LIBRO SEGUNDO

Al ser mencionada cierta persona que, según uno de los asistentes, había muerto en bancarrota a causa de su desmedido amor por la pintura después de haber gozado durante muchos años de una posición de privilegio, un caballero, cuyo nombre no había podido captar dos horas antes, cuando me había sido presentado, comentó con pesadumbre el reciente fin en parecidas circunstancias de un buen amigo suyo que había dedicado su vida y su fortuna a tratar de averiguar los motivos que habían impulsado a Victor Arledge, en su primera madurez, a abandonar la literatura y refugiarse en la mansión de un lejano pariente escocés, donde había fallecido tres años más tarde, a la edad de treinta y ocho. Interrogado por una de las señoras, que, de acuerdo con la información que se me dio con posterioridad, había realizado una tesis sobre la figura del famoso autor y desconocía la existencia -y por tanto las investigaciones- del amigo del señor Holden Branshaw -o Hordern Bragshawe- éste manifestó que, sin embargo su amigo aunque no había llegado a establecer en su totalidad las causas que nos habían hecho perder prematuramente a tan firme valor literario había descubierto datos suficientes para trabar una historia tan ambigua y atractiva acerca de personaje en cuestión que durante el último año de su vida se había dedicado a verterla en forma de novela, obra que, con el título de La travesía del horizonte, se encontraba ahora en su poder y que, en su opinión, representaría una vez publicada la triste consagración de su amigo como uno de los mejores novelistas de los últimos tiempos, y que por ello, si bien, como antes había señalado, éste había perdido su vida y su dinero, se podría decir, desde un punto de vista no demasiado exigente, que no había perdido su tiempo.

Las categóricas afirmaciones del señor Branshaw no suscitaron ninguna reacción entre los presentes y, puesto que la noche avanzaba y la reunión había ido languideciendo desde hacía media hora, los invitados se levantaron con una unanimidad que demostraba que constituían un verdadero grupo, se despidieron de mí no sin antes haberme dado las gracias por tan agradable velada, y partieron. Cuando regresé al salón tuve ocasión de comprobar que, sin embargo, ni el señor Branshaw ni la dama que había realizado su tesis sobre Victor Arledge se habían movido de sus asientos y que charlaban con reservada amistosidad. Me serví una copa de oporto y, haciendo el menor ruido posible para no interrumpirles, me senté en un sillón. La damita, menuda y de edad indefinida, tanto como lo eran el color de su sencillo vestido y las causas de su presencia en mi salón, seguía interrogando, si bien con cortesía también con cierta avidez mal disimulada, al señor Branshaw acerca de la novela de su amigo. Después de un velado forcejeo en el que la señora llevaba la peor parte -las respuestas de Branshaw eran más que lacónicas y era evidente que tenía prisa- ella se decidió a pedirle que le prestara la novela durante unos días, ya que su publicación, al depender todavía del permiso que habrían de otorgar los parientes de Arledge para la revelación de secretos de la vida del autor, no era definitiva. Ante mi relativo asombro -tal vez fueron las prisas mencionadas y el visible afán de Branshaw por zafarse de momento de las preguntas de la damita lo que le impulsó a hacer aquella proposición- concertaron una cita para el día siguiente por la mañana con la perspectiva de una lectura en voz alta que evitaría al señor Holden Branshaw tener que desprenderse, aunque solo fuera por unos días, del original de la obra. No se Si por deferencia o por temor a encontrarse totalmente a solas con la señora, Branshaw me rogó que, si el asunto me interesaba o despertaba mi curiosidad, no dejara de acudir a su casa al día siguiente, a lo que yo, sin duda por deferencia contesté que no faltaría y que le agradecía mucho su gentileza. Holden Branshaw y la damita, ella con el rostro encendido de satisfacción, se despidieron y partieron por diferentes caminos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, más tarde de lo que acostumbro, sin acordarme para nada del señor Branshaw, algo aletargado tal vez por la última copa de oporto, una sirvienta estaba poco menos que aporreando mi puerta y me anunciaba con insistencia que la señorita Bunnage me aguardaba en el salón desde hacía diez minutos. Me pregunté durante unos segundos quién podría ser la señorita Bunnage y acto seguido me levanté, ordené a la criada que preparara desayuno para dos y que le comunicara a la señorita la Bunnage que bajaría en cinco minutos, y me apresuré a lavarme y vestirme sin volver a preguntarme por la posible identidad de aquella dama que, de hecho, ¿por qué no decirlo?, había tenido el descaro de presentarse en mi casa sin previo aviso a las nueve y media de la mañana. De no muy buen talante bajé por fin y, antes de que atravesara la puerta del salón, la damita de la noche anterior salió a recibirme, llena de excitación.

– Perdone mi atrevimiento -dijo-. Iba ya hacia la casa del señor Branshaw y al pasar por aquí pensé que podría recogerlo. Tengo un coche esperando fuera y ya llegamos tarde a la cita. No recordaba a qué hora habíamos quedado con el señor Branshaw y por ello, con escaso éxito de todas formas, sólo me atreví a insinuar la conveniencia de tomar algo antes de encerrarnos en una casa para escuchar una novela de quién sabía qué longitud. Pero la señorita Bunnage era intransigente y no quiso ni oír hablar de ello. Me cogió de un brazo mientras repetía una y otra vez que el coche estaba esperando y me vi obligado a seguirla. Una vez puestos en marcha pareció calmarse y pude observar que llevaba una carpeta llena de hojas en blanco.

– ¿Cree usted que el señor Branshaw me dará algo de comer si se lo pido? -dije.

La señorita Bunnage sonrió y contestó: -No se preocupe, se lo pediré yo. – Y añadió-: ¿Sabe? Esta cita es muy importante para mí. Si todo resulta como yo espero, podré evitar una injusticia.

– Creí que simplemente le interesaba Víctor Arledge -comenté yo.

– Y así es.

– Ah.

Callé, entre divertido y molesto. El señor Branshaw nos acogió con más simpatía de la que había demostrado la noche anterior en mi casa durante aquella velada cuyas consecuencias, por el momento, empezaban a resultarme intolerables. Nos introdujo en una espaciosa biblioteca de estanterías blancas, y mientras preparaba algo de desayuno para mí a instancias del censurable desparpajo de la señorita Bunnage -que en más de una ocasión me haría sonrojar-, pude inspeccionarlas y comprobar que el señor Branshaw sólo leía filosofía y poesía, y muy poca novela Sobre la chimenea, en lugar de la obligada escena de caza de mal gusto o copia de un Constable, había un gran tablero de madera en el que se podía leer, inscrito:

“’Tis to yourself I speak; you cannot know

Him whom I call in speaking Duch a one,

For you beneath the Herat lie buried low,

Which he alone as living walks upon:

You may at times have heard him speak to you,

And often wished perchance that you were he;

And I must ever wish that it were tare,

For then you could hold fellowship with me:

But now you hear us talk as strangers, met

Above the room where in you lie a bed;

A word perhaps loud spoken you may get,

Or hear our feet when heavily they tread;

But he who speaks, or him who’s spoken to,

Must both remain as strangers still to you”

La señorita Bunnage, acomodaba sin duda en el mejor sillón de la habitación, había abierto su carpeta, extraído de ella sus inmaculados folios y, pluma en mano, esperaba con impaciencia a que Branshaw reapareciera con una bandeja y después a que yo, desasosegada y precipitadamente, acabara de tomar mi café y mis tostadas con mermelada de frambuesa. Cuando lo hube hecho Branshaw retiró la bandeja y salió de la biblioteca para reaparecer unos minutos más tarde con el deseado manuscrito encuadernado en azul marino. Agitó el libro levemente y lo puso sobre las rodillas de la señorita Bunnage, que se conformó con mirar la cubierta y me lo dio a mí (La travesía del horizonte, sin el nombre del autor: abrirlo me pareció descortés). Branshaw, entonces, volvió a cogerlo de mis manos, tomó asiento, lo abrió por la primera página y dijo:

– La travesía del horizonte: libro primero. «'Tis to yourself I speak.» -y leyó la cita entera.

– ¿De quién es el poema? -pregunté yo mirando hacia el tablero que colgaba sobre la chimenea.

Branshaw iba a contestar cuando la señorita Bunnage se le anticipó:

– De Jones Very -dijo, y añadió-: Continúe, por favor, y de ahora en adelante les rogaría que guardasen silencio absoluto.

El señor Branshaw volvió a leer la cita de Very con delectación, hizo una breve pausa, nos miró, y por fin dio comienzo a su lectura:

«Acababa de regresar la partida capitaneada por el veterano médico de la Expedición Ballenera de Dundee William Speirs Bruce, y Jean Charcot, desde el Français, enviaba noticias que apasionaban a la alta sociedad parisina cuando Kerrigan concibió la idea de organizar una expedición cuyos componentes fueran hombres y mujeres de letras, es decir, aquellas personas que diariamente devoraban las informaciones procedentes de la península de Palmer y se reunían en los cafés para comentar una y otra vez la audacia de aquellos pioneros y expresar sus fervientes deseos de embarcarse, aunque sólo fuera en calidad de lavaplatos, en alguno de aquellos navíos nórdicos o británicos, en pos de aventuras plagadas de riesgos o e incomodidades, pero también de insospechadas experiencias cuya narración podría hacer las delicias de sus amistades o lectores.

El plan de Kerrigan, hombre encantador pero dominado por una inconsciencia más digna sin duda de un adolescente que de un hombre de su edad, era desde el principio tan descabellado como atractivo, y fue a todas luces esta falta de rigor y la jovialidad que rodeó a todo el asunto lo que hizo que una mañana, mientras el escritor Victor Arledge desayunaba en su terraza y hacía trabajar a su imaginación en busca de alguna excusa tan veraz y extravagante a un mismo tiempo que le permitiera dejar de asistir al estreno de la adaptación teatral de su última obra sin que la expectación del público decayera a falta de su presencia, fue esto y no otra cosa, repito, lo que hizo que la prudencia y la serenidad que por lo general precedían a sus decisiones desaparecieran sin oposición ante los sugerentes argumentos de Kerrigan. Era aquella idea tan insólita, tan ingenua la excitación de Kerrigan, que al principio Arledge no pudo por menos de sonreír; pero a medida que la locuacidad de su amigo le iba proporcionando imágenes llenas de exotismo e inverosimilitud, y sobre todo cuando éste, morosamente, sacó de su cartera un papel con la lista de personas que ya habían aceptado su ofrecimiento y se la mostró no si cierta ostentación, sus ya muy debilitadas defensas se vinieron abajo de manera definitiva y no tuvo el menor reparo en estampar su firma en una tarjeta de embarque que ya llevaba impresos su nombre, dirección y nacionalidad.

Pocos días después la noticia se hizo pública, y los futuros pasajeros del Tallahassee se vieron asediados por periodistas de toda Europa; los preparativos, fines y carácter del viaje fueron objeto de concienzudos análisis e informaciones hasta el punto de que los expedicionarios llegaron a saber, por medio de la prensa, algo que habían ignorado (y quizá habían tratado de ignorar) hasta entonces: cuáles eran sus intenciones. Los titulares de las primeras páginas, por lo general, rezaban así: "Proyecto literario más allá de toda ambición. Un numeroso grupo de ilustres escritores y artistas ingleses y franceses realizará un viaje a la Antártida con el fin de hacer, a su regreso, una obra literaria conjunta y un gran espectáculo musical basados en sus experiencias en el polo".

Pasaron diez semanas entre el día en que lo Victor Arledge recibió la visita de Kerrigan y el de la partida, y durante aquella temporada, por otra parte impregnada de un encanto poco común, aquél se vio obligado a alterar su pausado modo de vida y ello le produjo algunos trastornos. No es que se sintiera nervioso ante la perspectiva de un largo viaje de cuya suerte ya empezaba a dudar, pero la agitación y el desbarajuste que por todas partes le agobiaban; las reuniones, de todo punto innecesarias, que los expedicionarios franceses convocaban insistentemente en un obstinado afán por agotar el tema y prever las sorpresas y a las que se vio obligado a asistir; los insaciables reporteros que solicitaban entrevistas (justo es reconocerlo: también él las concedía); y, sobre todo, el gran malestar que le producían sus ardientes, obsesivos e impotentes deseos de borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre, hicieron que, muy a su pesar, la desazón y el caos reinaran en su diminuto piso de la rue Buffault. Esperaba con ansiedad la fecha señalada para zarpar, no sólo por el viaje en sí, que por capricho de los pasajeros (que al fin y al cabo costeaban la expedición casi en su totalidad) incluía un breve crucero por el Mediterráneo desde Marsella hasta Esmirna, con escalas en Italia y Grecia, para regresar, bordeando la costas del norte de África, hasta Gibraltar: entonces adentrarse en un océano escandalosamente vasto, sino también por la satisfacción -que le depararía el día de la marcha- de encontrarse con sus buenos amigos Esmond y Clara Handl, los dos comediógrafos más brillantes e ingeniosos que Inglaterra había dado hasta el momento. Conversadores deliciosos e infatigables, sus libretos de canciones eran conocidos por toda Europa y parte de América, y su presencia a bordo, tan dichosa para Arledge que ya la saboreaba de antemano, daba a la travesía un toque de amenidad y agudeza que la hacía aún más prometedora. Confiaba Arledge, además, en que una vez puestos los pies en el barco, podría instalarse confortablemente en un camarote, recobrar su natural y pacífico ritmo de vida y dedicarse a pasear por cubierta con sus mejores galas siempre y cuando el cielo y el vaivén del velero lo aconsejaran. Todo esto hizo que su paciencia, inquebrantable y duradera por lo general, empezara a agotarse. Durante la espera se vio forzado a mantener contacto con personas que no eran de su agrado, a contestar numerosas cartas de editores alemanes, polacos, españoles e italianos que al saber de su participación en la aventura le escribían con el fin de contratar los derechos de traducción sobre la novela que, como era de esperar, escribiría a su regreso; tuvo que hacer un enojoso recorrido en tren para despedirse de sus padres, y otro, en un pequeño buque de vapor, para hacer lo propio con su hermana; y durante cinco días no pudo salir de su casa, ocupado en ordenar y archivar sus papeles, esparcidos sin concierto por mesas, cajones, carpetas y secretaires.

Huelga decir que Arledge no tuvo nada que a ver con los preparativos y la organización del viaje: para eso estaban los expertos y Arledge se limitó a escuchar, de vez en cuando, las quejas de Kerrigan, que se desahogaba con él cuando las dificultades que iban sucediéndose parecían insuperables. Gracias a él supo que el gobierno inglés, a través de una empresa privada, había aportado una considerable cantidad de dinero, y que casas de tejidos, pieles, jabones, calzados, patines, bujías, raquetas, alimentos, fósforos, bebidas alcohólicas y un sinfín de artículos más habían ofrecido sus productos completamente gratis, con lo cual los gastos de los expedicionarios se reducían sensiblemente. Supo también que Kerrigan había tenido grandes problemas para encontrar tres docenas de poneys de Manchuria, bestias que se le antojaron, en el momento, un tanto inadecuadas para sus propósitos; y durante aquellos días estaba tan harto de preámbulos y tan deseoso de emprender la marcha que se abstuvo de preguntar cuál era su finalidad. Recibió la desagradable visita de un sastre, petulante y ambicioso, encargado de confeccionar los fuertes ropajes que habrían de utilizar al llegar a las zonas frías, y la de un zapatero, cordial en exceso, que le calzó con gran destreza y sin previo aviso, sin que Arledge pudiera impedirlo, varios pares de botas casi informes por su extremada sencillez y su desmedido grosor, tras de lo cual, sin ningún motivo aparente que lo justificara, pues todas ellas, a pesar (o quizá por ello) de los defectos reseñados, eran igualmente cómodas y cálidas, apartó dos pares de color hueso y decidió adjudicárselos. Desfilaron por su casa, asimismo, un médico, que lo sometió a un severo reconocimiento; diversos funcionarios del gobierno que trataron de cobrarle impuestos especiales sin resultado alguno a pesar del admirable despliegue que de términos burocráticos y amenazas hicieron; un empleado de Franchard cuyo objetivo era lograr un seguro de vida de elevado presupuesto; su banquero; su notario, que, alarmado por su partida, insinuó la conveniencia de dejar hecho testamento antes de que se embarcara en tan arriesgada aventura, y un largo etcétera de personajes más, como Arledge los llamaba: viles estafadores y advenedizos protegidos por las leyes, a los que primero escuchó con indiferencia y más tarde despachó sin contemplaciones y con no muy buenos modales.

Pero no todo fue malestar: durante aquellos dos meses y medio Arledge gozó de la compañía de Kerrigan con más frecuencia de la acostumbrada. Poco sabía de él, pero su conversación, y más aún los relatos con que le obsequiaba, expuestos siempre de la manera más abstracta que pueda concebirse y sin localizar nunca ni en el tiempo ni en el espacio, representaban para Arledge un libro interminable de aventuras y peligros que hacía revivir con toda intensidad las emociones suscitadas por sus lecturas de infancia; y la imaginación de Arledge, a falta de datos concretos que le permitieran situar sus andanzas en algún punto determinado del globo, le presentaba la audaz figura de Kerrigan en los más variados escenarios o atuendos; tan pronto lo veía con una gorra blanca de capitán surcando los mares de China como vistiendo un uniforme gris en Vicksburg, burlando a los aduaneros de Liverpool o junto a los anarquistas de la Mano Negra, en medio de los desiertos árabes o vagando por los muelles de cualquier ciudad portuaria del mundo, cicerone en Florencia en compañía de bellas damas, como único superviviente de la voladura del Maine o con Gordon Bajá en el Sudán. De él sólo sabía cuatro cosas seguras: que era americano, que en su primera juventud había trabajado como piloto de un barco de vapor en el río Mississippi, que en una ocasión había sido protagonista de una apasionada historia de amor -aunque por desgracia desconocía los pormenores, trágicos sin duda-, y que había descubierto una isla en el Pacífico de cuya existencia sólo Kerrigan sabía y que guardaba algo muy querido para él, motivo de extraños viajes y largas ausencias. Aquello era todo lo que las disimuladas y corteses indagaciones de Arledge habían podido averiguar: su familia, su pasado, sus ocupaciones, y por encima de todo, el origen de su fortuna, necesariamente inmensa, que le permitía vivir con holgura sin tener que hacer nada en absoluto, todo ello era un misterio por desvelar. Su inglés, muy maleado seguramente por los constantes viajes, conservaba aún, sin embargo, un acento que delataba su elevada procedencia social, y su conversación, siempre ágil e ingeniosa, revelaba unos conocimientos difíciles de adquirir entre océanos, desiertos, batallas y conspiraciones. Aunque el blanco y el amarillo se confundían en su cabello y en su frondoso bigote, no debía de rebasar los cincuenta años, y su figura, todavía esbelta y erguida, hacía pensar en menos. Su manera de vestir, llamativa en exceso, denotaba cierta falta de buen gusto y sus incondicionales botas altas hacían demasiado ruido al andar, pero lo que a ademanes y a costumbres se refiere era un perfecto caballero sin tacha. Su popularidad en París, ciudad en la que residía desde 1899, era enorme, y su presencia, requerida en las grandes ocasiones, hacía las delicias de insoportables damas entradas en años que, como Mme D' Almeida, alimentaban sin tregua su vanidad y ponían en peligro su vida, merced a sus indiscretos comentarios, con más frecuencia de la deseada.

Kerrigan, sin embargo, no se llevaba muy bien con la mayoría de los ilustres expedicionarios franceses; él gozaba de sus simpatías pero ellos no de la suya. Solía tratarlos con una reservada tolerancia que a veces rayaba en un soterrado desprecio que se manifestaba mediante un repentino laconismo que los demás tomaban por excentricidad, cuando más bien respondía -eso al menos intuía Arledge- a un estado de tremenda desilusión y tristeza. En tales momentos nada podía hacerle recuperar su amplia sonrisa; buscaba un sillón y permanecía allí durante largo rato, casi acurrucado, meditativo; su mirada despedía insatisfacción por todo lo que había a su alrededor. Estos mutismos, que por lo general iban seguidos de una de sus súbitas partidas hacia tierras bañadas por el mar, eran escasos, pero en los meses que precedieron a su visita matinal a la rue Buffault se habían hecho más frecuentes, suceso tal vez motivado por un artículo sobre los americanos instalados en Europa que había aparecido poco antes, bajo pseudónimo, en una revista británica y en el que le eran dedicadas unas frases descorteses («…envejecido hombre de acción, intenta que la atención recaiga sobre su persona mediante la explotación de pequeñas incógnitas que rodean a su vida, cuando su imagen, tras cinco años de sosegada y confortable estancia en París, se ha convertido en la de un potentado en conservador de la sociedad de medianoche, falto de ambiciones y enemigo del riesgo…»), y por ello, dejando de lado la natural excitación que su plan, una vez aceptado, despertó en Arledge, éste no pudo dejar de sentir una inmensa alegría al contemplarle de nuevo lleno de vitalidad y entusiasmo, derrochando energías, los ojos brillantes. Este desdén por el resto de los viajeros llevó a Kerrigan a confiar al escritor inglés afincado en Francia los problemas con que se iba topando a medida que el tiempo avanzaba y la fecha señalada se aproximaba; y aunque Arledge no podía ayudarle a resolverlos, le ofrecía la oportunidad de retroceder en el pasado y de regresar a los paisajes en que había transcurrido su juventud, con lo que su momentáneos abatimientos encontraban un rápido fin. La distante amistad de Arledge y Kerrigan se intensificó y se hizo más cordial durante aquella temporada, sin que ello significara que los extremos siempre molestos que invitan a la confianza fueran alcanzados.

A esta serie de inconvenientes e incentivos (todos ellos de idéntica consecuencia: avivar el deseo de partir) se añadió, entre los segundos, uno que, enriquecido por una mala costumbre, llegó a arrebatarle el sueño a Arledge más de una noche. La curiosidad, pues de ella se trataba, fue en Victor Arledge, desde niño, más que una característica, un método, y entre sus futuros compañeros de viaje había un personaje que llamaba su atención en este sentido con más fuerza de lo normal. Era un expedicionario inglés, residente en Londres, llamado Hugh Everett Bayham, pianista joven y prometedor, hijo de un acomodado terrateniente, asiduo de la vida nocturna londinense, casado con la conocida actriz Margaret Holloway. Pero no eran estos datos, vulgares y carentes de atractivo, los que hacían que los oídos de Arledge se agudizaran cada vez que aquel nombre era mencionado en su presencia. Poco antes de que Kerrigan concibiera la realización de aquella travesía, Arledge había recibido una larga carta de Esmond Handl -solían escribirse aproximadamente cada dos meses- en la que le hablaba de Bayham y de un extraño suceso que había tenido lugar en torno a él. Cuando Arledge tuvo noticia de ello sintió impulsos de trasladarse a Londres y, por medio de Handl, ponerse en contacto con Bayham, tal era el misterio que rodeaba a su persona; pero la pereza, tan arraigada en él como la curiosidad si no más, le disuadió, y aquel asunto cayó en el olvido; mas no por mucho tiempo: una semana después de haber firmado la tarjeta que decidía su participación en la aventura del Tallahassee Kerrigan le anunció que cuatro músicos ingleses habían dado su conformidad para ser parte integrante de la expedición. Y uno de ellos era Hugh Everett Bayham. Desde entonces, espoleado por la perspectiva de un encuentro con él, el interés de Arledge no sólo volvió a aparecer sino que se fue incrementando a medida que los días se sucedían. La carta de Handl fue rescatada de entre sus gigantescas pilas de correspondencia, ocupó un lugar privilegiado en su mesa de trabajo y fue releída con regularidad.


"Mi querido amigo:

Por una vez voy a poder omitir las noticias consabidas y monocordes con que acerca de nuestras actividades y progresos te suelo atosigar. En esta ocasión tengo algo mucho más interesante que contar y estoy seguro de que el relato que voy a ofrecerte será de tu agrado; ello permite que por adelantado goce de tu agradecimiento. Sin embargo, antes de nada, y para que esta carta no resulte demasiado extraña a tus ojos, te diré que Clara se encuentra en perfecto estado de salud después de una ligera afección pulmonar que la retuvo en cama: durante diez días y que todo marcha muy bien entre nosotros, que Adiós, querida Bárbara cosecha éxitos diarios de público y de crítica, que, Margaret Holloway ha accedido a pasarse por una vez a la comedia e interpretar el papel principal de nuestra próxima obra al lado de Roger Gaylord, y que te deseo gloria y vítores en el teatro Antoine. Y una vez demostrado que soy yo y no un impostor el que escribe, pasaré a narrarte las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham, buen amigo -si bien reciente-, músico de indudable talento, hombre de gran imaginación -aunque no desmesurada-, figura continental del momento, de quien, como recordarás, ya te hablé en mi última carta con motivo de nuestra presentación.

Pues bien; Bayham gusta de dar largos paseos nocturnos, a solas, por las calles de nuestra ciudad; y esta afición se convierte en hábito cuando su velada ha consistido en una de sus algo teatrales, un tanto aparatosas y sin duda agotadoras actuaciones. Hace un par de semanas, después de un apoteósico concierto (Brahms y Clementi) y de los naturales agasajos que lo sucedieron, Bayham, como ya va siendo costumbre, se despidió de todos a las puertas del salón de conciertos, montó en un coche con su esposa y, tras dejarla en casa, se dispuso a dar su obligado paseo. Poco podíamos imaginar entonces que durante los cuatro días siguientes habríamos de emplear todas nuestras fuerzas (dignas de otra clase de actividades, menos inquietantes y más reposadas) en hallar su paradero. En efecto, Margaret Holloway se despertó sola en el lecho aquella mañana, y desde aquel instante ninguno de sus conocidos pudimos vivir tranquilos. Margaret nos obligó a dar una batida por calles, establecimientos públicos y hogares privados (omitiré mis pesquisas, llenas de infortunios y de embarazosas situaciones en las que una persona como yo nunca debería encontrarse), y al segundo se avisó a la policía, la cual, con más experiencia en esta clase de asuntos y con mejores medios que nosotros, obtuvo idéntico resultado.

Finalizaba el cuarto día con Margaret presa de un lamentable ataque de histeria cuando Bayham se presentó en mi casa (allí se encontraba su esposa, sollozando) limpio, fresco e impecablemente vestido. Sonrió cuando yo le abrí la puerta, estrechó mi mano mientras me preguntaba a qué se debía el cansancio que denotaba mi rostro, pasó al salón, abrazó con cariño pero sin calor a Margaret y, una vez que todos nos hubimos sentado ante sus ruegos y mientras él saboreaba un cigarro que había sacado de su chaqueta, empezó a hablar de la siguiente manera:

'Supongo, mis queridos amigos, a juzgar por el cuadro que acabo de contemplar al entrar en esta casa, que tendré que dar una explicación detallada de lo sucedido; y dado que mi figura, si no popular, sí es conocida, me alegro de que esta primera versión de los hechos que naturalmente le dedico a mi esposa, tenga también otros oyentes. Quizá, de esta forma, me ahorre más de una repetición del relato, el cual, no me cabe la menor duda, interesará vivamente a nuestras amistades, que tanto se han preocupado por mí durante mi ausencia y que por ello mismo, me temo, exigirán una relativa satisfacción; por este motivo, y sin que esté en mi animo causarles la menor molestia, les guardaré eterno agradecimiento si nos eximen a Margaret y a mí, todavía excitados y nerviosos por los acontecimientos, de esta obligación que, pese a su indiscutible encanto, puede llegar a resultar, al cabo del tiempo, sumamente aburrida.'

– Por favor, Hugh, basta de preámbulos -dijo Margaret.

Hugh la miró con frialdad y contestó: -Ya has visto otras veces, querida, a lo que nos ha llevado tu mal carácter. Déjame seguir como yo lo juzgue conveniente -y, como si el incidente no hubiera existido, prosiguió:

'No es sencillo hacer una exposición clara y completa de lo sucedido durante estos cuatro días puesto que ni yo mismo lo sé con certeza; sin embargo, con las oportunas reservas (que no atañen a la historia en sí, sino al vocabulario empleado por uno de los comparsas y a algunos pasajes que me veré obligado a suavizar en atención a las señoras), lo intentaré.

Todo empezó cuando aún no había dado quinientos pasos desde la puerta de mi casa y el aire aún no había tenido tiempo de disipar, el olor a tabaco de mi traje. Yo no me había dado cuenta de que un coche tirado por dos caballos me seguía a unos metros por la calzada hasta que, al pararme para mirar un escaparate, oí que se detenía a mi lado, que una portezuela se abría y una voz dijo: -¿El señor Hugh Everett Bayham, por favor?

No es del todo infrecuente que algún entusiasta de la música me reconozca por la calle y me salude, por lo que me volví en absoluto sorprendido, esperando encontrarme con uno de ellos o bien con algún conocido, pero la pésima iluminación de la calle y el color oscuro de la tapicería del carruaje sólo me permitieron adivinar un elegante traje de caballero y unos rasgos finos y correctos.

– En efecto -respondí-. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

– Señor Bayham -contestó el caballero-, como tal vez habrá notado, vengo siguiéndole desde hace un rato sin atreverme a abordarle, tan…

– Vamos, vamos -le interrumpí-. No había advertido nada. ¿Qué se le ofrece?

– Verá, señor Bayham, no son éstos momentos ni lugar para presentaciones. La urgencia y la gravedad del asunto que me obliga a dirigirme a usted de manera tan poco ortodoxa lo impiden. Le ruego, no obstante, que suba a mi coche sin perder un segundo, donde estaremos más cómodos y más dispuestos a entablar conversación. Por favor.

En menos de quince segundos todo un proceso de comparación pasó por mi mente; si subía al coche corría el riesgo de arrepentirme más tarde; si no lo hacía, tal riesgo no existía: me arrepentiría sin duda. Me dispuse a entrar. El caballero me ofreció su mano como apoyo, y al tocarla, a pesar del guante que la cubría, tuve la impresión de estrujar algo blando y frío que se dispersaba entre mis dedos como gelatina. El contacto de las manos fue breve y anecdótico y no le di mayor importancia. Me acomodé junto al caballero, cuyo rostro ahora podía discernir con claridad (el pelo canoso, la frente despejada, los ojos grises, las cejas arqueadas, la nariz recta) y dije:


– ¿Y bien?

Pero no obtuve respuesta. En aquel momento el caballero dio una rápida orden al cochero, éste se la transmitió a los caballos por medio del látigo, y las dos bestias se pusieron en marcha, a galope tendido. Entonces me fijé en que no eran animales de tiro ni los percherones que estamos acostumbrados a ver por la ciudad, sino verdaderos caballos de carreras. Iban a gran velocidad por las calles ya desiertas, y el traqueteo me arrojaba una y otra vez contra el caballero, asimismo zarandeado por el movimiento, y contra las paredes del carruaje, impidiéndome proferir queja o protesta alguna, tan ocupado estaba en no perder definitivamente el equilibrio. La carrera duró unos diez minutos y por fin noté que los caballos aminoraban su marcha y pude ver que nos acercábamos a Victoria Station. El coche se detuvo y entonces, sin que tuviera tiempo para reponerme del ajetreado viaje ni para mostrar mi indignación ante tales procedimientos, dos hombres me sacaron de él y me llevaron prácticamente en volandas hasta un andén. Un tren estaba ya en marcha. Corrieron junto a él y me empujaron a su interior; pude ver cómo el caballero corría detrás de nosotros y subía también, con grandes dificultades. Me arrastraron con idéntica precipitación hasta un compartimento vacío que cerraron con pestillo y me arrojaron de mala manera contra uno de los asientos. El caballero (quizá ya no deba llamarle así) se sentó frente a mí y los dos hombres me flanquearon. Uno de ellos, entonces, empezó a insultarme con un cerrado acento escocés que difícilmente me permitía comprender sus palabras, y a acusarme de oportunista. Su lenguaje era intolerable y su voz, que más tarde me perseguiría como una pesadilla que se repite durante varias noches seguidas, chillona y graznadora. Pareció calmarse al cabo de cuatro o cinco minutos y calló. Por primera vez el silencio reinó en el compartimento y yo, dicha sea toda la verdad, no me atreví a aprovecharlo. No me habían amenazado con armas ni me habían coaccionado con palabras, pero el eficaz salvajismo con que el secuestro (creo que puedo llamarlo así, a pesar de todo) se había llevado a cabo, la gran seguridad de no equivocarse y de tener razón en sus afirmaciones de la que todos hacían gala y la evidente violencia de sus actitudes me aterraban hasta límites insospechados. Sólo cuando hubieron transcurrido más de diez minutos, y en vista de que ninguno de los tres hombres parecía dispuesto a darme una explicación, o por lo menos a darme instrucciones, me atreví a hablar, tímidamente:

– ¿Qué significa esto, señores? Debe de haber algún error…

– ¡Silencio! -gritó el caballero, al mismo, tiempo que el hombre que me había insultado me golpeaba en un costado con un objeto duro y punzante que no pude ver.

– Pero díganme al menos por qué -volví a intentarlo.

Esta vez fue el caballero quien me dio una bofetada. Como podrán imaginar, dado que conocen de sobra mi carácter indolente, amigo de la sutileza, cualquier tipo de violencia me causa pavor, y más aún el daño físico. Ello hizo que mi muy teórico y quebrantado valor acabara de esfumarse a la vista de tal incidente. Opté, pues, por no volver a hablar a menos que se me preguntara y por esperar al desarrollo de los acontecimientos. El haber tomado una decisión proporcionó cierto desahogo a mi maltratado cuerpo y algún descanso, ya que no lucidez, a mi confundida mente. Quizá les parezca extraño que el sueño pudiera vencerme en una situación tan apurada como la mía en aquellos momentos, pero así fue; tengan en cuenta que sólo dos horas antes había estado interpretando a Brahms y que el cansancio, a veces, está más allá de los temores y las tensiones. No pensé, siquiera, en la posibilidad de salvación que suponía un cobrador o un inspector que tarde o temprano tendría que aparecer. Y tampoco medité sobre las diversas clases de secuestros conocidas. Mis asaltantes habían bajado la cortina de la ventanilla y no tenía ni el consuelo de distraerme mirando el paisaje nocturno. Cuando mis ojos se cerraron ya había aceptado los hechos; no los comprendía ni los aprobaba, pero sí los aceptaba, e incluso me atrevería a decir que aún no me arrepentía de haber subido al coche. Creo que ahora tampoco me arrepiento. Todas estas ideas eran muy vagas y fugaces: desfilaban por mi cabeza sin hacer alto y yo tampoco hacía esfuerzos por retenerlas.

Cuando me desperté ya era de mañana y había un fuerte olor a brezos. Miré por la ventanilla, descubierta, y vi un paisaje rural, verde y gris, puede que escocés. Recobré, dentro de lo que cabe, mi sentido del humor, y dije a mis acompañantes:

– Buenos días, caballeros.

Ninguno de ellos, que ya estaban -o quizá todavía seguían- despiertos, me contestó, así que me dediqué a observarlos con detenimiento: el caballero, cuyo rostro ya había podido escrutar levemente antes del engaño, parecía un hombre educado, y su mirada, aunque muy fría y un poco repugnante, era inteligente. Los otros dos, que llevaban gorras caladas y gabardinas blancas, eran tan vulgares que lo más probable es que no los reconociera si los volviera a ver.

Transcurrió más de una hora sin que el tren hiciera paradas y empecé a temer que aquel viaje resultase interminable. La fila de vagones bordeaba una costa desconocida para mí cuando de repente se detuvo ante una estación de pueblo, modesta y anodina, carente de letreros que indicaran en qué lugar nos encontrábamos. La parada duró unos minutos y cuando el tren se puso de nuevo en marcha los tres hombres se levantaron, me cogieron por los brazos y apresuradamente -cómo no-descendimos de un salto. Mientras el tren ya se alejaba atravesamos aquella destartalada estación con la misma rapidez que habíamos empleado en Victoria Station y nos instalamos en una desvencijada diligencia que nos aguardaba fuera (el caballero, el hombre que me había insultado y yo en el interior; el otro en el pescante, junto al cochero). Fue entonces cuando me pusieron una venda negra sobre los ojos, a pesar de mis reiteradas protestas, ya que si algo valía la pena de aquella aventura, ello era el paisaje, muy hermoso en verdad. Noté que pasábamos por una aldea muy breve para luego seguir por caminos pedregosos y estrechos; más tarde, las ruedas de la diligencia se deslizaron por arena de playa, y el mar, sin duda, estaba muy cerca, tan cerca que el barro sustituyó a la arena y la marcha se hizo dificultosa. Aquí terminó mi viaje. Me hicieron descender y, siempre empujado por los dos esbirros del caballero, entré en una casa precedida por dos escalones y un porche. Dentro había un exquisito olor a perfume floral y yo pisaba sobre alfombra. Aquellas fueron mis dos últimas sensaciones claras y totalmente reales. De pronto sentí que me golpeaban en la nuca y supongo que perdí el conocimiento. Y aquí, querida Margaret, queridos amigos, comienza una parte del relato cuyo contenido, prácticamente, ignoro por completo. No puedo dar detalles acerca de lo que sigue, pues desde el instante en que desperté perdí todo sentido del tiempo y no lo he vuelto a recobrar hasta que, hace una hora, compré un periódico y comprobé que sólo habían transcurrido cuatro días desde que acepté la invitación del caballero del coche. Los tres últimos han sido excesivamente confusos como para dar una explicación coherente y cronológicamente ordenada de lo que sucedió. Sólo puedo hablarles de las sensaciones que me invadieron, de las escenas que se repetían y de la mujer que me sedujo.

Vivía yo en un salón lleno de libros y de anticuados muebles rurales dispuestos con excelente gusto, en un segundo piso de una casa de campo cuya fachada nunca pude ver y que, efectivamente, estaba junto al mar. Aunque pasé largas horas allí, no podría describirlo con exactitud, ni tampoco- a pesar de que recuerdo que leía de vez en cuando- citar las obras que se apiñaban en las estanterías. Creo que dormía con frecuencia, lo cual explica en parte mi creencia de que permanecí encerrado durante meses en aquel amplio y espacioso cuarto. A veces entraba el hombre que me había insultado en el tren portando una bandeja con leche o cerveza, pan y carne, sopa o verduras, que depositaba sobre una mesa, y aprovechaba su visita para darme puñetazos en los brazos y ejercer su irrepetible lenguaje en una jerga, para mi desgracia, no del todo incomprensible. En más de una ocasión escuché voces femeninas que, alegres o divertidas, bromeaban entre sí. Sin duda, la casa estaba habitada por tres o cuatro mujeres además del caballero, y todas, menos una tal vez, eran muy jóvenes. Aunque nunca pude captar las palabras que pronunciaban -siempre procedentes del piso inferior- sé, por el tono de las voces, por los agradables murmullos que llegaban hasta mí y por la cadencia de los diálogos, que se trataba de una madre y varias hijas, dos o tres, no lo sé con certeza. Una de ellas tocaba el piano casi constantemente, y tanto su repertorio como su estilo eran impecables y magistrales. La música penetraba en mi habitación a través del suelo y las ventanas, y aunque yo me asomé muchas veces para tratar de ver algo del cuarto que había bajo mi salón, nunca pude discernir más que -arriesgándome no sólo a caer sino también a que uno de los dos hombres del tren, que vigilaba permanentemente mis ventanas desde el exterior de la mansión, me descubriera-la parte derecha de un teclado -el piano, necesariamente, tenía que estar pegado a la pared- y, de vez en cuando, la mano derecha de la joven que lo tocaba desplazándose con suavidad hasta aquellas teclas, las más agudas. También pasaba largos ratos con el oído sobre el entarimado, tratando de descifrar las palabras de las mujeres, con escaso éxito. Sólo cuando la joven intérprete empezaba a tocar una nueva pieza, yo, al re conocerla, comprendía que una de las palabras que previamente había escuchado respondía al nombre del autor de dicha pieza. El ambiente que de manera difusa envolvía a aquellos breves conciertos era el de una lección familiar de piano. Quiero decir que la joven era seguramente una estudiante de música muy aventajada, quizá demasiado, y que el resto de la familia -la madre, las hermanas, raramente el padre, cuya voz yo identificaba con la del caballero- gustaba de asistir, embelesada, a las prácticas virtuosas de aquélla. Yo me distraía ejercitando mis dedos sobre una mesa con las obras que ella interpretaba, y en más de una ocasión deseé fervientemente poder salir de aquel salón, bajar y sustituir mi mesa por el piano de la joven, o más aún, poder tocar aquellas piezas de su elección en su compañía, a cuatro manos. Ahora ya no recuerdo cuáles eran exactamente, pero sí que eran muy conocidas en su mayoría. Sólo tengo presente una ocasión, en la que todo fue distinto. Mi guardián subió a mi habitación y cerró las contraventanas de manera que yo, desde dentro, no pudiera abrirlas. Yo estaba tendido sobre el lecho y le dejé hacer, débil como estaba, preguntándome a qué se debería la novedad. Poco después empezaron a llegar hasta mis oídos murmullos más numerosos de lo habitual, como si abajo hubiera una concurrencia expectante. De pronto se hizo el silencio y sonaron las primeras notas de la sonata en re menor para piano y violín de Schumann. Todo ello delataba un recital. Creo que esto sucedió el segundo día de mi encierro, pero, debo insistir en ello, no podría asegurarlo. El violín, pensé, debía de ser tocado por alguno de los invitados -cuya llegada, ahora era evidente, se me había prohibido ver- o por el caballero, que tal vez sólo practicaba en las grandes conmemoraciones. Cuando acabaron hubo una pausa y pude oír el tintineo de vasos y las toses características de los entreactos y, poco después, el piano de la joven y el violín de su padre interpretando la sonata a Kreutzer. Mi asombro fue mayúsculo, sobre todo al comprobar que aquellos aficionados se podían codear con los más prestigiosos profesionales, y no tuve más remedio que admirarlos. Fue entonces cuando me pregunté si mi secuestro no se debería a los celos de la competencia o al excesivo entusiasmo de algún amante de la música que más tarde -puesto que estoy aquí- habría de arrepentirse de su bárbara acción. Me temo que jamás llegaré a saberlo. Todos estos recuerdos son borrosos y alucinantes, lo cual me lleva a suponer que me hacían ingerir algún narcótico o droga con la leche, o, quién sabe, tal vez me la inyectaban mientras dormía. A pesar de todo, mi estancia allí, desde luego, fue monótona; nadie más que aquel hombre que me golpeaba me visitó, hasta el último día, es decir, ayer, por la mañana -o al menos esa es la impresión que tengo, ya que, aparte de las sonatas para violín y piano, es lo único que viene a mi memoria con nitidez y proximidad-. Creo que estaba leyendo una aburrida novela de Thackeray y escuchando una bonita pieza para piano que sin duda era composición de la joven cuando la puerta se abrió y una muchacha de unos quince años entró y se acercó a mí. Sus ojos azules despedían dulzura e inteligencia, su largo cabello negro caía por sus hombros desnudos y enmarcaba un pálido rostro de pómulos pronunciados y delicados rasgos. No recuerdo que dijera nada, ni tampoco lo que sucedió después de que acariciara mis labios con los suyos por primera vez. Es fácil imaginarlo, sin embargo, y perdonen, señoras, la crudeza de la narración. No es mi intención ofender, y no creo que, de hecho, lo esté haciendo, pues es evidente que mi estado no tenía nada que ver conmigo ni con mis verdaderos sentimientos, dando por descontado (y tal vez no debería hacerlo) que lo que relato fue real y no un producto de mis fantasías. He de confesar, no obstante, que, fuera en un sueño o en una casa junto al mar de Escocia, yo no opuse ninguna resistencia. La joven partió y yo dormí largo tiempo, acompañado por las hermosas notas del piano que tocaba su hermana.

Esta mañana me desperté en Maidstone, sobre la hierba de un parque, con dinero suficiente para regresar a Londres. Pueden creerme o no, sé que mi historia es harto inverosímil y no muy digna de atención, pero les doy mi palabra de honor de que es así como la recuerdo. Aquí está mi billete desde Maidstone, y mis ropas se encuentran en mi casa, sin lavar, desgastadas y llenas de guijarros y de arena de playa; mis hombros están amoratados y mi nuca presenta un ligero abultamiento; mañana iré a hacerme un reconocimiento médico a fin de comprobar si en efecto he sido drogado, y ya he avisado a la policía para que efectúe las indagaciones pertinentes. Por lo demás me encuentro perfectamente y presumo que todo ha sido un error de mis secuestradores, quienes, al advertir su equivocación, me dejaron en libertad. Todo ha pasado y desearía que no se volviera a hablar de ello en mi presencia. Seamos serios y yo trataré de que, por mi parte, los hechos acaecidos durante estos cuatro días sólo permanezcan, imborrables pero inofensivos, en mi memoria. Gracias por escucharme, queridos Esmond y Clara.'

Al día siguiente un médico comprobó las suposiciones de Hugh Everett Bayham. La policía continúa investigando sin ningún resultado positivo, y todo el mundo, salvando el episodio de la hermosa adolescente, cree en la veracidad de la aventura y la comenta con entusiasmo. Y con ellos -es bien patente-, yo, que me honro en tener la exclusiva de la versión directa. Sólo he visto a Margaret y a Bayham en una ocasión desde entonces, a la salida de un teatro, y si bien estaban un poco más graves o menos joviales que de costumbre, parecían haber olvidado lo ocurrido.

Y bien, eso es todo por hoy, querido Víctor. Espero tus noticias, y desde luego, si hay alguna novedad referente a este asunto, te lo comunicaré inmediatamente, Saludos de Clara y los mejores deseos de tu amigo

Esmond Handl"


No hubo novedades. También Arledge, como Handl y sus amigos, pensaba que parte de aquella fantástica historia era mentira, pero no se sentía inclinado, como ellos, a dudar de la existencia de la joven. Las palabras que Handl ponía en boca de Bayham eran, con toda seguridad, exactas, pues Esmond era un hombre capaz de recitar de memoria, con haberlo oído tan sólo una vez, el papel de uno de los personajes de cualquier obra de teatro. Y era precisamente el tono empleado por el pianista lo que llamaba la atención de Arledge; su impertinente desenfado del comienzo, su repentino alto en la narración para anunciar la nebulosidad que envolvía a lo que iba a seguir, su súbita seriedad al contar la aparición de la muchacha, sus denodados esfuerzos por mostrar pruebas que garantizaran la autenticidad de los hechos, y aquel trato hosco y frío que había dispensado a su mujer tras cuatro días de angustiosa separación, todo ello le hacía pensar que la media semana que Hugh Everett Bayham había pasado fuera de Londres le había afectado -en uno u otro sentido- más de lo que a primera vista parecía, y fomentaba sus ya de por sí muy lógicos deseos de conocerle, que, unidos a otros más ocultos y animosos, convertían su viaje en una verdadera obsesión.

Arledge no había querido saber cuánto iba a el durar la travesía con exactitud, temeroso de que a la respuesta a esta pregunta pudiera disuadirle de participar en la aventurada empresa en el último instante, pero llegó un momento, aproximadamente diez días antes de iniciar la marcha, en que tuvo la ocasión de comprobar que las bellas imágenes con que Kerrigan le había tentado y convencido aquella mañana en la rue Buffault habían pasado a segundo término, e incluso era posible que hubieran desaparecido de su mente. Bajo ninguna circunstancia pensaba en el Tallahassee como un barco que iba a ser su lugar de residencia durante mucho tiempo, ni en la expedición como lo que -dejando de lado el improcedente crucero previo- en realidad era: un vanidoso intento de adentrarse en la Antártida más de lo que lo habían hecho Bruce, Larsen, Scott y Nordenskjöld; y mientras el resto de los expedicionarios dedicaba la mayor parte de su tiempo a informarse acerca de los anteriores viajes realizados al polo sur y a aprender cosas tan útiles como qué hay que hacer si el suelo se resquebraja y alguien queda a merced del agua helada, Arledge no se preocupó por estas cuestiones más de lo que lo hizo -desde que supo que habría de conocer a Hugh Everett Bayham en Marsella- por borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre. Y así, cuando diez días antes recibió la visita de un Kerrigan apesadumbrado en demasía por la noticia de que uno de los más populares expedicionarios ingleses había anulado su tarjeta de embarque, tuvo la ocasión de comprobar, mientras preguntaba intentando guardar la calma de quién se trataba, que el único motivo que le impulsaba ya a tomar parte en la aventura era el frenético deseo de saber qué le había sucedido realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia. La respuesta de Kerrigan, sin embargo, no sólo le tranquilizó a este respecto sino que le proporcionó una información que venía a confirmar el turbio carácter que el secuestro del pianista inglés tenía: Margaret Holloway se había separado de su marido y, por tanto, renunciaba a la travesía.


El día que zarpó el Tallahassee -velero con casco metálico, tres mástiles y máquina de vapor, clasificado por el Lloyd's Register of Shipping como buque mixto, propiedad de la Cunard White Star, construido por Newport News Shipbuilding and Dry Dock Company (Estados Unidos), cuya matrícula fue cambiada en Liverpool al ser comprado y abanderado por Gran Bretaña en 1896 (aunque conservándose como identificación el nombre de la ciudad que lo bautizó), con una velocidad de 11,5 nudos, con capacidad para setenta pasajeros, y al mando del capitán de navío Eustace Seebohm, inglés, y del primer oficial J D Kerrigan, americano- hubo un gran alboroto en el puerto de Marsella. Globos, confetti y serpentinas invadieron el navío y sembraron de color las aguas cercanas. Todos los expedicionarios, según se iban embarcando, fueron vitoreados. Finalmente, a las diez de la mañana, después de las ceremonias obligadas, el velero se alejó de la costa llevando a bordo cuarenta y dos pasajeros de categoría, quince hombres de ciencia, y una inevitable, furibunda, maldiciente tripulación.

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