CAPITULO 20

La escalera surgía de una gran pila de arena en el límite más elevado del castillo de vidrio y subía en línea recta como una flecha hasta que se hacía imposible seguirla con la vista. Los escalones medían metro y medio de ancho y cuarenta centímetros de alto, y parecían esculpidos en la superficie del cable.

Después de un buen rato de marcha por la escalera, Gaby y Cirocco empezaron a pensar que aquella ruta tal vez les serviría poco. Se curvaba hacia el sur, hacia la bajada escarpada. Seguramente sería infranqueable al cabo de poco.

Pero los escalones se mantuvieron perfectamente uniformes. Las dos mujeres pronto se encontraron caminando sobre una plataforma escalonada con un inmenso muro que se elevaba a un lado y un abrupto precipicio al otro. No había barandilla ni protección alguna. Subieron apretadas al muro, temblando con cada ráfaga de viento.

Después la plataforma escalonada se convirtió en un túnel.

Fue algo que sobrevino gradualmente. Aún quedaba espacio abierto a la derecha, pero el muro había empezado a retorcerse sobre sus cabezas. El camino se curvaba bajo el cable.

Cirocco trató de visualizarlo: siempre en ascenso, pero serpenteando en torno a la parte exterior del cable.

Después de otros dos mil pasos se encontraron en un ambiente negro como la noche.

—Escaleras —murmuró Gaby—. Construyen una cosa así y le ponen escaleras —se había detenido para sacar las lámparas. Gaby llenó la suya y arregló la mecha. Iban a encenderlas una con la otra, y confiaban en que el aceite les alcanzaría hasta que salieran del túnel.

—Quizá fueran chiflados saludables —sugirió Cirocco. Encendió una cerilla y la acercó a la mecha—. Es probable que ésta fuera una medida de emergencia, por una pérdida de potencia.

—Bien, me alegro de que las escaleras estén aquí —admitió Gaby.

—Es probable que hubiera escaleras todo el camino y que más abajo estén cubiertas de tierra. Esto significa que el lugar ha estado abandonado largo tiempo. Los árboles de aquí arriba deben de ser nuevas mutaciones.

—Lo que tú digas —Gaby mantuvo en alto la lámpara y miró hacia adelante, luego hacia atrás, donde todavía se veía un resquicio de luz, y entornó los ojos—. Fíjate, es como si estuviéramos en un recodo de la ruta. Se curva siguiendo la parte externa, luego dobla a la izquierda y sigue en línea recta.

Cirocco estudió el camino y creyó que Gaby tenía razón.

—Da la impresión de que pudiéramos cortar por el centro.

—¿Ah, sí? ¿Recuerdas el lugar de los vientos? Todo aquel aire va por aquí, a algún lugar.

—Si este túnel lleva allá, ya lo habríamos sabido. Nos habría aplastado de un soplo.

Gaby observó la escalera a la fluctuante luz de la lámpara. Olfateó el aire.

—Hace bastante calor aquí. ¿Y si el calor aumentara?

—No hay modo de saberlo si no entramos más.

—Oh, oh —Gaby se tambaleó y la lámpara amenazó con caer de sus dedos. Cirocco cogió por el hombro a su compañera.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, yo… No, maldición, no estoy bien —se apoyó en la pared del cálido corredor—. Estoy mareada y se me doblan las rodillas —levantó la mano libre y la examinó: temblaba ligeramente.

—Quizás un día de descanso no ha sido suficiente —Cirocco consultó el reloj, contempló el corredor y arrugó la frente—. Confiaba en estar al otro lado y volver a la parte superior del cable antes de que descansáramos.

—Puedo hacerlo.

—No —dijo Cirocco—. No me siento tan animada. El problema es si acampamos aquí en el corredor, que está tan caliente, o si vamos afuera.

Gaby volvió la mirada hacia la bajada escarpada, muchos escalones atrás.

—No me importa un poco de sudor.


* * *

Había algo especial en tener una hoguera, aun cuando el ambiente estuviera tan insoportablemente caluroso. No lo discutieron; Cirocco cogió ramitas y musgo de la mochila de Gene y empezó a encender un fuego. Enseguida logró una llamarada crujiente. La mantuvo como una tacaña mientras realizaban la tarea mecánica de montar un pobre campamento. Desenrollaron los sacos de dormir, sacaron las cacerolas y los cuchillos, y eligieron las provisiones para la cena.

Formamos un buen equipo, pensó Cirocco, agachada mientras observaba cómo Gaby cortaba verduras y las echaba en los burbujeantes restos del guiso de la noche anterior. Las manos de Gaby eran pequeñas y hábiles, con manchas marrones marcadas en las palmas. Ya no podían desperdiciar agua para lavarse.

Gaby se enjugó la frente con el dorso de la mano y miró a Cirocco. Sonrió… Una sonrisa fugaz, tentadora, que se amplió cuando la capitana sonrió a su vez, con un ojo casi cubierto por una venda. Gaby sumergió la cuchara en el guiso y la sorbió ruidosamente.

—Estos rábanos, o lo que sean, son mejores cuando crujen —dijo—. Dame tu plato.

Gaby sirvió una generosa ración y las dos se sentaron, casi juntas, y comieron.

Delicioso. Escuchando ruiditos, el crepitar del fuego y el roce de cucharas en los platos de madera, Cirocco agradeció poder estar tranquila y no pensar en nada.

—¿Tienes más sal?

Cirocco rebuscó en su mochila y encontró la bolsa, y también dos dulces olvidados, envueltos en hojas amarillas. Apretó uno en la mano de Gaby y se echó a reír al ver que los ojos se le iluminaban. Dejó el plato y desenvolvió la confitura, del tamaño de un caramelo, y la mantuvo bajo la nariz para olería. El aroma era demasiado bueno para comérsela toda de golpe. La partió en dos y el sabor de albaricoques en almíbar y nata dulce estalló en su boca.

Gaby se puso histérica ante la expresión de gozo de su compañera. Cirocco se comió la otra mitad y se puso a lanzar miradas codiciosas sobre el dulce que Gaby había dejado a su lado en tanto se esforzaba por mantenerse seria.

—Si lo vas a guardar para el desayuno, tendrás que montar guardia toda la noche.

—Oh, no te preocupes. Tengo suficientes buenas maneras para saber que el postre va después de la comida.

Gaby se tomó cinco parsimoniosos minutos en desenvolver el dulce, y otro buen rato en examinarlo críticamente, farfullando sin remedio ante las payasadas de Cirocco. Rocky hizo una imitación pasable de un cocker spaniel ante la mesa servida y un pillo sin hogar frente al escaparate de una pastelería, y se quedó boquiabierta cuando Gaby, por fin, se llevó el dulce a la boca.

Cirocco se divertía tanto, que le dolió estar preguntándose —mientras olisqueaba ansiosamente con la cara pegada a la de Gaby— si aquella bobada era sensata. Estaba claro que Gaby se sentía en el paraíso con tantas atenciones; su rostro enrojecía de alegría y excitación, sus ojos chispeaban.

¿Por qué ella, Cirocco, no podía limitarse a gozar de la situación sin tensiones?

Tuvo que dejar que parte de su preocupación se manifestara pues Gaby se puso bruscamente seria. Tocó la mano de Cirocco y la miró con apremio, después movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Ninguna de las dos se atrevió a hablar, aunque Gaby acababa de expresar con más claridad que con palabras: “No tienes nada que temer de mí”.

Cirocco sonrió, y Gaby hizo lo mismo. Rebañaron los restos del guiso con los platos cerca de la boca y sin preocuparse por los buenos modales.

Pero ya no fue lo mismo. Gaby guardó silencio. Enseguida sus manos empezaron a temblar y el plato cayó estruendosamente por los escalones. Gaby se levantó, jadeando y sollozando, y la mano de Cirocco en su hombro hizo que gesticulara de un modo alocado. Sus rodillas se pusieron tensas, sus manos se apretaron bajo la barbilla. Sumergió su cara en el cuello de Cirocco y lloró.

—¡Oh, sufro, sufro mucho!

—Entonces sácalo. Llora.

Cirocco apoyó la mejilla en el corto cabello de la chica, finísimo y negro, y que empezaba a tomar un aspecto desgreñado. Alzó el mentón de Gaby y buscó un lugar no cubierto de vendas que pudiera besar. Se decidió por la mejilla, pero en el último instante, sin saber por qué lo hacía, la besó en los labios. Estaban húmedos y muy cálidos.

Gaby la miró un largo instante, aspiró ruidosamente por la nariz y volvió a poner la cabeza en el hombro de Cirocco. Se escondió en el hueco del cuello y se quedó quieta, sin temblores, sin sollozos.

—¿Cómo puedes ser tan fuerte? —preguntó, la voz amortiguada pero muy cercana.

—¿Cómo puedes ser tan valiente? Te obstinas en salvarme la vida.

—No, hablo en serio. Si no te tuviera a ti para ayudarme ahora mismo, me volvería loca. Y tú ni siquiera lloras.

—No lloro así como así.

—¿No basta una violación? —escudriñó de nuevo los ojos de Cirocco—. ¡Dios mío, sufro tanto…! Sufro por culpa de Gene y sufro por ti. No sé qué es peor.

—Gaby, me complacería hacer el amor contigo si eso te ayudara a evitar el sufrimiento, pero yo también sufro. Físicamente.

Gaby movió la cabeza de un lado a otro.

—Eso no es lo que deseo de ti, aunque te sintieras bien. Te ‘complacería’. Eso no es bueno. No soy Gene, y antes me guardaría el sufrimiento de tenerte de ese modo. Me basta con amarte.

¿Qué decir? ¿Qué decir…? Aferrarse a la verdad, se dijo Cirocco.

—No sé si alguna vez podré… corresponderte así, de esa forma. Pero ayúdame —abrazó a Gaby y enjugó rápidamente su nariz—, ayúdame, eres la mejor amiga que he tenido.

Gaby suspiró tenuemente.

—Eso tendrá que bastar, por ahora —Cirocco pensó que Gaby se pondría a llorar otra vez, pero no fue así. Abrazó una vez a Cirocco, brevemente, y la besó en el cuello—. La vida es muy dura, ¿verdad? —preguntó con una vocecita.

—Lo es. Vamos a dormir.


* * *

Se pusieron en tres escalones; Gaby se tendió en el más alto, Cirocco —agitándose y revolviéndose— en el siguiente, y las brasas de la hoguera un peldaño más abajo.

Pero Cirocco gritó por la noche y se despertó en una oscuridad total. El sudor corría por su cuerpo mientras esperaba que Gene atacara. Gaby la sujetó hasta que la pesadilla terminó.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Cirocco.

—Desde que me puse a llorar otra vez. Gracias por dejarme estar contigo.

¡Embustera! Pero Cirocco sonrió al pensarlo.


* * *

El calor fue aumentando durante otros mil escalones, tanto calor que no era posible tocar las paredes y las suelas del calzado quemaban. Cirocco saboreó la derrota, sabiendo que al menos habría varios miles de peldaños más antes de que se encontraran en el punto medio, desde el cual podrían esperar un enfriamiento.

—Otros mil escalones —dijo—. Suponiendo que podamos llegar tan lejos. Si no refresca, volveremos atrás y lo intentaremos por la parte externa.

Pero Cirocco sabía que el cable era demasiado empinado en ese punto. Los árboles habían ido distanciándose de un modo inconveniente desde antes de que entraran al túnel. La inclinación del cable alcanzaría ochenta grados antes de que llegaran al radio. Cirocco se vería enfrentada a su hipotética montaña de vidrio, la peor posibilidad que había imaginado al preparar la expedición.

—Como tú digas. Un momento, quiero quitarme esta camisa. Me estoy ahogando.

Cirocco también se desnudó, y las dos continuaron la marcha a través del horno.

Quinientos escalones más arriba volvieron a ponerse la ropa. Al cabo de otros trescientos peldaños, abrieron las mochilas y sacaron los abrigos.

Empezaba a formarse hielo en los muros y la nieve crujía bajo los pies. Se pusieron los guantes y alzaron las capuchas de los abrigos. De pie a la luz de la lámpara, que se había vuelto sorprendentemente brillante con las paredes blancas que la reflejaban, observaron cristales de hielo que se condensaban con su respiración. Al mirar adelante vieron un corredor que sin duda alguna se estrechaba.

—¿Otros mil peldaños? —aventuró Gaby.

—Me has leído la mente.

El hielo no tardó en obligar a Cirocco a bajar la cabeza y luego a caminar sobre manos y rodillas. Volvió a oscurecer con rapidez mientras Gaby iba en cabeza con la lámpara delante. Cirocco se detuvo, apoyada en sus ateridas manos, apretó el vientre contra el suelo y se arrastró.

—¡Hey, estoy pegada! —se complació al no oír pánico en su voz. La situación era inquietante, pero sabía que podría soltarse si retrocedía.

Los sonidos de rascaduras que surgían delante de ella cesaron.

—Bueno. No puedo volverme aquí, pero se está ensanchando. Iré delante y veré lo que hay. Veinte metros, ¿eh?

—De acuerdo.

Cirocco escuchó cómo los sonidos se alejaban. La oscuridad se cerró en torno a ella y apenas tuvo tiempo de producir un sudor muy frío antes de que la luz la deslumbrara. Gaby regresó en un instante. Había cristales de hielo en sus cejas.

—Este es el peor punto, aquí mismo.

—Entonces pasaré. No he llegado tan lejos para que tenga que acabar como el corcho de una botella…

—Eso es lo que te pasa por comer tantos dulces, gorda.

Gaby no podía arrastrarla, así que retrocedió y logró sacar el pico de cobre de su mochila. Astillaron el hielo y volvieron a intentar.

—Echa todo el aire —sugirió Gaby, y tiró de las manos de Cirocco, que avanzó.

Tras ellas, un trozo plano de hielo de un metro de largo cayó del techo y patinó estrepitosamente hacia la luz diurna.

—Por eso debe estar abierto este pasillo —dijo Gaby—. El cable es flexible. Oscila y el hielo se raja.

—Eso y el aire caliente que tenemos detrás. Hasta que topemos, ¿de acuerdo? Muévete.

Enseguida pudieron ponerse en pie y poco después el hielo fue simplemente un recuerdo. Se quitaron los abrigos y se preguntaron qué vendría a continuación.

El retumbo se inició cuatrocientos escalones más adelante. Fue haciéndose más fuerte hasta que resultó fácil imaginar máquinas enormes zumbando al otro lado de las paredes del túnel. Uno de los muros estaba caliente, pero sin comparación con el calor que ya habían cruzado.

Gaby y Cirocco estaban convencidas de que se trataba del sonido del aire que era chupado del lugar de los vientos hacia un desconocido destino muy en lo alto. Otros dos mil escalones las llevaron fuera del ruido y a una nueva zona cálida. Se apresuraron a atravesarla, sin preocuparse por desnudarse ya que sabían que se hallaban muy cerca del otro extremo del túnel. Tal como esperaban, el calor menguó después de alcanzar un máximo de sauna que Cirocco estimó en setenta y cinco grados.

Gaby seguía en cabeza, y vio la luz primero. No era más brillante que en el otro lado, sólo una pálida franja plateada que se iniciaba a la izquierda y que se ensanchó gradualmente hasta que las humanas se encontraron en un reborde junto al cable. Se dieron mutuas palmaditas en la espalda y empezaron a trepar de nuevo.


* * *

Atravesaron la parte superior del cable, siempre ascendiendo, siempre dirigidas hacia el sur, cruzaron la amplia joroba y bajaron de nuevo por el otro lado. El cable estaba completamente pelado allí; sin árboles, sin tierra aferrada a él. Era la primera vez que Gea presentaba el aspecto de máquina que Cirocco le había atribuido desde el principio: la increíble. enorme construcción hecha por seres que aún podrían estar vivos en el cubo de la rueda. El cable desnudo era liso y recto, en aquel punto se alternaba con una pendiente de sesenta grados y se aproximaba al fulgurante borde inferior del radio. El trozo de espacio entre el cable y el radio se había estrechado a menos de dos kilómetros.

En el lado sur las escaleras penetraron en otro túnel. Las dos mujeres pensaban que estaban preparadas, pero el nuevo túnel estuvo a punto de jugarles una mala pasada. Se apresuraron por la primera zona de calor y se congratularon al sentir que la temperatura empezaba a bajar de nuevo. Alcanzó los cincuenta grados y después subió otra vez.

—¡Maldición! Es una estructura distinta. ¡Vamos!

—¿En qué dirección?

—Retroceder será tan malo como avanzar. ¡Muévete!

Sólo estarían en peligro si una de ellas se caía y lesionaba, pero el detalle asustó a Cirocco y le recordó que jamás debía prejuzgar a Gea. Había olvidado que el cable estaba formado por ramales arrollados y que el curso del fluir, frío o caliente, podía ser bastante complejo.

Cruzaron la zona de vibración, que seguía estando en el centro, la zona fría, que no se hallaba tan atascada por el hielo como la primera, y volvieron a salir al lado norte del cable.

Atravesaron la parte superior y se metieron en el tercer túnel. Lo recorrieron y volvieron a salir a la cima.

Hicieron lo mismo otras siete veces en dos días. Habrían ido más deprisa de no haber sido por un retraso en el cuarto túnel. que estaba tan cargado de hielo que hasta Gaby tuvo que picarlo para poder meterse. Les costó ocho gélidas horas abrir un camino.

Pero la siguiente vez que llegaron al lado sur del cable no había túnel. El ángulo de ascenso estaba comprendido ahora entre ochenta y noventa grados, y la escalera empezaba a enroscarse a lo largo de la cara externa como la raya roja de un bastón de menta.

Ninguna de las dos mujeres quiso acampar en un saliente de metro y medio de ancho que pendía sobre un precipicio de doscientos cincuenta kilómetros. Cirocco sabía que se agitaba mientras dormía y que una de las sacudidas podía llevarla irremediablemente lejos. Así, aunque las dos estaban cansadas, siguieron la penosa marcha por el exterior del cable, siempre apretando el hombro izquierdo a la tranquilizadora solidez.

A Cirocco no le gustaba lo que veía sobre su cabeza. Cuanto más se acercaban, más imposible parecía la empresa.

Sabían por sus observaciones desde el exterior que todos los radios tenían una sección transversal ovoide, con cincuenta kilómetros de grosor en un sentido y algo menos de cien en el otro, antes de que se abrieran para unirse al margen del techo. Acababan de pasar por la sección que se ensanchaba y las paredes del radio, que apenas podían ver, eran casi verticales. Pero no habían contado con el labio que recorría por completo el monstruoso diámetro del tubo del radio. Al parecer llegaba fácilmente a los cinco kilómetros de anchura.

El cable parecía cruzar el labio sin junturas, y probablemente continuaba por encima y seguía viajando hacia algo que lo uniría al cubo de la rueda. Durante una de sus paradas de descanso estudiaron el labio, que daba la impresión de estar justo por encima de sus cabezas, pero que sin embargo se encontraba a dos kilómetros de distancia. Se trataba de un techo imponente para sus esfuerzos, interminablemente extenso hasta que la abertura, reducida por la perspectiva, se hacía visible. La abertura medía cuarenta por ochenta kilómetros, pero para llegar a ella tenían que atravesar cinco kilómetros colgando de la parte inferior del labio.

Gaby miró a Cirocco y alzó una ceja.

—No busques problemas sin motivo. Gea ha sido buena con nosotras hasta ahora. Sube, amiga mía.


* * *

Y Gea volvió a ser buena con ellas. Cuando llegaron al punto superior del cable había otro túnel que perforaba el vasto techo grisáceo.

Encendieron la lámpara, advirtiendo que no quedaba demasiado aceite, y empezaron a trepar. El túnel se curvaba a la izquierda como si el cable siguiera allí, aunque las dos mujeres ya no podían estar seguras de tal cosa. Contaron dos mil escalones, luego otros dos mil.

—Se me ocurre que esto podría ir directamente hasta el cubo de la rueda. Y si crees que esto es una buena noticia, será mejor que lo pienses otra vez.

—Lo sé, lo sé. Sigue subiendo.

Cirocco pensaba en el aceite de la lámpara, el estado de las provisiones y los semivacíos odres de agua. Quedaban todavía trescientos kilómetros hasta el cubo de la rueda. A tres escalones por metro, casi un millón de escalones… Cirocco miró el reloj y cronometró el paso que llevaban.

Seguían un ritmo de dos escalones por segundo; sólo ligeros contactos con las puntas de los pies para alzarles a la altura suficiente que les permitiera tocar el siguiente escalón. La gravedad de aquel nivel había caído casi a un octavo; la mitad de la ya baja gravedad que tenían cuando partieron.

Dos peldaños por segundo era medio millón de segundos de marcha. Ocho tres tres tres coma tres, etc., minutos, ciento treinta y ocho horas o casi seis días. O mejor, el doble de esa cifra, para incluir períodos de reposo y sueño, en una estimación pesimista…

—Sé en qué piensas —dijo Gaby a espaldas de Cirocco—. ¿Pero podemos hacerlo a oscuras?

Gaby había tocado el punto importante. La comida podía durar dos semanas. El agua podría alcanzar si se racionaba. aunque no para bajar.

Pero el ítem más crítico en aquel momento era el aceite de las lámparas. Sólo había reservas para no más de cinco horas, y ningún medio de obtener más.

Cirocco siguió rumiando, tratando de elaborar una matemática que las llevara hasta el final, hasta que salieran al suelo del radio.


* * *

Ninguna otra cosa había hecho que Cirocco se sintiera tan insignificante. Ni O’Neil Uno, ni las estrellas del espacio, ni el suelo de la misma Gea. Era capaz de verlo todo, y su sentido de la perspectiva fracasaba rotundamente.

Resultaba imposible determinar la curvatura de los muros. Igual que un horizonte puesto vertical, las paredes se extendían alejándose de ella hasta que de repente empezaban a torcerse, haciendo que el espacio pareciera más semicircular que redondo.

Todo estaba bañado por una luminiscencia verde claro. La fuente luminosa estaba formada por cuatro hileras verticales de ventanas que enviaban rayos inclinados hacia abajo hasta cruzarse mutuamente en el vacío centro.

No del todo vacío. Corriendo en línea recta como una regla hacia el espacio central había tres cables verticales unidos igual que una trenza y flotando, dentro y fuera de los rayos de luz, se hallaban curiosas nubes cilíndricas que se retorcían lentamente mientras las dos mujeres las contemplaban.

Cirocco recordó haber pensado que los oscuros y angostos espacios situados bajo el cable que habían explorado eran como una catedral. Gea había agotado su reserva de superlativos, pero Cirocco sabía que aquello sólo había sido una capilla abandonada. Esta era la catedral.

—Creía que ya lo había visto todo —dijo Gaby, en voz baja, señalando la pared a su espalda—. ¿Pero una jungla vertical?

No había otro modo de describir el panorama. Colgando de las paredes, prolongándose hacia fuera o ramificándose, el interior del radio estaba incrustado de más de aquellos árboles ubicuos. Menguaban de tamaño, convirtiéndose a cierta distancia indeterminada en una lisa alfombra de verdor.

Más allá había un techo gris.

—¿Dirías que hay trescientos kilómetros hasta allá arriba?

Gaby entornó los ojos, luego trazó una cuadrícula con los dedos e hizo cálculos con cierto sistema personal.

—Eso cubre el número exacto de grados.

—Siéntate. Pensemos en esto.

Cirocco necesitaba sentarse más que pensar. Hasta aquel momento había creído de verdad que podían lograrlo. Ahora comprendió que la decepción había sido alentada por la incapacidad de visualizar el problema. Entonces podía examinarlo, y se acobardó en su interior. Trescientos kilómetros, en vertical.

En vertical. Hacia arriba.

Debió de haber estado loca.

—Primero. ¿Da la impresión de que haya algún paso que atraviese ese techo?

Gaby miró y se encogió de hombros.

—No significa nada. Había un paso hasta este techo, ¿no? Nunca lo veríamos desde aquí.

—Exacto. Pero confiábamos en que hubiera una escalera hasta la parte superior. ¿Ves alguna?

—No.

—Exacto. Creía que estas escaleras constituían un camino que había sido creado para caminar hasta lo alto si era necesario. Ahora pienso que todo lo que los constructores tenían en mente era una ruta precisamente hasta este lugar, este punto.

—Puede ser —Gaby entornó los ojos—. Pero los constructores tienen que haber dejado un camino para llegar al cubo de la rueda. Es probable que no pretendieran que esos árboles estuvieran ahí. Han cubierto todo, como en el cable.

—Y en ese caso…, ¿qué?

—Tenemos un infierno de escalada por delante —concluyó Gaby por ella—. Con toda esa maleza a lo mejor no encontramos nunca la entrada. Tal vez sea más fácil de localizar desde arriba.

—Exacto, y van tres veces. Sólo estoy tratando de aclararlo. ¿sabes? Se me ha ocurrido que si dentro de cuatro o cinco días, digamos, llegamos arriba y descubrimos que no hay escalera…, tendremos otra larga escalada. Para bajar.

Gaby se rió en esta ocasión.

—Si estás diciendo que volvamos, mejor lo sueltas.

—¿Volvemos? —Cirocco no había pretendido el interrogante, pero ahí estaba.

—No.

—Ah, comprendo —Cirocco no le dio importancia, hacía tiempo que habían olvidado la relación entre capitana y tripulante. Se echó a reír y meneó la cabeza—. Muy bien, ¿cuál es tu plan?

—Primero, explorar los alrededores. Más tarde, dentro de cuatro o cinco años, los constructores se formarán una impresión de que hemos sido bastante imbéciles si llegaran a preguntarse por qué no usamos el ascensor.

Загрузка...