LIBRO SÉPTIMO

La travesía del horizonte había terminado y el señor Holden Branshaw, con un golpe seco y sonoro, cerró el libro y, sin decir una sola palabra, se levantó del mullido sillón que durante casi tres horas había ocupado, se acercó a uno de los estantes que estaban a su espalda y colocó el ejemplar cuidadosamente junto a un tomo muy bien editado de obras de George Du Maurier. Después se sirvió un vaso de vino italiano, me ofreció a mí, y ante mi negativa en provecho de uno de mis cigarrillos turcos de importación, volvió a sentarse con un suspiro de fatiga y bebió un poco de vino. Al darse cuenta de que yo estaba hurgando en mis bolsillos en busca de fósforos se apresuró a sacar un mechero y darme fuego solícitamente. Entonces fui yo quien me levanté y, mientras daba algunas bocanadas de humo, paseé por la habitación curioseando algunos raros volúmenes de su colección y tocando algunas piezas de cerámica que había sobre la repisa de la chimenea. Parecía como si ninguno de los dos nos atreviéramos a hablar; es decir -puesto que ya Branshaw me había preguntado si deseaba vino o alguna otra bebida y yo había denegado, a mi vez, su ofrecimiento con una frase-, a hacer la menor referencia a la obra cuya lectura acababa de finalizar. Branshaw, tal vez porque era un hombre ordenado simplemente o porque había pensado que el manuscrito llevaba ya demasiado tiempo fuera de su sitio, se había dado mucha prisa en guardar el libro en el lugar que le correspondía y con ello había hecho desaparecer de escena el obligado objeto de nuestros comentarios; y aunque mi mirada se desviaba insistentemente hacia el estante que albergaba las obras ilustradas de George Du Maurier como si me sintiera incómodo por haber perdido de vista la novela del amigo del señor Branshaw, tenía la impresión de que mi lengua se negaría a hacer ninguna alusión a ésta a menos que el ejemplar volviera a formar parte de la figura de Branshaw. Con esta intención, por fin, me atreví a preguntar si podía verlo, pero mi anfitrión contestó, con una ligera sonrisa, que era ya hora de dejarlo reposar tranquilo y que prefería que no lo hiciera si no me importaba demasiado. Por supuesto, respondí que no tenía ninguna importancia, si bien me molestaron aquellos ridículos escrúpulos de Branshaw para con un simple original y volví a guardar silencio. Me dediqué a observar a Branshaw y pude advertir que, mientras daba pequeños sorbos a su vaso de vino italiano, no aguardaba -como había hecho en otra ocasión, cuando dio por terminada la lectura de la primera parte de La travesía del horizonte- a que yo emitiera una opinión, sino que, sin hacerme ningún caso, estaba ensimismado en la contemplación de la alfombra y tenía en su rostro cierta expresión de desencanto. También parecía estar cansado, pero esto no me llamó la atención -lo achaqué al esfuerzo de haber estado leyendo en voz alta durante varias horas- tanto como su mohín de disgusto y su aparente desinterés por conocer mi veredicto. Aquello me ofendió, y cuando ya me disponía a decir que la novela de su amigo muerto me parecía excelente y que en verdad era una lástima que tan importante autor hubiera desaparecido prematuramente, Holden Branshaw salió de su ensimismamiento y se me anticipó diciendo con un tono casi conmovedor:

– ¿Sabe usted? Acabo de descubrir que la novela de mi amigo no es tan buena como creía.

Aquel comentario me sorprendió y me apresuré a contestar con mi elogiosa opinión, pero Branshaw movió la cabeza de un lado a otro como si con ello estuviera dando a entender que no hacía falta que intentara consolarle con mentiras y dijo:

– Verá: yo había leído y releído esta novela cerca de diez veces en el silencio de mi habitación y siempre me había parecido una pequeña obra maestra que superaba a casi todo lo que hoy en día se escribe. No es que la considerara original o grandiosa, genial o inimitable, pero le profesaba un especial cariño, me interesaba enormemente la historia de Victor Arledge y, dentro de su sobrio estilo, la juzgaba inmejorable. Pero todo esto había sido, como le digo, en el silencio de mi habitación. Aunque siempre, desde la muerte de mi amigo, había pensado que su publicación era necesaria y que su divulgación colocaría a Edward entre los mejores novelistas actuales, no había asociado La travesía del horizonte más que conmigo y con las cuatro paredes de mi despacho, sin calcular el efecto que podría hacer en otras personas, en otros lectores. Sin pensar verdaderamente en ello, estaba convencido de que sólo podrían opinar lo mismo que yo. Pero esta impresión era falsa y ha sido ahora, al leerle a usted la segunda parte del libro, cuando me he dado cuenta de ello. La novela de mi amigo no deja de ser mediocre. Tan sólo revela las pretensiones literarias de un joven entusiasta. Bueno, quizá no deba ser tan duro ahora que probablemente el rencor me domina. Es incluso posible que La travesía del horizonte sea una bastante buena novela, pero ¿qué es eso al lado de lo que yo le tenía destinado? Una tremenda desilusión, téngalo por seguro. No, por favor, no me interrumpa. Lo que le digo es cierto. La novela de mi amigo nunca deberá publicarse y nunca debió tener otro lector u oyente que no fuera yo. Tal vez así no habría perdido su encanto y yo seguiría aguardando indefinidamente, lleno de ilusión, a que algún día viera la luz. Pero no ha sido así y tal vez haya sido preferible de esta manera. ¿Sabe? Durante la segunda parte de la novela constantemente me preguntaba cuál sería su opinión y en más de una ocasión estuve tentado de interrumpirme y preguntársela. Ahora, sin embargo, ya no tengo interés en saberla. Me basta con la opinión que yo, a través de imaginarme cuál sería la suya -es decir, cuál sería la de una persona que nunca hubiera leído la novela, que nunca hubiera conocido a Edward Ellis, que nunca hubiera sabido que Víctor Arledge pasó los últimos años de su vida refugiado en la mansión que un lejano pariente escocés tenía en el campo a causa de una curiosidad decepcionada-, me hice. Y según ésta -según, por tanto, la de una persona que nunca hubiera sabido nada de esto-, la novela deja mucho que desear. Pensará usted que mis razonamientos son arbitrarios, que son infantiles, que carecen de perspectiva y que son producto de un mal momento. Pero no es así. Mi opinión está bien meditada y lo único que temo es que, a medida que pase el tiempo y a través de una meditación aún más serena, distante y objetiva de la que ahora puedo llevar a cabo, esta opinión se vaya haciendo cada vez más rigurosa. Por lo pronto creo que usted tenía razón al decir que el relato era premioso -no importa que ahora ya no lo piense: lo dijo y la idea se afincó en mi mente- y que la señorita Bunnage ha hecho muy bien al no acudir hoy a la cita. Sí, la señorita Bunnage, a pesar de lo que haya podido decir de ella en otras ocasiones, siempre me ha parecido una mujer muy inteligente.

El discurso del señor Branshaw, aunque me interesaba, tenía visos de hacerse cada vez más evocador y de resultar interminable. No comprendía muy bien a qué se debía su repentino descrédito hacia la novela de Edward Ellis -por fin había tenido ocasión de saber el nombre del autor-, sobre todo cuando, en efecto, sus razonamientos me parecían un tanto pueriles y caprichosos. Pero lo que sobre todo me obligó a interrumpirle fue la mención de la señorita Bunnage. La había olvidado por completo, y al oír su nombre y acordarme de ella, volví a sentirme intranquilo por su ausencia y a preguntarme qué podía haberle sucedido. Así que pregunté:

– Señor Branshaw, ¿sabe usted cómo el señor Ellis logró averiguar tantos detalles acerca de la travesía del Tallahassee? La novela está llena de ellos.

El señor Branshaw pareció despertar de un sueño y me pidió que repitiera la pregunta. Yo así lo hice, añadiendo mis disculpas por haberle interrumpido, y entonces él repuso:

– Bueno, tenga en cuenta que lo que mi amigo escribió fue una novela y no un relato biográfico. Hay muchos diálogos y muchas situaciones, por ejemplo, que inventó. En ningún sitio consta que fueran así exactamente.

– No me refería a eso en concreto, señor Branshaw -dije yo-. Lo que preguntaba es cuál fue su método de trabajo, aparte de interrogar a un sobrino de Lederer Tourneur, por ejemplo.

– Ah -dijo Branshaw entonces-. Pues verá: interrogó a muchas más personas que al sobrino de Tourneur, entre ellas a Esmond Handl, que murió hace sólo cuatro años, y gracias al cual supo acerca de la carta y otros pormenores. Muchos otros pasajeros del Tallahassee están vivos y gozan de buena salud. Pero donde principalmente encontró fuentes de información fue en la mansión del pariente escocés de Arledge, en las cercanías de Perth. Allí había dejado Víctor Arledge algunas notas referentes al viaje: material que no era publicable por ser mínimo, incomprensible, disperso y esquemático, pero que Edward, teniendo ya algunos datos previos y sabiendo a qué aludían muchas de estas notas, sí supo aprovechar.

– Me ha parecido observar -dije- que hay algunos errores técnicos. Por ejemplo, me parece que el Tallahassee, según la novela, tardó demasiado en ir de Alejandría a Tánger.

– Sin duda los habrá. Por un lado, Edward Ellis no sabía nada de navegación; por otro, murió sin poder corregir la novela, y, por un tercero, lo que escribía era ficción, y, según su criterio, este tipo de errores sólo son imperdonables en un ensayo.

– Ya comprendo -murmuré, y al hacerlo me puse en pie.

– ¿Ya se va? -me preguntó Branshaw levantándose a su vez.

– Sí. Mis obligaciones me reclaman -contesté-. Le agradezco mucho su gentileza, señor Branshaw, y confío en que tendremos oportunidad de volver a hablar sobre La travesía del horizonte en otra ocasión, tal vez cuando no esté tan reciente su lectura y usted haya tenido más tiempo para meditar su opinión.

– Como usted guste, pero le advierto que mi decisión ya está tomada y es irrevocable. La novela no se publicará.

Yo sonreí, anduve hasta la puerta, que él abrió, y al estrecharle la mano en señal de despedida dije:

– Espero que podré hacerle cambiar de opinión.

Branshaw volvió a sonreír y respondió: -No puedo impedirle que lo espere, pero será en vano, se lo aseguro. Adiós.

– Hasta pronto, y gracias por todo, señor Branshaw.

Salí y la puerta se cerró tras de mí, silenciosamente.


Tardé más tiempo del previsto en llegar a casa de la señorita Bunnage, en Finsbury Road. Estaba ansioso por verla, por saber qué le había impedido acudir aquella mañana a la mansión de Holden Branshaw -no compartía en absoluto las suposiciones de éste- y por que me revelara -si no se había arrepentido de su promesa o no la consideraba sin validez al no haber ella asistido a la segunda parte de la lectura- los misterios que rodeaban y envolvían a La travesía del horizonte. El libro, en verdad, me había entusiasmado y, más que la obra de Edward Ellis en sí, lo que había acabado de despertar mi curiosidad había sido la historia y la personalidad de Victor Arledge, un autor del que hasta dos noches antes lo había ignorado todo. Por ello, desde el momento en que me había acordado de la existencia de la señorita Bunnage me encontraba en un inusitado estado de excitación, tan impaciente estaba por saber detalles -que al parecer ni Edward Ellis había logrado averiguar- acerca del asunto que entonces ya me obsesionaba. No encontré un coche con facilidad y por este motivo no pude llegar al número cuatro de Finsbury Road hasta tres cuartos de hora después de haber abandonado la casa del señor Branshaw.

Llamé a la puerta, pero nadie respondió, de modo que volví a llamar y aguardé, en vano. Insistí tres veces más sin ningún resultado y entonces pensé en tratar de descubrir algo a través de las ventanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las contraventanas menos una del piso de abajo estaban cerradas. Miré por la ventana que estaba descubierta, pero, obviamente puesto que la luz sólo penetraba por aquel hueco, la oscuridad impedía discernir nada -o casi nada: apenas si logré vislumbrar las cuatro patas de una silla-. Extrañado, me pregunté a qué podrían deberse aquel silencio y aquel abandono, y varias respuestas desfilaron por mi cabeza, entre ellas la acertada.

Mi excitación disminuyó y entonces me invadió una terrible sensación de cansancio que me obligó a tomar otro coche y dirigirme hacia mi casa.

Allí me di un baño y almorcé en compañía de una prima mía de veintiocho años, hermosa e inteligente, recién llegada a Londres, que me había estado esperando pacientemente y a la que yo había invitado a comer una semana antes, habiéndolo luego olvidado por completo. Constance, ese es su nombre, me notó intranquilo y agitado, y, solícita, me preguntó qué me sucedía. Yo, entonces, cada vez más nervioso, me levanté de la mesa y busqué el teléfono de la señorita Bunnage en el listín. Llamé, pero nadie respondió. Estaba ya dispuesto a llamar a la policía cuando Constance, visiblemente alarmada por mi estado y mi comportamiento, repitió su pregunta. Me senté de nuevo a la mesa y le conté, muy por encima, todo lo que había ocurrido en los dos últimos días. Se mostró interesada por el relato y preocupada por la suerte de la señorita Bunnage y me propuso que volviéramos los dos hasta Finsbury Road y preguntáramos a los vecinos o esperáramos sentados en los escalones del portal hasta que la señorita Bunnage o su criada apareciesen. Yo, cómo no -agradecido por que hubiera sido ella y no yo quien hubiera tenido la ocurrencia, impidiendo con ello que yo la considerara ridícula o improcedente-, aplaudí su idea e inmediatamente los dos nos pusimos en marcha. Constance había traído su coche y en pocos minutos nos encontramos ante la puerta verde oscuro de la damita.

Constance, mucho más decidida que yo, llamó al timbre de la casa contigua, pero allí tampoco nadie salió a abrir, de modo que nos sentamos en los peldaños de acceso al número cuatro y nos dispusimos a esperar. No tuvimos que hacerlo durante mucho tiempo, porque cuando llevábamos allí no más de diez minutos vimos aparecer tres coches negros seguidos -la calle apenas si tiene tráfico- que se detuvieron a nuestra altura, y de ellos descendieron unas doce personas, entre las que estaba la vieja criada de la señorita Bunnage. Mis sospechas se vieron confirmadas al observar que todos iban vestidos de gris o negro y estaban muy compungidos. La vieja criada, ayudada por dos hombres -sin duda los demás eran los vecinos ausentes-, se encaminó hacia el lugar en que Constance y yo habíamos estado esperando. Nos pusimos en pie y yo, con gravedad, pregunté:

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está la señorita Bunnage? -y al ver que la criada no me reconocía, añadí-: ¿No se acuerda usted de mí? Ayer estuve almorzando en esta casa.

La vieja criada me miró y pareció caer en la cuenta de quién era yo. La presencia de Constance debía de haberla desconcertado.

– Acabamos de enterrarla -respondió, y con un ademán pidió paso para entrar en la casa.

Constance y yo nos hicimos a un lado, pero antes de que la vieja criada desapareciera tras la puerta, le pregunté si la señorita Bunnage había dejado algún mensaje para mí y dije mi nombre. Ella se volvió y respondió que no con la cabeza.

Los vecinos me explicaron que la señorita Bunnage estaba muy delicada del corazón y que durante la noche anterior había sufrido un ataque que le había provocado la muerte instantánea. Su testamento había sido en favor de la vieja criada: ahora la casa, los cuadros, los muebles, los libros y algún dinero le pertenecían.

Загрузка...