CAPITULO 15

Cirocco descubrió que tenía ciertas ideas preconcebidas que debía descartar.

La primera era la más obvia. Cuando llegó Si Bemol y vio que se parecía mucho a Do Sostenido, excepto por sus órganos sexuales, había supuesto que le iba a ser difícil distinguirlas.

El grupo que apareció en respuesta a la llamada de Do Sostenido pareció estar formado por fugitivos de un tiovivo.

La curadora tenía pelo verde esmeralda en la cabeza y la cola. El resto de su cuerpo estaba recubierto de un pelaje espeso y blanco como la nieve. Había otra titánida peluda: cabello rubio rojizo con una salpicadura violeta. Había un centauro pinto marrón y blanco, y otro sin pelo excepto en la cola. La piel de este último era azul clara.

El restante miembro del grupo parecía desnudo pero no era así; tenía el pelaje de un caballo no sólo en la parte donde habría parecido lógico, sino también en su mitad superior humana. Tenía rayas de cebra color amarillo brillante y naranja marchita, y el pelo de cabeza y cola era de color lavanda. Apartar la vista de esta titánida no servía de nada; la imagen quedaba grabada en la retina.

No satisfechas con el ambiente de carnaval, las titánidas pintaban sus peladas pieles y teñían trozos de su cabello. Lucían collares y brazaletes, metían fruslerías a través de perforaciones en narices y orejas, ataban eslabones de cobre y piedras coloreadas o sartas de flores en torno a sus patas. Todas tenían un instrumento musical colgando al hombro o sobresaliendo de la bolsa, hecho de madera, cuerno de animal, conchas o cobre.

La segunda idea preconcebida —que en realidad era la primera, puesto que Calvin les había hablado de ella— era que todas las titánidas eran hembras. Una pregunta delicada ante la que la curadora ofreció una respuesta directa y una demostración pasmosa: toda titánida tiene tres órganos sexuales.

Cirocco conocía los genitales masculinos o femeninos, de tamaño humano, en la parte frontal. Estos órganos determinaban el género por razones que debían de tener lógica para una titánida.

Además, todas tenían una gran abertura vaginal bajo la cola, igual que una yegua.

El órgano que impresionó a Cirocco y Gaby fue el de la titánida que estaba en medio. En el blando vientre entre las patas delanteras de la curadora había una envoltura gruesa y carnosa y de ella salía un pene que era humano en todos sus detalles excepto por el hecho de que era tan largo y grueso como el brazo de Cirocco.

Cirocco había creído que ella era una mujer mundana. Había visto desnudos a muchos hombres, y habían pasado años sin que ninguno de ellos tuviera nada nuevo que mostrarle. Le gustaban los hombres y el coito, pero aquel miembro le hizo pensar en hacerse monja. Su pronunciada reacción le molestó. Sabía que era el mismo sentimiento que Gaby había expresado, el de estar más trastornada por paralelos próximos que por algo extremadamente extraño.

El tercer detalle que Cirocco debía volver a meditar fue provocado por la comprensión de que, aunque ella conocía el lenguaje y podía usar ya los sustantivos de cada uno de los órganos sexuales de las titánidas, no había conocido los órganos traseros hasta que había hecho la pregunta. Todavía no sabía por qué había tres, y no podía encontrar el conocimiento en su mente.

Lo que Cirocco tenía eran listas de palabras y reglas gramaticales para composición. Esto funcionaba bien con sustantivos; sólo tenía que pensar en un objeto para saber la palabra. Pero empezó a fallar con ciertos verbos. Correr, saltar, nadar y respirar eran bastante claros. Verbos para cosas que las titánidas hacían y los humanos no, no eran, en cambio, tan claros.

Donde el sistema quedaba destrozado era al describir relaciones familiares, códigos de conducta, costumbres y un montón de otras cosas en las que titánidas y humanos tenían poco en común. Tales conceptos se convertían en notas inexpresivas en los cantos de las titánidas. De vez en cuando Cirocco los traducía para sí misma o para Gaby con complicadas expresiones del tipo la-que-es-mi-madre-hembra-es-mi-media-hermana-orto-frontal, o el-sentido-de-recta-aversión-para-ángeles. Todas estas frases se expresaban con una palabra en la canción titánida.

La cosa se redujo para Cirocco al hecho de que una idea extraña en su cabeza seguía siendo una idea extraña. No podría manejarla hasta que se la explicaran; carecía de términos de remisión.

La última complicación causada por la llegada del grupo de la curadora se hallaba en la cuestión nombres: había demasiados nombres con los mismos signos tonales, de manera que el sistema original de Cirocco perdía validez. Gaby era incapaz de cantar los nombres, así que Cirocco tuvo que encontrarles denominaciones inglesas.

Cirocco había partido de una fuente musical, y decidió proseguir así. La primera titánida que conocieron pasó a apodarse Do Sostenido Hornpipe porque el nombre sonaba como esa danza favorita de los marineros. Si Bemol se convirtió en Si Bemol Banjo. La curadora fue Si Nana, la rubia rojiza Sol Menor Vals, la yegua pinto Si Clarinete y la titánida azul recibió el nombre de Sol Foxtrot. Y Cirocco se llamó Re Menor Organillo.

Gaby no tardó en renunciar a las signaturas de tonalidad, cosa que alguien que siempre se ha llamado Rocky debería haber previsto.


* * *

La ambulancia era un gran carro de madera con cuatro ruedas dotadas de llantas de caucho, tirado por dos titánidas no unidas por arneses. El carretón tenía suspensión neumática y frenos de fricción operados por la pareja de arrastre. La madera era amarillo brillante, como pino joven, pulida de un modo prodigiosamente liso y ajustada sin un solo clavo.

Cirocco y Gaby colocaron a Bill en un enorme lecho en el centro del carro y treparon en su compañía, junto con Nana, la curadora titánida, que tomó posición junto al lecho, con las patas dobladas bajo el cuerpo. Enjugaba la frente de Bill con un trapo húmedo mientras le cantaba. El resto de las titánidas trotó junto al carretón, con la excepción de Hornpipe y Banjo, que se quedaron con sus manadas. Tenían cerca de doscientos animales del tamaño de vacas, todos con cuatro patas y un cuello delgado y flexible de tres metros de largo. Los cuellos poseían garras para excavar y bocas fruncidas en el extremo. Los animales se alimentaban introduciendo la cabeza en el suelo y sorbiendo leche de la parte trasera de gusanos de fango. Tenían un ojo en la base del cuello. Con la cabeza dentro de la tierra todavía podían ver qué ocurría arriba.

Gaby contempló uno de los animales con una expresión de tenue escándalo en su rostro, reacia a admitir que tal cosa pudiera existir.

—Gea tiene sus buenos días y sus malos días —concluyó, citando un aforismo titanio que Cirocco había traducido—. Debió de haber estado nueve días de juerga cuando ideó eso. ¿Qué hay de esas radios, Rocky? ¿Podemos echarles una mirada?

—Ya veremos —respondió Cirocco, y luego preguntó a Clarinete, la pinto, si podrían examinar su planta-radio, pero contuvo su canto antes de terminarlo—. Las titánidas no las construyen —dijo a Gaby—. Las cultivan.

—¿Por qué no lo habías dicho antes?

—Porque acabo de comprenderlo. Ten paciencia conmigo, Gaby. Ellos lo denominan como “la semilla de la planta que transporta el canto”. Mírala.

El objeto atado al extremo del cayado de Clarinete era una semilla amarilla y oblonga, lisa y sin rasgos como no fuera por una mancha marrón uniforme.

—Escucha aquí —cantó Clarinete, indicando la mancha—. No la toquéis, porque se quedará sorda. Canta tu canción a su madre, y si a ella le complacería que la cante al mundo.

—Lo siento, pero creo que no te entiendo del todo.

Clarinete señaló por encima del hombro de Gaby.

—Hay una que todavía tiene sus hijas.

Clarinete trotó hasta un montón de matorrales que crecían en un hueco. Un brote en forma de campana emergía de la tierra junto a cada arbusto. Asiendo la campana. Clarinete arrancó una planta y se la llevó, raíces incluidas, de vuelta al carro.

—Hay que cantar a las semillas —explicó. Cogió su cuerno de cobre del hombro e interpretó varios compases en cuatro por cinco—. Doblad vuestras orejas ahora… —Clarinete se detuvo, turbado—. Es decir, haced lo que vuestra raza hace para realzar la audición.

Al cabo de medio minuto escucharon las notas del cuerno, chillonas como un viejo cilindro de Edison, pero bastante definidas. Clarinete cantó un armónico, que fue rápidamente repetido. Hubo una pausa, y a continuación los dos temas fueron interpretados simultáneamente.

—Ella escucha mi canción y le gusta, ¿comprendéis? —cantó Clarinete, con una amplia sonrisa en su semblante.

—Como el programa de discos solicitados de una emisora —dijo Gaby—. ¿Y si el pinchadiscos no quiere poner esa canción?

Cirocco tradujo la pregunta de Gaby lo mejor que pudo.

—Hace falta práctica para cantar agradablemente —reconoció Clarinete—. Pero son de buena fe. La madre es capaz de hablar más rápidamente que cuatro pies pueden volar.

Cirocco tradujo pero Clarinete le interrumpió.

—Las semillas también son útiles para hacer los ojos que ven en la oscuridad —cantó—. Con estos ojos escudriñamos el pozo del viento para el acercamiento de los ángeles.

—Eso suena a radar —dijo Cirocco.

Gaby la miró con aire de duda.

—¿Vas a creer todo lo que te digan estos caballitos de polo más que educados?

—Explícame cómo funcionan estas semillas si no es de forma electrónica. ¿Prefieres telepatía?

—La magia sería más fácil de tragar.

—Llámale magia, entonces. Creo que hay cristales y circuitos en estas semillas. Y si es posible cultivar una radio orgánica, ¿por qué no un radar?

—Quizás una radio. Y sólo porque lo he visto con mis ojos, no porque quiera tener algo que ver con esto. Pero no radar.


* * *

La instalación de radar titanio se hallaba en una tienda frente a la ambulancia. Rube Goldberg se habría quedado atónito. Había nueces y hojas unidas a una maceta de tierra con gruesas enredaderas cobreñas que entraban en ella. Nana dijo que la tierra contenía un gusano que generaba ‘esencia de potencia’. Había una rejilla de semillas de radio conectadas a marañas de enredaderas de punta muy afilada, al parecer insertadas con cierta precisión, puesto que cada simiente tenía un apretado racimo de rezumantes pinchazos en torno al punto donde se había hecho finalmente el contacto. Había otras cosas, todas de índole vegetal, entre ellas una hoja que relucía cuando era alcanzada por un rayo de luz de otra planta.

—Es fácil de leer —cantó alegremente Nana—. Este punto de fuego falso representa el gigante celeste que veis allí, hacia Rea —Nana indicó un punto de la pantalla con un dedo—. Fijaos cómo pierde vida… ¡Ahora! Ahora brilla más, pero cambiado.

Cirocco inició una traducción, pero Gaby le interrumpió.

—Sé cómo funciona el radar —refunfuñó—. Toda la disquisición me ofende.

—Ahora nos hace poca falta —les aseguró Clarinete—. No es temporada de ángeles. Vienen cuando Gea respira desde el este y nos atormentan hasta que ella los absorbe de nuevo hasta su pecho.

Cirocco se preguntó si había oído correctamente. ¿Había cantado los absorbe en su pecho? Dejó de pensar en el asunto porque Bill gemía y abría los ojos.

—Hola —cantó Nana—. Me alegro de que hayas podido volver.

Bill aulló y después chilló al tratar de apoyarse en la pierna. Cirocco se situó entre Bill y Nana. Al verla, Bill suspiró aliviado.

—Un sueño muy malo, Rocky —dijo.

Cirocco le acarició la frente.

—No todo ha sido sueño, creo.

—¿Eh? Oh, te refieres al centauro. No, recuerdo que el centauro blanco estuvo meciéndome y cantando.

—Bien, ¿cómo te sientes?

—Débil. Mi pierna no me duele tanto. ¿Es una buena señal, o será que está muerta?

—Creo que estás mejorando.

—¿Y…? Bueno, ya sabes. Gangrena —Bill apartó la mirada de Cirocco.

—No creo. La herida tenía mucho mejor aspecto después de que la curadora te tratara.

—¿La curadora? ¿El centauro?

—No había otra cosa por hacer —dijo Cirocco, de nuevo agobiada por las dudas—. Calvin no ha llegado. Observé a la curadora, parecía saber lo que hacía.

Cirocco pensó que Bill se había vuelto a dormir. Después de mucho rato los ojos del hombre se abrieron y sonrió levemente.

—No es una decisión que yo hubiera querido tomar.

—Fue terrible, Bill. Ella dijo que estabas agonizando, y yo le creí. La alternativa era no hacer nada hasta que Calvin llegara… Y no sé qué habría podido hacer él sin medicinas. Ella dijo que podía matar los gérmenes, cosa que tenía lógica porque…

Bill le tocó una rodilla. Su mano estaba fría, pero firme.

—Hiciste lo correcto —dijo Bill—. Mírame. Dentro de otra semana estaré andando.


* * *

Era por la tarde —siempre, de manera monótona, por la tarde— y alguien estaba sacudiendo el hombro de Cirocco. La mujer parpadeó rápidamente.

—Tus amigos han llegado —cantó Foxtrot.

—Era el gigante celeste que vimos antes —añadió Nana—. Ellos estuvieron a bordo todo el tiempo.

—¿Amigos?

—Sí, tu curadora y otros dos.

—Dos… Esos otros…, ¿sabéis algo de ellos? —se puso en pie—. Uno lo conozco. El segundo, ¿es como ella, o varón, como mi amigo Bill?

—Vuestros apodos me confunden —la curadora frunció la frente—. Francamente no sé quién de vosotros es macho y quién es hembra, ya que os ocultáis tras trozos de ropa.

—Bill es macho, yo y Gaby somos hembras. Te lo explicaré más tarde, pero ¿quién hay en el gigante celeste?

Nana se encogió de hombros. El gigante no lo ha dicho. El está tan confundido como yo.

Apeadero revoloteó sobre la columna de titánidas y el carro, que se había detenido para aguardar el descenso. Un paracaídas se abrió en flor con una menuda figura negra al extremo. Calvin, no había duda.

Mientras él flotaba apareció otro paracaídas y Cirocco forzó la vista para descubrir quién podría ser. La figura parecía muy grande, en cierta forma. Entonces se abrió un tercer paracaídas, y un cuarto.

Había una docena de paracaídas en el aire antes de que Cirocco localizara a Gene. El resto, increíblemente, eran titánidas.

—¡Hey, es Gene! —gritó Gaby. Estaba a poca distancia en compañía de Foxtrot y Clarinete. Cirocco se había quedado en el carro—. Me pregunto si April…

—¡Ángeles! ¡Ángeles atacando! ¡En formación!

La voz fue un chillido: una voz titánida había perdido toda su música, estrangulada por el odio. Cirocco se quedó atónita al ver a Nana encogida sobre el equipo de radar, gritando órdenes. El rostro de la titánida estaba contraído; todo pensamiento en Bill, olvidado.

—¿Qué ocurre? —empezó a decir Cirocco, y se agachó al ver que Nana saltaba por encima de ella.

—¡Abajo, dos patas! ¡No te metas en esto!

Cirocco alzó la vista. El cielo estaba lleno de alas.

Estaban descendiendo en torno a los costados del dirigible, con las alas plegadas para ganar velocidad, atacando a las titánidas que caían, que pendían indefensas de sus cuerdas. Había infinidad de ángeles.

Cirocco fue arrojada al suelo del carro cuando el vehículo dio un brusco tirón hacia adelante con el sonido chasqueante del cuero del arnés. Casi cayó por la abierta puerta trasera, pugnó por ponerse a gatear a tiempo de ver que Gaby saltaba y se agarraba a los laterales del carro con las manos. Cirocco le ayudó a subir.

—¿Qué demonios está pasando? —Gaby llevaba una espada de bronce que Cirocco no había visto antes.

—¡Cuidado!

Bill saltó de su lecho. Cirocco se arrastró hasta él y trató de acomodarlo de nuevo, pero el carro seguía avanzando estrepitosamente sobre rocas y grietas.

—¡Parad eso, maldito sea! —chilló Cirocco, antes de cantarlo en lengua titánida.

Dio lo mismo. Las dos titánidas enganchadas a la parte frontal se dirigían hacia la batalla y nada iba a detenerlas. Una empuñaba una espada en lo alto, vociferando como una loca.

Cirocco golpeó las ancas de una de las titánidas y casi perdió el cuero cabelludo al salir disparada la espada hacia ella. Manteniendo baja la cabeza, miró los nudos que mantenían atadas al carro a las titánidas.

—Gaby, dame eso, deprisa.

La espada saltó por los aires, con la empuñadura por delante, y aterrizó a los pies de Cirocco. Rocky lanzó tajos a los arneses de cuero. Primero se soltó uno, luego el otro.

Las titánidas no advirtieron la pérdida. Se alejaron rápidamente del carro, que se detuvo bruscamente al topar con un peñasco.

—¿Qué ha sido todo esto?

—No lo sé. Todo lo que me han dicho es que no me levantara. Échame una mano con Bill, ¿quieres?

Bill estaba despierto y no parecía encontrarse herido. El hombre miró al cielo cuando volvieron a ponerlo en la plataforma.

—¡Dios santo! —exclamó, con la fuerza suficiente como para hacerse oír entre el estruendo de las titánidas—. ¡Las están matando allá arriba!

Cirocco levantó los ojos a tiempo de ver cómo una de las criaturas volantes acuchillaba tres cuerdas del paracaídas de una de las titánidas que descendía. El paracaídas se plegó. Con una velocidad vertiginosa, la titánida desapareció tras una colina al oeste.

—¿Eso son ángeles? —preguntó Bill, extrañado.

Para las titánidas, eran ángeles de la muerte. Humanos de forma, con alas provistas de plumas que medían siete metros de un extremo a otro, los ángeles convirtieron el pacífico ambiente de Hiperión en un matadero. Pronto todos los paracaídas fueron eliminados del cielo.

La batalla prosiguió detrás de la colina, fuera de la vista de los terrestres. Las titánidas chillaban como uñas sobre una pizarra, y muy por encima había un gemido pavoroso que debía de ser de los ángeles.

—Detrás de ti —avisó Gaby.

Cirocco se volvió con rapidez. Un ángel se acercaba en silencio por el este. Venía a ras de tierra, con las enormes alas inmóviles, aumentando de tamaño a una velocidad insólita. Cirocco vio la espada en la mano izquierda del ángel, el rostro humano contraído por las ansias de sangre, lágrimas que se marcaban en las comisuras de los párpados, contraídos los músculos del brazo que echaba hacia atrás la espada…

Pasó sobre ellas, batiendo las alas para remontar la colina. Las puntas tocaron el suelo y levantaron piedrecillas.

—No me ha visto —dijo Gaby.

—Siéntate —le dijo Cirocco—. Eres un blanco perfecto así, de pie. Y sí que te ha visto. Cambió de opinión a último momento. Vi cómo frenaba el impulso.

—¿Por qué ha hecho eso? —Gaby se agazapó junto a Cirocco y escudriñó el horizonte.

—No lo sé. Muy probablemente porque no tienes cuatro patas. Pero tal vez el próximo ángel no sea tan observador.

Vieron que otro ángel se acercaba en un ángulo levemente distinto. Venía rebanando el aire, piernas juntas, una especie de plano de deriva que se extendía detrás de sus pies, brazos a los costados, alas suficientemente contraídas para mantener la velocidad. En gracia y economía de movimientos. Cirocco jamás había visto su igual.

Y vieron otro ángel que aumentaba su velocidad volando en línea recta hacia el suelo. La criatura frenó en el último instante, y besó la tierra para ir a esfumarse tras la cresta de la colina. Cualquier encargado de rociar las cosechas con insecticida se habría quedado ojeroso y con la cara pálida.

—Son muy buenos —musitó Gaby.

—No me gustaría meterme en un combate aéreo con ellos —convino Cirocco—. Me arrancarían los pantalones.

Un viento frío soplaba del este y levantaba el polvo del seco terreno.

Entonces las titánidas cruzaron la colina a la carga, seguidas por una multitud de ángeles. Cirocco reconoció a Nana. Clarinete y Foxtrot. La pata delantera izquierda de Clarinete estaba roja de sangre. Las titánidas empuñaban lanzas de madera con punta de cobre y espadas de bronce.

Habían dejado de dar voz a su canción guerrera, pero el frenesí continuaba en sus ojos. Bocanadas de vapor salían de las ventanas de sus narices y las titánidas que tenían la piel desnuda relucían. Pasaron con gran estruendo junto a los terrestres y después giraron en redondo para enfrentarse a los ángeles.

—¡Están usando el carro como protección! —gritó Gaby—. ¡Nos van a coger en el medio! ¡Fuera de aquí, deprisa!

—¿Y Bill? —chilló Cirocco.

La mirada de Gaby se entrelazó con la de Cirocco por un instante. Dio la impresión de que la primera iba a hablar, luego gruñó algo ininteligible y arrebató la espada a Cirocco. Con muchísimo más valor que sentido común, Gaby se puso en pie en la parte trasera del carro y se encaró a los ándeles que se acercaban. Una vez más, todo lo que Cirocco pudo ver fue la espalda de su compañera, erguida entre su amor y el peligro acechante.

Los ángeles hicieron caso omiso de Gaby.

La mujer permaneció con la espada dispuesta, pero el enemigo pasó a los lados del carro para alcanzar a las titánidas, inmóviles detrás para ofrecer resistencia.

El ruido fue increíble.

El gemido de los ángeles se mezcló con el chillido de las titánidas mientras multitud de alas gigantescas rasgaban el aire.

Una forma monstruosa asomó entre la nube de polvo, una pesadilla pintada en matices marrones y negros, alas que se movían como sombras que cobran vida. Iba a ciegas, espada y lanza dando estocadas alocadas mientras el ángel trataba de orientarse en los miasmas. No parecía mayor que un niño de diez años. Sangre oscura caía de una herida en su costado.

Estaba sobre los terráqueos cuando arrojó la lanza. La punta de cobre atravesó la manga de la ropa de Gaby y mordió el suelo del carro de tal modo que produjo un sonido vibrante como el de la cuerda de un arco. Luego el ángel se alejó. Una lanza de madera pendía de su cuello. Cayó, y Cirocco no vio nada más.

Con la misma rapidez con que la batalla hubo transcurrido, cesó. El gemido adquirió un tono distinto y los ángeles se elevaron, menguaron de tamaño, quedaron reducidos a formas aleteantes en lo alto del cielo, en dirección al este.

Hubo un alboroto cerca del carro. Las tres titánidas estaban pisoteando el cuerpo del ángel caído. Era difícil pensar que el cuerpo hubiese tenido alguna vez aspecto humano. Cirocco desvió la mirada, enferma ante la sangre y la rabia criminal en los rostros de las titánidas.

—¿Qué crees que les ha hecho irse? —preguntó Gaby—. Sólo un par de minutos más y habrían acabado con todo.

—Han de saber algo que nosotras no sabemos —dijo Cirocco.

Bill estaba mirando al oeste.

—Allá —dijo, al tiempo que señalaba—. Alguien viene.

Cirocco distinguió dos figuras familiares. Eran Hornpipe y Banjo, las pastoras, que se acercaban a todo galope. Gaby rió amargamente.

—Tendrás que enseñarme algo mejor que eso. Una de ellas sólo tiene tres años —dijo Rocky.

—Allá —repitió Bill, pero entonces señalaba en dirección contraria.

Por la colina llegaba una oleada de titánidas, igual que una caballería abigarrada.

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