LIBRO SEXTO

Todo empeoró aún más cuando se supo que el capitán Joseph Dunhill Kerrigan había matado al contramaestre Eugene Collins. Fordington-Lewthwaite, un hombre que tenía el ambicioso proyecto de escalar los peldaños que fueran necesarios para llegar a ser capitán propietario, no había quedado muy satisfecho, desde su posición de mero oficial, con la explicación que se había dado de la muerte de Collins y que más o menos todo el mundo había aceptado como cierta -incluido el coronel McLiam del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría-, y una vez que tuvo en su poder el gobierno del barco, creyó que averiguar lo que realmente había sucedido le valdría una recompensa. Guiándose únicamente por su intuición, decidió que un hombre tan violento como Kerrigan -quien, de no haber lanzado por la borda a Amanda Cook, se habría quedado en simple borracho- tenía por fuerza que haber intervenido en la desaparición del contramaestre. Sobre todo cuando éste, pendenciero y provocador, se llevaba muy mal con el segundo oficial del Tallahassee. Fordington-Lewthwaite se amparó en el hecho de que el capitán Kerrigan estaba ya absolutamente desprestigiado entre los pasajeros del velero -y que por tanto éstos, a cuya más servil disposición estaba Fordington-Lewthwaite, no pondrían objeciones a que se le declarara culpable de la muerte de Collins- y una semana después de que Léonide Meffre fuera arrojado a las aguas del Mediterráneo reclutó a dos voluntarios y se encerró con ellos y Kerrigan en el camarote de este último. Víctor Arledge y Lederer Tourneur los vieron entrar con paso decidido, y, extrañados, aguardaron, paseando por los alrededores, a que salieran. Fordington-Lewthwaite y sus subordinados tardaron una hora en hacerlo y durante este tiempo los dos escritores oyeron golpes y gritos que procedían del camarote de Kerrigan y empezaron a alarmarse, pero no se atrevieron a irrumpir en la habitación. Cuando Fordington-Lewthwaite salió estaba sudando, en mangas de camisa y muy satisfecho a juzgar por la expresión de su rostro. Arledge y Tourneur salieron a su encuentro y le interrogaron con la mirada; y entonces aquel oficial pomposo y academicista les dio la noticia: Kerrigan había confesado ser el asesino de Collins.

Al parecer, la intuición de Fordington- Lewthwaite no se había equivocado y, aunque en un principio obró arbitrariamente y desde luego sus métodos no eran recomendables, había acertado en sus suposiciones. Kerrigan y Collins, una noche, se habían enzarzado en una discusión acerca del trato que éste daba a la marinería y habían acabado por llegar a las manos. Collins había sacado un puñal y Kerrigan, en defensa propia según todos los indicios -si bien Fordington-Lewthwaite se guardó bien de decirlo-, le había cortado el cuello con una de las gruesas cuerdas que, enrolladas en espiral, abundaban sobre la cubierta del Tallahassee. Y después -y en ello se basaba principalmente Fordington-Lewthwaite para acusarle de asesinato- lo había rematado pegándole un tiro en el occipucio -a quemarropa, por lo que nadie había oído la detonación- y había deslizado el cadáver por la borda lenta y cuidadosamente para que nadie pudiera tampoco escuchar el ruido que habría hecho al entrar en contacto con el agua, colocado en una postura verdaderamente grotesca sobre uno de los rollos de cuerda con la ayuda de unas poleas. Aunque Arledge se sintió ofendido porque Kerrigan no hubiera incluido este episodio -tal vez demasiado reciente para ser revelado- en sus confidencias, no pudo creer al principio aquella versión de los detalles del crimen. Sin embargo se vio obligado a hacerlo cuando dos días después Fordington-Lewthwaite presentó pruebas irrefutables: el arma con que Kerrigan había disparado contra la cabeza de Collins, una confesión en toda regla hecha por escrito y al parecer voluntaria, y algunos objetos personales del contramaestre que se habían encontrado en uno de los cajones de la cómoda del camarote del capitán y que demostraban que Kerrigan no sólo era un asesino irascible sino también un ladrón. Y aunque Arledge, asimismo, podría haber pensado que las pruebas eran falsas y que habían sido preparadas por el mismo Fordington-Lewthwaite, sabía que éste, a pesar de ser un bárbaro ambicioso, por nada del mundo habría pisado el terreno de la ilegalidad -aparte de carecer de la imaginación necesaria para urdir tales pormenores.

Aquella mala nueva sirvió para desentumecer un poco y hacer salir de su ensimismamiento a los expedicionarios, que consideraron la revelación de Fordington-Lewthwaite como algo que ya no se podía consentir. Hastiados y todavía afectados por el comportamiento de Kerrigan en cubierta, no habían sabido reaccionar con indignación -si olvidamos a la señorita Bonington- cuando Arledge, con mucha sangre fría, mató a Meffre. Pero cuando supieron que Kerrigan había asesinado a Eugene Collins -del cual la mayor parte de ellos ni se acordaba- montaron en cólera y, espoleados por la ira liberada, sacaron a relucir la muerte del poeta francés como uno más de los peldaños que la violencia y la impunidad habían escalado a bordo de aquel navío endemoniado, y Arledge sufrió las consecuencias. La señorita Cook, el señor Littlefield y el señor Beauvais le retiraron el saludo repentinamente; Florence Bonington, con la satisfacción que otorga el acatamiento final de proposiciones una vez desoídas, llegó a insultarle durante el transcurso de un almuerzo; los Handl, inéditos durante toda la travesía, mantuvieron su postura y no salieron en su defensa; Hugh Everett Bayham se mostró con él aún más seco de lo que lo había hecho hasta entonces; y sólo Lederer Tourneur -un caballero que acabó por resultar cargante pero que sin duda era ecuánime- no cambió de actitud con respecto a él, si bien tampoco osó enfrentarse a sus compañeros y se limitó a permanecer en una posición digna pero pasiva. Es evidente que aquel rencor que se desató de manera general en contra de Victor Arledge no se debía principalmente al hecho de que se hubiera batido con Léonide Meffre y hubiera salido airoso del lance, sino más bien a que de todos era bien sabido que Arledge era el único, amigo de Kerrigan, y al estar encerrado y lejos de su alcance el verdadero causante de todos sus males, los viajeros tomaron como blanco de sus pullas y redentor de sus sufrimientos al novelista inglés afincado en Francia, el más cercano al capitán Kerrigan. Arledge trató de reaccionar ante aquel trato que se le dispensaba con tanta altanería como pudo y procuró dejarse ver lo menos posible; ya no volvió a meditar sentado en las hamacas de popa, sus paseos se hicieron infrecuentes, ordenó que le llevaran el almuerzo a su camarote y sólo salía para cenar en el último turno, cuando sólo algunos trasnochadores y tahúres improvisados ocupaban los comedores. Incluso pasó días enteros encerrado en su cabina, garabateando frases inconexas que por desgracia no están ahora en mi poder. Pero el desdén de sus compañeros de viaje no fue lo que acabó de trastornar a Victor Arledge. Sus deseos de averiguar en qué habían consistido las peripecias de Hugh Everett Bayham en Escocia, de saber quiénes eran las hermanas que habitaban el piso inferior de la casa en que había sido recluido, de desvelar el misterio que había tras de la joven que lo sedujo, seguían atormentándole; y se dio cuenta de que a medida que el tiempo iba pasando, por unas u otras causas sus posibilidades de llegar algún día a desenterrar todo aquello disminuían a pasos agigantados. Sus relaciones con aquel caballero, que habían empezado por ser tirantes, más tarde se habían enmendado levemente y después se habían hecho frías, habían terminado por no existir. Las pocas veces que se cruzaban en un pasillo o en la cubierta del velero Hugh Everett Bayham daba por salvada su buena educación con una simple inclinación de cabeza y tanto él como los demás pasajeros se retiraban con poco disimulo cuando él aparecía en alguna habitación en la que los otros estuvieran reunidos. Lo más probable es que Victor Arledge, de haberse inclinado por la otra alternativa después de la muerte de Léonide Meffre -aquella noche de su triste cavilar-, habría obligado a Fordington-Lewthwaite a hacer una escala en Orán o Mostaganem y habría abandonado el Tallahassee para siempre. Pero su curiosidad -en verdad cargada de optimismo- y la pérdida total del sentido de la proporción -entre muchos otros- se lo impidieron. Y le impelieron a soportar aquel crucero hasta el final.

Pero -como se suele decir en casi todas las situaciones que han alcanzado un elevado grado de humillación- todavía no había llegado lo peor: Kerrigan logró escaparse y ello agravó de forma inesperada la situación de Victor Arledge.

Una mañana dos de los secuaces de Fordington-Lewthwaite, encargados de vigilar y alimentar al capitán, descubrieron -cuando se disponían a dejarle su parco desayuno y tal vez a propinarle la diaria paliza que, según algunos informes, Fordington-Lewthwaite exigía- que el capitán Kerrigan había conseguido abrir su puerta y burlar la custodia de sus guardianes nocturnos -una pareja de fornidos marineros muy dados a abandonar su puesto para ir a ingerir scotch y taconear ruidosamente con sus compañeros y que se dejaban vencer por el sueño con gran facilidad- y, aprovechando algún descuido de éstos, había huido del velero. Se echó en falta un bote y obviamente se supuso que Kerrigan lo había utilizado para llevar a cabo su fuga. Fordington-Lewthwaite acogió la noticia con voces y juramentos y se encargó personalmente de castigar a los negligentes; pero no sólo se limitó a eso: indignado, iracundo, excesivamente alterado, se dirigió hacia el camarote de Arledge, derribó la puerta de un empellón y penetró -decir sólo abruptamente sería faltar a la verdad- en los aposentos del escritor inglés, que en aquel instante se estaba acabando de vestir y que le recibió con una mirada tan fría como el viento de las colinas.

– ¿Cómo lo hizo? -preguntó Fordington-Lewthwaite-. ¿Cómo lo consiguió? ¡Contésteme!

Arledge lo miró de arriba a abajo y respondió:

– No sé de qué me está usted hablando, pero debo advertirle que no será fácil arreglar esa puerta. Mejor sería que fuera ya avisando a algunos de sus hombres para que empiecen a intentarlo.

Fordington-Lewthwaite obsequió a sus ojos con un brillo de furor mal contenido, se acercó a Arledge y le cogió por las solapas de la chaqueta que se acababa de poner. Algunos viajeros contemplaban la escena desde el quicio de la puerta derribada.

– ¡Le he hecho una pregunta, señor Arledge, y quiero que me conteste! ¿Cómo logró abrir la puerta? ¿Fue usted? ¡Claro que fue usted!

Arledge, a pesar de su abatimiento general, aún conservaba gran parte de su valor. Sin pestañear, y mirando fijamente a Fordington- Lewthwaite, dijo:

– Mi querido amigo, le aconsejo que quite sus manos de mi traje si no quiere verse en la misma situación que el poeta Léonide Meffre, que era un hombre mucho más sensato que usted.

Fordington-Lewthwaite, algo acobardado por el gélido tono que había empleado Victor Arledge y tal vez por el recuerdo del cuerpo de Meffre cayendo al mar, volvió en sí y retiró sus manos de las solapas de la chaqueta de aquél; ya con menos convicción volvió a preguntar:

– ¿Le ayudó usted a escapar?

Arledge se estiró el traje y respondió:

– Sigo sin saber de qué me habla, oficial.

– No trate de fingir, Arledge. Lo sabe perfectamente. Kerrigan ha huido.

El tono de Arledge se hizo aún más duro y despectivo.

– Usted, marino, es tan poco sutil -dijo- que nunca podría darse cuenta de cuándo estoy fingiendo y cuándo no, y por ello no le reprocho que piense que ahora lo hago. Pero está usted muy equivocado. Me habría gustado ayudar a escapar al capitán Kerrigan, pero no lo hice y crea que lo lamento de veras. Debió habérseme ocurrido.

Entonces Fordington-Lewthwaite perdió definitivamente el control de sus nervios. Se volvió hacia la cada vez más numerosa concurrencia y gritó:

– ¿Lo han oído? ¿Lo han oído todos bien? ¡Ha confesado que fue él quien ayudó a escapar a Kerrigan!

Lederer Tourneur intervino entonces:

– No diga estupideces, Fordington-Lewthwaite. Todos hemos oído lo que el señor Arledge ha dicho;

Fordington-Lewthwaite se encaró de nuevo con Arledge y dijo:

– Usted ha confesado que le habría gustado ayudar a escapar a Kerrigan, ¿no es cierto?

– Así es.

– ¿Cómo sabemos, entonces, que no lo ha hecho?

– Una pregunta tan idiota no merece contestación -respondió Arledge.

Fordington-Lewthwaite dio entonces unos pasos hacia el umbral de la puerta y dijo:

– ¡Wonham! ¡Venga con unos hombres y arreste inmediatamente a este sujeto!

Algunos marinos y el citado Wonham se llegaron hasta el lugar en que estaba Fordington-Lewthwaite, pero entonces Lederer Tourneur se interpuso y dijo:

– Escuche, Fordington-Lewthwaite. Está usted exagerando. No abuse de su poder, que al fin y al cabo no le va a durar mucho. Ya sabe que el capitán Seebohm está prácticamente restablecido, y yo también puedo darle mi versión de los hechos. Está usted obrando de forma ilegal. Tenga por seguro que si arresta al señor Arledge le acusaré de más de un cargo en cuanto estemos en territorio de jurisdicción británica.

Fordington-Lewthwaite, seguramente, recordó sus aspiraciones de llegar a ser capitán propietario algún día y pareció calmarse un poco con las palabras que Tourneur en un aparte -en voz lo suficientemente baja como para que los demás pasajeros sólo oyeran un murmullo- le había dirigido.

– Está bien -respondió-. Pero lo que no me impedirá es que lo tenga bajo vigilancia. Soy el responsable provisional de este barco y ya ha habido demasiadas catástrofes a bordo. No estoy dispuesto a consentir que este individuo pueda cometer ningún otro delito. Es de la misma calaña que Kerrigan. Y por tanto es muy peligroso.

– Creo que se equivoca usted, pero, si así lo desea, puede vigilarlo, que yo no se lo impediré. Lo que no estoy dispuesto a tolerar es que se arreste a un hombre sin tener pruebas de que haya cometido ninguna fechoría. Y le advierto que no aceptaré ninguna prueba que demuestre que el señor Arledge ayudó a escapar a Kerrigan que no sea auténtica.

El rostro de Fordington-Lewthwaite se tomó grave.

– Jamás haría eso, señor Tourneur -dijo ya en un tono contemporizador-. Lamento lo ocurrido. Estaba fuera de mí. Le ruego que me disculpe.

– A quien debería pedir disculpas es al señor Arledge, Fordington- Lewthwaite, y no a mí.

Fordington-Lewthwaite miró a Arledge, que se había sentado en una butaca y había encendido un cigarrillo, y contestó:

– Eso es pedir demasiado.

Y acto seguido dio una orden y Wonham, sus marinos y él se retiraron con paso ligero.


Sin embargo, el mal ya estaba hecho: Lederer Tourneur, a pesar de su buena voluntad, cometió el error de hablar en voz baja con Fordington-Lewthwaite y de no dar posteriormente más explicaciones a sus compañeros de viaje. O tal vez no fue un error. El cuentista inglés era un hombre que se daba por satisfecho con actuar justamente, pero no tenía ningún interés por que su ecuanimidad fuera reconocida públicamente; su satisfacción era personal, privada, y lo que él consideraba importante era estar en paz consigo mismo y no con los demás. Y fueron estos modestos planteamientos los que hicieron que Lederer Tourneur interviniera en favor de Arledge, y no su aprecio por el novelista. Tourneur se contentó con la retirada de Wonham y sus marinos y con ello dio pie a que los pasajeros, que sólo habían escuchado las acusaciones de Fordington-Lewthwaite y las impertinentes respuestas de Víctor Arledge, retuvieran en sus memorias sólo aquellas palabras. Arledge ni siquiera se había tomado la molestia de defenderse y había mantenido una postura antipática según el criterio de los expedicionarios; y éstos, ya previamente en contra de él, dieron por supuesto que Fordington-Lewthwaite llevaba la razón y consideraron que sus improperios habían estado justificados. Víctor Arledge, una vez más, sufrió las consecuencias del carácter rebelde y aventurero del capitán Kerrigan, quien, sin saberlo, tanto mal le hizo y tan relevante papel desempeñó en los tormentos de los últimos años de la vida del escritor.


Cuando el Tallahassee estaba ya surcando aguas marroquíes y aquellos pasajeros que ponían fin a su travesía en la ciudad de Tánger salían de sus escondites y comentaban animados sobre cubierta el inminente término del crucero, Víctor Arledge, después de tres amargos días de enclaustramiento, salió de su camarote y se encaminó hacia las hamacas de popa, desiertas como de costumbre. Se sentó en una de ellas y permaneció durante quince minutos en tensión, contemplando el horizonte y después se levantó y buscó con la mirada a algún miembro de la tripulación. Cuando lo encontró -un muchacho de corta edad que seguramente desempeñaba el cargo de grumete- se llegó hasta él y le entregó una nota ordenándole que se la entregara al señor Hugh Everett Bayham en persona. El grumete prometió hacerlo en el acto y Arledge regresó a las hamacas de popa y volvió a tomar asiento. Allí aguardó ensimismado y consumiendo cantidades ingentes de cigarrillos durante cerca de cuarenta y cinco minutos, hasta que por fin oyó pasos que se aproximaban y se puso en pie. Eran Lederer y Marjorie Tourneur, que, joviales por la idea de que pronto iban a desembarcar en Tánger y con ello a perder definitivamente de vista el Tallahassee, estaban dando un paseo por el barco cogidos del brazo. Al ver a Arledge sonrieron, estrecharon su mano con calor y se sentaron junto a él. Arledge, al parecer, se mostró nervioso e intranquilo durante toda la conversación que sostuvo con el matrimonio.

– ¿Cómo se encuentra usted? -le preguntó Tourneur-. Hace días que no sale.

– Bueno, señor Tourneur -contestó Arledge-, usted sabe mejor que nadie que mi presencia no es bien acogida en ninguna parte del Tallahassee.

Los Tourneur estaban de buen humor y Lederer le dio una improcedente palmada en la espalda y repuso:

– No debe usted acobardarse, Arledge. Piense que todavía le queda por pasar en este barco mucho tiempo. Si sigue usted así, no podrá proseguir el viaje.

– Bueno, ya saben ustedes la última noticia acerca de esto, me imagino. Lo más probable es que el Tallahassee no continúe hasta la Antártida. Fordington-Lewthwaite se ha reunido con los demás oficiales y les ha dado un detallado informe de la situación. Estamos en unas condiciones irrisorias para acometer tal empresa. Es descabellado.

– No sabía nada -dijo Tourneur-, y lo que me pregunto es cómo usted, que está tan apartado de la vida social del velero, tiene esa información.

– Como sabe, dos gigantones guardan mi maltrecha puerta. Anoche oí sus comentarios. Creí que la noticia era del dominio público y que yo era el último en enterarme. Verá: el capitán Seebohm, aunque prácticamente restablecido, está muy débil para adentrarse por quién sabe cuántos meses en el Atlántico; Kerrigan… todos sabemos qué ha sido del organizador de esta aventura disparatada; Fordington- Lewthwaite no tiene suficiente experiencia para suplantarles durante tanto tiempo y además no posee el grado de capitán; los poneys de Manchuria han muerto en su mayoría y no creo que en Tánger podamos conseguir ni tan siquiera perros adecuados; los pasajeros están cansados, arrepentidos de haber exigido este crucero previo, y algunos de ellos han manifestado ya sus deseos de cancelar la expedición y desembarcar también en Tánger -o bien poner rumbo a Marsella- para regresar desde allí a sus hogares; y la tripulación, tácitamente, también apoya a este grupo. Sólo los investigadores científicos insisten en llegar hasta el polo sur. Alegan que, de ser suspendida la expedición, ellos no habrán hecho más que perder su valioso tiempo y amenazan con exigir una fuerte indemnización si el Tallahassee se queda en Tánger. Pero, ya sabe, somos nosotros quienes finalmente financiamos el proyecto y supongo que serán nuestros deseos los que prevalecerán. Es casi seguro que todos desembarcaremos en Tánger.

Lederer Tourneur suspiró, se pasó una mano por su larga cabellera rubia, y preguntó:

– ¿Y usted qué opina, Arledge?

– Yo me alegro, señor Tourneur, como podrá usted imaginar. Deseo ardientemente estar de nuevo en mi confortable piso de la rue Buffault o pasar una temporada en el campo. Crea que echo mucho de menos todo eso: la tranquilidad, la vida ordenada, el sosiego. Aunque el capitán Seebohm ha de tomar todavía una decisión -por culpa de los investigadores únicamente-, espero con alegría el momento de llegar a Tánger. Estoy convencido de que mi viaje terminará allí.

– ¿Aunque, por un azar, se decida proseguir hasta la Antártida? -intervino Marjorie Tourneur.

– Aun así -respondió Arledge-. El único interés que este viaje tenía para mí está a punto de ser satisfecho -e, inquieto, se volvió para mirar hacia atrás.

– Sí, comprendo que el crucero no haya resultado muy agradable para usted. Las cosas se han complicado tontamente y usted ha pagado por ello. El comportamiento de Lambert Littlefield y de la señorita Cook, sobre todo, ha sido exasperante.

– Sí -respondió Arledge agradecido por la simpatía de la señora Tourneur-, pero tampoco importa ya. Tal vez mis gestiones habrían tenido el éxito asegurado de antemano de no haber sido por ellos y por la señorita Bonington, pero el resultado de esas gestiones ahora no depende ya de gente como ellos. Por otra parte -añadió-, creo que cometí un error al aceptar el desafío de Meffre y por ello me temo que parte de la culpa de todo ha sido mía.

Tourneur le interrumpió con calor:

– Usted no tuvo más remedio que aceptar, Arledge. No diga tonterías. El duelo fue legal, y si usted es buen tirador nadie tiene la culpa de ello. Todos lamentamos la muerte de Meffre como habríamos lamentado la suya, pero el error lo cometió él al retarle sabiendo que usted tenía todas las de ganar. ¿Qué otra cosa podía usted haber hecho? Todos somos caballeros, ¿no es así?

Arledge no sólo estaba nervioso e intranquilo; también parecía enormemente fatigado. Guardó silencio durante unos segundos y entonces dijo pausadamente:

– Sí, señor Tourneur, todos somos caballeros, incluido el capitán Kerrigan.

Lederer Tourneur y su esposa, algo confundidos por el extraño estado de Arledge y por las alusiones que había hecho a gestiones e intereses cuyo significado y contenido eran desconocidos para ellos, se pusieron en pie y se despidieron cordialmente de él hasta otro rato y se dispusieron a reanudar su paseo por cubierta.

Lo que ahora sigue lo he logrado saber a través de un sobrino de Lederer Tourneur. Su tío, hoy muerto, se lo contaba como una de las escenas más deplorables que jamás había contemplado. Censuraba la conducta de Víctor Arledge y la tachaba de verdadero insulto a la dignidad de la persona. Ojalá que Lederer Tourneur no hubiera sido tan estricto ni tan caballero. Ahora podríamos saber con exactitud cuáles fueron las causas decisivas del retiro y muerte de Arledge y no tendríamos que contentarnos con vagas suposiciones y más o menos acertadas conclusiones.

Cuando el matrimonio Tourneur, como digo, se disponía a reanudar su paseo por la cubierta, Hugh Everett Bayham se presentó en las hamacas de popa, saludó con una ligera y apresurada inclinación de cabeza al cuentista y a su esposa -quienes al verle con el rostro enrojecido, preocupados por lo que pudiera suceder, se detuvieron y permanecieron allí durante unos tres minutos hasta que comprobaron a qué se debía su indignación y, violentos, se retiraron precipitadamente- y se encaró con Victor Arledge. Éste contuvo la respiración como si temiera que Bayham pudiera golpearle y estuviera dispuesto a recibir la agresión sin inmutarse. Pero el pianista se limitó a agitar en el aire la nota que Arledge había entregado al grumete y a preguntar de malos modos:

– ¿Qué significa este mensaje, Arledge?

Arledge, sin duda, se sentía cohibido por la presencia del matrimonio Tourneur, y dudó un instante para inmediatamente después hacer un movimiento con la cabeza que indicaba que había tomado una resolución y contestar:

– Significa lo que dice su texto. Supongo que lo habrá leído. Y creo que no hay motivo para alterarse tanto.

Bayham desdobló el papel y lo leyó en voz alta:

– «Estimado señor Bayham: le ruego que se reúna conmigo en las hamacas de popa tan pronto como le sea posible. Deseo conversar con usted acerca de un tema de gran importancia (al menos para mí la tiene): su reciente estancia en tierras escocesas. Espero que no tenga inconveniente en acceder a mi petición. Créame que no la haría si la cuestión no fuera de vital importancia para mí -se lo repito una vez más-. Atentamente, Victor Arledge.»

El novelista no pudo por menos de sonrojarse y dijo:

– No creo que fuera necesario leer eso en público, señor Bayham, pero, ya que lo ha hecho, me parece que todos estaremos de acuerdo en que la nota es clara aunque el estilo no esté muy cuidado.

– La nota es demasiado clara, señor Arledge, y por eso me choca. Creía que habíamos zanjado este asunto de una vez y para siempre en Alejandría.

– Usted lo zanjó, señor Bayham, no yo. Es una cuestión que me sigue interesando vivamente.

– ¿Pero por qué? -No sabría explicárselo, y aunque supiera creo que no podría hacerlo. Usted no lo entendería. Conformémonos con decir que me sugirió una nueva novela. Tal vez esa respuesta le satisfaga, señor Bayham.

– Desde luego que no lo entiendo. No sabía que la curiosidad estuviera tan arraigada en usted y debo decirle que ello me sorprende desagradablemente.

– Tan arraigada está, señor Bayham -le interrumpió Arledge.

– Cuando tuvimos aquel roce en Alejandría -prosiguió el pianista- me extrañó su constancia, pero creí que todo había quedado aclarado mientras veníamos hacia el velero, durante aquella conversación que sostuvimos de camino hacia el puerto. Pero ahora me encuentro con que usted ha estado rumiando esta cuestión desde entonces. Es usted muy tenaz.

En aquellos momentos Arledge todavía conservaba su tibieza y su sentido del humor.

– Aunque su figuración animal no me honra, señor Bayham -dijo-, reconozco que es la más exacta de cuantas podría usted haber empleado y le felicito por ello.

– No es momento de hacer bromas, Arledge. Vuelvo a hacerle mi pregunta: ¿qué significa este mensaje?

– Significa que deseo que me diga la verdad -respondió entonces Arledge algo impacientado- acerca de lo que le sucedió a usted en Escocia tras haber sido secuestrado por tres hombres en un coche al que usted subió por su propia voluntad después de haber interpretado, una noche, un brillante concierto para piano cuyo programa consistía en obras de Brahms y Clementi.

Bayham le miró estupefacto y entonces gritó:

– ¡Maldición! Nunca hubo tal coche. El rostro de Víctor Arledge se descompuso definitivamente al oír aquella exclamación. Cogió a Bayham del faldón de su chaqueta y, permaneciendo aún sentado, lo atrajo hacia sí.

– ¿No hubo nunca tal coche? -repitió. ¿Qué quiere usted decir con eso?

Hugh Everett Bayham pareció darse cuenta de que había hablado demasiado. Se zafó de Arledge con un violento manotazo y dijo:

– No he querido decir nada. Déjeme en paz. Arledge se levantó y volvió a cogerle, esta vez por las solapas de la chaqueta. Gritó en un tono que era mezcla de ruego y exigencia:

– ¡No, ahora tiene que decírmelo! ¡Ahora tiene que contármelo todo!

Bayham volvió a soltarse de la presión de las manos de Arledge y repuso:

– No le contaré nada, señor Arledge. No tengo por qué hacerlo. Mis asuntos son privados y sólo a mí me conciernen. Olvide esa historia de una vez.

Pero Arledge, al parecer, había perdido todo control sobre sí mismo. No me atrevo a transcribir sus vehementes súplicas, pero, según el relato del sobrino de Lederer Tourneur, fueron bochornosas. Imploró incansablemente; una y otra vez agarraba a Bayham y lo zarandeaba hasta que éste se volvía a zafar: incluso lloriqueó. Sin duda Lederer Tourneur, un caballero tan sobrio y contenido, se sintió afectado por aquella escena y la reprobó desde el principio hasta el final. No quiso ver más y, cogiendo del brazo a su esposa, se retiró silenciosamente. Mientras se alejaban aún pudo oír la voz de Hugh Everett Bayham que -seguramente al ver a Arledge en aquel estado de desesperación y más que otra cosa por temor a que hiciera alguna locura- accedía a contarle lo que realmente había sucedido en Escocia: algo que para Lederer Tourneur no tenía el menor significado ni, por supuesto, el menor interés.


Nadie ha logrado averiguar hasta la fecha qué le sucedió realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia, pero lo que es indudable es que, fuera lo que fuese, defraudó a Victor Arledge. Si todo era una mentira y no sólo fue el coche lo que nunca existió, si todo fue un invento de Bayham para justificar una ausencia injustificable, si se trató de una simple artimaña para despertar los celos de su esposa Margaret Holloway y provocar la separación, o si sólo fue el coche lo que no existió pero la historia acababa allí donde Esmond Handl en su carta le había puesto punto final, es algo que nunca sabremos o que por lo menos yo he sido incapaz de averiguar. Pero a veces pienso que poco importa y que en verdad, fuera lo que fuese, no merecería ser contado.

A la mañana siguiente Victor Arledge salió de su camarote a hora muy temprana. Su aspecto era más saludable que durante los días anteriores y su semblante rezumaba serenidad.

Se dirigió hacia los comedores y desayunó en compañía de los demás pasajeros, que si bien no se mostraron cordiales con él, sí le saludaron con cortesía -tal vez permitida gracias a la alegría que les invadió durante aquellos últimos días de crucero-. Pasó el día dedicado a las ocupaciones que hasta la muerte de Léonide Meffre habían sido las habituales en él y sólo cruzó algunas palabras con Esmond y Clara Handl; pero no se esforzó, como había venido haciendo hasta entonces, por evitar las miradas de reproche y los cuchicheos de los demás expedicionarios a su alrededor. Su conducta ya no volvió a experimentar ningún cambio durante el resto de la travesía: se mostró tímidamente amable y parece ser que intentó reconciliarse con algunos pasajeros, en especial con la señorita Cook, con el señor Lambert Littlefield y con el señor Beauvais. E incluso, en un verdadero acto de renuncia, pidió al señor Bayham y al doctor Bonington que le enseñaran a jugar a las cartas y pasó toda una velada en su compañía aprendiendo a distinguir los distintos valores de los naipes.

El capitán Eustace Seebohm se recuperó definitivamente de su herida y se encontró con las fuerzas suficientes para volver a hacerse cargo del barco, y aunque ello reavivó el recuerdo del capitán Joseph Dunhill Kerrigan y del mal que había hecho, los pasajeros del Tallahassee, demasiado contentos para sentir de nuevo irritación, no se ensañaron en sus acometidas contra Victor Arledge y simplemente procuraron no sacar aquellos temas de conversación que no eran gratos y no permanecer excesivos minutos en compañía del novelista. Fordington-Lewthwaite retornó a su puesto de oficial sin recibir las felicitaciones de su superior, quien consideró que su subordinado se había inmiscuido en demasía en los asuntos privados de los pasajeros; con su afán por esclarecerlo todo, sólo había conseguido erigirse en causante de disgustos y lograr que el temor y el desasosiego reinaran a bordo del velero.


El destino del Tallahassee fue, evidentemente, Tánger, y el capitán Seebohm ni siquiera se vio obligado a tomar una decisión al respecto: los mismos acontecimientos la tomaron. Bordeaba el Tallahassee la costa marroquí aún próxima a la que lindaba con Argelia cuando sonaron tiros procedentes de la orilla. Los viajeros y la tripulación, alarmados, se echaron al suelo, pero el fuego siguió arreciando. Las maderas de la embarcación empezaron a saltar hechas añicos y los botes, que, bien visibles, pendían de gruesas cuerdas, fueron agujereados por las balas. El capitán Seebohm, con sus prismáticos, no pudo discernir las indumentarias de los atacantes, que, pensó, se hallaban refugiados tras unas dunas. Durante unos minutos, mientras algunos valientes marinos cumplían sus órdenes de trepar hasta la punta del palo mayor y desde allí tratar de averiguar la identidad de los que disparaban contra el velero, dudó entre dirigirse hacia la orilla y hacerles frente al mando de su inexperta -en cuestiones de lucha y abordaje- tripulación o adentrarse en el mar hasta encontrarse fuera del alcance de las balas. Los marinos descendieron con la información de que desde las alturas no se veía ningún hombre y menos aún ningún hombre que estuviera disparando con un rifle de repetición, como parecían ser las armas de los atacantes a juzgar por la cantidad de balas que llegaban hasta el Tallahassee. El pánico empezó a cundir entre los pasajeros -muchos de los cuales se encontraban sobre cubierta en el momento de producirse la agresión y no habían tenido tiempo de esconderse dentro de los camarotes- y Seebohm desechó la idea de enfrentarse al enemigo invisible. Dio las órdenes pertinentes y el barco se alejó de la orilla. Pero cuando dejó de oírse el tiroteo y el peligro pareció haber pasado, y los expedicionarios se levantaron del suelo y, preguntándose extrañados por la misteriosa personalidad de los que habían abierto fuego contra ellos, empezaron a sacudir el polvo de sus trajes y vestidos y a tantear si tenían algún hueso roto, todos pudieron comprobar que los desperfectos que había ocasionado aquel aluvión de proyectiles en el casco del Tallahassee eran tan graves que bien podrían darse por satisfechos si conseguían llegar hasta Tánger sin demasiados contratiempos.

Los atacantes -tal vez para que la única pregunta de Clara Handl no se quedara sin respuesta- habían sido Raisuli, el rebelde, y su grupo de insurrectos.»

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