CAPITULO 13

Costó dos días en lugar de uno, y fueron días terribles.

Se detuvieron frecuentemente para esterilizar los vendajes de Bill. El cuenco que usaban para calentar agua no era tan fino ni con mucho como un pote de cerámica; se descascaraba y quería fundirse, y el agua quedaba turbia. Había que esperar casi una hora a que el agua hirviera, debido a que la presión de Gea era superior a una atmósfera.

Gaby y Cirocco lograron dormir algunas horas, nunca a la vez, mientras el río estaba tranquilo y era ancho. Pero cuando llegaban a un tramo peligroso hacían falta las dos para evitar que el barco se fuera a la orilla. Y seguía lloviendo…

Bill durmió, y despertó después de las primeras veinticuatro horas con aspecto de ser cinco años más viejo. Su rostro estaba grisáceo. Cuando Gaby cambió el vendaje la herida no tenía buena cara. La pierna y gran parte de la piel eran casi el doble de su tamaño normal.

Cuando salieron de los pantanos Bill estaba delirante. Sudaba con profusión y tenía mucha fiebre.

Cirocco estableció contacto con un dirigible a primeras horas del segundo día, y recibió el silbido alto, ascendente, que Calvin le había dicho significaba: “Conforme, avisaré”. Pero la capitana temía que ya fuera demasiado tarde. Contempló al dirigible navegar serenamente hacia el mar helado y se preguntó por qué había insistido en que dejaran la selva. Y si tenían que haberlo hecho, ¿por qué no a bordo de Apeadero, sobrevolando la jungla, lejos de seres terribles como las lochas que se negaban a morir?

Sus razones eran válidas ahora como entonces, pero ello no impidió que se maldijera. Gaby no podía ir en los dirigibles y todos tenían que encontrar una salida. Pero Cirocco pensaba que tenía que haber cosas más fáciles, más satisfactorias que tomar la responsabilidad de otras vidas, y estaba enferma de la suya propia. Deseaba estar libre, quería que otra persona aceptara la carga. ¿Cómo se le habría ocurrido pensar que podía ser capitán? ¿Qué había hecho bien desde que tomara el mando de la Ringmaster?

Lo que realmente quería era sencillo, pero muy difícil de encontrar. Deseaba amor, igual que cualquier otra persona. Bill le había dicho que la quería; ¿por qué ella no podía contestar lo mismo? Había creído que sería capaz de decirlo algún día, pero ahora daba la impresión de que Bill iba a morir, y Bill era su responsabilidad.

Cirocco también quería aventura. La aventura la había guiado toda su vida, desde el primer tebeo que había abierto, desde el primer documental sobre el espacio que había visto con los ojos muy abiertos siendo una niña, desde las primeras y antiguas películas en blanco y negro y pantalla plana de espadachines y westerns a todo color que había presenciado. La sed de hacer algo fantástico y heroico nunca la había abandonado. La había apartado de la carrera de cantante que su madre anhelaba, y del papel de ama de casa con que todos los demás la importunaban. Había querido dejarse llevar por una vida basada en los piratas espaciales, la llamarada del láser, recorrer furtivamente la jungla con una banda de feroces revolucionarios para un ataque nocturno a la plaza fuerte enemiga, buscar el Santo Cáliz o destruir la Estrella de la Muerte. Había encontrado otras razones, como mujer adulta, para trabajar tenazmente en la universidad y prepararse para ser la mejor, de modo que cuando llegara la oportunidad no pudieran elegir otra persona para la misión de Saturno. En el fondo de todo, no obstante, fue la inquietud de viajar, ver lugares extraños y hacer cosas que nadie más hubiera hecho, lo que le hizo ir a parar a la cubierta de la Ringmaster.

Pero ahora su aventura estaba ahí mismo. Flotaba río abajo en un cascarón, sobre la estructura más titánica jamás vista por el ojo humano, y el hombre que la amaba estaba agonizando.


* * *

Hiperión occidental era una tierra de colinas suavemente onduladas y grandes extensiones de llanuras, salpicadas de árboles batidos por el viento como una sabana africana. El Ofión se estrechaba y empezaba a correr con rapidez, al tiempo que se volvía misteriosamente más frío.

Navegaron sin rumbo durante cinco o seis kilómetros a merced del río, junto a bajos peñascos que caían abruptamente al borde del agua. El Titanic fue haciéndose ingobernable a medida que avanzaba más deprisa. Cirocco buscó un ensanchamiento del río y un lugar para desembarcar.

Lo vio, y pasaron dos horas luchando contra la corriente con palos y paletas para llevar la embarcación a la rocosa ribera. Las dos mujeres estaban agotando sus últimas reservas de energías. Y para remate, no había comida en el barco e Hiperión Este no parecía fértil.

Arrastraron el Titanic hasta tierra, con los pies resbalando en rocas alisadas a golpes por el agua, hasta asegurarse de que se hallaban fuera de peligro. Bill no fue consciente de la acción. Llevaba bastante tiempo sin hablar.

Cirocco se sentó con Bill mientras Gaby caía en un sueño casi de muerte. Se mantuvo despierta explorando la zona hasta cien metros del lugar donde acampaban.

Había un montículo a veinte metros del borde del río. Subió trabajosamente a la cima.

Hiperión Este parecía un sitio soberbio para un granjero. Amplias extensiones del terreno daban la impresión de ser un gualdo trigal de Kansas. Esa ilusión era echada a perder por áreas rojas como el orín y también por otras de azul claro mezclado con naranja. El conjunto se agitaba con el viento como hierba alta. Oscuras sombras flotaban allí, algunas nubes tan bajas que formaban densas masas de niebla en los lechos de las caletas, incluso a la luz del sol.

Hacia el este, las montañas marchaban en dirección a la zona de crepúsculo de Rea occidental, y poco a poco ganaban un color verde que debía de ser vegetación, y luego lo perdían en la oscuridad hasta convertirse en desoladas montañas rocosas. Al oeste el terreno se aplanaba, con los lagos someros y las ciénagas del pantano de las lochas brillando a la luz solar. Más a lo lejos, el verde más oscuro de la selva tropical, y sobre la curvatura del horizonte, nuevas llanuras que se desvanecían en el crepúsculo de Océano, con su mar helado.

Escudriñando las distantes montañas Cirocco distinguió un grupo de animales: puntos negros contra el fondo amarillo. Quizá dos o tres de los puntos fueran mayores que los otros.

Estaba a punto de volver a la tienda cuando oyó la música. Era tan tenue y lejana que Cirocco se dio cuenta de que había estado escuchándola un rato antes de reconocerla por lo que era. Habría un rápido racimo de notas arpegiadas, luego una nota sostenida, alocadamente dulce y clara. La música hablaba de lugares tranquilos y de un sosiego que ella había pensado no volvería a sentir jamás, y era tan familiar como una canción oída en la infancia.

Cirocco se encontró llorando en silencio, tan quieta como le era posible, deseando que el viento siguiera con ella. Pero la canción había cesado.


* * *

La titánida los encontró cuando desmontaban la tienda, antes de trasladar a Bill. Se quedó inmóvil en la cima del montículo donde Cirocco había estado el día anterior. Cirocco aguardo a que la titánida hiciera el primer movimiento, pero la recién llegada, al parecer, tenía la misma idea.

La denominación más obvia para aquel ser era centauro. La parte inferior era de idéntica forma que un caballo, y la mitad superior era tan humana que resultaba sobrecogedora. A Cirocco le costaba creer lo que veía.

No era como Disney había imaginado los centauros, ni tampoco tenía mucho que ver con el clásico modelo griego. Tenía abundante pelo, pero con todo, el rasgo predominante era su piel pálida y desnuda. Había grandes cascadas multicolores de pelo en la cabeza y cola, en las partes inferiores de las cuatro patas y en los antebrazos de la criatura. Lo más curioso de todo, había pelo entre las dos patas delanteras, en el lugar donde un caballo decente —que la mente de Cirocco trataba una y otra vez de ver— no tenía más que piel lisa. Llevaba un cayado de pastor y, a no ser por algunos pequeños ornamentos, ninguna ropa.

Cirocco estaba segura de que se trataba de una de las titánidas que Calvin había mencionado, aunque él había cometido un error en la descripción; el ser —ella, Calvin había dicho que todas eran hembras—, no tenía seis patas, sino seis extremidades.

Cirocco dio un paso al frente y la titánida se llevó la mano a la boca, antes de extenderla en un rápido gesto.

—¡Cuidado! —gritó—. Mucha atención, por favor. Durante una fracción de segundo Cirocco se preguntó de qué estaba hablando la titánida, pero esto quedó violentamente enterrado por la sorpresa. La lengua que había empleado la titánida no era inglés, ni ruso ni francés, hasta ese momento las únicas lenguas conocidas por Cirocco.

—¿Qué…? —se detuvo, carraspeó. El tono de su voz se había descontrolado bastante hacia los agudos—. ¿Qué problema hay? ¿Estamos en peligro? —las preguntas eran difíciles, requerían de una compleja matización.

—Percibí que lo estabais —cantó la titánida—. Me pareció que seguramente ibais a caer. Pero vosotros debéis saber mejor lo que es correcto para vuestra raza.

Gaby miraba extrañamente a Cirocco.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó.

—Le entiendo —dijo Cirocco, que no deseaba profundizar más—. Nos dice que tengamos cuidado.

—¿Cuidado… de qué?

—¿Cómo entendió Calvin al dirigible? Algo se ha metido en nuestras mentes, cariño. Y está resultando útil precisamente ahora, así que cállate —se apresuró a proseguir antes de que se expresaran más preguntas, pues no conocía ni una sola de las respuestas.

—¿Sois el pueblo de los pantanos? —preguntó la titánida—. ¿O procedéis del mar helado?

—Nada de eso —trinó Cirocco—. Hemos viajado por el pantano, en camino a… hacia el mar del diablo, pero ninguno de nosotros está herido. No pretendemos hacerte daño.

—Me haréis poco daño si vais al mar del diablo, porque moriréis. Sois demasiado grandes para ser ángeles que hayan perdido sus alas, y demasiado hermosos para ser criaturas del mar. Confieso que no os he visto antes.

—Nosotros… ¿Puedes reunirte con nosotros en la playa? Mi canción es débil. El viento no la levanta.

—Estaré ahí en dos meneos de tu cola.

—¡Rocky! —siseó Gaby—. ¡Cuidado, va a bajar! —se puso delante de Cirocco y quedó inmóvil con la espada de vidrio preparada.

—Sé que lo va a hacer —dijo Cirocco, agarrando el brazo armado de Gaby—. Yo le pedí que lo hiciera. Aparta eso antes de que ella tenga una mala idea y no se acerque. Gritaré si hay problemas.

La titánida bajó del peñasco con las patas delanteras y los brazos extendidos hacia adelante para equilibrarse. Danzaba de un modo ágil, flotando sobre el pequeño alud que había provocado, y a continuación avanzó trotando hacia ellas. Sus patas producían un ruido familiar sobre las rocas.

Era treinta centímetros más alta que Cirocco, que se encontró dando un paso hacia atrás cuando la titánida se acercó. Rara vez en su vida había conocido una mujer más alta, pero este ser femenino habría sobresalido aun entre cualquier otra persona que no fuera un jugador de baloncesto. Vista de cerca, era todavía más extraña, precisamente porque algunas de sus partes eran muy humanas.

Una serie de franjas rojas, anaranjadas y azules, que Cirocco creyó fueran señales naturales, resultaron ser pintura. Estaban dispuestas en figuras, limitadas sobre todo a su cara y pecho. Cuatro bandas en forma de chevron adornaban su vientre, justo por encima de donde debería estar su ombligo, en caso de que tuviera uno.

Su cara era lo bastante ancha como para hacer que la amplia nariz y la boca parecieran apropiadas. Sus ojos eran enormes, con un gran espacio entre ellos. Los iris eran amarillo brillante, con rayas radiales de color verde rodeando dilatadas pupilas.

Tan asombrosos eran los ojos que Cirocco casi no advirtió el rasgo menos humano del rostro de la titánida. Había creído que detrás de cada oreja había un curioso tipo de flor, pero las flores resultaron ser las mismas orejas. Los puntiagudos extremos llegaban por encima de la corona de la cabeza.

—Me llaman Do Sostenido… —cantó la titánida. Fue una frase melódica en la tonalidad de do sostenido.

—¿Qué ha dicho? —susurró Gaby.

—Ha dicho que se llama… —Cirocco cantó el nombre, y las orejas de la titánida se irguieron.

—No puedo llamarla así —protestó Gaby.

—Llámala Do Sostenido. ¿Quieres callarte y dejarme llevar la conversación? —se volvió hacia la titánida—. Mi nombre es Cirocco, o capitana Jones —cantó—. Esta es mi amiga. Gaby.

Las orejas se abatieron hasta los hombros, y Cirocco casi rió. La expresión de la titánida no había variado, pero las orejas tenían fuerza expresiva.

—¿Solamente ‘sir-o-ko-o-cap-tan-jons’? —cantó imitando la monotonía de Cirocco. Al suspirar, las ventanas de su nariz se inflamaron con la fuerza del gesto, pero en cambio el pecho no se movió—. Es un nombre largo, aunque nada musical, y perdóname. ¿No os hace gracia llamaros tan severamente?

—Eligen nuestros nombres por nosotros —cantó Cirocco, con un inexplicable sentimiento de embarazo. Para la titánida era un apodo insulso, después de haber transmitido para Cirocco un aire tan vivaz—. Nuestra forma de hablar no es como la tuya, nuestros silbidos tampoco son tan profundos…

Do Sostenido rió, con una risa completamente humana.

—Hablas con la voz de una flauta delgada, realmente, pero me gustas. Os llevaré a casa de mi madre-hembra para un banquete, si estáis de acuerdo.

—Aceptaríamos tu invitación, pero uno de nosotros está muy mal herido. Necesitamos ayuda.

—¿Quién de vosotros? —cantó la titánida, aleteando las orejas en señal de consternación.

—No es ninguna de nosotras dos, sino otro. El tiene roto el hueso de una pierna —Cirocco notó de paso que el idioma titánido incluía construcciones masculinas y femeninas. Fraseos que significaban madre-macho y madre-hembra, y probablemente, además, otros conceptos que rondaban su mente.

—Un hueso de la pierna —cantó Do Sostenido, ejecutando una complicada señal con las orejas—. A menos que falle en mi suposición, eso es bastante grave para gente como vosotros, que no podéis prescindir de uno. Llamaré a la curadora enseguida —la titánida alzó su cayado y cantó brevemente frente a un pequeño bulto del extremo.

Los ojos de Gaby se dilataron.

—¿Tienen radio? Rocky, dime qué está pasando.

—Ella ha dicho que llamará a una doctora. Y que yo tengo un nombre tonto.

—Bill podría valerse del médico, pero no será un doctor titulado…

—¿Crees que no sé eso? —siseó, enfadada—. Bill tiene muy mal aspecto, caramba. Aunque este médico no tenga más que píldoras para caballos y magia, a Bill no le pasará nada si le echa un vistazo.

—¿Es ésa vuestra forma de hablar? —preguntó Do Sostenido—. ¿O es que tenéis problemas respiratorios?

—Es nuestra forma de hablar. Yo…

—Perdonadme, por favor. Mi madre-hembra dice que debo aprender a tener tacto. Sólo tengo… —la titánida cantó el número veintisiete y un término temporal que Cirocco no pudo interpretar—. Y tengo mucho que aprender aparte de los conocimientos uterinos.

—Comprendo —cantó Cirocco, que no había comprendido—. Debemos ser extraños para ti… Es indudable que tú no eres como nosotras.

—¿Sí? —el tono de su canción reveló que la idea era nueva para Do Sostenido.

—Para alguien que jamás ha visto a nuestra raza.

—Debe ser como tú dices… Pero si no habéis visto nunca una titánida, ¿de qué parte de la gran rueda del mundo procedéis entonces?

Cirocco estaba confundida por la forma en que su mente estaba traduciendo las canciones de Do Sostenido. Fue al oír las notas ‘de dónde’ cuando comprendió, al traer a la mente interpretaciones alternativas de la palabra de tres notas, que Do Sostenido hablaba de un modo cortés, formal, usando el apagado diapasón microtonal reservado para jóvenes que hablan con viejos. Y aunque un poco molesta por verse en la obligación de tener que asumir tal postura, Cirocco respondió llevando su voz a la escala tonal cromática del modo educacional.

—No venimos de la rueda. Más allá de las paredes del mundo hay un lugar más grande que tú no ves…

—¡Oh! ¡Procedéis de la Tierra!

Do Sostenido no había dicho la Tierra, como tampoco se había designado titánida. Pero el impacto de la palabra que nombraba al tercer planeta del sol sorprendió tanto a Cirocco como si la extraña lo hubiera pronunciado. Do Sostenido siguió hablando, con una actitud y una postura que habían variado con el tono de Cirocco, siguiendo el curso de ésta, al lenguaje del que aprende. La titánida se animó, y si sus orejas hubieran sido ligerísimamente más anchas, se habría elevado en el aire.

—Estoy confundida —cantó—. Pensaba que la Tierra era una fábula para niños, contada alrededor de las hogueras. Y pensaba que los seres de la Tierra eran como las titánidas.

El oído de Cirocco, nuevamente afinado, se esforzó por captar hasta la última palabra. Se preguntaba si titánidas equivaldría a personas. Igual que en ‘nosotros personas, vosotros bárbaros’. Pero el canto de Do Sostenido carecía de armónicos chauvinistas. Hablaba de su especie como una más entre las numerosas de Gea.

—Somos los primeros en venir —cantó Cirocco—. Me sorprende que sepas cosas de nosotros, porque nosotros no sabíamos nada de vosotros hasta este momento.

—¿No cantáis nuestras grandes hazañas, como nosotros cantamos las vuestras?

—Lamentablemente no, creo…

Do Sostenido miró por encima de su hombro. Otra titánida permanecía en lo alto del montículo. Se parecía mucho a Do Sostenido, aunque con una inquietante diferencia.

—Ese es Si Bemol… —cantó. Luego, sintiéndose culpable, volvió al tono formal—. Antes de que llegue, hay una pregunta que deseo formular y que me ha hecho arder de curiosidad desde el momento de veros por primera vez.

—No tienes que tratarme como a una vieja —cantó Cirocco—. Es probable que tú seas más vieja que yo…

—Oh, no. Tengo tres años según el cómputo de la Tierra. Lo que deseo saber, y espero que la pregunta no sea demasiado atrevida, es cómo podéis sosteneros así tanto tiempo sin caeros…

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