LIBRO QUINTO

Las andanzas del capitán Kerrigan no pueden ser resumidas en una sola conversación y por ello lamento no tener la capacidad de concisión que tienen algunos de mis colegas, pero trataré de ajustarme en lo posible a lo que él me contó y procuraré no olvidar -es decir, omitir-, entre tanta acumulación de hechos y tanto pintoresquismo, lo fundamental de su historia y al mismo tiempo ser tan riguroso en los detalles como el tiempo de que disponemos me permita. Como usted quizá ya sepa, Kerrigan ha pasado la mayor parte de su vida yendo de un sitio a otro; puede decirse sin temor a faltar a la verdad que hasta que hace cinco años -en septiembre del 99- se instaló cómodamente en París, no había permanecido en el mismo lugar más de dos o tres meses si exceptuamos, precisamente, la temporada durante la cual transcurrió lo que le voy a relatar. Esto, por supuesto, desde que en 1863, cuando contaba catorce años, abandonó su hogar de Raleigh. Pero espere, creo que no lo estoy contando bien: me temo que estos preámbulos -un tanto incoherentes, además, por no ser intencionados- no hacen sino demorar lo esencial de esta narración y aburrirle, cosa que en ningún caso debería suceder. No diré que el relato haya por fuerza de agradarle o divertirle. No es agradable ni divertido, pero, al menos en principio y en teoría, nunca debería aburrirle. Tal vez se haya usted ya fijado en la fecha que he mencionado, la fecha en que Kerrigan salió de su casa para no volver más: 1863. En efecto, lo hizo para incorporarse a filas a pesar de su extrema juventud y, según me dejó entrever en su abrumadora charla, combatió sin descanso hasta el final de la guerra. Cuando regresó a su casa la encontró en ruinas, quemada y saqueada, y aunque no halló los cadáveres de sus padres y su hermana, no se dedicó, como hacían muchos otros soldados de la época, a buscar su paradero, pues las posibilidades de encontrarlo eran en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias, al parecer, nulas o en todo caso mínimas. Las familias que habían escapado con vida de las matanzas de Sherman y Schofield se refugiaban en los lugares más insospechados y a veces, si les era posible, emprendían largos viajes hacia el oeste sin mirar atrás. Por otra parte, Kerrigan supo que su hermano mayor, Alastair, había perecido de forma horrible en la segunda batalla de Bull Run. A partir de entonces -en realidad ya lo había hecho antes, al dejar su casa para ir al frente- decidió que la única manera de sobrevivir era no preocupándose más que de sí mismo y se propuso seguir solo su camino, cuya única meta clara, desde entonces y a lo largo de toda su vida, fue la de hacerse inmensamente rico. Nunca he tenido que empuñar un arma en un campo de batalla, pero me imagino que hacerlo lleva consigo más de una determinación, entre ellas, sin duda, la de dejar de lado todos los escrúpulos que se puedan tener. Exactamente fue en eso en lo que Kerrigan se convirtió a la edad de dieciséis o diecisiete años: en un hombre sin escrúpulos. No es que con su forzada participación en una guerra a tan temprana edad intentara justificar todos los delitos que ha cometido, pero sí quiso darme a entender que, en su situación de 1865 -después de haber sido derrotado y con tan sólo unos leves conocimientos de francés y cultura general-, no tenía más opción que la de hacerse un hombre duro e incluso cruel, sin miramientos de ninguna clase. La cantidad de fechorías y crímenes que Kerrigan ha cometido a lo largo de su azarosa existencia es incontable y no seré yo quien los divulgue, por dos razones esenciales: la primera es que, si bien no de una manera convencional, Kerrigan y yo hemos llegado a ser buenos amigos y no me parecería elegante ni correcto relatar, aun con su consentimiento, los detalles de sus desmanes, de los que, por otro lado, está completamente arrepentido en la actualidad; la segunda razón es más simple y menos noble: a nadie puede gustarle escuchar sus sanguinarias hazañas, en las que tienen cabida desde el robo a la mutilación, desde la violación a la trata de esclavos, desde la traición al asesinato, desde la tortura a la estafa y al desfalco, desde la calumnia a la delación. Espero que no me lo reproche, pero en verdad me siento incapaz de repetir, palabra por palabra, las confesiones que Kerrigan me hizo hace unos días. Lo que nos atañe, por lo demás, lo que en cierto modo provocó su enclaustramiento con cinco botellas de whisky y más tarde su censurable actuación sobre la cubierta del barco, que puso en peligro, entre otras, la vida de la señorita Bonington, su… ¿prometida? -no conteste, por favor, al fin y al cabo no es asunto de mi incumbencia: es tan sólo, una vez más, mi reprobable, insaciable y nunca escarmentado afán de saberlo todo-, no tiene mucho que ver con la figura de un desalmado. Le diré, no obstante, y para evitar que la opinión que se está usted formando de él -lo adivino en su estupefacta mirada- se asiente definitivamente en su cabeza, que el capitán Kerrigan no es en la actualidad una persona despreciable, miserable, perversa o ruin. El cambio que se ha operado en él con el transcurso de los años es más que notable, y hoy en día nos encontramos ante un típico caso de hombre atormentado por su pasado, casi totalmente arrepentido de él, y relativamente redimido. Por ello le pido que no lo juzgue con demasiada severidad; recuerde que fue el mismo Kerrigan, en definitiva, quien me rogó que les contara esta historia a la señorita Bonington (de cuya ausencia ahora casi me alegro) y a usted, señor Bayham, con el fin de obtener su comprensión -por no decir su perdón-. Lo cual, al parecer -y ello le honra-, tiene una enorme importancia para él. Corría el año 1892 y Kerrigan, con ya cuarenta y tres, se encontraba, arruinado y prematuramente envejecido, en la ciudad portuaria de Amoy, en el estrecho de Formosa. Durante siete largos años había permanecido en los Mares de China traficando -unas veces legalmente, las más sin autorización- en todo tipo de artículos. No era un contrabandista a gran escala; quiero decir que los trayectos que hacía con su pequeña embarcación no eran largos. Los productos que transportaba nunca procedían de América o Europa, y su comercio, por tanto, se reducía al Mar Meridional de la China, al Mar de Java, al Golfo de Bengala y en alguna ocasión excepcional -cuando se trataba de llevar algún artículo de primer orden o una carga cuyo transporte ilegal estuviera especialmente penado- al Mar de Omán. Era, pues, un contrabandista local; aunque las distancias que he mencionado sean ciertamente considerables así son llamados los traficantes que se limitan a hacer ese recorrido. A pesar de que los focos más importantes de comercio en esa zona están situados en Hong-Kong, Macao, Shanghai, Singapur y Batavia, Kerrigan, modesto en sus ambiciones y previendo que en esta ciudad la competencia sería prácticamente nula, se había instalado en Amoy, un puerto de segunda o tercera categoría, con escaso control por parte de la policía y mayor facilidad para encontrar buenas ofertas por productos de mediocre calidad, como eran los que él introducía en el país. Su negocio, como podrá usted suponer, no era ni demasiado espectacular ni demasiado rentable, pero siete años son mucho tiempo y poco a poco Kerrigan se fue haciendo rico hasta lograr montar con la ayuda de un socio, casi dos años antes de su quiebra, nada menos que una compañía de navegación. Aunque ésta era de corto alcance -tenía una docena de embarcaciones que hacían recorridos entre Amoy y Malaca, entre Singapur y Bintulu, entre Fu-Cheu y Luzón- empezó a dar frutos al poco tiempo, y Kerrigan y su socio, un alemán llamado Lutz, con el que también compartía sus negocios de contrabando, comenzaron a nadar en la abundancia y se convirtieron en una especie de caciques de la ciudad de Amoy. Al tener dinero se hicieron prestamistas y, con la impunidad que les proporcionaba su condición de occidentales, se dedicaron a explotar a la población. Los intereses que cobraban a los confiados nativos por sus préstamos eran desorbitados, y cuando alguno de ellos no podía pagar dentro del plazo establecido, Lutz, un rubicundo de fuerte complexión y aún mayor crueldad que la del capitán Kerrigan, lo buscaba por toda la ciudad hasta encontrarlo y lo apaleaba sin compasión hasta la muerte. Este caballero era en verdad temible, insolente y despótico. Gordo más que corpulento, de cara redonda coronada por una estropajosa mata de cabellos rubios y ondulados, no rebasaría los cuarenta. Todo él era sonrosado y cuando se excitaba o enfurecía su rostro se hinchaba alarmantemente y una gruesa vena aparecía en su frente o en su cuello, según la estación del año. Vestía siempre con la misma ropa: un traje blanco y arrugado cuyos pantalones le quedaban demasiado anchos, unos botines negros que -quizá porque contrastaban con su desaliño general- relucían mucho, camisas de color crudo o azul claro y una corbata granate tan ancha que cuando se desabrochaba los botones del chaleco cubría por completo su voluminoso estómago. A estas prendas añadía, de vez en cuando, un desgastado sombrero panamá y un bastón descomunal. Sus ojos eran diminutos y por ello de color indescifrable, su mentón inexistente y su nariz indudablemente alemana. De estatura mediana, la grasa hacía de él un hombre bajo y desproporcionado; y a pesar de que llevaba el cinturón muy alto, sus piernas resultaban cortas. Solía pasear todas las mañanas por el puerto observando con mirada displicente las maniobras de los marinos y los estibadores; con su bastón en la mano, adoptaba los ademanes de un estricto general pasando revista a sus tropas, y aunque los nativos se mofaban de él a sus espaldas, su presencia en cualquier lugar de la ciudad imponía respeto y temor. Kerrigan era, seguramente, tan despiadado como él, pero sus ambiciones eran más abstractas y por tanto mayores que las de Lutz y por ello dejaba que el alemán se ocupara como era su deseo de las cuestiones públicas -por llamar de alguna manera a sus obligaciones: tratar con los subordinados, cobrar las deudas, sobornar a las autoridades y en definitiva ser la cabeza visible de Kerrigan amp; Lutz / Compañía de préstamos y navegación-, haciéndose él cargo de la administración. Por ello era Lutz quien despertaba el miedo entre los habitantes de la ciudad y quien recibía todas las peticiones y ruegos, pues aquéllos, acostumbrados a tratar con él y a sufrir sus frecuentes arrebatos de ira, le consideraban el dueño y señor de la sociedad, cuando en realidad Lutz, en muchas ocasiones, se limitaba a cumplir las órdenes que en forma de sugerencias Kerrigan le daba. Huelga decir que éste era el verdadero cerebro y organizador de Kerrigan amp; Lutz, no sólo porque era más inteligente y astuto sino también porque nuestro capitán, antes de instalarse en Amoy, había ejercido numerosas profesiones, entre las que se contaban más de una de índole semejante a la que desempeñaba en aquel puerto chino. La aportación de Lutz al negocio había sido principalmente monetaria. Había conocido a Kerrigan diez años antes en África, cuando ambos se dedicaban al negocio de trata de esclavos; Kerrigan, tal vez pensando que aquello era demasiado innoble -como creo que ya le dije, su arrepentimiento fue a regañadientes y gradual-, lo había abandonado rápidamente, pero Lutz había seguido con ello cuatro años más, durante los cuales se había enriquecido. Y, enriquecido, había huido del continente africano perseguido por la justicia de varios países y se había establecido en Batavia sin ningún fin determinado. Allí empezó a dilapidar la fortuna que principalmente había acumulado en el Sudán hasta que Kerrigan, en uno de sus viajes a esa capital, se lo encontró y le propuso la fundación de la compañía. Lutz era, pues, un hombre poco inteligente, menos previsor y un tanto tosco que vivía sin planes y perdía el dinero con la misma rapidez con que lo ganaba. Para él no había más futuro que el inmediato y si accedió a tener una participación en el proyecto de Kerrigan fue porque cuando éste se lo sugirió no tenía nada que hacer ni ninguna fechoría en perspectiva y no porque, como Kerrigan, pensara que ya iba teniendo edad para retirarse y que establecerse en algún lugar concreto con algún negocio concreto fuera la única forma de hacerlo con tranquilidad y de asegurarse el porvenir -pues el capitán Kerrigan, ya desde entonces (al fin y al cabo sólo siete años antes de instalarse en París), pensaba seriamente en la posibilidad de poner un punto final a sus continuos traslados-. Así pues, Kerrigan dejaba hacer a Lutz, a quien deseaba tener contento, y con ello, además, lo mantenía apartado de los asuntos que no le incumbían, tales como la contaduría y los contratos de la sociedad. No quiero decir con ello que Kerrigan engañara a su socio; conociéndolo como lo conocía eso nunca se le hubiera ocurrido. Lutz, aunque no inteligente, era listo -no en balde había actuado al margen de la ley durante toda su vida sin haber sido apresado más que una vez- y procuraba inspeccionar mensualmente las cuentas de Kerrigan y comprobar los números con gran minuciosidad. Aun siendo copropietario prefería cobrar un sueldo semanal de manos de Kerrigan a tener que hacer balances, presupuestos, deducciones de gastos y demás para luego extraer la cifra que le correspondía de las ganancias netas. Permitía -y en realidad también agradecía- que Kerrigan se ocupara de ello y él se limitaba a revisar las operaciones del americano y a cuidarse de no ser estafado. Él escogía, en definitiva, las actividades más ruines. Pero el método de cobro que Lutz había ideado para sí no era perfecto ni mucho menos y, sobre todo, tenía un gran defecto: las cantidades que Lutz percibía cada semana eran, obviamente, algo reducidas. Y el alemán, como siempre había hecho durante toda su agitada existencia cuando había dispuesto de dinero, se lo gastaba. Mientras Kerrigan, que sacaba su parte de la caja mensualmente, guardaba casi el total de sus ganancias particulares o lo invertía, Lutz, en algunas ocasiones, hasta; se veía obligado a pedirle que adelantara en veinticuatro o cuarenta y ocho horas la fecha -sábado- señalada para cobrar, a tal velocidad consumía sus honorarios. Y esto sucedía eminentemente porque Lutz no tenía capacidad de organización. Kerrigan había hecho su hogar de tres habitaciones desocupadas del edificio -de madera y de una sola planta- que hacía las veces de oficina de Kerrigan amp; Lutz, mientras que éste vivía en el único hotel europeo de la ciudad; Kerrigan vivía con más que holgura pero sin alardes mientras que Lutz despilfarraba el dinero sin el menor reparo; Kerrigan, en definitiva, llevaba una existencia sobria mientras que Lutz la llevaba desenfrenada. Por culpa de todo ello y de las muchas horas que pasaba en los fumaderos de opio de la ciudad, el alemán, en realidad, era más pobre que cuando llegó a Amoy, y si bien no se dio cuenta de ello durante los seis primeros meses de su asociación con Kerrigan, sí lo notó a partir de entonces y sobre todo cuando, al año de su alianza, el capitán le propuso comprarle su parte del negocio. Se habían reunido en la casa de éste para celebrar con una cena el primer aniversario de Kerrigan amp; Lutz. El festejo fue alegre y brillante, y ya estaban en los postres cuando Lutz, que en contra de lo que se podría suponer a juzgar por su descripción era abstemio, decidió hacer una excepción para poder brindar por la continuidad y la creciente prosperidad de la firma, como él llamaba a la compañía. Kerrigan, como bien sabemos, no es abstemio, y aquella noche había bebido algo más de la cuenta. Creyó que el brindis de Lutz era sarcástico y sintió descubiertas sus intenciones; y torpe y atolondradamente, sin haber podido preparar su discurso ni la manera de decirlo, le hizo su oferta. Lutz no pudo disimular su sorpresa y se quedó paralizado en su silla. Pero Kerrigan no lo advirtió, borracho como estaba, y siguió esbozando argumentos para justificar sus propósitos de adquisición sin que el alemán pudiera sentirse ofendido. Éste, por una vez más astuto que su socio, calló y le dejó exponer sus ideas, y cuando Kerrigan hubo terminado Lutz levantó su copa en alto, repitió el brindis y se la bebió de un trago. Kerrigan hizo otro tanto y se quedó a la expectativa de lo que el otro pudiera decir o hacer. Lutz, entonces, se puso en pie, cogió su sombrero y su bastón y ya en la puerta se despidió de él hasta el día siguiente y dijo:

“Lo pensaré”, para salir de la casa inmediatamente después.

Pasó cierto tiempo sin que ninguno de los dos hombres volviera a mencionar aquella noche ni aquella cuestión. Kerrigan, puesto que Lutz había dicho que lo pensaría, no quería insistir en el asunto por temor a que su socio montara en cólera -aunque estaba dispuesto a enfrentarse con él y a matarle si era necesario, prefería evitarlo- y decidió dejarle todo el tiempo que deseara para meditar su resolución. Lutz, por su parte, continuó inspeccionando los muelles y propinando palizas a los nativos como si nada hubiera pasado. Así transcurrió un mes y Kerrigan empezó a sospechar que Lutz estaba maquinando algo aunque su comportamiento ni siquiera lo insinuara. Por ello tomó una medida: la de hacerle viajar. Alegando que los empleados de las embarcaciones destinadas al contrabando hacían escalas imprevistas en Hong-Kong y Victoria y allí vendían parte de la carga sin su consentimiento, quedándose ellos con los beneficios de la venta, que luego, claro está, no declaraban, le indicó la necesidad de que uno de los dos -no tenían ningún hombre de confianza que pudiera suplirles- acompañara personalmente los envíos y tomara parte en las expediciones. Kerrigan no podía dejar la administración y su presencia en Amoy era indispensable; las ocupaciones de Lutz, en cambio, podían muy bien ser encomendadas a una pareja de matones. Aunque al alemán no le satisfizo la idea de tener que pasar tanto tiempo fuera de la ciudad no pudo oponerse a los razonamientos de Kerrigan y empezó a dirigir personalmente los viajes al Golfo de Bengala y al Mar de Java. Tanto Kerrigan como Lutz eran expertos en el oficio y por tanto las expediciones en busca de mercancía no representaban un gran peligro para éste, que conocía a la perfección las rutas de navegación menos vigiladas y también sabía sortear las asechanzas o escapar de las persecuciones de las patrullas de la policía británica. Pero en muchas ocasiones la llegada de las cargas a las ciudades que las suministraban -Madras y Singapur principalmente- se retrasaban, y Lutz y su embarcación se veían forzados a permanecer esperando en los puertos varias semanas, con lo que las ausencias del alemán duraban a veces más de dos meses -bien entendido que, por supuesto, Lutz sólo viajaba cuando el género era muy delicado o de primera categoría-. Ello dejó las manos completamente libres a Kerrigan en Amoy. Por un lado empezó a estafar a Lutz, que ahora se veía imposibilitado para cobrar sus honorarios semanalmente y para revisar las cuentas con tanta frecuencia como lo había hecho hasta entonces; Kerrigan le pagaba cada vez que Lutz regresaba de una travesía, pero siempre menos de lo que le correspondía. Con esto descartaba un peligro: el de que Lutz hubiera decidido demorar su respuesta hasta que tuviera ahorrado suficiente dinero como para superar la situación desventajosa en que se hallaba cuando Kerrigan le propuso comprarle su parte del negocio y para gozar de cierto bienestar monetario. Por otra parte, compró con favores la lealtad de la mayoría de los empleados de la compañía y -quizá pecando un poco de previsor- instaló en sus oficinas un verdadero arsenal: escopetas, rifles de repetición, municiones, pólvora y pistolas, por lo que pudiera suceder si un día Lutz daba rienda suelta a su rencor e intentaba tomar el local con una cuadrilla de maleantes. Kerrigan comenzó a sentirse seguro y a confiar en que la compañía sería exclusivamente suya en un plazo muy breve. Lutz, con sus constantes idas y venidas -al prosperar el negocio las demandas se habían hecho enormes-, estaba cada vez más desligado de lo que concernía a la dirección de la firma y se había convertido en un capataz; o, por lo menos, sus tareas no eran ya las propias de un copropietario acaudalado, sin duda alguna. Los meses pasaron y Lutz, por otra parte, siguió sin hacer la menor referencia a la proposición que Kerrigan le había hecho la noche del primer aniversario de la fundación de la compañía. Kerrigan llegó incluso a pensar que se le había olvidado y a preguntarse si tal vez no debería volver a hacerle su ofrecimiento -muy generoso ya entonces- aumentando la cantidad. Hasta que, once meses después de aquella noche, Lutz explotó. Como ya he dicho antes, la mayoría de los viajes del socio del atormentado capitán del Tallahassee tenían como meta Madras o Singapur, y era en esta última ciudad en la que con mayor frecuencia los encargos se retrasaban y Lutz tenía que pasar varias semanas aguardándolos con su embarcación anclada en el puerto. Ello, al parecer, le permitió familiarizarse con las costumbres y bares de la ciudad y hacer algunos conocimientos. Aproximadamente once meses después de aquella noche, como digo, Lutz desembarcó en Amoy de regreso de un viaje a Singapur; pero no llegó solo: lo acompañaba un hombre de unos treinta y cinco años, rubio, alto, delgado, cetrino, con un frondoso bigote bajo su nariz, mirada algo torva que también podía deberse a una pronunciada miopía sin corregir, vestido exactamente igual que Lutz con la diferencia de que el traje blanco -tan arrugado como el de éste- le sentaba bastante mejor, y portando, por lo menos, un enorme pistolón cuya culata asomaba por el bolsillo derecho de sus pantalones haciendo que el faldón de su chaqueta, levantado, se viera especialmente arrugado. Kerrigan los vio descender del barco desde la ventana de su despacho en Kerrigan amp; Lutz / Compañía de préstamos y navegación, e, intrigado, se preguntó quién podría ser el amigo de su socio. Parecía un hombre decidido a pesar de que su figura era desvaída y, desde luego, su mirada no era noble. Su aspecto era el de un rufián, en suma. Los dos hombres, en vez de dirigirse inmediatamente hacia las oficinas de la compañía, tomaron el camino que llevaba al hotel en que siempre se había hospedado Lutz, y Kerrigan pensó que éste, haciendo un derroche de educación y buenas maneras que no estaba acostumbrado a ver en él, había considerado oportuno acompañar a su invitado hasta su alojamiento y aguardar a que se hubiera dado un baño y hubiera descansado un poco de la fatiga del viaje para presentárselo y para entregarle el informe de la operación efectuada en Singapur, que en aquella ocasión era un cargamento de seda de óptima calidad. Sin embargo, ante lo desusado de la situación, tomó sus medidas: envió a un chino al hotel Cleveland para que saludara en su nombre a Lutz y a su acompañante y les preguntara por el resultado del viaje, y por otra parte cargó dos de sus pistolas y se guardó una, de tamaño reducido, en uno de los bolsillos de su chaqueta y puso la otra en el cajón central de su mesa de trabajo. También llamó a dos de sus empleados y les advirtió que estuvieran alerta y que no se alejaran demasiado del edificio por si él los llamaba. Hecho lo cual se sentó ante una ventana desde la que se divisaba la puerta principal del hotel y se dispuso a esperar la llegada de Lutz y de su amigo de paso firme y desviación en la mirada. Se hicieron tardar los dos sujetos y Kerrigan no los vio salir y encaminarse hacia su local hasta hora y media más tarde. Durante este lapso de tiempo el chino que había enviado al hotel regresó diciendo que el señor Lutz se había negado a recibirle. Cuando se cercioró de que se dirigían hacia Kerrigan amp; Lutz Kerrigan se apartó de la ventana, se sentó ante su mesa y esparció algunos papeles y documentos por encima de ella, con el objeto de hacerles creer, cuando entraran, que su llegada no había logrado apartarle de su trabajo. El recorrido desde el hotel hasta las oficinas de la compañía de préstamos y navegación no era demasiado corto, por lo que el capitán aún tuvo tiempo de asomarse un par de veces a la ventana y observar la marcha de los dos hombres. Ambos caminaban ahora con paso decidido y Lutz no disimulaba una expresión de felicidad en su rostro que Kerrigan no había visto desde la famosa noche, y esto le inquietó todavía más. Por fin, de nuevo sentado ante su mesa, Kerrigan oyó el ruido que hacían los botines de Lutz y los zapatos de su compañero al subir los escalones del porche y luego unos golpecitos suaves en la puerta de madera. Dijo:

«Adelante», y ésta se abrió dando paso a los recién llegados.

Lutz, muy sonriente, avanzó hasta Kerrigan y le ofreció su mano. Su actitud era cordial y Kerrigan se la estrechó. Entonces Lutz se volvió hacia el hombre alto y delgado y lo presentó como el señor Kolldehoff, holandés. Kerrigan, que se había puesto en pie sin separarse de la mesa, estrechó también su mano y, tras rogarles que tomaran asiento, volvió a dejarse caer sobre su silla. Lutz y Kolldehoff atendieron a las indicaciones de Kerrigan y entonces el primero empezó a hablar. Dijo que el cargamento, como siempre, había llegado sin novedad y que esperaba que Kerrigan encontrara mejores ofertas de las que había tenido por el anterior envío de seda, a lo cual el americano contestó que haría lo posible, y añadió, dirigiéndose más bien a Kolldehoff, que la competencia estaba empezando a abrirse paso también en la ciudad de Amoy y que no era ya tan fácil colocar los géneros a buen precio como cinco años atrás. Kolldehoff se limitó a asentir con la cabeza en silencio. Fue entonces cuando Kerrigan cometió una imprudencia, aunque me imagino que de no haberlo hecho poco habrían variado los resultados de aquella entrevista: se encaró con Lutz y comenzó a hablarle de su próximo viaje, esta vez a Batavia, para recoger un cargamento de habanos procedentes de América. Le dio instrucciones, órdenes, le hizo ver la importancia de la mercancía -por primera vez americana-, le comunicó que habría de prescindir del timonel habitual por desconfiar de su fidelidad, le indicó la ruta que habría de seguir, le informó de la contraseña que habría de emplear para reconocer al hombre que le proporcionaría las cajas de habanos y, sin embargo, no observó que el rostro de Lutz se iba ensombreciendo más y más a medida que él hablaba. Entonces Kolldehoff miró al alemán con impaciencia y éste dio un puñetazo sobre la mesa. Kerrigan, sorprendido, interrumpió su torrente de palabras e instintivamente abrió un poco el cajón donde había escondido la pistola -con la mano izquierda- y se llevó la derecha al bolsillo de su chaqueta. Lutz, con mucho aplomo, se puso en pie y dijo que no deseaba demorar por más tiempo el feliz momento de comunicarle la buena noticia de que ya tenía una respuesta a la oferta que Kerrigan le había hecho once meses antes. Nuestro amigo se separó un poco de la mesa y preguntó:

«¿Y cuál es esa respuesta?»

«Deseo comprar tu parte, Kerrigan», contestó Lutz.

En todos aquellos meses lo único que Kerrigan no había previsto era lo que entonces estaba sucediendo: él nunca creyó muy hábil a su socio. Aunque suponía cuál iba a ser la contestación del alemán, dominó su nerviosismo, soltó una carcajada e inquirió con cierta sorna:

«¿Puedo saber con qué dinero, Lutz?»

La respuesta de éste no le defraudó:

«Con el del señor Kolldehoff, que será mi nuevo socio.»

Kerrigan podría haber intentado jugar la misma carta que Lutz y haber dicho que lo pensaría, pero por un lado estaba convencido de que éste no se dejaría engañar tan estúpidamente como él y por otro se imaginaba que ante tal contestación los otros le pondrían un plazo. Por ello tomó la determinación de hacer de una vez frente al problema y, sacando de su bolsillo la diminuta pistola, encañonó a Lutz y a Kolldehoff y dijo:

«Ya estoy harto de tenerte aquí, Lutz. No quiero matarte ni tampoco a tu amigo, a quien acabo de conocer y contra el cual no tengo nada. Has sido un mal socio y la compañía, lo sabes muy bien, es mía. Es mi idea y mi trabajo. Largaos de aquí para siempre y no volváis a poner los pies en este edificio si no queréis obligarme a mataros. ¿Lo oyes bien, Lutz? Si me dejas algunas señas te enviaré lo que te corresponde por tu parte en el negocio, aunque si no te fías de mí no te lo reprocharé. Has de correr el riesgo. Y ahora fuera de aquí. Te lo advierto, Lutz: te mataré si intentas algo. Y a usted también, señor Kolldehoff.»

Los dos hombres retrocedieron hasta la puerta, la abrieron y salieron. Antes de cerrar Lutz exclamó lleno de ira:

«¡Tendrás noticias mías, Kerrigan!»

Kerrigan sabía que Lutz no se atemorizaría por unas simples amenazas, y si no lo mató entonces fue, según él mismo confiesa, porque ya se iba haciendo mayor y empezaba a costarle trabajo matar a una persona a sangre fría. Estaba seguro, mientras los veía alejarse en dirección al hotel desde la ventana, de que Lutz y Kolldehoff, aquel holandés impasible, volverían para tratar de matarle al cabo de unos días, cuando hubieran configurado un plan.

Efectivamente, pasaron tres días sin que nada demasiado anormal sucediese y Kerrigan, no obstante, tuvo ocasión de comprobar cuál era el plan -o al menos los primero pasos del plan- de los dos centroeuropeos. Durante aquellos tres días los empleados de Kerrigan -cuya lealtad, como usted recordará, había comprado durante las prolongadas ausencias de Lutz- fueron desapareciendo de forma aparentemente misteriosa; y digo aparentemente porque Kerrigan sabía con certeza que Kolldehoff y su dinero los estaban sobornando para que lo abandonaran. Sin embargo, conocía a los chinos y su peculiar sentido de la amistad: él no los había comprado con dinero, sino con favores y buenos tratos y por tanto sabía que sus subordinados no levantarían una mano contra él por mucho que les ofreciese Kolldehoff y les intimidase Lutz; se limitarían a no apoyarle y a hacerse a un lado en la rencilla. No estarían de su parte, pero tampoco estarían de la de sus enemigos. Por ello, cuando al cuarto día la última pareja de empleados se esfumó, Kerrigan tuvo la seguridad de que tendría que luchar para guardar sus posesiones aquella misma noche, solo, y de que sólo tendría que hacerlo contra dos hombres.

Pasó la mañana ocupado en cargar, una por una, todas las armas de que disponía y en colocarlas en sitios estratégicos de toda la casa: puso un rifle de repetición junto a todas las ventanas (que atrancó, así como las puertas, con gruesas estacas de madera) de tal manera que pudiera desplazarse con gran agilidad -sin el peso de un arma- de una zona del edificio a otra sabiendo que en cualquiera de ellas tendría algo con que disparar preparado a su alcance. Confiaba, además, en que con ello lograría dar la impresión de que eran varios hombres los que hacían fuego y, si no ahuyentar a sus atacantes, sí al menos hacerles dudar de su superioridad numérica y desconcertarles. La tarde, sin embargo, con todo ya bien calculado y nada que hacer sino esperar, le resultó inaguantable. Nervioso, paseaba por las habitaciones vacías, intentaba leer sin conseguirlo, bebía sin demasiadas pausas entre copa y copa. Cuando llegó la noche estaba muy excitado y algo ebrio. La casa de Kerrigan estaba rodeada por matorrales que él, desde una ventana, vigilaba constantemente. Empezó a ver sombras y a creer que oía pisadas y que los matorrales se movían hacia las nueve de la noche. A las nueve y media oyó un griterío lejano y vio cierto fulgor desacostumbrado sobre la zona del puerto, que apenas si se divisaba desde Kerrigan amp; Lutz: No hizo mucho caso y a las diez, cuando volvía a sospechar de los matorrales, la voz de Lutz le sobresaltó y, al oírla, apagó las luces de todo el edificio.

«¡Kerrigan! Tus barcos están ardiendo desde hace media hora; sal a verlo si tienes valor», había gritado la voz del alemán.

Kerrigan comprendió dos cosas en aquel instante: por un lado, que el resplandor proveniente de la zona portuaria se debía al incendio de sus embarcaciones, y por otro, que Lutz no tenía el menor interés en quedarse con la compañía; sólo le interesaba vengarse de la oferta que le había hecho la noche en que celebraron el primer aniversario de la fundación de la firma y para lograrlo estaba dispuesto a destruirlo todo: los barcos, las mercancías, las oficinas, todo. Se dio cuenta de que había enfocado erróneamente la defensa de sus propiedades y, rabioso, contestó con una descarga hacia el lugar de donde había salido la voz de Lutz. Oyó como éste se replegaba y se escondía entre los matorrales y casi al mismo tiempo varias balas acribillaron las contraventanas desde las cuales había disparado. Se retiró de allí y esperó un rato hasta que volvió a oír la voz de Lutz:

«Ya no tienes nada, Kerrigan, sólo esas malditas oficinas. Abandónalas si no quieres perderlas también, y con ellas la vida. He quemado las embarcaciones, pero todavía queda el dinero. Si nos entregas todo lo que tienes, nos iremos.»

Kerrigan volvió a disparar contra los matorrales, pero aún escuchó la risa de Lutz cuando dejó de hacer fuego. No veía nada y empezó a perder el control de sus nervios. Le pareció oír un ruido en la puerta trasera; corrió hasta allí y vació un cargador sobre ella. Creyó también oír un quejido y, curioso, abrió la puerta para echar un vistazo. Recibió una lluvia de balas y una de ellas le alcanzó en una pierna. Era, por supuesto, Kolldehoff. Cerró apresuradamente, se sentó en el suelo, comprobó que la herida no era grave y que el proyectil no había roto ningún hueso y podía andar, y trató de calmarse. Mientras, seguía oyendo la voz de Lutz, que se burlaba de él y le amenazaba. De pronto se le ocurrió una idea. Elevó la voz y llamó a Kolldehoff. Éste no respondió, pero Kerrigan continuó:

«No sé quién eres ni me importa, Kolldehoff, pero sé que eres un miserable y que no tienes dinero ni para comprar la compañía ni para volver de aquí a Singapur. ¿Cuánto te paga Lutz por hacer esto? Sea lo que sea yo te pagaré el triple si te pones de mi lado. Acabemos con él, ¿eh, Kolldehoff ¿Estás de acuerdo?»

Hubo un rato de silencio y entonces la parca contestación del holandés se oyó clara y nítida:

«¡No!.», gritó.

Y acto seguido Lutz volvió a hablar con triunfalismo. Lanzó varia carcajadas y repitió una y otra vez que Kerrigan estaba perdido sin remisión. El capitán corrió de nuevo hasta la puerta delantera y disparó una vez más contra los matorrales, sin ningún éxito. Entonces hubo unos minutos de silencio hasta que, procedente de la parte trasera de la casa, se oyó el ruido de una ráfaga de aire. Kerrigan fue hasta allí y vio que Kolldehoff había lanzado una antorcha que había entrado a través de los cristales rotos por las balas del holandés y que había prendido las cortinas de lo que era su dormitorio. Las arrancó y sofocó el fuego, pero mientras acababa de extinguirlo dos teas más penetraron por la ventana rota y oyó cómo Lutz, por el otro lado, estaba a su vez lanzando antorchas encendidas. Notó que una de ellas caía sobre el tejado, de paja, y las llamas empezaron a extenderse por toda la casa. Recordó entonces que tenía pólvora almacenada y corrió al cuarto en que estaba guardada. Abrió una ventana y echó fuera tres o cuatro cajas; no le dio tiempo a más porque el humo le atosigaba y hacía llorar a sus ojos y además oyó que uno de los dos estaba intentando echar abajo la puerta delantera. Se trasladó hasta allí, algo renqueante ya a causa de la mucha sangre que había perdido, y aguardó, escondido detrás de un enorme archivador de madera muy gruesa, a que la entrada cediera, con una pistola en cada mano. Cuando la puerta se abrió de golpe Kerrigan no pudo ver a nadie hasta que de repente Lutz entró, disparando hacia todos los puntos de la habitación. Kerrigan esperó un poco más, y cuando vio que el humo empezaba a irritar los ojos de Lutz y a cegarle, salió de su escondite y abrió fuego contra él. Lutz soltó la escopeta que llevaba entre las manos y se desplomó. En realidad cayó al suelo aparatosamente y en pocos segundos su cabello rubio estropajoso y su traje blanco se tiñeron de rojo. Kerrigan vio borrarse sus facciones y aprovechó el momento para salir de la casa, próxima a explotar, con tanta rapidez como su pierna herida le permitía, pero mientras corría hacia los matorrales sintió el impacto de una bala en el hombro izquierdo. Tuvo tiempo de volverse y de ver a Kolldehoff, que sin duda había entrado por la puerta que hasta entonces había asediado, en el umbral. Un segundo después lo que quedaba de Kerrigan amp; Lutz voló por los aires. Kerrigan no sabe a ciencia cierta si Kolldehoff murió, pues así como se encontraron los pies y parte del tórax de Lutz, nada se pudo hallar que demostrara que el holandés silencioso había sido partido en pedazos en aquel lugar; ni tampoco, nunca, se volvió a saber de él.


Como le dije muy al principio de esta narración, Kerrigan, en el año 1892, se encontraba en la ciudad de Amoy arruinado y prematuramente envejecido, rabioso y desolado. Había cifrado sus esperanzas de regenerarse y llevar una vida apacible en la compañía de navegación, que le había costado cinco años poner en marcha. La destrucción de todo lo que poseía, incluido el dinero, que guardaba en las oficinas, fue un duro golpe para él y lo hizo aún más amargado y rencoroso. Decidió que nada valía la pena y comprendió que jamás llegaría a convertirse en un caballero digno y respetable y que la única manera de vivir era por y para el presente y sin tener ningún tipo de consideración hacia los demás. Usted se preguntará que cómo puedo decir que fue entonces cuando tomó estas decisiones, pero le diré que Kerrigan siempre tuvo el deseo recóndito de abandonar su vida aventurera y llegar a ser lo que por ejemplo fue su padre: un terrateniente querido y admirado por su familia y por sus vecinos. Si Kerrigan se endureció y fue un hombre cruel y despiadado fue principalmente por culpa de las aciagas circunstancias que siempre lo rodearon. Fue entonces, como digo, en 1892, cuando tomó aquellas decisiones, y precisamente que fuera entonces cuando lo hizo, hace sólo doce años, hace aún más admirable su figura actual, que poco tiene que ver con la de aquella época. No crea usted que es fácil que un hombre tan desengañado como Kerrigan cambie después de haber rebasado los cuarenta; y él lo hizo, créame, a pesar de que hace unos días tirara por la borda a Amanda Cook y apuñalara al capitán Seebohm. También yo disparé contra Léonide Meffre hace unos días y no por ello me considero un desalmado aun en contra de la opinión de la señorita Bonington. Bien, reanudaré mi relato: el capitán Kerrigan consiguió llegar hasta Hong-Kong y allí permaneció, vagando por los muelles y viviendo de pequeñas chapuzas que le ofrecían, hasta que se hubo restablecido plenamente de sus heridas. Entonces trató de enrolarse en la tripulación de algún barco con destino a América, pero aquello no era fácil: era la época de las grandes emigraciones al nuevo continente y los asiáticos que aspiraban a lo mismo que Kerrigan se contaban por millares. Ni su experiencia ni su condición de americano le sirvieron de nada y -esto es muy confidencial- su grado de capitán es tan sólo imaginario. Salir de China se convirtió en una verdadera obsesión para él hasta el punto de que llegó a asesinar a dos marinos, uno americano y otro francés, con el fin de apoderarse de su documentación y sus uniformes y suplantarlos. Pero en ambas ocasiones -en una porque la víctima era el hijo del comandante del navío y en otra porque sus conocimientos de francés eran muy leves- fue descubierto y se vio obligado a huir precipitadamente y a permanecer escondido hasta que las embarcaciones de los marinos hubieran zarpado. Su situación era tan desesperada que incluso trató de ahorcarse, pero fue salvado en última instancia, aunque no recuerdo ahora por quién. Llevó esta miserable existencia plagada de reveses, infortunios y traspiés durante casi un año, hasta que por fin, y de forma un tanto casual, encontró la oportunidad de abandonar Hong-Kong. Kerrigan, entre otros muchos oficios, había aprendido el de carterista, y durante la temporada que siguió a la desaparición de Kerrigan amp; Lutz se vio obligado a desempeñarlo con mucha asiduidad. Por ello frecuentaba los vestíbulos de los grandes hoteles. Aún conservaba uno de los elegantes trajes de director de una compañía de navegación y sus relucientes botas altas, y con esta indumentaria y un sombrero que robó con este fin, su presencia en los lugares más finos de la ciudad no desentonaba ni era rechazada por porteros, gerentes, ordenanzas y demás ralea. Sus hurtos no eran espectaculares y las más de las veces no eran denunciados hasta que él ya se había alejado del lugar del delito, por lo que su rostro no era conocido ni sus pasos seguidos por los detectives del hotel. Por otra parte, los que pagaban siempre en tales circunstancias eran los botones y porteadores nativos, con lo que Kerrigan, en sus fechorías, gozaba poco menos que de total impunidad. Un día estaba en el vestíbulo del hotel Empire, tal vez el segundo mejor de la ciudad, sentado en uno de los sofás de espera y al lado de un caballero cincuentón y de aspecto severo, elegantemente trajeado y que llamaba la atención por su cuidadísimo bigote y por su monumental monóculo y que, según se deducía de su actitud impaciente, aguardaba la bajada de alguna dama que se habría entretenido en el tocador más tiempo del calculado. Kerrigan leía un periódico y con poco disimulo -su destreza le hacía confiado- iba acercando su mano al bolsillo derecho de la chaqueta del caballero; justo en el momento en que la introducía y, tras tantear y sentir el familiar contacto, sacaba lentamente con los dedos índice y corazón una cartera de cuero, el caballero se incorporó levemente para dar la bienvenida a otro hombre, más joven que él, pero igualmente bien vestido. Kerrigan tuvo tiempo de guardarse la cartera sin ser visto, e inmediatamente después de que lo hubiera hecho, el caballero se volvió hacia él y le rogó que se corriera un poco para hacer sitio a su amigo. Kerrigan obedeció atentamente y entonces los dos hombres mantuvieron una breve conversación. El de más edad estaba de pésimo humor por dos motivos: su esposa -Kerrigan no había fallado en sus suposiciones- se retrasaba insolentemente, y sus gestiones para contratar a un experto marino habían constituido un rotundo fracaso. El joven -en realidad tendría muy pocos años menos que el mismo Kerrigan, por entonces ya un cuarentón- contestó que tampoco él había tenido éxito y propuso como explicación al hecho de que los marinos se negaran a acompañarles que todos deseaban cobrar por adelantado. A esto el caballero del monóculo respondió con violencia y malos modos que no se trataba de eso sino de que los tiempos habían cambiado y ya no había gente amiga del riesgo. Según él, todos aquellos marinos eran un hatajo de cobardes que no se movían de sus casas si no sabían antes de partir hacia dónde se dirigían y cuánto tiempo duraría el viaje. Reconocía que ellos eran unos excéntricos, pero encontraba desmesuradas las prevenciones de aquellos individuos. Como podrá usted imaginar, Kerrigan no lo dudó un instante. La conversación de los dos caballeros no le había dado ningún detalle acerca del tipo de travesía que se traían entre manos, pero poco le importaba un sitio u otro con tal de abandonar aquel país en el que la mala suerte se había ensañado con él. Así que aprovechando que el caballero del monóculo le daba la espalda al estar vuelto hacia su compañero, sacó de su bolsillo la cartera que le había robado, le tocó suavemente en un hombro y, ofreciéndosela, le advirtió que se le había caído al suelo. El caballero, que debía de estar de muy mal talante, ni siquiera se llevó la mano a la chaqueta para comprobarlo y, mirándola con desconfianza, le preguntó si estaba seguro de que aquella era su cartera. Kerrigan, entonces, contestó que sí utilizando la fórmula que emplean los marinos de la armada inglesa para ello (aye, are, señor) y dijo que la había visto deslizarse de su bolsillo cuando el caballero había hecho un movimiento brusco con el brazo. Como usted sabe, esta peculiar forma de decir sí que tienen nuestros marinos es universalmente conocida y además, en aquella ocasión, los dos caballeros eran ingleses que residían en la India, de modo que al escuchar la contestación de Kerrigan sus rostros se iluminaron y el de más edad, sin siquiera recoger de sus manos la cartera perdida, le preguntó si era marino.

«Aye, are, señor», volvió a decir Kerrigan con un acento exageradamente británico, «durante quince años he sido capitán de un buque al servicio de Su Majestad». Y añadió: «Capitán Joseph Dunhill Kerrigan, a sus órdenes.»

El caballero del monóculo cogió por fin la cartera, le dio las gracias y se presentó como el doctor Horace Merivale y acto seguido el hombre más joven hizo lo propio como Reginald Holland, y ambos, casi al unísono, le invitaron a tomar algo en el bar del hotel. Kerrigan aceptó de buen grado y los tres se encaminaron hacia el lugar no sin antes haber advertido a un conserje que si la señora Merivale bajaba le indicaran en qué sitio podría encontrarles. Una vez que se hubieron sentado a una mesa y tuvieron ya sus copas, Reginald Holland se atrevió a preguntarle a Kerrigan si aún estaba en servicio activo, pero antes de que Kerrigan pudiera contestar que ya estaba retirado y que se hallaba en Hong-Kong haciendo turismo -aunque tuvo ocasión de manifestarlo más tarde- el doctor Merivale intervino y, haciendo votos por que la franqueza imperase en todas las relaciones, fueran personales o comerciales, reprendió a Holland por andarse con rodeos y se encaró con Kerrigan directamente. Le explicó sin ambages que necesitaban con urgencia la cooperación de un hombre extremadamente familiarizado con el mar y sus secretos que estuviera dispuesto a adentrarse en el Océano Pacífico sin rumbo determinado y a la búsqueda de islas paradisíacas. Kerrigan, un tanto sorprendido por estos fines, le preguntó que a qué se refería con exactitud al hablar de islas paradisíacas. El doctor Merivale se sonrojó un poco, quizá pensando que Kerrigan lo tomaba por un ingenuo, y le amplió la información: tanto Holland como él eran enormemente ricos -no dijo por qué y Kerrigan supuso que habrían heredado minas o el control de grandes empresas- y tenían la intención de comprar -a instancias de la caprichosa señora Merivale: se excusó- una isla en el Pacífico de clima constantemente cálido y que estuviera deshabitada. Allí podrían construir una gran mansión o, quién lo sabía, tal vez fundar una ciudad de la que ellos serían dueños y a la que podrían bautizar, por ejemplo, con el nombre de Merry Holland -y aquí fue el de menos edad quien enrojeció más, no se sabe si de vergüenza o de placer-. Añadió Merivale que, por supuesto, no había contado tal historia a los marinos chinos o tabernarios por estimar que eran gente de escasa agudeza y de menos escrúpulos que se habrían reído de sus intenciones o habrían tratado de desvalijarlos a la primera oportunidad. En su lugar les habían hecho creer que eran arqueólogos en busca de islas inexploradas; y agregó, con cierta ampulosidad servil, que la cosa cambiaba al tratarse de un marino de la Armada Real Británica de fino espíritu, de un conocedor del mundo y de la complejidad de la vida, de un oficial de honor. Kerrigan, que había escuchado a aquellos dos megalómanos con una indiferencia en verdad británica y marcial, se limitó a responder que aceptaba la oferta, a manifestar que los honorarios que habría de cobrar no eran una cuestión que tuviera importancia para él y que por tanto les rogaba que fueran ellos los que decidieran la cantidad, y a preguntar si disponían ya de una embarcación. Los dos hombres, alborozados por su respuesta afirmativa, contestaron que ya habían adquirido, por un precio razonable si se tenía en cuenta que las excelencias de la embarcación no eran escasas, un pequeño velero que sólo necesitaba de un capitán -con el que ya contaba- y de dos marineros -los cuales, dijeron, esperaban que fueran fáciles de reclutar entre los muchos muertos de hambre que veían por las calles- para lanzarse al océano; y estrecharon la mano de Kerrigan con mucho énfasis y calor.

Éste expresó sus deseos de ver el barco antes de partir y prometió estar listo para zarpar en un plazo de treinta y seis horas y encargarse de contratar a los dos esbirros. El doctor Merivale y el señor Holland rieron de buena gana ante la ocurrencia de Kerrigan, que tan ingeniosamente había apodado a los que habrían de ser poco menos que sus compañeros de viaje, pagaron, y después de haber concertado una cita con él para el día siguiente con el fin de que comprobara el buen estado del velero y si era adecuado para realizar sus extravagantes propósitos, y con el de estudiar con detenimiento y con el consejo del capitán la ruta que habrían de seguir, se retiraron, seguramente decididos a subir de una vez a los aposentos de la señora Merivale.


El Uttaradit, un pesquero cuya descripción es superflua, zarpó setenta y dos horas después de que esta conversación tuviera lugar con las seis personas previstas a bordo; y lo cierto fue que, en contra de lo que en buena lógica cabría haberse esperado a juzgar por el previo comportamiento de sus propietarios, los dos megalómanos y la señora Merivale, una vez que hubieron abandonado el puerto de Hong- Kong y se vieron verdaderamente privados del contacto -tan habitual que se hace indispensable- con inferiores dispuestos a servirles, se desentendieron por completo del rumbo que el velero había tomado y prácticamente se abstuvieron de dirigirle la palabra a Kerrigan. Genuinos representantes de una sociedad que -como la nuestra- sólo concibe la existencia como una travesía del horizonte liberada de obstáculos y colinas, como una travesía realizada con fines eminentemente contemplativos, dejaron en manos de Kerrigan no sólo lo que concernía al gobierno del barco, sino también, de hecho, todo cuanto afectaba a sus ambiciosos proyectos. Ello no representó un motivo de disgusto para Kerrigan, antes al contrario. Puesto que Merivale y Holland andaban a la búsqueda de una isla de clima permanente y cálido, la dirección que el velero estaba obligado a tomar era meridional, pues las islas del Pacífico que se encuentran en el mismo paralelo que Hong-Kong, aparte de ser escasas, no gozan de tan estimables temperaturas. Pero como ya le he dicho, Kerrigan deseaba regresar a su país natal, y después de haber viajado durante unos días con rumbo sur, al comprobar que sus patrones eran tan confiados como ignorantes, viró en ángulo recto y tomó un rumbo que Merivale y Holland, de habérseles ocurrido pensar alguna vez que el sol sale por oriente, habrían identificado con gran facilidad como este. Y los esbirros, claro está, demostraron que lo eran y no osaron rechistar. Kerrigan tomó la decisión de engañar a sus patrones sin antes haber configurado un plan que le permitiera salir indemne de las iras de los excéntricos cuando éstos -tarde o temprano tendrían que advertirlo- se dieran cuenta de que se había aprovechado de su ingenuidad. Pero poco le importaba. Atareados como estaban los dos hombres en tomar el sol, preservar sus estómagos del balanceo y jugar al bridge en sus cabinas, Kerrigan confiaba en que no se darían cuenta del engaño hasta por lo menos alcanzar las islas Brooks, y para entonces confiaba, mejor dicho, estaba seguro de disponer de un buen plan o del valor necesario para acabar con ellos sin pestañear.

La señora Merivale, de nombre Beatrice, era, sin embargo, otra cuestión. Rubia, muy bella, caprichosa y arrogante, parecía desdeñar a la humanidad entera, incluyendo en ella a su marido y al señor Holland. Mucho más joven que aquél, sin duda se había casado por dinero, y, con sus amplios pantalones blancos y sus pañuelos al cuello, los tres primeros botones de la blusa siempre desabrochados y un aire que era mezcla de ausencia y provocación, se paseaba por el velero o permanecía sentada durante largo rato cerca de Kerrigan, distrayéndole con su fragancia. E incluso, muy de cuando en cuando, le distraía con espaciadas preguntas acerca del mar y de los criterios de navegación, formuladas en un tono que más que otra cosa parecía indicar que consideraba a Kerrigan un simple manual que encerraba todas las contestaciones. Esto, y que con frecuencia peinara su largo cabello rubio sobre cubierta, eran dos cosas que exasperaban a Kerrigan, quien se sentía impedido para hacer cualquier tipo de avance o insinuación respecto a ella. No parecía tonta, sino más bien lo contrario, y por eso el capitán, así como tenía la certeza de que ninguno de los dos hombres había advertido el cambio de rumbo, ignoraba si Beatrice Merivale lo había hecho. A veces, mientras su marido y Reginald Holland estaban ocupados con sus naipes, se quedaba mirándole fijamente durante largo rato, como pidiéndole explicaciones por su conducta desobediente, con un gesto de desafío cuyo alcance Kerrigan no llegaba a comprender. Y sobre todo, cuando los dos caballeros, al cabo de diez días de viaje, preguntaron extrañados cómo aún no habían encontrado ninguna isla en su camino y la señora Merivale les tranquilizó diciéndoles, a manera de reproche por su ingenuidad, que el Uttaradit no era uno de aquellos nuevos y tremendos buques de vapor que avanzaban tan rápidamente y en los que ellos estaban acostumbrados a viajar, Kerrigan empezó a sospechar que, tácitamente, Beatrice Merivale se había entregado a su voluntad.

Pasaron los días y Kerrigan, avisado de que los dos hombres ofrecían el peligro de ser tan impacientes como inocentes, cambió de actitud y decidió alterar sus planes. Aminoró la forzada marcha que habían llevado hasta entonces y una mañana reunió a los tres pasajeros del velero y les anunció que se estaban aproximando a un archipiélago. La noticia fue acogida con enorme alborozo por parte del doctor Merivale y Reginald Holland y con una expresión de extrañeza por parte de la señora, que no hizo sino fortalecer las suposiciones del capitán. Este no sólo había decidido detenerse en la isla Marcus -cuyos islotes adyacentes eran incontables, no figuraban en los mapas y, por decirlo de alguna manera, estaban por descubrir- para contentar a sus patrones, sino que también lo había hecho porque empezaban a estar necesitados de provisiones y porque juzgó que el Uttaradit, inadecuado para el tan largo recorrido que se proponía hacer, debería ser inspeccionado en un puerto, o incluso cambiado -quiero decir sustituido- por otra embarcación de mayor envergadura. Los millonarios, sin embargo, estaban tan encantados ante la perspectiva de visitar de una vez algunas islas, que a pesar de que Kerrigan inventó una pequeña avería que aconsejaba dirigirse en primer lugar a la isla principal -ya habitada- para repararla, insistieron en que si ello era factible deseaban echar un vistazo a sus posibles posesiones con anterioridad; y Kerrigan, a quien no interesaba indisponerse con ellos, no tuvo más remedio que acceder a sus peticiones. Enfiló el velero hacia los islotes (que se encuentran situados un centenar de millas al sur de la isla Marcus) aturdido por los infantiles vítores de Merivale y Holland. Pasaron el resto de la mañana en un islote feo, diminuto y carente de atractivos que hizo disminuir el entusiasmo de aquéllos. Por fin, cansados y un tanto decepcionados, pusieron rumbo a la isla principal. La isla Marcus, o Minamitorijima para los japoneses, es un atolón elevado -veinte metros sobre el nivel del mar- de forma triangular y rodeado en su perímetro por arrecifes de coral. El puerto, según Kerrigan, era de ínfima categoría y las embarcaciones ancladas en él se podían contar con los dedos de una sola mano. No había ninguna que superara al Uttaradit en potencia y velocidad y Kerrigan se vio obligado a desechar la idea de abandonarlo. Había, un pueblo pesquero de una veintena de habitantes con un solo establecimiento que hacía las veces de cantina y almacén. En él pudieron comprar víveres y algún objeto -sombreros, chales o abalorios- que a los Merivale y a Holland se les antojaron exóticos. Kerrigan propuso pasar la noche allí y aguardar a que los esbirros y un técnico austriaco que encontraron en el pueblo dejaran en buen estado el maltrecho velero para al día siguiente, muy de mañana, reemprender la búsqueda de islas paradisíacas. Mientras el Uttaradit era inspeccionado al anochecer, el capitán y los pasajeros esperaron en la cantina y pidieron vino al empleado que la custodiaba. Se acomodaron en la única mesa que había allí y, de no haber sido por la intervención del austriaco, que en un momento dado apareció para comunicarles que el barco no tenía ninguna avería y sin ser invitado se sentó con ellos, Kerrigan habría emborrachado al doctor y a su amigo y habría partido aquella misma noche con la señora Merivale como única pasajera. Pero aquel técnico perdido en aquel lugar quién sabe por qué razones ocultas echó a perder sus planes. Era un hombre tosco y locuaz, de barriga prominente, grandes mostachos azulados, pésimo acento inglés y grotesco apellido: Flock. Mostró excesivo asombro por que el capitán Kerrigan hubiera proclamado que el pequeño velero chino tenía una avería, bebió demasiado impidiendo con ello que lo hicieran Merivale y Holland e interrogó también en exceso y con avidez a la señora. Kerrigan estaba molesto por todo ello y no dijo ni una palabra durante el tiempo que permanecieron en aquel establecimiento ruinoso. Pero hubo un momento en el que sintió casi irresistibles impulsos de propinar un puñetazo a Flock y tuvo que morderse los labios para no hacerlo: Beatrice apenas si contestaba con monosílabos a las improcedentes preguntas que le hacía el austriaco, pero los megalómanos, en parte para evitar que Flock siguiera dirigiéndose a ella, en parte porque habían recobrado su optimismo y buen humor con el vino que habían ingerido, empezaron a hablar más de la cuenta y acabaron por confesar al técnico cuáles eran los motivos que les habían llevado a aquel paraje. Entonces Flock que probablemente era un buen hombre y no tenía malas intenciones, exclamó sorprendido:

«¡Ah, pero para eso tienen que ir más al sur! Aquí no encontrarán nada que sea de su agrado.»

«¿Más al sur?», preguntó entonces Holland, y añadió: «¿En qué paralelo nos encontramos?»

Fue entonces cuando Kerrigan estuvo a punto de derribar a Flock, pero tuvo que reprimirse y éste respondió:

«Estamos un poco más al norte, casi lindando con el Trópico de Cáncer.»

Merivale, entonces, se encaró con Kerrigan y le preguntó que cómo explicaba aquello. El capitán, algo nervioso, respondió que había tomado aquella dirección sin consultarles por su propio bien: él conocía la zona a la perfección y sabía de la existencia de numerosas islas que cumplían todos los requisitos necesarios para satisfacerles, pero los había visto tan empeñados en ir hacia el sur que no se había atrevido a comunicarles que se había desviado por temor a que se hubiesen enfadado y le hubieran obligado a alterar el rumbo antes de llegar a aquella zona. Había supuesto que, al constatar la belleza de sus islas, le habían de agradecer su iniciativa. Pero entonces Flock, respaldado por los millonarios -que súbitamente recordaron su desilusión de la mañana cuando habían recorrido el primer islote-, le dijo que debía de estar equivocado. Él, manifestó, conocía muy bien aquella zona y tenía la certeza de que las islas que se podían encontrar por allí no tenían comparación con las que había más al sur, en las Carolinas, y les aconsejó que tomaran aquella dirección. Kerrigan, tenaz, desautorizó las palabras del austriaco y dijo con tono ofendido que él sabía muy bien lo que se traía entre manos y les aseguraba que no habría virado si no estuviera convencido de que los islotes Marcus eran los más hermosos de todo el Océano Pacífico. Flock soltó una carcajada y se enzarzó en una discusión sin fin. Él repetía una y otra vez que no encontrarían nada que fuera de su agrado en aquel lugar y Kerrigan, cada vez más excitado, sostenía lo contrario. Los millonarios se limitaban a decir que desde luego lo que habían visto por la mañana no era digno de los elogios de Kerrigan y más bien parecía demostrar que era Flock quien llevaba la razón. Así continuaron durante más de media hora hasta que de repente Beatrice Merivale dio, golpe en la mesa y dijo:

«Basta, caballeros. ¿A quién vamos a creer ¿A un miserable técnico que, como es obvio», y miró a Flock con infinito desprecio de arriba a abajo, «nunca ha llegado a nada o a un marino de Su Majestad que ha demostrado conocer su oficio a la perfección, que goza de una posición digna y seguramente de un brillante historial que la modestia le impide confesar, y que ha tenido la generosidad de aceptar nuestro insólito ofrecimiento cuando estábamos desesperados y sus planes eran muy distintos? Parece mentira, señores, que todavía puedan dudar sobre quién está diciendo la verdad.»

Merivale y Holland callaron y se miraron entre sí, abochornados. Hubo unos segundos de silencio y Kerrigan aprovechó la ocasión para intervenir:

«Gracias, señora Merivale», dijo; «le agradezco lo que ha hecho por mí. Caballeros, si ustedes así lo desean, nos dirigiremos mañana hacia las Carolinas. No les reprocho que duden de mí por haberles traído hasta aquí sin su permiso. Pero, créanme, lo hice impulsado por los motivos que ya he mencionado y creo que, de una u otra forma, ya que estamos aquí, no perderán ustedes nada por que mañana al amanecer visitemos las islas cercanas. Que nos haya defraudado el islote que hoy hemos visto no significa nada en absoluto. ¿Acaso pensaban ustedes adquirir la primera isla que encontraran? De ser así, no habrían necesitado de mis servicios. Les pido que confíen en mí y les prometo que si mañana no han hallado lo que desean, partiremos inmediatamente hacia las Carolinas.»

Merivale y Holland volvieron a mirarse y entonces el primero expresó su conformidad y, en compañía del segundo, se excusó ante Kerrigan por haber dudado de sus conocimientos y de su integridad. Flock, que había permanecido callado y probablemente humillado desde que Beatrice Merivale había golpeado la mesa con energía, se puso en pie y, sacando de su raída chaqueta un papel, se lo ofreció a Reginald Holland al tiempo que decía:

– Como ustedes quieran. Al fin y al cabo es asunto suyo. Pero permítanme que les dé este mapa de la isla Marcus y sus alrededores hecho por mí mismo. Síganlo; no dejen de ver una sola de las islas que están señaladas en él. Véanlas y tengan en mejor opinión, después, a Dieter Flock. Comprobarán que era yo quien tenía razón.

Holland cogió el mapa de sus manos, lo desdobló, lo miró y se lo entregó a Kerrigan no sin antes haber dejado que el doctor Merivale le echara un vistazo por encima de su hombro. Kerrigan se lo guardó en el bolsillo superior de su chaqueta. Dieter Flock, cabizbajo, salió del establecimiento; y cinco minutos después Kerrigan, Reginald Holland y el matrimonio Merivale le siguieron. Llegaron hasta el Uttaradit y, tras despedirse los unos de los otros hasta la mañana siguiente, todos se retiraron a sus respectivas cabinas para descansar del agitado día.


Como ve usted, señor Bayham, si los acontecimientos se precipitaron no fue precisamente por culpa de Kerrigan quien había calculado que hasta que llegaran a las islas Brooks la paz reinaría en el barco, sino que fue, como casi siempre sucede, por culpa del azar.

Al día siguiente Kerrigan se encontró con la desagradable sorpresa de que los dos esbirros chinos, demostrando ahora que no lo eran tanto, habían desaparecido. Interrogó a la gente del pueblo sobre su posible paradero y fue el mismo Flock quien, en la puerta del almacén de provisiones y con una insolencia que tenía mucho de venganza, le dijo que los había visto partir en una especie de canoa de remos antes del amanecer y le aseguró que no encontraría en la isla Marcus otros dos marinos que los reemplazaran. Y así fue: Kerrigan no tuvo más remedio que zarpar sin tripulación, o, mejor dicho, sin más tripulación que el doctor Merivale y el señor Holland, a los que hizo ver la gravedad del caso y forzó a desplegar velámenes, trepar por escalerillas y maniobrar con el timón bajo sus instrucciones. Kerrigan, durante la noche, había cavilado acerca de lo que tenía que hacer para demostrar que había sido él y no Flock quien había dicho la verdad. La zona era desconocida para él y estaba convencido de que el mapa del austriaco -una concienzuda obra hecha por una persona que sabía de cartografía- era exacto y de que la belleza de los islotes adyacentes a la isla Marcus era inexistente. Y decidió que lo mejor sería llegarse a toda marcha hasta las islas Marianas, de clima mucho más benigno y de mayores atributos paradisíacos, y hacer creer a los millonarios que éstas se trataban de aquéllos, confiando en que no se dieran cuenta del engaño cuando les explicara que se había visto obligado a dar un gran rodeo para esquivar un tifón que se les acercaba y que ello había sido el motivo de que hubieran tardado en llegar mucho más de lo que lo habían hecho el día anterior desde los islotes a la isla. Por supuesto, todos lo creyeron, excepto seguramente Beatrice Merivale, que por entonces ya se había convertido en una verdadera aliada del capitán Kerrigan merced a su intervención en contra de Dieter Flock. Kerrigan estaba cada vez más seguro de esto, pero la mezcla de incondicionalidad y pasividad que, por otra parte, ponía de manifiesto la señora Merivale en todos sus actos le hacía mantenerse todavía a la expectativa, algo confundido, sin atreverse a dar ningún paso por temor a que sus suposiciones fueran erróneas. Lo que el capitán Kerrigan no advertía -poco y mal conocedor de las mujeres- era que Beatrice Merivale pertenecía a una clase de personaje femenino que por timidez, por falta de afecto y por estar acostumbrado a que todo se lo den hecho, jamás pide las cosas directamente por muy ardientes que sean sus deseos, sino que siempre espera a que se las ofrezcan.

No sé qué maravillas logró hacer el capitán Kerrigan con su improvisada tripulación -bueno, tampoco me haga caso; nada sé acerca de navegación y tal vez no recuerdo los tiempos que me dio nuestro infortunado capitán-, pero el caso es que divisaron las islas Marianas antes de que terminara la mañana. El doctor Merivale y Reginald Holland, para los que en realidad no existían ni el desaliento ni el escepticismo, volvieron a mostrarse entusiasmados por la vista que se les ofrecía. Se apuraron aún más en sus tareas y en menos de una hora hubieron desembarcado en una isla que prometía reunir todos los requisitos indispensables para convertirse en la futura ciudad de Merry Holland. Los dos hombres se dispusieron a recorrerla en cuanto hubieron ayudado a Kerrigan a fijar la embarcación junto a la orilla e invitaron a Beatrice y al capitán a que los acompañasen. Ella contestó que no tenía ganas y que se fiaba del buen gusto de su marido y rechazó la sugerencia, y Kerrigan hizo lo propio alegando que deseaba revisar la avería que Flock había sido incapaz de descubrir y que él seguía notando cuando navegaba a cierta velocidad.

De manera que los megalómanos, especialmente joviales por intuir que la isla iba a ser de su agrado, se adentraron solos por aquellos parajes tropicales y brindaron a Kerrigan y a la señora Merivale la primera oportunidad de estar a solas.

Cuando al atardecer regresaron, Kerrigan ya había seducido a Beatrice Merivale, o -si usted lo prefiere así- Beatrice Merivale ya había seducido a Kerrigan. Como ya le dije antes, señor Bayham, fue el azar, disfrazado de Dieter Flock, lo que precipitó los acontecimientos: el doctor Horace Merivale y su amigo Reginald regresaron de su expedición tan satisfechos que no se dieron cuenta de lo que había sucedido durante su ausencia -la ternura que es capaz de sentir el capitán Kerrigan al parecer lo revelaba- y, llenos de gozo, comunicaron a éste y a la señora Merivale que habían decidido comprar la isla y que sólo esperarían hasta el día siguiente para ponerse de nuevo en marcha y dirigirse hacia Hong-Kong, desde donde harían las gestiones pertinentes para la adquisición legal. Como anteriormente le había sucedido con su socio Lutz, Kerrigan se vio sorprendido por lo único que no había previsto. Rápidamente sopesó la posibilidad, de seguir engañándoles y hacerles creer que volvían al puerto chino para en realidad continuar viajando hacia San Francisco, pero -como también le había sucedido cuando, ante la contraoferta de Lutz y Kolldehoff, decidió no seguir anticipándose a los hechos o esquivándolos y enfrentarse a ellos- la desechó. Que Merivale y Holland no hubieran advertido que llevaba rumbo noroeste cuando lo suponían sureste era una cosa; que no se dieran cuenta de que iban hacia el este cuando querían ir hacia el oeste, otra muy distinta y, se le antojó, imposible. Aunque comportarse de esta manera (después de haber sorteado infatigablemente los peligros y las situaciones apuradas abandonar la lucha) es algo muy característico de Kerrigan, creo que en aquella ocasión la existencia de Beatrice Merivale influyó en su determinación: Kerrigan sacó una pistola del bolsillo derecho, de su chaqueta y encañonó a sus patronos. Estos, al principio, creyeron que se trataba de una broma y Holland se permitió rogarle que apuntara hacia otro lado, pero cuando Kerrigan disparó contra la arena, los dos hombres, sobresaltados, fruncieron el ceño y esperaron a que el capitán hablase:

«Ustedes no van a ir a ningún lado», dijo. «Se quedarán en esta isla que tanto les gusta. Yo necesito el Uttaradit para llegar hasta Luzón y allí sacar un pasaje hasta San Francisco con el dinero que me deben.»

Los dos caballeros no comprendían muy bien de qué hablaba Kerrigan, pero empezaron a extrañarse de que hubiera perdido su fuerte acento inglés y su pronunciación marcial para sustituirlos por una jerga inequívocamente americana y barriobajera, y, viendo que la cosa iba en serio, se abstuvieron de hacer preguntas y simplemente trataron de hacerle razonar. Le dijeron que para conseguir lo que se proponía no hacía falta que los encañonase con un arma. Podían llegar todos hasta Hong- Kong y allí Kerrigan podría obtener un pasaje de primera clase para San Francisco. Aseguraron que pensaban pagarle espléndidamente por sus servicios y que tendría todo lo que quisiera una vez que hubieran llegado a la ciudad china. Kerrigan, él mismo lo confiesa, dudó. Usted habrá podido comprobar a lo largo de la narración que tenía más escrúpulos de los que él mismo se imaginaba. No le habría costado ningún trabajo desvalijar y asesinar a sus pasajeros el mismo día que salieron de Hong-Kong, y sin embargo no lo hizo. Pudo haberlos mantenido a raya y obligado a acatar sus órdenes cuando Flock les reveló que se encontraban mucho más al norte de lo que pensaban, pero tampoco lo hizo; trató de guardar las apariencias y de causarles el menor daño posible. Se comportó con aquel par de imbéciles con benevolencia digna de elogio. Kerrigan, a pesar de su dureza, nunca fue un hombre seguro de sí mismo. Por todo ello dudó ante los razonamientos del doctor Horace Merivale y de Reginald Holland. Se volvió hacia Beatrice y le consultó con la mirada. Ella hizo un gesto afirmativo.

«Pero hay otra cuestión, doctor Merivale», dijo entonces Kerrigan. «Su esposa quiere venir conmigo. ¿Qué dice usted a eso? Tengo que dejarles aquí y lo siento. No me son ustedes antipáticos.»

El doctor Merivale comprendió entonces lo que había sucedido durante su ausencia y su rostro alargado se contrajo de rabia. Miró a su esposa, luego a Kerrigan, y de repente, con un rápido ademán, levantó su afilado bastoncillo hasta ponerlo en posición horizontal y arremetió contra el capitán, desgarrándole un costado. Al fallar parcialmente en su blanco el doctor Merivale perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, a espaldas de Kerrigan. Éste se volvió y le disparó en la nuca cuando se estaba incorporando. Merivale tuvo tiempo todavía de oír cómo algunos huesecillos de su cabeza se quebraban y volvió a caer de bruces, muerto. Reginald Holland, presa de la histeria por lo que acababa de contemplar, se lanzó sobre el capitán y lo derribó al suelo de un puñetazo. Kerrigan cayó aturdido y Holland corrió hasta la embarcación, fondeada a muy pocos metros del lugar en que se hallaban, y se introdujo en una de las cabinas para salir inmediatamente después con una escopeta entre las manos. De pie sobre la popa del Uttaradit, apuntó a Kerrigan, pero éste ya se había puesto en pie y le aguardaba con el brazo derecho extendido. Disparó cuatro veces antes de que Holland pudiera hacer fuego por primera vez. Su bala se hundió en la fina arena de playa y él cayó al agua, junto a la orilla, con la camisa ya empapada.


Lo que sigue ya es otra historia. Lo que dio a Kerrigan el impulso necesario para cambiar definitivamente fue, en suma, un simple affaire d'amour. No le hablaré acerca de él porque yo nunca he sabido hablar acerca del amor, usted lo habrá comprobado si ha leído mis novelas. Pero debería usted haberle escuchado… Kerrigan es un hombre de muy fina sensibilidad. Pero yo no puedo hacerlo; caería en demasiados tópicos, no sé hacerlo. Sólo le diré que su historia fue muy hermosa.

Enterraron los cuerpos de Merivale y Holland y, sin más dilación, estuvieron amándose en aquella isla hasta que se les acabaron las provisiones. Discúlpeme si soy prosaico, pero no puedo evitarlo. Beatrice Merivale no sólo pertenecía a la especie de personajes femeninos que antes le describí: también era una mujer lánguida y amorosa. Bajo su aparente frialdad había sentimientos apasionados, desenfrenados; e hizo feliz a Kerrigan, un hombre que nunca había tenido tiempo de enamorarse. Permanecieron en lo que jamás pudo ser Merry Holland durante un mes, y entonces pusieron en marcha el Uttaradit y volvieron a Hong-Kong, desde donde se trasladaron a Jamshedpur por vía férrea, ciudad en la que Beatrice, su marido y Holland habían residido. Beatrice heredó la fortuna del doctor Merivale y a los pocos meses se casó con Kerrigan. Se establecieron -por fin llegó allí el segundo de a bordo del Tallahassee- en San Francisco y compraron la isla, que no tiene nombre. Pasaban largas temporadas en ella, en una casa que mandaron construir, y por supuesto no tenían problemas de dinero. Ya sabe usted de dónde procede la fortuna de Kerrigan, que abandonó definitivamente sus vagabundeos y consiguió alcanzar su vieja meta de hacerse inmensamente rico. La historia, aunque bonita, es vulgar, y lamento que mi relato termine así: preferiría que su asociación con Lutz fuera cronológicamente posterior; me gusta más esa parte. Pero no es así. Olvidaba decirle que la versión que dieron de la muerte de Merivale y Holland fue bastante imaginativa: aquella pareja de pobres majaderos murieron para el mundo como verdaderos héroes. Luchando contra los elementos, en pugna por vencer una horrible tormenta en el Océano Pacífico, sus cuerpos fueron arrojados al mar por el oleaje. Kerrigan y Beatrice estuvieron casados cuatro años y al cabo de este tiempo ella murió trágicamente en una catástrofe ferroviaria cerca de San Francisco, cuando iba a reunirse con él tras una corta separación. Desde entonces Kerrigan no ha vuelto a ser el de antes. Nunca la ha olvidado y de vez en cuando la nostalgia es tan grande que no puede soportarla. El único remedio que tiene contra estas crisis es abandonarlo todo e irse a pasar una temporada en su isla. Nadie más que él y Beatrice ha puesto los pies allí, si exceptuamos al doctor Horace Merivale ya Reginald Holland, que allí yacen enterrados para siempre. En este lugar sus recuerdos se avivan y, lejos de entristecerle aún más, actúan como un sedante para él.

De toda esta historia yo sólo suponía algunas cosas hasta que hace unos días el capitán Kerrigan me reveló los pormenores. Su borrachera se debió a que, sorprendido por una de sus crisis durante la travesía, no pudo soportar la idea de tener que permanecer a bordo del Tallahassee sin poder trasladarse a su isla. Si puso en peligro las vidas de la señorita Cook, el capitán Seebohm y la señorita Bonington fue porque estaba desesperado y no sabía lo que hacía, pero en ningún momento se propuso hacerles daño. Por eso me pidió que lo excusara ante todos ustedes y que le relatara esta historia. Sí, decididamente me alegro de que la señorita Bonington no la haya escuchado; tal vez sea demasiado cruda para los oídos de una mujer tan frágil como ella parece ser. Pero de momento ya todo ha pasado y el capitán Kerrigan ha vuelto a comportarse como un caballero. Crea que lo es y espero que mi narración haya servido para hacerle cambiar de opinión con respecto a él. Le he contado algunos de los desmanes y abusos que cometió pero pienso que tal vez haya sido lo suficientemente hábil como para dejar deslizar también algunos detalles que demuestran que dejó de ser un hombre sin escrúpulos para convertirse en un ser zarandeado por las circunstancias y atormentado por el pasado. ¿Sabe? Kerrigan no ha vuelto a matar a nadie desde que acabó con Reginald Holland. Aunque ahora, si lo pienso bien, me doy cuenta de que apenas si le he hablado del proceso que experimentó desde que se enamoró de Beatrice Merivale hasta hoy día. Su cambio fue gradual -tiene la prueba en su falta de dureza para con gente como Lutz, Kolldehoff, Merivale y Holland-, pero cuando se enamoró de Beatrice dejó de serlo. No le he hablado de esto apenas porque, se lo repito una vez más, nunca he sabido decir cosas inteligentes acerca del amor; aunque tal vez debería aprender a hacerlo. Algunos de mis colegas son genios para esto y escriben páginas inolvidables, pero yo me sonrojo sólo de pensar en ello. Tampoco he sido nunca capaz de hacerlo con las mujeres que he amado; yo… – Víctor Arledge se interrumpió. Con gesto malhumorado miró su reloj y comprobó que ya era tarde. Se levantó de su butaca, se observó con detenimiento en el espejo del armario de su camarote: se atusó el pelo y se estiró la corbata. Y entonces cogió su bastoncillo y se encaminó hacia el comedor con la esperanza de que todavía le dieran de cenar.

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