro estaba rechoncho y su cuerpo también era desagradable de ver, porque se parecía mucho a un rostro de negro, a pesar de que no era completamente negra. Nadie hubiera sido capaz de imaginar que aquella mujer obesa hubiese podido un día conquistar por su belleza el amor del faraón. Por esto el pueblo pretendía que había conquistado este amor por medio de prácticas mágicas, porque es verdaderamente excepcional que un faraón tome por mujer a la hija de un pajarero del río.

Saboreando su cerveza comenzó a hablarme abiertamente y en confianza, lo cual no es de extrañar, porque era médico v las mujeres confían a los médicos cosas que callan a los demás hombres, y bajo este aspecto la reina Tii u no difería de las demás mujeres.

Bajo el efecto de la cerveza me habló y dijo:

– Sinuhé, a quien el estúpido capricho de mi hijo dio el nombre de Solitario, pese a que no tengas aspecto de ello, pues apostaría que en la Ciudad del Horizonte te has divertido cada noche con una mujer distinta, porque conozco las mujeres de esa ciudad; sí, Sinuhé, eres un hombre tranquilo, quizás el más tranquilo que conozco, y tu calma me irrita y quisiera pincharte con una aguja para verte saltar y gritar, y me pregunto de donde viene tu calma, pero eres seguramente un buen hombre, si bien no me explico qué ventaja proporciona esta bondad, porque he comprobado que sólo los imbéciles incapaces de otra cosa son buenos. Sea como sea, tu presencia me calma maravillosamente y quisiera decirte que este Atón que en mi locura he desencadenado me pone furiosa, y no creía que las cosas fuesen tan lejos, pero yo había inventado a Atón para derribar a Amón, a fin de que mi poder y el de mi hijo fuesen mayores, pero en el fondo es Ai quien lo ha inventado. Ai es mi marido, como tú sabes, a menos que seas suficientemente inocente para no saberlo, pero es mi marido aunque no hayamos decidido romper juntos una jarra. Quiero decir que este maldito Ai, que no tiene más fuerza que una ubre de vaca, ha traído a este Atón de Heliópolis y lo ha revelado a mi hijo. No comprendo lo que ha encontrado en este Atón, pero sueña despierto con él desde su infancia, y creo verdaderamente que está loco y que es hora de trepanarlo y no comprendo por qué su bella esposa, que es hija de Ai, no le da más que hijas, pese a que mis hechiceros hayan tratado de ayudarla. No comprendo por qué el pueblo detesta a mis hechiceros, porque son honrados, pese a que sean negros y lleven agujas de marfil atravesadas en la nariz, y estiren sus labios y los cráneos de los niños. Pero el pueblo los detesta, lo sé, de manera que debo tenerlos ocultos en los sótanos del palacio, si no, el pueblo los mataría, pero no puedo prescindir de ellos, porque nadie como ellos sabe hacerme cosquillas en la planta de los pies y me preparan filtros que me permiten gozar todavía de la vida como mujer y divertirme, pero si crees que encuentro algún placer con Ai te equivocas, y me pregunto por qué le tengo tanto afecto, cuando sería mejor abandonarlo. Mejor para mí, naturalmente. Pero quizá no pueda abandonarlo aunque quiera, y esto es lo que me inquieta_ Por esto mi único placer procede de mis queridos negros. -La reina madre se echo a reír, como las viejas lavanderas del puerto cuando beben cerveza, v continuó-: Estos negros son hábiles doctores, Sinuhé, pese a que el pueblo los trata de hechiceros, pero es por pura ignorancia, y tú mismo te instruirías seguramente con ellos si dominases tus prejuicios contra su color y su olor y si consintiesen en revelarte su arte, cosa que dudo, pues son muy celosos de él. Su color es cálido u oscuro y su olor no tiene nada de desagradable cuando está uno acostumbrado a él al contrario, es excitante y no se puede prescindir de él. Puedo confesarte, Sinuhé, puesto que eres médico, que algunas veces me divierto con ellos porque me lo prescriben como remedio. Pero no para experimentar sensaciones nuevas como lo hacen las mujeres agotadas de la Corte, que recurren a los negros, de la misma manera que una persona que lo ha probado todo y está cansada de todo, pretende que la carne convenientemente pasada es el mejor alimento. No, no por esto me gustan mis negros, porque mi sangre es roja y joven y no tiene necesidad de excitantes artificiales y los negros son para mí un misterio que me aproxima a las fuentes de la vida cálida, de la tierra, del sol y de los animales. No quisiera que divulgases esta confesión, pero si lo hicieses, no me reportará ningún prejuicio, porque siempre podré afirmar que has mentido. En cuanto al pueblo, cree todo lo que se cuenta de mí y mucho más, de manera que, a sus ojos, mi reputación no puede sufrir ya, y por esto poco importa lo que cuentes, pero prefiero que no digas nada, y te callarás, porque eres bueno, cosa que yo no soy.

Se ensombreció y después volvió a tejer su alfombra de cañas de colores y yo contemplaba sus dedos oscuros, porque no me atrevía a mirarla a la cara. En vista de que yo guardaba silencio y no prometía nada, prosiguió:

– Por la bondad no se gana nada, y la única cosa que importa en este momento es el poder. Pero los que nacen en las gradas de un trono no aprecian su valor como los que han nacido con estiércol entre los dedos de los pies, como yo. En verdad, Sinuhé, que comprendo el valor del poder y todos mis actos han tendido a conseguirlo para poder transmitirlo a mis hijos y los suyos, a fin de que mi sangre viva en el trono dorado de los faraones, y no he retrocedido ante nada para alcanzar este fin. Quizá mis actos sean reprobables a los ojos de los dioses, pero, a decir verdad, los dioses no me inquietan mucho, pues los faraones son superiores a los dioses, y en el fondo no existen ni buenas ni malas acciones, sino que lo que sale bien es bueno y lo que fracasa y se descubre es malo. Pero a pesar de todo, mi corazón tiembla algunas veces y mis entrañas se convierten en agua al pensar en mis acciones, porque en el fondo no soy más que una mujer y todas las mujeres son supersticiosas, pero creo que en esto mis hechiceros podrán ayudarme. Lo que sobre todo me hace temblar es ver que Nefertiti no pone en el mundo más que hijas y a cada nacimiento tengo la impresión de ver delante de mí una piedra que he lanzado hacia atrás, como una maldición que reptase hacia mí.

Murmuró algunos conjuros y agitó sus grandes pies, pero sin dejar de tejer sus cañas coloreadas, y al contemplar sus dedos sombríos un estremecimiento recorrió mi espalda. Porque hacía nudos de pajarero y yo creía reconocer estos nudos. En verdad, los reconocía, porque eran los nudos del Bajo Egipto y yo, en la casa de mi padre, los había observado en la cesta suspendida encima del lecho de mi madre. Mi lengua se paralizó y mis miembros adquirieron rigidez, porque la noche de mi nacimiento un ligero viento del Oeste empujó mi cesta de cañas por el río ya en crecida, hasta detenerse ante la puerta de la casa de mi madre. La idea que germinaba en mi espíritu al ver los dedos de la reina madre era tan terrible e insensata que me negaba a admitirla, y me decía que cualquiera era capaz de hacer nudos de pajarero a una cesta de cañas. Pero los pajareros ejercían su oficio en el Bajo Egipto y no en Tebas. Por esto, durante mi infancia, había examinado a menudo estos nudos desconocidos en Tebas, sin ni siquiera saber entonces de qué forma aquella cesta había de unirse a mi destino.

Pero la reina madre no observó mi actitud, y sumida en sus recuerdos y sus ideas prosiguió de esta forma:

– Acaso me encuentras mala y desagradable, Sinuhé, porque te hablo así, pero no me condenes demasiado severamente por mis actos y trata de comprenderme. No es fácil para la hija de un pajarero penetrar en el gineceo real donde se la desprecia a causa de su color y de sus grandes pies, y la pinchan con mil agujas, y su única salvación es un capricho del faraón. No te sorprenderá que no haya vacilado ante los medios de conservar el favor real familiarizándome noche tras noche con las extrañas costumbres de los negros hasta que no podía vivir sin mis caricias y yo gobernaba Egipto por medio de él. De esta forma deshacía todas las intrigas del palacio dorado y evitaba los lazos que me tendían y destrozaba las redes tendidas en mi camino, sin vacilar en vengarme en caso necesario. Por el temor he ligado todas las lenguas a mi alrededor y he gobernado el palacio dorado a mi antojo, y mi voluntad fue que ninguna mujer diese al faraón un hijo antes de habérselo dado yo. Por esto ninguna mujer del harén dio un hijo al faraón, y desde su nacimiento casaba con nobles a las hijas que nacían. Tal era la fuerza de mi voluntad, pero yo no me atrevía a engendrar por miedo a que perjudicase la belleza de mi cuerpo, porque al principio no lo dominaba más que por él. Pero el faraón envejeció y mis caricias lo agotaban y con gran terror, cuando vino el momento de procrear, le di una hija. Y esta hija es Baketatón y no la he casado, sino que la guardo como una flecha en mi carcaj, porque la persona prudente guarda siempre más de una flecha en su carcaj, no fiándose de una sola. El tiempo pasaba para mí en la angustia, pero al fin di a luz un hijo que no me ha dado la alegría que esperaba de él, Porque se ha vuelto loco, y así basaba todas mis esperanzas en su hijo que no ha nacido todavía. Pero mi poder era tan grande que durante todos estos años ninguna mujer dio a luz un hijo, sino solamente niñas. ¿No tienes que reconocer, como médico, Sinuhé, que mi habilidad y mi hechicería son grandes?

Entonces temblé y mirándola a los ojos, dije:

– Tu hechicería es simple y despreciable, reina madre, porque tejes con tus dedos en las cañas pintadas y todo el mundo puede reconocerla. Dejó caer las cañas como si le hubiesen quemado las manos, y sus ojos, enrojecidos por la cerveza, brillaron de furor y dijo:

– ¿Eres también tú hechicero, Sinuhé, para hablar de esta forma, o es que el pueblo sabe esta historia también?

Y yo le dije:

– A la larga no se puede ocultar nada al pueblo, y el pueblo lo sabe todo sin que se le diga. Tus actos no han tenido quizá testigos, reina madre, pero la noche te ha visto y el viento nocturno ha susurrado tus actos a numerosos oídos y si puedes ligar las lenguas no puedes evitar que el viento charle. Sin embargo, la alfombrilla que tejes con tus manos es ciertamente una bella alfombra y te agradecería que me la regalases, porque sabría apreciarla mejor que nadie.

Estas palabras la calmaron y tomó de nuevo su tejido y bebió cerveza. Después me miró con aire de astucia y dijo:

– Quizá te dé esta alfombrilla, Sinuhé, cuando esté terminada. Es una alfombrilla preciosa, porque, la he tejido con mis propias manos y es una alfombrilla real. Pero, ¿qué me darás tú a cambio?

Yo me eché a reír y respondí:

– Te daré mi lengua, ¡oh reina madre! Pero quisiera que me la dejases hasta mi muerte. Mi lengua no conseguirá ningún provecho hablando mal de ti. Por esto te la doy-.

La reina murmuró algunas palabras y, mirándome de soslayo, dijo:

– No puedo aceptar un regalo que poseo ya. Nadie me impediría tomar tu lengua ni tus manos para que no pudieses escribir lo que no podrías decir. Podría también mandarte a mis hechiceros de los subterráneos del palacio y probablemente no regresarías nunca más, porque les gusta sacrificar seres humanos.

Pero yo le dije:

– Has bebido, ciertamente, demasiada cerveza, ¡oh reina madre! No bebas más, si no, corres el riesgo de soñar hipopótamos. Mi lengua es tuya y espero recibir la alfombrilla cuando esté terminada.

Me levanté para despedirme y ella no me retuvo, sino que se echó a reír y dijo:

– Me diviertes mucho, Sinuhé; en verdad me diviertes mucho.

Así la dejé y regresé a la ciudad. Y Merit compartió su alfombra conmigo. Yo no era ya enteramente feliz, porque me acordaba de la cesta de cañas suspendida sobre el lecho de mi madre, y pensaba también en los dedos

que tejían alfombrillas de caña con nudos de pajarero, y pensaba en el viento nocturno que se lleva las cestas ligeras lejos de los muros dorados del palacio hacia las riberas de Tebas. Pensaba en todas estas cosas y no era enteramente feliz, porque lo que aumenta el saber aumenta también el dolor, y hubiera querido evitármelo porque no era ya joven.

5

La razón oficial de mi viaje a Tebas era hacer una visita a la Casa de la Vida donde no había ido desde hacía años, a pesar de que mi función de trepanador real me obligaba a ello, y temía también que mi habilidad manual disminuyese, porque durante todos los años de estancia en la Ciudad del Horizonte no había practicado una sola trepanación. Por esto dí en la Casa de la Vida algunas lecciones a los discípulos. Pero esta Casa había cambiado mucho y disminuido en importancia, porque la gente, incluso los pobres, la evitaban, y los mejores médicos la habían abandonado para ir a practicar en la ciudad. Yo pensé que la ciencia se había liberado y desarrollado desde que los discípulos no tenían que pasar el examen de sacerdocio de primer grado y nadie les impedía preguntar el porqué de las cosas, pero me equivocaba, porque los discípulos eran jóvenes y holgazanes y no sentían el menor deseo de preguntar el porqué, v su mayor afán era recibir de sus maestros la ciencia ya preparada e inscribir su nombre en el Libro de la Vida, a fin de poder ejercer su profesión y ganar oro y plata.

Los enfermos eran tan poco numerosos que tuve que esperar varias semanas para poder trepanar tres cráneos, como había decidido, para comprobar mi habilidad. Estas tres operaciones me valieron gran renombre y maestros y discípulos cantaron las alabanzas de mis manos y mi destreza. Sin embargo, yo tenía la decepcionante impresión de que mis manos no poseían la seguridad de antaño. Mi vista había disminuido y no podía reconocer tan fácilmente las enfermedades de mis clientes, sino que tenía que hacer muchas preguntas y largas investigaciones antes de estar seguro. Por esto cada día recibí enfermos en mi casa v los cuidé sin pedirles 'nada, porque quería recobrar mi antigua habilidad.

Hice, pues, tres trepanaciones en la Casa de la Vida, una de ellas por piedad, porque el enfermo era incurable y sufría atrozmente. Pero los otros dos era interesantes y requerían de todo mi talento. Uno de ellos era uno que se había caído del tejado a la calle hacia dos años, tratando de escapar de un marido engañado. No se había producido herida aparente pero más tarde había comenzado a sufrir ciertas crisis que se renovaban cuanto bebía vino. No tenía pesadillas, pero daba gritos y patadas y se mordía la lengua y se mojaba. Temía tanto aquellas crisis que quiso hacerse trepanar. Y consentí en ello, y por consejo de los médicos de la Casa recurrí a un hombre hemostático, cosa que no entraba en mis costumbres. Este hombre era todavía más estúpido y más dormido que el que murió en la cámara del faraón, como ya he referido, y durante toda la operación hubo que mantenerlo despierto para que produjese efecto. A pesar de todo, la sangre goteó alguna vez en la herida. Durante la operación vi que el cerebro del enfermo estaba negro de sangre coagulada en muchos sitios. Por esto la limpieza duró mucho tiempo y no pude limpiarlo a fondo porque hubiera podido estropear la superficie del cerebro. Pero las crisis del mal cesaron completamente, porque murió tres días después de la operación, como es normal. Pero la operación fue considerada como un éxito, y me felicitaron y los discípulos anotaron cuidadosamente todo lo que había hecho.

El segundo caso es muy sencillo, porque se trataba de un hombre joven que los guardias habían encontrado en la calle desvanecido v moribundo, desvalijado y con el cráneo fracturado. Yo me encontraba en la Casa de la Vida cuando lo llevaron allí y decidí trepanarlo en seguida, porque lo consideré perdido. Quité cuidadosamente las esquirlas de hueso y cubrí la abertura con una placa de plata desinfectada. Se curó y vivía todavía dos semanas más tarde cuando salí de Tebas, pero tenía dificultad en mover las manos, y la palma de la mano y de los pies no respondían a las cosquillas. Pero creo que con el tiempo debe de haberse restablecido completamente. Esta trepanación no produjo tanto efecto como la primera porque todo el mundo consideró mi éxito natural y alabó mi habilidad manual. Sin embargo, a causa de la urgencia, operé sin haber afeitado antes el cráneo y cuando hube cosido el cuero cabelludo sobre la placa de plata, el cabello creció sobre su cabeza como antes.

A causa de mi categoría me trataban respetuosamente en la Casa de la Vida, pero los médicos ancianos me evitaban y no se atrevían a hablarme con confianza, porque venía de la Ciudad del Horizonte y el falso dios les inspiraba temor. Yo no les hablaba de Atón, sino únicamente de cuestiones médicas. Día tras día me husmeaban como un perro que buscara un rastro y acabé extrañándome de ello. Finalmente, después de la tercera trepanación, un médico muy hábil e inteligente fue a encontrarme y me dijo:

– Sinuhé real, habrás sin duda observado que la Casa de la Vida está cada vez más vacía y que se recurre menos a nuestros cuidados, pese a que haya en Tebas más enfermos que antes. Has viajado por muchos países y has visto muchas curas, Sinuhé, pero creo que no has visto ninguna curación como las que se producen en secreto en Tebas, porque no se utiliza en ellas ni cuchillo, ni fuego, ni medicina, ni apósitos. Me han encargado que te hablase de estas curaciones y te preguntase si querías ser testigo de ellas. Pero debes prometerme no decir nada a nadie de todo lo que veas. Tendrás también que dejarte vendar los ojos cuando te lleven al lugar de las curaciones milagrosas.

Estas palabras no me gustaban mucho, porque por este motivo temía complicaciones con el faraón. Pero mi curiosidad era grande y dije: -He oído hablar, efectivamente, de cosas asombrosas que ocurren en Tebas en estos momentos. Los hombres cuentan historias y las mujeres tienen sueños, pero no he oído hablar nunca de curaciones. Como médico, dudo mucho de las curaciones obtenidas sin cuchillo ni fuego, sin medicina ni apósitos. Por esto no quiero intervenir en esta charlatanería, a fin de que mi nombre no se vea mezclado en testimonios posibles.

Pero él insistió v dijo:

– Después de tus viajes al extranjero, donde has aprendido tantas cosas, pensábamos que no tendrías prejuicios. Por otra parte, la sangre deja también de manar sin tener que recurrir a las pinzas ni al cauterio. ¿Por qué no se podría, pues, curar sin cuchillo ni fuego? Tu nombre no estará mezclado en el asunto, te lo prometemos, porque por ciertas razones deseamos que lo veas todo, a fin de que sepas que no hay fraude en estas curas. Eres solitario, Sinuhé, y serás un testigo imparcial; por esto tenemos necesidad de ti.

Estas palabras aguzaron mi curiosidad. Por esto acepté su proposición v por la tarde fue a buscarme con su litera v me vendó los ojos. Cuando la litera se detuvo, me cogió del brazo y me guió por largos corredores, subiendo y bajando escalones, y acabé diciéndome que estaba harto de aquella farsa. Pero él me tranquilizó y me quitó la venda y me hizo entrar en una sala donde ardían numerosas lámparas y cuyos muros eran de piedra. Tres enfermos estaban tendidos en unas camillas y un sacerdote se acercó a mí con la cabeza afeitada y el rostro reluciente de aceite sagrado. Me llamó por mi nombre y me invitó a examinar a los enfermos para evitar todo fraude. Su voz era firme y suave y sus ojos inteligentes. Por esto seguí su exhortación y examiné a los enfermos, y el cirujano de la Casa de la Vida me asistió.

Ví que los tres enfermos lo estaban realmente y no podían levantarse solos. Uno de ellos era una mujer cuyos miembros estaban descarnados v completamente insensibles, y sólo sus ojos se movían en su rostro asustado. El otro era un muchacho cuyo cuerpo estaba cubierto de una erupción terrible y de húmedas postillas. El tercero era un anciano cuyas piernas estaban paralizadas y no podía andar, y no era un simulacro, pues lo pinché con una aguja y no sintió nada. Por esto le dije al sacerdote.

– He examinado a estos tres enfermos con toda mi ciencia y si fuese su médico sólo podría mandarlos a la Casa de la Vida. Esta Casa no podría, seguramente, curar a la mujer ni al anciano, pero disminuiría los sufrimientos del muchacho con baños de azufre.

El sacerdote sonrió v me invitó a tomar asiento con el otro médico y a esperar pacientemente. Después llamaron a unos esclavos que colocaron las camillas sobre un altar y, quemaron unos inciensos que espesaban el aire. En el corredor se oían cánticos y entró un grupo de sacerdotes entonando los cánticos de Amón. Se agruparon alrededor de los enfermos y comenzaron a orar, saltando y bailando. El sudor corría por sus rostros y se quitaron la túnica y agitaron cascabeles, produciéndose cortes en todo el cuerpo con unas piedras afiladas, de manera que la sangre corría. Yo había visto ceremonias parecidas en Siria y observaba fríamente como médico, pero comenzaron a gritar todavía más fuerte y a golpear el muro de la sala con sus puños, y el muro se abrió y a la luz de unas lámparas apareció la estatua de Amón, colosal y atemorizadora. Al instante los sacerdotes se callaron y el silencio fue más terrible que el ruido precedente. En la bóveda sombría el rostro de Amón brillaba con una luz celeste, y de repente el más alto de los sacerdotes se acercó a los enfermos v, llamándolos por sus nombres, dijo:

– Levantaos y marchaos, porque el gran Amón os ha bendecido para que creáis en él.

Y entonces vi con mis propios ojos cómo los tres enfermos, con inseguros ademanes, se levantaban fijando la vista en la estatua de Amón. Se pusieron primero de rodillas, después de pie y se tocaron las piernas con sorpresa, después se echaron a llorar bendiciendo el nombre de Amón. Pero el muro se volvió a cerrar, los sacerdotes salieron y los esclavos se llevaron el incienso y encendieron otras lámparas a fin de que pudiésemos examinar a los enfermos. Y la mujer pudo mover los miembros y dar algunos pasos delante de nosotros, y el anciano caminaba sin dificultad, y la erupción había desaparecido de todo el cuerpo del muchacho, cuya piel era lisa y sana. Todo aquello se había producido en muy poco tiempo, y si no lo hubiese visto con mis propios ojos no creería que fuese posible.

El sacerdote que nos había recibido se acercó a nosotros con una sonrisa de victoria y nos dijo:

– ¿Qué dices ahora, real Sinuhé? Yo le miré a los ojos y le dije:

– Comprendo que la mujer y el anciano eran víctimas de prácticas mágicas que habían ligado su voluntad, y la magia es vencida por la magia, si la voluntad del mago es superior a la del hechizador. Pero una erupción es una erupción y no se cura por la magia, sino por un tratamiento prolongado de baños medicinales. Por esto reconozco que no había visto todavía nada parecido.

Me miró y su mirada echó llamas, y dijo:

– ¿Reconoces, Sinuhé, que Amón sigue siendo el rey de todos los dioses?

Pero yo le dije:

– Te ruego que no pronuncies en voz alta el nombre de este falso dios, porque el faraón lo ha prohibido y estoy todavía a su servicio.

Vi que mis palabras lo irritaban, pero era sacerdote de grado superior y su voluntad dominó, sus sentimientos. Y así, recobrando la serenidad, dijo, sonriendo:

– Mi nombre es Hríbor, y te lo digo a fin de que puedas denunciarme a los guardias, porque no temo a los guardias del falso faraón, ni sus azotes, ni sus minas, y curaré a todo aquel que venga a mí en nombre de Amón. Pero no disputemos por estas cosas y hablemos corno personas civilizadas. Permíteme que te invite a tomar una copa de vino en mi celda, porque debes estar seguramente cansado de haber permanecido tanto tiempo sentado sobre la dura piedra.

Me llevó por unos largos corredores hacia su celda y por el aire pesado de corredores adiviné que estábamos bajo tierra y supuse que nos hallábamos en los subterráneos de Amón, sobre los que se contaban tantas leyendas, pero que ningún profano había visto. Hríbor despidió al médico de la Casa de la Vida y entramos en su celda, donde no faltaba nada de lo necesario, para proporcionar el bienestar al hombre. Un baldaquino cubría el lecho, y los cofres y las cajas eran de marfil y ébano, las alfombras eran mullidas y la habitación olía a perfumes preciosos. Me vertió cortésmente agua perfumada sobre las manos y me hizo sentar, y me ofreció pasteles de miel, frutos y ese vino fuerte de los viñedos de Amón al que se había mezclado mirra. Bebimos juntos y me habló en estos términos:

~Sinuhé, te conocemos y hemos seguido tus pasos y sabemos que amas mucho al falso faraón y que su dios no te es tan indiferente como nosotros quisiéramos. Sin embargo, te aseguro que este dios no tiene nada más que Amón, porque la persecución lo ha purificado y lo ha hecho más fuerte que antes. Pero no quiero abordar las cuestiones teológicas contigo; deseo hablarte como a un hombre que, sin exigir nada, ha curado a los pobres y como un egipcio que ama más las tierras negras que las tierras rojas. Por te digo: el faraón Akhenatón es un flagelo para los pobres y una maldición para Egipto, y debe ser muerto a fin de que sus fechorías no sean irremediables.

Yo bebí vino v dije:

– Los dioses me son indiferentes y estoy cansado de ellos, pero el dios del faraón es diferente a todos los demás, porque no tiene imágenes y todos los hombres son iguales delante de él, y cada cual, sea pobre o esclavo, o incluso extranjero, tiene un valor a sus ojos. Por esto creo que el año del mundo toca a su fin y que otro comienza Puede ocurrir lo increíble y también lo que es contrario a la razón humana. Porque jamás se había presentado como ahora la ocasión de renovarlo todo y hacer que los hombres sean hermanos entre sí.

Hribor hizo un gesto de protesta y, sonriendo, dijo:

– Comprendo, Sinuhé, que sueñas con los ojos abiertos, mientras yo te creía un hombre sensato. Mis aspiraciones son más modestas. Espero únicamente que las cosas vuelvan a ser las de antes y el pobre tenga su

medida llena y las leyes sigan en vigor. Quiero solamente que todo el mundo pueda ejercer su profesión en paz y tenga la fe que desee. Quiero que se conserve todo lo que perpetúa la vida, la diferencia entre el esclavo y el señor, entre el siervo y el patrón. Quiero que el poderío y el honor de Egipto queden a salvo, quiero que los niños nazcan en su país, donde cada cual esté en su sitio, con una misión fijada de antemano hasta el final de su vida y donde ninguna inquietud atormente su corazón. He aquí lo que quiero, y por esto el faraón Akhenatón tiene que desaparecer.

»Tú, Sinuhé, eres un hombre bueno y dócil y no quieres mal a nadie. Pero vivimos en una época en que todo el mundo tiene que tomar su partido. Quien no esté con nosotros está contra nosotros y sufrirá las consecuencias, porque no eres suficientemente ingenuo para creer que el faraón conservará mucho tiempo su poder. Poco importa qué dios es el que honras, porque Amón no tiene necesidad de ti. Pero está en tus manos, Sinuhé, aniquilar la maldición que pesa sobre Egipto. Está en tus manos suprimir el hambre y la miseria y la inquietud en las tierras negras. Está en tus manos restaurar el poderío de Egipto.

Estas palabras inquietaron mi corazón. Por esto bebí más vino y mi boca y mis narices se llenaron del perfume exquisito de la mirra. Traté de reírme, diciéndole:

– Un perro rabioso o un escorpión te han mordido, porque mi poder no es tan extenso ni soy siquiera tan hábil como tú para curar enfermos. Se levantó y dijo:

– Quiero enseñarte algo.

Tomó una lámpara y me llevó por el corredor hasta una puerta cerrada por varios cerrojos, que abrió, y entramos en una habitación donde centelleaban el oro y la plata y las piedras preciosas. Y dijo:

– No temas. No quiero tratar de corromperte, no soy tan tonto, pero es conveniente que veas que Amón es más rico que el faraón. No, no trato de seducirte con el oro.

Abrió una pesada puerta de cobre e iluminó una pequeña estancia en la que reposaba sobre un lecho de piedra una imagen de cera, cuyo pecho y sienes estaban atravesados por unas afiladas agujas. Instintivamente levanté el brazo y recité las fórmulas contra la magia, tal como las había aprendido antes de mi iniciación como sacerdote de primer grado. Hribor me miró sonriendo y ví que su mano no temblaba.

– Ya ves que el tiempo del faraón toca a su fin -dijo- porque le hemos hecho un sortilegio en nombre de Amón y hemos atravesado su corazón y sus sienes con las agujas sagradas de Amón. Pero el sortilegio es lento y pueden ocurrir todavía muchas desgracias, y su dios puede protegerlo hasta cierto punto. Por esto quisiera discutir todavía contigo, ahora que has visto esto.

Volvió a cerrar cuidadosamente todas las puertas y me llevó de nuevo a su celda y llenó mi copa de vino, pero el vino me cayó por la barbilla y la copa tintineó contra mis dientes, porque había visto con mis propios ojos un sortilegio más funesto que todos los demás y contra el cual todo el mundo es impotente. Y Hribor dijo:

– Ya ves que el poderío de Amón se extiende hasta la Ciudad del Horizonte, pero no me preguntes cómo hemos podido procurarnos cabellos y limaduras de uñas del faraón para meterlas dentro de la imagen de cera, aunque puedo decirte que no las hemos conseguido a precio de oro, sino que las hemos recibido de Amón. -Me dirigió tina mirada indagadora y, pesando sus palabras, continuó-: La fuerza de Amón crece de día en día, como has podido ver mientras curaba a los enfermos en su nombre. Día tras día la maldición de Amón pesa sobre Egipto. Cuanto más viva el faraón, más sufrirá Egipto, porque el sortilegio obra lentamente. ¿Qué dirías, Sinuhé, si te diesen una droga que librase para siempre al faraón de sus dolores de cabeza?

– El hombre está siempre sujeto a enfermedades -dije-. Sólo un muerto está libre de ellas.

Me miró con sus ojos que echaban llamas y su voluntad me inmovilizó en el suelo, de manera que no pude levantar el brazo cuando dijo:

– Es probable, pero esta droga no deja rastro y nadie podrá acusarte, y ni aun los embalsamadores observarán nada anormal en las entrañas. Y no tendrás que darle al faraón un remedio que cura los dolores de cabeza. Se dormirá y no conocerá ya nunca más el dolor ni la pena. -Levantó la mano y añadió-: No quiero ofrecerte oro, pero, si lo haces, tu nombre será bendito eternamente y tu cuerpo no se descompondrá jamás y vivirás eternamente. Manos invisibles protegerán los días de tu vida y no habrá deseo humano que tú no consigas. Te lo prometo, porque tengo el poder para ello. -Levantó los brazos y sus ojos echaron llamas y no pude evitar su mirada. Su voluntad me encadenaba de manera que no podía moverme, ni levantar el brazo, ni ponerme en pie. Y dijo-: Si te digo: ‹!Levántate!», te levantarás. Si te ordeno levantar el brazo, lo levantarás. Pero no puedo obligarte a adorar a Amón si tú no quieres, ni puedo obligarte a realizar actos contrarios a tu voluntad. De manera que mi poder sobre ti es limitado. Por esto te conjuro, Sinuhé, en nombre de Egipto, a que tomes la droga que he preparado y se la des.

Bajó los brazos y pude de nuevo moverme y llevarme la copa a los labios, que no temblaban ya. El perfume de la mirra invadió mi boca y mi olfato, y le dije:

– Hribor, no te prometo nada, pero dame la droga. Dame esta medicina lamentable, porque acaso sea mejor que el jugo de la adormidera y quizá venga un día en que el faraón desee no despertarse.

Me dio la droga en una redoma de colores y dijo:

– El porvenir de Egipto está en tus manos, Sinuhé. No conviene que nadie levante la mano contra el faraón, pero la miseria y la impaciencia del pueblo son grandes y puede venir el momento en que alguien se acuerde de que el faraón es también mortal y que la sangre corre si se agujerea su piel con una lanza o un puñal. Pero esto no debe ocurrir, porque entonces el poderío de los faraones se tambalearía. Por esto el destino de Egipto está en tus manos.

Tomé la droga y dije irónicamente:

– El destino de Egipto estuvo quizás, el día de mi nacimiento, en unas manos negras que tejen cañas. Pero hay cosas que tú ignoras, Hribor, pese a que creas saberlo todo. En todo caso, tengo la droga, pero recuerda que no te prometo nada.

Sonrió levantando la mano en signo de despedida v dijo, según la costumbre:

– Tú recompensa será grande.

Después me acompañó por unos largos corredores sin ocultarme nada, porque sus ojos veían en el corazón de los hombres y sabía que no lo denunciaría. Por esto puedo decir que los subterráneos de Amón se encuentran debajo del gran templo, pero no quiero decir cómo se penetra en ellos, porque este secreto no es mío.

6

Algunos días después la reina madre Tii moría en el palacio dorado. Había sido mordida por un áspid mientras visitaba los cepos para pájaros en el jardín del palacio. No hubo manera de encontrar a su médico, como suele ocurrir cuando más necesidad se tiene de él. Por esto fueron a buscarme a mi casa, pero a mi llegada a palacio no pude hacer sino certificar su defunción. Su médico no puede jamás ser responsable, porque la mordedura de esta serpiente es siempre mortal, a menos que antes de las cien primeras pulsaciones se abra la mordedura y se haga la ligadura de las venas.

Tuve que ocuparme de hacer entregar el cuerpo a los embalsamadores de la Casa de la Muerte. Allí encontré también al sombrío sacerdote Ai y tomó las mejillas hinchadas de la reina madre y dijo:

– Era ya hora de que muriese, porque no era más que una mujer vieja y fastidiosa que intrigaba contra mi. Sus propios actos la condenaban y ahora que está muerta espero que el pueblo se calmará.

De todos modos, no creo que Ai la hubiese matado, porque no se hubiera atrevido. Los crímenes comunes v los sombríos secretos unen, en efecto, a la gente más sólidamente que el amor, y sé que, a pesar de sus palabras cínicas, Ai echaba de menos a la difunta, porque con el transcurso de los años se hablan acostumbrado uno a otro.

Cuando la noticia de esta muerte se esparció por Tebas el pueblo se puso las vestiduras de fiesta v se agrupó en plazas y calles. Las predicciones corrían de boca en boca y numerosas santas mujeres comenzaron a contar presagios todavía más funestos. La muchedumbre se precipitó hacia los muros del palacio y, para calmarla y ganar su favor, Ai hizo arrojar a latigazos a los hechiceros negros que vivían en las bodegas de palacio. Eran cinco, y uno de ellos era una mujer vieja y gorda como un hipopótamo y los guardias los expulsaron por la puerta del Papiro, después de lo cual, la muchedumbre se arrojó sobre ellos y los descuartizó y toda su magia no pudo salvarlos. Ai hizo también destrozar y quemar en los subterráneos todos sus objetos mágicos y sus drogas, lo cual es lástima, porque hubiera podido estudiar sus filtros y sus fórmulas herméticas.

Nadie en palacio lloró la muerte de la reina madre ni el fin de los hechiceros. La princesa Baketatón acudió, sin embargo, a ver el cuerpo de su madre y le tocó las manos con sus lindos dedos, y dijo:

– Tu marido ha obrado mal permitiendo al pueblo descuartizar a tus hechiceros negros. -Y me dijo luego-: Estos hechiceros no eran mala gente y no estaban a gusto aquí; deseaban volver a sus selvas y sus cabañas. No hubieran debido ser castigados por los actos de mi madre.

Así fue como conocí a Baketatón y me gustó mucho, a causa de su aire altivo y su belleza. Me habló de Horemheb y se burló de él y dijo: -Horemheb es de baja extracción y sus palabras son groseras, pero si tomara mujer podría ser el generador de una familia noble. ¿Puedes decirme por qué no está casado?

Yo le dije:

– No eres tú la primera en preguntármelo, Baketatón real, pero a causa de tu belleza voy a contarte lo que no he contado a nadie. Cuando siendo muy joven Horemheb llegó por primera vez a palacio miró por equivocación la luna. Y desde entonces no ha podido mirar a una mujer ni romper una jarra. Pero, ¿qué es de ti, Baketatón? Ningún árbol crece sin cesar, mas debe dar frutos, y como médico vería con gusto hincharse tus flancos de fertilidad.

Ella levantó la cabeza y dijo:

– Sabes muy bien, Sinuhé, que mi sangre es demasiado sagrada para unirse aun a la sangre más noble de Egipto. Por ésto mi hermano hubiera hecho mejor en tomarme por esposa como es la buena costumbre, y seguramente le hubiera dado un hijo. Por otra parte, si estuviese en mi poder, le haría arrancar los ojos a este Horemheb porque es infamante pensar que ha osado levantar su vista hacia mí. Te digo francamente que la mera idea de un hombre me aterra, porque su contacto es brutal y vergonzoso y sus miembros duros destrozan a las mujeres frágiles. Por esto creo que se exagera mucho el placer que un hombre puede proporcionar a una mujer,

Pero sus ojos brillaban y respiraban ansiosamente, y ví que aquella conversación le gustaba. Por esto le continué diciendo:

– He visto cómo mi amigo Horemheb, tendiendo sus músculos, rompía un brazalete de cobre. Sus miembros son largos y robustos, y su pecho resuena como un tambor cuando en su cólera lo golpea. Y las damas de la Corte lo persiguen con sus asiduidades, mayando como gatas, y puede hacer con ellas lo que quiere.

Baketatón me miró y su boca pintada temblaba y sus ojos lanzaban llamas.

Me dijo:

– Sinuhé, tus palabras son muy desagradables, y no comprendo por qué me ensalzas a tu Horemheb. Ha nacido con estiércol entre los dedos de los pies y su nombre mismo me desagrada. ¿Por qué hablarme así de él delante del cuerpo de mi madre?

Renuncié a hacerle ver que había sido ella la que había empezado, pero, fingiendo sorpresa, le dije:

– ¡Oh, Baketaton! Permanece como un árbol florido; tu cuerpo no se usará y florecerás todavía muchos años. Pero ¿tu madre no tiene ninguna sirvienta fiel para llorar y lamentarse al lado de su cuerpo hasta que la Casa de la Muerte se lo lleve y, las lloronas retribuidas se arranquen el cabello alrededor de ella? Si pudiese, lloraría, pero un médico no puede llorar delante de la muerte. La vida es una jornada calurosa, Baketatón; la muerte es quizás una noche fría. La vida es un golfo estancado, Baketatón; la muerte es quizás una ola profunda y clara.

Y ella me dijo:

– No me hables de la muerte cuando la vida es todavía deliciosa en mi boca. Pero es verdaderamente escandaloso que nadie llore al lado del cuerpo de mi madre. Yo no puedo llorar, porque no convendría a mi dignidad, y el color de mis cejas correría y estropearía el afeite de mis mejillas, pero voy a mandar una mujer a fin de que llore contigo, Sinuhé.

Yo bromeé y le dije:

– Divina Baketaton, tu belleza me ha seducido y tus palabras han vertido aceite sobre mi fuego. Por esto te pido que me mandes una mujer fea y vieja, a fin de que no la seduzca en mi excitación, lo cual sería profanar la casa mortuoria.

Ella movió la cabeza y dijo:

– Sinuhé, Sinuhé, ¿no te avergüenzas de las tonterías que dices? Porque si es verdad, como dicen, que no temes a los dioses, menos deberías temer a la muerte.

Pero como era una mujer no se ofendió de mis palabras y salió para ir en busca de una llorona.

Yo había tenido mi idea al hablar con tanta impiedad delante del cuerpo de la difunta y esperaba con ansiedad a la enviada, y cuando vino vi que era más fea y vieja de lo que había osado esperar, porque en el gineceo vivían todavía todas las mujeres de su ex real marido y las del faraón Akhenatón y sus nodrizas y damas de compañía. El nombre de esta vieja era Mehunefer y ví por su rostro que le gustaban los hombres y el vino. Por deber comenzó a aullar y gemir v arrancarse los cabellos. Fui a buscar vino y lo aceptó cuando le hube asegurado que sería muy útil a su dolor. Después le dirigí algunas pullas y alabé su antigua belleza. Y le hablé de los hijos del viejo faraón y de las hijas de Akhenatón, y, para terminar, fingiendo tontería, le pregunté:

– ¿Es verdaderamente exacto, como se dice, que la reina madre fue la única mujer del faraón que le dio un hijo?

Mehunefer dirigió una mirada de terror hacia la difunta y movió la cabeza como para impedirme continuar. Por esto comencé a halagarla y hablé de su cabello, de sus ropas y de sus joyas. Y alabé también sus labios y sus ojos, y acabó olvidando las lágrimas y escuchándome embelesada. Porque una mujer cree siempre los halagos, porque quiere creerlos. Así nos hicimos buenos amigos, y cuando los hombres de la Casa de la Muerte se hubieron llevado el cuerpo me invitó a su habitación con toda clase de mimos y me ofreció vinos. El vino le desató la lengua y me acariciaba las mejillas dándome nombres cariñosos y me contó las historias más picarescas de la Corte para darme ánimos. Me dejó entender también que la difunta reina se había divertido a menudo con los hechiceros negros, y, riéndose, añadió:

– Era una mujer terrible, y ahora que está muerta respiro y no comprendo en absoluto sus gustos, puesto que existen bellos egipcios jóvenes de carne tostada y que huelen bien.

Me olió las mejillas y las orejas, pero yo me aparté.

– La gran reina Tii -dije- era una hábil tejedora de cañas, ¿verdad? Tejía pequeñas barquichuelas y las ponía de noche en el río, ¿verdad,

Estas palabras la inquietaron y dijo:

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

Pero el vino le hizo perder toda reserva v sintió la necesidad de jactarse y dijo:

– Sé, sin embargo, mucho más que tú y sé que tres recién nacidos descendieron por el río como los hijos de los pobres, porque esta vieja bruja temía a los dioses y no quería ensuciarse las manos con sangre. Fue Ai quien le enseñó el uso de los venenos, de manera que la princesa de Mitanni murió llorando y reclamando a su hijo.

– ¡Oh, bella Mehunefer! -dije tocándole las mejillas cubiertas de una espesa capa de ungüentos-, te aprovechas de mi juventud y mi inexperiencia para contarme historias inventadas. La princesa de Mitanni no tuvo hijos, y si tuvo uno, ¿cuándo ocurrió?

– No eres ni joven ni inexperimentado, Sinuhé, al contrario; y tus manos son desvergonzadas y peligrosas y tus ojos pérfidos, pero sobre todo tu lengua es pérfida y hábil en el mentir. Pero tus mentiras son deliciosas a mis viejos oídos y por esto voy a decirte todo lo que sé de la princesa de Mitanni, que hubiera podido llegar a ser la gran esposa real, pero estas palabras pasarían un hilo alrededor de mi garganta si Tii viviese todavía. La princesa Tadu-Hepa no era más que una chiquilla cuando llegó de su lejano país. Jugaba todavía con las muñecas mientras crecía en el harén, igual que la pequeña princesa casada con Akhenatón, que murió. El faraón Amenophis no la tocó, la consideraba una chiquilla y jugaba a muñecas con ella y le daba juguetes dorados. Pero Tadu-Hepa creció y a la edad de catorce años era bella de veras y sus miembros eran finos y lisos y su piel blanca como la de las mujeres de Mitanni. Entonces el faraón cumplió sus deberes para con ella, como hacía con todas las mujeres, pese a las intrigas de Tii, porque un hombre no se deja fácilmente retener en estos asuntos mientras las raíces de su árbol no se han resecado. Y así el grano de cebada comenzó a germinar en Tadu-Hepa, pero al cabo de poco tiempo germinó también en Tii y Tii experimentó un gran júbilo, porque había dado al faraón una hija que es esta insoportable y arrogante Baketatón.

Se mojó la garganta y dijo:

– Todos los bien informados sabían que el grano de cebada de Tii venía de Heliópolis, pero es mejor no insistir sobre este asunto. En todo caso, Tii estaba sumamente preocupada por el embarazo de Tadu-Hepa e intentó por todos los medios hacerla abortar, como lo ha hecho con muchas mujeres por medio de sus hechiceros negros. Antes, había mandado a dos niños por el río en barquichuelas de cañas, pero estos dos niños eran hijos de concubinas sin importancia y las mujeres temían a Tii, que las consolaba con regalos, de manera que se resignaban a encontrar una hija en lugar de su hijo. Pero la princesa de Mitanni era una adversaria más peligrosa, porque era de familia real y tenía amigos que la protegían y esperaban que llegase a ser la gran esposa real en el lugar de Tii si daba un día un hijo al faraón. Pero el poder de Tii era tan grande y su pasión tan violenta desde que su seno había sido fertilizado, que nadie osaba resistírsele, y Ai, a quien se había traído de Heliópolis, estaba a su lado. Y cuando la princesa de Mitanni parió, despidieron a todos sus amigos y los hechiceros negros la rodearon con el pretexto de calmar sus dolores, y cuando quiso ver a su hijo le enseñaron una niña que había nacido muerta, pero ella se negó a creer a Tii. Yo sabía también que había dado a luz un niño y este niño vivía y aquella misma noche se marchó río abajo.

Yo me eché a reír ruidosamente y dije: -¿Cómo pudiste saberlo, bella Mehunefer? Ella se enfadó y vertió el vino sobre la barbilla al beber y dijo:

– Por todos los dioses, fui yo misma quien cortó las cañas con mis propias manos, porque Tii no quería mojarse a causa de su embarazo. Estas palabras me alteraron y me levanté y vertí vino sobre la alfombra y lo pisoteé para demostrar mi horror. Pero Mehunefer me cogió del brazo y me hizo sentar a la fuerza a su lado y dijo:

– He hecho mal en contarte esta historia que me puede ocasionar disgustos, pero tienes un no sé qué que atrae y mi corazón no tiene ya secretos para ti, Sinuhé. Por esto te lo confieso; yo fui quien cortó las cañas y Tii tejió la cesta, porque no tenía confianza en la servidumbre y a mí me había afectado a ella por medio de prácticas mágicas, porque sabía las tonterías que había cometido durante mi juventud, por las cuales me hubieran flagelado y arrojado de la casa dorada si se hubiesen sabido, pero todo el mundo obraba de aquella manera en palacio. Sea como sea, estaba ligada a ella, y tejió la cesta en la oscuridad y se reía diciendo palabras impías, porque era feliz por haber apartado así de su camino a la princesa de Mitanni. Pero mi corazón se consolaba diciéndome que alguien recogería al chiquillo, y, sin embargo, sabía que no sería así, porque los niños confiados al río perecen bajo el sol ardiente o bien son devorados por los cocodrilos o las aves de rapiña. Pero la princesa de Mitanni se negó a reconocer la niña muerta puesta a su lado, porque el color de su piel era diferente de la suya y la forma de la cabeza también. Porque, efectivamente, la piel de las mujeres de Mitanni es tersa y lisa como la de un fruto y de color de humo o de ceniza blanca y sus cabezas pequeñas y finas. Por esto comenzó a gemir v arrancarse los cabellos acusando a los hechiceros negros y a Tii, pero Tii le administró unos calmantes diciéndole que había perdido la razón en el dolor de dar al mundo una criatura muerta. Y el faraón dio más bien crédito a Tii que a Tadu-Hepa y entonces ésta perdió rápidamente la salud y murió, pero antes de morir intentó varias veces escapar del palacio dorado para ir a buscar a su hijo y por esto todo el mundo creyó que se había vuelto realmente loca.

Yo miraba mis manos, que eran blancas al lado de las manos de mona de Mehunefer, que tenían color de humo. Mi emoción era inmensa y en voz baja pregunté:

– Bella Mehunefer, ¿recuerdas cuándo ocurrió todo esto?

Ella me acarició el cuello con sus dedos secos, haciéndome mimos, v respondió:

– ¡ Oh, mi muchacho precioso! ¿Por qué perder tiempo con estas viejas historias? Pero como no puedo negarte nada, te diré que todo esto ocurrió durante el vigésimo segundo año del reinado del gran faraón, en otoño, cuando la lluvia estaba en plena intensidad. Si me preguntas cómo puedo recordarlo con tanta precisión, te diré que el faraón Akhenatón nació aquel mismo año, pero un poco más tarde, en primavera, en el tiempo de las siembras

Estas palabras me dejaron helado de terror hasta el punto de que fui incapaz de defenderme y no sentí nada cuando me tocó con sus labios avinados y tiñó de rojo mis mejillas con su pintura. Rodeó mi talle con sus brazos y me estrechó contra ella y me llamó torito y pichón lindo. Yo la rechazaba distraídamente y mis pensamientos hervían como el mar y todo en mi se rebelaba contra esta terrible historia, porque si todo lo que me había dicho era verdad, la sangre del gran faraón corría por mis venas y era hermanastro de Akhenatón y hubiera sido faraón antes que él si la perfidia efe Tii no hubiese podido más que el amor de mi madre. Miraba fijamente delante de mí y me parecía comprender por qué había sido siempre tan solitario y extraño sobre la tierra, porque la sangre real es siempre solitaria entre los hombres. Pero los mimos de Mehunefer me volvieron a la realidad y me dominé para soportar sus caricias y sus palabras que ahora me asustaban. Y le serví vino para que se embriagase y olvidase todo lo que me había contado. Pero el vino la excitaba todavía más y tuve que verterle jugo de adormidera, de manera que quedó atontada y pude desembarazarme de ella.

Cuando salí del gineceo, la noche había cerrado ya y los servidores y los guardias me señalaban con el dedo y se reían de mí, pero me parece que era porque mis pasos eran vacilantes y mis ropas estaban arrugadas. Merit me esperaba en casa, inquieta y turbada, para tener noticias de la muerte de Tii, y al verme se llevó la mano a la boca y Muti hizo igual y cambiaron una mirada. Y después Muti le dijo a Merit con tono agrio:

– ¿No te he dicho mil veces que todos los hombres son iguales y que no hay que fiarse de ellos?

Pero yo estaba cansado y quería quedarme solo con mis pensamientos, y por esto les dije con impaciencia:

– La jornada ha sido penosa y me río de vuestras observaciones. Entonces los ojos de Merit se endurecieron y su rostro se ensombreció de cólera, y me tendió un espejo de plata, diciéndome:

– Mírate, Sinuhé; no te he prohibido nunca divertirte con otras mujeres, pero deberías hacerlo sin que yo me entere para no ofender mi corazón. No puedes pretender que estuvieses solitario y triste al salir de esta casa hoy.

Me miré en el espejo y quedé asustado, porque mi rostro estaba embadurnado con la pintura de Mehunefer y sus labios habían dejado rastros rojos en mis rodillas, mi nuca y mi cuello. Para ocultar su fealdad y sus arrugas se había pintado el rostro con una capa tan espesa que parecía el revoque de una pared y cada vez que había bebido se había vuelto a poner rojo en los labios. Por esto mi rostro estaba lleno de rayas rojas como el de un enfermo y sentí vergüenza y me limpié rápidamente, mientras Merit sostenía implacable el espejo delante de mis ojos.

Una vez lavado con aceite, dije en tono de arrepentimiento:

– Te equivocas en tus suposiciones, Merit querida, te lo voy a explicar. Pero ella me miró fríamente y dijo:

– No necesito tus explicaciones, Sinuhé, y no quiero que mancilles tu boca con embustes a causa de mí, porque en este asunto es imposible equivocarse después de haberte visto. No pensabas sin duda que velaba esperándote, porque no te has lavado siquiera después de tu orgía. ¿O acaso quisieras vanagloriarte delante de mí de tus conquistas y mostrarme que las damas del palacio dorado son flexibles como los juncos delante de ti? ¿O es que te has embriagado simplemente como un cerdo hasta el punto de que no ves cuán indecente es tu conducta?

Me costó mucho trabajo calmarla y Muti se echó a llorar y se retiró a su cocina con un desprecio redoblado hacia todos los hombres. A decir verdad me fue más difícil calmar a Merit que desembarazarme de Mehunefer, de manera que al final maldije a todas las mujeres y dije:

– Merit, me conoces mejor que nadie y podrías tener confianza en mí. Créeme, pues si quisiera podría explicártelo todo y me comprenderías, pero el secreto no es mío, sino del palacio dorado, y por esto es mejor para ti ignorarlo.

Pero su lengua era más acerada que un aguijón de avispa y dijo:

– Creía conocerte, Sinuhé, pero ahora me doy cuenta de que tu corazón oculta unos abismos de los que no me daba cuenta. Pero tienes seguramente razón al respetar el honor de una dama y no quiero arrancarte secretos. Por mí eres libre de ir y venir a tu antojo, y doy gracias a los dioses por haber sabido salvaguardar mi libertad negándome a romper una jarra contigo aún cuando me lo hubieses propuesto en serio. ¡Ah, Sinuhé, cuán estúpida he sido en dar crédito a tus palabras falaces! Porque a tu modo seguramente has murmurado a unas lindas orejas otras parecidas. Por esto quisiera estar muerta.

Quise acariciarla para que se calmase, pero dio un salto y dijo:

– No me toques, Sinuhé, porque estás seguramente cansado después de esta noche sobre las mullidas alfombras del palacio dorado. No dudo que son más mullidas que mi alfombrilla y que se encuentran en ellas mujeres más jóvenes y más bellas que yo.

Así hablaba, clavándome en el corazón dardos inflamados que me enloquecían. Sólo entonces me dejó en paz y salió, negándose a que la acompañase. Su marcha me hubiera afectado todavía más vivamente si mi espíritu no estuviese en ebullición y no hubiera preferido quedarme solo con mis ideas. Por esto la dejé marchar y me parece que se quedó muy sorprendida.

Velé toda la noche rumiando mis pensamientos, y estos pensamientos eran cada vez más lejanos y fríos, a medida que la acción del vino se disipaba y el frío se apoderaba de mis miembros porque no tenía a nadie para calentármelos. Escuchaba el agua correr lentamente por la clepsidra y no se paraba, y el tiempo pasaba para mí sin fin mientras me sentía alejado de todo. Y le decía a mi corazón:

«Yo, Sinuhé, soy lo que mis actos han hecho de mí y todo lo demás es vano. Yo, Sinuhé, he precipitado a mis padres adoptivos a una muerte prematura a causa de una mujer cruel. Yo, Sinuhé, conservo todavía una cinta de plata de Minea, mi hermana. Yo, Sinuhé he visto al Minotauro muerto en el mar y a mi adorada devorada por los cangrejos. ¡Qué me importa mi sangre si todo esto estaba ya escrito en las estrellas mucho antes de mi nacimiento y estaba destinado a ser un forastero en este mundo! Por esto la paz de la Ciudad del Horizonte no fue para mí sino un espejismo dorado y necesitaba este terrible conocimiento para arrancar mi corazón de su letargo y saber que seré para siempre solitario.»

Pero al levantarse muy amarillo el sol detrás de las montañas del Este disipó en un instante todas las sombras nocturnas, y el corazón humano es tan extraño que me reí amargamente de mis quimeras. Porque cada noche eran muchos los chiquillos que bajaban por el río en cestas de caña sujetas con nudos de pajarero. Y si mi tez era de color de humo, era sobre todo porque los médicos trabajan con preferencia de noche y su piel palidece. No, a la claridad del día no encuentro ninguna prueba formal de mi nacimiento.

Me lavé y vestí y Muti me sirvió cerveza y pescado salado, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y llenos de desprecio hacia mí, porque era un hombre. Me hice llevar a la Casa de la Vida, y examiné a los enfermos, pero no encontré uno solo a quien pudiese trepanar. Salí de la Casa de la Vida y pasé por delante del gran templo desierto, en cuyo tejado graznaban grandes cuervos.

Pero una golondrina voló delante de mí hacia el templo de Atón y la seguí, y en el templo los sacerdotes cantaban los himnos de Atón y le ofrecían incienso, frutos y trigo. El templo no estaba vacío, sino que había mucha gente que escuchaba los himnos y levantaba la mano para alabar a Atón y los sacerdotes les enseñaban la verdad del faraón. Pero esto no significaba gran cosa, porque Tebas era una ciudad muy poblada y la curiosidad atrae a la gente a todas partes. Yo miré las imágenes grabadas sobre las paredes del templo, y desde lo alto de diez columnas el faraón me contemplaba con su mirada espantosa de pasión. Esta imagen había sido esculpida según las reglas del arte moderno, y vi al faraón Amenophis sentado en su trono dorado, viejo y enfermo, con la cabeza inclinada bajo el peso de las coronas, y la reina Tii sentada a su lado. Encontré también todas las imágenes de la familia real y me detuve largamente delante de la de Tadu-Hepa de Mitanni sacrificando a los dioses de Egipto, pero la inscripción primitiva había sido borrada a martillazos y la nueva afirmaba que sacrificaba a Atón, pese a que no se le honrase todavía en Tebas en sus tiempos.

Esta imagen había sido esculpida según el estilo antiguo y la princesa era una bella muchacha, con un peinado real; sus miembros eran graciosos y frágiles y su rostro elegante y racial. Yo contemplé aquella imagen largo rato y una golondrina pasó volando por encima de mi cabeza lanzando gritos de alegría, pero una emoción terrible se apoderó de mi espíritu fatigado por los pensamientos de la noche anterior y bajé la cabeza y lloré por la suerte de aquella pobre princesa solitaria venida de su lejano país. Al comparar con ella mi cabeza calva y mi cuerpo obeso por el exceso de comida en la Ciudad del Horizonte y mi rostro arrugado, no podía creerme su hijo; pero a pesar de todo, una emoción inmensa hacía acudir las lágrimas a los ojos mientras pensaba en su vida solitaria en el palacio dorado, y la golondrina seguía revoloteando por encima de mí. Evoqué las bellas casas de Mitanni y sus habitantes melancólicos, evoqué también los caminos polvorientos de Babilonia y sus eras de arcilla, y sentía que mi juventud había huido hacia lo inaccesible y mi virilidad había naufragado en el fango y el agua estancada de la Ciudad del Horizonte.

Así pasó el día, vino la noche y regresé al puerto y entré en «La Cola de Cocodrilo» para reconciliarme con Merit. Pero ella me acogió fríamente y me trató como un forastero y me ofreció de comer sin hablarme. Y después me dijo:

– ¿Has vuelto a ver a tu amante?

Respondí malhumorado que no había ido a ver mujeres, sino que había practicado mi arte en la Casa de la Vida e ido de allí al templo de Atón. Para mostrarle bien mi contrariedad le expuse detalladamente todo lo que había hecho durante la jornada, pero ella me observó durante todo el tiempo con una sonrisa de mofa. Cuando hube terminado, dijo:

– Ya me imaginaba que no habías corrido detrás de las mujeres, porque después de tus hazañas de anoche eres incapaz, con lo gordo y calvo que eres. Pero tu amante ha venido a buscarte aquí y la he mandado a la Casa de la Vida.

Me levanté bruscamente y mi asiento se cayó al suelo, y grité: -¿Qué quieres decir, mujer insensata?

Merit se arregló el cabello, sonrió maliciosamente y dijo:

– En verdad te digo que tu amante ha venido aquí a buscarte; iba vestida como una novia, llevaba joyas e iba pintada como una mona y apestaba a hierbas aromáticas. Ha dejado una carta para ti, y te ruego que le digas que no vuelva por aquí porque ésta es una taberna respetable y ella parece la dueña de una casa de lenocinio.

Me tendió una carta que no estaba cerrada y la abrí temblando. Cuando la hube leído, la sangre me subió a mi cabeza y mi corazón palpitó. He aquí lo que escribía Mehunefer:


Al médico Sinuhé, el saludo de Mehunefer, hermana de su corazón, guardiana de las agujas de la casa dorada del faraón. Mi adorado torito, mi pichón delicioso, Sinuhé. Me he despertado sola sobre mi alfombra, con la cabeza enferma, pero mi corazón estaba más enfermo que mi cabeza, porque mi alfombra estaba desierta y no estabas a mi lado y no sentía el perfume del ungüento de tus manos. ¡Por qué no seré yo el delantal de tu cintura, un ungüento sobre tus cabellos, el vino de tu boca:, Sinuhé! Me hago llevar de una casa a otra para encontrarte y no renunciaré hasta haberlo conseguido, porque mi cuerpo está lleno de hormigas cuando pienso en ti, y tus ojos son deliciosos a mis ojos. Y no tienes que privarte de venir a mi casa, pese a que seas tímido, como sé, porque en el palacio dorado todo el mundo conoce ya mi secreto y la servidumbre te mirará por entre dedos. Ven hacia mí en cuanto recibas esta carta, ven con las alas del pájaro, porque mi corazón tiene necesidad de ti. Si no acudes a mí, yo volaré hacia ti más rápida que el pájaro. Mehunefer, la que es hermana de tu corazón, te saluda.


Leí varias veces la espantosa misiva sin osar mirar a Merit, que acabó arrancándomela de las manos y rompió el palo a que iba sujeta, y la rasgó y la pisoteó diciendo:

– Podría en cierto modo comprenderte si fuese joven y bella, pero es vieja y arrugada y más fea que un saco aunque se pinte como el revoque de un muro. No comprendo tu gusto, Sinuhé, a menos que el resplandor de la casa dorada te haya cegado hasta el punto de que lo veas todo de través. Tu conducta te pondrá en ridículo delante de todo Tebas, y a mí contigo.

Yo me desgarré las vestiduras, me arañé el pecho y grité:

– Merit, he cometido una solemne tontería, pero tenía mis motivos y no pensaba que el castigo fuese tan terrible. En verdad te digo, Merit, que mandes a buscar a mis remeros y que icen las velas, porque debo huir. Si no, esta horrible vieja querrá acostarse conmigo, y no puedo defenderme contra ella, puesto que escribe que volará más rápida que un pájaro, y la creo.

Merit vio mi pena y desesperación, y creo que al final quedó convencida de mi inocencia, porque bruscamente se echó a reír y su risa era cordial, y, riéndose todavía, me dijo:

– Esto te enseñará a ser más prudente con las mujeres, Sinuhé; porque nosotras las mujeres somos unos vasos de frágil cristal y sé yo misma cuán hechicero eres, mi querido Sinuhé. -Se burlaba cruelmente de mí, y afectando humildad, dijo-: Imagino que esta mujer te gusta más que yo sobre la alfombra; tiene dos veces mi edad y ha tenido tiempo de desarrollar su talento amoroso, de manera que no podría rivalizar con ella, y por esto pienso que me vas a abandonar fríamente.

Mi tormento era tan grande que me llevé a Merit a la casa del fundidor y se lo conté todo. Le revelé el secreto de mi nacimiento y le repetí todo lo que había sabido por Mehunefer, y le dije también por qué me negaba a creer que mi nacimiento tuviese relación alguna con el palacio dorado y la princesa de Mitanni. Al escucharme se puso seria y no se rió ya. Miraba a lo lejos, y en el fondo de sus ojos parecía acumularse el dolor; al fin me tocó el hombro y me dijo:

– Ahora comprendo muchas cosas, Sinuhé, y comprendo por qué tu soledad me ha hablado sin palabras cuando te vi por primera vez, y por qué me he sentido débil al mirarte. También yo tengo un secreto y estos días he estado tentada de contártelo, pero ahora doy gracias a los dioses por no habértelo revelado, porque los secretos son pesados de llevar y peligrosos, y por esto vale más llevarlos uno solo que confiarlos a alguien. Y, sin embargo, estoy contenta de que me lo hayas contado todo. Pero, como dices muy bien, es más prudente no cansar el corazón pensando en lo que quizá no ha existido nunca, y olvidarlo todo, como si fuese un sueño, y también yo lo olvidaré.

Mi curiosidad se había despertado y le pedí que me revelase su secreto, pero ella no quiso revelármelo y tocó mi mejilla con sus manos, rodeó mi cuello con sus brazos y lloró un poco. Y después dijo:

– Si no te mueves de Tebas no podrás desembarazarte de esta mujer, te perseguirá con encarnizamiento y tu vida será insoportable, porque conozco esta clase de mujeres y sé que pueden ser terribles. Has hecho mal en halagarla demasiado hábilmente. Vas a regresar, pues, a la Ciudad del Horizonte, porque has hecho ya las trepanaciones necesarias y nada te retiene aquí. Pero antes de marcharte tienes que escribirle una carta conjurándola a que te deje en paz; en otro caso, te seguirá para romper una jarra contigo y serás incapaz de resistirla, y no te deseo tal suerte.

Su consejo era bueno y encargué a Muti que embalase mis efectos y arrollase las alfombrillas y mandé un esclavo a buscar a mis remeros en las tabernas de cerveza y en las casas de placer. Y, entretanto, escribí una carta a Mehunefer, y escribí cortésmente, porque no quería ofenderla:


El trepanador real Sinuhé saluda a Mehunefer, guardiana de las agujas de la casa dorada del faraón de Tebas. Amiga mía, lamento profundamente que mi ardor te haya dado una falsa imagen de mi corazón, porque no puedo volver a verte nunca más, ya que este encuentro podría inducirme a ciertos pecados y mi corazón está ligado ya. Por esto me voy de viaje y no te veré nunca más; espero que guardarás de mí el recuerdo de un amigo y con esta carta te mando una jarra de una bebida llamada cola de cocodrilo, que espero mitigará tu dolor, pese a que puedo asegurarte que no tienes que preocuparte por mí, porque soy viejo, cansado y lacio e incapaz de alegrar a una mujer como tú. Soy feliz pudiendo de esta forma evitarnos a los dos el pecado, y cuento no volver a verte nunca más. Es lo que desea ardientemente tu amigo Sinuhé, médico real.


Merit leyó esta carta y dijo, moviendo la cabeza, que el tono era demasiado cortés. A su modo de ver hubiera debido escribir más categóricamente diciéndole que Mehunefer era a mis ojos una mujer vieja y fea y que huía para escapar a sus asiduidades. Pero yo no podía escribir a una mujer de esta forma, y, después de un momento de discusión, Merit me permitió doblar la carta y cerrarla, pese a que seguía moviendo la cabeza. Mandé un esclavo con ella y cogió también una jarra de cola de cocodrilo que a mi juicio debía asegurarme la tranquilidad aquella noche por lo menos.

Así fue como me creí liberado de Mehunefer y lancé un suspiro de tranquilidad.

Había estado tan absorbido por mi angustia que había olvidado completamente a Merit, pero una vez expedida la carta, mientras Muti embalaba mis efectos y mis cajas, miré a Merit y una melancolía indecible se apoderó de mi corazón ante la idea de que por mi estupidez iba a perderla, cuando hubiera podido perfectamente quedarme todavía en Tebas. Merit estaba pensativa también y súbitamente me dijo:

– ¿Te gustan los chiquillos, Sinuhé? -Esta pregunta me embarazó; Merit me miraba tristemente a los ojos y sonriendo me dijo-: No te asustes, Sinuhé, no tengo la intención de darte hijos. Pero tengo una amiga que tiene un hijo de cuatro años y dice a menudo que su hijo quisiera navegar por el río y ver los prados verdes y los campos ondulantes y los pájaros acuáticos y el ganado en lugar de las calles polvorientas de Tebas con sus perros y sus gatos.

Yo tuve miedo y dije:

– ¿No vas a pensar que me voy a llevar a bordo al retoño de una de tus amigas para que mi tranquilidad desaparezca y durante todo el viaje tenga que velar para que no caiga al agua o se haga arrancar una mano por un cocodrilo?

Merit me miró sonriendo, pero el dolor ensombreció su mirada, y dijo:

– No quisiera causarte molestias, pero un viaje por el río le haría mucho bien a este chiquillo que yo misma llevé a la circuncisión, de manera que, como comprenderás, tengo deberes acerca de él. Naturalmente, le acompañaría en el barco para vigilarlo, y así tendría un motivo para acompañarte, pero no quiero hacer nada contra tu voluntad, de manera que no hablemos más de este proyecto.

Al oír estas palabras lancé un grito de júbilo, batí palmas sobre mi cabeza y exclamé:

– En este caso puedes traer contigo todos los chiquillos de las escuelas del templo. En verdad que hoy es un día de júbilo para mí, y era lo suficiente idiota para no pensar que podías acompañarme a la Ciudad del Horizonte. Y tu reputación no sufriría en nada por culpa mía, puesto que tendrás al chiquillo contigo.

– Sí, Sinuhé -dijo con una sonrisa irritante, como hacen las mujeres cuando ven que un hombre no entiende algo-. Sí, mi reputación no sufrirá en nada, puesto que el chiquillo estará conmigo y dependerá de mí. Tú lo has dicho. ¡Ah, qué tontos son los hombres! Pero te perdono.

Nuestra marcha fue precipitada, pues temía a Mehunefer, y partimos al alba. Merit llevó al chiquillo dormido y bien envuelto y su madre no lo acompañó; sin embargo, hubiera querido ver a aquella mujer que había osado dar a su hijo el nombre de Thot, porque raras veces se atreve nadie a dar a un chiquillo el nombre de un dios. Thot es, además, el dios de la escritura y de todo saber humano y divino, de manera, que la desfachatez de aquella mujer era más grande todavía. Pero el chiquillo dormía sobre las rodillas de Merit sin experimentar el peso de su nombre, y no se despertó hasta que los eternos guardianes de Tebas desaparecían en el horizonte y el sol doraba el agua del río. Era un lindo chiquillo, sus rizos eran negros y sedosos y no me tenía miedo; le gustaba sentarse en mis rodillas y a mí me gustaba tenerlo, porque era tranquilo y no se defendía y me miraba con ojos sombríos y pensativos, como si estuviese meditando en su cabecita todos los problemas del saber. Yo me aficioné pronto a él a causa de su tranquilidad y le tejí pequeñas barcas de cañas y juncos y le dejaba jugar

tranquilamente con mis instrumentos de médico y oler todas mis redomas, porque le gustaba mucho el olor.

El chiquillo no nos molestó en lo más mínimo, ni se cayó al agua, ni se dejó morder una mano por un cocodrilo, ni rompió mis plumas de cañas, sino que nuestro viaje fue luminoso y feliz, porque estaba en compañía de Merit y cada noche reposaba a mi lado mientras el chiquillo dormía no lejos de nosotros. El viaje fue feliz y hasta el último día de mi vida conservaré su recuerdo. En ciertos momentos mi corazón se henchía de felicidad, como un fruto que rezuma jugo, y yo le decía a Merit:

– Merit, amada mía, rompamos una jarra a fin de vivir siempre juntos y quizá me darás un hijo que se parecerá a este Thot. En verdad, jamás hasta ahora había deseado tener un hijo, pero mi juventud ha pasado y mi sangre ha perdido su ardor, y al ver a Thot he sentido deseos de tener un hijo contigo, Merit.

– Sinuhé, no digas tonterías, pues ya sabes que nací en una taberna y quizá no puedo tener ya hijos. Quizá sea mejor también para ti, que llevas tu destino en tu corazón, permanecer solo sin estar ligado a una mujer y un chiquillo, porque esto es lo que he leído en tus ojos el día que nos encontramos. No, Sinuhé, no me hables así, porque tus palabras me debilitan y siento deseos de llorar, y no quisiera llorar ahora que la felicidad me rodea. También yo quiero mucho a este chiquillo y tendremos todavía muchos días de plena felicidad sobre el río. Imaginemos, pues, que hemos roto juntos una jarra y que somos marido y mujer y que este chiquillo es nuestro hijo. Yo le enseñaré a llamarnos padre y madre, porque es todavía muy pequeño y olvidará pronto y no le hará ningún daño. Así robaremos a los dioses una joven vida que será nuestra durante estas jornadas. ¡Qué ninguna preocupación ensombrezca nuestra alegría!

Así arrojé de mi espíritu todos los malos pensamientos y cerré los ojos ante la miseria de Egipto y la gente hambrienta de los pueblecillos de la ribera, y vivía día tras día a medida que iban transcurriendo, a medida que íbamos bajando por el río. El pequeño Thot pasaba sus brazos alrededor de mi cuello y ponía sus mejillas junto a la mía y me decía: «Padre», y su frágil cuerpo era delicioso a mis rodillas. Cada noche sentía sobre mi cuello los cabellos de Merit y sujetaba mis manos con las suyas, respirando contra mi mejilla, y siendo mi amiga ninguna pesadilla turbaba mi sueño. Así pasaron aquellos días, rápidos como un sueño, y no existieron ya. No quiero hablar más de ellos, porque el recuerdo me abrasa la garganta y mis lágrimas manchan lo que escribo. El hombre no debería ser nunca demasiado dichoso.

Así llegué de nuevo a la Ciudad del Horizonte, pero no era ya el mismo que a mi marcha, y vi la ciudad con ojos distintos; y las casas ligeras y de alegres colores bajo el sol radiante me hicieron el efecto de una burbuja frágil o un espejismo pasajero. Y la verdad no vivía. en la Ciudad del Horizonte, vivía en otra parte, y esta verdad era el hambre, la miseria, el sufrimiento y el crimen. Merit y Thot regresaron a Tebas llevándose mi corazón. Por esto veía de nuevo todas las cosas con los ojos fríos y sin velo engañador, y todo lo que veía era malo.

Pero pocos días después de mi llegada la verdad penetró en la Ciudad del Horizonte y el faraón tuvo que acogerla en la terraza de su palacio y mirarla cara a cara. En efecto, Horemheb había enviado a Menfis a una banda de fugitivos de Siria, con todo el esplendor de su miseria, para hablar al faraón, y creo que les había recomendado exagerar todavía más sus sufrimientos, de manera que su llegada causó sensación y los nobles enfermaron de miedo y se encerraron en sus casas y los guardias prohibieron a los fugitivos el acceso al palacio dorado. Pero lanzaron gritos y arrojaron piedras contra los muros del palacio, de manera que el faraón acabó oyéndolos y los hizo entrar inmediatamente en el patio.

Y dijeron:

– Escucha de nuestras bocas torturadas los gritos de dolor de los pueblos, porque el poderío del país de Kemi no es más que un fantasma que vacila en el borde la tumba; y el estruendo de los arietes y el horror de los incendios, la sangre de todos los que tuvieron confianza en ti y pusieron su esperanza en ti corre hoy por todas las ciudades de Siria.

Y levantaban los muñones de los brazos amputados hacia la terraza del faraón y decían:

– ¡Mira nuestros brazos, faraón Akhenaton! ¿Dónde están nuestras manos?

Hicieron avanzar hombres con los ojos vaciados y ancianos con la lengua cortada que lanzaban aullidos enormes. Y añadieron:

– No nos preguntes dónde están nuestras mujeres y nuestras hijas, porque su destino es peor que la muerte entre las manos de los soldados de Aziru y de los hititas. Nos han vaciado los ojos y cortado las manos porque tenemos confianza en ti, faraón Akhenaton.

Pero el faraón se tapó el rostro con las manos y tembló de miedo, y les habló de Atón. Y entonces se burlaron de él y lo injuriaron diciéndole: -Ya sabemos que has mandado una cruz de vida a nuestros enemigos. Han prendido esta cruz del pecho de sus caballos y en Jerusalén han cortado los pies de tus sacerdotes y los han hecho bailar así en honor a tu dios.Entonces Akhenaton lanzó un grito terrible y el mal sagrado se apoderó de él y rodó por la terraza perdiendo el conocimiento. Los guardias, enloquecidos, quisieron rechazar a los fugitivos, pero ellos resistieron en su desesperación y su sangre corrió sobre las losas del palacio y sus cuerpos fueron arrojados al río. Nefertiti y Meriatón, la frágil Anksenatón y la pequeña Meketatón contemplaban este espectáculo desde lo alto de la terraza, y no lo olvidaron jamás, porque era la primera vez que veían las huellas de la sangre, la miseria y la muerte.

Yo hice poner compresas frías al faraón y le di remedios calmantes y soporíficos; porque esta crisis era tan fuerte que tenía un desenlace fatal.

El faraón se durmió, pero al despertar, con el rostro descompuesto y los ojos enrojecidos por el dolor de cabeza, me dijo:

– Sinuhé, amigo mío, esto no puede continuar así; Horemheb me ha dicho que conocías a Aziru. Ve a verle y cómprale la paz. Compra la paz para Egipto, aunque me cueste todo mi oro y aunque Egipto tenga que ser en adelante un país pobre.

Yo protesté vivamente diciendo:

– Faraón Akhenaton, manda tu oro a Horemheb; te comprará rápidamente la paz con las lanzas y los carros de guerra, y, así, Egipto no tendrá que sonrojarse de vergüenza.

El se cogió la cabeza con las dos manos y dijo:

– Por Atón, Sinuhé, ¿no comprendes que el odio suscita el odio, la venganza engendra la venganza y la sangre llama a la sangre? ¿De qué sirve a las víctimas vengar sus sufrimientos con los sufrimientos de otro? Lo que dices de la vergüenza no es más que un prejuicio. Por esto te ordeno que vayas a encontrar a Aziru para comprar la paz.

Traté de luchar contra esta manía, diciendo:

– Faraón Akhenaton, me arrancarían los ojos y me cortarían la lengua antes de haber llegado a Aziru, que ha olvidado ya seguramente nuestra amistad, y no estoy acostumbrado a las fatigas de la guerra, porque detesto los combates. Mis miembros están fatigados y no puedo viajar rápidamente y no sé componer mis frases como la gente educada desde su infancia para mentir, y así te pido que mandes a alguien en mi lugar.

Pero él con obstinación dijo:

– Ejecuta mis órdenes; el faraón ha hablado.

Yo había visto los fugitivos en el patio del palacio, había visto sus bocas mutiladas y sus ojos vacíos y los muñones de sus brazos y no sentía el menor deseo de partir para Siria. Por esto decidí irme a casa y fingir una enfermedad hasta que el faraón hubiese olvidado su capricho. Pero mi sirviente vino a mi encuentro y con aire sorprendido me dijo:

– Felizmente has llegado, Sinuhé, dueño mío, porque acaba de llegar de Tebas una barca trayendo una mujer llamada Mehunefer que dice ser tu amiga. Te espera en casa y va vestida como una novia y la casa entera está llena de su perfume.

Di media vuelta y regresé a palacio y le dije al faraón:

– Serás obedecido. Salgo para Siria, pero que mi sangre caiga sobre tu cabeza. Quiero partir en seguida y, por consiguiente, manda a tus escribas que redacten todas las tablillas necesarias para establecer mi rango y mis poderes, porque Aziru tiene en alta estima las tablillas.

Mientras los escribas trabajaban, me refugié en el taller de Thotmés, que era mi amigo, y no me rechazó. Estaba terminando la estatua de Horemheb en gres pardo de estilo moderno, y estaba lleno de vida, pese a que a mi juicio Thotmés había exagerado un poco la potencia de los músculos y la anchura del pecho, de manera que Horemheb tenía más el aspecto de un luchador que de un jefe real. Pero el arte nuevo tenía tendencia a exagerar todo lo que veían los ojos, incluso la fealdad, por respeto a la verdad, porque el arte antiguo había disimulado la fealdad humana para destacar la parte bella, mientras el arte moderno, para ser fiel a la realidad, veía al hombre por el lado feo. No sé si es especialmente verídico acusar la fealdad del hombre, pero Thotmés estaba convencido de ello y no quise contradecirlo, porque era mi amigo. Frotó la estatuta con una tela mojada para mostrarme cómo brillaba el gres en los músculos de Horemheb y cómo el color de la piedra respondía a la tez del modelo y me dijo:

– Creo que te acompañaré hasta Hetnetsut con esta estatua, para velar porque la erijan en el templo en un lugar digno del rango de Horemheb y de mi nombre de escultor. En verdad, te acompañaré, Sinuhé, y el viento del río disipará en mi cabeza los vapores del vino de la Ciudad del Horizonte, porque mis manos tiemblan al manejar el martillo y el cincel y la fiebre me roe el alma.

Los escribas me entregaron las tablillas y el oro para el viaje con la bendición del faraón, y después de haber hecho llevar la estatua de Horemheb a la barca real, partimos sin más demora. Pero yo había ordenado a mi servidor que dijese a Mehunefer que me había ido a Siria, donde había muerto en la guerra, lo cual no era del todo mentira, porque estaba seguro de sucumbir de una muerte cruel. Le dije también que volviese a meter a Mehunefer en un barco que zarpase hacia Tebas, empleando la fuerza si era necesario. Porque le dije que si contra toda probabilidad volvía de Siria y encontraba a esta mujer en mi casa, haría azotar a todos mis servidores y esclavos antes de hacerles cortar la nariz y las orejas y mandarlos a las minas para el resto de sus días. Mi servidor vio en mi mirada que hablaba en serio y tuvo miedo, jurándome que sería obedecido. Así embarqué con el corazón ligero acompañado de Thotmés; y como estaba seguro de perecer en manos de los hombres de Aziru y los hititas, no fuimos parcos en vino. Thotmés dijo también que no había que economizar el vino cuando se partía para la guerra, y debía saberlo, pues había nacido en la casa de los soldados.

Pero para narrar mi viaje a Siria y todo lo que ocurrió, debo comenzar otro libro.

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