LIBRO TERCERO

Victor Arledge empezaba a aburrirse en exceso cuando desapareció el contramaestre. Hasta entonces, el tedio y las mujeres estúpidas habían controlado los proyectos iniciales de correr riesgos y desobedecer el itinerario previamente acordado; y lo que era aún peor, habían controlado la cubierta. Esmond Handl, desde el segundo día de viaje, se encontraba encerrado en su camarote, fácil presa de la inestabilidad del barco, y Clara, su esposa, con una abnegación rayana en la abominable solicitud con que se suele tratar a las personas de edad, se había esfumado tras él; Kerrigan estaba demasiado atareado con sus idas y venidas, sus atenciones para con las damas y sus temores por la salud de los poneys de Manchuria; y Bayham, qué decepción, se pasaba los días y las más de las noches jugando al whist en el salón de fumadores, y cuando no (contadas eran las ocasiones), se dedicaba a pasear o contemplaba las aguas con gesto vago en compañía de una hermosa joven de negros cabellos (la cual, por cierto, apenas si se dejaba ver a solas) cuya identidad Arledge aún desconocía, impidiendo así cualquier tentativa por su parte de entablar amistad, o al menos conversación, sin tener que rebajarse a aprender el significado de los naipes o entrometerse en la charla privada de dos personas a las que -por culpa de la indisposición de Handl y de la idea, común a todos los pasajeros excepto al que suponía tal cosa, de que todos los allí convocados se conocían íntimamente- todavía no había sido presentado. Y ni siquiera Léonide Meffre se dignaba irritarle con sus observaciones de mal gusto. La abulia se había apoderado de él y tan sólo, para su desgracia, algunas señoras abrumadoras le obsequiaban con atenciones que había de tener en cuenta, más que nada por la prolijidad de las mismas. Los investigadores, por otro lado, le anonadaban con sus espesas y metódicas descripciones de la Antártida, llenas de detalles técnicos y de erudición que para nada le interesaban; y únicamente la presencia (menos constante de lo deseado en tales circunstancias) tranquila y sosegada en extremo de un viejo cuentista inglés muy conocido en la época, cuyo nombre de letras era Lederer Tourneur -de salud delicada y semblante claro, siempre sentado en las sillas o hamacas de mimbre que abarrotaban la popa, en compañía de su otoñal esposa norteamericana-, era lo que le hacía desechar sus reiterados impulsos de abandonar el barco en la siguiente escala. Las escalas, por su parte, habían suscitado acaloradas discusiones y los consiguientes rencores generales. Kerrigan, Seebohm y los investigadores eran partidarios de hacerlas breves y escasas con el objeto de acelerar la marcha, y, en cambio, un grupo bastante nutrido de pasajeros, que habían de desembarcar en Tánger para regresar desde allí a sus respectivos lugares de residencia, exigía paradas continuas. El resultado de esta divergencia de opiniones (el peso de las órdenes de Seebohm no alcanzaba a los expedicionarios, que pagaban su salario) fue que el Tallahassee se detuvo en todas las ciudades costeras de Italia, Grecia y Turquía durante unas horas (o a lo sumo un día, en algunos casos excepcionales). El descontento general, avivado por las veladas rencillas de las señoras y por las protestas de la tripulación, llegó a alcanzar límites inadmisibles. En tales ocasiones Tourneur, su esposa y Arledge se inclinaban por alterar el rumbo definitivamente y atravesar el Canal de Suez para visitar Etiopía y la India, pero sus iniciativas nunca tenían seguidores y habían de resignarse a soportar, cada vez con menos fuerzas, aquel insípido crucero. Tourneur y Marjorie, su mujer, formaban parte del grupo que habría de quedarse en Tánger (no por falta de ganas de aventura, sino porque la endeble constitución del escritor les obligaba a vivir en zonas de clima caluroso), y Arledge, en vista del desastroso panorama que tenía ante sí, pensaba en la posibilidad de permanecer junto a ellos y renunciar al resto de la travesía, y con ello al enigma escocés y a todo lo demás, cuando la desaparición del contramaestre vino a proporcionarle diversión e interés por lo que desde aquel instante pudiera suceder a bordo del Tallahassee. Era el contramaestre un hombre de mal carácter, con el que Arledge, como con el resto de la marinería, no tenía el más leve contacto. Sin embargo, en sus abundantes ratos de ocio le había visto con frecuencia insultar y maltratar a sus subordinados, y ello le hizo suponer que durante la noche habría sido sacado de su camarote y lanzado al agua con una piedra atada al cuello. No había pruebas de ello (y Arledge, de haberlas tenido, seguramente no las habría puesto en manos de las autoridades) y tanto Seebohm, responsable de su suerte, como los pasajeros, que deseaban alejar de sus mentes toda sensación de peligro, decidieron que lo más probable era que el contramaestre hubiera desertado, suposición harto infundada, ya que Collins, ese era su nombre, gozaba con su trabajo, sus abusos y sus desmanes.

Todo quedó, pues como estaba hasta que el Tallahassee llegó a Alejandría, territorio entonces de jurisdicción británica, y recibió, nada más atracar en el puerto, la visita de la policía, representada por un anciano coronel de caballería, veterano de la batalla de Inkerman y reacio a la jubilación. Subió al velero con paso firme y gesto severo y malhumorado y preguntó por el capitán del barco. Seebohm y Kerrigan salieron a su encuentro, le saludaron y, después de las presentaciones (coronel McLiam, jefe del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría), los tres pasaron al despacho de Seebohm.

– Bien, capitán Seebohm -dijo McLiam entonces-, tengo entendido que han perdido a uno de los hombres de su tripulación.

– En efecto, coronel -dijo Seebohm, titubeando.

– Y sin embargo no lo han notificado -continuó el coronel McLiam.

– Cierto, señor -dijo Kerrigan-. Pensábamos hacerlo aquí.

– Pero han pasado por Chipre, cuya administración es británica -replicó McLiam-. Debieron dar parte a las autoridades allí mismo.

– Era una escala que no estaba prevista, señor. Y ya hacemos demasiadas; hemos perdido mucho tiempo y juzgamos conveniente esperar hasta que llegásemos a Alejandría -dijo Kerrigan-. ¿Ha aparecido Collins acaso?

– ¿Es ese su nombre, Collins? ¿Qué cargo ocupaba?

– Era el contramaestre.

– ¿Un oficial? Eso es mucho más grave, señores. Su cadáver ha sido hallado cerca del puerto. Su oficial, capitán Seebohm, fue asesinado. Pero ¿cómo se explica que si lo perdieron antes de pasar junto a Nicosia Collins haya aparecido en Alejandría?

– Lo ignoro, señor, pero también echamos en falta un bote -mintió Seebohm, sin duda al ver las consecuencias que su negligencia había tenido-. Es posible que fuera atacado por bandidos turcos, después de desertar. Su campo de acción es muy extenso. Sé que se los ha visto cerca de Port Said en más de una ocasión. ¿Cómo se produjo la muerte?

– Tenía un balazo en la cabeza, pero además su cuello presentaba grandes marcas, quizá del roce de una cuerda muy cortante. Parece que su muerte se debió a eso. Su cuello está prácticamente desgarrado.

– Pienso que es muy posible que los bandidos lo ahorcaran y más tarde lo remataran pegándole un tiro en la frente.

– El tiro lo tenía en la nuca, y no he dicho que fuera ahorcado ni estrangulado, sino que tenía profundos cortes en el cuello que no eran de arma blanca. Por lo demás, supongo que, en efecto, todo es obra de bandidos turcos. Seguramente lo torturaron y murió. Bien, lamento tener que decirles que no podrán reanudar su viaje hasta que yo lo permita. Les espero en la comandancia dentro de dos horas, señores: a las doce en punto. Tienen que reconocer el cadáver, darme sus datos personales y entregarme un informe en regla sobre la desaparición. Espero que ya lo tendrán redactado. Collins no llevaba documentación alguna en sus pantalones, la única prenda que tenía puesta. En los bolsillos sólo encontramos briznas de tabaco y tres fajas de cigarros publicitarios gratuitos, de los que utilizaron para llamar la atención sobre su viaje. Las fajas llevan impreso el nombre del Tallahassee. Por eso supimos que habían perdido un hombre. Hasta pronto, señores.

Una vez que McLiam hubo abandonado el barco, el miedo y el desconcierto cundieron entre los expedicionarios, informados por Kerrigan acerca de la conversación. Alarmados, le asaetearon a preguntas con la pretensión implícita de que les asegurara que no había bandidos turcos ni de ningún otro país a su alrededor y les dijera, prácticamente, que la visita del coronel había sido un producto de su imaginación y que podrían continuar su crucero en cuanto lo desearan. El resto de los pasajeros, que no había presenciado la llegada de McLiam, atraídos por el alboroto, aparecieron en cubierta y pidieron toda clase de explicaciones; y algunas mujeres, incluso, sugirieron que lo más prudente sería dar por terminada la travesía y permanecer en Alejandría hasta que pudieran regresar a Europa escoltados por tropas británicas. Mientras tanto, Seebohm reunió a los oficiales, cuyo sentido de la responsabilidad era precario, y les dio órdenes para que confirmaran, siempre que fueran preguntados, la desaparición de un bote.

Arledge se alejó del griterío y se encaminó hacia la popa, en busca de Lederer Tourneur y su esposa, pero allí no había nadie salvo una joven que, ajena a lo que sucedía en otras partes del velero, descansaba sobre una hamaca con gesto de preocupación. Arledge la reconoció en seguida: era la muchacha de cabellos negros que a veces paseaba con Hugh Everett Bayham. Excitado, se sentó junto a ella -dejando una hamaca libre por medio- sin que ella, echada hacia el lado contrario, le viera. Arledge pensó que aquella era una buena ocasión para darse a conocer y con ello introducirse en la esfera del pianista, pero no sabía cuál podría ser la frase más indicada para iniciar una conversación, sobre todo cuando, por culpa de las voces alteradas de los pasajeros, que se oían a lo lejos y que delataban la irregularidad del momento, el tema del tiempo resultaba demasiado artificial y por ello quedaba descartado. Hacer algún comentario acerca de la muerte de Collins y de las consecuencias que había traído consigo le parecía de mal gusto, puesto que se trataba de una desconocida; y la preocupación de la joven no era tan evidente que le permitiera ofrecerle su incondicional ayuda para resolver cualquier problema que se le hubiera planteado. Optó, pues, por dejar caer al suelo su tabaquera de metal mientras sacaba un cigarrillo. Al oír el ruido la joven se volvió sin sobresalto y Arledge aprovechó el momento para excusarse por su torpeza que tal vez la habría despertado y presentarse. Ella, de ojos azules y rostro dulce, elegante pero sencillamente trajeada, dijo que no tenía importancia, que no dormía y que estaba muy contenta de conocerlo; había leído cuatro de sus novelas y le parecían excelentes, aunque nunca había tenido la oportunidad de ver sus famosas adaptaciones teatrales ya que vivía en el campo y el teatro es un privilegio de las grandes ciudades. Su dicción era perfecta, quizá levemente amanerada -lo cual, lejos de deslucirla, la hacía encantadora-, y su voz sosegada, melódica en extremo. Aunque cordial, era discreta, y tanto ello como su falta de reservas hicieron que Arledge olvidara pronto sus primeras intenciones: entablaron una animada -dentro de lo que es aconsejable entre dos personas tímidas y bien educadas- charla sobre la mediocridad del drama de la época y sobre el vacío que había dejado con su muerte el autor de Una tragedia florentina y La duquesa de Padua, así como acerca de las limitaciones del oficio de actor, y ella escuchaba y, de vez en cuando, hacía observaciones muy acertadas y llenas de criterio. Nadie les importunó durante más de hora y media, y de estos temas pasaron a otros, y a otros, sin que el interés decayera, hasta que oyeron pasos que se aproximaban y vieron aparecer a un Hugh Everett Bayham acalorado, que, llamando a la joven Florence, pidió disculpas por haber interrumpido la conversación, dijo que había estado buscando a la joven por todo el barco y le comunicó que ya era la hora del almuerzo y que su padre requería su presencia.

– No se conocen, ¿verdad? El señor Víctor Arledge, el señor Hugh Everett Bayham.

Los dos hombres se estrecharon las manos y Florence se puso en pie, expresó su ferviente deseo de proseguir la conversación en algún otro momento, se despidió y se fue del brazo de Bayham.

Víctor Arledge esperó unos minutos para no correr el riesgo de alcanzarlos y después encaminó sus pasos hacia el comedor.

Durante los días siguientes Arledge estuvo muy contento y recobró su natural buen humor.

La muerte de Collins, por un lado, y su primer contacto con Bayham y su joven amiga, por otro, lograron que su apatía se desvaneciera y que sus horas no fueran perdidas en vano. Desde aquella fecha, aunque se encontrara desocupado en apariencia, sus sentidos estaban siempre alerta y a la expectativa, avisados de la posibilidad de un nuevo intercambio de impresiones, ya con alguno de los pasajeros restantes, que tal vez podría darle datos acerca de Florence y su padre, ya con ellos mismos o con Bayham. Puede decirse sin reservas que la joven se había convertido, quizá por otros motivos, en objeto de los pensamientos de Arledge tanto como Bayham lo había sido hasta entonces por motivos de curiosidad; y ello, lejos de preocuparle, le hacía revivir aún más. Aunque no sabía por qué Florence Bonington llamaba tanto su atención sin haber hecho nada, en definitiva, para merecerlo, lo cierto es que los movimientos de Arledge estaban pendientes de los de ella, a la espera de una conversación, un saludo, una sonrisa, una mirada furtiva. Pero pronto supo averiguarlo. Florence Bonington era muy joven -no más de diecinueve años- y, aunque desde luego no era una adolescente quinceañera, su belleza perfecta y un tanto fría y sus rasgos generales coincidían con los de la hermana de la aventajada estudiante de piano que había seducido a Hugh Everett Bayham. Era aquel parecido físico lo que hacía que Arledge tratara por todos los medios de complacerla y ganarse sus simpatías. No negaré que la primera explicación que dio Arledge a su repentino interés por la joven tuviera algunos visos de veracidad, pero sí añadiré que tal explicación tenía también como fundamento la carta de Esmond Handl y no los evidentes encantos de la señorita Bonington. Si Arledge, un hombre que tenía con las mujeres el éxito necesario para no verse forzado a dar grandes pasos para conquistarlas, se tomó tantas molestias para entablar amistad con Florence Bonington fue porque, por un lado, a través de Bayham -su objetivo principal- había sabido del muy especial éxtasis que aquella joven, de ser la que él sospechaba, era capaz de proporcionar, y porque, por otro, especulaba con la posibilidad de que fuera ella la que, una vez rendida, le contara los verdaderos pormenores de la aventura de Bayham en Escocia, seguramente, además, con mayor conocimiento de causa. Y esperaba con ansiedad el momento de ver al padre de la joven, que aún no había hecho acto de presencia sobre la cubierta del Tallahassee, y de comprobar si se trataba, como suponía, de un caballero de sienes plateadas, nariz recta, cejas arqueadas y mirada inteligente.

Kerrigan y Seebohm tardaron tres días en solventar los papeleos derivados de la muerte del contramaestre y obtener el permiso de McLiam para proseguir el viaje, y este corto periodo de tiempo, pese a verse amenazado por la suspensión de la travesía y por las difusas sombras de feroces bandidos, sirvió para que los pasajeros calmaran sus ánimos y aplacaran sus inquietudes y para que Esmond Handl superara su malestar y volviera a ser el mismo de siempre. Alejandría, además, se reveló como una de las ciudades más hermosas y deslumbrantes del mundo para los expedicionarios, que tuvieron tiempo suficiente para recorrer sus calles con tranquilidad. Todo mejoró, pues, y mientras el Tallahassee estuvo anclado en el puerto egipcio las tentaciones de Arledge de dar por terminado su viaje en Tánger se vieron momentánea pero estrepitosamente vencidas.

Uno de estos tres días, concretamente la antevíspera de aquel en que el velero habría de abandonar Alejandría, Arledge, tras haber dado un largo paseo por los barrios más pintorescos de la metrópoli en compañía de los Handl, que se habían separado de él durante unos minutos para hacer compras, se sentó en un café de nombre italiano con el propósito de sacudir el polvo que casi privaba de color a su traje y tomar un refresco, cuando vio, a cierta distancia, que Bayham, Florence Bonington y un caballero cuyos rasgos no acertaba a adivinar trataban de hacerse entender o discutían -era difícil asegurarlo- con un vendedor ambulante. Pidió una limonada a un camarero que se había acercado para atenderle, le dijo que volvería inmediatamente y, haciendo lo que se podría llamar -no del todo impropiamente: sus intereses estaban en juego- acopio de valor, fue hacia ellos. Bayham hacía gestos con las manos al vendedor; Arledge presumió que regateaba sin mucho éxito.

– Buenos días -dijo dirigiéndose a Florence Bonington-. Me da la impresión de que tienen dificultades con este experto comerciante. Si puedo servirles de intérprete…

– Oh, buenos días, señor Arledge -contestó la joven volviéndose hacia él; el señor Bonington, un hombre bajo, rechoncho, mal vestido y vulgar, también lo hizo, y ella añadió-: Creo que no conoce usted a mi padre. El señor Arledge, mi padre, el doctor Bonington.

– Encantado -dijo el novelista sin poder disimular cierta expresión de desencanto.

El doctor Bonington hizo una leve inclinación de cabeza.

– Al parecer, este vendedor trata de engañarnos, señor Arledge, y Hugh, como podrá observar, no logra entenderse muy bien con él: -dijo Florence, y dio un golpecito en el hombro de Bayham, que seguía proponiendo números con los dedos y aún no se había percatado de la intervención de Arledge. Hugh Bayham se volvió y, después de saludar con cortesía, explicó su problema.

– Este hombre quiere tres libras por ese jarrón que tiene entre las manos. Me parece excesivo e intento hacérselo comprender.

– ¿Qué precio le parece justo?

– Una libra y media, por ejemplo.

– Me temo que nunca hubiera podido hacer que entendiera esa cifra valiéndose únicamente de los dedos, señor Bayham.

– No me importa pagar tres libras por algo que me gusta, aunque no lo valga -dijo Florence Bonington-, pero me molesta que se obstine en estafarnos.

– No se preocupe, señorita Bonington -dijo Arledge-. Creo que podré arreglarlo.

Se encaró con el vendedor y en su aceptable árabe le explicó la situación. Una libra y media le pareció poco, pero acabó por acceder y Arledge le pagó. Miró a Florence con el jarrón entre las manos y dijo:

– Señorita Bonington, este vaso es un obsequio.

– Gracias, señor Arledge, pero no era necesario que…

– Por favor, ni una palabra más. Y ahora, sin excusa posible, serán tan amables de dejar que les invite a un refresco en aquel café. Tengo una mesa y también una limonada que hace un rato estaba verdaderamente fría. Por favor.

El doctor Bonington pareció dudar; pero Bayham se le anticipó.

– No tenemos intención de negarnos, señor Arledge. Con sumo gusto le acompañaremos.

– Alejandría es una ciudad muy hermosa -dijo Florence cuando ya se hubieron sentado-. Creo que podría quedarme a vivir aquí.

– Sería un tanto incómodo -dijo Arledge-. Hay demasiada mezcla de razas y eso es siempre poco tranquilizador. Los distintos temperamentos chocan y los disturbios se suceden sin interrupción.

– Pero tenga en cuenta, señor Arledge -dijo Bayham-, que a partir de ahora, con la renuncia de Francia y el británico como único control, las cosas sin duda mejorarán.

– Quizá, pero de todas formas es una ciudad muy insegura. Añada usted a esta amalgama la cantidad de marinos de todas las nacionalidades que dan rienda suelta a sus bárbaros impulsos en esta urbe. Una ciudad portuaria, es doblemente peligrosa. Les aseguro que no me atrevería a estar donde estoy ahora a las nueve de la noche.

– Me parece que exagera un poco, señor Arledge, y además, está usted estropeándonos nuestros planes. Pensábamos dar una vuelta esta noche -dijo Florence-. Tengo entendido que la puesta de sol es todo un espectáculo.

– No era mi intención, pero creo mi deber advertirles del riesgo que ello encierra. La vigilancia no es del todo satisfactoria y cruzar la zona del puerto a esas horas es poco menos que un suicidio. Hay atracadores profesionales y todos los habitantes, en realidad, lo son en potencia. Ya lo ha visto con ese vendedor. Si hubiera tenido unos años menos nos habría despojado de todo lo que tenemos en lugar de tratar de arañar unos chelines con no demasiado énfasis.

– Sigo pensando que exagera, señor Arledge -dijo Bayham-. Hay algún peligro, sí, pero no es mayor que el de otras grandes ciudades.

– ¿Londres, por ejemplo? -Londres, por ejemplo, no es una ciudad absolutamente segura.

– Nunca mejor dicho, señor Bayham. Tengo entendido que sufrió usted una agresión hace no mucho.

– Yo sigo pensando que, a pesar de todo, la ciudad es muy hermosa -le interrumpió Florence.

– Eso es innegable -respondió Arledge-. Pero no es óbice para que…

En aquel instante Arledge vio aparecer a Léonide Meffre, que iba directamente hacia la mesa que él, Bayham y los Bonington ocupaban. Otra vez interrumpió su frase, y se levantó al ver que lo hacían sus interlocutores.

– Hola, Meffre -dijo el padre de Florence estrechándole la mano-. Siéntese con nosotros.

Arledge no pudo reprimir una mueca de disgusto, pero no tuvo más remedio que hacer sitio para el poeta francés, que se sentó y dijo:

– Tengo un recado para usted, Arledge. Me encontré con sus amigos, no recuerdo su nombre… los que escriben canciones.

– Los Handl -apuntó Arledge con hosquedad.

– Exacto. El señor Handl no se encontraba muy bien después de tan larga caminata y él y su esposa han regresado al barco. Me pidieron que me acercara hasta donde usted estaba y que le transmitiera sus excusas.

– Se lo agradezco mucho, Meffre -dijo el novelista haciendo un esfuerzo para que el tono de su voz coincidiera con la frase. Y añadió-: Parece que Esmond nunca va a poder disfrutar de este crucero.

Se hizo un silencio y Meffre, algo incómodo, se apresuró a decir:

– Lamento haberles interrumpido. Sigan con su conversación, por favor.

El doctor Bonington se pasó una mano por la cabeza y dijo:

– Ya no recuerdo de qué hablábamos. Arledge aprovechó la ocasión.

– Charlábamos sobre un desagradable incidente que tuvo el señor Bayham en Londres hace unos meses.

El pianista pareció sentirse violento. El giro que Arledge había dado a la conversación le había cogido desprevenido. Titubeó y dijo:

– Bueno, en realidad no puede decirse que fuera un desagradable incidente. Más bien se trató de un lance cuyas…

– Perdona que te interrumpa, Hugh -dijo de repente Florence-, pero ¿no es aquél -y señaló a un hombre que pasaba a cierta distancia del café- Lambert Littlefield? Apenas si se le ha visto por cubierta.

Todos miraron en la dirección que Florence Bonington había indicado y escrutaron durante unos segundos al hombre en cuestión.

– No, no es él -dijo Bayham-. Littlefield es más alto y más elegante.

– Es muy rico, ¿verdad?

– En efecto: millonario. Por eso escribe tanto. No tiene que hacer absolutamente nada para ganar las ingentes cantidades de dinero que diariamente se embolsa. Eso le deja libre todo el tiempo que necesite para escribir sus novelas.

– ¿Ha leído alguno de ustedes su obra Louisiana?

– No -contestaron los cuatro hombres a coro.

– Es buena, pero demasiado truculenta. Da la sensación de que Nueva Orleáns sólo está poblada por especuladores despiadados.

Arledge no pudo resistir la tentación de intervenir, a pesar de que, mientras hacía su observación, se daba cuenta de que su método resultaba torpe e inadecuado.

– Tal vez Nueva Orleáns sea aún más peligrosa que Londres o Alejandría.

– Es muy posible -dijo Meffre-. Un amigo mío estuvo allí tres meses y le atacaron cuatro veces.

– ¿A usted le atacaron en Londres, señor Bayham? -dijo Arledge rápidamente.

– No -respondió Bayham.

– ¿Qué le sucedió entonces? -volvió a insistir el novelista inglés. Se dio cuenta, de nuevo, de que su interés era demasiado evidente. No acababa de comprender a qué se debía su impaciencia y su falta de tacto, y por su cabeza cruzó, fugazmente, la idea insólita -e inmediatamente desechada- de que tal vez no deseaba llegar a saber nunca los pormenores de aquel argumento, de que quizá lo que en verdad quería era no llegar a desentrañar nunca aquel misterio y poder observarlo siempre en su primer e insatisfactorio estado. Iba a añadir, sin embargo, algo a su pregunta con el objeto de hacerla más casual cuando el doctor Bonington habló.

– Yo fui atacado una vez en Leyden.

Arledge, nervioso y exasperado, se irguió en su silla, dispuesto a no permitir que el hilo de la conversación se perdiera de nuevo. Tal vez se había precipitado al interrogar tan directa e insistentemente a Bayham cuando apenas si le conocía, pero seguramente, pensó, había actuado de forma tan insensata al comprobar con desilusión que el doctor Bonington no respondía en absoluto a las características del caballero del coche. Ello le habría irritado y ahora no iba a dejar que aquél echara a perder definitivamente sus impulsivos avances. Pero no pudo evitarlo. El doctor Bonington empezó a contar, con tono evocador, anécdotas de su vida estudiantil en Leyden que versaban sobre gran cantidad de temas, todos igualmente insípidos: una cantante de cabaret, un misterioso estudiante algo mayor que él cuya familia había ido desapareciendo de forma inquietante (cada miembro había sido visto por última vez el 6 de abril de cuatro años consecutivos), un profesor que había sido acusado de asesinato, un relojero que coleccionaba manos, un amor adolescente y otras mentiras. Arledge pensaba que nunca tendría la oportunidad de sonsacar a Bayham con calma y discreción y, mudo, observaba con rencor al doctor Bonington, que le aburría lo indecible con aquel relato acerca de las estúpidas andanzas de un frívolo y vulgar estudiante de medicina y que no parecía dispuesto a terminar nunca. Al parecer tampoco a Léonide Meffre le divertían las historias del padre de Florence, porque -como casi siempre: incorrecto- le interrumpió para pedir más cerveza a un camarero, si bien se disculpó al instante y le rogó que continuara.

Pero el doctor Bonington parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría.

– No se preocupe, querido Meffre. Mi charla no es agradable ni delicada y debo de estarles aburriendo. Además, si queremos almorzar en el barco hemos de emprender el regreso ahora mismo. Se ha hecho muy tarde; será mejor que anule la cerveza.

Meffre así lo hizo, y Bayham, a pesar de las protestas de Arledge y Bonington, pagó; y todos, de no muy buen humor, por cierto, se encaminaron hacia el muelle. Meffre se puso junto a Florence y su padre, que iban delante, y Arledge se emparejó con Bayham. Caminaban en silencio, algo incomodados y sin saber qué decir; Arledge se repetía una y otra vez que aquella era la ocasión propicia para interrogarle sin testigos acerca de lo sucedido en Escocia, pero los fallidos avances que había hecho durante la conversación en el café retenían involuntariamente sus palabras. Por fin, casi sin darse cuenta de que lo hacía, dijo:

– No acabó usted de contarme su aventura, señor Bayham. ¿Sería demasiado pedir que lo hiciera ahora?

Bayham se paró en seco. -¿Por qué tiene tanto interés, señor Arledge? Dígame.

– Simple curiosidad.

– ¿Simple curiosidad? Me parece que es algo más. Ha insistido sobre este punto durante todo el rato que hemos estado ahí sentados. Creí que se habría dado cuenta de que no me gusta hablar de ese asunto. Confiaba más en su perspicacia.

Aquella contestación tan directa desconcertó a Arledge, que no supo qué decir.

– Me he dado cuenta -dijo al cabo de unos segundos- de que ni el doctor Bonington ni su hija querían hablar de ello, no de que usted no quisiera hacerlo. Cada vez que usted iba a empezar a contar lo que sucedido, ellos le cortaban.

– Estimado señor Arledge, si ellos me cortaban es porque saben que no me gusta hablar de ello. Lo hicieron con el fin de evitarme lo que usted, con cierta falta de tacto, debo decirlo, me está obligando a hacer ahora: darle una negativa clara y rotunda. No deseo hablar de aquel episodio, si a usted no le molesta.

Arledge pareció abochornado y su rostro se tornó púrpura; miró hacia otro y echó a andar. Bayham también lo hizo. Este, por su parte, pensaba si sus palabras no habrían sido demasiado duras.

– ¿Cómo se enteró de mi aventura? -preguntó ya en otro tono, más afable-¿Por la prensa? La noticia que dieron los periódicos carecía de interés.

– Lo supe por Handl -respondió Arledge.

– ¿Por Handl? Entonces no veo el porqué de tanta curiosidad. Handl fue la primera persona que escuchó mi relato; la única que lo escuchó de mis propios labios, junto con su esposa y… Debe de saberlo usted todo.

– Supongo que sí -admitió Arledge muy avergonzado-. Me temo que todo esto haya sido innecesario, sobre todo cuando ha hecho que nuestras relaciones sean, desde tan pronto, frágiles y difíciles. Creo que le debo una explicación. Le ruego que acepte mis disculpas.

– Por favor, señor Arledge, no se lo tome usted así. Una vez aclaradas las cosas, el asunto no tiene ninguna importancia. Quizá yo debería haber sido más claro y tajante en el café. Así nos habríamos ahorrado esta ridícula escena. Comprendo que exagero un poco, pero no me gusta hablar de aquello. Me trae a la memoria discusiones de mal gusto que deseo olvidar para siempre.

– Por favor, no es necesario que justifique su postura. Lamento haberme comportado de manera tan estúpida. Le aseguro que no volveré a tocar el tema y le ruego que acepte mis más sinceras excusas y que crea en mi total arrepentimiento.

– Yo también lamento haber estado tan brusco, sobre todo tratándose de usted, una persona a la que admiro profundamente. Hasta cierto punto, señor Arledge, me halaga que se preocupe por algo relacionado conmigo. Mirándolo desde otro punto de vista, es todo un detalle por su parte.

– Gracias, señor Bayham. Le agradezco a mucho esas palabras. Es usted todo un caballero.

– De ello me precio.

Apretaron el paso y alcanzaron, ya junto al puerto, a los Bonington y a Léonide Meffre. Seguían hablando de Leyden o de Louisiana. Las sensaciones de Arledge eran muy confusas.


La última noche de Alejandría fue lúgubre. Los pasajeros, conscientes de que habían terminado las vacaciones -por llamarlo de alguna manera aproximada- que la dilatada estancia en la ciudad egipcia había supuesto y de que, precisamente por haberse producido por causas ajenas a su voluntad, no hallarían continuación, se agruparon taciturnos y cabizbajos en el salón. Los únicos que conservaban cierta alegría cansina eran aquellos pasajeros para los que el final del viaje no estaba demasiado lejos: en Tánger; pero el resto de los expedicionarios, entre los que se encontraban Bayham, los Handl, Florence y el doctor Bonington, Kerrigan, Meffre y Victor Arledge, empezaron a advertir lo efímero de sus propósitos, condenados al fracaso desde mucho tiempo antes, y a desear veladamente que el Tallahassee sufriera una avería de tal calibre que la realización de la ambiciosa empresa resultara imposible. Es más que probable que si los descontentos y las dudas hubieran sido expresados aquella noche por uno solo de los pasajeros la totalidad de ellos habría exigido un inmediato cambio de rumbo hacia Marsella; pero todos, inseguros acerca de los sentimientos de los demás, acallaron sus quejas, y al día siguiente el velero zarpó de nuevo dejando tras de sí no sólo el lugar que aquellos hombres y mujeres, en aquellas circunstancias, habían llegado a adorar, sino también los únicos alicientes que el crucero le había ofrecido a Victor Arledge: la muerte del contramaestre Collins y la posibilidad de averiguar algún día el verdadero significado de las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham. El coche, los secuestradores, la música, la casa junto al mar, el encierro y los celos y rencores de las tres hermanas no tendrían ya explicación.

Durante seis días el Tallahassee navegó rápidamente y tranquilo, siempre junto a las costas del norte de África, sin que surgieran nuevos incidentes a bordo. Aparte del desencanto que había invadido el espíritu de los expedicionarios, sabedores de que el final de la primera etapa se avecinaba, el calor aplastante les restaba fuerzas para imponer sus por entonces vaguísimos deseos en lo que a nuevas escalas y a la administración interna del barco se refería. Las señoras dejaban caer sus abanicos sobre el piso al ser vencidas por el sueño; los hombres se encerraban en sus camarotes o, sin chaqueta y con los botones del chaleco desabrochados, jugaban partidas de naipes o ajedrez; la iracunda tripulación había aplacado sus ánimos y empleaba sus abundantes ratos de ocio en entonar baladas y canciones obscenas que se convertían, al cabo de unas horas, en un murmullo continuo, adormecedor e inofensivo; los investigadores, rechazados por el resto del pasaje desde un principio, se esforzaban por realizar cálculos que dieran algún sentido a su estancia en el velero: enclaustrados en la cabina de Seebohm, el bochorno los desconcertaba; Kerrigan, habiendo dejado sus obligaciones en manos de algún inferior negligente, lamentaba las muertes de tres poneys de Manchuria y, desconsolado y abatido, bebía licores sin parar sentado en un taburete de lo que había dado en llamar pestilente burdel y que no era otra cosa que el bar del salón de fumadores.

Hasta que una noche, mientras el Tallahassee se alejaba de los muelles tunecinos y cuando la mayoría de los que una vez habían deseado ser aventureros estaba reunida en el salón, ya con las luces encendidas, Lederer Tourneur, al mirar los titulares de un periódico que acababa de traerle un camarero y exclamar:

– ¡Qué barbaridad! -consiguió que la animación volviera a reinar en el velero.

– ¿Qué sucede? -preguntó Amanda Cook, la violonchelista, visiblemente alarmada por el comentario rotundo y desaprobatorio del cuentista inglés.

Tourneur no le hizo caso y procedió a leer para sí la noticia, con detenimiento y haciendo aspavientos de incredulidad, mientras ella, inquieta y nerviosa como de costumbre, dirigía su mirada hacia los demás en busca de una respuesta que evidentemente sólo Tourneur podía darle.

– Parece que el señor Tourneur ha descubierto algo -susurró Léonide Meffre al oído de Amanda Cook, pero en voz no lo suficientemente baja como para que los demás no escucharan también su desafortunada e incorrecta observación.

– ¡Es terrible, terrible, sin duda alguna! -murmuraba Tourneur mientras sus ojos recorrían rápidamente las columnas de la primera página-. ¿Dónde van a ir a parar?

– Perdone que interrumpa su lectura, señor Tourneur -dijo entonces Lambert Littlefield, el rico y célebre autor de Louisiana, único americano a bordo aparte de Kerrigan y Marjorie Tourneur-, pero nos gustaría saber qué ha sucedido para que su voz se altere de ese modo.

Tourneur levantó la vista del periódico y miró a la concurrencia expectante. Algunos jugadores, entre ellos Bayham y el señor Bonington, que estaban en una mesa vecina a los sofás que ocupaba el grupo de Littlefield y Tourneur, habían suspendido su partida para acercarse al círculo, atraídos por las exclamaciones de éste, que contestó con gravedad:

– Raisuli, señores, ha secuestrado a otro hombre y a un niño.

– ¿Raisuli? -repitió Florence Bonington-. ¿Quién es Raisuli?

– ¿No leyó usted la prensa de hace un mes? -preguntó Meffre con impaciencia-.

Entonces secuestró a Walter Harris, el corresponsal del London Times. Se estaba tramitando su rescate cuando secuestra a otras dos personas. ¡Es inaudito!

– Nunca leo la prensa -observó Florence-. ¿Quién es Raisuli?

– ¿A quién ha secuestrado esta vez? -preguntó Meffre a su vez, tratando de hacerse notar.

– A un ciudadano norteamericano y a su hijastro -respondió Tourneur-. Atienda, señor Littlefield: se llama Ion Perdicaris. ¿Sabe usted algo acerca de él?

– Es la primera vez que escucho tan extravagante nombre. ¿No da ningún dato el periódico?

– Tan sólo dice que son ciudadanos americanos. Ahora tienen ustedes el mismo problema que nosotros, ¿eh, señor Littlefield?

– Me temo que mi gobierno pedirá al suyo que se encargue de rescatarlos. Si hay alguna representación, digamos semioficial, de Occidente en Marruecos, esa es la británica.

– Ah -intervino Esmond Handl-, lamento recordarle que dentro de unos días habrá una cesión de poderes a Francia por parte de Inglaterra a cambio de total libertad de acción en Egipto. Su gobierno tendrá que pagar, y el suyo, Meffre, será el encargado de llevar a buen término las negociaciones.

– No opino lo mismo -dijo Meffre entonces-. El secuestro se ha efectuado ahora y no dentro de unos días, y es por tanto asunto que incumbe a las autoridades británicas. En Marruecos hace falta mano dura y Francia la empleará. Dentro de unos días, como usted dice, las cosas habrán mejorado notablemente y se habrá puesto un punto final a los desmanes.

– ¿Dónde han sido secuestrados… Perdicarius dijo usted que se llamaban? -inquirió Littlefield. -

– En Tánger y a la luz del día -respondió Tourneur-. Es una vergüenza. Y llevarse a un niño es abominable.

– Por favor -dijo Florence Bonington-, voy enterándome de lo sucedido, pero ¿sería alguno de ustedes tan amable de decirme quién es Raisuli? Lamento ser tan ignorante.

– Tampoco yo lo sé, querida -dijo Marjorie Tourneur poniéndole una mano sobre el brazo cariñosamente.

Víctor Arledge vio que Bayham se disponía a satisfacer el interés de la señorita Bonington y se le anticipó:

– Ahmed Ben Mohammed Raisuli es un jefe local bereber: un caudillo. El pueblo está molesto porque el sultán Abdul Aziz intenta introducir normas europeas en el país. Las tribus bereberes, ante esto, se han rebelado aprovechándose del descontento de la población, que les da ayuda y esconde cuando lo necesitan. Tienen sus campamentos junto a la frontera con Argelia. Raisuli secuestró a Walter Harris y pide por él una suma de dinero elevadísima. Supongo que ahora hará lo mismo con Perdicarius.

– Se olvida usted de algo, señor Arledge -dijo Meffre-. Con ese dinero piensan comprar armas.

– ¿Armas? ¿Acaso piensan en una verdadera revolución? -preguntó Amanda Cook.

– En una insurrección -dijo Littlefield. -

– Pero eso dañaría nuestros intereses, ¿no es cierto?

– En efecto. El momento es crítico. -Una buena medida sería la de evacuar a la población civil europea -apuntó Handl.

– ¿Cree usted que el peligro es tan grande? -preguntó Florence-. ¿Tan inminente?

– Nunca se sabe, señorita Bonington. Si la vida de esos dos hombres y ese niño sólo puede salvarse pagando la suma que piden, es más que posible que los bereberes intenten tornar Melilla con las armas que consigan con ese dinero y eso ya sería un problema de grave solución.

– Que no paguen entonces -dijo Meffre

– Esa es una cuestión muy delicada -intervino Bayham-. Las vidas de tres personas inocentes están en juego. No debería usted hablar tan a la ligera.

– Quisiera saber… -empezó Clara Handl.

– No hablo a la ligera, señor Bayham, téngalo en cuenta. No suelo hacerlo.

– Es una gran verdad -apuntó Arledge.

– Quisiera saber si no correremos ningún peligro.

– Su ironía, señor Arledge, está fuera de lugar.

– No había ironía en mi observación, señor Meffre. Usted nunca habla a la ligera, aunque, tal vez para contradecirme, acabe de hacerlo.

– Arledge, le advierto que no pienso consentir sus impertinencias un minuto más.

– Señor mío, el único que está resultando impertinente es usted. Yo me he limitado a corroborar una afirmación suya. ¿Qué más desea?

– Yo hablaba con el señor Bayham, no con usted. Intervenir en una conversación privada es una impertinencia.

– ¿Una conversación privada con una docena de personas a su alrededor? Voy a empezar a pensar que el señor Bayham tenía razón. No debe usted hablar con ligereza, señor Meffre, pero, sobre todo, creo que debe aprender a hacerlo con propiedad.

– ¡Me insulta usted!

– No es mi intención. Le aseguro que si lo fuera ya se habría sonrojado.

– Caballeros, por favor, tengan moderación -dijo Littlefield-. Hablábamos de algo serio.

– Cierto: de tres vidas -comentó Arledge, que gustaba de decir siempre la última palabra de una discusión.

Miró hacia Hugh Everett Bayham, que le sonrió con complicidad y agradecimiento. Mientras el doctor Bonington lanzaba denuestos contra Raisuli con el fin de acabar con la tensión que se había extendido por toda la habitación, Littlefield, Tourneur y Handl atacaban la excesiva cautela del sultán, sin cuyo consentimiento las tropas británicas no podían dar un escarmiento a los rebeldes. Arledge pensó que gracias a la ridícula aunque bien fundada susceptibilidad de Léonide Meffre, Bayham y él habían establecido un contacto que sin duda los haría íntimos amigos: el que provocan las alianzas tácitas y las impunidades compartidas. Sus esperanzas de averiguar algún día lo sucedido en Escocia, que se habían desvanecido (pensó asimismo en aquel momento: en realidad sin fuerte oposición) cuando abandonaron Alejandría, volvieron a aparecer con intensidad cuando se alejaban de Túnez.

El Tallahassee surcaba las aguas y desde la orilla se divisaban sus resplandecientes luces.

En aquel velero nada era previsible, y así, por muy irrevocable que pareciera una decisión o por muy condenable que resultara una conducta, las cosas, merced a una simple insinuación de otras sendas más halagüeñas, se encontraban con la capacidad (siempre inadvertida y nunca tenida en cuenta por sus beneficiarios en los momentos difíciles, pese a sus abundantes demostraciones) de presentarse ante los ojos de los pasajeros, tras haberlos desalentado poco antes, tan prometedoras como el día en que el Tallahassee había zarpado de Marsella. Cuando esta capacidad hizo una nueva demostración de fuerza y de poderío sirviéndose de la primera plana de un periódico, la alegría y los endebles ímpetus volvieron a apoderarse del ánimo de los viajeros, muy en especial del novelista Víctor Arledge. ¿Fue tal vez aquella potente energía que flotaba sobre el Tallahassee -incapaz, sin embargo, de llevar una vida duradera: minada por los altibajos-, o fue quizá el deseo de poner fin a la tensión que los continuos cambios de propósito y el no saber a qué atenerse provocaban en él lo que hizo que Víctor Arledge tomara la inusitada decisión de dejar de lado temores, cortesía, prevenciones y cautelas para poner en juego su reputación en el empeño -su importancia inicial ya rebasada y ya entonces desmedida- de averiguar por qué Hugh Everett Bayham había sido secuestrado y llevado a Escocia y cuál era la identidad de la joven que le había otorgado sus encantos? Nunca logró saberse; y mucho importaría saberlo cuando tal decisión trajo como consecuencia la desaparición del gran escritor; su reclusión, su abandono, su renuncia y finalmente su muerte en circunstancias quizá no del todo desdichadas pero que probablemente ningún creador, es decir, ninguna persona que aspire a la inmortalidad, habría deseado.»

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